I

En París a mitad del siglo, el poeta Octavio Paz escribe un libro sobre México. Tiene 35 años de edad y un largo itinerario de experiencias poéticas y políticas tras de sí. Luego de cumplir con sus labores diplomáticas (era segundo secretario de la embajada de México en París), dedica a su obra las tardes de los viernes y los fines de semana. Lleva seis años lejos de su país, y aunque echa de menos «el sabor, el olor de las fiestas religiosas mexicanas, los indios, las frutas, los atrios soleados de las iglesias, los cirios, los vendedores», no lo mueve sólo la nostalgia. Siempre ha sabido que su familia era un árbol que hunde sus raíces en el pasado de México. Y sabe que también en México hay «un pasado enterrado pero vivo, un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados». Quiere desenterrar ambos pasados entrelazados, verlos con claridad, expresarlos y liberarlos. Desde el principio de los años cuarenta se había propuesto, como otros escritores y filósofos, «encontrar la mexicanidad, esa invisible sustancia que está en alguna parte. no sabemos en qué consiste ni por qué camino llegaremos a ella; sabemos, oscuramente, que aún no se ha revelado [...] ella brotará, espontánea y naturalmente, del fondo de nuestra intimidad cuando encontremos la verdadera autenticidad, la llave de nuestro ser [...] la verdad de nosotros mismos». Él en París está en proceso de encontrarla. Para él esa verdad, esa llave, tiene un nombre: soledad. Aquel libro se titularía El laberinto de la soledad.

Nadie en México, salvo Octavio Paz, había visto en la palabra soledad un rasgo constitutivo, esencial digamos, del país y sus hombres, de su cultura y su historia. México –su historia, su identidad, su papel en el mundo, su destino– había sido, desde la Revolución, una idea fija para los mexicanos. México como lugar histórico de un encuentro complejo, trágico, creativo de dos civilizaciones, la indígena y la española, radicalmente ajenas; México como el sitio de una promesa incumplida de justicia social, progreso material y libertad; México como tierra condenada por los dioses o elegida por la Virgen de Guadalupe; México, en fin, como una sociedad maniatada por sus complejos de inferioridad. Todo eso y más, pero no un pueblo en estado de soledad. El título mismo del libro de Paz es en verdad extraño. A simple vista, comparado con un norteamericano típico, el mexicano de todas las latitudes y épocas, incluso el emigrante que vive en Estados unidos –heredero del «pachuco» que estudió Paz en aquel libro–, ha sido un ser particularmente gregario, un «nosotros» antes que un «yo», no un átomo sino una constelación: el pueblo, la comunidad, la vecindad, la cofradía, el compadrazgo y, sobre todo, deslavada, pero sólida como las masas montañosas, la familia. Nada más remoto al mexicano común y corriente que la desolación de los cuadros de Hopper. La imagen del mexicano, hoy como hace siglos, se aproxima a un domingo de convivencia familiar en el Bosque de Chapultepec.

No para Octavio Paz. Desde muy temprano lo embargaba un agudo y permanente sentimiento de soledad y una duda sobre la propia identidad: «la angustia de no saber lo que se es exactamente». De pronto, pensó que su biografía confluía en la historia colectiva, la expresaba y se expresaba en ella. Por eso ha querido «romper el velo y ver»: «Me sentí solo y sentí también que México era un país solo, aislado, lejos de la corriente central de la historia... Al reflexionar sobre la extrañeza que es ser mexicano, descubrí una vieja verdad: cada hombre oculta un desconocido [...] Quise penetrar en mí mismo y desenterrar a ese desconocido, hablar con él.»

Con el tiempo, aquel libro revelador de mitos llegaría a ser en sí mismo un mito, algo así como el espejo histórico- poético o la piedra filosofal de la cultura mexicana. Tan deslumbrantes fueron sus hallazgos sobre México, su identidad y su historia, y tan liberadores, que ocultaron su carácter de «confesión», de «confidencia», y a los ojos del lector enterraron al desconocido. Es el secreto personaje de El laberinto de la soledad, autobiografía tácita, laberinto de su soledad.