III

Pasada la Revolución, en aquellas discusiones de sobremesa, Octavio Paz Solórzano se quejaba de que su padre Ireneo Paz «no entendía a la Revolución». Y es que para él la Revolución no era un asunto meramente político o una inocente reivindicación de la libertad. La Revolución era otra cosa: una expresión festiva y violenta del subsuelo de México, una exigencia armada de justicia e igualdad. Y la verdadera Revolución era aquella a la que él, Octavio Paz Solórzano, le había entregado los seis años decisivos de su vida: la Revolución del jefe Zapata.

Se había incorporado hacia septiembre de 1914 trabajando como enlace entre las fuerzas villistas y zapatistas. Llegó fugazmente a ver acción en la zona del sur de la ciudad de México, incluida la de Mixcoac, que tan bien conocía. Durante la ocupación de la capital por la Convención dirige un periódico que luego le es arrebatado por los villistas. A principios de 1915 abandona la ciudad junto con el gobierno trashumante de Eulalio Gutiérrez, que más tarde, bajo el mando de Francisco Lagos Cházaro, se establece en Cuernavaca y Jojutla. En los diarios locales discurre la idea de una Comisión para representar al zapatismo en Estados unidos y contrarrestar su mala prensa internacional. La Convención acepta el proyecto. En abril de 1917, Paz visita al «jefe Zapata» en su cuartel general de Tlaltizapán para concretar su nombramiento. Zapata lo recibe comiendo sandías (que solía cortar de un tajo, con un machete), y comparte anécdotas que el joven abogado retiene en la memoria para escribirlas después en su biografía del héroe.

Tiene fe en su encomienda, pero lo cierto es que era tarde para la causa. Su primer y largo despacho, escrito a salto de mata, es un compendio de estoicismo, entusiasmo y candidez: «me quedé sin comer en varias ocasiones e hice el recorrido a pie [...] no me desanimé un solo instante [... iba] casi solo, desarrapado, pues la ropa que llevaba yo estaba hecha girones, y hambriento…», escribía a Zapata desde Chiautzingo, en el estado de Puebla:

Con todas las poblaciones del tránsito, vine haciendo propaganda en diferentes formas, y a muchos Jefes Militares les hice manifiestos, para que dieran a conocer al pueblo, la traición de los Carrancistas y la razón que nos asiste, también procuré inculcar a todos los campesinos con quienes hablé, el derecho que tienen a la tierra, y me cabe la satisfacción de decirle, que en Guerrero y Puebla casi está repartida la tierra, pues si bien es cierto, que no se ha hecho de una manera perfecta, sí muchos pueblos, han entrado en posesión de las tierras que les pertenecen, conforme al artículo sexto del Plan de Ayala...

Y como para convencerse a sí mismo, agrega con inocencia: «La situación militar es muy favorable a nosotros, pues los carrancistas sólo tienen en su poder las vías férreas, los puertos y las capitales... se anuncia por todas partes que salen Carranza, Obregón y Luis Cabrera [...] Wilson no sabe qué hacer y está dando palos de ciego [...] se aproxima nuestro anhelado triunfo».

Volvería a vivir las peripecias, los riesgos y privaciones de don Ireneo, pero nunca tuvo su buena fortuna. En San Antonio conspiró inútilmente por un año. Sus cartas trasminaban frustración, desconcierto, amargura, casi desamparo. No faltó quien informara al cuartel general de su caída en el alcoholismo, mal que lo aquejaría agudamente hasta su muerte. Todos los planes de apoyar a la Revolución del sur desde Los Ángeles habían fracasado. Su conspiración para atacar Baja California había sido descubierta. Su cargamento de armas, confiscado. Poco después de la muerte de Zapata (10 de abril de 1919), estableció junto con su amigo el doctor Ramón Puente (biógrafo de Villa) la compañía O. Paz y Cia. Editores, que dio a la luz el periódico La Semana, donde publicaron los más notables exilados mexicanos, entre ellos el filósofo José Vasconcelos. Por un breve tiempo, recibió la visita de su mujer y del pequeño Octavio, que había dejado a los tres meses de edad. La labor editorial lo animaba, pero su tono no deja de ser sombrío: «Yo he estado en este país, enteramente solo y sin recursos de ninguna clase y en varias ocasiones atado de pies y manos», escribía a su compañero de armas Jenaro Amezcua. Y, sin embargo, seguía empeñado en buscar la unidad de los exilados y quiso sacar de la cárcel a Ricardo Flores Magón. En mayo de 1920, el periódico deja de aparecer por falta de financiamiento. Paz vive inmerso en la incertidumbre. Al estallar la rebelión de Agua Prieta, en la que los generales sonorenses comandados por Obregón desconocieron a Carranza, no puede echar las campanas a vuelo. ¿Por qué se omitía toda idea de reivindicación agraria? ¿Por qué no aparecía ningún «elemento suriano»? ¿Cómo sería la alianza de la revolución con los generales que habían combatido a Zapata? «El triunfo de la revolución, de la verdadera revolución, va para largo...» Por fin, en junio de 1920, tras seis años de revolucionar, el licenciado Paz vuelve a la casa paterna en Mixcoac.

Durante los dos cuatrienios de la llamada «Dinastía sonorense», Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), Paz intentó construir una carrera política. Por fidelidad a su jefe Zapata (cuyo tercer aniversario mortal en abril de 1922 recordó con un largo escrito biográfico), fue fundador del Partido Nacional Agrarista. Como diputado de esa agrupación promovió legislaciones protectoras de campesinos y obreros y compiló atropellos de los hacendados a los campesinos en todo el país. Más tarde fue secretario de Gobierno y encargado del despacho en el estado de Morelos. Pero a la postre todas sus apuestas políticas resultaron equivocadas. En julio de 1928, el general Álvaro Obregón, ya reelecto, se enfilaba a un nuevo periodo de cuatro años, pero fue asesinado. Junto con él cayó en desgracia el Partido Nacional Agrarista, que era su principal brazo político. Y cayó también Octavio Paz Solórzano, uno de sus dirigentes.

Entre 1929 y 1934, México tuvo tres presidentes pero un solo «Jefe Máximo», el general Plutarco Elías Calles. Sin deseos ni posibilidades de reelegirse, Calles –que había fundado el Banco de México, el Banco de Crédito Agrícola– creó en 1929 el PNR, el partido hegemónico que transformado en el PRM (1938) y el PRI (1946) gobernaría al país hasta fines del siglo XX. Paz Solórzano no encontró ya sitio en ese orden. Decepcionado de la política, retomó francamente la vocación periodística y editorial que había aprendido de don Ireneo: en 1929 publicó en diarios, suplementos dominicales y revistas las historias y anécdotas de su revolución, la zapatista, bosquejos literarios e históricos que representaban una fuente de primera mano para el conocimiento del zapatismo, sobre todo en su etapa inicial, antes de 1915. Por sus páginas desfilan vívidamente personajes, actitudes, episodios, anécdotas significativas; se escuchan diálogos, dichos, lenguajes, tiroteos, corridos. Y aquí y allá aparece Zapata, milagrosamente cerca:

Zapata se divertía grandemente invitando para que se bajaran a torear [...] a individuos remilgosos… siendo por lo regular revolcados, lo que producía a Zapata gran hilaridad. Lo hacía para ponerlos en ridículo: comprendía que no sentían la Revolución...

Él sí la había sentido. Por eso su tema central siguió siendo muy distinto al de Ireneo: no la libertad sino la justicia social. Y en el fondo de la justicia social veía una justicia histórica con el México indígena: «los postulados básicos de la Revolución –escribió entonces–, especialmente en materia agraria, datan desde los primeros pobladores de México».

Entre 1930 y 1931, Paz Solórzano compila con mucho trabajo y poco éxito un Álbum de Juárez (inspirado en el que Ireneo había editado sobre Hidalgo) y continúa también la tradición del abuelo al escribir una Historia del periodismo en México. Su pasión era ser el «abogado del pueblo». Por eso en su bufete, recién abierto luego de dos décadas, se empeñó en defender –muchas veces sin cobrarles– a los campesinos de los pueblos de Santa María Aztahuacán, Santa Martha Acatitla y Los Reyes, todos en el poniente de la ciudad de México. Quiso seguir con ellos la fiesta, la borrachera interminable de la Revolución, subirse de nuevo al tren de la Revolución, «hombrearse» con la muerte y quizá morir entre ellos, como se moría en la Revolución. La revolución lo había arrebatado en 1914, ¿había vuelto alguna vez?

* * *

La firma del poeta Octavio Paz se parece a la de su padre: la misma O abierta y sin remate, el mismo ritmo, la misma inclinación. ¿Cuántas veces habría visto esa rúbrica en los papeles de O. Paz y Cia. Editores? Pero lo cierto es que la presencia intermitente del padre no alivió la experiencia de la soledad. El primer encuentro real entre ambos había ocurrido en Los Ángeles. Nuevo rostro de la soledad, la soledad como extrañeza en un país y un idioma ajenos. De vuelta a México, inscrito en los buenos colegios confesionales y después laicos de Mixcoac y México, otra vuelta a la tuerca de la extrañeza. Por su aspecto físico, los otros niños lo confundían con extranjero: «yo me sentía mexicano pero ellos no me dejaban serlo». El propio Antonio Díaz Soto y Gama, protagonista del zapatismo y compañero de su padre, exclamó al verlo:

«Caramba, no me habías dicho que tenías un hijo visigodo.» Todos menos él se rieron de la ocurrencia.

A su madre Josefina –que a menudo dejaba escuchar los cantos del terruño andaluz– la tuvo presente hasta su muerte, ya muy anciana, en 1980: ella mitigaba el desamparo, el hueco, la carencia. No sólo su madre, también su tía Amalia, quien lo inició en la literatura. (Amalia había sido amiga del mayor escritor del modernismo mexicano, el poeta y cronista Manuel Gutiérrez Nájera.) Años más tarde, las mujeres que amó –a menudo de manera intensa y atormentada– le abrieron la puerta hacia su temprana vocación, la poesía.

El padre, en cambio, no era puerta de salida sino muro de silencio. El hijo hubiera querido compartir su soledad, comulgar con él, poner la vida en claro. «Casi me era imposible hablar con él –confesó medio siglo después– pero yo le quería y siempre busqué su compañía. Cuando él escribía, yo me acercaba y procuraba darle mi auxilio. Varios de los artículos suyos yo los puse en limpio, a máquina, antes de que él los llevara a la redacción. Ni siquiera se daba cuenta de mi afecto, y me volví distante. La falla de mi padre, si es que la tuvo, es que no se dio cuenta de ese afecto que yo le daba. Y es muy probable que tampoco se diera cuenta de que yo escribía. Pero nada le reprocho.»

Los textos que el hijo ponía «en limpio» eran precisamente aquellos artículos zapatistas del padre. Aunque no reconocido por futuros estudiosos del zapatismo, Paz Solórzano fue el primer historiador del zapatismo y el primer guardián de su memoria. Ahí, en la devoción por el zapatismo se fincó, en silencio, un vínculo permanente. Ahí sí había sido testigo y compañero de su vida. Fue su padre quien lo acercó al «verdadero México», el de los campesinos zapatistas, y quien lo inició en el conocimiento de la otra historia de México, enterrada pero viva: «Cuando yo era niño visitaban mi casa muchos viejos líderes zapatistas y también muchos campesinos a los que mi padre, como abogado, defendía en sus pleitos y demandas de tierras. Recuerdo a unos ejidatarios que reclamaban unas lagunas que están –o estaban– por el rumbo de la carretera de Puebla. Los días del santo de mi padre comíamos un plato precolombino extraordinario, guisado por uno de ellos: era “pato enlodado”, rociado con pulque curado de tuna.»

Pero todo aquello tenía su lado oscuro: «mi padre tuvo una vida exterior agitada: amigos, mujeres, fiestas, todo eso que de algún modo me lastimaba aunque no tanto como a mi madre». Medio siglo después, los campesinos de Santa Martha Acatitla, a quienes el abogado Paz defendía en sus querellas por la tierra, lo recordaban como un «santo varón»: «¡Claro que me acuerdo del licenciado Octavio Paz! Hasta parece que lo estoy viendo llegar por allá. Sonriendo y con una hembra colgada en cada brazo [...] sí le digo que don Octavio era buen gallo. Le encantaban las hembras y los amigos no le escaseaban.» Para aquel «abogado del pueblo», visitar cotidianamente Acatitla –«lugar de carrizo o carrizal»– era volver al origen, «revolucionar», tocar de nuevo la verdad indígena de México, comer chichicuilotes, atopinas, tlacololes, acociles, atepocates, cuatecones –dieta de siglos–, andar con la palomilla, brindar por Zapata, oír corridos «que todos repetían con gusto y con gritos», buscar «un buen trago de caña y beber el garrafón con mucha alegría», ir de cacería de patos en la laguna, llevárselos a sus queridas, a sus «veteranas». Y, sobre todo, andar en las fiestas: «a don Octavio le entusiasmaban las fiestas de pueblo donde corría el buen pulque –recordaba el hijo de Cornelio nava, el amigo de Paz–. Y qué pulque, señor. Espeso y sabroso... Con Octavio Paz Solórzano anduvieron por aquí personajes (famosos como) Soto y Gama [...] Ah, y casi lo olvidaba: su hijo, el escritor que lleva su nombre. Él era entonces un niño, pero aquí anduvo».

En el fondo de su memoria yacía, sepultado, el recuerdo más terrible. Los hechos ocurrieron el 8 de marzo de 1936. Era, claro, «el día de fiesta en Los Reyes-La Paz –recordaba Leopoldo Castañeda– y ahí llegó el licenciado directamente. Dicen que cuando el percance, alguien lo acompañaba». Un tren del Ferrocarril Interoceánico le quitó la vida.

«Tan espantosamente fue despedazado el cuerpo que los restos [...] recogidos piadosamente [...] fueron traídos en un costal a su domicilio en las calles del Licenciado Ireneo Paz 79 en Mixcoac.» El Universal daba cuenta del rico archivo histórico que tenía el abogado, además del de su padre, y anotaba la existencia de un valioso diario histórico que llevaba. El joven Paz llegó a pensar que se trató de un crimen. Las autoridades citaron a aquel acompañante, pero nunca se presentó. No faltaría quien creyera que se trató de un suicidio. Se decía que unos indios habían recogido la cabeza a 500 metros del cuerpo. Poco tiempo después, Octavio se enteró de que tenía una hermana.

Así, «hombreada con la muerte», se acalló la borrachera mexicana, la fiesta mexicana de Octavio Paz Solórzano, ese licenciado «tan simpático que hasta sin quererlo hacía reír», pero tan sombrío en sus fotos finales. «Lo relegué al olvido –confesaba Paz medio siglo después, corrigiéndose de inmediato–, aunque olvido no es la palabra exacta. En realidad siempre lo tuve presente pero aparte, como un recuerdo doloroso.» En 1936 apareció una Historia de la Revolución Mexicana cuyos capítulos sobre el zapatismo eran obra de Paz Solórzano. El zapatismo había sido la pasión redentora en su vida. Y a 10 años de su muerte, el hijo lo recordó con dolor en su «Elegía interrumpida», como un alma errante:

De sobremesa, cada noche,

la pausa sin color que da al vacío

o la frase sin fin que cuelga a medias

del hilo de la araña del silencio

abren un corredor para el que vuelve:

suenan sus pasos, sube, se detiene...

Y alguien entre nosotros se levanta

y cierra bien la puerta.

Pero él, allá del otro lado, insiste.

Acecha en cada hueco, en los repliegues,

vaga entre los bostezos, las afueras.

Aunque cerremos puertas, él insiste.