V

Llegan a España a principios de julio de 1937. La delegación mexicana incluye al poeta Carlos Pellicer –amigo y maestro de Paz desde la preparatoria–, el novelista Juan de la Cabada y el historiador José Mancisidor (ambos miembros activos de la LEAR) y el gran músico Silvestre Revueltas, hermano mayor de José. La Generación española del 98, que a través de sus revistas, poemas y ensayos había educado a la de Paz, estaba ya casi ausente: Ortega y Gasset vivía parcialmente en Buenos Aires, Unamuno había muerto tras condenar el grito de «Viva la Muerte», Machado languidecía en su casa. Pero las siguientes generaciones seguían activas, sobre todo en la revista Hora de España, que congregaba a una notable generación de poetas, dramaturgos, filósofos y ensayistas paralela en edad y horizontes a la de los «Contemporáneos» en México. Paz se acercó a ellos (Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, María Zambrano, Rafael Dieste) y a los más radicales de entre ellos (Rafael Alberti, José Bergamín). Conoció –entre una multitud de escritores– a varios poetas mayores de América Latina (Pablo Neruda, Vicente Huidobro, César Vallejo, nicolás Guillén), vio a Hemingway, Dos Passos, Silone, y al presidente del Congreso, André Malraux.

En el Congreso, José Bergamín introduce una moción condenatoria a André Gide, que acababa de publicar unos Retouches a su polémico Retour de l’U.R.S.S. Los escritores de Hora de España, inscritos en la tradición humanista, se niegan a apoyarla. Uno de ellos, el poeta y dramaturgo gallego Rafael Dieste, se declara «frente popular, izquierdista, liberal, no sectario». La representación latinoamericana –salvo Pellicer y Paz– la aprueba. Pero ninguno de los dos hace una protesta pública. Paz se reprocharía siempre ese silencio. Malraux se niega en definitiva a pasarla. En la sesión de clausura, Antonio Machado (a quien la pareja visitaría en su desolada casa de Valencia) advierte contra el uso de la palabra «masa». (Ya su heterónimo Juan de Mairena había escrito: «Por muchas vueltas que le doy, no hallo manera de sumar individuos.»)

En España, Paz entabla una amistad que duraría toda la vida con el poeta inglés Stephen Spender, a quien George Orwell calificaría entonces ( junto a Auden) como un «Parlour Bolshevik» («Bolchevique de salón»). La crítica de Orwell a Spender –afinada en 1940, en Inside the Whale– ¿era aplicable a los escritores del Congreso? Entre Orwell y Spender había una sola diferencia: la participación real en la guerra. «Adolescentes permanentes» –les llamaba Orwell–, los intelectuales de clase media podían hablar con entusiasmo de la guerra porque vivían en países libres y no participaban en ella: «las purgas, la policía secreta, las ejecuciones sumarias, el encarcelamiento sin juicio, eran demasiado remotas para volverse aterradoras». A Orwell, el comunismo occidental le parecía un fenómeno casi exclusivamente intelectual, con poca participación obrera. Los intelectuales se habían afiliado a él como conversos a una nueva religión. ¿Qué atractivo podían tener en esos días –se preguntaba– las vocaciones u oficios tradicionales? Ninguno. ¿Y qué sentido conservaban las palabras patriotismo, religión, imperio, familia, matrimonio, honor, disciplina? Ninguno. El «“comunismo” del intelectual inglés es el patriotismo de los desarraigados».

Algo en este sentido percibió Elena Garro antes que su esposo. En las Memorias de España 1937 –libro irreverente, divertido, inteligente y pleno de indignación ante las confusiones ideológicas y morales–, escribe:

En Minglanilla, en donde hubo otro banquetazo en la alcaldía, nos rodearon mujeres del pueblo para pedirnos que les diéramos algo de lo que iba a sobrar del banquete. Me quedé muy impresionada. Allí, a pesar de la prohibición de los compatriotas de hacernos notables, Stephen Spender y otros escritores nos invitaron a salir del balcón de la Alcaldía. Desde allí vi a las mujeres enlutadas y a los niños que pedían pan y me puse a llorar. Me sentí cansada y con ganas de irme a mi casa... durante el banquete, Nordahl Grieg pidió que se regalaran al pueblo las viandas que estaban en la mesa. Sin ningún éxito...

En sus Memorias, el poeta Stephen Spender le había dado la razón:

Había algo grotesco en aquel circo de intelectuales a quienes se trataba como príncipes o ministros: se nos transportaba en Rolls Royce a lo largo de cientos de millas y a través de hermosos escenarios, escuchando los vítores de la gente que vivía en pueblos desgarrados por la guerra. Se nos ofrecían banquetes, fiestas, canciones, danzas, fotografías. Pero un súbito y pequeño incidente podía revelar la verdad detrás de aquella escenografía. Uno de esos incidentes ocurrió en el pequeño pueblo de Minglanilla [...] En el banquete que habitualmente se nos ofrecía, comeríamos arroz a la valenciana seguido de dulces y un magnífico vino. Mientras esperábamos mirando el paisaje desde un balcón del ayuntamiento, en la ardiente plaza los niños de Minglanilla bailaban y cantaban para nosotros. De pronto, la señora Paz –la hermosa mujer del no menos hermoso y joven poeta Octavio Paz– estalló en un llanto histérico. Fue un momento revelador de la verdad. [World Within World. The Autobiography of Stephen Spender, pp. 241-242.]

También Octavio Paz era, en cierta medida, un desarraigado. Pero no había ido a España como un turista, sino como un valeroso agitador poético. Así lo verían sus amigos españoles: «Los cantos españoles de Octavio Paz [...] salen hoy a la luz, a todos los vientos, para que sean repetidos con fervor por nuestros valerosos combatientes.» La experiencia duró casi cuatro meses y en ella nada faltó, salvo el enrolamiento definitivo en la guerra (que Paz intentó seriamente): fraternidad revolucionaria, aparición en estaciones de radio, temerarias visitas al frente, escenas desgarradoras de niños y familias, racionamiento, bombardeos aéreos y marinos, «tempestad de obuses» y «morterazos» frente a los que Elena se aterraba, pero Octavio exclamaba: «¡Esto es magnífico!» Y aunque no participó en batallas ni tenía cicatrices (como Siqueiros) quiso enlistarse como comisario político en el frente de Teruel. Sus amigos españoles lo disuadieron: servía mejor a la causa con la pluma que con el fusil. Vivió en una continua exaltación: lee y escribe poemas combativos, imparte una conferencia sobre Silvestre Revueltas, y en la Casa de la Cultura de Valencia proclama la aparición de un hombre nuevo: «anhelamos un hombre que, de su propia ceniza, revolucionariamente, renazca cada vez más vivo». Se iba creyendo en la Revolución como una «nueva creación humana», surtidor de «vida nueva», un «fenómeno total», el advenimiento de un «mundo de poesía capaz de contener lo que nace y lo que está muriendo».

En Barcelona, Paz lee su «Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón», poema escrito desde México, que había contribuido mucho a su fama:

Has muerto, camarada,

en el ardiente amanecer del mundo.

Y brotan de tu muerte

tu mirada, tu traje azul,

tu rostro suspendido en la pólvora,

tus manos, ya sin tacto.

Has muerto. Irremediablemente.

Parada está tu voz, tu sangre en tierra.

¿Qué tierra crecerá que no te alce?

¿Qué sangre correrá que no te nombre?

¿Qué palabra diremos que no diga

tu nombre, tu silencio,

el callado dolor de no tenerte?...

El compañero al que hacía referencia era José Bosch, aquel anarquista de la preparatoria, de cuya muerte habían corrido versiones fidedignas. Para su perplejidad, Paz descubre a Bosch entre el público. Al terminar lo oye narrar una guerra muy distinta a la que creía haber visto, la guerra a muerte de los comunistas contra los anarquistas del POUM. «¡Han matado a mis compañeros! [...] ¡Ellos, ellos los comunistas!» Es la misma incómoda verdad que Orwell había atestiguado en sus meses en el frente, como miembro de las milicias del POUM. De hecho, habían pasado apenas tres meses desde que el POUM y los comunistas luchaban en esas mismas calles y dos desde el arresto y misteriosa desaparición de Andrés Nin, el líder histórico del POUM. Por esos mismos días la NKVD fabricaba testimonios sobre la «colaboración» de los poumistas y los trotskistas con el fascismo, versiones que los diarios de Occidente tomaban como buenas y Orwell (que dejó Barcelona en junio de 1937 y comenzó a escribir Homage to Catalonia) desmintió. En cuanto a Bosch, sólo quería un pasaporte a México. Pero era imposible conseguirlo. A decir de Elena, Paz vivió el episodio «muy angustiado». No se le ocultaba el clima de espionaje, el lenguaje inquisitorial de muchos «camaradas», la presencia apenas disfrazada de espías y agentes de la Cheka, las noticias de la reciente ejecución del mariscal Tujachevski, héroe de la vieja guardia (12 de junio de 1937). Pero ante las versiones encontradas, su resolución era viajar a la URSS para «ver con sus propios ojos –en palabras de Elena– ese país en el que se jugaba la suerte del mundo». No lo logró.

A fines de octubre su barco pasó por Cuba, donde los dos líderes históricos del PC cubano ( Juan Marinello y el joven Carlos Rafael Rodríguez) le presentaron a Juan Ramón Jiménez. Elena escribe: «Tuve la impresión de que estaba desplazado, era como ver un Greco en una playa llena de sol.»

Compañeros de aquella experiencia fueron el poeta León Felipe y su esposa, la mexicana Bertha Gamboa, «Bertuca». A sus 53 años, León Felipe era ya un viejo venerado en España. Boticario de profesión y de oficio peregrino, había sido profesor en México y en Estados unidos, amigo de García Lorca y traductor de Whitman, Eliot y Blake. Sus largos poemas tenían una extraña impregnación religiosa, a veces ingenua, otras grave: eran oraciones, invectivas, salmos, parábolas y alegorías. «Santo profeta enfurecido», lo había llamado Rafael Alberti. Tenía razón: siempre hubo algo de profeta bíblico en la ronca y sonora voz, la estampa, la pasión moral, la indignación y la feroz ternura de León Felipe. El estallido de la guerra lo había sorprendido en Panamá, pero había vuelto a España. Neruda lo encontraba nietzscheano y encantador: «entre sus atractivos, el mejor era un anárquico sentido de la indisciplina y de burlona rebeldía... Concurría frecuentemente a los frentes anarquistas, donde exponía sus pensamientos y leía sus poemas iconoclastas. Éstos reflejaban una ideología vagamente ácrata, anticlerical, con invocaciones y blasfemias». Ahora él y Bertuca convivían con Octavio y Elena. Octavio «estaba pálido, con las manos cruzadas sobre el mango de su cachava y la barbilla apoyada sobre ellas. –¿Qué pasa, León Felipe?, preguntó Elena. –Me duele España, chiquilla, me duele...» A Paz le dolería también. España era la patria de la revolución y la tierra de su madre. En «Oda a España», poema de 1937, escribió:

[...] No es el amor, no, no es.

Mas tu clamor, oh, Tierra,

trabajadora españa,

universal tierra española,

conmueve mis raíces,

la tierra elemental que me sostiene,

y tu invasora voz penetra mi garganta

y tu aliento recóndito mis huesos...

No es exagerado decir que aquella guerra marcaría para siempre su conciencia política. También la de muchos mexicanos que de jóvenes recitábamos de memoria los versos de «Piedra de sol» (1957) que evocaban el momento de doble comunión (amorosa e histórica) que vivió Paz en España:

Madrid, 1937,

en la Plaza del Ángel las mujeres

cosían y cantaban con sus hijos,

después sonó la alarma y hubo gritos,

casas arrodilladas en el polvo,

torres hendidas, frentes escupidas

y el huracán de los motores, fijo:

los dos se desnudaron y se amaron

por defender nuestra porción eterna,

nuestra ración de tiempo y paraíso...

Por un lado, había visto la «espontaneidad creadora y revolucionaria» y la «intervención directa y diaria del pueblo». Había visto la esperanza, y no la olvidaría. Pero había visto también, había visto sin ver, el otro lado de la Revolución. Y pasado el tiempo, su silencio ante esa realidad entrevista pero negada lo atormentaría.