VII
A principios de 1941, Taller desapareció y Paz tenía un trabajo ingrato en el Banco de México: contaba billetes fuera de circulación con las manos enfundadas para luego quemarlos. No podía escapársele la paradoja: en alguna de sus «Vigilias» escritas en 1935 y publicadas luego en Taller, había escrito «el dinero no tiene fin ni objeto, es, simplemente, un mecanismo infinito, que no conoce más ley que la del círculo... No tiene ningún sabor terrenal. No sirve para nada, puesto que no se dirige a nada». Y en Yucatán había compuesto el poema contra el dinero que movía los hilos de la esclavitud henequenera. Ahora el dinero se había vuelto contra él, movía sus hilos.
Además del desaliento que siguió a la derrota de la República española, en la desaparición de Taller en febrero de 1941 incidieron otros factores como el cansancio de unos y el encono –no exento de incomprensión y celos– entre mexicanos y españoles. (Efraín Huerta recordaba con malicia que la revista había muerto de «Influencia española».) Pero quizá lo decisivo fue un cambio en la estructura material y la orientación en la cultura mexicana. En el México de principios de los cuarenta, una pequeña revista como Taller competía por el mecenazgo (casi siempre oficial) con nuevas instituciones, revistas e iniciativas culturales de corte más académico. La cultura abandonaba su vocación revolucionaria y se volvía institucional. Pasaba de la imprenta a la academia; de los libros, las revistas y los diarios a las aulas y las grandes editoriales. Algunas de estas instituciones como La Casa de España o el Fondo de Cultura Económica eran de excelencia, pero su financiamiento era estatal.
Este cambio en la cultura institucional correspondía a una transformación más amplia de la política y la economía mexicanas. Los años treinta habían sido ideológicos, polarizados, revolucionarios. Habían comenzado con la caída de Wall Street y terminado con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el Pacto Hitler-Stalin. El México de los cuarenta (aunque le declara la guerra al Eje en 1942) se volvió un apacible y atractivo puerto de abrigo para los refugiados del conflicto. Aunque el nuevo presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946) había sido lugarteniente de Cárdenas, su talante era más conciliador. De común acuerdo con su antecesor, «el Presidente Caballero» suavizó desde el poder la lucha de clases, se declaró creyente en materia religiosa, detuvo el reparto en el campo, y se concentró en la construcción y consolidación de instituciones públicas como el Seguro Social y Petróleos Mexicanos. El país se beneficiaba económicamente de la guerra y arrancaba su incipiente proceso de industrialización. Sobrevino un auge del turismo.
Se empezaba a hablar del «fin de la Revolución» y algunos bautizaban ya la nueva era como un «neoporfirismo»: no por nada comenzaban a aparecer películas que idealizaban la vida del campo en las haciendas anteriores a la Revolución y nostálgicas remembranzas sobre «los tiempos de Don Porfirio». El cine mexicano entró en su «época de oro»: sus películas, canciones y artistas se volvieron famosos en toda América Latina y aun en España. Octavio Paz, urgido de dinero, no lograría sustraerse a la corriente y en 1943 llegó a colaborar en algunos diálogos y letras de canciones para El rebelde, película del famoso actor Jorge negrete. El libreto era una decorosa adaptación de una novela de Pushkin hecha por el escritor trotskista, amigo muy cercano de Gide, Jean Malaquais, con quien Paz había entablado una reciente amistad. En una escena, Negrete canta desde el balcón una furtiva canción a su amada que lo escucha en secreto, sin poder verlo. La letra es inconfundiblemente paciana:
No te miro con los ojos,
cuando los cierro te miro
y en mi pecho te aprisiono
con cerrojos de suspiro.
Nunca mis labios te nombran,
tu nombre son los latidos
y sus sílabas la sangre
de mi corazón partido.
El estilo, y la angustia casi masoquista del amante, revelaban la marca poética de Paz.
Pero Paz no estaba hecho para una nueva versión de «la paz, el orden y el progreso». El aburguesamiento de México le repugnaba. Lo vivía como una traición histórica. Él seguía arraigado sentimentalmente en la revolución campesina y zapatista, e ideológicamente a la Revolución mundial profetizada por Marx, que debía advenir en Europa al final de la guerra. Para Paz, el marxismo no sólo formaba parte de «nuestra sangre y nuestro destino», sino que era un pensamiento abierto que había que desarrollar. En lo personal, su horizonte era incierto. Profesionalmente seguía siendo un desarraigado. Su vida –como la de su abuelo y su padre– era inseparable de la imprenta y la vida pública, de la escritura y el lector. Lo suyo era la edición de revistas, no en un sentido académico sino de combate político y poético, pero las posibilidades de hacerlo se estrechaban.
En esas circunstancias, nunca abandonó su obra personal. Paz siguió publicando en las revistas mexicanas que sobrevivían como Letras de México, la meritoria aunque ecléctica y apolítica revista cultural que desde 1937 publicaba Octavio Barreda, y Tierra Nueva, una efímera y apolítica revista de los jóvenes José Luis Martínez y Alí Chumacero (allí aparece, como un suplemento a mediados de 1941, su libro Bajo tu clara sombra). En 1942 publica A la orilla del mundo. José Luis Martínez –que desde entonces apuntaba como el más destacado crítico e historiador de la literatura– lo saludó así: «un acento personalísimo e intenso, una riqueza poética inusitada y una plenitud lírica sólo equiparable a la de algunos de los grandes nombres de la poesía mexicana, patentiza Octavio Paz en su reciente obra con la que da un firme paso en una carrera poética que sin duda llegará muy lejos.» Adicionalmente, Paz no descuidó publicar en Sur, la mejor revista literaria de esas décadas, dirigida en Buenos Aires por Victoria Ocampo y cuyo secretario de redacción, José Bianco, se convirtió en un gran amigo suyo.
Pero la falta de una revista propia lo torturaba. Era, junto a la poesía, su forma de hacer la Revolución, de estar en el mundo. No fue casual que en el último número de Taller (enero-febrero 1941) se hubiese preguntado: «¿Cuándo podremos publicar sin angustia, libres de cualquier resentido burócrata metido a dictador de la cultura, supremo dispensador de los “premios a la virtud perruno-literaria”? ¿Cuándo –¡oh México!–, país de licenciados, generales y muertos de hambre?» Era difícil porque, como apuntaba Martínez a fines de 1942, «aún no ha sido posible organizar en México un público para la literatura». En noviembre de ese año, Paz vuelca su desazón en un recuerdo del poeta español Miguel Hernández, recientemente fallecido en una cárcel de su pueblo natal. Escuchándolo cantar canciones populares en Valencia en 1937 había compartido la «pasión verdadera». Ahora prefería dejar atrás todo eso: «déjame que te olvide porque el olvido de lo que fue puro y de lo verdadero, el olvido de lo mejor, nos da fuerzas para seguir viviendo en este mundo de compromisos y reverencias, de saludos y ceremonias, maloliente y podrido».
* * *
¿Dónde orientar la rebeldía? No es casual que en esos días se haya hecho amigo de Juan Soriano, un jovencísimo pintor jalisciense a quien por sus excesos y excentricidades, sus borracheras y tormentos, llamaban «el Rimbaudcito». Era difícil encontrar un personaje menos convencional y más libre. Soriano se destacó entonces como retratista, un género que hundía sus antiguas raíces populares en el occidente de México. En un artículo publicado en Tierra Nueva en 1941, Paz retrató a su amigo retratista como un niño «permanente, sin años, amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado, viejo; petrificado, apasionado, inteligente, fantástico, real». ¿«Qué infancia triste, qué lágrimas o que soledad» –se preguntaba Paz, en 1941– había detrás de la pintura de Juan Soriano? En la desamparada infancia de Soriano –«barandales y corredores por los que corren niños solitarios, siempre a punto de caer en el patio»–, Paz vio un espejo de la suya propia. Esa pintura revelaba:
Una infancia, un paraíso, púa y flor, perdido para los sentidos y para la inteligencia, pero que mana siempre, no como el agua de una fuente, sino como la sangre de una entraña. Nos revela, y se revela a sí mismo, una parte de nuestra intimidad, de nuestro ser. La más oculta, mínima y escondida; quizá la más poderosa.
Convivieron mucho en el Café París y en fiestas y borracheras memorables. Los unió algo más. La vida paralela de sus padres, ambos alcohólicos y disipados. Paz había recogido los restos de su padre en una estación de ferrocarril, pero no pudo siquiera velarlo. El duelo quedó allí, postergado, opresivo, hasta que la muerte del padre de su amigo lo liberó. «Cuando Octavio vio a mi padre enfermo –recordaría Soriano– se sintió aludido porque revivía recuerdos tristes y se portó excelente.» En esa agonía «no dejó de ir un solo día a verlo... Al morir mi padre, el poeta me acompañó y cargó el cajón en hombros en el cementerio, porque para él su padre y su abuelo habían sido esenciales».
Juan Soriano vivió de cerca la relación de Octavio y Elena. «¡Pocas mujeres de la época más deslumbrantes!», apuntó. (Soriano, por aquel entonces, pintaba sobre todo mujeres, y su idea platónica era capturar el alma irrepetible de cada una.) Por esos años pintó un retrato perturbador de Elena. «El retrato de Elena Garro –escribió– seduce a quien lo conoce.» Y en efecto, allí está como debió de ser, una belleza áurea, enigmática y cerebral. Sentada en una terraza, tras ella se advierte una puerta cerrada, acaso la misma que –como evocaba Soriano– se cerró muchas noches para Octavio Paz. Su poema sobre este retrato («A un retrato») fluye entre imágenes de ternura y deseo y toques de amenaza, casi de horror:
[...] Los pálidos reflejos de su pelo
son el otoño sobre un río.
Sol desolado en un desierto pasillo,
¿de quién huye, a quién espera,
indecisa, entre el terror y el deseo?
¿Vio al inmundo brotar de su espejo?
¿Se enroscó entre sus muslos la serpiente?...
En el recuerdo de Juan, ella lo martirizaba: «De por sí era muy competitiva pero con él tiraba a matar. ¡Qué impresión tremenda!» Paz en cambio, «reconocía su inteligencia», la alimentaba y procuraba. Soriano los visitaba con frecuencia. «En esos años nació “la Chatita”, Laura Helena; la recuerdo muy chiquita. Ambos la adoraban.»
* * *
En los primeros meses de 1943, Paz convence a Octavio Barreda, editor de la revista Letras de México, a embarcarse en la publicación de una revista «de categoría». Se llamaría El Hijo Pródigo. Fue, mucho más que Taller, un lugar de encuentro entre generaciones, tradiciones, géneros. Una ingeniosa división en cuatro tiempos sugerida seguramente por Paz (Tiempo, Destiempo, Contratiempo, Pasatiempo) normaba el índice. Se publicaron poemas de autores españoles y mexicanos, algunos cuentos, ensayos célebres («La música en la poesía» de T. S. Eliot); se recordaron autores intemporales (John Donne, san Juan de la Cruz, Lulio, Plotino, Plutarco); no se rehuyó la agria polémica con los acartonados practicantes del nacionalismo cultural y el «realismo socialista». Muy atractiva en su diseño de viñetas y reproducciones, la revista ejerció crítica de libros con una seriedad sin precedentes. Se publicó mucho teatro (como la célebre obra El gesticulador, de Rodolfo Usigli) y se dio un lugar primordial a las artes plásticas. El Hijo Pródigo contaba con una buena cantidad de anuncios de entidades públicas y empresas privadas. Aunque desde un inicio Paz apareció sólo como uno de los redactores, en los hechos dirigió la revista hasta octubre de 1943. Publicó sus poemas, críticas de poesía y un ensayo fundamental en su biografía: «Poesía de soledad y poesía de comunión». Hizo más: buscó activamente, sin lograrlo, la colaboración de los grandes autores de Sur, como Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.
Al paso del tiempo, Paz recordaría El Hijo Pródigo con afecto pero con menos pasión que Taller, que había sido su auténtica trinchera. Él le había tratado de imprimir una «política intelectual definida», que con su ausencia se desdibujaría. Por eso le gustaba citar un editorial suyo, de agosto de 1943: «El escritor, el poeta, el artista, no son instrumentos ni su obra puede ser ese proyectil ciego que muchos suponen. La única manera de derrotar a Hitler y a lo que significa como mal universal es rescatar en el campo de la cultura la libertad de crítica y denuncia [...] El totalitarismo no es fruto de la maldad ingénita de este o aquel pueblo: allí donde el hombre es simplemente un medio, un instrumento o un objeto de especulación, allí germina el totalitarismo.»
El escrito tuvo un contexto significativo porque, al menos tácitamente, Paz comenzaba a entrever que el totalitarismo podía no ser privativo de Alemania. El mundillo literario de México, pequeño pero rijoso, acababa de cimbrarse con un pleito entre Neruda y Paz que se volvería legendario. Desde 1940, Neruda era cónsul de Chile en México. Paz y él se frecuentaban. Pero surgió la manzana de la discordia: la publicación de Laurel, una antología de poesía española en la que Paz no se ajustó a los patrones que hubieran satisfecho a Neruda. El chileno detestaba a los «poetas celestes, los gidistas, intelectualistas, rilkistas miserizantes, amapolas surrealistas». La querella verbal en un restaurante llegó a los golpes. Poco después, antes de partir de México, Neruda hizo declaraciones sobre la «absoluta desorientación» y la «falta de moral civil» que imperaba en la poesía mexicana. Paz y sus jóvenes amigos de Tierra Nueva respondieron con textos durísimos. En su «Respuesta al cónsul», Paz escribió:
El señor Pablo Neruda, cónsul y poeta de Chile, también es un destacado político, un crítico literario y un generoso patrón de ciertos lacayos que se llaman «sus amigos». Tan dispares actividades nublan su visión y tuercen sus juicios: su literatura está contaminada por la política, su política por la literatura y su crítica es con frecuencia mera complicidad amistosa. Y así, muchas veces no se sabe si habla el funcionario o el poeta, el amigo o el político.
Este rompimiento definitivo en el orden estético lo alejaba un paso más de la corriente ideológica afín a la URSS. Seguiría abrazando el marxismo y admirando a Lenin, pero en la nueva perspectiva del mundo y el país no estaba del todo claro lo que esa adhesión, en concreto, significaba para él.
* * *
La cultura en los cuarenta no sólo había cambiado de estructura institucional y material: había cambiado de foco. El interés colectivo no estaba ya en la palabra «Revolución», sino en la palabra «México». Igual que en 1915, cuando la Primera Guerra Mundial aisló a México y favoreció un primer momento de introspección, durante la Segunda Guerra Mundial la cultura mexicana se volcaba una vez más sobre sí misma. Un término comenzó a ponerse de moda: «autognosis». De hecho, fue utilizado por primera vez en 1934 por el filósofo Samuel Ramos que en su libro seminal, El perfil del hombre y la cultura en México, diagnosticó (con actitud de terapeuta social; era lector de Adler) que la cultura mexicana sufría de un innato complejo de inferioridad. Esta corriente de introspección tuvo un impulso mayor en los españoles transterrados. Ya los filósofos, historiadores y escritores de la Generación del 98 –Unamuno, Ortega, Machado, Azorín– habían publicado famosas «meditaciones» sobre el ser español. Ahora sus sucesores importan y transfieren ese género de reflexión a su nuevo hogar. Quizá el primero es el poeta y pintor José Moreno Villa, que en 1940 publicó un pequeño y precioso volumen Cornucopia de México sobre los gestos, ademanes, costumbres, actitudes y palabras idiosincrásicas que había ido recogiendo en sus viajes por su nueva patria. Una presencia decisiva en esos años es el filósofo José Gaos, ex rector de la universidad de Madrid y discípulo de Ortega y Gasset. Arraigado de manera permanente en el país desde 1938, Gaos alienta las primeras revisiones sobre «historia de las ideas» en México. Dos discípulos descuellan en ese proyecto: Leopoldo Zea, que publica su famoso libro sobre El positivismo en México, y Edmundo O’Gorman, que escribe La idea de América. El ambiente introspectivo es tal que Alfonso Reyes, el viejo de la tribu, se atreve por primera vez a revisar la trayectoria de su generación y publica su ensayo «Pasado inmediato».
Pero cuando la cultura mexicana iba en busca de sí misma, el joven Paz –a pesar de su desarraigo, o debido a él– se había adelantado al menos en dos vertientes: la reflexión poética y la crítica artística. En su primera colaboración en la revista Sur (agosto de 1938), Paz interpretó el libro Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia como un espejo del «espíritu mexicano», de lo «específicamente nuestro»:
Iluminando –o ensombreciendo, poéticamente– todas estas conquistas, yo encuentro, palpo, lo mexicano. Lo mexicano que en él, como en todos nosotros, circula invisible e invenciblemente: como el aire impalpable y cálido de nuestros labios o el color, levemente triste y danzante, tímido, de nuestras palabras. De nuestras dulces palabras mexicanas, esas mismas que se hacen plásticas en una boca castellana y que en nosotros pierden todo su cuerpo, todo su iluminado contorno.
Otro texto sobre el mismo tema apareció en El Popular, el 28 de octubre de 1941. Se tituló «Sobre literatura mexicana». Las preguntas que se hacía Paz no eran en absoluto académicas: ¿Cuándo encontró y cuándo perdió su expresión (vale decir, su sentido, su ser) el pueblo mexicano?
¿Cómo recuperarla? ¿quién la recuperará? Paz formula entonces, quizá por primera vez, su visión de la Revolución mexicana como el momento de encuentro del mexicano consigo mismo. Mantener vivo ese encuentro debía haber sido el empeño de los escritores y los políticos, pero todos habían abandonado al pueblo:
Ellos hicieron hermético, insensible al pueblo mexicano, que por primera vez en su historia había despertado. Ahora todos hemos vuelto a la soledad y el diálogo está roto, como están rotos y quebrados los hombres [...] Y sin embargo, habrá que reanudar ese diálogo. Porque debe haber alguna manera, alguna forma que abra los oídos y desate las lenguas.
El encargado de «abrir los oídos y desatar las lenguas» era el poeta. En aquel texto Paz comenzó a vislumbrar una «ética del poeta» tan «mística y combativa» como la que había delineado en Barandal, pero ya no centrada en la Revolución mundial sino en México, en los misterios de México. «Tanto como alimentarse de un pueblo, la poesía alimenta al pueblo. Se trata de un doloroso intercambio. Si el pueblo le da substancia a la poesía, la poesía le da voz al pueblo. ¿Qué hacer con un pueblo silencioso, que ni quiere oír ni quiere hablar? Y ¿qué hacer con una poesía que se alimenta de aire y soledad?» Para salir de ese laberinto, el poeta contaba con el rico instrumento del español: «un idioma maduro [...] que ha sufrido todos los contactos, todas las experiencias de Occidente». Con él había que expresar «lo más nebuloso: un pueblo amaneciendo».
Expresar al pueblo era «hacerlo»: «porque nuestro país está deshecho o aún no nace totalmente». El poeta debía literalmente hacer a México. Para ello, la literatura mexicana, siempre ávida y curiosa por lo universal, debía mirar «hacia nosotros mismos, no para buscar la novedad ni la originalidad, sino algo más profundo: la autenticidad». Esa «mexicanidad» buscada por todos no era una estampa nacionalista, «alevosa y preconcebida». ¿Qué era? Sólo el poeta, consustanciado con el pueblo, podía encontrarla. ¿Cómo? Dejando operar al «misterio» y al sueño: «cuando soñamos que soñamos está próximo el despertar». La «mexicanidad», esa «invisible sustancia», estaba en alguna parte:
No sabemos en qué consiste, ni por qué camino llegaremos a ella; sabemos, oscuramente, que aún no se ha revelado y que hasta ahora su presencia, en los mejores, sólo ha sido una especie de aroma, leve y agrio sabor. Cuidemos que el exceso de vigilancia no la ahuyente; ella brotará, espontánea y naturalmente, del fondo de nuestra intimidad cuando encontremos la verdadera autenticidad, llave de nuestro ser. El amor está hecho de sueños y celo, de abandono y exigencia. Soñemos despiertos.
* * *
Para emprender la búsqueda de aquella «sustancia invisible», el bagaje de Paz era insuperable. Su «mexicanidad» tenía diversas raíces: una filiación probada y ganada en el árbol de la cultura mexicana; una impecable genealogía revolucionaria –los Paz en las guerras mexicanas–; lúcidas, exhaustivas y puntuales lecturas críticas de los escritores mexicanos remotos y recientes; y hasta una indeleble topografía grabada en la memoria.
Aquel hombre de 30 años comenzó a entender el milagro cifrado en su biografía: no sólo hundía sus raíces en el tiempo de México, sino en sus espacios sagrados. Todo comenzó a parecerle una escritura cifrada. Mixcoac –el pueblo y la palabra– era una miniatura mexicana, una metáfora de los siglos detenida en el tiempo, y la pequeña Plaza de San Juan, frente a la casona de don Ireneo, era el centro espiritual de esa miniatura. A lado estaba la casa del gran liberal del siglo XIX, Valentín Gómez Farías, enterrado en su jardín porque la Iglesia le había negado el derecho a la cristiana sepultura. No lejos, seis escuelas laicas y religiosas para niños y niñas, la Plaza Jáuregui, sede del poder civil donde se conmemoraba la Independencia, y justo enfrente, la pequeña iglesia del siglo XVII, en cuyo atrio se festejaba el día de la Virgen:
En las torres las campanas tocaban. Minuto a minuto brotaban, no se sabía de dónde, serpientes voladoras, raudos cohetes que, al llegar al corazón de la sombra, se deshacían en un abanico de luces... los vendedores pregonaban sus dulces, frutas y refrescos... A media fiesta, la iglesia resplandecía, bañada por la luz blanca, de otro mundo: eran los fuegos artificiales. Silbando apenas, giraban en el atrio las ruedas... Un murmullo sacudía la noche: y siempre, entre el rumor extático, había alguna voz, desgarrada, angustiosa, que gritaba: «¡Viva México, hijos de...!»
El texto de Paz es de 1943, pero las imágenes corresponden a su infancia y juventud.
Y pasmosamente, no sólo el pasado colonial había seguido vivo e intocado en el Mixcoac del joven Paz. También el prehispánico. A Ifigenia, la cocinera indígena de la casa, Paz la recordaría «bruja y curandera, me contaba historias, me regalaba amuletos y escapularios, me hacía salmodiar conjuros contra los diablos y fantasmas...» Con ella se inició en los misterios del temazcal, «no era un baño sino un renacimiento». Por si fuera poco, el niño que había sido no sólo convivía con la cultura indígena viva, sino que desenterraba –literalmente– a la muerta o, mejor dicho, a la cultura indígena subterránea, latente, presente. En sus andanzas por las afueras del pueblo con sus primos mayores –entre ellos el astrónomo Guillermo Haro Paz–, Octavio vivió un episodio realmente prodigioso: el grupo de niños descubrió un montículo prehispánico (que ahora está a la vista al lado del «Anillo periférico»). Notificado de él, don Manuel Gamio –fundador de la moderna antropología mexicana en tiempos de Vasconcelos, y amigo de la familia– testificó su autenticidad. ¡Un verdadero descubrimiento! ¡Un templo dedicado a Mixcóatl, la deidad fundadora del pueblo!
Ése era el orden perdido, la «unidad del principio del principio», el «Gran Todo» al que alguna vez tendría que volver poéticamente. En permanente vigilia, en la soledad de su laberinto, Paz soñaba despierto, soñaba su propia obra futura.
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Entre abril y noviembre de 1943 publicó en el diario Novedades una serie de artículos sobre «lo mexicano». No contienen aún la revelación de El laberinto de la soledad, pero son anticipaciones de lo que años más tarde escribiría en París. En esos textos –libres, crueles, perspicaces–, el poeta hace un amplio rastreo psicológico del mexicano. Su mirada es sobre todo moral: quiere penetrar en las actitudes típicas del mexicano para liberarlo de ellas. Escudriña en el sentido profundo de palabras populares como el «vacilón» o el «ninguneo». En «El arte de vestir pulgas» explica el genio mexicano por la miniatura como una compensación a la volcánica monumentalidad del paisaje. Hace una cruda fenomenología de los personajes que pululan en la política mexicana («el agachado», «el mordelón», «el coyote», «el lambiscón») y una profilaxis del vocabulario político y social («coyotaje», «mordida», «borregada», «enjuague»). Y como una advertencia irónica contra la facilidad de los análisis «mexicanistas», una frase: «Montaigne sabía más sobre el alma de los mexicanos que la mayor parte de los novelistas de la Revolución.» Él encontraría el equilibrio justo para revelar esa alma desde una perspectiva universal: un Montaigne mexicano.
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En aquellos años de crisis personal e incubación poética, Paz amplió el abanico de artistas mexicanos sobre los que escribió artículos y ensayos animados por una mirada crítica y original. Esta atención exhaustiva sobre los exponentes históricos y contemporáneos de la cultura mexicana sería una constante en su obra. A sabiendas de que era ya una sólida rama del árbol de la cultura mexicana, Paz se sentía obligado a recoger esa tradición. Recogerla para valorarla y situarse en ella. Así escribió un obituario de su amigo Silvestre Revueltas, fallecido en octubre de 1940. Así también publicó una viñeta desgarrada y tierna sobre Juan Soriano, así leyó al poeta Pellicer e interpretó al paisajista del Valle de México José María Velasco. En cada perfil, Paz dejó un trazo del arte al que él mismo aspiraba: él también –como Revueltas– «no amaba el desorden ni la bohemia; era, por el contrario, un espíritu ordenado, puntual y exacto». Soriano, en su rebeldía y orfandad, era su casi hermano. De Pellicer había aprendido a escuchar y ver la poesía de la naturaleza, presencia constante en su obra. Y aun en el frío Velasco, águila desdeñosa que desde su atalaya porfiriana había pintado paisajes desolados, vacíos de humanidad, Paz rescataba la importancia «del rigor, la reflexión, la arquitectura [su obra] nos advierte de los peligros de la pura sensibilidad y de la sola imaginación». Y no sólo se veía en el espejo de los autores mexicanos, sino de los poetas españoles que admiraba. Sobre Cernuda: «no encontramos en sus páginas las ingeniosidades, las complicaciones pseudofilosóficas, el opulento y hueco barroquismo [...] Transparencia, equilibrio, objetividad, claridad de pensamiento y de palabras son las virtudes externas de [su] prosa».
Pero entre todas aquellas lecturas sobresale la que dedicó, en el número final de Taller (enero-febrero de 1941), a una reciente edición de las Páginas escogidas de José Vasconcelos. Paz no ignoraba ni menos condonaba el vuelco ideológico atroz de Vasconcelos, que desde febrero de 1940 dirigía la revista Timón, pagada por la embajada alemana. Pero Paz encontraba extraordinario su ímpetu romántico y sobre todo la encarnizada polémica que su obra y su persona provocaban en México. A sus ojos, Vasconcelos había sido «fiel a su tiempo y a su tierra, aunque le hayan desgarrado las entrañas las pasiones». Ante todo, le parecía un gran artista, «un gran poeta de América; es decir, el gran creador o recreador de la naturaleza y los hombres de América». Su obra era «la única, entre las de sus contemporáneos, que tiene ambición de grandeza y de monumentalidad». Vasconcelos había querido «hacer de su vida y de su obra un gran monumento clásico»:
Palpita en él, al propio tiempo que el arrebato, la pasión del orden, la pasión del equilibrio; sus mejores páginas sobre estética son aquéllas en que habla del ritmo y de la danza: entiende el orden, la proporción, como armonía, como música o ritmo. Hay en su obra una como nostalgia de la arquitectura musical... Pasará el tiempo y de su obra quedarán, quizá, unas enormes ruinas, que muevan el ánimo a la compasión de la grandeza y, ¿por qué no?, alguna humilde, pequeña veta, linfa de agua pura, viviente, eterna: la de su ternura, la de su humanidad. Su autenticidad, tanto como su grandeza, son testimonios de su viril, tierna, apasionada condición, y esta condición es lo que amamos en él, por encima de todo.
Dos años más tarde, en una conferencia en Oaxaca, estado natal de Vasconcelos, Paz afina aún más su propia vocación de «grandeza» que no es exagerado llamar «vasconceliana». Como en un espejo titánico, en las primeras páginas de Ulises criollo, Vasconcelos lo había prefigurado:
Toda la odisea vasconceliana es una odisea espiritual: la del viajero que regresa, no tanto para administrar su hogar, como el griego, sino para redescubrirlo... No importa que Vasconcelos, por un espejismo de precursor, se haya detenido a la mitad del viaje, en las formas hispánicas de la nacionalidad; su obra es una aurora. No nos importa tanto su hallazgo como su dirección. Por eso es, también, una lección. Él nos muestra que no es necesario esperar a la plena madurez de México para atreverse a expresarlo.
Ahora tocaba a Paz el turno de reanudar ese camino, de trascender la aurora, de llegar al mediodía, de expresar a México:
Y quizás el poeta que logre condensar y concentrar todos los conflictos de nuestra nación en un héroe mítico no sólo exprese a México sino, lo que es más importante, contribuya a crearlo.
La obra de Vasconcelos era una «aurora», pero Vasconcelos se había perdido. Ahora él, Paz, sería el sol de mediodía: «¿Por qué en donde tantos han fracasado no ha de acertar la poesía, develando el secreto de México, mostrando la verdad de su destino y purificando ese destino?»
Paz avanzaba en definir su propio perfil. El poeta debía ser un profeta visionario del ser nacional que, al revelarlo, lo redimía y, más aún, lo creaba. El poeta no buscaría «la imitación de una realidad informe y deshecha cuanto la invención, la creación, mejor dicho, de esa realidad». El poeta seguiría la consigna de Rimbaud: «la poesía no pondrá ritmo a la acción: se le adelantará». El poeta hallaría «el mito que no sólo expresa a la realidad sino que, representándola en una acción imaginativa y hermética, también la prefigura y la modela; al revelarla, la obliga a seguir los dictados de su misteriosa inspiración: la constriñe a alcanzar las metas que se propone [...] a modelarse conforme a lo más alto y, mejor, a lo más original y auténtico». En «Poesía de soledad y poesía de comunión», Paz sintetizaba su misión:
Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia, nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra sustancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente. Todas las tentativas valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a recobrarlo, a soñarlo. Rousseau lo buscó en el pasado, como los románticos; algunos poetas modernos, en el hombre primitivo; Carlos Marx, el más profundo, dedicó su vida a construirlo, a rehacerlo.
Expresamente reivindicaba la tradición romántica y revolucionaria: «El poeta expresa el sueño del hombre y del mundo... En la noche soñamos y nuestro destino se manifiesta porque soñamos lo que podríamos ser. Somos ese sueño y sólo nacimos para realizarlo. Y el mundo –todos los hombres que ahora sufren o gozan– también sueña y conspira y anhela vivir a plena luz su sueño. La poesía, al expresar estos sueños, nos invita a la rebelión, a vivir despiertos nuestros sueños. Ella nos señala la futura edad de oro y nos llama a la libertad.» Muy pocos escritores mexicanos, tal vez sólo Vasconcelos, Paz y Revueltas, a pesar de sus diferencias ideológicas, habían pensado y pensarían así.
* * *
Una visión así tenía que chocar necesariamente con el «neoporfirismo» circundante. A pesar de sus hallazgos, su bagaje poético y personal y su ambición heroica, para Paz el lustro 1938-1943 había sido de crisis. El país se le estaba volviendo inhabitable. No sólo lo incomodaban la ostentosa y retórica cultura oficial, la orientación económica y el Termidor de la política revolucionaria. También su desarraigo profesional. No quería incorporarse al aparato cultural dependiente del Estado ni a la academia, pero fuera de esas instituciones –a menos de poseer fortuna personal, que no era su caso– no había posibilidades reales de ganarse la vida. Otra alternativa siempre abierta para los escritores mexicanos era la diplomacia, pero quizá Paz en ese momento no la vislumbraba. Para colmo, lo torturaba su vida íntima. Se sentía rodeado de «un mundo de mentiras»:
La mentira inunda la vida mexicana: ficción en nuestra política electoral; engaño en nuestra economía, que sólo produce billetes de banco; mentira en los sistemas educativos; farsa en el movimiento obrero (que todavía no ha logrado vivir sin la ayuda del Estado); mentira otra vez en la política agraria; mentira en las relaciones amorosas; mentira en el pensamiento y en el arte; mentira en todas partes y en todas las almas. Mienten los reaccionarios tanto como nuestros revolucionarios; somos gesto y apariencia y nada, ni siquiera el arte se enfrenta a su verdad.
Con ese mismo tono publicó otros textos en 1943. Uno particularmente feroz fue «La jauría». Allí dirigió sus baterías a la crisis cultural. México era el país de la inautenticidad. Nada escapó a su crítica lúcida e implacable. Cada crítica tenía un destinatario. Era la crítica de un revolucionario desencantado de sus contemporáneos que utilizaban la revolución para prosperar y trepar. El cine mexicano –tan alabado internacionalmente– «especulaba groseramente con los sentimientos religiosos y con las mejores emociones del pueblo». Los periódicos preferían el chisme a la crítica, el rumor a la polémica. La simulación había llegado a la literatura: «Incapaces de realizar una crítica creadora y honrada», los nuevos «críticos» ofendían e injuriaban a quienes disentían de los nuevos «caudillos o jefecillos literarios». «Las divagaciones místico-indigenistas se visten con el ropaje de la novela y hasta del marxismo; los pintores prefieren redactar artículos a pintar cuadros.» La academia había desnaturalizado también a la cultura auténtica y libre. En una velada alusión a la escuela historicista de José Gaos, muy en boga, escribió: «los señoritos y las señoritas de la clase media disfrazan su cobardía de imparcialidad, su beatería de narcisismo, su ocio de literatura, y nos quieren vender otra vez su vieja mercancía colonialista, ahora ungida por rótulos filosóficos que compran en el expendio de la Facultad de Filosofía y Letras».
«Poesía de soledad y poesía de comunión» culminaba con una verdadera epístola contra los poetas:
¿Y qué decir de los discursos políticos, de las arengas de los editoriales de periódico que se enmascaran con el rostro de la poesía? ¿Y cómo hablar sin vergüenza de toda esa literatura de erotómanos que confunden sus manías o sus desdichas con el amor? Imposible enumerarlos a todos: a los que se fingen niños y lloriquean porque la tierra es redonda; a los fúnebres y resecos enterradores de la alegría; a los juguetones, novilleros, cirqueros y equilibristas, a los jorobados de la pedantería; a los virtuosos de la palabra, pianolas del verso, y a los organilleros de la moral; a los místicos onanistas; a los neocatólicos que saquean los armarios de los curas para ataviar sus desnudas estrofas con cíngulos y estolas; a los papagayos y culebras nacionalistas, que cantando y silbando expolian a la triste Revolución Mexicana; a los vates de ministerio y los de falansterio; a los hampones que se creen revolucionarios sólo porque gritan y se emborrachan; a los profetas de fuegos de artificio y a los prestigiadores que juegan al cubilete, con dados marcados, en un mundo de cuatro dimensiones; a los golosos panaderos, pasteleros y reposteros; a los perros de la poesía, con alma de repórter, a los pseudosalvajes de parque zoológico; olorosos a guanábana y mango, panamericanos e intercontinentales; a los búhos y buitres solitarios; a los contrabandistas de la Hispanidad...
Aquello no era sólo una crítica: era una feroz sociología literaria. El problema, en el fondo, era que México comenzaba a volverse un país desembozadamente capitalista, y Paz detestaba ese tránsito. Ahí, en el «exceso de dinero, cabarets, espectáculos, industria y negocios», se había perdido el nervio revolucionario, la inspiración poética y la pasión crítica. La atmósfera contagiaba a la cultura y a la literatura de autocomplacencia, simulación, mediocridad y mentira. Por eso Paz necesitaba salir y logró su propósito. En noviembre de 1943, gracias a una beca Guggenheim, dejaría México. Su primer destino fue San Francisco. En un principio el viaje apuntaba para ser breve, pero resultó definitivo. Con el breve paréntesis de unos años en la década de los cincuenta, su estancia en el exterior se prolongaría por poco más 30 años, hasta 1976. Partió solo a San Francisco. Su esposa e hija lo alcanzarían en unos meses. Al menos un amigo de juventud –Rafael Vega Albela– se había suicidado. El crítico Jorge Cuesta también. «Me fui –confesó alguna vez a David Huerta, hijo de Efraín, su amigo de juventud– porque no quería que me atrapara ni el periodismo ni el alcoholismo.»
* * *
En San Francisco, además de enamorarse de una linda cantante de jazz, Paz da comienzo –casi involuntariamente– a una carrera diplomática que será su principal fuente de ocupación profesional hasta 1968. Esa inserción en el servicio exterior era una vieja tradición en la cultura mexicana. En el papel (algo vago) de relator para la cancillería mexicana, Paz asiste a la Conferencia de San Francisco y redacta informes oficiales y artículos de prensa.
En las calles, Paz se enfrenta de nuevo con la extrañeza de ser mexicano. Viendo a los «pachucos» (mexicanos americanizados) y «viéndose en ellos», tuvo los primeros atisbos del libro liberador que escribiría: «Yo soy ellos. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha ocurrido con mi país, con México en el mundo moderno? Porque lo que les pasa a ellos nos pasa a nosotros.» El ensayo que escribe a partir de esas observaciones sería el primer capítulo. La actividad revolucionaria (en el sentido en que la había practicado en su juventud) parecía cada vez más lejana y desdibujada. Obviamente, era incompatible con un empleo oficial. Pero cabía derivarla a la escritura de aquel texto esencial –profético y visionario y, en cierta forma, revolucionario– sobre México.
Una carta dirigida a Víctor Serge refleja su búsqueda, común por lo demás a los grandes poetas de la época. Fechada en Berkeley en octubre de 1944, en ella Paz lamenta la persecución de Serge por parte del aparato cultural ligado a la urss (Orwell, en su Diario de guerra, defendía también a Serge, por el mismo motivo) y decía compartir su pesimismo sobre la posguerra («vamos hacia una Santa Alianza, no sé si bendecida o no por el Papa, pero desde luego por Stalin».) Pero sobre todo le interesaban las actitudes de los escritores y artistas europeos. Le recordaban quizá el zigzagueo religioso e ideológico de México en los años treinta:
Las noticias no pueden ser más desalentadoras: [...] Time anuncia el ingreso de Picasso al Partido Comunista. Un fenómeno semejante (rendición del espíritu...) se puede observar aquí: W. H. Auden, el más incitante de los nuevos poetas ingleses, acaba de publicar un libro que niega toda su obra anterior. Cogido entre la revolución traicionada y el mundo «dirigido» que nos preparan, se ha acogido al clavo ardiente de la Iglesia Anglicana; su caso no es el único, aunque sí el más notable, por su talento y por su prestigio. Lo curioso es que cuando esa gente «renuncia al mundo» es cuando más éxito mundano alcanza. Por lo demás, y en otro sentido, el libro de Auden posee intensidad y me parece el fruto de una auténtica experiencia. No intento negar su sinceridad y aun su valentía moral.
Él no pensaba «rendir su espíritu», alinearse a la militancia comunista ni volverse un ingenuo liberal. Debía haber otras opciones. El tránsito por San Francisco –su primera entrada plena a la cultura anglosajona– le ayudó a atisbarlas. Leyó por fin Partisan Review, órgano de una izquierda plural y democrática (que incidentalmente en 1944 publicaba una reseña de Eliot sobre un libro de su amigo Malaquais) y se entusiasmó con sus contemporáneos, Karl Shapiro y Muriel Rukeyser:
Los poetas jóvenes, influidos casi siempre por Eliot y en menor grado por Stevens, intentan una poesía más directa y libre, pero desgraciadamente no siempre sus intenciones se transforman en arte verdadero. Es impresionante, de cualquier modo, ver cómo todos estos nuevos valores se atreven a usar un lenguaje vivo, popular, que no retrocede ante el slang, y que me parece más efectivo que el que usan los poetas franceses y españoles de nuestros días.
Era «estimulante» –decía Paz– vivir en ese país, «porque la crisis de la inteligencia americana no se resuelve en la retórica domesticidad de México. Siempre es preferible la Iglesia o el vacío a la Secretaría de Educación Pública». Pero seguía sintiéndose responsable de la literatura mexicana:
Si lo que escribimos está escrito en otro lenguaje y muchas veces en otro planeta, es porque nada nos une al pueblo. No basta recoger su lenguaje, usar su ropa y ni siquiera profesar ideas progresistas, como piensan algunos. Es necesario una fe común. Creo que lo mismo pasa en casi todos los países (en este por lo menos)... Muertos los ideales católicos, que constituían una fe común, y fracasada o corrompida la revolución liberal, los pueblos de los países latinoamericanos viven una vida ciega y mineral; sus intelectuales, en cambio, giran en el vacío. Aquí la distancia no es tan grande, pero existe. Me parece que nunca habían estado tan aisladas las formas culturales (y en primer término las políticas) de las necesidades y de los sueños populares como ahora. ¡Cuántas cosas sin expresar! Y lo terrible es que apenas si acertamos a expresar nuestra propia angustia, nuestra propia impotencia...
Y al final de la carta, de puño y letra, agregó: «nuestra soledad». Cinco años después, en París, acertaría finalmente a expresarlas.
En su ascenso por la diplomacia, lo ayuda –¿quién lo diría?– el legado amistoso de su padre. Un viejo amigo suyo de 1911, Francisco Castillo nájera, logra su traslado a Nueva York. Otro ángel tutelar que desde entonces lo protegería de las telarañas burocráticas fue el admirable poeta José Gorostiza. Paz imparte clases en los cursos de verano en Middlebury College y entrevista para Sur a Robert Frost. Mientras Elena trabaja a regañadientes para el American Jewish Committee, Paz se presta a hacer algún doblaje en una película y hasta planea alistarse en la marina mercante. Pero en octubre de 1945, el propio Castillo Nájera –providencialmente designado ministro de Relaciones– logra su traslado a París con un puesto formal.