VIII

«París era una fiesta», también para Octavio Paz. En París lleva una vida compuesta de varias vidas. Una vida personal difícil: una relación ruda y tormentosa con su mujer y un vínculo estrecho con su hija, a la que envía por entregas (durante una estancia de ella en Suiza) una novela sobre unos niños penetrando en el pasado maya a través de un cenote sagrado. Ahora en París, esa idea casi surrealista de arqueología literaria se convertiría en un libro de ensayos orgánicamente trabados sobre el tema que ya había explorado en sus textos de Novedades. Una vida diplomática intensa, que cumple con sólidos informes a la cancillería sobre política internacional, europea y francesa. una vida de amistades mexicanas y cosmopolitas; y una tertulia de artistas, filósofos e intelectuales, algunos célebres (Camus, Sartre, Breton), otros cercanos, como el filósofo griego Kostas Papaioannou, con quien habla de la revolución rusa y la mexicana. Esas vidas no afectaron su vida literaria. En 1949, Paz publica su colección de poemas Libertad bajo palabra. A José Bianco, uno de sus amigos más cercanos de esa época, el escritor y secretario de redacción de Sur, le confiesa en mayo de 1948: «Los momentos que he dedicado a escribirlos, a corregirlos, a pasarlos en limpio y a ordenarlos, han sido de los más plenos de mi vida.» Su vida como editor no tiene más remedio que esperar, pero Bianco no deja de recibir sus consejos como si Paz, a la distancia, fuese un redactor más de Sur. También descansa en él su vida política, domesticada, si se quiere, por la diplomacia.

Su vida amorosa es, como siempre, un campo de combate. Desde San Francisco, Paz había tenido relaciones extramaritales que no ocultaba a su esposa y aun le sugería buscar amantes. En la fiesta cultural de París, con las ventajas materiales del servicio diplomático, la pareja no dejó de compartir una vida social divertida, fugaces vacaciones y momentos de dicha con la «Chatita». Pero los Paz no hallaron paz, armonía ni amor. Elena no encontraba vías para derivar sus talentos y –«Generala» siempre– culpaba a Paz y competía con él. Octavio, al parecer, podía ser impaciente e irascible. Elena, en su diario inédito, lo consideraba controlador, ególatra y confesaba tenerle repugnancia física. Él, recordando unas palabras de su suegro, pensaba seriamente que estaba loca. A menudo hablaban de divorcio. A mediados de 1949 ella escribe en su diario: «Ese 17 de junio (de 1935) Octavio me besó por primera vez [...] Este 17 de junio de 1949 es definitivo en mi vida: se acabó Octavio.» Un «amor loco» había entrado en su vida, el amor por el escritor argentino Adolfo Bioy Casares.

Pero el poeta revolucionario (el de aquella apasionada promesa de 1943) trabaja a mediados de 1949 en una colección de ensayos. Trataban de «un tema que está un poco de moda» –describía, con aparente desdén, a Alfonso Reyes, otro ángel guardián que lo cuidaba desde México–. «Un librito», «un librejo sobre algunos temas mexicanos». Ese librito, ese librejo, que se publicaría en 1950 por la editorial de la revista Cuadernos Americanos era El laberinto de la soledad.

Se ha hablado y escrito mucho de sus influencias. Paz ha referido la lectura de Moisés y el monoteísmo de Freud y la presencia de D. H. Lawrence, sobre quien había escrito: «buscaba, con más desesperación que nadie, las fuentes secretas de la espontaneidad y de la unidad en lo más oscuro, antiguo e inefable del hombre, en aquello que no admite explicación sino intuición, comunión y no comunicación: la sangre, el misterio de la naturaleza». Pero las fuentes primordiales de ese libro primordial no eran externas, eran íntimas.

Búsqueda de sí mismo en México y de México en sí mismo. Entrada –y, en ese mismo instante, salida– del laberinto de su soledad, El laberinto de la soledad puede leerse como la piedra roseta de su biografía. ¿Quién es el hombre que en el capítulo «Máscaras mexicanas» «se encierra y se preserva»? ¿El que «plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés al mismo tiempo, celoso de su intimidad, no sólo no se abre: tampoco se derrama»? Lo caracteriza «la desconfianza [...] la reserva cortés que cierra el paso al extraño». Es el mexicano del altiplano o el mestizo atado al disimulo, al disfraz de español en una tez morena que delata su origen sospechoso. Es el político o el funcionario público mexicano gesticulador y tramposo. Pero ese hombre también es Octavio Paz, que en estas páginas busca remover la máscara y ver su imagen real, la propia, pero también y sobre todo la del «mexicano». Liberarlo de la duplicidad, la simulación, el hermetismo, la mentira. Ser él mismo. Ser uno, ser auténtico.

La fiesta que describe –la que iguala a los hombres, la permisiva y liberadora, el estallido fugaz de alegría– es, en primera instancia, un fenómeno universal: la evoca Antonio Machado en los pueblos de Andalucía. Pero si miramos más de cerca, desde el título del capítulo, la de Paz es una fiesta distinta, es una fiesta mortal. El pueblo «silba, grita, bebe y se sobrepasa». Hay un «regreso al caos o la libertad original». Una comunión seguida por una explosión, un estallido. ¿Qué fiestas resuenan detrás de las palabras? Las fiestas multicolores de Mixcoac, sus propias fiestas. Pero también resuenan las otras fiestas, las fiestas feroces, las del pulque y los balazos, las de Santa Martha Acatitla, las de aquel «santo varón», Octavio Paz Solórzano. Las fiestas sin amanecer, las fiestas de la muerte.

El mexicano no es el único pueblo fascinado con la muerte; los pueblos mediterráneos comparten ese hechizo. Tampoco ha sido una y la misma la actitud mexicana ante la muerte. Y sin embargo, el poeta reveló un rostro compartido de la muerte: el mexicano, en efecto, aún el día de hoy, frecuenta a la muerte, «la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor permanente». La muerte propia y la ajena. Es significativo que pocos años antes de El laberinto de la soledad, otro escritor (Malcolm Lowry, autor de Bajo el volcán) haya recobrado como Paz –en carne propia y en un libro memorable– ese paraíso infernal de la fiesta, borrachera y la muerte en México, y más sorprendente aún que lo haya hecho en tierra zapatista.

«Nuestra indiferencia ante la muerte –escribe Paz– es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida.» Alguien encarna en esta frase. Para alguien la muerte no es lo otro de la vida sino lo mismo. Alguien «se la buscó», alguien cerca de él «se buscó la mala muerte que nos mata». Por eso el poeta modifica el refrán popular y remata: «dime cómo mueres y te diré quién eres». ¿Pensó en su padre al escribir estos pasajes? ¿Enmascaró su recuerdo? ¿O estaba tan pegado a su piel que no lo vería, sino muchos años después, de pronto, en una elegía?

[...] Lo que fue mi padre

cabe en ese saco de lona

que un obrero me tiende

mientras mi madre se persigna.

¿Cuántas acepciones de la palabra «chingar» caben en la vida de Octavio Paz Solórzano? ¿Sería un exceso pensar en la madre de Paz como una encarnación de la mujer, sufrida, violentada, «chingada»? La dimensión de la mujer está en otra parte de su obra. De los capítulos antropológicos del libro, el dedicado a «Los hijos de la Malinche» es acaso el menos autobiográfico, el más autónomo, acaso porque su tema es el lenguaje. Y en ningún territorio es más diestro, preciso y vigente Paz que en el de las palabras.

* * *

En la segunda parte del libro –la dedicada a la historia–, el sujeto no es «el mexicano» (es decir, Paz) sino México. En el principio fue la orfandad del pueblo azteca en la Conquista, un pueblo en estado de radical soledad. No sólo «naufragan sus idolatrías», sino la protección divina: los dioses lo han abandonado. Venturosamente, luego de la ruptura en verdad cósmica de la Conquista adviene un orden, sustentado en la religión y «hecho para durar». No una «mera superposición de nuevas formas históricas» ni siquiera sincretismo, sino «organismo viviente», lugar en donde «todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido». Es el orden católico de la Colonia y dura tres siglos. Es la matriz cultural de México. «Por la fe católica –agrega Paz– los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo [...] el catolicismo devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.» De la soledad, el poema de la historia mexicana había pasado a la comunión. En el concepto de Paz, la persistencia religiosa en México se explica también por su fondo precortesiano: «nada ha trastornado la relación filial del mexicano con lo sagrado. Fuerza constante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectiva de los desposeídos». No es un hispanista quien ha escrito estas frases: es el nieto de don Ireneo Paz, el jacobino creador de «el Padre Cobos», último de los grandes liberales del siglo XIX. De allí, el mérito de una visión que en su búsqueda se atreve a rozar la otra ortodoxia (católica) para corregir la ortodoxia oficial (liberal). No es casual que en una reseña inmediata del libro, el mismísimo José Vasconcelos elogiara al hijo y nieto de esa «estirpe de intelectuales combatientes», que «ha tenido la valentía de escribir líneas de una justicia resplandeciente». Paz no dejaba de lado que los tres siglos coloniales tenían su cara oscura, sobre todo en el enclaustramiento intelectual y religioso, pero en ellos México había encontrado su rostro, su filiación, su autenticidad.

Orfandad de la Conquista, orden de la Colonia, ruptura en la Independencia. Paz ve en el siglo XIX, el lugar histórico de un desvío, casi un desvarío. En términos biográficos, lo significativo es el pasaje final del capítulo, que da pie a la segunda parte de El laberinto de la soledad, en la que Paz, por primera vez, proyecta sus categorías de introspección poética y su experiencia personal a la historia mexicana:

La Reforma es la gran Ruptura con la madre. Esta separación era un acto fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el pasado. Pero nos duele todavía esa separación. Aún respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas políticas y nuestros conflictos internos. México está solo como cada uno de sus hijos. El mexicano y la mexicanidad se definen como viva conciencia de la soledad, histórica y personal.

Con la Independencia, el orden colonial estalla en fragmentos. La comunión, insostenible, se disuelve en soledad. A partir de entonces, con el advenimiento del liberalismo, «la mentira se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente». Años más tarde, la «triple negación» de la Reforma (con respecto al mundo indígena, católico y español) «funda a México». Paz no le escatima «grandeza», pero agrega, en una línea decisiva: «Lo que afirmaba esa negación –los principios del liberalismo europeo– eran ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía». La era de don Porfirio no sería sino la continuación extrema de esa tendencia: una máscara de inautenticidad, la simulación convertida en segunda naturaleza. Y la filosofía oficial, el positivismo, «mostró con toda su desnudez a los principios liberales: hermosas palabras inaplicables. Habíamos perdido nuestra filiación histórica». En esas líneas, acaso inadvertidamente, Paz volteaba la espalda a su abuelo Ireneo: «La permanencia del programa liberal, con su división clásica de poderes –inexistentes en México–, su federalismo teórico y su ceguera ante nuestra realidad, abrió nuevamente la puerta a la mentira y la inautenticidad. No es extraño, por lo tanto, que buena parte de nuestras ideas políticas sigan siendo palabras destinadas a ocultar y oprimir nuestro verdadero ser.» Pero justo enseguida Paz rescataba a un ser más frágil y acaso más amado: su propio padre. Porque la filiación que México había perdido en el siglo liberal, se recuperaría en la Revolución, esa que se levanta «alborotando los gallineros femeninos y arrancando a los jóvenes de su casa paterna: es la Revolución la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida».

No sólo Octavio Paz pensó siempre que México había encontrado su propio camino en la Revolución mexicana. Lo pensó todo el México intelectual, salvo el porfiriano. Pero una cosa era encontrar el camino y otra la filiación, palabra clave en el libro de Paz. De allí que la revolución auténtica en Paz fuese sólo una de las revoluciones mexicanas: la revolución que había arrebatado al padre, la que «va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida», la revolución zapatista.

Las páginas más intensas y apasionadas del libro son las que el poeta dedica al evangelio del zapatismo –el Plan de Ayala– con su reivindicación de las tierras y los derechos comunales y de la «porción más antigua, estable y duradera de nuestra nación: el pasado indígena». Con Kostas Papaioannou, el filósofo griego con quien trabó una profunda amistad en París, Paz hablaba de Marx y Trotski, pero antes que de ellos hablaba de «Zapata y su caballo», como en una de las narraciones de su padre que él había ayudado a «pasar en limpio». Zapata había sido el héroe histórico de su padre. Era también el suyo:

El tradicionalismo de Zapata muestra la profunda conciencia histórica de ese hombre, aislado en su pueblo y en su raza. Su aislamiento [...] soledad de la semilla encerrada, le dio fuerzas y hondura para tocar la simple verdad. Pues la verdad de la Revolución era muy simple y consistía en la insurgencia de la realidad mexicana, oprimida por los esquemas del liberalismo tanto por los abusos de conservadores y neoconservadores.

El apartado final de ese capítulo es el cenit del libro: la Revolución es el lugar histórico de una comunión. En ella caben todas las palabras de alivio, orden y reconciliación: la que desentierra, desenmascara, vuelve, expresa, cura y libera. El lector casi escucha el latido exaltado del autor que escribe las últimas líneas:

La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser [...] Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, a otro mexicano.

¿Y con quién comulga Octavio Paz Lozano? ¿A quién abraza, en esa descripción casi teofánica? Comulga con Octavio Paz Solórzano, «el que se fue por unas horas / y nadie sabe en qué silencio entró». Abraza a Octavio Paz, el otro, el mismo. La cifra es ya clara: la fiesta mexicana, la borrachera de sí mismo y el abrazo mortal que por un momento los vincula, ocurre entre dos hombres, padre e hijo, con el mismo nombre: Octavio Paz.