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Más allá de esta visión sombría, lo cierto es que, a lo largo de los casi cuatro periodos presidenciales en los que sirvió (Miguel Alemán, 1946-1952; Adolfo Ruiz Cortines, 1952-1958; Adolfo López Mateos, 1958-1964; y con Gustavo Díaz Ordaz de 1964 a 1968), Paz pensó que el rumbo general del país (a pesar de la desigualdad social, la servidumbre sindical con el Estado, la pobreza en el campo y la dependencia creciente del capital norteamericano) era muy meritorio. Gracias al legado nacionalista de la Revolución y a la intervención del Estado en la economía, «nuestra evolución es una de las más rápidas y constantes de América», escribió en 1959, en la segunda edición de El laberinto de la soledad. Paz no era el único intelectual maduro que en esos tiempos de optimismo se congratulaba de la marcha del país. Incluso el historiador, editor y ensayista Daniel Cosío Villegas –el crítico liberal más incisivo del siglo XX– pensaba de modo semejante y suavizó las opiniones que había vertido en su célebre ensayo «La crisis de México» (1947). Formado como economista en universidades de Estados unidos e Inglaterra, fundador y director del Fondo de Cultura Económica, estudioso de los liberales del siglo XIX, Cosío Villegas creyó siempre (como Paz) que la Revolución mexicana había sido un movimiento histórico justificado y genuino, y que su modesto ideario social y nacionalista (cumplido en cierta medida en el periodo de Cárdenas) se había desviado en los años cuarenta hacia un modelo predominantemente capitalista, ajeno a la vocación social original y a la atención prioritaria a los campesinos. Pero igual que Paz no podía cerrar los ojos ante los evidentes avances económicos e institucionales del país.

Con todo, en aquel momento había diferencias importantes entre Cosío Villegas y Paz: el primero era, según su propia definición, un «liberal de museo»; el segundo, un trotskista moderado en transición hacia un socialismo libertario. Para Cosío Villegas, la «llaga mayor» de México era la concentración de poder en manos del presidente, entre otras muchas razones porque impedía toda maduración democrática. Paz, en cambio, seguía (y por largo tiempo seguiría) empleando un herramental marxista. «El marxismo –escribiría en su libro Corriente alterna (1967)– es apenas un punto de vista, pero es nuestro punto de vista. Es irrenunciable porque no tenemos otro.» Ese «punto de vista» fue perdurable. Paz siguió utilizando la categorización de clases, descartó como una «reliquia» a «la libre empresa», criticó con insistencia al imperialismo, desdeñó por muchos años la herencia del liberalismo político, no dejó de creer (ni entonces ni nunca) en la posibilidad de edificar una comunidad igualitaria de los hombres (la edad de oro del zapatismo) y, ante la decepción de la URSS, vio con cierta simpatía (y desconocimiento) la Revolución Cultural china, elogió los ensayos de autogestión yugoslavos. Sobre todo, confió en la revuelta nacionalista de los pueblos en la periferia del mundo occidental.

¿Por qué entonces no se adhirió a la Revolución cubana? Las jóvenes generaciones intelectuales y universitarias de México –incluidos amigos suyos, como Fuentes– no tuvieron dudas. Para ellos, la Revolución mexicana estaba muerta, y la «verdadera» revolución era la Revolución cubana. Casi todos la recibieron con inmenso entusiasmo. El liberal Cosío Villegas –que en ensayos notables achacó a Estados Unidos la mayor responsabilidad en la «lamentable» transición de Cuba al comunismo– tomó distancias desde un principio. Paz, menos escéptico, escribió a Roberto Fernández Retamar, con sutil reticencia: «tengo unas ganas inmensas de ir a Cuba para ver su cara nueva y también la antigua, su mar y su gente, sus poetas y sus árboles». Pero las «ganas inmensas» se le quitaron al poco tiempo, como prueba una carta dirigida a José Bianco (que se separaría de Sur por sus simpatías con Cuba). Está fechada el 26 de mayo de 1961, después de la frustrada invasión de Playa Girón:

Aunque comprendo tu entusiasmo (y hasta lo envidio) no lo comparto del todo. A mí no me agrada el lenguaje de los enemigos de Castro –ni sus actos, ni su moral, ni lo que representan y son. Pero tampoco me agrada la revolución de Castro. No es lo que yo quería (y quiero) para nuestros países... Nuestros países escogerán, como los de África y Asia, el camino de Castro. No les queda (no les dejan) otro recurso. Aparte de las guerras y calamidades que esto desencadenará, los resultados no pueden ser sino dictadores de derecha, si se aplasta a los movimientos populares o, si triunfan, dictaduras totalitarias como la de Castro. La ausencia de revolución socialista en los países avanzados es la causa de esta evolución paradójica de la sociedad mundial. El fracaso de la profecía marxista sobre la misión revolucionaria de la clase obrera de los países «desarrollados» (los únicos en los que puede haber realmente socialismo) ha convertido al marxismo en una «ideología» (en el sentido que daba Marx a esta palabra). Creo que nuestro siglo verá el triunfo de la «ideología marxista»; lo que no verá (por lo menos nuestra generación) es el triunfo del socialismo.

Invitado tres veces a la isla como jurado de Casa de las Américas, nunca acudió. En 1964 rechaza colaborar en un homenaje al surrealismo proyectado por Casa de las Américas, y escribe a Retamar:

No tardé en darme cuenta que existía una oposición radical entre los regímenes de Europa Oriental (extendida hoy a los que imperan en China y otras partes) y las pretensiones liberadoras de la poesía. Esta oposición no es sólo imputable a la pesadilla que fue el estalinismo para mi generación (en Hispanoamérica: para unos cuantos de mi generación) sino que pertenece a la naturaleza de las cosas. No diré más, no quiero decirte más. Quiero demasiado a Cuba [...] y a Latinoamérica como para encender ahora una vieja polémica.

Todavía en 1967, en otra carta a Retamar se declaraba amigo de la Revolución cubana por lo que tiene de Martí, no de Lenin. Su rompimiento público tardó algunos años en expresarse.