XI

Era casi universalmente querido, seguido, leído, respetado en México y, de manera creciente, en Francia, donde sus principales libros se habían traducido. Pero no era feliz. Por un lado, su situación profesional era inestable. En los primeros días del sexenio de López Mateos (1958-1964) su destino en el servicio exterior había estado en entredicho. ¿Lo enviarían a París, como él deseaba? ¿Le confiarían la misión en la UNESCO? Para colmo, sus artículos no tenían mercado en América Latina y llegó a considerar mudarse a Argentina o Venezuela. A punto de cumplir los 45 años, en marzo de 1959, había escrito a Bianco:

Mi vida también ha sido bastante triste (¡qué self pity!) en los últimos años. Aunque es posible que siempre haya sido igual; sólo que ahora [...] la veo con más claridad y con menos esperanzas. He vivido los últimos quince años haciendo lo que no me gusta, aplazando o matando mis deseos (aun los más legítimos como escribir o no hacer nada o enamorarme) y esperando que todo, un buen día, iba a cambiar. El único que ha cambiado soy yo: mi vida sigue igual: (trabajo muchas horas en una oficina absurda, con el pomposo título de Director General de Organismos Internacionales), me pagan muy mal y estoy sujeto a la rutina de un reglamento y a su caprichosa aplicación por remotos burócratas

Había sobrevivido gracias a una «saludable estupidez innata –hecha de confianza en la vida, resignación (campesino andaluz, sin duda) y disponibilidad permanente». Por fortuna, su incertidumbre laboral cesó al poco tiempo, cuando finalmente fue transferido a París. Había pensado jubilarse e incorporarse a la academia. En París permaneció dos años, en los cuales publicó Salamandra, una nueva colección de poemas. Ese año fue nombrado embajador en la India. Jaime Torres Bodet (escritor de «Contemporáneos», funcionario público en varias administraciones, ministro de Educación) le recomendaba seguir en la diplomacia: «tendrá el 60% de tiempo para escribir».

Para escribir, y resolver su vida íntima. «¿Por qué se separaron Octavio Paz y Elena Garro? –escribió María zambrano, que había convivido con ellos en París–. Habían obtenido lo más difícil: el infierno en la tierra.» Vivían separados, y Paz seguía pensando en el divorcio, pero lo posponía. En 1959 le confiesa a Bianco que la situación ha llegado a un límite. Se divorciará en breve y le desliza una razón de peso: «Creo que estoy –estuve, estaré– enamorado. Eso me hace más desdichado pero me da vitalidad. O por lo menos alimenta mis planes, mi avidez de futuro.» La mujer a la que sin mencionar aludía Paz era la hermosa pintora Bona Tibertelli de Pisis, esposa de André Pieyre de Mandiargues. Los Paz habían entablado una amistad con aquel «matrimonio abierto» desde París. La edición francesa de ¿Águila o sol? apareció en 1957 con cinco aguafuertes de Bona. En 1958, André y Bona viajaron por las costas y los pueblos coloniales de México (Taxco, Tepoztlán) y fueron testigos de las antiquísimas fiestas populares acompañados por el mejor guía: el autor de El laberinto de la soledad.

El atormentado vínculo matrimonial de 22 años entre Octavio y Elena se rompía al fin. «Helena –confiesa a Bianco– es una herida que nunca se cierra, una llaga, un vicio, una enfermedad, una idea fija.» No obstante, a pesar de la animosidad, Paz lograba rescatar para sí su admiración intelectual por Elena (a quien seguía llamando Helena). Animada por él, en la década de los cincuenta había alcanzado éxito en obras de teatro y relatos emparentados con el universo onírico y espiritual de Juan Rulfo. Pero con la novela Los recuerdos del porvenir su prestigio se consolidó. Paz escribe a Bianco un testimonio de genuino reconocimiento acompañado de un tono de íntima hostilidad:

¿Recibiste el libro de Helena? ¿Qué te parece? A mí me sorprende y maravilla; ¡cuánta vida, cuánta poesía, cómo todo parece una pirueta, un cohete, una flor mágica! Helena es una ilusionista. Vuelve ligera la vida. Es hada (y también bruja: Artemisa, la cazadora, la siempre Virgen dueña del cuchillo, enemiga del hombre). Ahora la puedo juzgar con objetividad.

La novela de Garro le había asombrado. Tiempo después, al confirmar la buena opinión de Bianco, agrega: «En eso, por lo menos, no me equivoqué.» Siempre había creído en «su sensibilidad y penetración espiritual, en la mirada del verdadero creador, del poeta y nunca, ni siquiera en los momentos peores y en las circunstancias más sórdidas renegué de ella». Y concluía: «¡Haberla conocido, amado y convivido tantos años para ahora terminar con un elogio sobre su capacidad de escritora! ¿Sólo queda de nosotros lo que llaman “la obra”?» Y agregó una coda sorprendente: «me digo: puedes dormir tranquilo: conociste a un ser en verdad prodigioso».

En 1960, las cosas con Bona habían evolucionado al extremo de que Paz anunciaba a Bianco su próxima boda: «Bona es sobrina de De Pisis, aquel pintor italiano de la generación de Chirico y al que, quizás, conoces. Sobre Bona y su pintura han escrito, entre otros, Ungaretti, Ponge, Mandiargues, etc. Finalmente, Bona será en breve mi mujer. Vamos a casarnos.» Pero ya en la India el vínculo con Bona desembocó en un nuevo desencanto.

La pauta parecía fatal: todas las bendiciones (creatividad, reconocimiento, solidez) salvo una: el amor. En 1963, por iniciativa del fiel e incansable José Luis Martínez, Paz obtiene en Bélgica el Premio Internacional de Poesía. La prensa mexicana lo colma de elogios. Sus artículos en la Revista de la Universidad de México(que reunirá en Corriente alterna) son objeto de culto. El filósofo José Gaos le escribe: «preveo que el nuevo Premio nobel de lengua española va a ser usted». Lo mismo anticipa su viejo compañero, Efraín Huerta, que escribe con ternura: «Así es este Octavio, su rigor no conoce límites... todo lo enaltece y todo lo multiplica –hombre que multiplica el pan de la poesía– [...] el más poeta entre todos los poetas de su tiempo.» Pero Paz, a sus cincuenta años de edad, ha vuelto a su estado original: la soledad. En un pasaje conmovedor escrito desde París en julio de 1964, hace a Bianco un valeroso recuento de su vida sentimental:

Elena fue una enfermedad… si hubiese seguido con ella, habría muerto, habría enloquecido. Pero no he encontrado la «salud». Tal vez ahora... ¿No será demasiado tarde? En los últimos años, después de ciertos golpes y sorpresas brutales (no la lenta y exasperante disgregación psíquica que fue mi enfermedad amorosa con Elena sino el hachazo, la puñalada trapera –el rayo [de Bona...]), aspiro a cierta sabiduría. No resignación sino desesperación tranquila –no la muerte sino aprender a ver cara a cara la muerte y la mujer. El erotismo me aburre y me espanta (es como la religión: o se es devoto o se es santo –y yo no soy ni Casanova ni Sade, ni beato ni místico). Creo en lo más hondo: en el amor. On ne peut pas prouver ce que l’on croit. On no se peut pas nom plus, croire ce que l’on prouve (Jünger).

* * *

En el momento de escribir esa carta los cielos estaban a punto de despejarse de manera milagrosa y permanente. Cumplidos los cincuenta años, en la India conoció por fin a una mujer muy joven («muchacha» la llama en un poema), tan extraordinariamente bella y talentosa como alegre, providente y fiel, que lo acompañaría por fin, en un amor vital y pleno, para toda la vida. Era corsa y se llamaba Marie José Tramini. Estaba casada con un diplomático francés. Los caminos de Octavio y Marie Jose habían cruzado fugazmente. Cruzado y separado. De pronto (y la fórmula «de pronto» recurría con frecuencia en Paz como onomatopeya del azar) la poesía surrealista se apoderó de sus vidas generando uno de esos momentos de «azar objetivo» que Paz había descrito en una remota conferencia sobre el surrealismo en 1954: «ese encuentro capital, decisivo, destinado a marcarnos para siempre con su garra dorada, se llama: amor, persona amada». De no haber coincidido en ese sitio de París, en ese instante, acaso no se hubiesen vuelto a ver. «Lo encontré entonces y no lo dejé más», recuerda Marie Jo. Volvieron juntos a la India. Se casaron en nueva Delhi el 20 de enero de 1966. «Conocerla es lo mejor que me ha ocurrido además de nacer», declaró Paz.

«Debe ser muy encantador estar tan enamorado», comentó la esposa del escritor Agustín Yáñez cuando los vio juntos en la India. Fue un periodo de gran productividad para Paz, que incluyó sus poemas publicados en Ladera este y Hacia el comienzo. Dispersos a lo largo de los poemas hay momentos de su embelesado amor de mediana edad en el aire caluroso de la India:

Gira el espacio

arranca sus raíces el mundo

No pesan más que el alba nuestros cuerpos

tendidos

[De “Viento entero”]

Tú estás vestida de rojo

eres

el sello del año abrasado

el tizón carnal

el astro frutal

En ti como sol

[De “Cima y gravedad”]

O en el largo poema “Maithuna” (una palabra técnica del sánscrito para el acto sacralizado del amor), donde Paz se mueve a través del cuerpo de su amada:

Dormir dormir en ti

o mejor despertar

abrir los ojos

en tu centro

negro blanco negro

blanco

Ser sol insomne

que tu memoria quema

(y

la memoria de mí en tu memoria)

Para Paz, quien tan a menudo era un poeta del deseo, «la mujer es la puerta de la reconciliación con el mundo». Tras décadas de amores marcados en parte por la angustia y la incertidumbre, el dolor y la sequía, amoríos fugaces e insustanciales, Marie Jo abrió su «puerta de la reconciliación». Ella fue su constante inspiración. Ella lo salvó del laberinto de su soledad.

* * *

Aquellos años con Marie Jo en la India fueron –acaso por primera vez en su vida– absolutamente dichosos. Pero Paz era fiel a su memoria y desde tiempos de Barandal tenía un pendiente consigo mismo. Algo faltaba en su vida. Entonces comenzó a sondear la posibilidad de publicar una revista literaria y crítica de alcance latinoamericano. En 1967 en México, Arnaldo Orfila Reynal, el célebre editor argentino de la editorial de izquierda Siglo XXI, vio con simpatía el proyecto pero le advirtió que su presencia sería imprescindible. A principios de 1968, se frustró también un posible apoyo que Paz y Fuentes gestionaban con el gobierno francés, representado por el ministro de Cultura André Malraux.

Y algo quizá más profundo faltaba también. El advenimiento mayor, no la revolución íntima sino la histórica. Paz, que buscó incansablemente a la Revolución, la encontró, recreó y retuvo en un solo campo: la subversión incesante y la libre experimentación de su creación poética. Con menos fortuna, pero con nobleza y entusiasmo, la buscó en la vida: trabajó como maestro rural en el erial henequero de Yucatán, escribió para diarios revolucionarios mexicanos, se incorporó a la Guerra Civil española porque veía en ella la cara inolvidable de la esperanza de una posible fraternidad, la «espontaneidad creadora y la intervención diaria y directa del pueblo». Pero sobre todo la buscó en el pensamiento: en los poseídos de la literatura rusa, en los textos canónicos del marxismo, en los textos heréticos de Trotski, en las polémicas de Camus y Sartre. Por todo ello, no podía renunciar a ella. Todavía en Corriente alterna reservó las páginas más inspiradas y poéticas al mito central de su época, a la Revolución:

Ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida. Popular como la revuelta y generosa como la rebelión, las engloba y las guía. Revolución designa a la nueva virtud: la justicia. Todas las otras –fraternidad, igualdad, libertad– se fundan en ella... Universal como la razón, no admite excepciones e ignora por igual la arbitrariedad y la piedad. Revolución: palabra de los justos y de los justicieros. Para los revolucionarios el mal no reside en los excesos del orden constituido sino en el orden mismo.

En una «Intermitencia del Oeste» en su Nirvana, escribió su «Canción mexicana», el poema donde recordó con nostalgia a su abuelo y a su padre, y se sintió huérfano de historia, huérfano de Revolución. Ellos, al tomar el café y la copa, le hablaban de grandes episodios nacionales, de héroes de verdad, «y el mantel olía a pólvora»:

Yo me quedo callado:

¿de quién podría hablar?