XIII
Igual que muchos escritores latinoamericanos, Paz podía vivir de sus libros y sus conferencias. Podía incorporarse a la academia en México. Podía residir permanentemente en el extranjero. Tras su paso por Cambridge y Austin, no le faltaban invitaciones a universidades en Estados unidos e Inglaterra. Harvard lo invitaba para dar las Norton Lectures. Pero Octavio Paz llevaba en las entrañas la necesidad de fundar de nueva cuenta una revista, de seguir el ciclo de Barandal, Taller, El Hijo Pródigo. Era la mejor manera de volver a su raíz familiar y volver también, eventualmente, a residir en México. El proyecto no era fácil. Ninguna revista literaria podía sostenerse en México sólo con sus ventas, y los anunciantes privados eran reacios –para decir lo menos– a la cultura. Entonces, surgió la invitación por parte del aguerrido periodista Julio Scherer –director de Excélsior– de alojar y financiar en ese periódico a una revista que llegaría a sus suscriptores y a los puestos de periódicos. Paz (sin ingresos fijos en ese momento, dado que ni la UNAM ni El Colegio de México lo habían invitado a incorporarse a su planta académica) acogió la idea con entusiasmo. El diario era una cooperativa y las perspectivas de una revista «elitista» no gustaban a los trabajadores, pero Scherer los persuadió, y ese gesto ancló a Paz en México, impidiendo que buscara refugio en alguna universidad del extranjero. Scherer prometió a Paz libertad plena, y cumplió siempre.
Su hermoso nombre en castellano, acuñado por Paz, reflejaba el espíritu que el poeta reclamaba en la vida pública y la vida cultural de México: se llamó Plural. Aparecería mensualmente a partir del 1° de octubre de 1971 hasta su súbito final, en julio de 1976. Paz invitó al consejo de redacción al poeta y ensayista Tomás Segovia, con quien sentía desde hacía años la mayor afinidad intelectual, estética y literaria. Tiempo después, el puesto fue ocupado por Kazuya Sakai, escritor y notable artista conceptual, que diseñó buena parte de las portadas tipográficas, y finalmente por el joven ensayista uruguayo Danubio Torres Fierro. El consejo de redacción estuvo compuesto por varios de los antiguos editores de la Revista Mexicana de Literatura ( José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi, Tomás Segovia y Gabriel Zaid). Por un tiempo, su tamaño fue similar al de The New York Review of Books.
Su cuerpo de colaboradores nacionales y extranjeros era, de entrada, excepcional, porque recogía la amplia red de contactos que Paz había tejido a través de dos décadas. Avecindado por largos periodos en Harvard, Paz enviaba a las oficinas de Plural en México las colaboraciones de los amigos que reencontraba o hacía. En esa época publicaron los americanos Bellow, Howe, Bell, Galbraith, Chomsky, Sontag; los europeos Grass, Eco, Lévi-Strauss, Jakobson, Michaux, Cioran, Barthes, Aron; los españoles Gimferrer y Goytisolo; los europeos del Este Miłosz, Kołakowski, Brodsky; los latinoamericanos Borges, Bianco, Vargas Llosa, Cortázar. Quizá el único gran nombre ausente fue García Márquez. Pero la presencia mayor fue, desde luego, mexicana. En Plural publicó su última serie de artículos Daniel Cosío Villegas. La generación de Paz –muy menguada, es verdad, pero aún activa– apareció poco en esas páginas. Los iracundos jóvenes de 1968 casi no tuvieron representación. Pero la «Generación de Medio Siglo» tuvo en Plural su momento de mayor participación y creatividad. Prácticamente todos los escritores mexicanos nacidos entre 1920 y 1935 estaban ahí. En primer lugar, desde luego, Carlos Fuentes, pero también Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Ramón Xirau, Luis Villoro, Julieta Campos, Elena Poniatowska. Uno de los casos literarios más notables de Plural fue el del filósofo Alejandro Rossi. Su sección fija, «Manual del distraído», apareció mensualmente a partir de octubre de 1973: textos inclasificables, sutiles y originalísimos en los que la filosofía analítica se trasmutaba en una literatura de la cotidianidad con resonancias borgianas que se volvieron, en las generaciones literarias siguientes, tanto en México como en Latinoamérica, objetos de culto.
Plural respondió a su nombre, también, en punto a géneros, pero todos reflejaban el amplio espectro intelectual del director. Su cuerpo principal estaba dedicado a la literatura: poesía, cuento, crítica, teoría y ensayo literario, rescate de figuras emblemáticas para Paz (Mallarmé) y antologías de literaturas que le interesaban: japonesa, española y la joven literatura mexicana. No menos importante fue su atención (mediante ensayos o mesas redondas) a un conjunto de disciplinas ligadas sobre todo a la academia: ciencias sociales, economía, demografía, educación, antropología, filosofía y lingüística. La revista incluyó por un tiempo un rico suplemento de artes plásticas, además de crónicas y críticas de exposiciones. La revista contenía una no muy nutrida sección de libros y otra de comentarios al paso («Letras, letrillas, letrones») en las que Paz, como un joven impetuoso, publicaba textos punzantes, a veces sin firma.
Paz era el director de la revista y como tal imponía sus gustos y criterios, pero Plural no buscaba ser un monopolio intelectual, ni siquiera un órgano de hegemonía, sino de disidencia. Disidencia –desde luego– frente a la ortodoxia del PRI (su cultura burocrática, su mentira ideológica, su exaltada visión de sí misma y de la historia), pero disidencia también –y allí residía su novedad y su arrojo– frente a la cultura de izquierda predominante en México. Paz era, siempre fue, un hombre de izquierda. Su revista, igual que su formación y su pensamiento, eran de izquierda. Pero, ante la historia del socialismo en el siglo XX, Paz pensó que la izquierda necesitaba una reforma intelectual y moral. Otras revistas, suplementos literarios y publicaciones mexicanos pensaban distinto. Plural no buscó atraerlas, sino debatir con ellas. Si Paz criticaba el monopolio de la política en México, no podía abrazarlo en la cultura. Era mejor poner casa aparte. Plural tuvo el mérito de romper una larga tradición de unanimidad cultural de México.
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Los 58 números de Plural (octubre de 1971-julio de 1976) marcan una etapa de profunda transformación en el pensamiento político de Paz. En una «Carta a Adolfo Gilly» (Plural, febrero de 1972), a propósito de su reciente libro La revolución interrumpida (Gilly era un trotskista argentino que había participado en el movimiento estudiantil y continuaba preso), Paz deja testimonio de sus posturas. Tiene con él más convergencias que divergencias. Coinciden en la vena socialista: Paz cree también en la imprescindible vuelta al cardenismo, la defensa del ejido (la propiedad comunal de la tierra) y la necesidad de formar un movimiento popular independiente con obreros, campesinos, sectores de clase media e intelectuales disidentes. Pero difieren en el espíritu libertario. Paz no puede llamar «estados obreros» a la URSS y sus países satélites y lo invita a imaginar proyectos alternativos que muy bien podían encontrarse en una tradición de crítica a la sociedad capitalista anterior a Marx. Paz tiene en mente a Fourier, cuya obra precursora del ecologismo, el respeto a la mujer, la exaltación del amor y el placer, y la armonía entre producción de consumo, le parece a tal grado vigente que le dedicaría un número de la revista (agosto de 1972):
La tradición del «socialismo utópico» cobra actualidad porque ve en el hombre no sólo al productor y al trabajador sino al ser que desea y sueña: la pasión es uno de los ejes de toda sociedad por ser una fuerza de atracción y repulsión. A partir de esta concepción del hombre pasional podemos concebir sociedades regidas por un tipo de racionalidad que no sea la meramente tecnológica que priva en el siglo XX. La crítica del desarrollo en sus dos vertientes, la del Oeste y la del Este, desemboca en la búsqueda de modelos viables de convivencia y desarrollo.
Paz escribe para los lectores de izquierda. Son los únicos que le importan y, hasta cierto punto, son los únicos que existen. «La derecha no tiene ideas sino intereses», repetirá Paz. Casi no habla de la Iglesia, desdeña al Partido Acción nacional (partido de profesionistas católicos –muchos de ellos afines al Eje en los cuarenta–, al que no le concede siquiera haber luchado por la democracia desde su fundación en 1939) y desprecia igualmente a la burguesía nacional. La cree capaz de entablar un pacto con el Ejército y los grupos paramilitares, para apoderarse definitivamente del PRI (no sólo dominarlo). En cuanto a la vida en Estados unidos, su rechazo recuerda las viejas tesis finiseculares de Rodó y Darío sobre la incompatibilidad esencial entre «nosotros», modestos pero «espirituales», y «ellos», poderosos pero vacíos: «el espectáculo de nueva York o de cualquier otra gran ciudad norteamericana –confiesa en junio de 1971– muestra que este desarrollo termina en la creación de vastos infiernos sociales».
Su interlocución deseada es con la izquierda, sobre todo con la juventud de izquierda. La generación de 1968 había crecido leyendo El laberinto de la soledad y se había iniciado en el amor recitando «Piedra de sol»:
[...] amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua...
Pero en aquel agosto de 1972, ocurre algo inesperado. El grupo de jóvenes escritores congregados alrededor del prestigiado crítico Carlos Monsiváis en La Cultura en México, de Siempre!, se reúnen para armar un número de crítica a Paz y a Plural. La curiosa consigna es: «darle en la madre a Paz». ¿Qué les incomodaba? Por un lado, la interpretación surrealista en el capítulo final de Posdata. Pensaban que traer a cuento a los viejos dioses y mitos para explicar la matanza de Tlatelolco era, sencillamente, falso, además de políticamente irresponsable porque atenuaba la culpa de los asesinos. ¿Por qué no había escrito un poema en lugar de un ensayo? Los jóvenes críticos comenzaban a percibir en Paz, en su prosa, una estetización de la historia y una propensión a la abstracción y generalización. Por otra parte, les molestaba el «reformismo» político de Paz, su súbito y para ellos inexplicable abandono de la vía revolucionaria. Cierto, ellos no eran revolucionarios de fusil, pero veían con simpatía y esperanza a los focos guerrilleros en el estado de Guerrero y buscaban documentar, en las huelgas o manifestaciones de descontento, señales de una inminente insurrección popular.
En agosto de 1972, esos jóvenes dirigidos por Monsiváis (entre otros David Huerta, Héctor Manjarrez, Héctor Aguilar Camín, Carlos Pereyra y yo) armamos un número titulado «En torno al liberalismo mexicano de los setenta». Pensábamos que el adjetivo «liberal» era un estigma evidente y hablamos peyorativamente de las libertades formales, la libertad de expresión y la democracia. Valores aguados. Asegurábamos que en el México revolucionario de los setenta ese pensamiento anacrónico no tenía cabida. Tratábamos, literalmente, de «expulsar a los liberales, los del discurso».
En un artículo sin firma titulado «La crítica de los papagayos», Paz responde a sus críticos con un par de «coscorrones». Les recuerda que incluso los grandes teóricos del marxismo (de Marx y Engels a Kołakowski y Kosik, pasando por Rosa Luxemburgo) jamás difamaron los conceptos de «libertad de expresión» y «democracia». Y les recuerda también que el hecho mismo de publicar sus opiniones con libertad contradice su tesis. En su ira contra el sistema, ellos estaban de ida. Su «punto de vista» era el «marxismo» y querían un cambio radical. Paz estaba de vuelta de muchas ilusiones juveniles. Este duelo intelectual fue quizá el primer indicio de un rompimiento entre Paz y la generación de 1968.
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Paz, es verdad, se había vuelto reformista. Pero no era liberal, sino un peculiar socialista libertario. Paz nunca dejó de ponderar al sistema político al que había servido. Negar esa historia era negar a la Revolución mexicana. Y él era –en un sentido biológico y cultural– un hijo de la Revolución mexicana. El «sistema» había alcanzado logros económicos, educativos, culturales y sociales «muy importantes». Y en la esfera política, frente a la crónica oscilación entre anarquía y autoritarismo militar en América Latina, no era poca cosa haber logrado un «compromiso entre el caudillismo y la dictadura». Ese compromiso era la esencia del PRI que, con todos sus defectos, «no era un apéndice del imperialismo y la burguesía». Con todo, si el objetivo era construir «un socialismo democrático fundado en nuestra historia», la salida debía buscarse por fuera del PRI. La consigna era «movimiento popular más democratización».
La palabra «democratización» –no «democracia»– aparece con frecuencia en sus textos de la época. «Democratización» había sido una voz clave en el movimiento de 1968. Paz la había hecho suya en Posdata. ¿Qué busca expresar con ella? Ante todo libertades plenas: de manifestación, de expresión, de participación y de crítica; justamente las libertades que el México moderno reclamaba pero que el régimen del pri había conculcado (o comprado) por decenios, y la represión de 1968 había aplastado. «Democratización» como el espacio libre donde se despliega la crítica. Paz, significativamente, no usa nunca la palabra voto. No se refiere nunca a las elecciones ni siquiera para criticar el control del gobierno sobre ellas. Simplemente no cree en la democracia occidental. Le parece razonable el rechazo de los jóvenes estadounidenses y europeos a la democracia representativa tradicional y al parlamentarismo. No obstante, Paz quiere la «democratización»: propiciar la pluralidad de expresión política, el debate de ideas, la generación de proyectos alternativos.
Para que el debate de ideas fuera fructífero y veraz, los escritores debían mantener su «distancia del príncipe». Igual que Cosío Villegas, Paz había entendido que su dependencia personal de la filantropía oficial había inhibido su capacidad crítica. Había que hacer la crítica del poder en México, en Latinoamérica. Ése era el tema de nuestro tiempo. En mayo de 1971, al denunciar las falsas «Confesiones» de Heberto Padilla, había señalado:
Nuestro tiempo es el de la peste autoritaria: si Marx hizo la crítica del capitalismo, a nosotros nos falta hacer la del Estado y las grandes burocracias contemporáneas, lo mismo las del Este que las del Oeste. una crítica que los latinoamericanos deberíamos completar con otra de orden histórico y político: la crítica del gobierno de excepción por el hombre excepcional, es decir, la crítica del caudillo, esa herencia hispano-árabe.
La tarea era inmensa. Pero para llevarla a cabo había que separar «La letra y el cetro» (Paz trajo a cuento casos notables de la cultura china para ilustrar su convicción). El escritor debía hacer política, política independiente. no bastaba que el escritor (Paz prefería esta palabra a «intelectual», porque aquella suponía el ejercicio de la literatura) resistiese la seducción del poder. Había otro poder aún más incisivo: «la fascinación de la ortodoxia». El escritor debía abstenerse de buscar «un asiento en el capítulo de los doctores». Así, al recordar la relación de los escritores y el poder, por primera vez (Plural, octubre de 1972), Paz deslizó una crítica directa al mito central de su siglo y su vida, la Revolución:
La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta nuestros días, es la historia de una larga pasión desdichada por la política. De Coleridge a Mayakowski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran Puta de poetas y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton... Pero no podemos renegar de la política; sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos.
La crítica de «El cántaro roto» vuelta movimiento, acción. La mejor política de un escritor era criticar al poder personificado, al «cacique gordo» en turno (tlatoani, virrey, caudillo, sacerdote, presidente, banquero, líder corrupto...) Y ejercer también la crítica disidente, la crítica de las ideologías y la ortodoxia, la crítica de la Revolución.
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Paz no hablaba de oposición sistemática al poder. Menos aún de oposición armada al poder. Reprobaba que García Márquez predicara «la revolución aquí y ahora». ¿Cuál debía ser entonces la distancia justa entre el escritor y el poder? La idea de Paz pasó por una prueba práctica en el mismo número de Plural, dedicado a «Los escritores y el poder». Se trata de la carta de Gabriel Zaid a Carlos Fuentes.
Nacido en Monterrey en 1934, ingeniero industrial, Zaid había conocido a Paz en aquel viaje de conferencias por el noreste del país. Paz se había sorprendido del talento, la inteligencia y la originalidad de aquel joven poeta. En los años sesenta, además de su poesía, Zaid comenzó a publicar breves ensayos críticos en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Sus textos parecían teoremas: el lector los terminaba diciendo «queda esto demostrado». No se detenía ante los consagrados: podía celebrar los sonetos de Pellicer o la audacia de Octavio Paz en su poema «Blanco», pero con igual naturalidad encontró confuso el libro Corriente alterna, y lo publicó. Quizá por influencia de C. Wright Mills, Zaid descubrió la imaginación sociológica aplicada a la literatura. No sólo las obras se convertían en temas legítimos: también los autores, las editoriales, las librerías, los procedimientos de difusión, los lectores, los libros y hasta «los demasiados libros». Así comenzaron a aparecer sus críticas al aparato cultural y a los usos y costumbres de la cultura: la pedantería académica, los golpes bajos entre escritores, la profusión de premios huecos, el protagonismo, la superficialidad, la inane poesía de protesta, las malas antologías, la seudocrítica y otras prácticas de lo que Marx llamó la «canalla literaria».
La crítica de la cultura condujo a Zaid a la crítica de la ideología en la cultura. Mientras un sector de la clase intelectual mexicana y latinoamericana soñaba con ejercer la «crítica de las armas» o entregaba «las armas de la crítica» al comandante de la Revolución cubana, Zaid –que publicó un poema contra Díaz Ordaz– fue un disidente solitario. Su rasgo más notable era la experimentación formal: idear un irónico soneto, simular un anuncio de periódico, un oficio burocrático o un alegato jurídico podía tener un efecto más letal que la más apasionada diatriba. En ocasiones podía bastar una frase, como una réplica a Fernando Benítez, a raíz de la matanza del 10 de junio de 1971, que ni siquiera el director de Siempre! se atrevió a publicar: «el único criminal histórico es Luis Echeverría». Tras esa censura, Zaid renunció a Siempre!, y meses después se incorporó al consejo de colaboración de Plural.
En aquel octubre de 1972, habían pasado 16 meses desde el 10 de junio sin que la investigación prometida por Echeverría se hubiese producido. Sin embargo, Carlos Fuentes (y junto con él un grupo amplio de escritores e intelectuales) seguía brindándole su apoyo público. Zaid argumentó que Fuentes hacía un desfavor al modesto poder público de los escritores poniéndolo al servicio del poder omnímodo del presidente. Y dado que el propio Fuentes había sugerido que su apoyo estaba condicionado a la investigación prometida, Zaid le sugirió poner una fecha límite a su paciencia. Fuentes se rehusó. La investigación nunca se produjo, y el tiempo mostró la complicidad (al menos) de su gobierno con los hechos de sangre. El apoyo de Fuentes fue permanente. En 1975, se convirtió en embajador de México en Francia.
Octavio Paz había predicado la necesidad de una crítica de la pirámide política mexicana y la necesaria búsqueda de un modelo alternativo de desarrollo. Zaid le tomó la palabra en ambos temas. Mes con mes en Plural, su columna «Cinta de Moebio» ofreció un análisis insuperable (por su penetración y originalidad) del Estado mexicano que en 1979 reuniría en su libro El progreso improductivo. Contra la sabiduría convencional, Zaid pensaba que la persistencia de la pobreza mostraba el fracaso de la oferta estatal de modernización y sustentó su tesis en una crítica puntual de la cultura del progreso (en particular la mexicana): la incongruencia o distorsión de sus ideas convencionales; la imposibilidad práctica, la demagogia o el romanticismo de sus promesas redentoras; la frustración, la injusticia, la desmesura a que arrastran sus mitologías. Nadie había pensado antes la vida política mexicana, por ejemplo, como un mercado vertical de obediencia o como una peculiar corporación parecida a la General Motors, y nadie había cuantificado las deseconomías de las pirámides burocráticas, empresariales, sindicales y académicas de México. Zaid lo hizo. Dejando al margen las intenciones teóricas del Estado mexicano, conectaba su experiencia de consultor de empresas con un alud de lecturas y análisis estadísticos, para auditar su desempeño práctico en varios aspectos: sus instituciones, sus ministerios, sus empresas descentralizadas, sus políticas económicas y sociales. Y el resultado era negativo.
Lo que seguía era diseñar un nuevo proyecto. Ésa era la segunda proposición de Paz. Zaid ofrecía perspectivas frescas para atender en sus necesidades concretas y reales a los pobres del campo y la ciudad. Había, por ejemplo, que archivar programas, suprimir instituciones que sólo se servían a sí mismas o engrosaban la nómina del Estado, y diseñar en cambio una oferta pertinente y barata de medios de producción que llegara a las comunidades rurales y las zonas marginadas. Entre las varias ideas que desarrolló en su columna de Plural estaban el apoyo a la microempresa, el establecimiento de un banco para pobres (anticipación directa del Banco Grameen de Bangladesh) y el reparto de dinero en efectivo entre la población más necesitada (la idea fue recogida por los gobiernos mexicanos a partir de los años noventa y se convertiría en el programa social de mayor éxito y reconocimiento internacional). Una vez adoptadas, las ideas de Zaid parecieron naturales. Lo cual recuerda una frase de Kant: «No falta gente que vea todo muy claro, una vez que se le indica hacia dónde hay que mirar.»
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La otra crítica política que reclamaba Paz era la crítica del dogma. Agraviada por el doble golpe de 1968 y 1971, atraída por la imagen y la teoría del Che Guevara, un sector de la juventud mexicana se impacientaba cada vez más, al grado de tomar las armas. Paz vio en esos jóvenes el espejo de sus compañeros de preparatoria en los años treinta: «muchachos de la clase media que transforman sus obsesiones y fantasmas personales en fantasías ideológicas en las que el “fin del mundo” asume la forma paradójica de una revolución proletaria... sin proletariado». Quiso advertirles sobre el elemento irreal y hasta suicida de su intento.
Paz criticó a la guerrilla latinoamericana con categorías marxistas: la consideraba una versión anacrónica del «blanquismo» repudiado por Marx y Engels. «Ahora está rampante en la América Latina, consagrado por la sangre de un justo trágica y radicalmente equivocado: Guevara»:
Tal vez no sea del todo exacto llamar «blanquistas» a los extremistas latinoamericanos. Luis Blanqui fue un revolucionario romántico y su figura pertenece a la prehistoria revolucionaria (aunque algunas de sus concepciones tienen una inquietante semejanza con el leninismo). En todo caso, la ideología de los latinoamericanos es un «blanquismo» que se ignora. Pero más bien se trata de una lectura terrorista del marxismo.
Tampoco Trotski habría aprobado –según Paz– el blanquismo latinoamericano. Para demostrarlo, citaba La revolución traicionada (1936): «Supongamos que la burocracia soviética es desplazada del poder por un partido revolucionario... Ese partido comenzará por restablecer la democracia en los sindicatos y en los soviets. Podrá y deberá restablecer las libertades de los partidos soviéticos...» El subrayado era suyo. Compárense estos textos, pedía, «con las proclamas y los actos de los terroristas latinoamericanos y mexicanos».
La nueva izquierda mexicana no estaba integrada, como en los años treinta, por sindicatos obreros, el Partido Comunista, los grupos progresistas dentro del régimen (que en el cardenismo eran legión) y subsidiariamente por artistas e intelectuales. La nueva izquierda mexicana era sobre todo –ésa era la gran novedad– un contingente universitario de clase media. Para ellos, y en cierta forma aún, escribía Paz en 1973:
La izquierda es la heredera natural del movimiento de 1968 pero en los últimos años no se ha dedicado a la organización democrática sino a la representación –drama y sainete– de la revolución en los teatros universitarios. Pervertida por muchos años de estalinismo y, después, influida por el caudillismo castrista y el blanquismo guevarista, la izquierda mexicana no ha podido recobrar su vocación democrática original. Además, en los últimos años no se ha distinguido por su imaginación política: ¿cuál es su programa concreto y qué es lo que propone ahora –no para las calendas griegas– a los mexicanos? Tampoco ha podido organizar a sus contingentes y movilizar en acciones nacionales. Todavía sigue siendo un vago proyecto la gran alianza popular independiente que muchos proponen desde 1970. Incapaz de elaborar un programa de reformas viables, se debate entre el nihilismo y el milenarismo, el activismo y el utopismo. El modo espasmódico y el modo contemplativo: dos maneras de escaparse de la realidad. El camino hacia la realidad pasa por la organización democrática: la plaza pública, no el claustro ni la catacumba, es el lugar de la política.
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En octubre de 1973, Paz publica «Los centuriones de Santiago», su protesta al golpe militar en Chile. Su rechazo del militarismo latinoamericano es explícito y total. Plural ha seguido el proceso chileno con atención y preocupación, solidarizándose con el régimen democrático. Pero ahora Plural acompaña la denuncia de los hechos con el análisis, incluyendo en él la responsabilidad del extremismo de izquierda en la caída de Allende. Había sido un error enajenar a la clase media y al pequeño empresario. El panorama latinoamericano se ensombrecía y radicalizaba: por un lado, «dictadura militar reaccionaria» en Chile, militarismo populista en el Perú, dictadura tecno-militar en Brasil; en el otro extremo, ascenso de los movimientos guevaristas. «América Latina –escribió– es un continente de retóricos y violentos.» A pesar de la tragedia de Chile –o debido a ella– se decía convencido de que «el socialismo sin democracia no es socialismo».
En la navidad de 1973, en casa del crítico Harry Levin de la Universidad de Harvard, ocurre un encuentro que cataliza su propia reforma intelectual. Su amigo Daniel Bell escribiría unos años después que a todo intelectual de izquierda en el siglo XX le llegaba «su Kronstadt». El de Paz le llegó esa noche, cuando conoció a Joseph Brodsky. Sus dudas habían comenzado muy temprano, quizá en 1937, cuando Paz había querido viajar a la URSS para ver con sus propios ojos el experimento socialista. En 1951 había denunciado los campos de concentración en ese país. Su desencanto había sido paulatino y creciente, pero sus textos posteriores sobre el tema, aunque críticos, se habían movido siempre en el nivel de las opiniones más que del análisis documentado. De pronto, Brodsky trae consigo la realidad del escritor perseguido en la URSS. No representa una teoría de la disidencia: es la presencia viva de un disidente. La conversación se encaminó al origen del autoritarismo marxista. Paz se remontó a Hegel. Brodsky dijo que comenzó en Descartes «que dividió al hombre en dos y sustituyó el alma por el yo...» A los americanos, recuerda Paz, les parecía extraño el uso de la palabra alma. Paz comentó a Brodsky: «Todo lo que usted ha dicho recuerda Chestov, el filósofo cristiano del absurdo, el maestro de Berdiaev.» Brodsky se emocionó: «¡qué alegría encontrar aquí a alguien que recuerda a Chestov! Aquí, en el corazón del cientismo, el empirismo y el positivismo lógico [...] Sólo podía ocurrir esto con un poeta latinoamericano.» El encuentro con Brodsky lo confirma en su crítica sobre Occidente, pero las evidencias sobre la suerte de los escritores en la URSS –encarnadas en Brodsky– lo inquietan profundamente. ¿Dónde se había colocado él, Paz, en todas esas décadas?
Esos mismos días, lee el Archipiélago Gulag. El libro cierra el círculo del cambio, y comienza el de la contrición. La circunstancia es propicia. El 31 de marzo cumplirá 60 años. En cuatro noches de febrero escribe los breves poemas que titula «Aunque es de noche». Son los poemas antiestalinistas que habría querido escribir cuando Osip Mandelstam escribía el suyo. «Alma no tuvo Stalin: tuvo historia / Deshabitado Mariscal sin cara, servidor de la nada.» Paz describe su era «resuelta en ruinas» en una línea: «el siglo es ideograma del mal enamorado de su trama». La lectura lo libera: «Solzhenitsyn escribe. Nuestra aurora es moral: escritura en llamas, flora de incendio, flora de verdad.» Pero él, Paz, se culpa: «Cobarde, nunca vi al mal de frente.»
Los poemas se publican en el número de marzo de Plural, acompañados de un ensayo capital en su obra: «Polvos de aquellos lodos». Más que un ensayo es un juicio al bolchevismo y al marxismo, un juicio a su propia tradición, a su «punto de vista», y, finalmente, un severo juicio a sí mismo. «Aquellos lodos» son los suyos, sus lecturas de juventud, sus creencias fijas, las verdades no vistas, las verdades calladas. Preside el texto un epígrafe de Montaigne: «J’ai souvent ouy dire que la couardise est mère de cruauté.» Con obsesiva exactitud recuerda –como para exculparse frente a sí mismo o frente a un tribunal en la historia– su denuncia de los campos de concentración en 1951 y las acusaciones de que había sido objeto por parte de la ortodoxia estalinista desde los años cuarenta, cuando Taller y El Hijo Pródigo criticaron la estética socialista y Paz peleó con Neruda: cosmopolita, formalista, trotskista. A ésas se sumaban las más recientes: agente de la CIA, «intelectual liberal», «estructuralista al servicio de la burguesía». Pero el recuento, al parecer, no lo consuela. Y como consecuencia de su intenso encuentro con Brodsky, para situar intelectualmente a Solzhenitsyn en la tradición de disidencia (y situarse él mismo, modestamente, en ella), Paz revisa la tradición de «espiritualidad rusa» emparentando a Solzhenitsyn (y a Brodsky) con Chestov, Berdiaev, Dostoievski y Soloviev, es decir, con los críticos cristianos de la Edad Moderna. Le conmueve la fuerza moral de esa tradición (la crítica de Blake, Thoreau y Nietzsche), y sobre todo menciona a los «irreductibles e incorruptibles –Breton, Russell, Camus y otros pocos, unos muertos y otros vivos– que no cedieron ni han cedido a la seducción totalitaria del comunismo y el fascismo o al confort de la sociedad de consumo». Paz, ¿se hallaba a sus propios ojos entre esos «pocos»? Sólo al final del texto lo descubriría.
Es acaso la primera vez que Paz cita a Russell. También se refiere con amplitud y por vez primera a un libro de Sajarov sobre la libertad intelectual en la URSS (publicado por Gallimard, en Francia, en 1968), y a Hannah Arendt (cuya obra Los orígenes del totalitarismo es de 1951), lo mismo que a dos recientes autores norteamericanos centrales para comprender la historia y el resultado de la pasión revolucionaria en Rusia: James Billington y Robert Conquest. Aunque no ignora la vertiente racista del gran escritor ruso, Paz defenderá con denuedo la obra de Solzhenitsyn sobre el universo concentracionario en la URSS frente a críticos mexicanos que la consideraban reaccionaria y hasta pro imperialista. Para Paz se trata de un testimonio insuperable en el sentido religioso del término: «en el siglo de los falsos testimonios, un escritor se vuelve testigo del hombre».
El juicio continúa. En el banquillo están sus clásicos, ante todo El Estado y la Revolución de Lenin, obra de cabecera. Todavía lo conmueve su «encendido semi-anarquismo», pero no puede cerrar los ojos al papel de Lenin como fundador de la Cheka ni como introductor del terror. (Aporta citas probatorias.) Por ese mismo tamiz, ya sin mayor contemplación, pasan Trotski y Bujarin, «hombres eminentes aunque trágicamente equivocados» y de ningún modo comparables a un «monstruo como Stalin». ¿Y Marx y Engels? ¿Cabía salvarlos? Parcialmente. Paz reconoce los «gérmenes autoritarios» en el pensamiento maduro de ambos, pero los considera menores en grado a los de Lenin y Trotski. El ensayo desemboca –¿quién lo diría?– en Bertrand Russell, cuya objeción central a Marx era el desastroso abandono de la democracia. Otra novedad: aunque citada en Russell, Paz escribe la palabra «democracia». No democratización, sino democracia. Y señalaba el doble rasero con el que la izquierda latinoamericana trataba a las «libertades formales», reclamando su proscripción en Chile, pero tolerándola en Rusia o Checoslovaquia (no mencionaba a Cuba). Cierto, había que combatir al imperialismo norteamericano, su racismo y el injusto sistema capitalista; había que denunciar también al cesarismo (la prisión del escritor uruguayo Onetti, los asesinatos en Chile, las torturas en Brasil). Y «la existencia de ciudad Netzahualcóyotl con su millón de seres humanos viviendo una vida sub-humana a las puertas mismas de la ciudad de México nos prohíbe toda hipócrita complacencia». Pero del mismo modo era preciso defender las libertades formales. Sin esas libertades, «la de opinión y expresión, la de asociación y movimiento, la de poder decir no al poder–, no hay fraternidad, ni justicia, ni esperanza de igualdad». El encuentro con Brodsky y la lectura de Solzhenitsyn lo habían hecho remontarse, por primera vez, a una tradición suya aún más antigua que sus lecturas anarquistas: la tradición liberal de su abuelo, la misma que en las páginas de Plural, invitado por Paz, defendía Daniel Cosío Villegas.
Y sin embargo, no había llegado aún el tiempo de afirmarse e identificarse con esa tradición. El tiempo de Paz (en el gozne de sus sesenta años) era de autoanálisis y contrición. Pensó en Aragon, Éluard, Neruda y otros famosos poetas y escritores estalinistas y sintió «el calosfrío que me da la lectura de ciertos pasajes del Infierno». Justificó su generoso impulso inicial de solidarizarse con las víctimas y oponerse al imperialismo. Pero advirtió que «insensiblemente, de compromiso en compromiso, se vieron envueltos en una malla de mentiras, falsedades, engaños y perjurios hasta que perdieron el alma».
Faltaba un acusado en el juicio: Octavio Paz. ¿Podía salvarse? No, no podía salvarse, no del todo:
Agregaré que nuestras opiniones políticas en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar. Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. Muy pocos de nosotros podrían ver de frente a un Solzhenitsyn o a una Nadezhda Mandelstam. Ese pecado nos ha manchado y ha manchado también, fatalmente, nuestros escritos. Digo esto con tristeza y con humildad.
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En esos mismos días, poco antes de cumplir los sesenta años, Paz escribió uno de sus poemas más famosos: «nocturno de San Ildefonso». Es un largo poema cuyo tema es una vuelta al paisaje de la juventud en la ciudad de México:
Allí inventamos,
entre aliocha K. y Julián S.,
sinos de relámpago
cara al siglo y sus camarillas.
Nos arrastra
el viento del pensamiento,
el viento verbal,
El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
Pero la mirada de Paz no es, como en 1968, festiva y esperanzada. Ya no le alegra la vuelta a los treinta porque ha visto de frente la realidad que resultó de aquella pasión revolucionaria. Ha visto la historia, su historia:
Enredo circular:
todos hemos sido,
en el Gran Teatro del inmundo;
jueces, verdugos, víctimas, testigos,
todos
hemos levantado falso testimonio
contra los otros
y contra nosotros mismos.
Y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o bosteza en su butaca.
La culpa que no se sabe culpa,
la inocencia,
fue la culpa mayor.
cada año fue monte de huesos.
Conversaciones, retractaciones, excomuniones,
reconciliaciones, apostasías, abjuraciones,
zig-zag de las demonolatrías y las androlatrías,
los embrujamientos y las desviaciones:
mi historia.
Cada línea, cada palabra refiere a un hecho, a un personaje, a un episodio concreto. Cada versión del zigzag recordaba a un amigo. El «bostezo en la butaca» ¿es el del Segundo Congreso de Escritores en Valencia ante la condena a Gide? ¿Fue inocente por no saber, por saber a medias, por no querer saber, por sentirse inocente? Fue culpable de inocencia: «ahora sabemos que el resplandor, que a nosotros nos parecía una aurora, era el de una pira sangrienta». Él había creído en ese esplendor, en esa aurora. Creído por demasiado tiempo. A purgar ese «pecado» dedicó las tres décadas finales de su vida. Y al tratar esos temas, sus palabras tuvieron siempre la gravedad de un profundo conflicto religioso.