XIV
A principios de 1975, influido ya de manera permanente por su espíritu de contrición y lastimado por la atmósfera intelectual de México (por lo general hostil a sus artículos críticos sobre la izquierda), Paz escribe a Tomás Segovia, antiguo secretario de redacción de Plural, una carta apesadumbrada. La inmersión en la ortodoxia rusa y soviética lo había llevado a mirar con ojos cada vez más críticos la huella de intolerancia y dogmatismo de la Iglesia católica en México: «¡Qué suerte la de los países hispánicos! –escribía a su amigo–. Si triunfa el Dogma, habremos pasado de la Contrarreforma –tras el breve respiro, más bien abyecto, del siglo XIX y parte del XX– a la neocontrarreforma comunista, tal vez jesuítica y sin duda más cerrada y feroz que la otra.» La impresión de vivir un nuevo oscurantismo lo lleva a mencionar los acuerdos que habían dado origen a Plural: «La necesidad de iniciar una crítica seria de la Mentira (el PRI como arquetipo de nuestra vida intelectual, literaria, personal e interpersonal), y [...] la necesidad de extender esa crítica al Dogma, enfermedad del espíritu que ha hecho más daño entre los intelectuales latinoamericanos que la viruela entre los indios en el siglo XVI.» Plural había permanecido fiel a ese doble proyecto crítico: contra el PRI y contra el Dogma. En las páginas de Plural, Daniel Cosío Villegas no sólo criticaba sistemáticamente los usos antidemocráticos del PRI como brazo electoral de una «monarquía absoluta sexenal», sino que desnudaba el «estilo personal» –retórico, dispendioso, megalomaníaco– del «monarca» en turno. Por su parte, Zaid explicaba las graves consecuencias económicas (devaluación de cerca de 100%, sextuplicación de la deuda externa, inflación de dos dígitos, pérdida de la estabilidad y el crecimiento) que estaba provocando al país la concentración de la política económica en la presidencia. Paralelamente, con la publicación de autores como Kołakowski, Djilas, Brodsky, Aron y con los propios textos de Paz, Plural combatía también a la corriente ideológica dominante en México, incluida aquella que Paz llamaba «gentuza defensora del Dogma que viste a la moda guerrillera y barbuda y es revolucionaria a la Guevara». Ésa había sido la doble misión disidente de Plural, pero, «salvo dos o tres solitarios» que no menciona (pensaba en Cosío Villegas, Zaid y hasta cierto punto Rossi y José de la Colina), los escritores mexicanos de Plural, indiferentes casi todos a la crítica política e ideológica, habían «preferido dejarlo solo».
Estaba realmente solo frente a una cultura doblemente hegemónica: el nacionalismo gobiernista y el dogmatismo de izquierda. En México ser «de izquierda» y ser «gobiernista» no era un pecado. Lo ideal era ser sólo «de izquierda» sin ser «gobiernista», pero se podía ser gobiernista con tal de ser de izquierda (Fuentes, Benítez). La clave maestra consistía en no abjurar del Dogma. Paz lamentaba que el «Dogma» resultara «un excelente instrumento de venganza literaria (para) los poetastros y literatoides». Envueltos en él, los jóvenes de izquierda podían decretar que Paz ya no era «de izquierda», podían tacharlo de «gobiernista» (que no lo era), «derechista» (que lo era menos) y hasta de «liberal» (que tampoco era, propiamente, menos aún en el ámbito económico). Esa facilidad para la descalificación hacía que Paz, en su carta, tachara de «mezquina» e «infame» la vida intelectual en México. Le parecía menos «respirable» que la «España de Franco»: «En España padecen una dictadura, en México nos padecemos a nosotros.» Su solución personal era la de siempre:
Hay que escribir, escribir –negro sobre blanco– mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar.
Para colmo, Plural remaba contra la corriente, aun en el propio diario Excélsior, donde Julio Scherer tenía que defenderla de quienes reclamaban que no fuera rentable y la consideraban elitista. Aun la obra reciente de Paz –Los hijos de limo, su ambicioso libro publicado en España sobre el ocaso de las vanguardias– había recibido sólo dos notas: «una incompetente y otra distraída, inexacta y con sus ribetes de mala intención». Tiempo atrás se había desahogado con su amigo Tomlinson:
México me duele, pero yo les duelo a los mexicanos. A veces pienso que no me quieren, pero exagero: no existo, no pertenezco, no soy de los suyos. Lo mismo le pasó a Reyes, lo mismo le pasa a Tamayo. Su pintor es Siqueiros –lo adoran. Y su verdadero poeta debería haber sido Neruda [...] Qué mala suerte han tenido conmigo –y yo con ellos.
La vida en México le parecía casi irrespirable, pero Octavio Paz sabía ya que, en algún momento cercano, tendría que volver. Su estancia de cinco años entre 1954 y 1959 no había sido una vuelta sino un tránsito, el paréntesis de un exilio de 25 años. Así lo había vivido. Pronto tendría que tomar el camino de vuelta.