XVI

Ya en México, el 10 marzo de 1976 lo sorprende la muerte de Daniel Cosío Villegas. Paz había peleado con él hacia los años cincuenta y nunca había sido, propiamente, su amigo. Pero la pasión crítica los había acercado. Cosío Villegas no era «gobiernista», pero tampoco era de «izquierda». Era, en su propia definición, «un liberal de museo» y un nacionalista moderado. Gozaba de un inmenso prestigio público. Paz acude a su sepelio. Estaba solo, pensativo y serio, ocupando un segundo plano. Días después, dedica a su memoria el número 55 de Plural (correspondiente a abril). Allí escribe un sentido texto, «Las ilusiones y las convicciones», donde dialoga con la visión histórica de Cosío Villegas, quien consideraba que el liberalismo político del siglo XIX, expresado en la Constitución federal de 1857, era la piedra fundacional del México moderno. Pensaba también que tanto la larga dictadura de don Porfirio como los gobiernos de la Revolución habían abandonado ese proyecto de liberalismo constitucional a cambio de un Estado central y monopólico que, si bien había conducido –hasta 1970, cuando menos– la apreciable modernización material del país, había limitado severamente el progreso político. A juicio de Cosío Villegas, los fines sociales de la Revolución como la reforma agraria, la legislación laboral o la educación universal no eran incompatibles con la democracia y la libertad. De sus ensayos se desprendía que el problema central de México era la reforma política: limitar la concentración de poder presidencial y transitar a un sistema más abierto, libre y responsable. Curiosamente, Cosío Villegas no abordó propiamente el tema de la democracia electoral.

Paz vivía la historia mexicana con pasión autobiográfica, pero su enfoque y hasta sus conocimientos no eran los del historiador sino del filósofo y poeta de la historia. Hijo de la Revolución mexicana (como Cosío), Paz compartía la visión «constructiva» de sus regímenes, pero seguía considerando que el liberalismo constitucional del siglo XIX había sido un periodo «abyecto», una caída histórica, una imposición de una doctrina europea a una realidad ajena, una negación trágica de las raíces indígenas y españolas del país. Paz no proponía una imposible vuelta a esas raíces, pero llamaba a una síntesis creativa de los tres Méxicos: el indio, el católico/español y el moderno. (Extrañamente, nunca habló de la síntesis más saliente de la historia cultural mexicana: el mestizaje.) A su juicio, los tres Méxicos debían dialogar, pero la supresión política de los conservadores en el siglo XIX (obra de la Reforma de Juárez) había provocado que la realidad profunda que representaban se insinuara subrepticiamente en la vida política del país, entronizando la mentira. Mediante esta notable explicación casi freudiana, Paz explicaba, por ejemplo, el conservadurismo del PRI, heredero formal del liberalismo, pero heredero real del pensamiento centralista y hasta monárquico de los conservadores.

Eran, pues, dos enfoques muy distintos frente a la historia, pero estaban de acuerdo en una premisa: la necesidad de discutir libremente los problemas, las raíces, los proyectos. Cosío Villegas, el liberal nacionalista, hubiese querido que esa renovación política y moral la encabezara el propio PRI. Paz, el socialista libertario, había confiado en el surgimiento de un partido y un proyecto de izquierda, pero sus ilusiones se evaporaban. Ahora veía la trayectoria pública de Cosío Villegas –medio siglo de servicio como editor, ensayista, historiador, diplomático y crítico– y admiró su claridad y su valentía: «Cosío Villegas atravesó sonriente el fúnebre baile de disfraces que es nuestra vida pública y salió limpio, indemne [...] Fue inteligente e íntegro, irónico e incorruptible.» Como había dicho Yeats –citado en el epígrafe–: «he served human liberty».

En julio de ese año, la libertad de expresión en México sufre un golpe que confirma la crítica de Cosío Villegas: la necesidad de poner límites institucionales, legales, críticos, al poder del presidente. Cansado de las opiniones adversas que se vertían contra él en el diario Excélsior, Echeverría orquestó un golpe de la cooperativa contra Julio Scherer, que dejó la dirección para fundar en pocos meses una revista política independiente que haría época: Proceso. En solidaridad con Scherer, Paz y los escritores de Plural renunciaron también. Al poco tiempo, decidieron fundar una revista independiente. Para reunir el pequeño capital inicial que se requería convocaron a una rifa en la que 763 personas hicieron donativos de distinta magnitud. El premio era un cuadro regalado por Rufino Tamayo, y el triunfador fue un joven y prometedor filósofo formado en Oxford, Hugo Margáin.

Hubo un debate entre los colaboradores sobre el nombre. Octavio Paz estaba por publicar una colección de poemas en el mismo sentido introspectivo de Pasado en claro: la había titulado Vuelta. Contenía un poema del mismo título, que en un pasaje se interrogaba:

He vuelto adonde empecé

¿Gané o perdí?

(Preguntas

¿qué leyes rigen “éxito” y “fracaso”?

Flotan los cantos de los pescadores

ante la orilla inmóvil

El verso en cursiva era una parte del poema de Wang Wei (699-759) en la que el pintor y poeta chino –en el otoño de su vida, ya sin «afán de regresar»– se aleja «del mundo y sus peleas» para «desaprender entre los árboles». Doce siglos atrás se había hecho las mismas preguntas de Paz, pero su avatar mexicano, en el otoño de su vida, opta por un camino distinto, que cierra el paréntesis del poema:

Pero yo no quiero

una ermita intelectual

en San Ángel o en Coyoacán)

Y en efecto, la revista que estaba fundando no sería una ermita intelectual, sino una fortaleza intelectual. Alejandro Rossi propuso el nombre. A Paz no lo convenció del todo, pero aceptó. Se llamaría, naturalmente, Vuelta.