XVIII

Llevaba varios años trabajando en su libro sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Era su vuelta definitiva al estudio del orden católico que, según explicaba en El laberinto de la soledad, había paliado la orfandad de los indios tras la Conquista dándoles un sentimiento de cobijo y pertenencia. Pero el escritor de los años setenta ya no es el de El laberinto de la soledad. La crítica de Paz al orden socialista del siglo XX lo había llevado a una conclusión incómoda: la permanencia del orden católico en el siglo XIX y XX había impedido la modernización en una medida que acaso no había ponderado de manera suficiente. Había aludido a esa faceta, es cierto, en El laberinto de la soledad: la escolástica petrificada, «la relativa infecundidad del catolicismo colonial» –escribió– son muestra de que «la “grandeza mexicana” es la del sol inmóvil, mediodía prematuro que ya nada tiene que conquistar sino su descomposición». Y se había preguntado: ¿dónde estaba la salud?, contestando de inmediato: afuera, en la intemperie… «los mejores han salido» para desprenderse del cuerpo de la Iglesia y respirar un «aire fresco intelectual». En la visión de Paz sobre los siglos coloniales había una dualidad inescapable, una dualidad que también era real, histórica. Pero ahora esa dualidad lo confrontaba de manera inescapable: escribía la biografía de la mujer que sin duda había sido «la mejor», pero que al final de su vida decía ser «la peor de todas»: Sor Juana.

Paz se había acercado desde los años cuarenta a esa alma gemela. Destinos paralelos e inversos; Paz y Sor Juana, dos solitarios. Separados por tres siglos, ambos habían vivido una búsqueda. Él, desde joven, en un mundo en guerra pero en un país libre, había buscado el orden, la reconciliación: el mundo de ella. Ella, desde su orden cerrado y estático, había buscado la apertura, la libertad: el mundo de él: «La solitaria figura de Sor Juana –había escrito Paz en El laberinto de la soledad– se aísla más en ese mundo hecho de afirmaciones y negaciones, que ignora el valor de la duda y del examen. Ni ella pudo –¿y quién?– crearse un mundo con el que vivir a solas. Su renuncia que desemboca en el silencio no es una entrega a Dios sino una negación de sí misma.»

¿Negación de sí misma o afirmación de sí misma? En Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Paz vio aquella quiebra existencial como un eco de la intolerancia ideológica del siglo XX. No podía admitir (como le señalaron algunos airados críticos católicos) que Sor Juana negara esta vida para afirmar la otra, la verdadera. Paz se negaba rotundamente a aceptarlo. Se había convencido de la convergencia entre las dos ortodoxias: la cristiana y la marxista. Ambas se sentían «propietarias de la verdad». Paz volcaba su espíritu de contrición en Sor Juana y se pregunta: ¿Por qué había obedecido la orden de su confesor y vendido su biblioteca? ¿Por qué, si la curiosidad intelectual era su alimento desde niña, la había sacrificado en el altar de la fe? ¿Por qué, si había llegado a las mayores alturas literarias, filosóficas e intelectuales de su tiempo, había llevado a cabo la oblación de su espíritu libre, muriendo al poco tiempo? Sor Juana, pensó, debió sentir la misma culpa sin fundamento de los acusados de Moscú. Por eso se había doblegado. Pero él, a diferencia de ella, no renunciaría a su libertad ni a dejar testimonio de la verdad frente a ambas ortodoxias. Frente a los guardianes de la fe católica, había escrito un libro que reivindicaba a la monja como una mártir de la libertad. Frente a la nueva clerecía de izquierda, seguiría señalando sus crímenes. En su caso, la fe no tendría posibilidad de tender trampas.

* * *

La libertad era incompatible con la ortodoxia católica, pero ¿lo era también con el cristianismo? Iván Karamazov, protagonista de su libro de cabecera, creía que sí. Dostoievski, el autor de El gran inquisidor, creía que no: Cristo mismo habría sido encarcelado por la Inquisición por pedir libertad. En 1979, Paz escribe un breve y extraordinario ensayo sobre el personaje más dostoievskiano de México: su amigo José Revueltas.

Paz lo había ido a visitar a la cárcel de Lecumberri en mayo de 1971, antes de su liberación: «el domingo pasado vino a verme Octavio Paz» –había escrito Revueltas a su amigo y camarada Eduardo Lizalde, que junto con él había sido expulsado del PC y de otras organizaciones comunistas–. «Como siempre magnífico, limpio, honrado, este gran Octavio [...] nuestro tema fue, por supuesto, Heberto Padilla.» Paz, que admiraba mucho la obra de Revueltas, habría podido describir a su amigo con las mismas palabras. No fue casual que su tema haya sido la disidencia. Al poco tiempo, ya fuera de la cárcel, habían sondeado la posibilidad de fundar un partido político. El día de la matanza del 10 de junio estaban juntos. Revueltas susurró a su oído: «Vámonos todos a bailar ante el Cristo de Chalma.» Según Paz, esa ocurrencia extraída de la religiosidad popular era una «oblicua confesión»: Revueltas, devotamente ateo, era un marxista cristiano.

Paz lo describe como un cristiano desengañado de su fe original, pero un cristiano al fin; impregnado del catolicismo profundo de sus padres, de su infancia y el del pueblo mexicano, transfiere su fe original al marxismo y vive su pasión revolucionaria como un vía crucis rumbo al calvario. En ese recorrido por las estaciones de su sufrimiento (cárceles, privaciones sin cuento), Revueltas se topó a menudo con los dictados de la ortodoxia. Frente a ellos (sus dogmas, sus preceptos, su disciplina partidaria) no obedece, más bien duda. Pero «hay algo que distingue a las dudas y críticas de Revueltas: el tono, la pasión religiosa... Las preguntas que una y otra vez se hizo Revueltas no tienen sentido ni pueden desplegarse sino dentro de una perspectiva religiosa. No la de cualquier religión sino precisamente la del cristianismo». Es un cristiano primitivo enfrentado al mal del mundo (el capitalismo, la pobreza, la opresión, la injusticia) y también, en varios momentos, al poder de su Iglesia.

Hay una verdad de la que Revueltas nunca duda: la historia es el lugar de prueba: las almas se ganan y se pierden en este mundo. ¿Cristiana o marxista? Cristiana y marxista. El marxista Revueltas –aduce Paz– asume con todas sus consecuencias la herencia cristiana: «el peso de la historia de los hombres». Pero a diferencia de los cristianos, el marxista cree que la salvación no está allá, sino acá, en la historia. Para comprender esta visión atea de «trascender sin trascendencia», Paz vincula a Revueltas con Ernst Bloch, el filósofo marxista judío (a quien Paz equivocadamente cree cristiano). En ambos, la trascendencia divina desaparece pero, subrepticiamente, «al través de la acción revolucionaria, continúa operando». En ambos está presente, ya no «la humanización de Dios sino la divinización de los hombres».

Revueltas acudió intuitiva y pasionalmente, en un movimiento de regreso a lo más antiguo de su ser, a las respuestas religiosas, mezcladas con las ideas y esperanzas milenaristas del movimiento revolucionario. Su temperamento religioso lo llevó al comunismo, que él vio como el camino del sacrificio y la comunión; ese mismo temperamento, inseparable del amor a la verdad y el bien, lo condujo al final de su vida a la crítica del socialismo burocrático y el clericalismo marxista.

Dentro de la Iglesia católica –concluye Paz–, Revueltas «habría sido un hereje como lo fue dentro de la ortodoxia comunista [...] Su marxismo no había sido un sistema sino una pasión, no una fe sino una duda y, para emplear el vocabulario de Bloch, una esperanza».

El retrato de Revueltas era un oblicuo autorretrato. Sus vidas no podían haber sido más distintas. Aunque sus sufrimientos íntimos y existenciales eran incomparables a los sufrimientos físicos de Revueltas, Paz era también un torturado de la fe, un poseído de lo absoluto. Nacidos ambos en 1914, compartían un mismo temperamento poético y romántico, habían abrazado la misma religión laica, se habían apartado de sus dogmas y siguieron creyendo en la posibilidad de la esperanza. A Revueltas lo caracterizó siempre la vertiente amorosa del cristianismo. No veneraba la violencia, tampoco fue un guerrillero ni un monje armado, sino un franciscano del marxismo. Paz, hasta los años setenta, se había declarado deudor directo del marxismo. Revueltas había muerto (como el padre de Paz, «atado al potro del alcohol»). Ahora a Paz le correspondía seguir por el camino de la herejía. Porque, a semejanza de los escritores rusos que tanto amaba, la suya a esas alturas no era una mera disidencia política, sino una heterodoxia fincada en la culpa por los silencios y las cegueras, inadvertidos o no, de los años treinta y de los muchos que siguieron. Una herejía resultado de una culpa y una contrición, vividas todas en el sentido religioso, específicamente cristiano, de la palabra.

* * *

Paz hablaba poco de Dios. En materia de religión estaba más cerca de su abuelo jacobino que de su madre, la piadosa doña Josefina. En las tres religiones monoteístas veía un legado de intolerancia incompatible con su actitud de pluralidad. Le divertía contar la anécdota de un fervoroso musulmán que en el Himalaya les dijo, a Marie Jo y a él, casi a señas: «¡Moisés, Kaputt; Jesús, Kaputt; sólo Mahoma vive!» Paz pensaba que también el más reciente profeta estaba «Kaputt» y que la única religión coherente con el misterio de nacer y morir era el budismo. Octavio –nombre latino al fin– buscaba la sabiduría de Sócrates, no la de Salomón; releía a Lucrecio, no la Biblia; no admiraba a Constantino, sino a Juliano el Apóstata, restaurador del panteón pagano, a quien llegó a dedicarle un poema. Por su curiosidad universal en el arte, el pensamiento y la ciencia, era un hombre del Renacimiento; por su espíritu libre y hasta un tanto libertino, era un filósofo del siglo XVIII. Por su arrojo creativo y su pasión política y poética, fue un romántico revolucionario de los siglos XIX y XX.

Y sin embargo, escribió su libro mayor sobre una religiosa. Un dominico, el padre Julián, solía invitarlo a hablar sobre temas teológicos con un tercer comensal, otro heterodoxo radical, su amigo Luis Buñuel. Quiso que Vuelta rescatara el extraordinario debate sobre san Juan de la Cruz, «Filosofía y misticismo», publicado en Taller y en el que habían intervenido, entre otros y además de él mismo, Vasconcelos, el sacerdote y filósofo español José María Gallegos Rocafull y José Gaos. En 1979 Paz escribe sobre la vida de Revueltas como una atea imitación de Cristo. En 1980 murió su madre. Gabriel Zaid encargó un novenario que lo conmueve.