XIX
El marxismo se había vuelto una ideología, en el sentido que Marx daba a la palabra y con las funciones que le atribuía: «Si la ideología marxista cumple entre muchos intelectuales de Occidente y América Latina la doble función religiosa de expresar la miseria de nuestro mundo y de protestar contra esa miseria, ¿cómo desintoxicarlos?» Marx mismo había enseñado la vía: «mediante un examen de conciencia filosófico». A ese examen de la ideología marxista encarnada sobre todo en los movimientos guerrilleros de Centroamérica, se abocaría, en los años ochenta, la revista Vuelta. Pero esa labor no le correspondería ya a Paz, sino a Gabriel Zaid.
Dos ensayos de Zaid en Vuelta causaron enorme revuelo dentro y fuera del país: «Colegas enemigos. Una lectura de la tragedia salvadoreña» ( julio de 1981), y «Nicaragua: el enigma de las elecciones» (febrero de 1985). Se trataba, en ambos casos, de análisis puntuales sobre los intereses materiales y de poder en los grupos revolucionarios. Zaid leyó esos conflictos como una guerra civil de universitarios y entre universitarios, a costa del pueblo que la padecía. La solución para ambos casos era la democracia: en El Salvador, aislar a los «escuadrones de la muerte» y a los guerrilleros de la muerte, para propiciar elecciones limpias. En Nicaragua, someter al voto popular el mandato sandinista.
Más de 60 revistas y diarios internacionales reprodujeron o comentaron ambos ensayos (Dissent, Time, Esprit, The New Republic, Jornal da Tarde, 30Giorni, entre muchos otros). Murray Kempton en The New York Review of Books le consagró una reseña muy elogiosa. Pero en México, no menos de 20 impugnadores (congregados entre varias publicaciones, pero particularmente en la revista Nexos) condenaron a Zaid: su «inerme», «audaz», «increíble lectura», desdeñando «los cambios en la conciencia de las masas en su trayecto a la revolución», había «abierto un frente de apoyo a la Casa Blanca». Otros cargos: Zaid hacía creer «que Cuba está manipulando la violencia en El Salvador»; Zaid «coincide (punto por punto) con el Departamento de Estado»; Zaid arriba a una solución «chabacana» y «absurda»: la de sacar a los violentos «para que el resto del pueblo pueda ir a elecciones y poner fin a su tragedia».
Paz salió en defensa de Zaid recordando que en casi todas las revoluciones (sin exceptuar la francesa, la mexicana o la rusa) la voluntad de las minorías violentas –a menudo enfrentadas entre sí– había prevalecido sobre la voluntad de las mayorías. En El Salvador ocurría algo similar: «el pueblo, antes de la toma del poder, ha mostrado igual repugnancia ante los extremos de derecha que ante los extremistas de izquierda. El pueblo, desde hace varios años, está en medio de dos minorías armadas y feroces». El común denominador de las críticas apelaba a la ideología. Según éstas, Zaid había sido incapaz de ver «la complejidad del tejido y pensar los fenómenos sociales como totalidades». Para Paz todo aquello era «verborrea y suficiencia». La apelación teórica e ideológica al «sentido de la historia» no debía servir para escamotear los hechos: «no es la crítica de Zaid la que excluye a las masas: son las élites, revolucionarias o reaccionarias, las que las excluyen por la fuerza de las armas, mientras dicen obrar en nombre de ellas».
En octubre de 1984, al recibir el Premio de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes en Frankfurt, Paz aludió tácitamente a las tesis de Zaid al referirse, en un pasaje del discurso, a Nicaragua. Trazó en breves líneas la historia de la «dictadura hereditaria» de Somoza, que «nació y creció a la sombra de Washington». Explicó el conjunto de factores que habían determinado la caída de ese régimen y la sublevación. «Poco después del triunfo –agregó– se repitió el caso de Cuba: la revolución fue confiscada por una élite de dirigentes revolucionarios»:
Casi todos ellos proceden de una oligarquía nativa y la mayoría ha pasado del catolicismo al marxismo leninismo o ha hecho una curiosa mezcolanza de ambas doctrinas. Desde un principio los dirigentes sandinistas que buscaron inspiración en Cuba han recibido ayuda militar y técnica de la unión Soviética y sus aliados. Los actos del régimen sandinista muestran su voluntad de instalar en Nicaragua una dictadura burocrático-militar según el modelo de La Habana. Así se ha desnaturalizado el sentido original del movimiento revolucionario.
Paz mencionó la variada composición de los grupos antisandinistas (los indígenas misquitos, por ejemplo) y advirtió que la ayuda técnica y militar de Estados unidos topaba con la crítica creciente del Senado y la opinión norteamericanos. En cualquier caso, las recientes elecciones en El Salvador (llevadas a cabo bajo la metralla cruzada) le parecían una muestra de la voluntad pacífica y democrática del pueblo, y el ejemplo a seguir.
En México, la reacción al discurso fue de una violencia sin precedente. Frente a la embajada de Estados unidos en la calle de Paseo de la Reforma (a unos pasos de la casa de Paz), una multitud marchó con efigies de Ronald Reagan y Octavio Paz. Algunos gritaban: «Reagan rapaz, tu amigo es Octavio Paz». En un momento, prendieron fuego a la efigie del poeta. Al día siguiente, el gran caricaturista Abel Quezada publicó un cartón titulado «Las trampas de la fe», en el que aparecía Paz colgado de una soga, devorado por las llamas en un auto de fe, y repitiendo las palabras de su discurso: «La derrota de la democracia significa la perpetuación de la injusticia y de la miseria física y moral, cualquiera que sea el ganador, el coronel o el comisario.» Quezada apuntaba: «Los comunistas quemaron la efigie de Octavio Paz y censuraron violentamente lo que dijo... Si eso hicieron con el mejor escritor de México ahora que están en la oposición, cuando suban al poder no van a dejar hablar a nadie.»
El episodio fue la culminación de una larga y sorda persecución. José de la Colina, uno de los pocos escritores que defendieron a Paz, apuntó que la quema había sido la forma peculiar en que la «Iglesia de izquierda» celebraba el año de Orwell, y destacó el parecido de los hechos con el juicio promovido por Big Brother contra Goldstein, el «enemigo del pueblo» de 1984. Por su parte, Paz escribió a su editor catalán Pere Gimferrer una carta:
Mi primera reacción fue la risa incrédula: ¿cómo era posible que un discurso más bien moderado hubiera desencadenado tanta violencia? Enseguida, cierta satisfacción melancólica: si me atacan así es porque les duele. Pero, te lo confieso, a mí también me ha dolido. Me sentí (y todavía me siento, sólo que ya no me afecta) víctima de una injusticia y de un equívoco. En primer lugar, como piensan zaid y otros amigos (también Marie José, que es una mente perspicaz), fue una acción concebida y dirigida por un grupo con el fin de intimidarme e intimidar a todos los que piensan como yo y se atreven a decirlo. Este chantaje político encontró un dócil instrumento en el fanatismo ideológico de muchos intelectuales y contó con la complicidad de algunos politicastros y de no pocos periodistas y escritorzuelos. Por último, el combustible nacional: la envidia, el resentimiento. Es la pasión que gobierna en nuestra época a la clase intelectual, sobre todo en nuestros países. En México es una dolencia crónica y sus efectos han sido terribles. A ella le atribuyo, en gran parte, la esterilidad de nuestros literatos. Es una cólera sorda y callada que a veces asoma en ciertas miradas –una luz furtiva, amarillenta, metálica... En mi caso la pasión ha alcanzado una virulencia pocas veces vista por la unión del resentimiento con el fanatismo ideológico.
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En 1979, Paz había reunido sus polémicos ensayos contra el dogma y la mentira, contra la ortodoxia católica y marxista, en El ogro filantrópico (1979). El ensayo que daba nombre a aquél expresaba otra faceta de la dualidad de Paz, esta vez con respecto al sistema político al que había servido de 1945 a 1968. Su crítica era más suave que sus páginas de Posdata. El recuento crítico era similar, pero agregaba que la corrupción era atribuible al patrimonialismo (la fructífera teoría sobre la permanencia de la cultura política neotomista de la monarquía española en América Latina, debida al historiador Richard M. Morse). Y recordaba desde luego crímenes imperdonables como el de 1968. Pero llegaba a una conclusión relativamente benigna: ante la incapacidad política de la izquierda para integrar un partido moderno dotado de un proyecto realista y responsable, y ante la crisis del PAN (partido de derecha que consideraba en vías de desintegración), el PRI había tenido el mérito de discurrir una reforma política que paulatinamente daría forma a la democracia mexicana. Si Paz era displicente con la derecha y combatiente con la izquierda, su actitud frente al sistema era casi optimista. Confiaba en el tránsito de México a la democracia y a la libertad, cuya unión «ha sido el gran logro de las sociedades modernas en Occidente, desde hace dos siglos». Paz pensaba, entonces, que el sistema mismo estaba disolviendo su propia dualidad: dejaría de ser ogro, sin abandonar la filantropía, en un marco de libertad.
El libro se había publicado en medio de la mayor euforia petrolera del siglo en México. El triunfalismo «faraónico» del presidente López Portillo (1976-1982) tenía pocos críticos. Uno de ellos fue el ingeniero Heberto Castillo, amigo de Lázaro Cárdenas y maestro de su hijo Cuauhtémoc. Otro fue Zaid, también ingeniero. En la febril explotación de los nuevos yacimientos y la contratación no menos indiscriminada del crédito externo por parte del enorme sector público (adueñado, para entonces, de buena parte de la economía), Zaid advirtió –en sus textos de Vuelta– el anuncio de la quiebra generalizada. Un frágil ladrillo soportaba el edificio: el precio del barril del petróleo. Si éste se caía, todo se caía. Y todo se cayó en septiembre de 1982.
La quiebra financiera precipitó la crisis política del sistema. El presidente López Portillo, que había anunciado al país la «administración de la abundancia», lloró en su discurso de despedida ante el Congreso y nacionalizó la banca. La opinión de izquierda aplaudió la medida como un acto valeroso y revolucionario. A contracorriente, Vuelta la criticó como un gesto de populismo distractivo, y apuntó que la única alternativa razonable para el país era la democracia plena. En enero de 1984, mi ensayo «Por una democracia sin adjetivos», publicado en Vuelta, propuso la transición inmediata a la democracia. Ya no cabía colgar a la democracia los adjetivos usuales del marxismo: «formal», «burguesa». Había que transitar a ella de inmediato y en su sentido estricto, electoral.
Un sector de la izquierda intelectual política y hasta una corriente del PRI se mostró sensible a la idea. Adolfo Gilly, miembro distinguido de la primera, la llamó «una modesta utopía». Heberto Castillo, honrado líder del Partido Mexicano de los Trabajadores, se adhirió públicamente. Por esos días, Porfirio Muñoz Ledo y otros militantes del PRI comenzaron a formar una Corriente Democrática que sería el embrión de la coalición que en 1988 postularía a Cuauhtémoc Cárdenas para presidente y que, a partir de 1989, unificaría por fin a la izquierda mexicana en un partido único: el PRD.
Paz entró en una zona de perplejidad: no, el sistema no había sido capaz de resolver, de disolver, la dualidad. ¿Cuál era el camino?
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Paz fue siempre sensible a las fechas. En su vida eran –como el título de uno de sus libros– «signos de rotación». En 1984 cumplió setenta años. Tras publicar Tiempo nublado (libro sobre la escena internacional, en el que equivocadamente previó el fortalecimiento del poderío militar soviético, pero predijo la insurgencia islámica) acometió, además de la preparación usual de varios libros, al menos dos tareas importantes: la edición sudamericana de Vuelta basada en Buenos Aires (aventura que duró algunos años) y la organización del encuentro «Más allá de las fechas, más acá de los nombres» por la televisión abierta. Paz convocó a varios colaboradores nacionales y extranjeros de Vuelta para hablar de los temas literarios, históricos, filosóficos y políticos que lo habían apasionado siempre. En una de las mesas, dedicada a examinar su visión de la historia mexicana, evocó el movimiento estudiantil de 1968, con cuyo espíritu libertario se había identificado:
Lo esencial –y por esto escuchó a los estudiantes el pueblo mexicano– era que hablaban de democracia. Dándose o no cuenta de ello, retomaban la vieja bandera liberal de Madero. ¿Por qué? Porque se trata de una revolución que en México no se ha hecho. Hemos tenido la revolución de la modernización, la revolución zapatista, muchas revoluciones, pero hay una revolución inédita.
Esa «revolución inédita» a la que se refirió Paz era la democracia. No era frecuente escuchar en labios de Paz un elogio de Francisco I. Madero, el «Apóstol de la Democracia». ¿Se había vuelto liberal?
Paz se consideraba liberal por su genealogía, por su distancia de la Iglesia, por su conocimiento de la Revolución francesa y la lectura de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, con cuyo personaje central, Salvador Monsalud, se identificaba. Pero en él, la palabra liberal –española, en su origen como sustantivo– aludía a un temple, una actitud, un adjetivo. Su liberalismo era literario más que histórico, jurídico y político. En su visión del liberalismo, como del catolicismo, había una dualidad o, mejor dicho, la misma dualidad planteada desde el extremo opuesto. Había llegado la hora de confrontarla.
El laberinto de la soledad no había negado «grandeza» a los liberales del siglo XIX pero consideraba que su movimiento había precipitado una caída histórica. Con la Independencia y, sobre todo después, con la Reforma, México –según Paz– había perdido su filiación. Pero páginas atrás sostenía que, durante la Colonia, «los mejores» habían terminado por buscar la salud en la intemperie, desprendiéndose del cuerpo de la Iglesia para respirar un «aire fresco intelectual». ¿Caída o liberación? ¿Qué otra cosa había hecho el liberalismo del siglo XIX al desprenderse de la Iglesia? ¿no habían sido los liberales, precisamente, los que en su programa reivindicaban la aspiración de libertad que Paz descubría en Sor Juana? Y si el liberalismo político original –el de su abuelo– se había opuesto al caudillismo, ¿por qué no lo había reconocido en su libro? Tanto su abuelo como su padre habían aplaudido la lucha democrática de Madero, el hombre que en 1910 había ondeado la misma bandera democrática y liberal que Ireneo Paz en 1871: «Sufragio efectivo, no reelección.» ¿Por qué Paz lo había tenido a menos, como el propio José Vasconcelos se lo había reclamado en la elogiosa reseña a El laberinto de la soledad en 1950?
Paz señaló siempre la falta de crítica en el siglo XVIII mexicano: pero esa crítica había existido ya, prematura y frustrada, en los jesuitas ilustrados de fines del siglo XVIII, y había existido también, mucho más sólida, en las leyes, instituciones y escritos de los liberales del siglo XIX. A esa «Reforma vacía» y a su heredero solitario, Francisco I. Madero, México debía el orden democrático constitucional que apenas vislumbraba en 1984. En esto Paz no había incurrido en una dualidad sino en una contradicción. Pero igual que en el caso de Sor Juana, al confrontar la realidad de los órdenes políticos cerrados y opresivos del siglo XX, Paz revaloraba la tradición liberal desdeñada en su libro clásico. Frente a las cámaras de televisión, declaró: «la salvación de México está en la posibilidad de realizar la revolución de Juárez y Madero». Cosío Villegas, el «liberal de museo», sonreía en el más allá.
Pero la democracia liberal no podía saciar a Paz. Era demasiado insípida y formal. No había en ella un contenido de trascendencia. Por eso en aquel programa Paz retomó su visión histórico-poética de la Revolución mexicana como una vuelta al origen y una revelación del rostro escondido de un pueblo. Y volvió a sostener la vigencia de la Revolución que le había arrebatado a su padre:
Creo que en México sigue viva la herencia zapatista, sobre todo moralmente. En tres aspectos. En primer lugar fue una revuelta antiautoritaria: Zapata tenía verdadera aversión por la silla presidencial. Y esto es fundamental. Hay que rescatar la tradición libertaria del zapatismo. En segundo lugar, fue una revuelta anticentralista. Frente a la capital, frente a dos milenios de centralismo (es decir, desde Teotihuacán), el zapatismo afirma la originalidad no sólo de los estados y las regiones, sino incluso de cada localidad. Este anticentralismo es también muy rescatable. Y, por último, el zapatismo es una revuelta tradicionalista. No afirma la modernidad, no afirma el futuro. Afirma que hay valores profundos, antiguos, permanentes.
Había que reivindicar a los liberales Juárez y Madero. Pero había que «corregir el liberalismo con el zapatismo». Ésa era la fórmula de salvación.
«Los mexicanos debemos reconciliarnos con nuestro pasado», repetía Paz. Ya en El laberinto de la soledad se había reconciliado con su padre y con su revuelta zapatista, viendo en ella una «comunión de México consigo mismo», con sus raíces indígenas y españolas. Pero en las últimas décadas otro personaje se acercó a la mesa, el abuelo Ireneo. Frente al Estado mexicano corrupto, paternalista, ineficaz y autoritario, era preciso recobrar los valores democráticos y liberales. Al abrazarlos, Paz empezaba a cerrar la vuelta de la vida. Ahora sí, los tres Paz –el abuelo Ireneo, Octavio el padre y Octavio el hijo– podían sentarse a la mesa. El mantel olía a pólvora, y a libertad.
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En 1985, Paz publicó un artículo en Vuelta titulado «El PRI: hora cumplida». Era su última llamada al sistema para abrirse a la libre competencia en las urnas. Paz no preveía y menos aún deseaba la salida del PRI del poder. Pero concebía una transición pausada en la que el PRI cediera espacios a la oposición en el Parlamento y los estados. No hablaba de alternancia de poder en el Ejecutivo y menos aún veía próximo el fin del PRI (que Zaid predecía en un texto paralelo). Simplemente consignaba que el país reclamaba, en efecto, una «democracia sin adjetivos».
En esos meses, el PAN, que desde su fundación en 1939 había ejercido la oposición de centro derecha, se fortalecía en los estados del norte del país. Paz no le había concedido la menor vocación democrática. Lo consideraba un partido retrógrado, católico, nacionalista, heredero del conservadurismo del siglo XIX, en particular del pensador Lucas Alamán. Lo cierto es que, en términos de moral social, el PAN tuvo siempre una actitud conservadora, afín a la jerarquía católica, y en los cuarenta algunos de sus miembros habían mostrado simpatías por el Eje. Pero su desempeño político (en sus propuestas legislativas, su régimen interno) había sido democrático, y su ideología económica, más que proteccionista y estatista (como la propuesta por Alamán), había sido liberal. Paz permaneció siempre lejos del PAN, y lo criticó con frecuencia pero, a raíz de un ruidoso fraude perpetrado en 1986 por el PRI contra el PAN en el estado de Chihuahua, accedió a dar su firma para un documento que signaron los principales intelectuales de México (incluidos varios de sus antiguos críticos) pidiendo la anulación de la elección. Ese acto fue un catalizador de la transición democrática en México. A partir de él, ya no sólo el PAN sino los partidos de izquierda entendieron que la vía democrática era preferible a la revolucionaria.