XX
En junio de 1987, Paz acudió a Valencia para conmemorar, junto con un grupo numeroso de escritores y unos cuantos sobrevivientes, aquel Segundo Congreso Internacional de Escritores celebrado medio siglo atrás. El día 15 pronunció el discurso inaugural. Fue un texto particularmente intenso, por la significación que el lugar y la fecha tenían en su vida, y en la vida del siglo XX. Lo tituló «Lugar de prueba»: «la historia no es sólo el dominio de la contingencia y el accidente: es el lugar de prueba». ¿Palabras de cristiano y de marxista? No habló de las trampas de la fe, sino de las trampas de la fe en la historia. Su generación había sacralizado la historia, pero la historia, profana y azarosa, se había negado a revelar su sentido. «La historia es el error», había escrito en «nocturno de San Ildefonso». En Valencia dijo: «estamos condenados a equivocarnos». Como el juez más severo hizo el recuento de sus equivocaciones. Admitió el grave quebranto de la idea revolucionaria, los golpes mortales que había recibido no tanto de sus adversarios sino de los revolucionarios mismos: «allí donde han conquistado el poder han amordazado a los pueblos». Pero muy pronto, el tema y el tono pasaron a un plano religioso:
Quisimos ser los hermanos de las víctimas y nos descubrimos cómplices de los verdugos, nuestras victorias se volvieron derrotas y nuestra gran derrota es quizá la semilla de una gran victoria que no verán nuestros ojos. Nuestra condenación es la marca de la modernidad. Y más: es el estigma del intelectual moderno. Estigma en el doble sentido de la palabra: la marca de santidad y la marca de infamia.
Condena, estigma, santidad e infamia. La confesión –que eso era el discurso– recordaba la grandeza moral de aquel Congreso: el amor, la lealtad, el valor, el sacrificio que lo rodeaba. Pero recordaba también su flaqueza: «la perversión del espíritu revolucionario». Y al hablar sobre el ataque a Gide (el supuesto «enemigo del pueblo español»), en el sitio mismo de aquella infamia, Paz sintió la necesidad de expiar su culpa. Lo hizo en términos cuya precisión no dejaba lugar a la duda: «Aunque muchos estábamos convencidos de la injusticia de aquellos ataques y admirábamos a Gide, callamos. Justificamos nuestro silencio con [...] especiosos argumentos [...] Así contribuimos a la petrificación de la revolución.»
Quedaba un valor, la crítica. «La crítica que restablece la circulación entre los dos órdenes pues examina nuestros actos y los limpia de su fatal propensión a convertirse en absolutos [...e] inserta a los otros en nuestra perspectiva.» A los otros que conoció en la guerra de España dedicó Paz los últimos párrafos de su discurso. Los otros eran los rostros del pueblo español, los soldados, los trabajadores, los campesinos, los periodistas que había conocido:
Con ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido.
La frase aludía a un episodio concreto: el campesino que, bajo un bombardeo, «cortó un melón de su huerta y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con nosotros». Pero la aparición de la metáfora cristiana no es casual. En España en 1937, Paz había encontrado, en la fraternidad de los hombres, en el pueblo, el pan y el vino de la Comunión. Así, de nueva cuenta, en los momentos límites, el tema cristiano, soterrado casi siempre, salía a la superficie poética. Como «Piedra del sol», donde la idea cristiana nace de pronto, en referencia a la vida misma, a su misterio: «Hambre de ser, oh muerte, pan de todos.»
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En términos más terrenales, el «lugar de prueba» para su convicción democrática ocurrió en México en las elecciones de 1988. El resultado de los comicios sorprendió a todos. El candidato de una súbita coalición de izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, obtuvo una votación tan copiosa que el gobierno ( juez y parte del sistema electoral, por aquel entonces) adujo una extraña «caída del sistema» de cómputo, presumiblemente para retrasar la emisión de resultados. un sector amplio de la opinión pública sospechó que se tramaba un fraude, y creyó confirmar sus temores cuando los resultados oficiales favorecieron, con un inverosímil 50% del total, al candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari. Aunque admitía haber perdido, el candidato del PAN (Manuel J. Clouthier) se declaró en huelga de hambre, mientras que Cárdenas se vio –por algunos meses– en la disyuntiva de convocar a una insurrección contra lo que consideraba una usurpación o consentir lo ocurrido para dar pie a la fundación de un partido de izquierda. Tras varios meses de tensión, optó por la segunda vía: por primera vez en la historia política de México la izquierda tendría una representación sustancial en el Congreso y un partido sólido, unificado y moderno: el PRD.
A Octavio Paz no lo convencieron los argumentos sobre el fraude. Creía que todo aquel que examinara el asunto con imparcialidad y sin pasión llegaría a sus mismas conclusiones. «Sin duda hubo irregularidades, además torpezas y errores.» Pero había que tomar en cuenta que eran las primeras elecciones «de esta índole» –es decir, realmente competitivas– que se realizaban en México. Cabía revisar parcialmente el proceso, pero de ninguna manera acceder a la anulación de los comicios, como pedía la oposición de izquierda. Paz veía en esa indignación un maximalismo peligroso, la mentalidad del todo o nada. El país necesitaba una transición, no un cambio brusco. Aceptados los resultados, vuelta la normalidad, el país debía dotarse de un nuevo código electoral, el PRI debía aceptar perder la mayoría en alguna cámara (temas de «cocina política»), el PAN debía recoger la tradición conservadora y la izquierda, llamada neocardenista, debía enfrentarse al reto formidable de formar un verdadero partido y concebir un programa moderno.
Gabriel Zaid creyó que había existido un fraude, así lo publicó. No obstante, argumentó la necesidad de seguir adelante y dar paso a la presidencia de Salinas de Gortari, porque el riesgo de violencia era real. Mejor trabajar por una transición democrática que ya no era reversible que abrir paso a la violencia. Paz compartía la conclusión pero no la premisa: los alegatos eran injustificados y la agitación era «no sólo nociva sino suicida».
Y no sólo objetaba la reacción del movimiento de izquierda, también su supuesta falta de ideas y programa, y su heterogénea constitución:
El neocardenismo no es un movimiento moderno aunque sea muchas otras cosas, unas valiosas, otras deleznables y nocivas: descontento popular, aspiración a la democracia, desatada ambición de varios líderes, demagogia y populismo; adoración al padre terrible: el Estado, y, en fin, nostalgia de una tradición histórica respetable pero que treinta años de incienso del PRI y de los gobiernos han embalsamado en una leyenda piadosa: Lázaro Cárdenas.
La izquierda sí tenía un programa. Era similar al que Paz, en su carta a Gilly de 1972, consideraba «indispensable»: la vuelta al cardenismo. Y la izquierda sí había avanzado en el sentido que Paz había reclamado desde los setenta: había renunciado a las armas, había integrado una corriente popular e independiente, y marchaba hacia la constitución de un partido. ¿Qué podía reclamarle? No la falta de programa sino el sentido del programa. A final de los años ochenta, Paz consideraba que el cardenismo representaba una vuelta al pasado y que esa vuelta no sólo detendría el desarrollo económico sino incluso el avance democrático. A sus ojos, su triunfo habría significado una restauración de la más antigua versión del «ogro filantrópico», avalada por urnas. A todas luces prefería el proyecto que Carlos Salinas de Gortari (antiguo alumno suyo en Harvard, y alguna vez colaborador de Plural) proponía para abrir y modernizar la economía.
Un sector de la opinión pública pensó que su argumentación era contraria a su defensa de la democracia. Paz no admitió la impugnación porque no creyó en el fraude. Y quizá también porque se había convencido, como don Ireneo en 1880, que el nuevo proyecto modernizador traería progreso a un país necesitado de un cambio.
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En 1989, en el bicentenario de la Revolución francesa, el gobierno de Francia le concedió el Premio Tocqueville. En su discurso, Paz dio por cerrado el ciclo mítico de la Revolución:
Asistimos a una serie de cambios, portentos de una nueva era que, quizás, amanece. Primero el ocaso del mito revolucionario en el lugar mismo de su nacimiento, la Europa occidental, hoy recuperada de la guerra, próspera y afianzado en cada uno de los países de la Comunidad el régimen liberal democrático. Enseguida, el regreso a la democracia en la América Latina, aunque todavía titubeante entre los fantasmas de la demagogia populista y el militarismo –sus dos morbos endémicos–, al cuello la argolla de hierro de la deuda. En fin, los cambios en la unión Soviética, en China y en otros regímenes totalitarios. Cualquiera que sea el alcance de esas reformas, es claro que significan el fin del mito del socialismo autoritario. Estos cambios son una autocrítica y equivalen a una confesión. Por esto he hablado del fin de una era: presenciamos el crepúsculo de la idea de Revolución en su última y desventurada encarnación, la versión bolchevique.
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, otro milagro histórico, menos ruidoso, tuvo su aparición en América Latina: la adopción generalizada de la democracia. Con la nueva era, Paz sintió que la historia había confirmado su lucha de las últimas décadas y sus convicciones. No pocos antiguos adversarios se habían bajado del barco del «socialismo real», sin dar muchas explicaciones. Él las había dado con creces ante el tribunal de la historia y de su conciencia. Algunas de las publicaciones que con mayor virulencia lo habían atacado rindieron a Vuelta el homenaje tácito de asumir sus posturas. Lo hicieron subrepticia y mezquinamente, sin reconocerlo, casi en silencio.
En 1990 Vuelta convocó en México a un encuentro llamado «La experiencia de la libertad» en donde se analizaron sin triunfalismo las luces y sombras de ese parteaguas histórico. El elenco fue tan notable como variado: Czesław Miłosz, Norman Manea, Leszek Kołakowski, Adam Michnik, Bronisław Geremek, Agnes Heller, Jean-François Revel, Jorge Semprún, Ivan Klíma, Michael Ignatieff, Cornelius Castoriadis, Hugh Trevor-roper, Hugh Thomas, Daniel Bell, Irving Howe, Leon Wieseltier, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Carlos Franqui, János Kornai, entre otros. Vuelta se empeñó en invitar a los más representativos escritores de izquierda. Acudió una decena de autores, desde el viejo marxista Adolfo Sánchez Vázquez hasta Carlos Monsiváis. Las sesiones de discusión, transmitidas por televisión abierta y financiadas por un conjunto de empresas privadas, versaron sobre el futuro de la sociedad abierta; las tensiones religiosas y nacionales; el papel de los intelectuales y escritores; el mapa del mundo en el siglo XXI y el papel de la economía de mercado. Se editaron libros que recogieron exhaustivamente las discusiones.
El encuentro despertó interés en el público, pero un sector irreductible de la izquierda acusó a los participantes de «fascistas». El cargo los indignó. Algunos de ellos habían pasado por campos de concentración nazis. Durante sus participaciones en el encuentro, Paz volvió a insistir en su crítica al «socialismo real» y refirió con detalle la complicidad de los intelectuales mexicanos a lo largo de seis décadas, pero fue igualmente enfático en su crítica a los monopolios privados, al «ciego mecanismo del mercado», a «la dominación del dinero y el comercio en el mundo del arte y la literatura». Y en un momento de particular tensión, cuando Mario Vargas Llosa caracterizó al sistema político mexicano como «la dictadura perfecta», Paz salió en su defensa: «hemos padecido la dominación hegemónica de un partido; ésta es una distinción fundamental y esencial». Hablaba, una vez más, el hijo de la Revolución mexicana.
Ese mismo año obtuvo el Premio nobel. Para entonces, en el orbe de habla hispana ocupaba un lugar que sólo había tenido en el siglo José Ortega y Gasset, y en varios países europeos, notablemente Francia, era reconocido como uno de los grandes «maestros del pensamiento» del siglo. Había salido del laberinto de la soledad, había disuelto un tanto la excentricidad mexicana en Occidente.
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En una cena de amigos, Paz hablaba de la Revolución, el tema del siglo XX. Sin la menor intención de ofenderlo, como una reconvención cordial, su viejo amigo José Luis Martínez se atrevió a decir, en voz baja: «Octavio, tú en realidad nunca fuiste revolucionario.» Paz se levantó y reclamó en voz alta, casi con ira: «¿Qué dices? ¿Qué yo no fui revolucionario?» Martínez, con certeza, se refería a la acción revolucionaria, tanto la acción violenta de los guerrilleros como la acción militante, tal y como la había practicado Revueltas. Paz, por su parte, había practicado la Revolución a través de la poesía y del pensamiento, pero no por eso se había sentido menos revolucionario. Además, había pagado su cuota de dolor y culpa por haberlo sido.
La anécdota es significativa, no sólo por el pasado de Paz sino como revelación de una llama revolucionaria viva. El 1° de enero de 1994, Paz –y México entero– despertó con la noticia increíble de una insurrección indígena en el sureste de México. El grupo tenía como líder al «Subcomandante Marcos», y se autodenominaba zapatista.
Para Paz, esta vuelta de la historia lo llevó al extremo de la perplejidad. Aunque reaccionó de manera adversa a la «recaída de los intelectuales» que de inmediato mostraron su entusiasmo por el movimiento y criticó por principio el recurso de la fuerza, conforme pasó el tiempo sus artículos fueron revelando una sutil simpatía por lo que ocurría en Chiapas. ¿No había escrito continuos elogios a la revuelta? ¿No había reclamado una vuelta al México indígena? ¿No había criticado a lo largo de su vida los valores del mercado? ¿Y cómo condenar a un movimiento que ostentaba la efigie de Zapata? ¿Y cómo no sorprenderse ante las entregas literarias de Marcos? «La invención del escarabajo Durito, caballero andante, es memorable; en cambio sus tiradas me conquistan a medias.» Conquistar a Paz, aunque fuese «a medias», era toda una conquista. «¿Por qué ha escrito usted más sobre Marcos que sobre ninguno de nosotros?», le reclamó alguna vez Christopher Domínguez, uno de los jóvenes críticos literarios de Vuelta. «Porque ustedes no se han levantado en armas», respondió.
Eran ecos lejanos de su juventud. Y sin embargo, no tenía dudas: «El liberalismo democrático –escribió– es un modo civilizado de convivencia. Para mí es el mejor entre todos los que ha concebido la filosofía política.» Entonces formuló la síntesis sencilla y final de su larga pasión por la historia y la política:
Debemos repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Me atrevo a decir que éste es «el tema de nuestro tiempo».
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En los últimos años, la historia y el azar le hicieron jugadas extrañas que lo dejaron perplejo: se esperanzó demasiado en el régimen modernizador de Salinas, se impacientó demasiado con la revuelta tradicional de Chiapas. Como a su abuelo, le preocupaba la anarquía que parece cernirse sobre México. El rostro de don Ireneo se dibujaba cada vez más en el suyo. Hubiera querido una muerte serena, como la suya, una muerte rápida sin tiempo para alcanzar «la cama ni los óleos», pero esa gracia final no le fue concedida. Había nacido en el incendio histórico de 1914, su padre «iba y venía entre las llamas», y su propio final comenzaría también bajo el signo del fuego que devoró parte de su departamento y su biblioteca en diciembre de 1996. Luego se le descubrió un cáncer en la columna (metástasis del cáncer operado en 1977) que lo ató más de un año al potro del dolor. No creía ya en las capacidades autorregenerativas del sistema. «Fui un iluso», me murmuró, y enseguida, con angustia preguntaba: «¿Qué ocurrirá en Chiapas?» «¿Qué pasará con México?» Murió el 19 de abril de 1998. Dos años después, México transitaría definitivamente a la democracia.
En una ceremonia pública de despedida, volvió por última vez a la imagen del patriarca protector, poderoso y sabio. Repitió su metáfora predilecta sobre México como un «país solar», pero recordó de inmediato la oscuridad de nuestra historia, esa dualidad «luminosa y cruel» que estaba ya en la cosmogonía de los dioses mexicas y que lo había obsesionado desde la niñez. Ojalá y hubiese un Sócrates que apartara a sus conciudadanos del demonio de su cara oscura, de la reyerta entre hombres de la misma raza, de las pasiones destructoras y les mostrara el camino recto. Un Sócrates que protegiera a los hombres y mujeres de «nuestro México» convenciéndolos de no perder la vida por nada, de ganar la vida con sus compatriotas, sus amigos, sus vecinos. Cosa rara en él, estaba predicando: «como mi abuelo, tan amante de las prédicas de sobremesa». Y de pronto, volteó al cielo nublado como queriendo tocarlo con la mano: «allí hay nubes y sol, nubes y sol son palabras hermanas, seamos dignos del sol del Valle de México». (Por un instante el sol, en efecto, disipó las nubes.) «Valle de México, esa palabra iluminó mi infancia, mi madurez, mi vejez.»
En las semanas siguientes, el padre y el abuelo se desvanecieron de su memoria. El «mantel ya olía a pólvora» y la mesa se quedó sólo con el recuerdo de la madre y la presencia de su mujer. Un día, de pronto, escuché que le susurraba: «Tú eres mi Valle de México.»