Tonio Kröger

A Kurt Martens

1

El sol invernal se cernía sobre la pequeña ciudad solo como un brillo mortecino, lechoso y pálido, detrás de capas de nubes. Las calles, de casas rematadas con frontón, estaban mojadas y eran barridas por el viento; de vez en cuando caía una especie de granizo blando; no era hielo ni nieve.

La clase había terminado. Por el patio adoquinado de la escuela cruzando la verja, salían a raudales los tropeles de chavales liberados, se dispersaban y huían en todas direcciones. Alumnos ya mayores sostenían con dignidad sus paquetitos de libros apretados contra el hombro izquierdo, mientras con el brazo derecho remaban contra el viento rumbo al almuerzo. Algunos chiquillos se echaban a trotar alegremente, haciendo saltar a su paso el engrudo de hielo y tabletear los cuatro bártulos de la ciencia que llevaban en sus mochilas de piel de foca. Pero, de vez en cuando, todos se quitaban la gorra, con mirada dócil, ante el sombrero de Odín y la barba de Júpiter de algún maestro que pasaba con andar mesurado…

—¿Vienes por fin, Hans? —dijo Tonio Kröger, que había estado esperando largo rato en la calzada. Con una sonrisa fue al encuentro de su amigo, que salía en aquel momento conversando con otros compañeros y ya estaba a punto de alejarse de allí con ellos.

—¿Qué? —preguntó, dándose cuenta de la presencia de Tonio—. ¡Ah, sí, es verdad! Íbamos a andar todavía un poco.

Tonio se calló, y sus ojos se empañaron. ¿Cómo había podido olvidar Hans, y no recordarlo hasta entonces, que habían decidido ir a pasear juntos aquel mediodía? ¡Y él mismo no había dejado de pensar en ello con gran alborozo desde que lo habían acordado!

—Bueno, pues, adiós —dijo Hans Hansen a los otros compañeros—. Me voy a pasear un rato con Kröger.

Y ambos se marcharon por la izquierda, mientras los demás se alejaban lentamente por la derecha.

Hans y Tonio tenían tiempo para ir de paseo al salir de la escuela, pues los dos pertenecían a familias en las que no se comía hasta alrededor de las cuatro. Sus padres eran comerciantes importantes que ocupaban cargos públicos y tenían mucha influencia en la ciudad. Los Hansen eran dueños, desde muchas generaciones atrás, de los extensos almacenes de madera, allá abajo, junto al río, donde poderosas sierras mecánicas cortaban los troncos de árboles entre resoplidos y chirridos. En cuanto a Tonio, era hijo del cónsul Kröger, cuyos sacos de cereales se veían pasar todos los días por las calles en carretas con el nombre de la casa estampado en grandes letras negras; el viejo caserón de sus antepasados era el más señorial de toda la ciudad… Los dos amigos tenían que estar quitándose constantemente la gorra para responder al saludo de los numerosos conocidos que encontraban. Sí, a pesar de sus catorce años, eran muchas las personas que se anticipaban a saludarlos.

Ambos habían colgado sus cartapacios al hombro; los dos iban vestidos con elegantes ropas de invierno. Hans llevaba un sobretodo corto al estilo de los marinos, del cual sobresalía, doblado sobre los hombros y la espalda, el cuello ancho y azul de su traje de marinero; Tonio, a su vez, llevaba un paletó gris ceñido. Hans llevaba, además, un gorro de marino danés con pequeñas cintas, debajo del cual surgía un mechón de pelo rubio y fibroso. Era sumamente bello y bien proporcionado, tenía unos hombros anchos y las caderas estrechas, y unos ojos de un azul de acero que miraban nítidos y penetrantes. Por lo que a Tonio se refiere, bajo su gorra redonda de piel miraban unos ojos oscuros y ligeramente ensombrecidos, tristes y algo tímidos, con unos párpados demasiado gruesos, en un rostro moreno cuyas facciones vivas y cortadas recordaban el tipo meridional… Su boca y su mentón revelaban una constitución extraordinariamente delicada. Andaba con desmaña e irregularidad, mientras que las esbeltas piernas de Hansen, metidas en sus medias negras, caminaban elásticas y acompasadas…

Tonio no hablaba. Estaba resentido. Con las cejas algo torcidas y fruncidas, los labios redondeados para silbar y la cabeza ladeada, miraba a la lejanía. Aquella actitud y aquel aire eran peculiares de su manera de ser.

De repente, Hans deslizó su brazo bajo el de Tonio, mirándole de soslayo, pues se daba perfecta cuenta de lo que le pasaba. Y aunque Tonio siguió callado durante unos cuantos pasos más, este gesto lo había enternecido.

—No lo había olvidado, Tonio, créeme —dijo Hans, y bajó los ojos mirando la acera—, solo que, con este día de lluvia y viento, pensé que no sería muy agradable. Pero a mí esto no me importa en absoluto, y me parece estupendo que me hayas esperado, a pesar de todo. Supuse que ya te habías marchado a casa y estaba mosqueado…

Tonio se estremeció todo él de júbilo al oír estas palabras.

—Bien, pues ¡vámonos a las murallas! —dijo con voz emocionada—. Pasaremos por la Muralla de la Molinería y la Muralla de Holstein, y así te acompañaré hasta tu casa, Hans… ¡Bah!, ¡qué importa que luego tenga que irme solo a la mía…! La próxima vez me acompañarás tú a mí…

En el fondo, no creía muy firmemente en lo que Hans le había dicho y se daba perfecta cuenta de que a su amigo aquel paseo de a dos apenas le importaba la mitad que a él. Sin embargo, advirtió también que Hans se arrepentía sinceramente de su olvido y estaba empeñado en desenojarlo. Y él, por su parte, no tenía ni la más remota intención de demorar la reconciliación.

La verdad era que Tonio quería mucho a Hans Hansen y que había tenido que sufrir mucho por esta causa. El que quiere mucho se halla las más de las veces en situación de inferioridad y ha de sufrir mucho. Su alma de solo catorce años había ya aprendido de la vida esta lección sencilla y dura, y por eso ya estaba acostumbrado a estas experiencias, a registrarlas en su interior, y, en cierta manera, le causaban satisfacción, sin que por ello ajustase su conducta a tales experiencias y sacara de ellas una utilidad práctica. Por otra parte, su manera de ser le inducía a considerar estas lecciones de la vida mucho más importantes e interesantes que los conocimientos que le obligaban a aceptar en la escuela, e incluso, durante las horas de clase, bajo las bóvedas góticas de las aulas, se entretenía con frecuencia en tales pensamientos, dejándose impresionar por sus más mínimos detalles y llegando hasta las últimas consecuencias. Y esta ocupación le producía una satisfacción parecida a la que sentía cuando iba de un lado a otro de su habitación con su violín (pues sabía tocar el violín), dejando que las notas, tan suaves como solo él era capaz de hacerlas brotar, se confundieran con el murmullo del surtidor que se elevaba abajo en el jardín bailando bajo las ramas del viejo nogal…

El surtidor, el viejo nogal, su violín y a lo lejos el mar, el mar Báltico, cuyos sueños de verano podía él acechar en las vacaciones, eran las cosas que Tonio amaba, de las que gustaba rodearse y entre las que transcurría su vida interior, cosas cuyos nombres podrían emplearse con feliz resultado en poesía y que, en realidad, sonaban constantemente en los versos que Tonio Kröger componía de vez en cuando.

El hecho de que Tonio poseyera un cuaderno de poesías, compuestas por él, llegó a conocerse por su propia culpa y le perjudicó un poco entre sus compañeros de clase y maestros. Por una parte, al hijo del cónsul Kröger le parecía tonto y vulgar escandalizarse por una cosa así, y despreciaba por ello tanto a sus compañeros como a sus profesores, cuyos malos modales le repugnaban y cuyas debilidades personales descubría con singular perspicacia. Por otra parte, sin embargo, él mismo consideraba algo disoluto y, a decir verdad, impropio componer versos, y, en cierto modo, se veía obligado a dar la razón a todos aquellos que lo tenían por una ocupación extravagante. Aunque esto no tenía la fuerza suficiente como para hacerle desistir…

Puesto que en casa perdía el tiempo, en clase se mostraba perezoso y distraído y no gozaba de buena reputación entre los profesores, siempre llevaba a su casa las notas más deplorables, por lo que su padre —un caballero alto, vestido con gran esmero, de ojos azules y reflexivos, y que siempre llevaba una flor silvestre en el ojal— se mostraba disgustado y apenado. Su madre, en cambio, su hermosa madre de pelo negro, que se llamaba Consuelo y que era tan distinta de las demás damas de la ciudad porque el padre la había sacado antaño del extremo sur del mapamundi…, su madre, pues, no daba la menor importancia a las calificaciones…

Tonio quería a su madre, de piel oscura y sangre fogosa, que tocaba el piano y la mandolina de forma maravillosa; y estaba contento de que no se disgustara por su comportamiento dudoso. Por otra parte, sin embargo, se daba cuenta de que la irritación del padre era mucho más digna y respetable, y, aunque le regañaba, en el fondo estaba completamente de acuerdo con él, mientras que encontraba un tanto desencaminada la desenfadada indiferencia de la madre. A veces pensaba, poco más o menos: «Ya es suficiente que sea tal como soy, no quiero ni puedo cambiar; negligente, díscolo y atento a cosas en que nadie ni siquiera piensa. Conviene, al menos, que se me reprenda y castigue seriamente por ello, y no que se pase todo por alto entre besos y música. Pues no somos como esos gitanos que van en un carro verde, sino gente distinguida, la familia del cónsul Kröger, somos unos Kröger…». Otras veces pensaba también: «¿Por qué soy tan extraño y tan rebelde, enemistándome con los maestros y distanciándome de los otros jóvenes? Fíjate en los alumnos buenos y en los que no se salen de su medianía, cómo ellos no encuentran cómicos a los maestros, no hacen versos y únicamente piensan en cosas en las que todo el mundo piensa y de las que se puede hablar en voz alta. ¡Cuán ordenados y cuán conformes con todo y con todos deben de sentirse! Esto debe ser bueno… Pero ¿qué me pasa a mí, y a dónde iré a parar con todo esto?».

Esta manera de observarse a sí mismo y a su relación con la vida tenía un papel importante en la estimación de Tonio por Hans Hansen. Le quería, primero, porque era guapo, y luego, porque en todos los aspectos aparecía como su viva antítesis y antípoda. Hans Hansen era un estudiante excelente y, además, un compañero vivaracho que montaba a caballo, hacía gimnasia, nadaba como un campeón y se granjeaba la simpatía de todo el mundo. Los maestros lo trataban casi con ternura, lo llamaban por su nombre de pila y le ayudaban por todos los medios; sus compañeros procuraban ganarse su amistad, y caballeros y damas lo detenían por la calle, lo cogían por el mechón de pelo rubio que le caía por debajo de su gorro de marino danés, y le decían:

—¡Buenos días, Hans Hansen, tú siempre con tu lindo mechón! ¿Sigues siendo el primero? Saluda a papá y mamá, guapo…

Así era Hans Hansen, y desde que lo conoció, Tonio Kröger sintió una especie de anhelo tan pronto como lo divisó, un anhelo lleno de envidia que le invadía el pecho y lo quemaba. «¡Quién tuviera unos ojos tan azules como los tuyos —pensaba—, y pudiera vivir, como tú, en tanto orden y tan dichosa comunión con todo el mundo! Tú siempre estás ocupado en cosas que todos respetan y consideran útiles. En cuanto has terminado los deberes escolares, tomas lecciones de equitación o trabajas con la sierra de ebanistería, e incluso durante las vacaciones, junto al mar, la natación y la navegación a remo o a vela te ocupan horas, mientras que yo holgazaneo echado y perdido en la playa, contemplando los misteriosos cambios de forma que se desarrollan en la superficie del mar. Quizá por eso tus ojos son tan azules. Ser como tú…».

Nunca intentó ser como Hans Hansen, y tal vez este deseo nunca llegó a ser sincero. Sin embargo, anhelaba ardientemente verse estimado por Hans tal como era, y pretendía conseguir ese cariño a su modo, un modo lento e íntimo, resignado, pasivo y melancólico, con una melancolía, no obstante, capaz de arder más profunda, violenta y corrosivamente que cualquier pasión que pudiese nacer de su apariencia meridional.

Y sus esfuerzos no eran en vano, pues Hans que, por lo demás, veía en él cierta superioridad, una facilidad de palabra que le capacitaba para hablar con soltura de temas complicados, se daba perfecta cuenta de que en Tonio anidaba un afecto poco común, intenso y tierno hacia él, se mostraba agradecido y le proporcionaba muchos ratos de satisfacción con sus encuentros, aunque también algunos de pena, de celos, de desengaños y de esfuerzo vano en querer establecer una unión espiritual. Pues lo curioso era que Tonio, que envidiaba el modo de vivir de Hans Hansen, constantemente trataba de atraerle al suyo propio, lo cual conseguía, a lo sumo, por unos instantes y aun solo en apariencia.

—Acabo de leer algo maravilloso, magnífico —decía emocionado.

Caminaban y comían en común de una bolsa de bombones de fruta que habían comprado por diez pfennigs en la tienda de Iwersen, de la Mühlenstraße.

—Tienes que leerlo, Hans. Se trata del Don Carlos de Schiller. Si quieres, te lo presto…

—¡Oh, no! —dijo Hans Hansen—, déjalo, Tonio, eso no es para mí. Prefiero mis libros de equitación, ¿sabes? Contienen unas ilustraciones estupendas, te lo aseguro. Cuando vengas a casa, te las mostraré. Son instantáneas de caballos trotando, galopando, saltando, en todas las posiciones, que en la realidad son imposibles de apreciar, porque pasan con demasiada rapidez…

—¿En todas las posiciones? —dijo Tonio cortésmente—. Desde luego, tiene que ser bonito. Pero en cuanto al Don Carlos, supera toda imaginación. Tiene pasajes tan hermosos, tú mismo podrás verlo, que te conmueven y te producen una sacudida fulminante.

—¿Fulminante…? —preguntó, intrigado, Hans Hansen—. ¿Cómo?

—Sí, ahí tienes, por ejemplo, la escena en que el rey llora porque ha sido traicionado por el marqués… Pero el marqués solo lo ha traicionado por amor al príncipe, ¿comprendes?, por el cual se sacrifica. Y en aquel momento la noticia de que el rey ha llorado llega a la antecámara. ¿Llorar? ¿Llorar, el rey? Todos los cortesanos quedan enormemente perplejos, y se comprende perfectamente, pues se trata de un rey terriblemente duro y riguroso. Sin embargo, se comprende muy bien que el rey haya llorado, y, a decir verdad, me da más pena él que el príncipe y el marqués juntos. Se encuentra siempre tan solo y sin amor…, y en el momento en que cree haber encontrado a un amigo, este lo traiciona…

Hans Hansen miró de soslayo el rostro de Tonio, y algo en aquel rostro debió de despertar su interés por el relato, pues, de repente, deslizó de nuevo su brazo bajo el de Tonio, y le preguntó:

—¿De qué manera lo traiciona, Tonio?

Esta pregunta llenó a Tonio de profunda emoción.

—Pues, verás —empezó—, la cosa fue que todas las cartas con destino a Brabante y Flandes…

—¡Ahí viene Erwin Jimmerthal! —dijo Hans.

Tonio se calló. «¡Ojalá se lo trague la tierra —pensó— a ese Jimmerthal! ¿Por qué tiene que venir a molestarnos? Solo faltaría que nos acompañase y se pusiese a hablar de equitación todo el camino…». Pues Erwin Jimmerthal tomaba también clases de equitación. Era hijo del director del banco y vivía allí cerca, al otro lado de la puerta de la ciudad. Se acercaba, con sus piernas zambas y sus ojos rasgados, por el paseo, ya sin su cartapacio.

—¡Hola, Jimmerthal! —dijo Hans—. Estoy paseando un poco con Kröger…

—Tengo que ir a la ciudad para un encargo —dijo Jimmerthal—, pero iré un rato con vosotros… ¿Son bombones de frutas lo que tenéis ahí? Sí, gracias, me comeré unos cuantos. Mañana tenemos otra vez clase, Hans.

Se refería a la clase de equitación.

—¡Estupendo! —dijo Hans—. Ahora me regalarán las polainas de cuero, vas a ver, pues el otro día saqué el número uno en el examen…

—¿Decididamente, no tomas clases de equitación tú, Kröger? —preguntó Jimmerthal, y en este momento sus ojos no pasaban de ser un par de ranuras brillantes.

—No… —respondió Tonio con un acento bastante indeciso.

—Deberías pedir a tu padre que te dejara tomar lecciones, Kröger —observó Hans Hansen.

—Sí… —dijo Tonio brusca e indolentemente a la vez. Por unos instantes se le hizo un nudo en la garganta, porque Hans se había dirigido a él llamándole por el apellido. Y Hans pareció darse cuenta, pues dijo como explicación:

—Te llamo Kröger porque tienes un nombre tan absurdo, ¿sabes…? Perdona, pero no lo soporto, Tonio. En realidad ni siquiera es un nombre… Claro que tú no tienes la culpa, ¡no faltaba más…!

—No, sin duda te llaman así más que nada porque suena a extranjero y es algo singular… —dijo Jimmerthal, y parecía como si quisiera arreglarlo.

—Sí, es un nombre ridículo, y Dios sabe que preferiría llamarme Heinrich o Wilhelm, podéis creerme. Pero si me llamo así es porque, cuando me bautizaron, me pusieron el nombre de un hermano de mi madre, que se llamaba Antonio; pues mi madre es de allá…

Luego calló y dejó que los otros dos hablasen de caballos y arneses. Hans había cogido a Jimmerthal por el brazo y hablaba con una facilidad y un interés tan grande como nunca hubiera podido despertar en él el Don Carlos… De vez en cuando, Tonio sentía unas ganas de llorar que le subían por la garganta y le cosquilleaban la nariz. Le costaba mucho, además, dominar su barbilla, que temblaba sin cesar…

¿De modo que Hans no soportaba su nombre…? ¿Qué se le iba a hacer? Él se llamaba Hans y Jimmerthal se llamaba Erwin, bien, eran nombres universalmente reconocidos, que no extrañaban a nadie. «Tonio», en cambio, era algo extranjero y singular. Sí, quisiéralo o no, era un tipo singular en todos sus aspectos, y estaba solo y excluido de la vida ordinaria y corriente, aunque no fuese uno de esos gitanos en carretas verdes, sino el hijo del cónsul Kröger, de la familia de los Kröger… Pero ¿por qué razón Hans le llamaba Tonio mientras estaban solos y, cuando venía un tercero, se avergonzaba de su nombre? A veces se mostraba amable e íntimo ante él. «¿De qué manera lo traiciona, Tonio?», había preguntado cogiéndolo del brazo. Pero, al llegar Jimmerthal, había suspirado aliviado, le había soltado el brazo y, sin necesidad, le había reprochado su nombre extranjero. ¡Cuánto dolía tener que descubrir todo esto…! En el fondo —lo sabía—, Hans Hansen lo apreciaba un poco cuando estaban solos. Pero si venía otro, se avergonzaba de él, y lo sacrificaba al recién llegado. Y de nuevo estaba solo. Pensó en el rey Felipe. El rey había llorado…

—¡Válgame Dios! —dijo Erwin Jimmerthal—, ahora sí debo marcharme a la ciudad. Adiós y ¡gracias por los bombones!

Luego saltó sobre un banco que estaba junto al camino, lo recorrió de arriba abajo con sus piernas zambas y se alejó de allí al trote.

—Jimmerthal me resulta simpático —dijo Hans con cierto énfasis. Tenía una manera melindrosa y particular de manifestar sus simpatías y antipatías, de distribuirlas, como quien dice, con gran indulgencia… Y luego siguió hablando de las clases de equitación, porque estaba en vena. Estaban ya cerca de la casa de Hans, el camino por las murallas no requería demasiado tiempo. Aseguraron sus gorras e inclinaron sus cabezas ante el viento recio y húmedo que hacía crujir y gemir las ramas de los árboles. Hans Hansen seguía hablando, mientras que Tonio solo de vez en cuando dejaba escapar un «ah» o un «sí» forzado, sin que le alegrara el que Hans, en el entusiasmo de su monólogo, le hubiera cogido del brazo otra vez, pues esto no era más que una aproximación aparente, sin importancia.

Al llegar cerca de la estación, dejaron las murallas. Vieron pasar un tren, que avanzaba con grandes sacudidas, pesadamente, contaron los vagones por pasatiempo e hicieron señas con la mano al hombre que iba sentado en la garita del último, embozado en su abrigo de pieles. Se detuvieron en la Lindenplatz ante la villa del señor Hansen, comerciante al por mayor, y Hans le hizo ver con todos los detalles lo divertido que era subirse a la verja del jardín y balancearse de un lado a otro, haciéndola chirriar. Después de esto, ya se despidió.

—Bueno, debo entrar ya —dijo—. Adiós, Tonio. La próxima vez te acompañaré yo a tu casa, puedes estar seguro.

—Adiós, Hans —dijo Tonio—, me ha gustado pasear contigo.

Sus manos, al estrecharse, estaban completamente mojadas y cubiertas del moho de la verja. Pero cuando Hans miró los ojos de Tonio, en su hermoso rostro apareció una sombra de pesadumbre.

—Por lo demás —dijo— pronto leeré el Don Carlos. ¡La escena del rey en su gabinete tiene que ser formidable!

Luego se puso la cartera bajo el brazo y atravesó corriendo el jardín de delante de la casa. Antes de entrar, lo saludó todavía una vez más con la cabeza.

Y Tonio Kröger se alejó completamente transfigurado y como si le hubieran prestado alas. El viento lo empujaba por detrás, pero no era la única razón de que caminara con tanta ligereza.

Hans leería el Don Carlos, y de este modo tendrían algo en común los dos, algo de lo que ni Jimmerthal ni ningún otro podría hablar. ¡Qué bien se entendían ambos! Quién sabe…, tal vez podría conseguir que su amigo también escribiera versos… ¡No, no, esto no lo quería! Hans no debía ser como Tonio, sino seguir siendo como era, tan sereno y fuerte como lo querían todos, y Tonio más que nadie. No obstante, el simple hecho de leer el Don Carlos no le haría ningún daño… Y Tonio atravesó la antigua puerta de la ciudad, baja y ancha, bordeó el puerto y enfiló la calle escarpada, húmeda y barrida por el viento, de casas rematadas con frontones, hasta llegar a la de sus padres. Entonces su corazón latía con auténtica vida; había en él anhelo y envidia melancólica y un poquitín de desprecio y una felicidad completa y pura.

2

La rubia Inge, Ingeborg Holm, hija del doctor Holm, que vivía en la plaza del Mercado, donde estaba la fuente gótica, alta, puntiaguda, de múltiples caños, era la joven que Tonio Kröger amaba a los dieciséis años.

¿Cómo ocurrió esto? La había visto miles de veces, pero en cierta ocasión, por la noche, la vio bajo una luz especial, mientras hablaba con una amiga y ladeaba la cabeza sonriendo de una manera un tanto traviesa, llevándose la mano a la nuca en un gesto singular, una mano de jovencita ni muy delgada ni muy fina, mientras con este movimiento su manga de gasa blanca se deslizaba por debajo del codo; oyó cómo acentuaba una palabra, una palabra sin importancia, de una forma singular, en la que su voz tomaba un timbre agradable, y su corazón se sintió invadido de un encanto mucho más profundo que el que había experimentado años atrás al contemplar a Hans Hansen, en aquellos días en que era todavía un muchacho pequeño y tonto.

Aquella noche la imagen de Inge quedó grabada en su interior, con su pelo trenzado, espeso y rubio, con sus ojos rasgados, sonrientes y azules, con aquella nariz chata, cubierta de pecas. Aquella noche no pudo conciliar el sueño, pues todavía oía el timbre de su voz; intentó por lo bajito imitar el acento con el que ella había pronunciado aquella palabra sin importancia y se estremeció al hacerlo. La experiencia le enseñaba que aquello era amor. Y, aunque sabía muy bien que el amor le tenía que aportar muchos sufrimientos, torturas y humillaciones, que, además, le robaba la paz y colmaba su corazón de melodías, sin poder hallar el sosiego necesario para dar forma definitiva a nada y forjar proyectos con tranquilidad, sin embargo acogió el amor con alegría, se entregó enteramente a él y lo fomentó con todas las fibras de su corazón, pues sabía que lo enriquecía y vivificaba, y él anhelaba ser rico y estar lleno de vida en vez de tener tranquilidad para forjarse proyectos…

El enamoramiento de Tonio Kröger por la jovial Inge Holm tuvo lugar en el desamueblado salón de la señora Husteede, la esposa del cónsul, en cuya casa había tocado dar la lección de baile aquella noche, pues se trataba de un curso privado en el que solo participaban miembros de las familias más distinguidas de la ciudad que se reunían por turnos en las casas paternas para instruirse en el baile y en la manera de comportarse en sociedad. A tal efecto todas las semanas venía de Hamburgo el maestro de baile Knaak.

Se llamaba François Knaak, y ¡qué hombre! «J’ai l’honneur de me vous représenter —decía—, mon nom est Knaak». Esta fórmula no se dice al hacer la reverencia, sino cuando uno ya está de nuevo erguido, con voz apagada pero clara. No siempre tiene uno la ocasión de presentarse en francés, pero si sabe hacerlo primero en este idioma correcta e impecablemente, entonces podrá hacerlo también con toda perfección en alemán. ¡Con qué primor se ajustaba la levita de seda negra a su obeso talle! Sus pantalones caían en suaves pliegues sobre sus zapatos de charol, adornados con grandes lazos de satén, y sus ojos castaños miraban en torno con cansada felicidad por encima de su propia hermosura.

Todo el mundo se sentía abrumado por la enorme seguridad en sí mismo de que daba muestras el señor Knaak y por sus extremados modales. Iba al encuentro de la señora de la casa —y nadie andaba como él, con pasos elásticos y ondulantes, y balanceándose con aires de grandeza—, se inclinaba ante ella y esperaba a que le diese la mano. Una vez se la tendía, daba las gracias por ello con voz tenue, retrocedía unos pasos como movido por un resorte, daba media vuelta sobre el pie izquierdo, levantaba de un pequeño bote el derecho, doblándolo hacia un lado y apoyándolo en el suelo por la punta, y se alejaba contoneándose.

Al abandonar una reunión, había que dirigirse hacia la puerta de espaldas y entre reverencias; para acercar una silla, no se la agarraba de una pata ni se la arrastraba por el suelo, sino que se la levantaba suavemente por el respaldo y se la dejaba en el suelo sin hacer ruido. Estando de pie, no se debía juntar las manos sobre el vientre ni sacar la lengua por la comisura de los labios; si, a pesar de todo, alguien lo hacía, el señor Knaak lo escarnecía de una manera tan cómica que tal mueca le producía ascos para toda la vida.

Eso por lo que respecta a urbanidad. En cuanto al baile, el señor Knaak dominaba la técnica en un grado todavía mayor, si cabe. En aquel salón desamueblado ardían las llamas de gas de una araña en forma de corona y las velas de la chimenea. El suelo estaba empolvado de talco, y los alumnos estaban de pie formando un semicírculo en silencio. Y al otro lado de los portieres, en la estancia contigua esperaban en sillones de terciopelo las mamás y las tías, observando a través de sus impertinentes cómo el señor Knaak se inclinaba sosteniendo con dos dedos el borde de su levita y enseñaba cada uno de los tiempos de la mazurca con elásticos movimientos de piernas. Y, cuando quiso impresionar vivamente al público que lo contemplaba, se levantó repentinamente de un brinco y sin motivo aparente, haciendo voltear las piernas una alrededor de la otra en el aire con una rapidez vertiginosa, como si trenzara con ellas, tras lo cual puso pie a tierra de nuevo con un batacazo suave pero que hizo retumbar todo con su peso.

«¡Qué mono tan extravagante!», pensaba Tonio Kröger para sus adentros. Sin embargo, no dejaba de mirar a Inge Holm, la jovial Inge, que seguía los movimientos del señor Knaak con una sonrisa distraída, y no solo por eso Tonio empezó en el fondo a sentir algo así como admiración por toda aquella mole humana que se movía con tanta agilidad. ¡Con qué serenidad e impasibilidad miraban los ojos del maestro! No penetraban en el interior de las cosas, no llegaban hasta donde estas se complican y se vuelven tristes; no sabían sino que eran castaños y hermosos. Pero ¡por esta misma razón era tan arrogante su actitud! Sí, había que ser bobo para poder andar como él; entonces se hacía querer, porque era amable. Comprendía muy bien que incluso Inge, la rubia y dulce Inge, lo mirase de aquel modo peculiar suyo. Pero ¿alguna vez lo miraría a él así una muchacha?

Oh sí, esto ocurrió. Allí estaba Magdalena Vermehren, hija del abogado Vermehren, con su tierna boca y sus grandes y brillantes ojos oscuros, de mirada grave y romántica. Se caía muchas veces al bailar, pero, cuando tocaba a las damas escoger pareja, iba a buscarlo a él; sabía que Tonio escribía poesías, dos veces le había rogado que se las enseñara y a menudo lo contemplaba desde lejos con la cabeza inclinada. Pero a él ¿qué podía importarle? Él amaba a Inge Holm, la rubia, la alegre Inge, que sin duda lo desdeñaba porque escribía poesías… La miraba, veía sus ojos rasgados, azules, burlones y llenos de felicidad y, al mirarla, un anhelo envidioso, un dolor acerbo y punzante, un miedo a verse rechazado y a serle para siempre indiferente, le oprimía y quemaba el pecho.

—La primera pareja, en avant! —dijo el señor Knaak, y no hay palabras para describir con qué maravilla pronunciaba los sonidos nasales del francés. Se ensayaba el rigodón y con gran susto Tonio Kröger se encontró con Inge Holm en el mismo cuadro. La evitó cuanto pudo, pero constantemente acababa a su lado. Se resistía a mirarla, pero sus ojos se encontraban siempre con ella… Entonces ella se acercó, corriendo y deslizándose, de la mano del pelirrojo Ferdinand Mathiessen, echó la cabeza hacia atrás y se plantó frente a Tonio respirando sofocada; el señor Heinzelmann, el pianista, atacó las teclas con sus huesudas manos, el señor Knaak dio la orden y el baile empezó.

Inge se movía ante él, de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás, marcando pasos y dando vueltas; un perfume que se desprendía de sus cabellos o de la tela suave y blanca de su vestido lo rozaba de vez en cuando, y sus ojos se empañaban más y más.

«Te quiero, bella y dulce Inge, te quiero», decía para sus adentros, poniendo en estas palabras todo el dolor que le causaba el celo y el entusiasmo que ponía ella en el baile sin prestarle a él la menor atención. Le vino a la memoria un hermoso poema de Storm: «Yo quisiera dormir, pero tú tienes que bailar». Lo atormentaba la humillante paradoja de tener que bailar cuando se ama.

—La primera pareja, en avant —dijo el señor Knaak, pues empezaba una segunda vuelta—. Compliment! Moulinet des dames! Tour de main! —Y nadie sería capaz de describir la manera tan graciosa con la que se comía la «e» muda de la palabra de.

—Segunda pareja, en avant. —Eran Tonio Kröger y su pareja—. Compliment! —y Tonio Kröger se inclinó—. Moulinet des dames! —y Tonio Kröger, con la cabeza gacha y las cejas fruncidas, puso su mano sobre las de las cuatro damas, una de ellas Inge Holm, y bailó el moulinet.

A su alrededor se produjeron risitas ahogadas. El señor Knaak adoptó una estilizada pose de ballet para expresar su asombro y horror.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. ¡Alto, alto! Kröger ha ido a dar entre las damas. En arrière, señorita Kröger, atrás, fi donc! Todo el mundo lo ha entendido menos usted. ¡Ea, vamos! ¡Apártese de ahí!

Sacó su pañuelo de seda amarilla y ahuyentó con él a Tonio Kröger, obligándole a retirarse a su sitio.

Todos se reían: los muchachos, las chicas y las damas sentadas en la habitación contigua, pues el señor Knaak había convertido el incidente en una escena cómica y los demás se divertían como en el teatro. Únicamente el señor Heinzelmann esperaba, con una fría expresión profesional, la señal para continuar tocando el piano, puesto que estaba ya inmunizado contra las ocurrencias del señor Knaak.

Se reanudó el rigodón. Después hubo un descanso. La doncella se acercó a la puerta haciendo tintinear las copas de vino helado de una bandeja y detrás la seguía la cocinera con un cargamento de pasteles de ciruelas en su jugo. Pero Tonio Kröger escurrió el bulto, salió sigilosamente al pasillo y se quedó allí, con las manos en la espalda, ante una ventana con la celosía corrida, sin pensar que a través de ella no se podía ver nada y que, por lo tanto, era ridículo quedarse allí plantado fingiendo mirar al exterior.

Pero lo que él miraba era su interior, lleno de una inmensa pesadumbre y de melancolía. ¿Por qué, por qué estaba allí? ¿Por qué no estaba en su habitación, sentado junto a la ventana, leyendo el Immensee de Storm y contemplando de vez en cuando el jardín al atardecer, en el que crujía pesadamente el viejo nogal? Aquel era su sitio. ¡Que bailaran los demás y se entregaran al baile con su agilidad y destreza…! No, no, su puesto, a pesar de todo, estaba allí, donde se sabía cerca de Inge, aunque estuviese solo y alejado, intentando distinguir entre el parloteo, el ruido y las risas la voz de ella, aquella voz cuyo sonido era la expresión de una vida ardiente. ¡Tus ojos rasgados, azules, risueños, rubia Inge! Tan linda y tan alegre como tú, solo se puede ser cuando no se lee el Immensee y no se intenta escribir algo parecido, ¡eso es lo triste!

¡Debería venir! Ella debería darse cuenta de su ausencia en la sala, debería advertir en su interior lo que pasaba, seguirlo a hurtadillas, aunque solo fuese por compasión, ponerle la mano en el hombro y decirle: «Ven con nosotros, alégrate, te amo». Y estaba atento a cualquier ruido a sus espaldas y con absurda impaciencia esperaba que ella viniera. Pero no vino. Semejantes cosas no sucedían sobre la faz de la tierra.

¿Se había reído también Inge de él, como todos los demás? Sí, seguramente lo había hecho, por más que sintiera deseos de negarlo, por amor a ella y a sí mismo. ¡Y todo porque había bailado el moulinet des dames absorto por la proximidad de ella! Pero ¿qué importaba eso? Tal vez algún día dejarían de reírse de él… ¿Acaso una revista no había aceptado un poema suyo, aunque luego la revista en cuestión había dejado de aparecer antes de que pudiera publicarlo? Llegaría un día en el que sería famoso, en el que se publicaría todo lo que escribiese, y entonces ya se vería si causaba impresión o no en Inge Holm… No, no le causaría ninguna impresión, la cosa estaba clara. En Magdalena Vermehren, que siempre se caía, sí. Pero nunca en Inge Holm, nunca en la rubia Inge, la Inge de ojos azules. ¿No era, pues, todo inútil?

El corazón de Tonio Kröger se contraía de dolor al pensar en estas cosas. Sentir cómo en su interior se agitaban unas fuerzas maravillosamente juguetonas y melancólicas y saber, además, que aquellos que eran el objeto de sus anhelos estaban lejos de su alcance, encerrados en su gozosa inaccesibilidad…, esto dolía mucho. Sin embargo, a pesar de estar solo, excluido de los demás, sin esperanza, ante una celosía cerrada, y acongojado, fingía que podía mirar a través de ella y en el fondo se sentía feliz, pues en aquellos momentos su corazón latía con vida. Latía con calor y tristeza por ti, Ingeborg Holm, y su alma abrazaba tu personita rubia, risueña y rebosante de alegría en una bienaventurada renuncia de sí misma.

Más de una vez, con el rostro acalorado, había permanecido en lugares solitarios donde la música, el aroma de flores y el tintineo de copas solo llegaba como un eco lejano, y había intentado distinguir tu voz sonora en medio del lejano bullicio de la fiesta; estaba allí, sufriendo por tu causa y, no obstante, era feliz. Más de una vez lo afligía poder hablar con Magdalena Vermehren, la que siempre se caía bailando, lo afligía que ella lo comprendiese, compartiese con él las alegrías y las tristezas, mientras que la rubia Inge le parecía lejana, extraña e indiferente, aunque se sentara a su lado, pues el lenguaje de Tonio no era el lenguaje de ella; y, sin embargo, era feliz. Pues la felicidad, se decía a sí mismo, no consiste en ser amado; esto no sería más que una satisfacción, mezclada con asco, de la propia vanidad. La felicidad consiste en amar y, tal vez, en atrapar al vuelo algunos pequeños y fugaces contactos con el objeto amado. Y anotaba estos pensamientos en su interior, discurría sobre ellos en todo su alcance y los sentía hasta el fondo.

«¡Fidelidad! —pensaba Tonio Kröger—. ¡Quiero serte fiel, Ingeborg, y amarte mientras viva!». Tan buenas eran sus intenciones. Y, sin embargo, en su interior rumoreaba un ligero recelo y la tristeza de haberse olvidado completamente de Hans Hansen, a pesar de verlo todos los días. Y lo peor y más deplorable era que esta vocecita interior, tenue y un poco maliciosa, tenía toda la razón, que pasaba el tiempo y venían días en los que Tonio Kröger ya no se sentía tan absolutamente dispuesto a dar la vida por la jovial Inge, porque sentía nacer en su interior la fuerza y el deseo de llevar a cabo en el mundo, a su propia manera, un sinfín de empresas memorables.

Cautelosamente daba vueltas alrededor del altar del sacrificio, en el que ardía la llama pura y casta de su amor, se hincaba de rodillas ante él y animaba y alimentaba aquella llama por todos los medios, pues quería mantenerse fiel. Pasado algún tiempo, sin embargo, la llama se extinguió imperceptiblemente, sin crepitar, sin humear.

Pero Tonio Kröger permaneció todavía algún tiempo ante el frío altar, lleno de asombro y desencanto porque en el mundo la fidelidad era imposible. Luego se encogió de hombros y siguió su camino.

3

Tonio siguió el camino que debía seguir con cierta desidia y vacilación, silbando con indiferencia, ladeando la cabeza y mirando a la lejanía; y, si se extraviaba, era porque para algunos mortales no existe un camino certero. Si alguien le preguntaba qué quería llegar a ser en la vida, daba respuestas ambiguas, pues solía decir (e incluso lo tenía anotado) que llevaba dentro de sí en potencia miles de formas de vivir, convencido en lo más íntimo de su ser de que, en el fondo, no eran sino puras quimeras…

Ya antes de despedirse de su pequeña ciudad natal, se habían ido soltando imperceptiblemente las cadenas y los lazos que lo retenían allí. La vieja familia de los Kröger se iba hundiendo y desintegrando paulatinamente, y la gente tenía motivos para ver en la forma de ser y de vivir de Tonio Kröger uno de los indicios de la situación familiar. Había muerto la abuela paterna, cabeza de familia, y poco después la siguió a la tumba el padre, aquel caballero alto, meditabundo, impecablemente vestido y que llevaba una flor silvestre en el ojal. El viejo caserón de los Kröger, junto con toda su venerable historia, había sido puesto en venta, y la empresa había desaparecido. En cuanto a la madre de Tonio, su hermosa y fogosa madre, que tan maravillosamente tocaba el piano y la mandolina y a la que todo daba igual, se volvió a casar al cabo de un año con un músico, un virtuoso de apellido italiano, al que siguió a lejanas tierras de cielo azul. Tonio Kröger encontró un tanto ligera la conducta de su madre, pero ¿tenía autoridad para impedírselo? Él escribía versos y ni siquiera era capaz de decir lo que pensaba hacer en la vida…

Y abandonó la angulosa ciudad natal, en torno a cuyas casas de tejados puntiagudos silbaba el viento húmedo, abandonó el surtidor y el viejo nogal del jardín, confidentes de sus años juveniles, abandonó también el mar que tanto amaba y no sintió dolor alguno al hacerlo, pues se había convertido ya en un hombre y se había vuelto más inteligente; había comprendido la relación que tenían con él todas estas cosas y se burlaba de la tosca y ruin existencia que había llevado en aquel ambiente durante tanto tiempo.

Se entregó de lleno al poder que le parecía el más sublime de la tierra, a cuyo servicio se sentía llamado y que le prometía grandeza y honores: el poder del espíritu y de la palabra, que se sienta sonriente en su trono señoreando la vida muda e inconsciente. Se entregó a él con todo su ardor juvenil, y el poder lo recompensó con todo lo que podía darle, exigiéndole inexorablemente todo aquello que suele pedir a cambio.

Aquel poder le aguzó la mirada y le dio la facultad de penetrar en las grandes palabras que hinchan el pecho de la gente, le abrió el alma de los hombres y la suya propia, lo hizo clarividente y le mostró el interior del mundo y todo cuanto se esconde detrás de las palabras y los hechos. Y todo lo que vio fue comicidad y miseria, miseria y comicidad.

Y entonces, con la tortura y el orgullo que da el conocimiento, vino la soledad, porque no soportaba estar en compañía de seres anodinos, festivos, de mentes oscuras, a quienes molestaba la llama que ardía en su frente. Sin embargo, el gusto por las palabras y la forma le fue resultando también cada vez más agradable, pues solía decir (y esto también lo tenía anotado) que el conocimiento del alma produciría infaliblemente la melancolía, si los placeres del lenguaje no nos mantuvieran atentos y despiertos…

Vivía en grandes ciudades del sur, de cuyo sol se prometía una madurez fructífera y exuberante para su arte, y quizá fuese la sangre de su madre lo que lo llevó hasta allí. Pero, puesto que su corazón estaba muerto y vacío de amor, se entregó a los placeres de la carne, se precipitó en la lujuria y el libertinaje más vil, padeciendo lo indecible a causa de tamaña caída. Tal vez fuera la herencia de su padre —aquel caballero alto, meditabundo, impecablemente vestido y con una flor silvestre en el ojal— lo que le hacía sufrir de tal modo en aquellos países meridionales y a veces hacía brotar en su alma un débil recuerdo nostálgico de aquel placer espiritual que antaño había sido el suyo propio y que no había vuelto a encontrar en ninguno de los demás placeres.

Lo invadieron un gran asco y odio contra los sentidos y unas ansias de pureza y de auténtica paz, mientras respiraba la atmósfera del arte, la atmósfera tibia, dulce y perfumada de una primavera eterna en la que todo fructifica y germina en un deleite secreto de procreación. Y así ocurrió que, lanzado de un lado a otro, sin apoyo de ninguna clase, entre dos extremos tan diametralmente opuestos como son una espiritualidad glacial y una sensualidad ardiente, llevaba una vida agotadora entre remordimientos de conciencia, una vida singular, inusualmente desenfrenada, que él, Tonio Kröger, en el fondo detestaba. «¡Qué extravío! —pensaba a veces—. ¿Cómo fue posible que me entregara a todas estas aventuras excéntricas? No soy uno de esos gitanos que van por el mundo en un carro verde…».

Sin embargo, a medida que su salud iba debilitándose, se afirmaba más y más su cualidad artística; se volvió refinado, selecto, fino, exquisito, irritable frente a todo lo banal y sumamente sensible en cuestiones de tacto y gusto. Cuando se presentó en público por primera vez, fue acogido con muchos aplausos y júbilo por los críticos, pues sus obras eran valiosas y bien elaboradas, llenas de humor y conocimiento del dolor humano. Y pronto se hizo famoso su nombre, aquel nombre con el que antaño le llamaron los maestros para reprenderlo, el mismo con el que firmaba sus primeros versos dedicados al nogal, al surtidor y al mar, aquel nombre compuesto de sonidos meridionales y septentrionales, aquel nombre burgués, de sabor exótico, convertido en una fórmula que garantizaba excelencia; pues a la profundidad dolorosa de sus experiencias se le asociaba una asiduidad poco común, muy tenaz y ambiciosa, de la que nacieron obras extraordinarias en la lucha, entre intensos sufrimientos, con la escrupulosa sensibilidad de su gusto.

Trabajaba no como alguien que lo hace para vivir, sino como alguien que no desea sino trabajar; porque se desprecia como ser viviente, desea ser considerado únicamente como creador y se porta en lo demás tan gris e insulso como un actor sin afeites ni pinturas que nada es cuando vive fuera de la escena. Trabajaba en silencio, aislado, invisible y henchido de menosprecio hacia aquellos seres pequeños cuyo talento era un adorno social, tanto si eran ricos como pobres, tanto si presentaban un aspecto salvaje y andrajoso como si lucían corbatas extravagantes, preocupados, en primer lugar, por vivir felices y ser tenidos por artistas, ignorando que las grandes obras solo pueden surgir bajo la presión de una vida difícil, ignorando que quien vive no trabaja y es preciso morir para llegar a ser un auténtico creador.

4

—¿Molesto? —preguntó Tonio Kröger desde el umbral del taller. Hizo una pequeña reverencia, sombrero en mano, a pesar de que Lizaveta Ivánovna era su amiga y confidente.

—Tenga piedad de mí, Tonio Kröger, y entre sin más ceremonias —respondió ella con su acento saltarín—. Nadie ignora que se ha criado en buenos pañales y sabe cómo hay que comportarse.

Mientras hablaba, colocó el pincel sobre la paleta que sostenía con la mano izquierda y le tendió la derecha, mirándole a la cara sonriendo y meneando la cabeza.

—Cierto, pero veo que está trabajando —dijo él—. Veamos… ¡Oh!, ha progresado mucho.

Y contempló alternativamente los bocetos en color, apoyados en sillas a ambos lados del caballete, y la gran tela cubierta por un cañamazo de líneas en la que empezaban a aparecer las primeras manchas de color sobre un intrincado y vago esbozo al carbón.

Esto ocurría en Múnich, en la parte posterior de un edificio de la Schillingstraße, en uno de los últimos pisos. Fuera, tras las ventanas encaradas hacia el norte, se veía el azul del cielo, se oían los trinos de los pájaros y brillaba el sol; el soplo dulce y joven de la primavera, que entraba a raudales por una claraboya abierta, se mezclaba con el olor de fijador y pinturas al óleo que llenaba el espacioso estudio. La luz dorada de aquella clara tarde inundaba sin obstáculos la amplia desnudez del taller, bañando de resplandor el suelo de madera, bastante deteriorado, la tosca mesa cubierta de frasquitos, tubos y pinceles, situada bajo la ventana, y los cuadros sin marco que colgaban de paredes sin empapelar; iluminaba el biombo de seda deshilachada que separaba del resto del taller una esquina de cerca de la puerta, destinada a alcoba, amueblada con estilo; iluminaba la obra naciente encima del caballete, frente a la cual se hallaban la pintora y el poeta.

Ella tendría, más o menos, la misma edad que él, es decir, poco más de treinta años. Estaba sentada en un taburete bajo, con un delantal azul oscuro manchado de pintura, apoyando la barbilla en la mano. Su pelo castaño, peinado muy terso y ligeramente canoso en los lados, cubría sus sienes de ondas y enmarcaba un rostro moreno, de rasgos eslavos, rebosante de simpatía, de nariz chata, pómulos muy salientes y ojillos negros y brillantes. Tensa y desconfiada, y casi irritada, examinaba su trabajo mirando de soslayo y guiñando los ojos.

Tonio estaba de pie a su lado, con la mano derecha apoyada en la cadera y retorciendo febrilmente con la derecha su bigote castaño. Fruncía fatigosamente el entrecejo y silbaba bajito, como de costumbre. Iba vestido con mucho esmero y elegancia; llevaba un traje de un gris discreto, no demasiado claro y de corte impecable. Pero en su frente, cruzada por pequeñas arrugas, sobre la que caía su pelo oscuro, se notaba un tic nervioso, y los rasgos de su rostro meridional eran más acusados que nunca, como cortados y labrados a cincel, mientras que la boca, en cambio, aparecía finamente perfilada y el mentón, suavemente formado… Tras una pausa, pasó la mano por la frente y los ojos, y desvió la mirada.

—No hubiera debido venir —dijo.

—¿Por qué no, Tonio Kröger?

—Acabo de levantarme de la mesa de trabajo, Lizaveta, y tengo la cabeza tan confusa como esta tela. Un caballete, un pálido esbozo lleno de tachaduras y unas cuantas manchas de color, y ahora vengo aquí y veo lo mismo. Me encuentro otra vez con el conflicto y la contradicción —dijo Tonio olfateando el aire— que me torturaban en casa. Es extraño. Si te domina un pensamiento, lo encuentras expresado en mil cosas por doquier, lo olfateas incluso en el aire. Olor de fijador y aroma primaveral, ¿no es verdad? Arte y… sí, ¿cuál es la otra cosa? No diga «naturaleza», Lizaveta, «naturaleza» no es suficiente. ¡Ah, no!, hubiera hecho mucho mejor yéndome a pasear, aunque falta saber si me habría sentado mejor… A cinco minutos de aquí, no muy lejos, encontré a un colega, Adalbert, escritor de novelitas. «¡Condenada primavera! —dijo en su tono agresivo—. Es y será siempre la más horrible de las estaciones… ¿Puede usted concebir una sola idea razonable, Kröger, puede usted desarrollar serenamente el punto más insignificante, el mínimo efecto literario, cuando la sangre lo cosquillea indecentemente y lo inquieta un sinfín de sensaciones impertinentes que, tan pronto como se las examina, resultan ser solo tonterías frívolas y enteramente inútiles? En cuanto a mí, me voy al café. Es terreno neutral, un terreno que se mantiene siempre imperturbable frente a los cambios de estación, ¿sabe usted?, y representa, por decirlo así, la esfera apartada y sublime del arte literario en la que uno solo es capaz de concebir ideas más dignas…». Y se dirigió al café. Quizá hubiera debido acompañarlo…

Lizaveta se divertía.

—Me ha gustado, Tonio Kröger. Eso de las «cosquillas indecentes» es muy bueno. Y, en cierto sentido, tiene razón su amigo, pues, desde luego, en primavera no se trabaja muy bien. Sin embargo, mire usted, yo sigo aquí, haciendo esta cosita sin importancia, estos pequeños puntos y efectos, como diría Adalbert. Luego iremos al «salón» a tomar el té y usted podrá desahogarse, pues hoy lo noto muy enfadado. Entretanto, acomódese donde mejor le plazca, en aquel cajón por ejemplo, si no teme por sus ropas de patricio…

—Oh, por favor, Lizaveta Ivánovna, ¡déjeme en paz con mis ropas! ¿Preferiría verme ir por ahí con una chaqueta de pana raída o un chaleco de seda roja? Cuando uno es artista, ya tiene bastante con sus extravagancias interiores. Por fuera hay que ir bien vestido, ¡diablos!, y comportarse como persona decente… Y no es verdad que esté enfadado —dijo, mientras miraba cómo ella preparaba una mezcla en la paleta—. Ya le he dicho que lo que me preocupa y perturba mi trabajo es solo un problema y una contradicción… Bueno, ¿de qué estábamos hablando? De Adalbert, el novelista, ¡qué hombre tan orgulloso y tan seguro de sí mismo! «La primavera es la más horrible de las estaciones!», me dijo, y se fue al café. Porque hay que saber lo que uno quiere, ¿no es verdad? Mire, también a mí me pone nervioso la primavera, también a mí me turba la muelle trivialidad de los recuerdos y las sensaciones que la primavera despierta en nosotros, solo que no por eso me lanzo a maldecirla y despreciarla, pues la verdad es que me avergüenzo ante ella, me avergüenzo ante su naturalidad limpia y pura, ante su triunfante juventud. Y no sé si debo envidiar a Adalbert o menospreciarlo por ignorar todo esto…

»Se trabaja mal en primavera, qué duda cabe. Y ¿por qué? Porque uno siente. Y porque es un ignorante quien cree que el creador ha de sentir. Todo artista auténtico y sincero se sonríe ante la ingenuidad de esta ramplonería; tal vez con melancolía, pero se sonríe. Pues lo que uno dice no ha de ser jamás la parte esencial de las cosas, sino tan solo la material, de por sí indiferente, de la cual hay que servirse para crear la forma estética con artística y serena superioridad. Si pone demasiado interés en lo que va a decir, si esto hace latir su corazón con demasiada fuerza, puede estar segura del más rotundo fracaso. Se pondrá patética, sentimental, sus manos producirán torpezas, ridiculeces con pretensiones de seriedad, que están más allá de sus fuerzas, sin gracia ni sabor, aburridas y banales y que, para colmo, no provocarán sino indiferencia en la gente y desengaño y desolación en usted misma… Porque así son las cosas, Lizaveta: las sensaciones, las cálidas y efusivas sensaciones, son siempre banales e inútiles, y solo son artísticos los fríos éxtasis y las irritaciones de nuestro corrompido sistema nervioso. Es preciso ser un poco extrahumano e inhumano, mantenerse anormalmente alejado y desinteresado de lo humano, a fin de tener la suficiente experiencia y capacidad para tomar la vida humana como una obra de teatro, representar el propio papel e interpretarlo con eficacia y buen gusto. El talento para el estilo, la forma y la expresión presupone en sí mismo esta relación fría y escrupulosa con lo humano, es decir, un cierto empobrecimiento y desolación de lo humano, pues las sensaciones fuertes e intensas, hay que confesarlo, no tienen sabor artístico. ¡Se acabó el artista en el momento en que se haga humano y empiece a sentir! Adalbert lo sabía y por eso se fue al café, a aquella “apartada esfera”.

—Pues que Dios lo ampare, bátiuschka! —dijo Lizaveta, mientras se lavaba las manos en una jofaina de hojalata—. No tiene usted por qué seguirlo.

—No, Lizaveta, yo no lo sigo y, si no lo hago, es simplemente porque a veces soy capaz de sentir una pizca de vergüenza por mi condición de artista ante la primavera. Mire usted, de vez en cuando recibo cartas de desconocidos, cartas de alabanza y agradecimiento que me escribe mi público, de personas que me admiran conmovidas. Leo estas cartas y me siento sobrecogido de emoción ante los cálidos y torpes sentimientos humanos que mi arte ha suscitado en ellos, experimento una especie de compasión por la exaltada candidez que manifiestan aquellas líneas, y me ruborizo al pensar cuán desilusionado quedaría aquel hombre de bien si echase una mirada entre bastidores, si comprendiera en su inocencia que un hombre honrado, íntegro y decente no debería escribir ni representar ni componer… Todo lo cual, por supuesto, no me impide utilizar su admiración en pro de mi genio, para estimularme y progresar, ni que la tome muy en serio y desempeñe el papel de un mono interpretando el papel de gran hombre… ¡Ah, no me interrumpa, Lizaveta! Le aseguro que muchas veces me siento mortalmente cansado de representar lo humano sin tener parte en lo humano… ¿Puede afirmarse sin restricciones que el artista es un hombre? ¡Preguntárselo «a la mujer»! En mi opinión, los artistas compartimos un poco el destino de aquellos cantores pontificios «preparados»… Cantamos de una forma conmovedora y bella. Sin embargo…

—Debería avergonzarse un poco, Tonio Kröger. Bueno, vamos a tomar el té. El agua está a punto de hervir. Aquí hay cigarrillos. Estaba usted hablándome de la voz de sopranos, continúe. Pero debería avergonzarse. Si no supiera con qué pasión y orgullo se consagra usted a su profesión…

—¡No me hable usted de «profesión», Lizaveta Ivánovna! La literatura lo es todo menos una profesión, es más bien una maldición. ¿Cuándo empieza a dejarse sentir esta maldición? Pronto, terriblemente pronto, en una época en la que uno debería vivir todavía en paz y armonía con Dios y con el mundo. Empiezas por sentirte marcado, por encontrarte en enigmática oposición con los demás hombres, los normales, los formales; un abismo de ironía, incredulidad y rebeldía, de ideas y sentimientos, se abre a tus pies separándote cada vez más del resto de los mortales. Te encuentras solo a partir de entonces, ya no existe comprensión entre tú y el mundo. ¡Qué suerte esa! ¡Suponiendo que en el corazón quede suficiente vida y sensibilidad para experimentar todo lo terrible de esta separación…! Tu amor propio se subleva al sentir tu frente marcada entre miles de hombres y darte cuenta de que a nadie le pasa por alto. Conocí a un actor genial que, en su vida privada, tenía que luchar contra una timidez y una inestabilidad enfermizas. Su exaltado amor propio, junto con la falta de papeles que representar en escena, provocaron la caída de este actor, consumado como artista y pobre como hombre… No se precisa demasiada sagacidad para descubrir entre la multitud a un artista, a un artista auténtico, no a uno de esos cuya profesión burguesa es el arte, sino a un artista predestinado y condenado a serlo. La sensación de estar separado, desvinculado, de ser desconocido y pasar inadvertido se pinta en su rostro como algo que le infunde majestad y a la vez turbación. Algo parecido puede observarse en las facciones de un príncipe que se mezcla con la multitud vestido de paisano. ¡Pero para los artistas de nada sirve vestirse de paisano, Lizaveta! Disfrácese, enmascárese, vístase como un agregado diplomático o como un teniente de la guardia imperial de permiso: apenas necesitaría levantar los ojos y pronunciar una sola palabra para que todo el mundo supiera que usted no es un ser humano, sino algo extraño, chocante, distinto…

»Pero ¿qué es el artista? Nunca se había mostrado tan pertinaz la comodidad y la pereza intelectual de la humanidad como ante esta cuestión. “El arte es un don”, dice humilde la buena gente bajo la influencia de algún que otro artista. Y, puesto que, según su criterio bonachón, unos resultados tan agradables y sublimes deben tener necesariamente unos orígenes igualmente agradables y sublimes, nadie sospecha que se trata de un «don» de lo más limitado, de lo más discutible… Todo el mundo sabe cuán susceptibles son los artistas. Pues bien, también es sabido que esto no suele ser verdad aplicado a las personas que disfrutan de buena conciencia y de un amor propio sólidamente fundado… Mire, Lizaveta, en el fondo de mi alma, en el plano espiritual, abrigo contra el prototipo de artista todo el recelo que cualquiera de mis honorables antepasados profesaría, allá arriba, en la pequeña ciudad norteña, contra todo saltimbanqui o artista bohemio que hubiera ido a su casa. Escuche lo que voy a decirle: conozco a un banquero, un hombre envejecido en los negocios, que posee el don de escribir cuentos. Emplea este don en los ratos de ocio, y a veces sus composiciones son de excelente calidad. A pesar de esta sublime predisposición, digo “a pesar de”, ese banquero no es un hombre totalmente íntegro e intachable, pues ya ha tenido que cumplir una dura condena y, desde luego, por motivos plenamente justificados. Pues bien, fue en la cárcel donde descubrió realmente su talento, y sus experiencias de presidiario constituyen el tema principal de todas sus obras. De ahí se podría deducir, con cierta osadía, que es necesario pasar algún tiempo en la cárcel para llegar a ser poeta. Sin embargo, ¿no nos asalta la sospecha de que sus experiencias de presidiario pudieran haber estado menos íntimamente relacionadas con las raíces y el origen de su vocación artística que con aquello que lo llevó allí…? Un banquero que escribe cuentos ya es algo insólito, ¿no es verdad? Pero un banquero no delincuente, un banquero íntegro y respetable que escriba cuentos, esto no existe… Sí, ríase si quiere, pero a mí no me hace mucha gracia. No hay problema más angustioso en el mundo que el de ser artista y el de sus consecuencias humanas. Piense en la más maravillosa creación del artista más típico y, por ende, más influyente, piense en una obra tan mórbida y tan profundamente ambigua como Tristán e Isolda, y observe el efecto que dicha obra produce en una persona joven y sana, de sensibilidad normal. Verá usted sublimación, fortalecimiento, entusiasmo cálido y sincero, estímulo, tal vez, hacia una creación «artística» propia… ¡Candoroso aficionado! Nosotros, los artistas, vemos las cosas de un modo diferente del que pueda soñar él con su “cálido corazón” y su “entusiasmo sincero”. He visto a artistas rodeados de mujeres y jovenzuelos que los aclamaban, mientras que yo sabía de ellos… Por lo que respecta al origen del genio artístico, de sus manifestaciones y condiciones, pueden hacerse siempre las experiencias más curiosas…

—¿En los demás, Tonio Kröger, y perdone la interrupción, o no solo en los demás?

Tonio no contestó. Frunció sus torcidas cejas y silbó despreocupadamente.

—Deme su taza, por favor, Tonio. El té no está muy cargado. Y tome otro cigarrillo. Por lo demás, sabe muy bien que examina las cosas como no es necesario examinarlas…

—Esta es la respuesta de Horacio, mi querida Lizaveta: «examinar las cosas de esta manera sería examinarlas con demasiada exactitud», ¿no es verdad?

—Yo digo que también es posible examinarlas con exactitud desde otro punto de vista, Tonio Kröger. No soy más que una mujer tonta que pinta y, si encuentro algo que replicarle, si puedo defender su propia profesión en contra de usted mismo, aunque solo sea un poco, seguramente no será nada nuevo lo que yo le diga, sino tan solo un recordatorio de lo que usted mismo sabe perfectamente… Pues bien, el efecto purificador y santificador de la literatura, la dominación de las pasiones por el conocimiento y la palabra, la literatura como camino hacia la comprensión, el perdón y el amor, el poder redentor del lenguaje, el espíritu literario como la manifestación más noble del alma humana, el literato como hombre perfecto, como santo…; mirar las cosas de esta manera ¿no sería mirarlas con suficiente exactitud?

—Tiene usted derecho a hablar así, Lizaveta Ivánovna, con respecto a la obra de sus autores, a la venerable literatura rusa, que representa excelentemente a la literatura sagrada a la que usted se ha referido. Pero no he pasado por alto sus objeciones, antes bien figuran entre las cosas que hoy absorben mi interés… Míreme. ¿No parezco alegre en demasía, verdad? Un poco viejo, con las facciones muy acusadas y cansado, ¿no es así? Bien, pues, volviendo al tema del «conocimiento», imaginémonos a un hombre de buena fe por naturaleza, afable, bien intencionado y un poco sentimental, que quedase completamente deshecho y hundido por obra de la clarividencia psicológica. No dejarse vencer por la tristeza del mundo, observar, fijarse, acomodarse hasta a lo más atormentador y, por otra parte, sentirse bien, con plena conciencia de la superioridad moral sobre la detestable ficción de la existencia… ¡Sí, claro! Sin embargo, a veces todo esto llega a subírsele a la cabeza a uno, a pesar de todos los goces que procura el lenguaje. Comprenderlo todo, ¿significa perdonarlo todo? No lo sé. Hay algo que yo llamo náuseas del conocimiento, Lizaveta: el estado en el que le basta al hombre comprender algo para sentirse enseguida mortalmente asqueado, sin ánimo conciliador; es el caso de Hamlet, el danés, ese arquetipo literario. Bien sabía él lo que significa ser llamado a la sabiduría sin haber nacido para ella. Ser clarividente a pesar del velo de lágrimas del sentimiento, comprender, percatarse, observar y tener que dejar de lado con una sonrisa todo lo observado, incluso en los momentos en los que unas manos se estrechan, unos labios se encuentran, o la mirada del hombre, cegada por la emoción, se quiebra… Es infame, Lizaveta, ignominioso e indignante… Pero ¿de qué sirve indignarse?

»Otro aspecto no menos fascinante de la cuestión es, desde luego, la indiferencia, la apatía y el cansancio irónico frente a toda verdad, pues está comprobado que en ninguna parte del mundo se vive con más mutismo y menos esperanza que en un círculo de intelectuales que se las saben todas. Todo conocimiento es viejo y tedioso. Profiera usted una verdad de cuya conquista y posesión sienta tal vez una alegría juvenil y verá cómo esta vulgar exposición suya obtendrá por toda respuesta una insignificante expulsión de aire por la nariz… ¡Ah, sí, Lizaveta, la literatura cansa! Le aseguro a usted que, viviendo en sociedad, uno puede ser tenido por tonto simplemente porque se muestra escéptico y se abstiene de opinar, cuando en realidad no tiene más que orgullo y desazón… Esto en cuanto al “conocimiento” Pero en lo que se refiere a la “palabra”, ¿no se tratará menos de una redención que de una neutralización y un enfriamiento de la sensibilidad? De veras, la palabra participa, de una manera que hiela la sangre y nos indigna por su petulancia, de esta muerte de los sentimientos a través del lenguaje literario. ¿Siente su corazón rebosante? ¿Se siente invadida por una emoción demasiado dulce o sublime? ¡Nada más sencillo! Vaya a visitar a un literato y, en un abrir y cerrar de ojos, todo quedará arreglado. Analizará y formulará su caso, le dará un nombre, lo expresará en palabras y se lo explicará; se lo resolverá de una vez para siempre, de modo que, en adelante, le resultará indiferente, y no le pedirá por ello ni la más mínima muestra de gratitud. Pero usted volverá a casa aliviada, enfriada, purificada y preguntándose qué había en todo aquello que pudiera perturbarla con aquel dulce desconcierto de unos momentos antes. ¿Y va usted a tomar en serio la defensa de este frío y petulante charlatán? Todo lo expresado en palabras (he aquí el credo del literato) está despachado. Si el mundo entero fuera formulado en palabras, quedaría automáticamente liquidado, redimido, despachado… ¡Magnífico! Pero no crea que soy un nihilista…

—¿No lo es? —dijo Lizaveta. Se había acercado la cucharita llena de té a la boca y quedó como petrificada en esta postura.

—¡Ea, Lizaveta…! ¡Vamos! ¡Vuelva usted en sí! Le aseguro que, por lo que respecta a los sentimientos, no lo soy. Mire, en el fondo un literato no llega a comprender que la vida seguirá siendo vida y no se avergüenza de ello, aunque él la haya formulado en palabras y «despachado». Pues he aquí que la vida vuelve a las andadas y continúa pecando, a pesar de su redención por la literatura, puesto que todo acto es pecado a los ojos del espíritu.

»Y ahora llegamos al fondo de la cuestión, Lizaveta. Escúcheme. Yo amo la vida. Es una confesión que nunca había hecho a nadie. Acéptela y guárdela. Se ha dicho, incluso se ha escrito en letras de molde, que yo odio la vida, o que la temo, la desprecio o la detesto. Me ha complacido oírlo, me ha halagado incluso, pero no por eso es menos falso. Yo amo la vida… Usted se sonríe, Lizaveta, y sé muy bien por qué. Pero se lo suplico, no tome por literatura lo que le estoy diciendo ahora. No piense en César Borgia ni en ninguna de esas filosofías exaltadas que lo ponen en un pedestal. Para mí no representa nada ese César Borgia, no le doy la menor importancia y nunca jamás comprenderé cómo puede hacerse un ideal de lo insólito y demoníaco. No, la «vida», como eterno contraste de la vida y el arte, no se nos presenta a nosotros, los anormales, como una visión de grandeza ensangrentada y de belleza salvaje, sino que el reino de nuestros anhelos lo constituye lo normal, lo decente y amable, ¡la vida en su seductora banalidad! No es artista, amiga mía, aquel cuyo postrer y más profundo afán sea lo refinado, lo excéntrico y lo satánico, aquel que no conoce el ansia de inocencia, de sencillez y de vida, que no anhela un poco de amistad, de abnegación, de intimidad y de felicidad humana… ¡el afán furtivo y abrasador de los goces de la trivialidad, Lizaveta!

»¡Un amigo! ¿Quiere usted creer que me llenaría de orgullo y felicidad tener a un amigo entre los hombres? Es que hasta ahora solo he tenido amigos entre demonios, duendes, brujos infernales y fantasmas mudos, es decir, entre literatos.

»A veces me veo en una tarima, me encuentro en una sala frente a un público que ha venido a escucharme. Y mire usted, entonces me observo a mí mismo pasando revista al público, me sorprendo espiando furtivamente al auditorio, con una pregunta en el corazón: ¿quiénes son esos que han venido a escucharme?, ¿de quiénes son estos aplausos y este agradecimiento?, ¿con quién me hermana mi arte en una unión ideal…? No encuentro lo que busco, Lizaveta. Encuentro la grey y la comunidad que tan bien conozco, una reunión parecida a la de los primeros cristianos: gentes de cuerpos torpes y almas selectas, gentes que siempre caen, por decirlo así, usted me comprende, y para quienes la poesía es una dulce venganza contra la vida…, ¡siempre las mismas personas dolientes, anhelantes y pobres, y nunca ninguna de aquellas otras, las de ojos azules, Lizaveta, aquellas que no tienen necesidad de espíritu!

»Y, en último término, ¿no sería una lamentable falta de lógica alegrarse si las cosas fuesen de otro modo? Es paradójico amar la vida y empeñarse en atraerla por todas las artes al bando propio, en ganarla para las finuras y las melancolías, para la enfermiza aristocracia de la literatura. El reino del arte crece, y el de la salud y la inocencia disminuye. Convendría conservar con sumo esmero todo cuanto queda aún en este último, ¡en vez de intentar atraer al campo de la poesía a personas que prefieren mil veces más leer libros de equitación con fotografías instantáneas!

»Pues, al final, ¿qué espectáculo resultaría más deplorable que el de una vida aventurándose en el arte? Nosotros, los artistas, a nadie despreciamos tan profundamente como al diletante, al mortal que cree por añadidura que puede ser ocasionalmente un artista. Le aseguro que este menosprecio forma parte de mis experiencias personales. Me encuentro en una reunión de alta sociedad; se come, se bebe y se habla; todo el mundo se compenetra perfectamente y yo me siento contento y agradecido si puedo pasar inadvertido durante un rato entre gentes anodinas y normales. De pronto (esto me ha ocurrido realmente) se levanta un oficial, un teniente, por ejemplo, un muchacho guapo y apuesto, al que yo nunca hubiera creído capaz de una conducta indigna de su uniforme, y con palabras inequívocas pide permiso para recitarnos unos versos que ha compuesto. Con una sonrisa de sorpresa se le concede el permiso solicitado y el teniente lleva a cabo su propósito leyendo su composición de una cuartilla que hasta entonces había tenido escondida en su guerrera, una composición dedicada a la música y al amor, una composición, para decirlo en pocas palabras, tan profundamente sentida como poco interesante. Y yo digo: ¡un teniente! ¡Un hombre de mundo! ¿Qué necesidad tenía de hacer aquello? Y ocurre lo que debe ocurrir: caras largas, silencio embarazoso, unos cuantos aplausos de compromiso y un profundo malestar en la sala. La primera realidad que acusa mi conciencia es una sensación de complicidad en la turbación que aquel joven irreflexivo ha provocado en los reunidos, y ¡qué duda cabe!, también hasta mí llegan miradas burlonas y sorprendidas, porque el muy chapucero ha intentado meter baza en mi oficio. Y la segunda cosa en la que reparo es que aquel hombre, por cuya existencia y personalidad sentía yo momentos antes el más sincero respeto, se empequeñece y se hunde de repente ante mis ojos, y me inunda una benévola compasión. Me acerco a él, igual que otros caballeros valientes y de buen corazón, y le hablo. “Le felicito —digo—, señor teniente. ¡Qué gran talento! Realmente delicioso”. Y no falta mucho para que le dé unos golpecitos en la espalda. Pero ¿es benevolencia lo que uno debe sentir por un teniente…? ¡La culpa es suya! Allí estaba expiando con gran turbación el error de suponer que es lícito coger una hojita, una sola hojita, del laurel del arte sin pagarlo con la vida. No, en esto estoy de acuerdo con mi colega, el banquero que estuvo en la cárcel… Pero ¿no le parece a usted, Lizaveta, que hoy tengo una facundia verbal a lo Hamlet?

—¿Ha terminado ya, Tonio Kröger?

—No, pero no voy a hablar más.

—Ya ha hablado bastante… ¿Espera una respuesta?

—¿Tiene alguna?

—Creo que sí… Le he estado escuchando con atención, Tonio, desde el principio hasta el fin, y quiero darle la respuesta que corresponde a todo lo que ha estado diciendo esta tarde y que es la solución al problema que tanto le inquieta. Pues bien, la solución es que usted, ahí sentado, es, simple y llanamente, un burgués.

—¿Que soy un burgués? —preguntó él y se quedó un tanto ensimismado.

—¿Verdad que esto duele? Y así debe ser. Y por eso suavizaré un poco la sentencia, pues puedo hacerlo. Es usted un burgués descarriado, Tonio Kröger, un burgués que ha errado el camino.

Se produjo un silencio. Luego Tonio se levantó decidido y cogió el sombrero y el bastón.

—Le estoy muy agradecido, Lizaveta Ivánovna. Ahora ya puedo irme a casa tranquilo. Estoy despachado.

5

En otoño dijo Tonio Kröger a Lizaveta Ivánovna:

—Sí, Lizaveta, me voy de viaje. Necesito airearme. Me marcho en busca de horizontes lejanos.

—Vaya, padrecito, ¿conque se digna volver a Italia?

—¡Por Dios, Lizaveta, déjeme en paz con Italia! Italia me resulta indiferente hasta el menosprecio. Ya pasó aquello de imaginarme que pertenecía a ese país. El arte, ¿verdad? Un cielo de terciopelo azul, vino excitante y dulce sensualidad… En fin, que no quiero, renuncio. Toda aquella bellezza me pone nervioso. Tampoco puedo soportar aquellas gentes del sur, con su sangre terriblemente caliente y su oscura mirada de fieras. Esos romanos no tienen conciencia en los ojos… No, viajaré un poco por Dinamarca.

—¿Dinamarca?

—Sí. Y me prometo muchas cosas buenas de este viaje. El azar no ha querido que llegara nunca hasta allá arriba, a pesar de que pasé toda mi juventud muy cerca de la frontera. Sin embargo, es un país que siempre he conocido y amado. Probablemente he heredado esta inclinación a lo nórdico de mi padre, porque mi madre era más bien partidaria de la bellezza, si es que alguna vez fue partidaria de algo. Pero hojee usted los libros que se escriben en aquel país, Lizaveta, aquellos libros profundos, acrisolados y humorísticos; para mí no hay nada mejor, me apasionan. Fíjese usted en la cocina escandinava, en aquellas cocinas incomparables que solo se pueden digerir en una atmósfera saturada de sal (no sé si todavía podré soportarlas) y que conozco un poco por mi familia, pues en casa se come casi igual. Fíjese también en los nombres de pila con los que se adornan las gentes de allá y que abundan también en mi tierra. Ahí tiene, por ejemplo, un nombre tan sonoro como «Ingeborg», igual que un tañido de arpa lleno de la más acendrada poesía. Y luego el mar… ¡Allí tienen el mar Báltico…! En una palabra, me voy allá arriba, Lizaveta. Quiero volver a ver el Báltico, oír de nuevo aquellos nombres, leer aquellos libros en su propia fuente, y quiero estar en la terraza de Kronborg, donde el «fantasma» se apareció a Hamlet, y llevó el sufrimiento y la muerte al infeliz y noble joven…

—¿Cómo viajará usted, Tonio, si me permite la pregunta? ¿Qué ruta emprenderá?

—La acostumbrada —dijo él encogiéndose de hombros y ruborizándose visiblemente—. Sí, volveré a mi punto de partida, Lizaveta, después de trece años y quizá resulte un poco divertido.

Ella se rio.

—Esto es lo que deseaba oír, Tonio Kröger. Vaya, pues, con Dios y no deje de escribirme, ¿me oye usted? Espero que me mande una carta contándome sus experiencias del viaje… a Dinamarca.

6

Y Tonio Kröger partió hacia el norte. Viajó confortablemente (pues solía decir que alguien que interiormente lo pasaba mucho peor que los demás tenía perfecto derecho a un poco de comodidad externa) y no se detuvo hasta que vio ante sí las torres de su pequeña ciudad natal, con sus puntas elevadas hacia el cielo gris. Allí hizo una breve y extraña estancia…

Un cielo mortecino se envolvía ya en las sombras de la noche cuando el tren entró en la pequeña estación tan familiar, ennegrecida por el humo. Las bocanadas de humo seguían todavía amontonándose en los sucios cristales del techo, formando grumos negros, y se extendían de un lado a otro dejando largas estelas, igual que antaño, cuando Tonio Kröger había partido de esta estación con solo burla y escarnio en el corazón. Se ocupó del equipaje, ordenó que se lo mandasen al hotel y abandonó la estación.

Fuera esperaban, alineados, aquellos coches de alquiler de dos caballos, desmesuradamente altos y anchos, de color negro, típicos de la ciudad. Tonio no tomó ninguno, se limitó a mirarlos como lo miraba todo: las pequeñas fachadas y las torres puntiagudas, que lo saludaban por encima de las casas más próximas, las gentes rubias, indolentes y torpes, con su manera de hablar ampulosa pero rápida, que pasaban por su lado. Prorrumpió en una carcajada convulsiva que, en el fondo, tenía más de sollozo que de risa. Emprendió el camino a pie; andaba despacio, recibiendo en el rostro la incesante presión del viento húmedo, atravesó el puente flanqueado por estatuas mitológicas y siguió un trecho a lo largo del puerto.

¡Dios santo, cuán diminuto y tortuoso le parecía todo aquello! ¿Aquellas estrechas callejuelas habían subido siempre tan empinadas hacia la ciudad? Las chimeneas y los mástiles de los buques se mecían suavemente en el turbio río agitado por el viento y envueltos en las sombras del crepúsculo. ¿Debía subir aquella calle donde estaba la casa que llevaba en el pensamiento? No, mañana. Ahora tenía sueño. Sentía la cabeza pesada del viaje, y pensamientos vagos y nebulosos cruzaban su mente.

Durante estos trece años, cuando sufría una indigestión, había soñado algunas veces que se encontraba de nuevo en el viejo caserón, lleno de resonancias, situado en aquella calle transversal, y que su padre también estaba allí y lo reñía severamente por la vida degenerada que llevaba, reprensiones que le parecían, como siempre, muy justificadas. Pero la realidad presente en nada se diferenciaba de uno de aquellos fantasmas nocturnos, enloquecedores e indestructibles de los que cabía peguntar si eran alucinación o realidad, pero que él se veía obligado a admitirlos como reales para despertarse; sin embargo, una vez desvanecidos… Cruzaba las calles poco concurridas en aquella hora y barridas por el viento, con la cabeza agachada a causa de las violentas ráfagas, y se dirigía como un sonámbulo hacia el hotel, el mejor de la ciudad, donde se proponía pasar la noche. Un hombre pernituerto, que llevaba una pértiga con una llamita en su extremo, iba delante de él balanceándose al andar como un marinero y encendiendo las farolas de gas.

Pero ¿qué le ocurría? ¿Qué era todo aquello que ardía sin fuego, tan oscuro y doloroso, bajo las cenizas de su cansancio, sin llegar a convertirse en luminosa llama? ¡Silencio, silencio y ni una sola palabra! ¡Ni una sola palabra! De buena gana habría seguido andando toda la noche, envuelto por el viento, a través de aquellas callejuelas sumergidas en la penumbra que tan familiares le resultaban en los sueños. Pero era todo tan angosto, estaban tan cerca una cosa de otra, que pronto llegaba uno a su destino.

En la ciudad alta había lámparas de arco voltaico recién encendidas. Allí estaba el hotel, con sus dos leones negros en la entrada, que tanto miedo le habían dado cuando era niño. Ahora, como entonces, seguían mirándose con un aire como de quien va a estornudar; pero parecían haber empequeñecido desde entonces. Tonio Kröger pasó entre los dos.

Puesto que llegó a pie, fue recibido con pocos cumplidos. El portero y un caballero muy distinguido y vestido de negro, encargado de hacer los honores, que estaba subiéndose continuamente con los dedos meñiques los puños postizos, lo examinaron de pies a cabeza con atención y gravedad, visiblemente empeñados en clasificar su rango social, catalogarlo desde el punto de vista jerárquico y burgués, y asignarle el grado de estimación que les merecía; pero, como no pudieron llegar a un resultado satisfactorio a pesar de todos sus esfuerzos, se decidieron por un trato cortés aunque moderado. Un camarero, un hombre de suaves modales, con patillas rubias como el pan, un frac que brillaba de puro viejo y hebillas en sus silenciosos zapatos, lo condujo hasta el segundo piso, a una habitación pulcra y amueblada al estilo de una alcoba patriarcal, tras cuyas ventanas se descubría, en la luz crepuscular, una vista pintoresca y medieval de la ciudad, un conjunto de patios y frontispicios, y de la fantástica mole de la catedral, cercana al hotel. Tonio Kröger se quedó un rato ante la ventana, luego se sentó en el espacioso sofá, con los brazos cruzados, frunció las cejas y se puso a silbar.

Le subieron luz y el equipaje. Al mismo tiempo, el camarero de suaves modales le dejó sobre la mesa una hoja de inscripción, y Tonio Kröger, con la cabeza ladeada, escribió en ella algo que parecía su nombre, su estado civil y su procedencia. Luego encargó un poco de cena y siguió mirando al vacío sentado en el extremo del sofá. Cuando tuvo la comida delante, pasó todavía un rato sin tocarla; finalmente tomó algunos bocados y después estuvo andando otra hora arriba y abajo por la habitación, deteniéndose y cerrando los ojos de vez en cuando. Después se desnudó con movimientos perezosos y se fue a la cama. Durmió mucho tiempo, entre sueños descabellados y sensaciones extrañas.

Al despertar, vio la habitación inundada de la claridad del nuevo día. Perplejo y excitado, fue recordando poco a poco dónde se encontraba; luego se levantó para descorrer las cortinas. El azul del cielo, algo pálido, de finales de otoño, aparecía surcado de delgadas franjas de nubes, desgarradas por el viento; no obstante, el sol brillaba sobre su ciudad natal.

Aquel día puso mayor cuidado que de costumbre si cabe en su aseo personal; se lavó y se afeitó lo mejor que pudo y se arregló con tanta finura y pulcritud como si pensara ir de visita a una casa de la alta sociedad en la que sería preciso causar una impresión agradable e impecable. Y mientras se vestía, oía los inquietos latidos de su corazón.

¡Cuánta claridad en las calles! Se habría sentido más a gusto si el crepúsculo hubiera hecho presa de ellas, como en la víspera; ahora tendría que pasar ante las miradas de la gente a pleno sol. ¿Se toparía con conocidos? ¿Tendría que detenerse, verse acosado a preguntas y explicar cómo había pasado aquellos trece años? No, gracias a Dios ya nadie lo conocía y, si alguien se acordaba de él, tampoco lo reconocería, pues en todo este tiempo había cambiado mucho. Se miró detenidamente en el espejo y de repente se sintió más seguro tras su máscara, tras su rostro prematuramente envejecido, que lo hacía mayor de lo que era en realidad… Mandó que le sirvieran el desayuno y luego salió. Cruzó el vestíbulo bajo las miradas del portero y del elegante señor de negro, empeñados todavía en tasarlo en su justo valor, y abandonó el hotel pasando entre los dos leones.

¿Adónde iba? Ni siquiera él lo sabía. Era como la víspera. Apenas se vio nuevamente rodeado de aquel conjunto de frontispicios, torres, arcos y fuentes tan maravilloso, tan majestuoso y familiar, apenas sintió de nuevo en su rostro las ráfagas de viento, de aquel viento impetuoso que transportaba aromas suaves y amargos de sueños lejanos, sus sentidos quedaron envueltos en una especie de velo de hilos nebulosos. Los músculos de su rostro se relajaron, y observaba a las personas y las cosas con mirada más tranquila. Tal vez allí, en aquella esquina, llegaría a despertarse…

¿Adónde iba? Le parecía como si la dirección tomada tuviese relación con los sueños de la pasada noche, tristes y llenos de un extraño arrepentimiento… Estaba en el mercado, pasando bajo las arcadas del ayuntamiento, donde los carniceros pesaban su mercancía con manos ensangrentadas; era aquella plaza donde se erguía la puntiaguda fuente gótica de varios caños. Se detuvo ante una casa, estrecha y sencilla como todas las demás, con un frontón afiligranado y terminado en punta, y se sumió en su contemplación. Leyó el nombre en la placa de la puerta y paseó la mirada unos instantes por cada una de sus ventanas. Luego se volvió lentamente y se alejó.

¿Adónde iba? A su casa. Pero dio un rodeo: puesto que tenía tiempo, dio un paseo por las afueras de la ciudad. Pasó por la muralla de la Molinería y la de Holstein, sujetando con fuerza el sombrero por miedo al viento que hacía crujir y chirriar los árboles. Al llegar cerca de la estación, abandonó las murallas; vio pasar un tren que iba dando empellones a marcha lenta, contó los vagones por pasatiempo y siguió con la mirada al hombre que iba sentado en la garita del último vagón. Al llegar a la Lindenplatz se detuvo ante una de las hermosas villas que rodean la plaza, contempló con atención el jardín y las ventanas durante un buen rato y finalmente empezó a sacudir la verja, haciéndola crujir en sus goznes. Luego se miró unos instantes la mano fría y herrumbrosa por el contacto con el hierro, y siguió adelante; pasó por el viejo portalón, bajo y rechoncho, recorrió el puerto y subió por la empinada callejuela, expuesta siempre a los cuatro vientos, que conducía a la casa de sus padres.

Cercada por los edificios vecinos, por encima de los cuales sobresalía la punta de su frontón, la casa aparecía tan gris y seria como trescientos años atrás, y Tonio Kröger leyó el piadoso adagio grabado encima de la entrada con letras medio borradas. Luego exhaló un suspiro y entró.

Su corazón latía con inquietud, pues tenía el presentimiento de que su padre podía aparecer en cualquier momento por una de las puertas de la planta baja, por las que salía antaño vestido para ir a la oficina, con la pluma detrás de la oreja; podía detenerlo y reprenderle severamente su vida extravagante, cosa que él habría encontrado perfectamente justificado. Pero llegó hasta la puerta sin ser molestado. El cancel no estaba cerrado, solo entornado, lo que le pareció reprochable. Mientras andaba, se sentía como transportado a uno de estos sueños ligeros en los que los obstáculos se desvanecen por sí mismos y uno puede avanzar sin dificultad, protegido por una suerte prodigiosa… El amplio vestíbulo, pavimentado con grandes baldosas cuadrangulares, resonaba bajo sus pies. Frente a la cocina, de la que no salía el menor ruido, se destacaban por encima de la pared, como en otros tiempos, a una altura considerable, las habitaciones de las sirvientas, extrañas y toscas, pero limpias, habitaciones de madera barnizada a las que solo se podía subir desde el vestíbulo por una escalera descubierta. Pero ya no estaban aquellos grandes armarios y los cofres de madera tallada que siempre había visto allí. El hijo de la casa subió por la gran escalinata, apoyándose en el pasamano de madera cincelada y barnizada de blanco; levantaba la mano a cada paso y la dejaba caer lentamente al siguiente, como queriendo comprobar tímidamente si podía restablecer la antigua familiaridad con aquella vieja y sólida balaustrada. Al llegar al descansillo, se detuvo frente a la entrada del entresuelo. En la puerta había un rótulo con legras negras que decía BIBLIOTECA POPULAR.

¿Biblioteca Popular?, pensó Tonio Kröger, pues consideraba que ni al pueblo ni a la literatura se les había perdido nada allí. Llamó a la puerta… Oyó un «adelante» y la abrió. Una vez dentro, contempló con ojos asombrados y huraños los impertinentes cambios que allí se habían operado.

El piso constaba de tres salas comunicadas entre sí por puertas abiertas de par en par. Las paredes estaban cubiertas en casi toda su altura por libros encuadernados de idéntica manera y ordenados según el tamaño en largas hileras de estanterías oscuras. En cada una de las salas había una persona de aspecto pobre sentada tras una especie de mostrador y escribiendo. Solo dos de ellas volvieron la cabeza cuando Tonio Kröger entró, pero la primera se levantó presurosa, apoyándose con ambas manos sobre la mesa, sacó la cabeza hacia adelante, apretó los labios, frunció las cejas y contempló al visitante con unos ojos que no cesaban de parpadear.

—Perdone —dijo Tonio Kröger sin apartar la vista del montón de libros—. Soy forastero y estoy visitando la ciudad… ¿De modo que esto es la Biblioteca Popular? ¿Me permite echar un vistazo a los libros?

—Con mucho gusto —respondió el empleado, parpadeando con más ahínco aún—. ¡Cómo no! La entrada es libre. Mire usted cuanto guste. ¿Prefiere un catálogo?

—No, gracias —respondió Tonio Kröger—. Me orientaré fácilmente.

Y diciendo esto echó a andar pasando lentamente por delante de las estanterías, fingiendo que examinaba los títulos en los lomos de los libros. Finalmente sacó uno, lo abrió y se acercó con él a la ventana.

Aquella habitación había sido la sala de desayuno. Lo tomaban aquí y no arriba, en el gran comedor, donde blancas estatuas de divinidades se destacaban del fondo azul de los tapices. El otro cuarto había servido de dormitorio. En él había fallecido su abuela paterna, de pura vejez, tras una dura agonía, pues había sido una dama de mundo, muy dada a los placeres de la vida y a ella se aferró hasta el último momento. Y más tarde, en aquella misma habitación, había exhalado el último suspiro su padre, aquel caballero alto, impecablemente vestido, un tanto melancólico y apesadumbrado, que llevaba una flor silvestre en el ojal… Tonio se había sentado a los pies de su lecho de moribundo, con los ojos enrojecidos, sincera y totalmente entregado a su mudo y profundo sentimiento de amor y dolor. Y también su madre se había arrodillado junto a la cama, su bella y ardorosa madre, deshecha en un mar de lágrimas; tras lo cual se había marchado con el artista meridional hacia lejanos horizontes de cielo azul… Y la tercera habitación, la del fondo, la más pequeña, repleta ahora también de libros, custodiados por un hombre de aspecto más bien miserable, había sido la suya durante muchos años. En ella solía buscar refugio al salir del colegio, después de dar un paseo exactamente igual al que había dado hoy; junto a aquella pared había estado su mesa, en cuyo cajón guardara sus primeros versos, entrañables y desvalidos versos… El nogal… Se sintió invadido por una aguda melancolía. Miró por encima del hombro a través de la ventana. El jardín estaba abandonado, pero el viejo nogal seguía allí, crujiendo y murmurando pesadamente con el viento. Y Tonio Kröger paseó de nuevo su mirada por el libro que sostenía en las manos, una excelente obra poética que le era bien conocida. Fijó sus ojos en aquellas líneas negras que formaban grupos de frases, siguió un trecho el curso de las estrofas, sintió cómo una corriente artística se elevaba, poseída de fuerza poética, hasta las más altas esferas de la inspiración y se interrumpía luego produciendo un efecto formidable…

—Sí, está muy bien —dijo. Puso el libro a un lado y se apartó de la ventana.

Entonces se dio cuenta de que el empleado seguía de pie, parpadeando con impresión servicial y a la vez desconfiada.

—Excelente biblioteca, según veo —añadió—. He logrado hacerme una idea del conjunto. Les estoy muy agradecido. Adiós.

Dicho esto, salió de la sala, pero fue una salida algo vacilante, y se dio perfecta cuenta de que el empleado no quedaba demasiado tranquilo respecto a esta visita y de que probablemente seguiría todavía de pie parpadeando unos segundos.

No sentía el menor deseo de continuar su exploración. Había estado en su casa. Podía ver que arriba, en las grandes habitaciones de detrás del pórtico, vivían personas extrañas, pues al final de la escalera había ahora una puerta de vidrio con un nombre desconocido grabado en ella. Se alejó, bajó las escaleras, atravesó el vestíbulo haciéndolo resonar con sus pisadas y abandonó la casa paterna. Ensimismado en el rincón de un restaurante, tomó un almuerzo pesado y grasiento y luego regresó al hotel.

—Ya he terminado —dijo al elegante caballero vestido de negro—. Me marcho esta tarde.

Pidió la cuenta y encargó además un coche para que lo llevara al puerto, donde embarcaría en el vapor hacia Copenhague. Subió luego a su habitación y se sentó ante la mesa; allí se quedó sin moverse, con el busto erguido, apoyando la mejilla en la mano y mirando con ojos inexpresivos el tablero de la mesa. Más tarde pagó la cuenta y preparó sus cosas. A la hora indicada le anunciaron la llegada del coche y Tonio Kröger bajó dispuesto para el viaje.

Abajo, al pie de la escalera, lo esperaba el elegante caballero vestido de negro.

—Perdone —dijo, mientras con sus pequeños dedos metía los puños de la camisa dentro de las mangas—. Perdone que lo entretengamos todavía unos instantes, caballero. El señor Seehaase, el propietario del hotel, desearía cambiar con usted unas breves palabras. Simple formalidad… Está allí dentro… ¿Tiene la bondad de seguirme? Se trata simplemente del señor Seehaase, el dueño del hotel.

Y entre un sinfín de reverencias que invitaban a seguirlo, condujo a Tonio Kröger al fondo del vestíbulo. En efecto, allí se encontraba el señor Seehaase. Tonio Kröger lo conocía de vista desde mucho tiempo atrás. Era bajo, gordo y pernituerto. Sus patillas, muy bien recortadas, habían encanecido, pero seguía llevando un frac muy abierto y una gorra de terciopelo bordada de verde. Y no estaba solo. Había además en la estancia, junto a un pequeño pupitre adosado a la pared, un policía, con su casco puntiagudo, que reposaba su enguantada mano sobre un papel escrito con abigarrados caracteres, colocado frente a él en el pupitre. El policía estaba aguardando a Tonio Kröger con una expresión de soldado fiel y lo miró, al entrar, como esperando que la tierra se lo tragase con solo verle la cara.

Tonio Kröger miró a uno y otro y optó por esperar que hablasen primero.

—¿De modo que viene usted de Múnich? —preguntó por fin el policía en un tono bondadoso y tardo.

Tonio Kröger asintió.

—¿Y se dirige a Copenhague?

—Sí, de paso hacia un balneario danés.

—¿Balneario…? Ah, bien, pero antes debe enseñarme su documentación —dijo el policía pronunciando la última palabra con especial complacencia.

—¿Documentación…?

No tenía documentación. Sacó la cartera y la examinó; pero, aparte de algunos billetes de banco, no encontró más que las pruebas de una novela corta que pensaba terminar a su destino. Nunca le había gustado tener que tratar con funcionarios y ni siquiera se había sacado un pasaporte en toda su vida.

—Lo siento —dijo—, pero no llevo ninguna documentación encima.

—¿Ah, no? —dijo el policía—. ¿Ninguna…? ¿Cómo se llama?

Tonio Kröger dijo su nombre.

—¿De veras? —preguntó el policía. Se irguió todavía más y ensanchó de repente las ventanas de la nariz, tanto cuanto daban de sí.

—Bien de veras —respondió Tonio Kröger.

—¿Y a qué se dedica?

Tonio Kröger tragó saliva y mencionó con voz firme su profesión. El señor Seehaase levantó la cabeza y lo miró al rostro lleno de curiosidad.

—¡Hum! —dijo el policía—. Y usted niega ser un individio llamado…

Dijo «individio» y deletreó un nombre complicado y romántico, escrito en un papel de abigarrados caracteres, que parecía caprichosamente mezclado con sonidos pertenecientes a distintas razas y que Tonio Kröger olvidó al instante.

— …el cual —prosiguió el policía— es hijo de padres desconocidos, sin domicilio fijo y buscado por la policía de Múnich a causa de varias estafas y otros delitos, y que quizá se dispone a huir a Dinamarca…

—Sí, lo niego —dijo Tonio Kröger, moviendo nerviosamente los hombros.

Esta respuesta produjo cierta impresión.

—¿Cómo…? ¡Sí, no, claro! —dijo el policía—. Pero esto de que no pueda probar su identidad…

El señor Seehaase intervino como mediador.

—Se trata de una mera formalidad —dijo—, nada más. Piense usted que el señor agente no hace más que cumplir con su deber. Si pudiera usted identificarse de alguna manera… Un solo documento…

Todos callaron. ¿Debía poner fin al asunto dándose a conocer, explicando al señor Seehaase que él no era un estafador sin domicilio fijo, ni un gitano de nacimiento como aquellos que viajaban en carros verdes, sino el hijo del cónsul Kröger, uno de los Kröger? No, no tenía ganas de hacerlo. Además, ¿estos representantes del orden cívico no tenían, en el fondo, razón? Hasta cierto punto estaba totalmente de acuerdo con ellos… Se encogió de hombros y permaneció callado.

—¿Qué lleva ahí? —preguntó el policía—. En la cartera.

—¿Aquí? Nada. Pruebas de imprenta —respondió Tonio Kröger.

—¿Pruebas de imprenta? ¿Qué quiere decir? Déjeme ver.

Tonio Kröger le entregó los papeles. El policía los extendió sobre el pupitre y empezó a leerlos. El señor Seehaase se acercó a su vez para también poderlos leer. Tonio Kröger los observaba por encima del hombro y procuraba enterarse del pasaje que estaban leyendo. Era un fragmento bueno, lleno de efecto y expresión, que había compuesto con suma exquisitez. Se sentía satisfecho de sí mismo.

—¡Fíjense! —dijo—. Aquí está mi nombre. Esto lo he escrito yo y pronto va a ser publicado, ¿comprenden?

—Bueno, con esto basta —dijo el señor Seehaase con decisión, recogió precipitadamente las hojas, las dobló y se las devolvió—. Esto debe bastarle, Petersen —repitió secamente, mientras guiñaba el ojo a hurtadillas y movía la cabeza negativamente—. No tenemos derecho a retener al caballero por más tiempo. El coche está esperando. Le pido sepa disculpar esta pequeña molestia, señor. El señor agente no ha hecho sino cumplir con su deber, desde luego, pero yo ya le dije enseguida que estaba sobre una pista falsa.

¿Ah, sí?, pensó Tonio Kröger.

El policía no parecía estar muy convencido y todavía dijo algo de «individio» y «documentación». Pero, entre repetidas muestras de sentimiento, lo acompañó hasta el coche entre los dos leones y cerró personalmente la portezuela tras él en medio de grandes pruebas de consideración y respeto. Y después el coche de punto, ridículamente alto y ancho, echó a rodar entre tropezones, tintineos y crujidos, calle abajo hacia el puerto.

Tal fue la extraña visita de Tonio Kröger a su ciudad natal.

7

Caía ya la noche y la luna se elevaba con su reflejo plateado sobre las olas, cuando el vapor de Tonio Kröger llegó a mar abierta. Tonio estaba junto al bauprés, envuelto en su abrigo para resguardarse de un viento que arreciaba por momentos, y contemplaba el oscuro embate de las olas que se balanceaban allá abajo chocando entre sí, chasqueando, se separaban en direcciones opuestas y brillaban de pronto con la blancura de su espuma.

Su espíritu se mecía al compás de las olas y se sentía plácidamente transportado. El hecho de que en su ciudad natal hubieran querido detenerlo por estafador le había deprimido un poco, aunque, en cierto modo, lo había encontrado natural. Pero luego, tras embarcarse, había presenciado las maniobras de carga, igual que otras muchas veces cuando de niño iba al muelle acompañado de su padre; había visto cómo las profundas entrañas del vapor se iban llenando de mercancías entre los gritos de los marineros, proferidos en una mezcla de danés y bajo alemán. Había visto cómo, además de los bultos y las cajas, habían cargado un oso polar y un tigre real en jaulas de gruesos barrotes, que probablemente venían de Hamburgo e iban destinados a algún parque zoológico danés. Este espectáculo lo había distraído. Luego, mientras el barco se deslizaba a lo largo de las llanas márgenes del río, ya se había olvidado del interrogatorio del policía Petersen y, en cambio, todo lo que había ocurrido antes, sus sueños nocturnos, dulces, tristes y pesarosos, el paseo por la ciudad, el viejo nogal, todo aquello cobraba nueva vida en su alma. Y ahora que el mar se abría ante él, volvía a ver de lejos la playa en la que, de niño, había podido acechar los sueños estivales del mar, veía de nuevo el rayo de luz del faro y las lucecitas del balneario donde antaño se hospedara con sus padres… ¡El mar Báltico! Reclinó la cabeza ante el recio viento que le azotaba de lleno la cara sin encontrar resistencia a su paso, le envolvía los oídos y le producía un agradable vértigo, un suave aturdimiento en el que se hundía hasta desaparecer, somnoliento y feliz, el recuerdo de todo lo malo, de tormentos y extravíos, de anhelos y cuitas. Y en el zumbar, chasquear, espumar y gemir del viento y de las olas a su alrededor creía estar escuchando el crujir del viejo nogal y el chirriar de la verja del jardín… Oscurecía por momentos.

—¡Las estrellas, Dios mío! Mire no más las estrellas —dijo de improviso una voz de acento pesado y musical que parecía salir de dentro de un tonel.

Tonio conocía esta voz. Pertenecía a un hombre pelirrojo, vestido con sencillez, de párpados enrojecidos y aspecto frío y húmedo, como si acabase de salir del baño. Aquel hombre había sido su vecino de mesa en la cena de a bordo y se había tragado una cantidad asombrosa de tortillas de langosta entre tímidos y comedidos movimientos. Ahora estaba apoyado junto a él en la barandilla y miraba hacia el cielo con la barbilla sujeta entre los dedos pulgar e índice. Sin duda se encontraba en uno de aquellos momentos extraordinarios de sublime éxtasis en los que las fronteras entre los hombres desaparecen, el corazón se abre también para los extraños y la boca dice cosas a las que, en otra ocasión, se habría cerrado pudorosamente.

—Mire usted, caballero, mire las estrellas. Están allá arriba y centellean, sabe Dios que llenan todo el firmamento. Y ahora le pregunto: cuando uno mira hacia el cielo y piensa que muchas de estas estrellas pueden ser cientos de veces mayores que la tierra, ¿qué sensación experimenta? Los hombres hemos inventado el telégrafo y el teléfono, y hemos hecho tantos y tantos progresos en la época moderna…, sí, esto lo hemos hecho nosotros, pero cuando miramos las estrellas, no tenemos otro remedio que comprender y reconocer que, en el fondo, no somos más que unos gusanos, unos miserables gusanos… ¿Tengo o no tengo razón, caballero? Sí, ¡somos unos gusanos! —se respondió a sí mismo e inclinó la cabeza humilde y compungido ante la inmensidad del firmamento.

«Ah, no, este hombre no lleva literatura en la sangre», pensó Tonio Kröger. E inmediatamente le vino a la memoria algo que había leído hacía poco: el artículo de un famoso escritor francés sobre cosmología y psicología; no era más que pura y simple palabrería.

Contestó a la observación de aquel joven, tan vivamente sentida, con algo que pareció una respuesta, y luego siguieron conversando reclinados en la baranda, contemplando la agitada noche, iluminada por la luz intermitente de las estrellas. Aquel compañero de viaje resultó ser un joven comerciante de Hamburgo que aprovechaba sus vacaciones para un viaje de placer.

—Un día pensé: deberías coger el vapor e ir a Copenhague —dijo el joven comerciante—, y aquí estoy. Y por el momento resulta todo maravilloso, aunque lo de las tortillas de langosta no estuvo bien, ya lo verá, caballero, pues la noche será borrascosa, lo ha dicho el propio capitán, y con una comida tan indigesta en el estómago, no me va a hacer mucha gracia…

Tonio Kröger escuchaba aquellas graciosas tonterías con un secreto sentimiento amistoso.

—En efecto —dijo—, por estas latitudes la comida suele ser pesada. Esto vuelve a las personas perezosas y melancólicas.

—¿Melancólicas? —repitió el joven mirándolo perplejo—. Sin duda es usted extranjero, ¿verdad, señor? —preguntó de repente.

—Oh, sí, vengo de muy lejos —respondió Tonio Kröger haciendo un vago movimiento de defensa con los brazos.

—Sin embargo, tiene usted razón —dijo el joven—. ¡Sabe Dios que tiene razón en lo que dice de la melancolía! Yo casi siempre me siento así, pero especialmente en noches como la de hoy, cuando las estrellas cubren el firmamento.

Y volvió a apoyar la barbilla entre el índice y el pulgar.

«Seguramente escribe versos —pensó Tonio Kröger—, versos de comerciante, sentidos en toda su profundidad y con toda honradez…».

Avanzaba la noche y el viento se había hecho tan recio que les impedía hablar. Entonces decidieron irse a dormir un poco y se desearon mutuamente buenas noches.

Tonio Kröger se echó en la estrecha litera de su camarote, pero no consiguió conciliar el sueño. El fuerte viento y su agrio aroma lo habían excitado de manera extraña, y su corazón se hallaba inquieto como en espera angustiosa de algo dulce. Las sacudidas del oleaje contra el barco, cuando este subía y bajaba las encrespadas crestas de las olas y la hélice se movía convulsivamente fuera del agua, le producían náuseas. Volvió a vestirse de pies a cabeza y subió a cubierta.

Grupos de nubes pasaban ahora en alocada carrera por delante de la luna. El mar bailaba. Las olas no se acercaban acompasadamente, redondas y uniformes, sino que todo cuanto abarcaba la vista aparecía revuelto bajo una luz pálida y mortecina, las olas chasqueaban al romperse, se revolvían, saltaban formando gigantescas crestas como lenguas de fuego, levantaban cimas rizadas y figuras inverosímiles y parecían lanzar la espuma a los cuatro vientos, en medio de una danza frenética, con la fuerza de unos brazos monstruosos. El barco tenía una travesía difícil; cabeceando, balanceándose y crujiendo se abría camino en medio de aquel fragor, y a veces se oían salir del interior del buque los rugidos del oso y del tigre, molestos por el ímpetu del oleaje. Un hombre envuelto en un impermeable, con la capucha echada sobre la cabeza y una linterna sujeta al cuerpo, andaba por la cubierta balanceándose de un lado para otro, esparrancado, avanzando a duras penas.

Y más atrás estaba el joven de Hamburgo, inclinado sobre la borda y pasando un mal rato.

—¡Santo Dios! —dijo con voz cavernosa y vacilante al descubrir la presencia de Tonio Kröger—. ¡Mire, cómo se han desatado los elementos!

Tuvo que interrumpirse y darse la vuelta rápidamente.

Tonio Kröger se agarró al primer cable bien amarrado que encontró y miró por encima de la borda la indomable insolencia del mar. Se sintió de pronto invadido por una inmensa alegría y le pareció que esta alegría era lo bastante fuerte para dominar con su voz la tempestad y el oleaje. En su interior resonó un canto al mar inspirado por el amor. «Tú, bravo amigo de mi juventud, henos otra vez juntos…». Pero el poema se interrumpió aquí. No estaba acabado ni tenía forma definitiva, ni siquiera había sido compuesto con la paz y la serenidad de quien proyecta una obra completa. Su corazón latía lleno de vida…

Así permaneció largo rato; luego se tendió en un banco frente a los camarotes y levantó los ojos al cielo, donde centelleaban las estrellas. Dormitó incluso unos instantes. Y cuando la fría espuma le salpicaba el rostro, le parecía, en su somnolencia, una caricia.

Luego aparecieron unos peñascos escarpados y blanquecinos que se acercaban e iban tomando formas fantasmales a la luz de la luna: era la isla de Möen. De nuevo le entró el sueño, interrumpido de vez en cuando por las salpicaduras de agua salada que le escocían el rostro y le entumecían la lengua… Cuando se despertó del todo, era ya de día, un día gris y frío, y el verde mar estaba casi en calma. Durante el desayuno vio otra vez al joven comerciante, que se ruborizó intensamente, sin duda de vergüenza por haber hablado durante la noche de cosas tan poéticas y ridículas; acarició con los cinco dedos su bigotito pelirrojo y le dio los buenos días con un riguroso saludo militar para esquivarlo a continuación medrosamente.

Y Tonio Kröger desembarcó en Dinamarca. Llegó a Copenhague, dio propina a todo aquel que ponía cara de tener derecho a esperarla y durante tres días seguidos salió del hotel para recorrer la ciudad a pie, llevando continuamente abierta en la mano su guía de viaje y comportándose siempre como el buen forastero que desea ampliar sus conocimientos. Visitó el Nuevo Mercado del Rey, con su «caballo» en el centro, contempló detenidamente las columnas de la iglesia de Nuestra Señora, se detuvo un buen rato frente a las nobles y hermosas esculturas de Thorwaldsen, subió a la Torre Redonda, visitó castillos, asistió durante dos noches a las veladas artísticas del Tívoli. Pero en realidad no fue nada de esto lo que vio.

En las fachadas de las casas, que a menudo tenían un aspecto exactamente igual que las viejas casas de su ciudad natal, con sus frontones arqueados y afiligranados, vio nombres que conocía desde hacía mucho tiempo, que le parecían contener un significado de algo tierno y precioso, pero que, a pesar de todo, encerraban en sí mismos algo así como un reproche, una queja y añoranza del pasado. Y dondequiera que aspirase el aire húmedo del mar en sorbos lentos y pausados, veía siempre ojos azules, cabellos rubios y rostros semejantes todos a los que viera en aquellos extrañamente dolorosos y contritos sueños de la noche pasada en su ciudad natal. Sucedía, incluso, que en plena calle una mirada, una palabra vibrante, una carcajada, le llegaban al fondo del corazón…

No soportó mucho tiempo aquella alegre ciudad. Lo agitaba una especie de inquietud dulce y absurda, mitad recuerdo y mitad esperanza, y sentía deseos de tenderse en cualquier lugar de la playa y no tener que interpretar el papel del turista que se afana por ampliar conocimientos. Se embarcó, pues, de nuevo y se dirigió, con un cielo gris y un mar negro, hacia el norte, bordeando la costa de Seeland, rumbo a Helsingör. Desde esta ciudad continuó inmediatamente su viaje por carretera, siguiendo siempre la orilla del mar durante tres cuartos de hora, hasta llegar al término definitivo del viaje: el pequeño balneario de paredes blancas y persianas verdes que estaba situado en medio de una colonia de hotelitos y orientado hacia el estrecho de Sund y la costa sueca. Al llegar allí, se apeó, tomó posesión del alegre cuarto que le tenían preparado, y llenó armario y anaqueles con todo lo que había traído consigo, dispuesto a pasar allí una temporada.

8

Era entrado ya el mes de septiembre y quedaban pocos huéspedes en Aalsgaard. Durante las comidas, en el espacioso comedor de la planta baja, que tenía el techo cubierto de vigas de madera y altos ventanales que daban a la veranda de cristal con vistas al mar, presidía la mesa la propietaria, una vieja solterona de pelo blanco, ojos incoloros, mejillas tenuemente sonrosadas y voz chillona y trémula, que siempre trataba de colocar sus manos encarnadas sobre el mantel de manera elegante. Había allí un caballero ya mayor, de barba blanca cortada al estilo de un lobo de mar, cuello muy corto y rostro violáceo, que era comerciante de pescado en la ciudad y dominaba bien el alemán. Parecía estar siempre estreñido y propenso a la apoplejía, pues respiraba a intervalos y con breves sacudidas, y de vez en cuando levantaba el dedo índice lleno de anillos hasta uno de los orificios de la nariz para cerrarlo y respirar por el otro dando fuertes resoplidos. Pero no por eso dejaba de empinar el codo bebiendo sin parar de la botella de aguardiente que tenía en la mesa, tanto en el desayuno como en la comida y la cena. Había, además, tres mocetones estadounidenses con su ayo o profesor particular que se subía continuamente las gafas, hablaba poco y durante el día jugaba al fútbol con ellos. Tenían el pelo rojizo peinado con la raya en medio y unos rostros alargados e impasibles.

Please, give me the wurst-things there! —«Pásame las salchichas, por favor», dijo uno.

—That’s not wurst, that’s schinken! —«Eso no son salchichas, es jamón», dijo otro.

Y en esto consistía toda la conversación, tanto por parte de los muchachos como del preceptor, pues, por lo demás, permanecían sentados en silencio y bebiendo agua tibia.

Tonio Kröger no habría podido desear otro tipo de compañía en la mesa. Disfrutaba de la paz, escuchaba atentamente los sonidos guturales y las vocales abiertas y cerradas del idioma danés en el que a veces conversaban el comerciante de pescado y la dueña, intercambiaba de vez en cuando con el primero unas palabras sobre la presión barométrica y luego se levantaba para atravesar la veranda y bajar a la playa, donde pasaba largas horas todas las mañanas.

A veces la playa estaba tranquila y soleada. El mar reposaba quieto y liso, lleno de franjas azules, verdes y rojizas, y en sus aguas se reflejaban resplandores de luces plateadas; las algas marinas se secaban al sol y las medusas, esparcidas sobre la arena, evaporaban su humedad. Olía a podrido y a la brea de la barca de pesca en la que Tonio Kröger apoyaba su espalda, sentado en la arena… En esta postura no veía la costa sueca, sino el dilatado horizonte del mar, cuya quieta respiración lo envolvía todo en agradable frescor.

Y vinieron días grises y borrascosos. Las olas doblaban sus cabezas como toros dispuestos a embestir con sus cuernos y se precipitaban embravecidas contra la playa, que quedaba barrida por el agua y cubierta de hierbas marinas, brillantes por la humedad, conchas y maderos arrojados por el oleaje. Entre las alargadas crestas de las olas se extendían valles de espuma verde pálido, bajo el cielo cubierto de nubes, pero allí donde se adivinaba el sol tras las nubes aparecía sobre las aguas un reflejo de terciopelo blanco.

Tonio Kröger estaba allí de pie, envuelto por el viento y el rugiente sonido de las olas, sumergido en aquel estrépito eterno, ronco y ensordecedor que tanto amaba. Si se daba la vuelta para alejarse, todo le parecía de repente quieto y tranquilo a su alrededor. Pero sabía que a sus espaldas estaba el mar que lo llamaba, lo saludaba y lo fascinaba. Y él sonreía.

Y se dirigió tierra adentro, a través de la soledad de los prados, y pronto se internó en un bosque de hayas que se extendía por toda la comarca en pequeños cerros. Se sentó en el musgo, apoyándose en un árbol de forma que pudiese divisar una franja de mar entre la arboleda. De vez en cuando el viento llevaba hasta él el ruido del oleaje con un sonido igual al de tablas de madera cayendo una sobre otra a lo lejos. Por encima de las copas de los árboles, el chillido de las cornejas, ronco, triste y solitario… Abrió un libro sobre las rodillas, pero no leyó ni una sola línea. Disfrutaba de un profundo olvido, flotando sin cadenas más allá del espacio y del tiempo, y solo de vez en cuando parecía como si su corazón latiera otra vez con vida atravesado por un pequeño dolor, una fugaz y punzante sensación de nostalgia y arrepentimiento, aunque estaba demasiado abstraído y ensimismado para preguntarse de dónde venía y qué significaba.

Así pasaron muchos días. Tonio Kröger habría sido incapaz de decir cuántos, y ni siquiera sentía deseos de saberlo. Pero llegó un día en el que sucedió algo; sucedió mientras el sol brillaba en el cielo y estaban presentes otras personas, y Tonio Kröger no se asombró demasiado de que ocurriera.

Al despuntar el alba, el día apareció ya solemne y encantador. Tonio Kröger se despertó muy temprano y bruscamente; salió de su sueño con un leve y vago sobresalto y creyó ver, como en un milagro, una luz mágica de cuentos de hadas. Su habitación, con la vidriera y el balcón orientados hacia el Sund y dividida en dos partes por una cortina de gasa blanca, estaba tapizada de colores claros y provista de muebles barnizados de blanco brillante, todo lo cual le daba siempre un aspecto luminoso y alegre. Pero esta vez sus ojos todavía soñolientos la veían transfigurada por una luz celestial, inundada enteramente por un reflejo rosado, maravillosamente encantador y aromático, que hacía brillar como oro paredes y muebles y convertía la cortina en una suave incandescencia de color rojo… Tonio Kröger estuvo largo rato sin comprender lo que ocurría. Pero, al acercarse al balcón y mirar al exterior, vio que era el sol que empezaba a salir.

Habían pasado muchos días nublados y lluviosos, pero hoy el cielo se extendía sobre tierra y mar claro y rutilante como paño de seda azul y el disco solar, surcado y rodeado de cristalinas nubes rojas y doradas, se elevaba majestuoso por encima del centelleante y rizado mar, que parecía estremecerse y abrasarse bajo su fuego. Así rompió el día, y Tonio Kröger se vistió perplejo y feliz, desayunó antes que los demás en la terraza, se fue luego a nadar, internándose en el estrecho, no muy lejos de la pequeña caseta de madera que servía para desnudarse, y paseó después durante más de una hora por la playa. Al regresar vio parados delante del hotel varios ómnibus y desde el comedor advirtió que, tanto en la sala de estar contigua como en la terraza, había gente sentada en torno a mesas redondas, damas y caballeros vestidos a la manera de pequeños burgueses, bebiendo cerveza y comiendo tostadas con mantequilla en medio de animada charla. Eran familias enteras, viejos y jóvenes, e incluso unos cuantos niños.

Durante el segundo desayuno (la comida constaba de fiambres, carnes ahumadas, salazón y pasteles) Tonio Kröger se informó de lo que pasaba.

—¡Huéspedes! —dijo el comerciante de pescado—. Excursionistas de Helsingör, invitados al baile… Sí, que Dios nos ampare, de lo contrario no habrá quien duerma esta noche. Habrá baile, baile y música, y me temo que durará toda la noche. Es un grupo de familias, vaya, una especie de asociación por suscripción o algo por el estilo que ha organizado una salida al campo y una reunión y quieren disfrutar de este hermoso día. Han venido en barco y en coche y de momento están desayunando. Más tarde visitarán la comarca, pero volverán por la noche y bailarán en esta misma sala. Sí, ¡maldita sea!, no pegaremos ojo en toda la noche…

—Pero no va mal un poco de variedad para romper la rutina —dijo Tonio Kröger.

Tras lo cual permanecieron un largo rato en silencio. La matrona disponía sus encarnados dedos sobre el mantel, el comerciante de pescado soplaba por la ventana derecha de la nariz para procurarse un poco de aire y los estadounidenses bebían agua tibia con caras largas.

Y de pronto sucedió lo siguiente: Hans Hansen e Ingeborg Holm atravesaron la sala.

Tonio Kröger estaba reclinado en la silla con esa sensación de bienestar que se experimenta tras la fatiga de un baño y de un rápido paseo, comiendo salmón ahumado con tostadas; estaba sentado de cara a la terraza y el mar. Y de repente se abrió la puerta y entraron los dos cogidos de la mano, con paso lento y sin prisa. Ingeborg, la rubia Inge, iba vestida de color claro, como solía hacerlo para asistir a las clases de baile del señor Knaak. El ligero vestido de flores le llegaba solo hasta los tobillos, y alrededor de los hombros llevaba un calado amplio de tul blanco con un escote en punta que dejaba al descubierto su cuello suave y delicado. Llevaba el sombrero colgado del brazo y atado con sus propias cintas en un nudo. Tal vez toda esta indumentaria le daba un aspecto un poco menos de mujer adulta que antes, pero ahora tenía sus maravillosas trenzas recogidas en un moño; Hans Hansen, en cambio, era el mismo de siempre. Llevaba puesta su chaqueta de marinero con botones dorados, sobre cuyos hombros y espalda caía doblado el ancho cuello azul; en una mano sostenía su gorro de marinero danés con sus pequeñas cintas, balanceándolo despreocupadamente al andar. Ingeborg mantenía apartados sus pequeños ojos rasgados, un poco molesta quizá por las miradas de los comensales. Hans Hansen, por su parte, volvía directamente la cabeza hacia las mesas a despecho de todos y los examinaba uno tras otro con sus ojos de azul de acero, desafiándolos y, en cierto modo, despreciándolos; soltó incluso la mano de Ingeborg y se puso a agitar con más ímpetu la gorra para demostrar qué clase de hombre era. Así pasaron los dos ante los ojos de Tonio Kröger, con el tranquilo y azul mar por fondo, atravesaron la sala de punta a punta y desaparecieron por la puerta opuesta que daba a la habitación del piano.

Esto ocurría alrededor de las once y media de la mañana, mientras los huéspedes todavía estaban desayunando; luego los excursionistas se dispersaron hacia la habitación contigua y la veranda y salieron por una puerta lateral para no tener que pasar de nuevo por el comedor. Fuera se oía a la gente subir a los coches entre bromas y risas y cómo los vehículos se ponían en marcha uno tras otro y se alejaban chirriando por la carretera.

—¿Dice usted que volverán? —preguntó Tonio Kröger.

—¡Seguro! —respondió el comerciante de pescado—. Y que Dios se apiade de nosotros. Debe usted saber que han encargado música, y yo duermo encima mismo del salón.

—No va mal salir un poco de la rutina —repitió Tonio Kröger. Después se levantó y se fue.

Pasó el día, como los anteriores, en la playa y en el bosque; abrió un libro sobre las rodillas y miró pestañeando el sol. Solo daba vueltas a un mismo pensamiento: los excursionistas volverían y celebrarían un baile en el salón, como había anunciado el comerciante de pescado. Y no hacía sino alegrarse de ello, con una alegría tan dulce y temerosa como no había vuelto a experimentar durante todos aquellos años de letargo y muerte. De repente, por una extraña asociación de ideas, recordó de manera fugaz a un viejo conocido, Adalbert, el escritor de cuentos, que siempre sabía lo que quería y se había ido a un café para huir de la primavera. Y se encogió de hombros al recordarlo...

Aquel día se sirvió la comida más pronto que de costumbre y se cenó también más temprano que los demás días en la sala del piano, pues en la sala grande se estaban haciendo ya los preparativos para el baile. Por tal motivo toda la casa andaba revuelta. Luego, cuando ya era de noche y Tonio Kröger estaba en su habitación, de nuevo reinó el bullicio en la carretera y en el hotel. Los excursionistas regresaban e incluso de Helsingör llegaban nuevos invitados en coche o en bicicleta. Dentro de la casa se oía ya afinar el violín y un clarinete que se ejercitaba en escalas gangosas... Todo parecía presagiar una fiesta brillante.

La pequeña orquesta empezó con una marcha que llegaba a la habitación de Tonio Kröger amortiguada pero con el ritmo firmemente marcado. Y se abrió el baile con una polonesa. Tonio Kröger permaneció sentado todavía un rato en absoluta inmovilidad y escuchando. Pero cuando se apercibió de que el ritmo había cambiado y se convertía en el de un vals, se levantó y salió de la habitación sin hacer el menor ruido.

Desde el pasillo se podía bajar a la puerta lateral del hotel por una escalerilla y, desde allí, sin tener que cruzar ninguna otra dependencia, hasta la veranda. Emprendió aquel camino cautelosa y furtivamente, como si anduviese por sendas prohibidas; avanzaba tanteando en la oscuridad, irresistiblemente atraído por aquella música estúpida que lo sumía en una especie de beatífica somnolencia y cuyas notas llegaban ahora claras y nítidas.

La veranda estaba vacía y a oscuras, pero estaba abierta la puerta vidriera que daba al salón, donde dos grandes lámparas de petróleo, dotadas de brillantes reflectores, irradiaban una luz muy clara. Se acercó a la puerta caminando de puntillas y con la mayor precaución, y el inmenso placer de permanecer en la sombra y espiar sin ser visto a los que bailaban a plena luz le producía un delicioso cosquilleo en la piel. Sus miradas impacientes y curiosas trataban de encontrar a los dos seres que buscaba.

La fiesta parecía desenvolverse con alegría y desenvoltura absolutos, a pesar de que apenas había transcurrido media hora desde que había empezado; en realidad los invitados habían acudido ya animados y excitados tras la jornada pasada juntos en despreocupada y gozosa camaradería. En la salita del piano, que Tonio Kröger podía ver muy bien desde su escondrijo con solo atreverse a avanzar unos pasos, se habían reunido algunos caballeros de edad, fumando y bebiendo alrededor de la mesa de juego; otros estaban sentados con sus esposas en las butacas de felpa de la primera fila o junto a las paredes de la sala, mirando el baile. Se sentaban con las piernas abiertas y las manos apoyadas en las rodillas e hinchaban los mofletes con expresión de bienestar, mientras las mamás, ataviadas con sombreritos en la punta de sus cabezas, las manos recogidas en el regazo y la cabeza ladeada, contemplaban el bullicio de la juventud. Frente a una de las paredes longitudinales de la sala se había levantado un entarimado sobre el que los músicos estaban haciendo todo cuanto daban de sí. Había incluso una trompeta que sonaba con cierta vacilación y cautela, como si tuviera miedo de su propio sonido, el cual, a pesar de todo, se quebraba y soltaba gallos constantemente... Las parejas se movían por la sala cogidas del brazo, girando y balanceándose unas alrededor de otras. Los invitados no iban vestidos como para un baile sino, simplemente, como para un día de campo en un domingo de verano: los galanes llevaban trajes provincianos con toda la apariencia de haber estado guardados toda la semana, y las muchachas llevaban vestidos claros y ligeros, con ramilletes de flores silvestres estampados en el corpiño. Había también algunos niños en la sala, bailando entre sí a su manera, incluso cuando paraba la música. Un hombre de piernas largas, con una levita cuya cola parecía la de una golondrina, un dandi de provincias con monóculo y pelo rizado, que tanto podía ser empleado de correos o algo por el estilo como la encarnación de una figura cómica de novela danesa, parecía ser el promotor y organizador de la fiesta. Apresurado, sudoroso y entregado a sus funciones con toda su alma, estaba siempre en todas partes a la vez, meneando la cola por la sala abrumado de trabajo, andando de puntillas con gran habilidad y cruzando los pies uno delante del otro del modo más embrollado. Calzaba botines militares relucientes y puntiagudos, agitaba los brazos en el aire, daba órdenes, llamaba a los músicos, daba palmadas y, mientras tanto, las cintas del enorme lazo multicolor que llevaba atado al hombro como símbolo de su dignidad y hacia el cual volvía de vez en cuando la cabeza cariñosamente, seguían tras él revoloteando.

Sí, allí estaban los dos seres que aquella mañana habían pasado por delante de Tonio Kröger; ahora volvía a verlos y se asustó de alegría al divisarlos casi al mismo tiempo. Ahí estaba Hans Hansen, de pie muy cerca de él, al lado de la puerta, con las piernas abiertas y un poco inclinado hacia delante; comía con deleite un gran pedazo de tarta y con la palma de la mano recogía las migas que le caían por debajo de la barbilla. Y un poco más allá, junto a la pared, estaba sentada Ingeborg Holm, la rubia Inge, a la cual se acercaba en aquel momento el empleado de correos, coleando al andar como una lagartija, y le solicitaba un baile con una reverencia de lo más rebuscado, colocándose una mano en la espalda y apretando graciosamente la otra contra el pecho; pero ella movía la cabeza negativamente y se excusaba diciendo que estaba demasiado sofocada y necesitaba descansar un poco, por lo que él optó por sentarse a su lado.

Tonio Kröger observaba a aquellos dos seres por los que tanto había sufrido de amor en otros tiempos: Hans e Ingeborg. Su afinidad provenía no tanto de rasgos particulares o de la semejanza en el vestir cuanto de la igualdad de raza y de tipo, de ese tipo de piel clara, ojos azules de acero y pelo rubio que hace brotar en quien los mira una idea de pureza, nitidez y serenidad, como también de una frialdad inconmovible, llana y orgullosa a la vez... Los observaba; veía a Hans Hansen tan arrogante y bien plantado como siempre, con sus anchos hombros y su estrecha cintura, de pie allí, con su traje de marinero; veía a Ingeborg, que ladeaba la cabeza riendo con aquella risa desbordada tan propia de ella, se llevaba la mano a la nuca con un gesto muy característico, una mano de muchacha ni muy pequeña ni muy fina, y, al hacerlo, la ligera manga del vestido resbalaba hasta el codo... Y de pronto sintió en su pecho una nostalgia tan dolorosa que retrocedió instintivamente hacia la oscuridad para que nadie pudiera notar el estremecimiento de su rostro.

«¿Pensabais que os había olvidado? —se preguntó—. ¡No, nunca! ¡Nunca te he olvidado, Hans, ni a ti tampoco, rubia Inge! Pues ha sido por vosotros por quienes he trabajado y, cuando me aplaudían, miraba secretamente en mi interior para ver si vosotros participabais en los aplausos... ¿Has leído ya el Don Carlos, Hans Hansen, como me prometiste que harías en la verja de vuestro jardín? ¡No lo hagas! Y no te lo pido. ¿Qué te importa a ti un rey que llora porque está solo? ¡No empañes tus claros ojos con sueños estúpidos leyendo versos melancólicos...! ¡Ser como tú! Volver a empezar de nuevo, crecer como tú, con rectitud, alegría y sencillez, como una persona normal y corriente, de acuerdo con Dios y con el mundo; ser amado por los inocentes y felices, tomarte a ti por esposa, Ingeborg Holm, y tener un hijo como tú, Hans Hansen... ¡Vivir, amar y disfrutar en dichosa vulgaridad, libre de la maldición del conocimiento y de la tortura de la creación artística...! ¿Volver a empezar? ¡De nada serviría! Sería todo igual, todo volvería a suceder tal como ha sucedido. Algunos mortales caminan fatalmente hasta el error porque para ellos no existe un camino recto».

Entonces cesó la música; hubo un descanso y se sirvieron refrescos. El empleado de correos corría de un lado para otro con una bandeja de ensalada de arenques, sirviendo personalmente a las damas; al llegar delante de Ingeborg, sin embargo, se hincó de rodillas para ofrecerle la bandeja y ella se ruborizó de gozo.

Pero entonces en la sala empezaron a darse cuenta de la presencia del espectador oculto tras la vidriera, y de bellos y sofocados rostros llegaron hasta Tonio Kröger miradas curiosas e inquisitivas; a pesar de todo, él no se movió de sitio. También Ingeborg y Hans lo rozaron con los ojos, casi al mismo tiempo, mirándolo con tan absoluta indiferencia que casi rayaba en el desprecio. Sin embargo, Tonio Kröger advirtió de repente que desde algún lugar de la sala una mirada se clavaba en él... Volvió la cabeza e inmediatamente sus ojos se encontraron con aquellos otros cuyo contacto había sentido sobre sí. No lejos de él se encontraba una muchacha de rostro pálido, fino y delgado que ya había visto con anterioridad. No había bailado mucho, pues los galanes no se habían ocupado mucho de ella, y la había visto sentada, sola, junto a la pared, con los labios amargamente contraídos. También ahora estaba sola. Llevaba un vestido claro y perfumado como las demás muchachas, pero a través de la transparente envoltura de su ropa se adivinaban unos hombros pobres, pálidos y huesudos, y su flaco cuello se hundía tanto entre aquellos pobres hombros que la silenciosa muchacha parecía un poco contrahecha. Sus manos, cubiertas con finos mitones, estaban tan cerca de aquel pecho liso que las puntas de los dedos se tocaban ligeramente. Contemplaba a Tonio Kröger con la cabeza inclinada y unos ojos negros que parecían flotar en sus órbitas. Él apartó la vista...

A pocos pasos se sentaban Hans e Ingeborg. Él se había colocado cerca de ella (podrían haber pasado por hermanos), rodeados de otras criaturas de mejillas sonrosadas, comían y bebían, charlaban y se divertían, se dirigían bromas entre sí en voz alta y chillona y soltaban sonoras carcajadas. ¿No sería posible acercarse un poco más, hacer llegar hasta él o hasta ella una palabra graciosa que se le ocurría y a la que habrían correspondido por lo menos con una sonrisa? Lo haría tan feliz y lo anhelaba tanto; luego volvería a su habitación más contento, con la conciencia de haber intimado un poco con ambos. Estudiaba lo que podía decirles, mas no tenía valor suficiente para decirlo. Era lo mismo de siempre: no le comprenderían, se sorprenderían al escuchar lo que él pudiera decir. Porque el lenguaje de ellos no era su lenguaje.

Parecía que el baile iba a reanudarse. El empleado de correos desplegó una actividad extraordinaria. Corría de un lado para otro invitando a todo el mundo a buscarse pareja; apartaba sillas y vasos con ayuda del camarero, daba órdenes a los músicos y empujaba por el hombro a algunos torpes que no sabían dónde meterse. ¿Qué se proponían a continuación? Cada cuatro parejas formaba un carré... Un recuerdo terrible hizo ruborizar a Tonio Kröger. Se iba a bailar el rigodón.

La música empezó a sonar y las parejas marcaron el paso entrelazándose y haciéndose reverencias. El empleado de correos dirigía los movimientos, daba órdenes —¡por Dios!— en francés y emitía los sonidos nasales de esta lengua con inimitable distinción. Ingeborg Holm bailaba muy cerca de Tonio Kröger en el cuadro formado enfrente mismo de la vidriera. Se movía delante de él de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás, dando pasos y vueltas; de vez en cuando llegaba hasta Tonio el perfume que emanaba de su pelo o de la suave tela de su vestido, y cerraba los ojos con una sensación muy familiar para él desde tiempos inmemoriales, cuyo aroma y acerbo encanto apenas había percibido en aquellos últimos días y que ahora de nuevo llenaba todo su ser de dulce angustia. ¿Qué era aquello en realidad? ¿Nostalgia? ¿Ternura? ¿Envidia y desprecio de sí mismo...? Moulinet des dames! ¿Te reíste, rubia Inge, te reíste de mí cuando bailaba el moulinet y me ponía en ridículo tan lamentablemente? ¿Y te reirías también hoy, ahora que me he convertido en algo así como un hombre famoso? ¡Sí, te reirías y tendrías tres veces razón! Y aunque yo, yo solo, hubiera compuesto las Nueve Sinfonías y escrito El mundo como voluntad y representación y El Juicio Final, tú tendrías eternamente razón para reírte... La estaba mirando y le vino a la mente un verso que hacía tiempo había olvidado, no obstante serle muy conocido y familiar: «Yo quisiera dormir, pero tú tienes que bailar». Conocía muy bien la lánguida sensación, la torpeza interior, la melancolía nórdica que contenía aquel verso. Dormir... el anhelo de poder vivir sencilla y totalmente aquella sensación de dulzura e indolencia que reposa en sí misma, sin la obligación de convertirse en acción y en baile... y, no obstante, tener que bailar, tener que ejecutar con agilidad y presencia de ánimo la difícil, difícil y peligrosa, danza de los cuchillos del Arte, sin olvidar jamás el humillante contrasentido que supone tener que bailar cuando se ama...

De pronto todo se convirtió en un torbellino alocado y frenético. Los carrés se habían disuelto y todos se dispersaron saltando y corriendo; el rigodón terminó con un galop. Las parejas pasaron volando cerca de Tonio Kröger al ritmo vertiginoso de la música, con risas entrecortadas y jadeantes. Una de ellas le pasó rozando, arrastrada por las demás que la perseguían, dando vueltas y zumbando en su carrera. La muchacha tenía un rostro fino y pálido y unos hombros flacos y demasiado altos. Y de repente, enfrente mismo de Tonio Kröger, tropezó, resbaló y cayó... La pálida muchacha cayó al suelo con tanta brusquedad y violencia que su caída pareció incluso peligrosa. Y con ella cayó su acompañante. Este debió de hacerse bastante daño, pues se olvidó por completo de su pareja e, incorporándose a medias, empezó a frotarse la rodilla entre muecas de dolor; y la muchacha, al parecer aturdida por la caída, permanecía tendida en el suelo. Entonces Tonio Kröger se adelantó, la tomó cuidadosamente en brazos y la levantó. Ella lo miró con ojos cansados, perplejos y tristes y, de pronto, su delicado rostro se tiñó de un rojo mate.

Tak! O, mange Tak! —«¡Gracias, oh, muchas gracias!», dijo, escrutándolo con sus ojos oscuros y húmedos.

—No debería bailar más, señorita —le dijo Tonio Kröger afablemente.

Luego lanzó una última mirada hacia ellos, Hans e Ingeborg, y se fue; abandonó la terraza y el baile y subió a su habitación.

Estaba como ebrio por aquella fiesta en la que no había tomado parte y se consumía de celos. ¡Había sido como antes, exactamente igual que antes! Con el rostro acalorado, había permanecido oculto en un rincón oscuro, dolido por vuestra causa, vosotros los rubios, los alegres, los felices, y luego se había marchado solo. ¡Debería venir alguien ahora! Ingeborg debería venir, debería notar su ausencia, seguirlo en secreto, ponerle la mano en el hombro y decirle: «¡Vente con nosotros! ¡Alégrate! ¡Te quiero...!». Pero no venía. Estas cosas no ocurrían nunca. Sí, era como antes, y él se sentía feliz como antes, pues su corazón latía con vida. Pero ¿qué había sucedido durante todo aquel tiempo en el que él se había convertido en lo que era ahora...? Entumecimiento; soledad; hielo; ¡y espíritu! ¡Y arte...!

Se desnudó, se echó sobre la cama y apagó la luz. Musitó dos nombres sobre la almohada, aquellas pocas y púdicas sílabas nórdicas que significaban para él su auténtica y primitiva forma del amor, del sufrimiento y de la felicidad, la vida, el sentimiento íntimo y sencillo, la patria... Retrocedió en el tiempo y repasó todos los años de su vida desde entonces hasta el presente. Recordó las disolutas aventuras de los sentidos, de los nervios y del pensamiento que había vivido; se vio a sí mismo carcomido por la ironía y el espíritu, desolado y entumecido por el entendimiento, medio consumido por la fiebre y los escalofríos de la creación artística, sin apoyo y sumido en escrúpulos de conciencia, entre dos extremos opuestos, lanzado de un lado para otro entre la santidad y la pasión, refinado, empobrecido, agotado por frías exaltaciones elegidas artificiosamente, perdido, desolado, destrozado, enfermo... y sollozaba de remordimiento y de añoranza.

A su alrededor todo permanecía silencioso y oscuro, pero desde abajo llegaba hasta él, amortiguado y arrullador, el compás de tres por cuatro de la vida dulce y trivial.

9

Tonio Kröger, desde el norte, escribió a Lizaveta Ivánovna, su amiga, tal como se lo había prometido.

«Querida Lizaveta de allí abajo, de la Arcadia, adonde pronto regresaré —escribió—. He aquí, por fin, algo parecido a una carta que, sin embargo, la defraudará, porque voy a darle un tono más bien general. No es que no tenga nada que contar ni que no haya vivido un sinfín de experiencias a mi manera. En Alemania, en mi ciudad natal, quisieron incluso detenerme..., pero de esto le hablaré cuando nos veamos. He pasado días de los que prefiero hablarle buenamente de forma más bien general, en vez de contarle anécdotas.

»¿Recuerda todavía, Lizaveta, que en una ocasión usted me llamó burgués, burgués descarriado? Me lo dijo en un momento en el que yo, impulsado por otras confesiones que se me escaparon de la boca, le revelé mi amor por lo que yo llamo la “vida”, y me pregunto si entonces se daba usted cuenta de cuán acertada estaba al decírmelo y hasta qué punto mi modo de ser burgués y mi amor a la “vida” son una y la misma cosa. Este viaje me ha dado la ocasión de reflexionar sobre ello...

»Mi padre, ¿sabe usted?, tenía un temperamento nórdico: contemplativo, profundo, correcto hasta el puritanismo y propenso a la melancolía; mi madre era de sangre exótica e indefinida, bella, sensual, ingenua, indolente y apasionada al mismo tiempo, e impulsivamente desordenada. Sin duda alguna era esta una mezcla que encerraba posibilidades extraordinarias... y peligros extraordinarios también. He aquí el resultado de tal mezcla: un burgués que se extravió por los caminos del arte, un bohemio que echaba de menos los buenos modales, un artista con mala conciencia. Pues, en realidad, es mi conciencia burguesa lo que me hace descubrir en la actividad artística y en todo lo extraordinario y genial algo profundamente equívoco, sospechoso, dudoso; es ella la que me llena de esta apasionada debilidad por lo simple, lo ingenuo, lo normalmente agradable, no genial pero sí respetable.

»Estoy entre dos mundos, pero ninguno de ellos es mi patria y, en consecuencia, me encuentro en una situación difícil. Vosotros, los artistas, me llamáis burgués, y los burgueses han querido encerrarme en la cárcel... No sé cuál de las dos cosas me mortifica más. Los burgueses son estúpidos, pero vosotros, los adoradores de la belleza, vosotros que me llamáis flemático y apático, deberíais pensar que existe una manera de ser artista tan profunda, tan determinada por el nacimiento y el destino, que nada le parece tan dulce y digno de ser vivido como el anhelo de las delicias de la banalidad.

»Admiro a los seres fríos y orgullosos que se aventuran en las sendas de la belleza sublime y demoníaca y desprecian al “hombre”... Pero no los envidio. Porque si hay algo capaz de transformar a un literato en poeta es ese amor burgués que yo siento por lo humano, lo vivo y banal. De este amor nace todo calor, toda bondad, todo humor, y casi diría que es el mismo del cual se ha escrito que quien lo posee puede hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles, y quien no, solo es un bronce que suena y una campana que tañe.

»Lo que yo he hecho es nada; no mucho, tanto como nada. Haré algo mejor, Lizaveta; es una promesa. Mientras escribo, llega hasta mí el murmullo del mar y cierro los ojos. Veo un mundo por crear, un mundo todavía impreciso que reclama orden y forma; veo una multitud de sombras humanas que me hacen señas para que las libre de su encantamiento y las redima: trágicas unas, ridículas otras, y algunas que son ambas cosas a la vez... Y a estas últimas les tengo mucho afecto. Pero mi amor más profundo e íntimo pertenece a los rubios de ojos azules, a los seres que llevan una vida clara, los dichosos, los amables y banales.

»No me eche en cara este amor, Lizaveta; es bueno y fecundo. Encierra nostalgia, envidia, melancolía, un poquito de desprecio y una dicha completamente casta».