El niño prodigio

Entra el niño prodigio. En la sala se hace el silencio.

Se hace el silencio y a la vez la gente empieza a aplaudir, porque en algún lateral un jefe nato y conductor de ganado ha dado las primeras palmadas. Todavía no han oído nada, pero aplauden porque un poderoso aparato propagandístico ha creado un ambiente propicio para el niño prodigio, y la gente se ha dejado fascinar, lo sepa o no.

El niño prodigio sale de detrás de un vistoso biombo bordado con guirnaldas estilo Imperio y flores fabulosas, sube ligero los peldaños de la tarima y se sumerge en los aplausos como en un baño, con un estremecimiento en su interior, como asaltado por un pequeño aguacero, sin embargo, penetra en un elemento amigo. Avanza hasta el borde de la tarima, sonríe como si fueran a fotografiarlo, y da las gracias con un breve saludo, tímido y grácil, como el de una dama, a pesar de que es un chico.

Viste completamente de seda, cosa que produce una cierta emoción en la sala. Lleva una chaquetita de seda blanca, de corte impecable, con un fajín debajo, e incluso sus zapatos son de seda blanca. Pero su pantaloncito de seda blanca contrasta vivamente con sus piernecitas descubiertas, que son muy morenas, pues el chico es griego.

Se llama Bibi Saccellaphylaccas. Así se llama y no hay que darle vueltas. De qué nombre de pila es «Bibi» el diminutivo o la abreviatura, nadie lo sabe, salvo el empresario, que lo considera secreto profesional. Bibi tiene el pelo negro y liso, que le cae hasta los hombros, pero peinado con raya a un lado y sujetado por atrás con una pequeña cinta de seda que le ciñe la frente castaña, ligeramente arqueada. Tiene el rostro infantil más anodino del mundo, una naricita no acabada y una boca inocente; solo la parte de debajo de sus ojos de ratón de negro azabache ya está un poco pálida y claramente demarcada por dos rasgos característicos. Parece como si tuviera nueve años, pero cuenta solo ocho y lo hacen pasar por siete. Ni la misma gente sabe si creérselo. Tal vez sabe que no es así, pero no se lo cree, como suele hacer en muchos casos. Una pequeña mentira, piensa, forma parte de la belleza. ¿Dónde quedaría lo edificante y ennoblecedor después de lo cotidiano, piensa, si no se aportase un poco de buena voluntad para dejarlo en cinco? Y la gente tiene razón en su cerebro campechano.

El niño prodigio da las gracias hasta que cesa el estallido de aplausos; después se acerca al piano, y la gente echa una última ojeada al programa. Primero viene Marche solennelle, luego Rêverie y finalmente Le hibou et les moineaux, piezas todas de Bibi Saccellaphylaccas. Todo el programa es de él, son composiciones suyas. Todavía no sabe anotarlas, pero las tiene todas en su extraordinaria cabecita y hay que atribuirles importancia artística, según se hace constar seria y objetivamente en los carteles que el empresario ha redactado. Parece que el empresario ha conseguido esta concesión de su naturaleza crítica en duros combates.

El niño prodigio se sienta en la silla giratoria y con sus piernecitas pesca los pedales, que, merced a un ingenioso mecanismo, han sido colocados mucho más arriba que de costumbre, para que Bibi pueda alcanzarlos. Es su propio piano, que lleva consigo a todas partes. Descansa sobre unos caballetes de madera, y su barniz está bastante maltrecho a causa del transporte, pero todo ello no hace la cosa sino más interesante.

Bibi coloca los pies de seda blanca en los pedales, luego dibuja una expresión sutil en su rostro, mira enfrente y levanta la mano derecha. Es una manita morena, infantil y cándida, pero la muñeca es fuerte y nada infantil, muestra unos nudillos fortalecidos por el ejercicio.

Bibi pone esa cara para la gente, porque sabe que debe divertirla un poco. Pero él, por su parte, encuentra en silencio un placer especial en hacerlo, un goce que no podría describir a nadie. Es esa felicidad burbujeante, ese escalofrío secreto de placer, que lo inunda cada vez que se sienta ante un piano: jamás lo perderá. De nuevo se le ofrece el teclado, esas siete octavas en blanco y negro entre las cuales a menudo se ha perdido en aventuras y azares excitantes y que, sin embargo, aparecen de nuevo tan impolutas e intactas como una pizarra que ha sido limpiada. ¡Es la música, toda la música, lo que tiene delante! La tiene desplegada ante sí como un mar seductor, y él puede lanzarse dentro y nadar feliz, dejarse llevar y traer y en el temporal hundirse completamente y, no obstante, conservar el dominio en las manos, dirigir y disponer… Mantiene la mano derecha en el aire.

En la sala no se oye una mosca. Es la expectación antes de la primera nota… ¿Cómo comenzará? Así comienza. Bibi arranca del piano la primera nota con su dedo índice, una nota del teclado central inesperadamente enérgica, parecida a un toque de clarín. Otras la siguen, el resultado es una introducción: el público afloja la tensión.

Es una sala suntuosa, situada en un hostal moderno de primera categoría, de paredes pintadas de un color encarnado, pilares exuberantes, espejos con marcos adornados de arabescos y un sinfín, un verdadero universo, de lámparas eléctricas que sobresalen por doquier en umbelas, en pequeños haces y hacen temblar la sala con una luz celestial, más clara que la diurna, dispersa y dorada… No hay una sola silla vacía, la gente se sienta incluso en las galerías laterales y en el fondo. Delante, donde la entrada cuesta doce marcos (pues el empresario acata el principio de los precios que infunden respeto), está la fila de la sociedad distinguida; en los círculos selectos existe un vivo interés por el niño prodigio. Se ven muchos uniformes, un gusto exquisito en los vestidos… Incluso hay niños, que de manera educada se sientan con las piernas colgando de las sillas y observan con ojos chispeantes a su aventajado pequeño colega.

Delante, a la izquierda, está sentada la madre del niño prodigio, una dama extraordinariamente gruesa, con papada empolvada y una pluma en la cabeza, y a su lado, el empresario, un hombre de tipo oriental con grandes botones dorados en los muy salientes puños de la camisa. Pero en el centro de la primera fila se sienta la princesa. Es una princesa mayor, bajita, arrugada y encogida, pero fomenta las artes en la medida que son de gusto refinado. Está sentada en una gran y honda butaca de terciopelo, y a sus pies se han extendido alfombras persas. Tiene las manos plegadas contra el pecho, sobre un vestido de seda gris a rayas, la cabeza ladeada, y ofrece una imagen de aristocrática paz mientras contempla al niño prodigio en acción. A su lado está su dama de honor, que también lleva un vestido de seda gris a rayas. Sin embargo, solo es una dama de honor y no le es permitido recostarse.

Bibi termina con gran brillantez. ¡Con qué fuerza maneja el piano este chiquillo! Uno no da crédito a sus oídos. El tema de la marcha, una melodía viva, entusiástica, irrumpe de nuevo con un aderezo lleno de armonía, ampuloso y soberbio y, a cada compás, Bibi echa hacia atrás el busto, como si desfilara triunfante en un cortejo solemne. El final es formidable, y él se desplaza a un lado de la silla, se inclina y espera los aplausos.

Y los aplausos estallan, unánimes, emocionados, entusiastas: ¡pero mirad qué lindas caderas tiene el niño ejecutando su pequeño saludo de damisela! ¡Clap! ¡Clap! Esperad, ahora me quito los guantes. ¡Bravo, pequeño Saccophylax… o como te llames! Pero ¡qué diablillo está hecho…!

Bibi tiene que salir tres veces de detrás del biombo antes de que se haga el silencio. Algunos rezagados, recién llegados con retraso, se empujan desde atrás y se instalan a duras penas en la sala llena. Luego se reanuda el concierto.

Bibi susurra su Rêverie, que consta totalmente de arpegios por encima de los cuales de vez en cuando se eleva con débiles alas un fragmento de melodía; y después interpreta Le hibou et les moineaux. Esta pieza tiene un éxito arrollador, produce un efecto electrizante. Es una auténtica pieza infantil y de una plasticidad maravillosa. En los bajos se ve al búho posado en un árbol que ulula melancólico con sus ojos velados, mientras a lo lejos los gorriones, para burlarse, gorjean descarados y a la vez miedosos. Tras esta pieza, Bibi es aclamado cuatro veces con gritos de júbilo. Un empleado del hotel, uniformado y con relucientes botones, le sube a la tarima tres grandes coronas de laureles y se las tiende desde un lado, mientras Bibi saluda y da las gracias. Incluso la princesa se suma a los aplausos, entrechocando sus delicadas y lisas manos sin producir ruido alguno…

¡Cómo sabe este experto diablillo arrancar aplausos! Se hace esperar detrás del biombo, se entretiene un poco en los peldaños de la tarima, observa con placer infantil las multicolores cintas de raso de las coronas, a pesar de que ya lo aburren, saluda grácil y vacilante y deja que el público se desahogue para que no se pierda nada del valioso ruido que sale de sus manos. «Le hibou es mi gran éxito», piensa. Ha aprendido esta expresión del empresario. A continuación viene la Fantaisie, que de hecho es mucho mejor, en especial el pasaje en la que pasa al do sostenido. «Pero a vosotros, el público, este hibou os vuelve locos, a pesar de que es lo primero y más estúpido que he compuesto». Y da las gracias con encantador donaire.

Después interpreta la Méditation y luego un Étude: un programa realmente amplio. La Méditation es muy parecida a la Rêverie, lo cual no es una objeción en contra, y en el Étude Bibi muestra todo su dominio técnico, el cual, dicho sea de paso, está un poco por detrás de su genio inventivo. Pero entonces viene la Fantaisie. Es su pieza predilecta. Cada vez la interpreta de un modo algo diferente, la trata libremente y a veces se sorprende a sí mismo con nuevas ocurrencias y variaciones, si tiene una buena noche.

Helo allí sentado, chiquillo menudo ataviado de blanco reluciente delante del gran piano negro, solo en la tarima, elegido, dominando una borrosa masa humana que solo tiene en común un alma abúlica, difícil de impresionar y sobre la que debe causar efecto con su alma selecta… Su pelo suave y negro le ha caído sobre la frente junto con la cinta de seda blanca, sus muñecas de huesos fuertes, ejercitadas, trabajan, y se le ve temblar los músculos de sus trigueñas mejillas infantiles.

A veces, hay breves momentos de olvido y soledad en los que sus ojos de ratón, extraños y ribeteados de palidez, se deslizan a un lado, se alejan del público, se fijan en la pared lateral pintada de la sala y la atraviesan para perderse en una lejanía fecunda en acontecimientos, llena de una vida nebulosa. Pero luego una mirada de soslayo regresa bruscamente a la sala y él está de nuevo ante el público.

Lamento y júbilo, elevación y caída. «¡Mi Fantaisie! —piensa Bibi con ternura—. ¡Pero, escuchad, ahora viene el pasaje en que pasa al do sostenido!». Y ejecuta la maniobra de cambio de escala para pasar al do sostenido. «¿Se darán cuenta?» ¡Oh, no, fíjate, no se dan cuenta! Y por eso levanta los ojos hacia el artesonado, para que al menos tengan algo que ver.

La gente está sentada en largas filas, contemplando al niño prodigio. Y piensa toda suerte de cosas en su cerebro de pueblo llano. Un anciano de barba blanca, con un anillo de sello en el índice y una hinchazón bulbosa en la calva, un tumor, si se quiere, piensa para sus adentros: «En realidad uno debería avergonzarse. Uno no ha pasado de la popular Tres cazadores de Kurpfalz y ahora está sentado convertido en un viejo encanecido, dejándose embobar por los prodigios de este braguillas. Pero hay que pensar que eso viene de arriba. Dios reparte sus dones, y no hay nada que hacer, no es una vergüenza ser un hombre corriente. Es algo parecido a lo que ocurre con el niño Jesús. Uno puede inclinarse ante un niño sin tener que avergonzarse. ¡Qué sensación tan curiosamente agradable!». No se atreve a pensar: «¡Qué dulce sensación!», porque «dulce» sería bochornoso para un hombre fuerte y mayor. ¡Pero lo piensa! ¡Sin embargo lo piensa!

«Arte… —piensa el hombre de negocios de nariz de loro—. Sí, la verdad es que esto pone un poco de brillo a la vida, un poco de retintín y un poco de seda. Además, no lo hace mal. Se han vendido por lo menos cincuenta entradas a doce marcos; esto solo ya sube a seiscientos, y luego todo lo demás. Si deducimos el alquiler de la sala, la iluminación y los programas, quedan unos buenos mil marcos. Habrá que tenerlo en cuenta».

«¡Bueno, ha sido Chopin lo mejor que ha tocado!», piensa la profesora de piano, una señora de nariz respingona de una edad en la que se dejan dormir las esperanzas y la inteligencia gana en agudeza. «Cabe decir que no es muy directo. Luego lo diré: “Es poco directo”». Suena bien. Además, la posición de las manos es completamente ineducada. Hay que ponerle un tálero en el dorso… Yo le daría con la regla.

Una muchacha, que parece completamente de cera y se encuentra en una edad crítica en la que es fácil dejarse llevar por pensamientos delicados, piensa en secreto: «Pero ¡qué es esto! ¡Qué toca! ¡Es verdadera pasión lo que toca! ¡Sin embargo, es solo un niño! Si me besara, sería como si me besara mi hermanito, no sería un beso. ¿Acaso existe una pasión suelta, una pasión en sí y sin objeto terrenal, que solo sería un ardiente juego de niños…? Bueno, si dijera esto en voz alta, me darían aceite de hígado de bacalao. Así es el mundo».

Junto a un pilar hay un oficial de pie. Observa al exitoso Bibi y piensa: «¡Tú eres algo, yo soy algo, cada cual a su manera!». Por lo demás, da un taconazo y rinde al niño prodigio el respeto que tributa a todos los poderes establecidos.

Pero el crítico, un hombre mayor, vestido con una levita negra gastada por el uso y pantalones con dobladillo manchados, está sentado en su butaca reservada y piensa: «¡Mirad a ese Bibi, ese muñeco! Como individuo aún tiene que crecer un trecho, pero como tipo es perfecto, como tipo de artista. Tiene en sí la grandeza del artista, su falta de dignidad, su charlatanería y su destello divino, su desdén y su éxtasis secreto. Pero no puedo escribirlo, sería demasiado bueno. Ah, creedme, yo también habría sido artista, de no haber adivinado todo esto con tanta claridad…».

El niño prodigio ha terminado y una auténtica tempestad se levanta en la sala. Tiene que salir una y otra vez de detrás del biombo. El hombre de botones brillantes le trae nuevas coronas, cuatro de laurel, una lira de violetas, un ramo de rosas. No tiene suficientes brazos para entregar tantas ofrendas al niño prodigio; el empresario se presenta personalmente en la tarima para ayudarlo. Cuelga una corona de laurel alrededor del cuello de Bibi, le acaricia suavemente los cabellos negros. Y de repente, como embargado por la emoción, se inclina y da un beso al niño prodigio, un beso sonoro, justo en la boca. Este beso salta a la sala como una sacudida eléctrica, recorre la multitud como un escalofrío nervioso. Una frenética necesidad de ruido arrastra a la gente. Fuertes gritos de «¡Bravo!» se mezclan con los fragorosos aplausos. Algunos de los pequeños camaradas habituales de Bibi agitan sus pañuelos desde abajo… Pero el crítico piensa: «Claro está que el beso del empresario era inevitable. Una vieja broma, muy efectista. ¡Ay, Dios, si uno no lo viera todo tan claro!».

Y el concierto del niño prodigio llega al final. Empezó a las siete y media y a las ocho y media se ha acabado. La tarima está llena de coronas y encima de la repisa para los candelabros del piano hay dos pequeñas macetas de flores. El último número que Bibi interpreta es su Rhapsodie grecque, que acaba convirtiéndose en el himno griego, y a sus compatriotas presentes en la sala no les desagradaría acompañarlo con sus cantos, si no fuera un concierto elegante. En su lugar, se resarcen al final con un estruendo ensordecedor, un griterío fogoso, una manifestación nacional. Pero el crítico ya mayor piensa: «Claro está que el himno era inevitable. La cosa va más allá, pasa a otro terreno, no se omite esfuerzo para provocar el entusiasmo. Escribiré que es poco artístico. Pero a lo mejor sí lo es. ¿Qué es el artista? Un bufón. La crítica es lo más sublime. Pero esto no puedo escribirlo». Y se aleja metido en sus pantalones manchados.

Después de nueve o diez llamadas a escena, el acalorado niño prodigio ya no regresa detrás del biombo, sino que desciende de la tarima y se dirige hacia su mamá y el empresario. La gente se pone de pie entre las sillas arrimadas las unas contra las otras, aplaude y se agolpa hacia delante para ver a Bibi de cerca. Algunos quieren ver también a la princesa; se forman delante de la tarima dos círculos compactos alrededor del niño prodigio y de la princesa, y no se sabe muy bien quién de los dos concede audiencia. Pero la dama de honor, por orden de la princesa, se acerca a Bibi, toca y alisa un poco su chaquetilla de seda para hacerlo presentable en la corte, lo conduce del brazo ante la princesa y le indica formalmente que bese la mano de su alteza real.

—¿Cómo lo haces, hijo? —le pregunta la princesa—. ¿Se te ocurre espontáneamente cuando te sientas delante del piano?

Oui, madame —contesta Bibi. Pero en su interior piensa: «¡Qué tonta eres, vieja princesa…!».

Después se da la vuelta, esquivo y descortés, y vuelve con los suyos.

Fuera, en la guardarropía, reina un gran barullo. La gente muestra en alto su número y va recibiendo en los brazos abiertos pieles, chales y chanclos por encima del mostrador. En algún lugar, la profesora de piano emite su crítica entre conocidos.

—Es poco directo —dice en voz alta, mirando a su alrededor…

Delante de un gran espejo de pared, una joven y distinguida dama deja que sus hermanos, dos tenientes, la ayuden a ponerse el abrigo de noche y las botas forradas de piel. Es muy hermosa, con sus ojos azul acero y su rostro claro, de pura raza, una verdadera señorita noble. Cuando está lista, espera a sus hermanos.

—No te quedes tanto rato delante del espejo, Adolf —dice en voz baja e irritada al hermano que no puede apartar la vista de su hermoso y simple rostro—. ¡Venga, basta ya!

Sin embargo, el teniente Adolf, con el complaciente permiso de la hermana, puede todavía abrocharse el paletó delante del espejo. Después se van, deliberando entre ellos si van a entrar en algún otro local.

—Por mí, sí —dice el teniente Adolf—. Hoy he dormido a pierna suelta, de lo contrario diría que no.

Y fuera, en la calle, donde las lámparas de arco despiden una luz tenue y empañada a causa de la niebla que levanta la nieve, se pone a patear el suelo al andar y, con el cuello alzado y las manos metidas en los sesgados bolsillos del abrigo, ejecuta una pequeña nigger-dance en la nieve endurecida, porque hace mucho frío y hoy ha dormido a su gusto.

«¡Un niño! —piensa la muchacha despeinada, que les sigue con los brazos colgando libremente en compañía de un melancólico mozalbete—. ¡Un niño encantador! Allí dentro era adorable…». Y en voz alta, monótona, dice:

—Todos somos niños prodigio, todos los que creamos…

«Bueno —piensa el viejo que no ha pasado de Tres cazadores de Kurpfalz y que ahora lleva cubierta la protuberancia con un sombrero de copa—, ¿qué es, en realidad? A mí me parece una especie de pitia».

Pero el muchacho melancólico, que entiende a la muchacha al pie de la letra, asiente lentamente con la cabeza.

Después guardan silencio, y la muchacha despeinada sigue con la mirada a los hermanos aristocráticos. Los detesta, pero los sigue con la mirada hasta que desaparecen en la esquina.