Decepción

Reconozco que las palabras de aquel hombre singular me produjeron una total confusión y temo que ni siquiera ahora seré capaz de referirlas de modo que produzcan a otros la misma impresión que me causaron a mí aquella noche. Quizá este efecto se debiera únicamente a la extraña franqueza con la que se me dirigió un individuo completamente desconocido…

La mañana de otoño en la que por primera vez me llamó la atención aquel extraño en la Piazza San Marco queda ya unos meses atrás. Por la amplia plaza pasaban muy pocas personas, pero ante la maravillosa y multicolor construcción, cuya exuberante y fantástica silueta y cuyos dorados adornos se destacaban contra un cielo de un azul suave y luminoso, flameaban las banderas movidas por una leve brisa del mar; delante de la puerta principal se había reunido una bandada de palomas alrededor de una muchacha que esparcía maíz, e iban llegando cada vez más de todas partes: una imagen de una belleza incomparablemente luminosa y festiva.

Entonces tropecé con él y, al escribir estas líneas, lo tengo ante los ojos con suma claridad. Era de mediana estatura, caminaba deprisa y encogido, manteniendo su bastón con ambas manos en la espalda. Llevaba un sombrero negro, rígido, un gabán claro y pantalones a rayas de color oscuro. No sé por qué razón lo tomé por un inglés. Debía de tener unos treinta años, o quizá llegase a los cincuenta. Su rostro, de nariz algo gruesa y ojos grises de mirada cansada, estaba pulcramente afeitado; su boca se distendía en una sonrisa inexplicable y un tanto estúpida. Solo de vez en cuando, alzando las cejas, lanzaba una mirada inquisitiva a su alrededor y luego volvía a fijar los ojos en el suelo, hablando unas palabras consigo mismo, meneaba la cabeza y sonreía. Así iba y venía con ahínco por toda la plaza.

A partir de entonces lo observé a diario, pues parecía no tener otra cosa que hacer sino pasear arriba y abajo de la Piazza, hiciera buen o mal tiempo, por la mañana y por la tarde, hasta treinta y cincuenta veces, siempre solo y con los mismos gestos extraños.

En la noche a la que quiero referirme, acababa de tocar una banda militar. Yo estaba sentado ante una de las pequeñas mesas que el café Florian saca a la plaza, y cuando, después del concierto, la multitud, que hasta entonces se había mecido en densos flujos y reflujos, comenzaba a dispersarse, el desconocido tomó asiento ante una mesa que había quedado libre junto a mí, siempre sonriendo como ausente.

Pasó el tiempo, a nuestro alrededor fue haciéndose un silencio cada vez mayor y todas las mesas fueron quedando vacías. Apenas si pasaba algún transeúnte de vez en cuando; un majestuoso silencio reinaba en la plaza, el cielo estaba tachonado de estrellas, y encima de la suntuosa y espectacular fachada de San Marcos se veía la media luna.

Yo leía el periódico de espaldas a mi vecino y estaba a punto de dejarlo solo cuando me vi obligado a volverme a medias hacia él, pues, si hasta aquel momento no había oído siquiera el ruido de un movimiento suyo, ahora de improviso se ponía a hablar.

—¿Es la primera vez que visita usted Venecia, caballero? —preguntó en un mal francés y, al esforzarme yo en contestarle en inglés, prosiguió hablándome en perfecto alemán, en voz baja y algo ronca, que a menudo trataba de aclarar con un carraspeo.

—¿Ve usted todo esto por primera vez? ¿Corresponde a sus expectativas? ¿Tal vez incluso llega a superarlas…? Ah, ¿no lo imaginaba usted más hermoso? ¿Es cierto? ¿No lo dice usted solo por parecer satisfecho y envidiable? ¡Ah!

Se echó hacia atrás y me observó con una rápida mirada de soslayo y una expresión del todo indefinible.

La pausa que se produjo entonces fue bastante larga y, sin saber cómo debía proseguir esta extraña conversación, me disponía de nuevo a levantarme, cuando él se adelantó presuroso.

—¿Sabe usted, señor mío, lo que es la decepción? —preguntó en tono bajo y con énfasis, apoyándose con ambas manos en su bastón—. No un fracaso o una frustración en lo pequeño, en el detalle, sino la gran decepción, en el sentido más amplio, la decepción que nos produce todo, la vida entera. Sin duda usted no la conoce. Pero yo la he conocido desde mi juventud, y ella me ha hecho solitario, infeliz y un poco extravagante, para qué voy a negarlo.

»Claro que ¿cómo va a comprenderme, señor? Pero quizá lo hará si le pido que me escuche dos minutos. Pues, lo que tengo que decir, está dicho rápidamente…

»Déjeme aclararle que me crié en una ciudad muy pequeña, hijo de un pastor protestante, en cuya casa de habitaciones exageradamente limpias reinaba un optimismo exagerado, pasado de moda, de gente erudita, y en la que se respiraba una particular atmósfera de retórica de púlpito, de esas grandilocuentes palabras como bueno y malo, hermoso y feo, que detesto amargamente porque con toda seguridad son la única causa de mi desgracia.

»La vida consistía para mí, a decir verdad, en grandes palabras, pues yo no sabía de ella más que las extraordinarias e indefinidas sensaciones que esas palabras despertaban en mí. Esperaba encontrar en el ser humano una bondad divina junto a un satanismo espeluznante; esperaba de la vida bellezas sublimes y horrores, y me sentía lleno de deseos, de profundos y angustiosos anhelos de conocer la amplia realidad, de vivir experiencias, cualesquiera que fuesen, la felicidad embriagadora y la tortura más horrenda, imposible de expresar y de imaginar.

»Recuerdo, señor, con triste claridad, la primera decepción de mi vida, y le ruego que tenga a bien observar que no fue en absoluto el fracaso de una bella esperanza, sino la aparición de un infortunio. Yo era casi un niño aún cuando se produjo por la noche un incendio en mi casa paterna. El fuego se había extendido oculta y pérfidamente; hasta la puerta de mi habitación ardía casi todo el piso inferior, y no faltaba mucho para que la escalera fuera también pasto de las llamas. Fui el primero en darse cuenta y recuerdo que corrí por toda la casa gritando una y otra vez: ¡Fuego! ¡Fuego! Recuerdo con toda exactitud esta palabra y también los sentimientos que la motivaron, aunque por aquel entonces apenas si me daba cuenta conscientemente. “Esto es un incendio, y yo estoy viviéndolo”, así sentía yo. “¿Es eso todo? ¿No ocurre nada más…?”.

»Sabe Dios que no fue ninguna bagatela. Toda la casa ardió, y todos nosotros nos salvamos de un peligro extremo; por mi parte salí con heridas bastante considerables. Sería falso decir que mi fantasía se había anticipado a los acontecimientos, representándose mucho más terrible un incendio de la casa de mis padres. Pero había alimentado un vago presentimiento, una imagen difusa de algo mucho más terrible todavía, en comparación con la cual la realidad me parecía más pálida. El incendio fue mi primera gran vivencia: con ella se truncó una horrible esperanza.

»No tema usted que vaya a seguir contándole una por una mis decepciones. Me basta con decir que alimenté con desgraciado anhelo mis esperanzas de grandes cosas en la vida por medio de la lectura de mil libros: con las obras de los poetas. ¡Ah!, he acabado odiándolos, a esos poetas que escriben sus grandilocuentes palabras en todos los muros y que preferirían pintarlas en la misma bóveda del cielo con un cedro mojado en el Vesubio… ¡mientras yo no puedo evitar hallar en cada una de esas grandes palabras una mentira o una burla!

»Poetas arrebatados me cantaban diciendo que la lengua es pobre, ¡ay, pobre! ¡Oh no, señor mío! A mí la lengua me parece rica, riquísima en comparación con la pobreza y la limitación de la vida. El dolor tiene sus límites: el corporal, en el desfallecimiento; el espiritual, en la estupidez… y con el placer ocurre lo mismo. Pero el hombre, en su necesidad de comunicarse, ha inventado sonidos que nos hacen creer que estos límites pueden abolirse.

»¿Tendré yo la culpa? ¿Es posible que el efecto de ciertas palabras me recorra la espalda de tal modo que despierten atisbos de vivencias que no existen?

»Salí a la vida tan ansiada, lleno de ese anhelo de vivir una experiencia, solo una, que estuviera a la altura de mis grandes presentimientos. ¡Válgame Dios, pues todavía no me ha sido concedido! He errado por doquier para visitar los parajes más ponderados de la tierra, para admirar las obras de arte que la humanidad adora con sus más magníficas palabras. Las he contemplado y me he dicho: “Son bellas, pero ¿eso es todo? ¿No existe nada más hermoso?”.

»No tengo sentido de la realidad, y quizá esto lo explique todo. En algún lugar del mundo me hallé en cierta ocasión al borde de un barranco profundo y estrecho de la montaña. Las paredes de roca caían a plomo y sin vegetación, y abajo se oía el rugir del torrente al pasar por encima de los escollos. Miré hacia abajo y pensé: “¿Qué, si ahora me cayera?”. Pero tenía experiencia suficiente para contestarme que, en la caída, me diría a mí mismo: “¿Bueno, te has despeñado, es un hecho. Pero ¿qué significa en realidad?”.

»Créame, he vivido lo bastante como para poder opinar. Hace años me enamoré de una muchacha, una criatura hermosa y encantadora a la que hubiera querido llevar de la mano y proteger; pero ella no me amaba, lo que no es de extrañar, y otro pudo hacerlo… ¿Puede haber una experiencia más dolorosa? ¿Existe una tortura peor que este sufrimiento amargo, mezclado cruelmente con el placer? Pasé más de una noche sin pegar ojo, y de todos mis pensamientos, el más triste y atormentador era este: “Es un gran dolor. Lo estoy viviendo… Pero ¿qué es en realidad?”.

»¿Es necesario que le hable también de mi felicidad? Pues también he vivido momentos felices, y también la felicidad me ha decepcionado… No será necesario, pues todo eso no son más que burdos ejemplos que no le explicarán qué es la vida en general y en su totalidad, la vida en su decurso mediocre, vulgar e insípido, lo que me ha decepcionado, decepcionado, decepcionado…

» “¿Qué es el hombre, ese glorificado semidiós? —escribe el joven Werther—. ¿No le faltan las fuerzas precisamente cuando más las necesita? Y cuando se eleva en la alegría o se hunde en el dolor, ¿no se siente drenado y devuelto al torpe y frío estado de la conciencia cuando más anhelaba perderse en la plenitud del infinito?”.

»Recuerdo a menudo el día en que vi el mar por primera vez. El mar es grande, el mar es extenso; mi mirada se alejaba de la playa con la esperanza de sentirse liberada, pero allá al fondo estaba el horizonte. ¿Por qué tengo un horizonte? Yo esperaba de la vida la infinitud.

»¿Acaso mi horizonte es más estrecho que el de otras personas? Dije antes que no tengo sentido de la realidad… ¿Y si fuese propiamente un excesivo sentido de la realidad? ¿Es que me canso demasiado pronto o llego al límite demasiado deprisa? ¿Conozco la felicidad y el dolor solo en sus grados inferiores, solo en estado diluido?

»No lo creo, y no creo a la gente, y menos a la que frente a la vida está de acuerdo con las grandes palabras de los poetas. ¡Es mentira y cobardía! Habrá usted observado además, señor, que hay personas tan vanas y ávidas de la estima y la secreta envidia de los demás, que pretenden haber vivido solo las grandes palabras de la felicidad y no las del dolor.

»Es de noche, y usted apenas me escucha todavía; por eso quiero confesarme hoy otra vez a mí mismo que también yo, también yo intenté mentir como ellos, para fingir que soy feliz ante mí y ante los demás. Pero ya hace muchos años que esa vanidad se derrumbó, y me he vuelto solitario, infeliz y un poco extravagante, para qué negarlo.

»Mi ocupación preferida es contemplar por la noche el cielo estrellado, pues ¿no es este el mejor modo de prescindir de la tierra y de la vida? ¿Y no es excusable el que me permita conservar al menos mis premoniciones? ¿Soñar con una vida liberada en la que la realidad corresponda a mis grandes ensueños, sin la secuela torturante de la decepción? ¿Una vida en la que no haya más horizontes…?

»Sueño con ella y espero la muerte. ¡Ah, conozco tan bien a la muerte, esa última decepción! Esto es la muerte, me diré en el último momento, ¡ahora la vivo…! ¿Qué es en realidad…?

»Hace frío ahora en la plaza, señor, aún soy capaz de sentirlo, ¡je, je! Usted lo pase bien, caballero. Adieu