18
Respiró profundo, exhaló lento. La sensación del aire puro en sus pulmones la hizo sonreír. Todo era vegetación alrededor. Recordó las veces que sus padres las llevaban de campamento. Mairead brillaba cuando estaba en el bosque, contagiaba felicidad. Luna descubrió un sendero bajo sus pies y lo siguió sin prisa. Esta vez no se trataba de una pesadilla. La luz del sol se colaba entre las hojas e iluminaba el lugar. El clima no era ni muy caluroso ni frío, sólo se le podía describir como perfecto. Sobre todo, se sentía en paz. Nadie la observaba, no había oscuridad, todo estaba en equilibrio.
Un improbable campo de tulipanes la distrajo. Danzaban en el viento mostrando sus vivos colores en contraste con el cielo azul. Le costaba recordar la última ocasión en la que tuvo un buen sueño, sin intrusos ni sobresaltos. Sus pasos eran lentos pero seguros. Dejó el sendero y se aventuró por los distintos rincones del lugar. Llevaba el cabello suelto, las corrientes lo agitaban a su antojo. Era como volver a ser niña, inocente, sin preocupaciones, sin dolor.
Tras andar otro rato encontró un claro en el bosque. La hierba era alta y los rayos solares iluminaban un único árbol. Luna se acercó a él, de sus ramas pendían manzanas rojas en su punto exacto de maduración mezcladas con flores blancas. Disfrutó mucho de la anomalía, tomó una flor y se la puso en el cabello. Esa parte de los sueños le gustaba, todo era posible. Se tendió a los pies del árbol, el pasto formaba una suave alfombra para descansar. Cerró los ojos. A lo lejos podía escucharse el sonido del agua al correr, un río, tal vez.
—¿Cómo llegaste aquí?
La voz de Eric la sobresaltó, se incorporó de golpe. Fijó la mirada en él, ojos verdes como el bosque. Pino, aire fresco, musgo, tierra mojada y manzana. Al fin descubrió el último ingrediente del aroma misterioso que rodeaba al chico de sus sueños.
—Ése es mi árbol.
—No le veo tu nombre por ningún lado.
—Del otro lado del tronco, arriba. —Le señaló el sitio sin dejar de sonreír—. Pero no me molesta compartirlo contigo.
Esa frase la desarmó. Quería ser más combativa, menos emocional, pero él no se lo dejaba nada fácil. Le parecía familiar, confiable. Su intuición le decía que estaba a salvo ahí con él. Lo miró colocarse las manos tras la nuca y dejarse caer de espaldas.
—El pasto, literal, sabe cuándo volverse acolchonado, mi mejor logro hasta ahora… en la vida.
Luna soltó una carcajada.
—¿Este lugar es tuyo?
—Podrías decir que yo lo hice. Por lo visto ya no es mío, mío —aclaró Eric.
—¿Por qué llegué aquí entonces?
—Una pregunta fascinante… —Luna lo miró expectante— que no puedo responder.
Lo que Eric sí pudo contarle, cuando Luna se sentó a su lado, fue que ese bosque era su «lugar seguro». Cada caminante de sueños podía construir uno o más de ellos, según le explicó. A veces los creaban con intención, otras sin querer. Eso explicaba por qué Luna había replicado la casa de sus padres en su sueño: pensándolo bien, era el último sitio donde sintió que nada podía dañarla de verdad.
—Si son personales, nadie más puede entrar, ¿no?
—Se supone, pero tú acabas de invadir mi privacidad.
—Tú invadiste la mía primero.
—Ok, me rindo, tienes un punto ahí.
—¡Aguanta! ¿Soy una caminante de sueños?
—¡Obvio! El asunto es: ¿cómo es que no lo sabías? —Luna escudriñó su mente buscando una respuesta—. ¡Mierda! Perdona el francés, te quedas en tu casa.
Antes de que Luna pudiera abrir la boca para decir algo, cualquier cosa, Eric desapareció del claro. Se levantó furiosa. Tiró la flor al suelo, la pisó y le dio un par de vueltas al manzano para calmarse. Ahí, justo donde Eric le había indicado, estaba el nombre del chico grabado en la corteza, junto al de ella.