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Anochecía cuando Karen llegó a casa. El corte, las uñas de gel y el facial no la habían calmado para nada. Tampoco las horas que había dedicado a adelantar sus entregas de la escuela en la lap. Mantener su vida en orden era todo lo que necesitaba. Sin importar que el mundo ardiera a su alrededor, mantener orden en los aspectos que sí podía controlar la equilibraba. Se dirigió a la cantina de la sala de juegos. Henry estaba ahí, tomando mezcal en silencio. Su hermano tenía la espalda encorvada sobre la barra de caoba. Ella rodeó la mesa de billar, sus pasos resonaron en la duela. Lo que me faltaba, el pendejo de mi hermano. K tuvo que admitir lo igualitos que eran los cuatro. Si algo habían aprendido ella y sus tres hermanos mayores de su madre era que la única forma factible de manejo emocional era beber. Enrique, porque en realidad su hermano se llamaba así y Henry era su nombre de mirrey, sacó otro vaso y lo sirvió.

Karen terminó de recorrer la distancia, pasando por el retrato al óleo de sus padres y la vitrina de trofeos de golf. De seguro estaban cenando o de vacaciones, cada uno con su amante en turno. Siempre se preguntó cómo le había hecho el pintor para tenerlos juntos tanto rato. Pensó que la razón por la cual no se habían divorciado es que lo único que toleraban menos que al otro era la «deshonra» de sus rancios apellidos. Tenían una especie de tregua para fingir que eran una familia perfecta, la misma que se extendía a ella, Gerardo, Sergio y Enrique.

—¡Qué pedo, niño! Tómate una conmigo —dijo Henry.

K ignoró el vaso y bebió directo de la botella. Se sentó junto a él.

—No mams, niño, te ves miserable.

—Ni te imaginas, ca —aceptó ella.

Cuando la mamá de Karen estaba embarazada de ella, el ginecólogo, un viejito muy amigo de la familia que había atendido los partos de los Ballester por quién sabe cuántas pinches generaciones, se equivocó al leer el ultrasonido y les dijo que el bebé sería varón. Vivieron con el engaño hasta el parto. Con el dineral que tenían podrían haber cambiado todo por cosas de niña, pero les dio hueva. Así que K creció en mamelucos azules con estampados de carritos y dinosaurios. Por eso, hasta la fecha, sus hermanos le llamaban «niño» sin importarles que fuera una chava guapísima amante de la ropa de diseñador, el maquillaje y los tacones.

—Un pedo con tu amiga, la lunática de Ojeda. ¿Se quiso matar de nuevo?

—Caliente, caliente.

Karen le dio un trago largo a la botella y se la pasó a Henry, quien hizo lo mismo. Se levantó de su banco y lo abrazó. Ni ella ni sus hermanos sabían muy bien cómo quererse, o al menos demostrarse lo que sentían. Prácticamente habían crecido solos: una jauría de niños salvajes con un par de nanas a cargo. Luna y Andrea eran lo más cercano que había tenido a hermanas. De pequeña le encantaba pasar tiempo en casa de los Ojeda, Joaquín cocinaba platillos deliciosos y Mairead le trenzaba el cabello. Luego vino el accidente. A la mejor hay gente que siempre pierde la lotería de las familias.

A pesar de todo, los chicos Ballester eran buenos cubriendo las espaldas de los demás. El abandono une a los hermanos de formas inesperadas. Cada quien era dueño de sus secretos, pero los demás estaban listos para sacar al otro del apuro. Como la pinche mafia, pensó mientras se aferraba más fuerte a Henry. La sangre es la sangre. Se le ocurrió que los cuatro eran como planetas: cada uno tenía su órbita y jamás invadían la del otro, pero cuando se alineaban pasaban «cosas chidas». Pfff, se me están pegando las ondas ñoñas de Lu. ¡Sal de este cuerpo fashion, espíritu nerd! ¡El poder de Louboutin te lo ordena! La risa le ganó, se separó de su hermano sintiéndose ligeramente mareada pero de mejor humor.

—Oye, Henry, ¿todavía tienes a tu amigo el doctor?

—Sí, ¿por?

—Necesito ayuda con algo.