CALCUTA
1.
Y más allá vi un odre. Vi un odre y un hombre que lo llenaba de agua y traté de saber cuánto llevaba sin ver un odre y, sobre todo, sin recordar la palabra odre como palabra que designa un objeto presente —y no como artificio en una frase hecha sobre vino nuevo y odres viejos, y aún así. Pero vi un odre y llevo un rato con la palabra odre rodándome en la lengua, gustándola, degustándola, doliéndome por todas esas palabras que quedan huérfanas de aquello que decían y, ya sin objeto, caen lentas en el sinsentido. (¿Alguien retomará alguna vez esos sonidos, ese aprieto de la lengua pegándose a los dientes entre la de y la erre, y los hará significar de nuevo algo?)
A veces me extraña: me suele resultar mucho más dura la desaparición de un monumento, un paisaje, una pintura, una palabra, que la de una persona. La sensación —quizá real— de que ese monumento o paisaje o palabra son únicos, irremplazables, y que una persona es solo una persona, una entre tantas. En la esquina un hombre muy viejo, acuclillado a la manera asiática —los pies plantados en el suelo, el culo bajo, las rodillas un poco más altas— en medio de un centenar de papas echa papa y más papa sobre una canastita de mimbre ya repleta de papas. Las papas, por supuesto, ruedan, vuelven al suelo donde estaban.
Calcuta es una ciudad europea de la primera mitad del siglo xx: veredas, calles anchas, ángulos rectos, edificios de cuatro o cinco pisos de los años treintas, los cincuentas, que crecerían silvestres junto al Mediterráneo. Pero una ciudad también es recreación, reformulación constante, nuevas capas. Ésta, aquí, es la modernidad comercial —coches, luces, carteles— más el desastre de miles y miles de miserables caminando, reptando, los animales, los olores. Nuestras ciudades eliminaron los olores que debieron ser, durante siglos, suyos. Y ahora, en esta calle bengalí, cuando el olor a bosta se mezcla con el olor a cuerpo y el olor a meo y el olor a podredumbres varias y el olor a jabón de coco y el olor a quemado de leña de aceite de basura y el olor a incienso y el olor a especias y el olor a mierda, todos ellos parecen raros, desplazados.
Como quien significa demasiado.
Después un par de calles llenas de puestitos llenos de restos reciclados de computadoras televisores cedés radios radios de coches devedés celulares. Objetos de los veinte últimos años, hechos para durar cuatro o cinco, rescatados por la presión demográfica: que no pueda comprarme la compu de mañana no quiere decir que no me sirva la que servía anteayer. Contra uno de los requisitos indispensables de la modernidad consumidora, docenas y docenas de señores en sus bancos en la vereda, atornillando soldando deshaciendo y rehaciendo lo que está pensado para usar y tirar. Acá hay millones pensados para usar y tirar: reptan, caminan. Entre veinte o treinta carcasas de compus en distintos estados de delicuescencia, dos barritas de incienso hacen lo suyo. Son objetos que solo tienen olor cuando están nuevos; lo pierden enseguida. Ahora, aquí, el incienso ocupa su lugar.
Durante siglos, milenios, las mercaderías se dividían en perecederas y perennes; la comida y la bebida se acababan, una camisa terminaba por gastarse, pero nadie compraba una cama o un carro o una olla pensando que pronto los cambiaría por otros. La idea de duración era consustancial a esos objetos. El capitalismo más reciente consiguió darles a todos la misma calidad que la comida o la bebida: son para ser consumidos, consumirse. Consumir es una palabra muy rugosa.
Por eso, ahora, supongo, el mundo está tanto más lleno de comerciantes: porque nada se compra de una vez por todas, porque todo debe ser comprado y vendido infinidad de veces.
Y a veces, cuando camino por estas calles que en tantos países del OtroMundo hacen de mercados, me da el ataque. Miles y miles de —digamos— camisetas mismas, miles y miles de chancletas parecidas, miles y miles de carteras zapatillas peines pelotitas cacerolas destornilladores para que miles y miles de personas parecidas las compren y miles y miles de personas parecidas ganen un día más algún dinero para ir a su vez a este u otro mercado a comprar sus camisetas sus chancletas peines cacerolas y el arroz que precisan para poder volver al otro día a vender miles y miles de —digamos— camisetas mismas, miles y miles de chancletas parecidas, miles y miles de.
No hacen nada; esperan, charlan, sacan su pequeño margen de ganancia. Son un poco más inútiles que el resto. No agregan nada a esas camisetas o esos cables o esas bananas o esas zapatillas o esos caramelos; sin ellos serían iguales. ¿Qué pasaría si desapareciera esa actividad tan notoriamente innecesaria, el comercio?
Los comerciantes son casi tan inútiles como esos tipos que te dicen que te dicen lo que pasa, cómo serían las cosas.
Los comerciantes no hacen más que encarecer el acceso a lo que necesitamos. Algunos consiguen cosas que otros no y son, en el mejor de los casos, intermediarios eficientes. Pero la mayoría vende lo mismo que la mayoría —y sin embargo existen, sobreviven, cada vez son más. En los países ricos el comercio está más o menos disimulado en el paisaje: negocios, shopping malls, internet. En cualquiera de estos países, en cambio, se ve claro que es el primer recurso: cuando un chico no sabe qué hacer vende mangos o lapiceras o bolsitas en la calle, el grado cero de la actividad económica urbana. Las calles existen como espacios para miles y miles de personas se ganen la vida comprando y vendiendo.
Eliminarlos, es obvio, no es tan fácil. El sovietismo lo intentó y los convirtió en una manada de empleados públicos, inertes, aburridos, más improductivos todavía, y nunca pudo solucionar realmente el problema de la distribución de cosas. Pero, aun si se encontrara una buena alternativa: ¿Qué harían esos millones que hoy viven de eso? ¿Encontrarían alguna ocupación útil, productiva? ¿Se liberaría una fuerza de trabajo y energía social tal que todo cambiaría? ¿O, más bien, llenarían las calles de buscas y mendigos?
Buscas y mendigos.
Calles repletas de buscas y mendigos.
Desde la última vez que estuve en Calcuta pasaron veinte años; entonces escribía un libro sobre la India, Dios mío; ya entonces, la ciudad de los horrores me dejó perplejo. Veinte años después me sigue sorprendiendo la facilidad con que los indios conviven con la miseria ajena. Esa idea que más de uno enunció de más de una manera —«es una vergüenza ser feliz con tanta miseria alrededor»— parece serles tan lejana.
Calles repletas, los buscas, los mendigos.
Y el modo en que se sienta en el polvo de la calle: ovillado, achicado, defensivo, los brazos alrededor de las rodillas, la cabeza hundida entre las rodillas, un pie sobre el otro como si se cuidaran mutuamente. Un tirador de ricsha descansando: son las dos de la tarde, hace un calor de estupro. Un tirador de ricsha de Calcuta trota descalzo, sus pies sobre el asfalto o lo que haya; sus pies, a lo largo de los años, han pisado todo lo que se pueda pisar en este mundo.
Se protegen, ahora, se acarician.
Porque Calcuta rebosa de animales. En Calcuta hay vacas indolentes que destruyen el tránsito, hay cerdos que retozan en la basura tan frecuente, hay cuervos que se roban comida de las mesas —hay ventanas con redes para evitar los robos de los cuervos—, hay monos más ladrones más rabiosos, hay pollos que cacarean en jaulas de agonía, hay perros satisfechos —extrañamente satisfechos—, hay millones y millones de señoras y señores: quince millones de señoras y señores.
Algunos comen todos los días. Algunos, incluso, comen animales. En el mercado central de Calcuta los animales para comer siguen siendo animales hasta que se los comen. Desolladas, deshuesadas, cortadas en trocitos, selladas al vacío, amortajadas en celofanes varios, las carnes que comemos en nuestros países cada vez más carniceros hacen todo lo posible por alejarse del animal que fueron. Que nadie piense en los ojos tristes de una vaca cuando se come un bife, el balido tiernito del cordero en el momento del gigot. En los países más pobres los animales siguen siendo animales hasta el penúltimo momento: sin heladeras, sin cadena de frío, es la manera de garantizar que lleguen frescos a las mesas. En los países más pobres, de todos modos, los más pobres nunca comen animales.
En la India suponen que eligieron: que son vegetarianos.
Y entonces, en medio del mercado y de los gritos, un gorrión baja en picada, revolotea sobre los trozos de animales, va, viene, parece buscar algo; quince o veinte personas lo miramos, inmóviles de pronto, callados, suspendidos. El pájaro se va; vuelven las voces, los movimientos, los olores, y todos nos sonreímos confusos, como si nos disculpáramos. Yo pienso en decir algo sobre el peso de la rutina y cómo querríamos romperla pero no sé cómo decirlo y pido cuarto kilo de unas nueces raras.
Y pienso en lo poco que bajan, poco que duran los gorriones.
En un puesto escondido un hombre vende pescaditos rojos: en una pecera con adornos de plástico, los pescaditos rojos. Es un salto civilizatorio. Occidente está tan mal —tan bien— acostumbrado que no suele recordar el valor de lo superfluo. Le superflu, chose très nécessaire —decía, sin la menor necesidad, el gran Voltaire. Lo superfluo es la marca del gran cambio: hacerte con algo que no necesitabas, pasar de la pura urgencia a ese estado de —muy leve— privilegio en que podés gastarte unas monedas en un pez rojo e inútil. Rojo importa, pero inútil es la palabra clave: la conquista del derecho a lo inútil, lo contrario del hambre. Tener hambre es vivir con lo estrictamente necesario, vivir para lo estrictamente necesario, vivir en lo estrictamente necesario —y muchas veces ni siquiera.
Hambre es comerse los pescaditos rojos.
La palabra vegetariano fue inventada en Londres, faltaba más, hacia 1850, por unos señores que decidieron dejar de comer carne para vivir más y más sanos. Pero la India se convirtió, tiempo después, en el país más vegetariano de la tierra. Se calcula que dos de cada cinco indios son vegetarianos —casi quinientos millones de personas. Los maestros hinduistas te dirán que la religión hindú hace sagradas a las vacas, aunque no te dirán que sus textos clásicos, escritos hace más de tres mil años, están llenos de banquetes vacunos. Y, plenos de fervor vegetal, te explicarán que no quieren ejercer violencia contra otras criaturas para evitar acumular mal karma, que al «ingerir la química grosera de los animales uno introduce en su cuerpo y alma la cólera, los celos, la ansiedad, la sospecha y un terrible miedo de la muerte», que los vegetales se digieren mejor y permiten vivir vidas «más largas, más saludables, más productivas», que la Tierra está sufriendo y que, al no comer carnes animales, le evitan algo de ese sufrimiento.
No te dirán, en cambio, que la mayoría de los indios son vegetarianos por pura pobreza: porque no tienen dinero para pagar la carne. O, si tienen una vaca o dos, no pueden darse el lujo de matarla para comérsela; necesitan guardarla para que les produzca la leche que toman, la manteca que guisan, la bosta que queman, la fuerza con que labran sus campos. Raro el destino de esos animales sagrados, nutricios, que se pueden usar exprimir agotar a fuerza de trabajo pero no matar. Es casi una metáfora.
Me impresiona la naturalidad con que tragamos los productos más diversos: los procesos más complejos. En un mordisco de carne de vaca o una alita de pollo o un camarón se acumula tal cantidad de historias. Pero, sobre todo: la naturalidad de pensar que así es la vida sin tener claro que durante miles de años no fue así, que para miles de millones de personas no es así. Es un despilfarro de privilegio: ser tan privilegiados que ni siquiera recordamos que lo somos.
Se lo puede pensar de muchos modos, pero creo que lo decisivo del siglo xx fue el triunfo de la movilidad: que la norma es que todo se mueva. Antes de 1900 había unos miles de kilómetros de vías, no había coches ni camiones ni carreteras para ellos y no había, por supuesto, aviones. Ni supertankers ni helicópteros ni bicicletas ni motos ni submarinos ni subterráneos. No solo había muy pocos medios de transporte; las personas se transportaban mucho menos. Vivían —casi todos— en ciudades a escala humana, en pueblos, en campos donde todo se hacía caminando. Después aprendimos a tomar como normal el desplazamiento continuo: cada mañana viajo 20 kilómetros para ir a mi trabajo, cada vacación 400 o 4.000, para ir a torrarme a una playa postalita. Es curioso: el hombre, que era un animal bastante quieto, se volvió movedizo. Y lo mismo pasó con su comida. Siempre hubo tráfico pero, hasta hace un siglo, solo se trasladaba lo muy valioso o lo muy necesario. Ahora todo circula: un ruso come uvas en enero y un indio rico queso camembert y los chanchos chinos engordan con soja argentina —y miles de millones siguen sin comer carne.
Comer animales casi siempre es un lujo. «Salvo raras excepciones, la alimentación humana de base está compuesta por cereales, en todos los rincones del mundo, en todos los países y las culturas. Pero los cereales no aportan suficientes proteínas para satisfacer todas las necesidades. Lo primero que se agrega, en todos lados, son las leguminosas (…). Después vienen los tubérculos. Cuando el nivel de vida aumenta se suman los aceites (…). Y al fin, solo cuando el nivel de vida realmente despega, se pasa a la carne y otros productos animales (huevos, lácteos)» escribió, en Nourrir l’humanité, Bruno Parmentier.
Y después: «Comerse un bife es pura locura planetaria».
Los habitantes de países más o menos ricos comemos al revés de como comió la enorme mayoría de la humanidad desde el principio de los tiempos. Es un cambio cultural radical, y no parece que lo notemos demasiado. Los hombres siempre comieron sobre todo hidratos de carbono y fibras vegetales; a veces, cada tanto, los acompañaban con un trocito de proteínas animales. Cada vez que comemos un bife con ensalada, una pata de pollo con arroz, una hamburguesa con puré, un choripán estamos dando vuelta esa costumbre milenaria: poniendo el trozo de animal como centro al que acompañan esos hidratos o fibras vegetales.
Creo que no nos damos cuenta de la pompa que eso significa. Creo que cualquier indio, cualquier africano, muchos sudacas lo notarían enseguida. Porque, para la mayoría de los habitantes del OtroMundo, el sistema sigue siendo el mismo: el consumo mundial de alimentos parece muy variado, pero tres cuartos de la comida consumida en el planeta es arroz, trigo o maíz; solo el arroz es la mitad de la comida mundial.
Digo: la mitad de toda la comida que los 7.000 millones de humanos comemos cada día es arroz.
Arroz.
Comer animales, en nuestro mercado global, es un lujo —que empieza a ser asiático. En 1980 los chinos comían, en promedio, 14 kilos de carne por persona y por año; ahora, unos 55.
Y lo disfrutan tanto. Comer carne es aspiracional: los recién llegados a la —módica— prosperidad se la comen para mostrar que ya son prósperos, que pueden hacer lo mismo que hacen los ricos del mundo, que nada de lo carnicero le es ajeno.
Con lo cual, además, se apropian de esos males que hasta hace poco no sufrían: enfermedades cardiovasculares, cánceres del sistema digestivo y demás delicias del colesterol. Y se sumen en el infierno climático: los pedos de las vacas, cargados de metano, son la pesadilla de los ecololós, casi un quinto de los gases de efecto invernadero.
Y competimos. Los animales no solían comer lo mismo que los hombres. Marvin Harris, el gran antropólogo americano, supuso que el tabú del cerdo en dos de las tres grandes religiones de dios único se debía a que competía con el hombre por los mismos alimentos. O sea: era un despilfarro, lo contrario de las vacas ovejas cabras que comían pasto que el hombre no comía y, por lo tanto, le servían para transformar esas calorías inaccesibles en algo que sí podía tragar.
Ya no. Ahora el 75 por ciento de la comida que se les da a los animales podría ser consumida por los hombres: soja, maíz y demás granos.
Es un invento —más o menos— reciente. Las vacas siempre comieron pasto. Pero hacia 1870, con los nuevos barcos frigoríficos, los ingleses empezaron a comprar carne americana, de vacas alimentadas con maíz y otros granos: una carne más grasa, más sabrosa, decían entonces. Hasta la Segunda Guerra Mundial esa carne alimentada a granos era un lujo, solo el cinco por ciento de la producción mundial, reservada a los más ricos americanos y europeos. Pero ya en los cincuentas, con el aumento de los rendimientos agrícolas, los Estados Unidos buscaron un modo de colocar su excedente. Las multinacionales alimentarias americanas presionaron para instalar esa carne alimentada a grano en las mesas del mundo; ahora, la gran mayoría de la producción mundial funciona según ese modelo. Y el rebaño aumenta: si hablamos de vacas, solo vacas, hace medio siglo había 700 millones en el mundo; hoy hay 1.400. Cada cinco personas una vaca; más carne vacuna que carne humana comiéndose el planeta.
Y después están las grandes fábricas de chanchos y de pollos. Brasil, uno de los grandes productores agrícolas del mundo, debe importar grano para alimentar a sus infinitos pollos. Brasil es el primer exportador mundial de pollos. Sus criaderos alumbran, cada año, 7.000 millones de pollos: cada año los brasileños matan tantos pollos como habitantes tiene el mundo y los reparten por doquier. Y Estados Unidos y China perecen otros tantos cada uno, solo que se los comen ellos.
El problema es que se necesitan cuatro calorías vegetales para producir una caloría de pollo. Seis, para producir una de cerdo. Y diez calorías vegetales para producir una caloría de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua: se necesitan 1.500 litros para producir un kilo de maíz, 15.000 para un kilo de vaca. Una hectárea de buena tierra puede producir unos 35 kilos de proteínas vegetales; si su producto se usa para alimentar animales, producirá unos siete kilos. O sea: una persona que come carne se apropia de recursos que, repartidos, alcanzarían para cinco o diez personas. Comer carne es establecer una desigualdad bien bruta: yo soy el que se permite comer un alimento cinco veces, diez veces más costoso que el que vos comés. Comer carne es decir a mí qué carajo me importan los otros nueve.
Comer carne es un alarde bestia de poder.
En las últimas décadas el consumo de carne aumentó el doble que la población, el consumo de huevos tres veces más. Hacia 1950 el mundo comía unas 50 millones de toneladas de carne por año; ahora, casi seis veces más —y se prevé que vuelva a duplicarse en 2030.
La ganadería ya usa el 80 por ciento de la superficie agrícola del mundo, el 40 por ciento de la producción mundial de cereales, el 10 por ciento del agua del planeta. La carne es fuerte.
La carne es la metáfora perfecta de la desigualdad.
Pero el momento —el suspiro en la historia, el breve lapso— de la carne puede estar terminando.
Lester Brown, pionero ecololó, dice que cuando le preguntan cuánta gente puede alimentar nuestro planeta, él pregunta a su vez con qué dieta. «Si todos comiéramos como los americanos, que se tragan entre 800 y 1.000 kilos de granos al año por persona, sobre todo a través de las carnes que esos granos produjeron, la cosecha mundial de cereales podría alimentar a 2.500 millones de personas. Si todos comiéramos como los italianos, que consumen dos veces menos carne, unos 400 kilos de cereales por año, se podría alimentar a 5.000 millones de personas. Si todos comiéramos el régimen vegetariano de los indios podríamos alimentar a 10.000 millones de personas».
Digo: para que siguiéramos comiendo carne con cosas —no cosas con carne— debería mantenerse este orden de exclusión, de 3.000 millones usando los recursos de 7.000 millones. Parece un precio fuerte.
La carne es estandarte y es proclama: el mundo solo se puede usar así si lo usamos unos pocos. Si todos quieren usarlo igual no puede funcionar.
La exclusión es condición necesaria —y nunca suficiente.
(Si no fuera porque ya no puedo, porque soy un caso perdido, porque cargo medio siglo de asado argentino, porque puedo pretender que mi gesto no serviría para nada, el único remate posible de estos párrafos sería proclamar mi decisión inapelable de no comerme nunca más un bife. Lo contrario —lo que estoy haciendo— es mostrar mi incoherencia supina.
Pero, pese a todo, los argentinos podemos postularnos como adelantados extraños de esta tendencia que quizá no exista. La Argentina fue, por más de un siglo, sinónimo de carne, el país por excelencia de la carne excelente, el primer consumidor mundial de vaca; ahora dejó de serlo. Cuando yo nací un argentino medio se zampaba 98 kilos de vaca por año, más de un cuarto por día; ahora, poco más de 50. Las razones también parecen precursoras: la competencia de la soja que hizo más rentable usar las tierras para plantarla que para pastorear; el aumento consecuente de los precios; la ampliación del horizonte gastronómico, que ofreció cantidad de alternativas; los miedos médicos, que se cebaron en la carne roja.)
Pero aquí, en la India, la mayoría de los vegetarianos se cree que lo elige. Los indios consumen cinco kilos de carne —cualquier carne— por año y por persona: cinco kilos, diez veces menos que los chinos. Y se creen que lo eligen: son los milagros de las ideologías.
2.
Hace veinte años, ya entonces, me impresionó la consistencia de una ideología. El moritorio de la madre Teresa estaba al lado del templo de Khali y servía para morirse —un poco— más tranquilo. La madre Teresa lo había fundado en 1951, cuando un comerciante musulmán le vendió la mansión por unas cuantas rupias porque la admiraba y dijo que tenía que devolverle a Dios un poco de lo que Dios le había dado —o algo así.
Cuando fui, las paredes estaban pintadas de blanco y había carteles con rezos, vírgenes en estantes, crucifijos y una foto de la madre Teresa con el papa Wojtyla. «Hagamos que la Iglesia esté presente en el mundo de hoy», decía un cartel justo debajo. La sala de los hombres tenía quince metros de largo por diez de ancho. En la sala había dos tarimas de material con mosaicos baratos, que ocupaban los dos lados largos: sobre cada tarima, quince catres, en el suelo, entre ambas, otros veinte. Los catres tenían colchonetas celestes, de plástico celeste, y una almohada de tela azul oscuro; sábanas no. Sobre cada catre, un cuerpo flaco esperaba el momento de morirse.
En esos días, los voluntarios del moritorio recogían en la calle moribundos y los llevaban a sus catres celestes, los limpiaban y disponían para una muerte arregladita.
—Esos de las tarimas están un poco mejor y puede que alguno se salve.
Me dijo entonces Mike, un inglés de 30 con colita que se empeñaba en hablarme en mal francés.
—Los de abajo son los que no van a durar; cuanto más cerca de la puerta, peor están.
En la sala del moritorio se oían lamentos pero tampoco tantos. Un chico —quizás fuera un chico, quizás tuviera 13 o 35— casi sin carne sobre los huesos y una bruta herida en la cabeza gritaba Babu, Babu. Richard, grande como dos roperos, rubio, media americana, maneras de cura párroco en Milwaukee, comprensivo pero severo, le daba unos golpecitos en la espalda. Después le llevó un vaso de lata con agua a un viejo al lado de la puerta. El viejo estaba inmóvil y la cabeza le colgaba por detrás del catre. Richard se la acomodó y el viejo reptó con esfuerzo para que le colgara otra vez.
—Éste está muy mal. Entró ayer y lo llevamos al hospital pero no lo aceptaron.
—¿Por qué?
—Dinero.
—¿Los hospitales no son públicos?
—En los hospitales públicos te dan cama para dentro de cuatro meses. No sirve para nada. Nosotros tenemos una cuota de camas en un hospital privado cristiano, pero ahora las tenemos todas ocupadas, así que cuando fuimos nos dijeron que no. Acá no estamos en América; acá hay gente que se muere porque no hay cómo atenderla.
Richard me contó, aquella vez, sobre uno que había entrado un mes antes con una fractura en la pierna: no lo pudieron atender y se murió de la infección. Y quería seguir con más casos: no era raro, me explicó, que alguien se muriera sin dar mucha pelea.
—No podemos curarlos. No somos médicos. Tenemos un médico que viene dos veces por semana, pero tampoco tenemos equipos ni remedios suficientes. Lo que hacemos es confortarlos, cuidarlos, darles afecto, ofrecerles que se mueran dignamente.
En esos años, la madre Teresa ya era la madre Teresa, famosa en todo el mundo, llena de donaciones y recursos —que no usaba para pagar un buen servicio médico en su sede central.
Aquella vez terminé mi visita diciendo que «me gustaría poder describir el moritorio de la madre Teresa como el ente más noble y elevado, pero al cabo de un rato empieza a molestarme toda la cuestión: esta idea beata de recoger moribundos por la calle para lograr que se mueran limpitos. Si quieren hacer algo por esa gente me gustaría que fuera ayudarlos a vivir mejor, no a morirse mejor. Es cierto, por un lado, que para ocuparse tanto de sus muertes hay que creer que la muerte es un camino hacia otra parte y entonces, quizás, importe cómo llega, aunque no creo que un catre más y unas costras menos hagan gran diferencia. Pero, además, sigo pensando que el moritorio es una exageración del modelo de la beneficencia clásica católica: esa forma de paliar los efectos más visibles de las guarangadas sociales sin atacar ni un poco las causas de esas guarangadas. De pronto, mientras una cabra y un chico desnudo se muerden las orejas con fruición de hambrientos, me parece que la madre Teresa es una señora de la parroquia del Pilar un poquitito más sufrida, y me da gran cabreo.»
Y todavía no sabía muchas cosas. Después me enteré de que la señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, era un cuadro belicoso de su santa madre, con un par de ideas fuertes. Entre ellas, la idea de que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios: «Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo —dijo muchas veces—. El mundo gana con su sufrimiento».
Por eso, quizás, la religiosa les pedía a los afectados por el famoso desastre ecológico de la fábrica Union Carbide, en el Bhopal indio, que «olvidaran y perdonaran» en lugar de reclamar indemnizaciones. Por eso, quizás, la religiosa fue a Haití en 1981 para recibir una Legión de Honor del dictador Jean-Claude Duvalier —que le donó bastante plata— y explicar que Baby Doc «amaba a los pobres y era adorado por ellos». Por eso, quizás, la religiosa fue a Tirana a dejar una corona de flores en el monumento de Enver Hoxha, el líder stalinista del país más represivo y pobre de Europa. Por eso, quizá, la religiosa defendió a un banquero americano que le había dado mucho antes de ir preso por estafar a cientos de miles de pequeños ahorristas. Y tantos otros logros semejantes.
Aquella vez en Calcuta, 1994, tampoco sabía cómo la señorita Agnes usaba el halo de santidad que había sabido conseguir: los santos pueden decir lo que quieran, donde y cuando quieran. Ella usaba esa bula para llevar adelante su campaña mayor: la lucha contra el aborto y la contracepción. Ya lo había dicho en Estocolmo, 1979, mientras recibía el Premio Nobel de la Paz: «El aborto es la principal amenaza para la paz mundial» y después, para no dejar dudas: «La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes».
Y más tarde, ante el Congreso norteamericano que le dio el título muy extraordinario de «ciudadana honoraria»: «Los pobres pueden no tener nada para comer, pueden no tener una casa donde vivir, pero igual pueden ser grandes personas cuando son espiritualmente ricos. Y el aborto, que sigue muchas veces a la contracepción, lleva a la gente a ser espiritualmente pobre, y esa es la peor pobreza, la más difícil de vencer», decía la religiosa, y cientos de congresistas, muchos de los cuales aprobaban el aborto y la contracepción, la aplaudían embelesados.
Aquella tarde, en Washington, su cardenal James Hickley lo explicó clarito: «Su grito de amor y su defensa de la vida nonata no son frases vacías porque ella sirve a los que sufren, a los hambrientos y los sedientos…». Para eso, entre otras cosas, servía la religiosa.
Aunque cumplía, también, otra función: «Todos —los países, los grupos de amigos, los equipos de vóleibol, los grupos de tareas— necesitan tener un Bueno: un modelo, un ser impoluto, alguien que les muestre que no todo está perdido todavía. Hay Buenos de muchas clases: puede ser un cura compasivo, un salvador de ballenas, un anciano ex-cualquier cosa, un perro, un médico abnegado: en algo hay que creer. El Bueno es indispensable, una condición de la existencia. Y el mundo se las arregla para ir buscando Buenos, entronizarlos, exprimirlos todo lo posible», decía y que por eso —pero no solo por eso— la señorita Agnes ocupaba un lugar extraordinario: la Buena Universal.
Y lo sigue ocupando. Pese a que algunos intentamos contar un poco de su historia de corrupciones y acomodos, nadie lo escucha: es mejor y más cómodo seguir pensando que era más buena que Lassie. Así les sirve a muchos. Sobre todo porque es útil para reafirmar un par de ideas básicas. Una, que esta vida es el camino hacia la otra, mejor, más cerca del Señor. Por eso no es muy importante lo que nos pase en ésta, sino cómo nos preparamos para la otra: siendo mansos, sumisos, resignados. Por eso el primer emprendimiento de la señorita fue un moritorio, un lugar para morirse más limpito. La señorita Agnes recibió cataratas de premios, donaciones, subvenciones para sus empresas religiosas. Y nunca hizo públicas las cuentas de su empresa pero se sabe, porque lo dijo muchas veces, que fundó unos quinientos conventos en cien países —y nunca puso una clínica en Calcuta.
Decíamos: la idea central que la señorita anduvo vendiendo por el orbe es que el sufrimiento de los pobres es un don del Todopoderoso. Va de nuevo: «Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento». Ahí está el centro, lo fundamental. Dos mil años de colaboracionismo sintetizados en una sola frase: no está mal. «Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte». Y al César lo que es suyo, y el hambre que dignifica a los hambrientos. O eso decía la señorita, tan buena como era.
Ahora tiene un relevo: el cardenal Bergoglio, tan bueno como Lassie pero más poderoso, que consiguió rescatar una institución en caída libre. La iglesia católica, gracias al papa peronista, ha vuelto a ser un peso pesado en la pelea por el sentido.
Gracias a él, una forma de ver el mundo que entrena multitudes en la obediencia y la aceptación de lo que no se entiende —de lo que dicen «los que saben», los que tienen el poder de su saber— está recuperando su potencia.
Pero la religión cristiana, con todo y lo que hizo, nunca podrá llegar a la altura de la hindú en su capacidad de aquietar pobres. Las religiones sirven más que nada para eso: si uno vive una vida de mierda, corriendo la coneja, comiendo poco más o menos que lo justo, necesita poder creer que hay un orden superior, un Algo que lo explica o justifica. Que explique, por supuesto, el hecho de que haya unos pocos que tengan todo y manden y decidan de las vidas y las muertes, pero no solo eso; que explique, faltaba más, la tontería de morirse y te convenza de que no es terminal, pero no solo eso; que explique, con dificultad, la razón o por lo menos el origen de tantos males como el mundo carga, pero tampoco solo.
Cuando los Testamentos dicen que bienaventurados sean los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos están dando un gran paso: por primera vez una religión occidental imaginó que ser pobre tiene un valor agregado de inocencia que le permitirá a quien ostente esa condición una recompensa —el Reino de los Cielos— que debería tranquilizarlo y llevarlo a soportar la porquería de su vida como un paso incómodo pero necesario para otra tanto más coqueta. La hindú, en cambio, es más radical: no ofrece nada —no glorifica la condición del pobre: a su cultura nunca se le ocurrió que precisara simular que le adjudicaba algún valor—, sino que establece tajante que si alguien es pobre, si alguien sufre, si alguien pasa hambre es porque está pagando por sus propios errores, está viviendo las consecuencias de lo que hizo en vidas anteriores: que es su culpa y que, en síntesis, se joda. Se llama karma y es el mejor invento de esa cultura milenariamente turra, la única quizá que le permitió a un pequeño grupo de jefes controlar durante siglos —y seguir controlando— tantos millones de desharrapados siempre moribundos.
Esto es India, y es pura potencia y les gusta llamarse la mayor democracia del mundo —y lo son. No les gusta decir que son el país con más desnutridos del mundo —y lo son. Que la mayor democracia tenga la mayor masa de hambrientos debería ser una causalidad incómoda. Pero quién sabe no.
3.
El hambre es, por supuesto, muy confuso. Las cifras varían: es muy difícil calcular con precisión cuántos hombres y mujeres pasan hambre. La mayoría vive en países con estados precarios, incapaces de registrar a buena parte de sus ciudadanos, y las organizaciones que tratan de contarlos tienen que usar, en lugar de censos detallados, cálculos estadísticos.
La FAO es la agencia de Naciones Unidas responsable de cifrar «el hambre en el mundo». Lo intentan: estudian los inventarios agrícolas, las importaciones y exportaciones de alimentos, los usos nacionales de esos alimentos, las dificultades económicas y desigualdades sociales y, a partir de ahí, determinan la supuesta disponibilidad de comida para cada individuo: la diferencia entre necesidades calóricas y calorías disponibles les da su cantidad de desnutridos. Es un método posible —y no hay todavía otros que funcionen—, pero es tan aproximado que resulta muy maleable: sus resultados son tan hipotéticos que se pueden corregir según las necesidades del momento.
De hecho, últimamente la FAO consiguió una reducción importante de la cantidad de desnutridos del mundo —con un cambio en la metodología de sus cálculos. Ya lo había hecho otras veces. En 1974 sus expertos estimaron que la cantidad de hambrientos del mundo rondaba los 460 millones. Era más o menos lo mismo que decían otras organizaciones —la OMS, Unicef. Y que en diez años la cifra podía pasar a unos 800 millones; en 1989 confirmaron sus predicciones: había, dijeron, entonces, 786 millones de hambrientos.
Pero en 1990 la FAO revisó todos sus cálculos anteriores. Dijo que el método estadístico que habían usado estaba mal y que ahora sabían que en 1970 no había 460 millones de hambrientos sino más del doble: 941 millones. Lo cual les permitía decir que los 786 millones de ese momento —1990— no suponían un aumento del hambre sino un retroceso: un gran logro.
Diez años después, en 1999, dijeron que los hambrientos eran 799 millones —¿dónde estaría el millón que les faltó para 800?— y que por lo tanto el hambre había vuelto a avanzar. Hasta que volvieron a revisar sus propios números y dijeron que, en realidad, en 1990 no había 786 sino 818 millones y que, por lo tanto, habíamos ganado otra vez. Y ahora, en su último informe, el hambre de 1990 ha vuelto a aumentar: ya eran, retrospectivamente, 1.015 millones de personas. Hemos ganado tanto.
La guerra contra el hambre también está hecha de estas cosas.
Y, sin embargo, las cifras de la FAO son las cifras que se respetan, que se usan —que este libro también usa. Y sus cambios no solo sirven para que los grandes poderes mundiales se queden más tranquilos y convenzan a sus súbditos de lo bien que funcionan sus políticas; también se usan para decidir el destino de miles de millones de dólares en ayudas y partidas. De esos números depende —en buen burocratés— la «continuidad de las políticas», la «asignación de los recursos».
Yo decidí usar las cifras más conservadoras: prefiero equivocarme por defecto que por exceso. Si aceptamos —provisoriamente— las cuentas revisadas de la FAO, en este momento hay 842 millones de personas con hambre. 842 millones de personas son muchas personas: más del 12 por ciento de los habitantes del mundo pasa hambre, una de cada ocho personas en el mundo pasa hambre. Una de cada ocho personas son muchas personas: si el hambre no estuviera tan cuidadosamente distribuido, una de cada ocho personas incluiría forzosamente, mi estimado lector, a alguno de sus tíos, a un par de compañeros de trabajo, a varios amigos de la infancia o la escuela o el equipo de fútbol, a esa señora flaca dos filas más allá, quién le dice, a usted mismo.
Pero no es cierto que sean un hombre o una mujer de cada ocho —o es cierto de un modo que no es cierto. El hambre, es obvio, no está repartido en uno de cada ocho habitantes del planeta; está perfectamente concentrado en los países más pobres, lo que el burocratés llama «países en vías de desarrollo» por no llamar países en la vía: el OtroMundo.
(Ya nadie dice «subdesarrollado»; dicen —burocratés— «en vías de desarrollo». La palabra underdeveloped, que parece tan clásica, es de las más recientes. Apareció en inglés hacia fines del siglo xix, pero se usaba solo en fotografía para definir una copia poco revelada. Su primer uso político data de 1949, en el discurso inaugural del presidente americano Harry Truman: «Debemos embarcarnos en un nuevo programa para que los beneficios de nuestros adelantos científicos y nuestro progreso industrial ayuden a la mejora y al crecimiento de las áreas subdesarrolladas. Más de la mitad de la población del mundo vive en condiciones cercanas a la miseria. Su alimentación es inadecuada. Son víctimas de enfermedades. Su vida económica es primitiva. Su pobreza es una desventaja y una amenaza tanto para ellos como para las áreas más prósperas».)
La amenaza, de algún modo, por suerte permanece. Y todavía la llamamos Tercer Mundo: un concepto claramente perimido. Decir Tercer Mundo tenía sentido cuando había otros dos: el supuesto Primer Mundo —el bloque capitalista tal como quedó constituido después de la Segunda Guerra Mundial— y el supuesto Segundo Mundo —el bloque soviético que se fue armando a partir de esa guerra, la revolución china, las independencias africanas y asiáticas. El Tercer Mundo era, entonces, ese conglomerado disímil, confuso, de países que no estaban ni en el Primero ni en el Segundo: que no eran ni ricos ni soviéticos.
El Segundo Mundo, sabemos, ya no existe; no puede haber Tercero. Pero el planeta sigue estando claramente dividido: hay un bloque rico, norteño —cada vez menos—, occidental, donde la calidad de vida es infinitamente superior, que sigue marcando —todavía— la política y la economía.
Y después viene el OtroMundo: los pobres, los más pobres.
Hay países cuya pertenencia al OtroMundo podría discutirse; hay muchos que no. Cincuenta, para empezar, pueden reivindicar su derecho indudable: son los que forman la lista de «países menos desarrollados», una categoría que inventaron las Naciones Unidas hace cuarenta años para definir a los más pobres de los pobres: los desconocidos de siempre.
Entre ellos hay 34 países africanos: además de Níger están Angola, Benín, Burkina Faso, Chad, Comoros, Eritrea, Etiopía, Gambia, Guinea, Guinea Bissau, Guinea Ecuatorial, Lesoto, Liberia, Madagascar, Malawi, Mali, Mauritania, Mozambique, República Centroafricana, República Democrática del Congo, Ruanda, Santo Tomé y Príncipe, Senegal, Sierra Leona, Somalía, Sudán, Sudán del Sur, Tanzania, Togo, Uganda, Yibuti, Zambia.
Y también hay 14 de la región Asia-Pacífico —Afganistán, Bangladesh, Bután, Camboya, Kiribati, Laos, Myanmar, Nepal, Samoa, Salomón, Timor Oriental, Tuvalu, Vanuatu, Yemen— y un americano, el infaltable Haití. Otros tres —Botswana, Cabo Verde, Maldivas— fueron promovidos hace poco a «países en vías de desarrollo».
Esos 50 países —donde viven más de 750 millones de personas, el 11 por ciento de la humanidad— reúnen entre todos el 0,5 por ciento de la riqueza mundial.
Son el núcleo duro, el indiscutible. Pero se les pueden agregar los otros países que según el PNUD tienen un Índice de Desarrollo Humano insuficiente: Burundi, Kenia, Namibia, Swazilandia, Zimbabwe, Gabón, Nigeria, Marruecos, Egipto, Siria, Pakistán, Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguistán, Mongolia, Vietnam, Sri Lanka, Tailandia, Filipinas, Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Fiji, Micronesia, Nicaragua, Guatemala, Honduras, República Dominicana, El Salvador, Surinam, Guyana, Bolivia, Paraguay, y hasta un país europeo, el más pobre de todos: Moldavia.
(O, si no, olvidarse de todos esos nombres y quedarse con un criterio frívolo: se llamará OtroMundo a los 128 países cuyos productos brutos anuales son menores que la fortuna del señor más rico del mundo, un mexicano llamado Carlos Slim.)
Y quedan, todavía, las grandes mezclas: los cinco países cuyo desarrollo está moviendo el mercado global —los BRICS, Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica— tienen enormes cantidades de población hundida. De hecho, entre la India y China concentran casi la mitad de la desnutrición mundial. Las diferencias —las pertenencias— no siempre respetan los límites nacionales. Entre las costas chinas y sus provincias interiores hay más distancias que entre Francia y Turquía; entre San Pablo y el sertón brasileño sigue habiéndolas más que entre Italia y Armenia.
Y lo mismo pasa, de algún modo, con los pobres de países que se pretenden clase media del mundo, como la Argentina o México, o, incluso, con los nuevos pobres de los países más ricos.
Todos ellos viven, de formas varias, en el OtroMundo.
En el OtroMundo no hay casas firmes, no hay cloacas, no hay agua corriente, no hay hospitales ni escuelas que curen o que enseñen, no hay trabajos dignos, no hay Estado protector, no hay garantías, no hay futuro.
En el OtroMundo no hay, sobre todo, comida para todos.
De los 842 millones de hambrientos, la mayoría está en el sur de Asia: 295 millones, por el peso de los indios y los bengalíes. Son, digamos, 15 millones menos que hace diez años y siguen siendo el 17 por ciento de la población. Los 166 millones de asiáticos del Este son, en su mayoría, chinos: son casi 30 millones menos que hace diez años. En el sudeste de Asia la cantidad de hambrientos también se redujo mucho: de 113 millones pasaron a 65. En África negra, en cambio, aumentó: eran 209 en 2000, son 223 millones ahora. Igual que en África del Norte y Medio Oriente: de 18 millones pasaron a 25. En América Latina, en cambio, bajaron de 61 millones en 2000 a 47 hoy. Y los 18 millones de hambrientos del «mundo desarrollado» siguen más o menos constantes.
Así que el OtroMundo —no podría ser de otra manera— concentra la mayor parte de los hambrientos del planeta: 825 millones de personas.
El hambre es el mal que más personas sufren —después de la muerte, que sufren casi todas.
Y es, por eso, el que más mata —sí, después.
No tienen plata, no tienen propiedades, no tienen peso: no suelen tener formas de influir en las decisiones de los que toman decisiones. Hubo tiempos en que el hambre era un grito, pero el hambre contemporáneo es, sobre todo, silencioso: una condición de los que no tienen la posibilidad de hablar. Hablamos —con la boca llena— los que comemos. Los que no comen generalmente callan. O hablan donde nadie los escucha.
De esos 825 millones de desnutridos del OtroMundo, unos 50 son víctimas de alguna situación excepcional: un conflicto armado, una dictadura despiadada, una catástrofe natural o climática —sequías, inundaciones, terremotos. Quedan 775 millones que no pasan hambre por ninguna situación excepcional: solo porque les tocó formar parte de un orden social y económico que les niega la posibilidad de alimentarse.
Según la FAO, el 50 por ciento de los hambrientos del mundo son pequeños campesinos con un trocito de tierra, el 20 por ciento campesinos sin tierra, el 20 por ciento pobres urbanos, el 10 por ciento pastores, pescadores, recolectores.
Desde 2007 —se supone, se calcula— algo cambió radicalmente en la población del mundo: por primera vez en la historia, más personas viven en las ciudades que en los campos. La explicación más obvia: millones de personas huyen todos los años de sus campos porque, en conjunto, los campesinos siguen siendo más pobres. De los 1.200 millones que viven en «extrema pobreza» —según el Banco Mundial, menos de 1,25 dólares por día— tres cuartos viven en el campo: 900 millones de campesinos extremadamente pobres.
Entre esos campesinos sin tierra o con tan poca tierra se reclutan las presas favoritas del hambre: tres de cada cuatro no comen suficiente. El resto son los habitantes de ese nuevo lugar de la miseria, los márgenes de las grandes ciudades, los slums favelas bidonvilles villamiserias.
En cualquier caso, el hambre sigue siendo la mayor amenaza para la salud de los habitantes del OtroMundo: mata todos los días más personas que el sida, la malaria y la tuberculosis juntas.
El hambre es una de las razones principales para explicar que la esperanza de vida en España sea de 82 años y de 41 en Mozambique; 83 en Japón y en Zambia 38: que haya personas que nazcan con todas las chances de vivir el doble que otras solo porque nacieron en otro lugar, en otra sociedad. No se me ocurre forma más bruta de injusticia.
(Se trata de redefinir qué es mortal y qué no: de qué es «lícito» morirse y de qué no. Todo está ahí: en realidad, el mayor escándalo es esta obviedad de que, cada año, cada mes, cada día, se mueren miles, millones de personas que no deberían morirse o, mejor dicho: que no se morirían de lo que se están muriendo si no vivieran en países pobres, si no fueran tan pobres.
Se trata de pensar en el mayor privilegio posible: vivir allá donde otros mueren. Y después tenemos que hablar de todo el resto: de esas vidas difíciles, de esas angustias, de esos enormes despilfarros de personas.)
Los números atacan —y podrían seguir páginas y páginas. Pero los números suelen ser, también, lo sabemos, el refugio de ciertos canallas. ¿Y si en lugar de ser 842 millones los hambrientos fueran 100 millones? ¿Y si fueran 24 millones? ¿Y si fueran 24? ¿Entonces diríamos ah bueno, no es tan grave? ¿Cuánto empieza a ser grave? Los números son la coartada de un relativismo pobre. Si les pasa a muchísimos es muy malo, si a muchos es más o menos malo, si a pocos no es tan malo. Si este libro fuera valiente —si yo fuera valiente— no incluiría ningún número.
No somos: me refugio, canalla, en la cuevita de la cantidad.