BIRAUL
1.
Alrededor de la nena hay tres doctores: María la griega y dos médicos indios. También dos enfermeros y detrás, sentada en un banquito rojo, llorando como quien canta una canción muy triste, la madre de la nena, descalza, sari rojo. La nena está flaquita, quieta, los ojos bien abiertos, una máscara de oxígeno en la cara.
La nena llegó ayer desesperante de diarrea, vómitos, tan débil, y todavía no pudieron recuperarla. La mamá atrás, su canción triste.
—Olvidate de todo lo que viste en la televisión.
Me dijo, apenas llegué, un veterano de Médicos Sin Fronteras.
—Esto es otra cosa. Acá casi no vas a ver esas escenas horribles de panzas prominentes y piernitas como huesos. Acá no vas a ver chicos como esqueletos rodeados de moscas. Acá es distinto.
Acá es, en general, la India. Pero acá en particular es Biraul, en el estado de Bihar, uno de los más pobres. Bihar podría ser el décimo país más poblado del mundo pero no es un país: una provincia. Tiene cien millones de habitantes, más que España y Argentina juntas, amontonados en cien mil kilómetros cuadrados de tierras fértiles —treinta veces menos que España y Argentina juntas—; son llanuras muy verdes donde, si la naturaleza no se encrespa, crece una cosecha de arroz y otra de trigo cada año. Hace 3.000 años aquí surgió el mayor imperio indio; hace 2.500, el budismo; hace 1.500, las universidades más reputadas de esos días.
—Olvidate, en serio. Acá el hambre es algo muy distinto.
La nena se llama Gurya; su madre, Rahmati. Gurya tiene 15 meses, Rahmati 19 años y dice que no entiende qué pasó, que la nena estaba bien, que no había aprendido a caminar todavía pero estaba bien. Y que tiene otra hija de cuatro años y que está bien y que no entiende qué pasa, que por qué Dios. Rahmati es musulmana y habla mucho de Dios y que por qué le hace estas cosas. Dios siempre está cerca de estas cosas.
—¿Te parece que Dios está enojado con vos?
—Sí, está enojado.
—¿Por qué?
—No sé, cómo voy a saber.
—¿Qué pensás?
—Prefiero no pensar en eso. Ahora lo que quiero es que mi hija se cure. Por eso estoy acá en este hospital. Después veremos.
Gurya tiene las escamas que produce el kwashiorkor, los edemas que rompen la piel: un signo de que está muy al borde.
Rahmati es flaquita, quebradiza, el aro en la narina izquierda que dice que es casada, las pulseras de cobre, el sari rojo muy lavado, las cejas gruesas negras, la mirada que se escapa todo el tiempo. Rahmati vive cerca, dice: en un pueblo a tres horas de marcha.
Rahmati nunca fue a la escuela. Cuando era una nena ayudaba a su mamá en las tareas de la casa y algunas veces, incluso, se metía con su papá en algún estanque para sacar esas algas que él vendía en el mercado: no tenía tierra ni otra forma de ganarse la vida. Rahmati dice que comían casi siempre; que a veces pasaba un día o dos que no, dice, pero al final siempre algo aparecía.
Cuando cumplió 13 años, Rahmati empezó a impacientarse: sus amigas del pueblo se casaban una tras otra, y ella no. Al fin, sus padres le arreglaron un matrimonio con el hijo de una prima de la madre; el hombre le llevaba unos diez años y, cuando llegó el momento, Rahmati estaba aterrada. Para ahorrar tuvo que compartir la boda con su hermana: ni siquiera el día más importante de su vida sería plenamente suyo. Cada novio recibió, además de la mujer, una vaca; para comprarlas, su padre tuvo que pedir un préstamo que terminó de pagar muchos años, muchas privaciones después.
Tras la boda el marido de Rahmati se fue; en el pueblo no había trabajo y le habían dicho que en Delhi podría conseguir algo; allí pintó paredes para juntar unas rupias antes de empezar su vida de casado. Rahmati se quedó en su casa; para ella todo seguía igual que siempre pero no: no podía jugar como una nena, andar por ahí, divertirse porque ya no era una nena sino una mujer casada; su primer año de matrimonio fue muy aburrido. Después su marido volvió y se la llevó a casa de sus padres: entonces todo fue mucho peor. Su suegra la mandoneaba, la obligaba a hacer todo el trabajo, a atender a sus cuñadas. Cuando nació la primera nena la familia la recibió contenta; que después naciera otra mujer los desalentó: la suegra murmuraba. Un matrimonio indio necesita tener hijos que lo mantengan en su vejez; las hijas se van y encima hay que pagarles una dote.
Los días de Rahmati se parecen. Se levanta a las seis, despierta a su marido y a las nenas y empieza a preparar la comida del día. Limpiar el arroz le toma un rato: viene repleto de bichitos. Los días de arroz solo son muy tristes; con un puñado de lentejas o un tomate todo cambia. Pero no es fácil conseguirlos; a veces, si no, puede ponerle hojas silvestres que le dan más gusto. Para cocinar tiene que hacer el fuego; a veces tiene madera porque pudo comprar en el mercado; otras sale a buscar —pero cada vez encuentra menos— o tiene que pedirle a una vecina. Si Rahmati tuviera una vaca podría usar la bosta; a veces, de hecho, una vecina que sí tiene una —y un ternero— le regala un poco. Rahmati dice que si tuviera toda la plata del mundo se compraría una vaca.
—Ay, sí, me compraría una vaca, tendría leche.
Dice, y la cara se le llena de brillos.
—¿Cuánto cuesta una vaca?
—Unas 25.000 rupias.
Que son como 500 dólares, una suma imposible. Y dice que su vida sería tan distinta:
—¡Imaginate, una vaca! Todo cambiaría si yo tuviera una vaca. Me daría leche, que cuesta como 25 rupias el litro, y tendría la bosta y podría tener un ternero y podría vender un poco de leche y comprar arroz o verduras o qué sé yo. Sí, todo sería muy distinto si tuviera una vaca.
Dice Rahmati y por primera vez alza la voz, se entusiasma un poquito. Entonces se acuerda de la nena, entra a verla; al rato, cuando vuelve al patio donde conversamos, sentados en una alfombrita de mimbre, abochornados de calor, acechados de moscas, ha recuperado su tristeza.
Rahmati vive con su marido y su suegra y un cuñado y sus dos hijas en una choza hecha de troncos y cañas; dice que antes tenían un techo de chapa pero que se les fue rompiendo y no pudieron reemplazarlo. Allí, frente a la choza, desayunan cada día a las ocho y su marido se va a a tratar de trabajar —un campo para arar, una pared para pintar, algo para ganarse las 100 rupias —menos de dos dólares— que les den de comer al día siguiente. Rahmati se queda con sus dos nenas, limpia, lava la ropa: siempre tiene algo de ropa que lavar, dice. Cuanta menos ropa uno tiene más ropa tiene para lavar, dice Rahmati. Y que cuando termina puede jugar un rato con las nenas o no pensar en nada o, incluso, dormir un poco más. Y después al mediodía come lo que quedó de la mañana y sigue lavando o duerme la siesta o conversa un rato con alguna vecina y más tarde, cuando vuelve el marido, le sirve un poco más de arroz para la cena o un roti —un pedazo de pan.
—¿Y a veces hacés algo distinto?
—Bueno, no. Todos los días son iguales, salvo cuando hay un casamiento, una fiesta religiosa. Los viernes mi marido va a la mezquita, pero yo no puedo.
—¿Por qué?
—Porque así dice la religión, las mujeres no van.
—¿Y no querrías ir, a veces?
—No, porque no quiero desobedecer a mi religión.
Entonces le pregunto cuál es su momento favorito del día y no me entiende. Se lo repito —le pido a la intérprete que se lo repita— y Rahmati dice, una vez más, que no entiende la idea: que no tiene un momento favorito, que todo es más o menos igual siempre.
En estos días le he preguntado a una docena de mujeres qué hacen en su tiempo libre; la idea de tiempo libre las sorprende, hay que explicársela. Algunas, después de varias preguntas, me dicen que a la tarde, cuando terminan de hacer todo en la casa, a veces se sientan a charlar con una vecina. Y que fuera de eso están las fiestas: una boda, un funeral, un nacimiento, un festival religioso. Y no se les ocurre nada más.
Pero hay días en que la rutina se rompe: cuando no hay plata para comprar comida. Los campesinos sin tierra no tienen el recurso de plantar algo para sobrevivir. Viven muy pegados a la tierra —trabajando otra tierra— pero si quieren alguno de sus productos deben pasar por el mercado, sufrir sus variaciones, pagar intermediarios.
—A veces mi marido no consigue trabajo y no hay plata y los vecinos no quieren prestarme o tampoco ellos tienen o ya me prestaron demasiado, entonces no hay.
(El marido de Rahmati suele pasarse horas parado en esa especie de baldío a la entrada del pueblo donde los hombres esperan que alguien los contrate. Rahmati dice que a veces son diez, veinte, treinta, y que a veces lo contratan y muchas veces no, y su marido se pasa el día bajo el árbol del baldío pensando —no lo sé, lo imagino— qué le va a decir a Rahmati cuando vuelva sin una rupia, sin un kilo de arroz. O pensando, quizá —no lo sé, lo imagino— que si Rahmati le llega a decir algo la calla de un tortazo. O pensando, quizá —no lo sé, ya sabemos— que qué bueno estar casado con una mujer que sabe que tiene que callarse cuando no hay comida).
Rahmati sabe —quizá— callarse, pero ahora dice que es duro dormirse sin comer:
—Es duro irse a dormir sin comer, pero una espera que cuando se despierte va a conseguir algo. Lo bueno es que una puede irse a dormir. Si no fuera por dormir, no sé qué haría… Lástima que hay que despertarse otra vez a la seis de la mañana.
Dice Rahmati, y que lo peor es el llanto de las nenas: que entonces, cuando las nenas quieren comer y lloran, no se puede dormir, no tiene forma de escaparle al hambre.
Ahora, acá, la nena no llora: sigue quieta, los ojos bien abiertos, la máscara de oxígeno en la cara. Acá, ahora, es el «centro estabilización» de Médicos Sin Fronteras en Biraul, y Biraul es un pueblo grande, veinte o treinta mil habitantes en medio del Bihar. Biraul es sobre todo un par de calles muy largas serpentinas repletas de negocios y puestitos; a los costados salen calles que pueden llevar a un templo de Durga, a un estanque donde se bañan búfalos y viejos, al hospital, al descampado donde los chicos juegan cricket, a casitas y cultivos y más templos y más bueyes y búfalos. En la calle principal se vende casi todo, desde un módem para internet hasta una hoz que el herrero está forjando a golpes de martillo —y lo demás: pescados vivos, pollos vivos, dioses diversos, tomates, uvas, caramelos, lamparitas, motos. La calle principal siempre está embotellada: un carro de bueyes, por ejemplo, cierra el paso y docenas de motos y de ricshas tocándole bocina y docenas de hombres y mujeres tratando de pasar, de encontrar el resquicio.
—A veces pienso que si no me despertara sería todo más fácil. Pero después pienso en las nenas, qué sería de ellas sin mí. Entonces digo bueno, habrá que seguir. Pero es demasiado difícil, no tiene solución.
Siempre pensé, sin pensarlo, en estos lugares muy lejanos —lejanos en el mapa, lejanos de los puntos conocidos, lejanos de mi historia— como progresivamente vacíos, despojados de gente. Era puro pensamiento mágico: el quinto carajo está repleto, pulula de personas. Miles y miles de personas en esta parte del fin del mundo, que va a acabarse así: no con una explosión sino con un bocinazo. Un día alguien va a apretar una bocina de más y todo va a estallar. Será casi tranquilo: no un gran fuego, no un trueno ensordecedor espeluznante, no la Tierra partiéndose en pedazos. Solo que ese toque de bocina —probablemente aquí en Biraul o quizás en Calcuta o en Yakarta— ya no tendrá lugar: terminará de completar el mundo.
El centro de Médicos Sin Fronteras en Biraul está a un costado del pueblo, junto al centro de atención primaria y distribución de suplemento alimentario de MSF y al centro público de salud, en un terreno que se despliega alrededor de un árbol imponente; en África, en la India, los árboles saben organizar el mundo. Hace calor; los pacientes —los chicos y sus madres— esperan turno bajo el árbol, conversando, durmiendo, amamantando.
Comparado con las instalaciones sanitarias habituales en un pueblo indio, el centro es Disneylandia: trece camas en dos habitaciones muy cuidadas, paredes blancas, ventanas, ventiladores, mosquiteros, y una salita de aislamiento con tres camas más. En cada cama hay un chico con su madre; suelen pasarse cuatro o cinco días hasta que se estabilizan y empiezan el tratamiento ambulatorio. Seis médicos disponibles, diez enfermeros, el espacio, los remedios, los muebles, los instrumentos, la limpieza.
El centro de estabilización está repleto. Cada día llegan cien, doscientas madres. Suelen venir porque sus hijos tienen tos o fiebre o debilidad; muchas van primero al centro público de atención primaria: sus enfermeras, cuando ven que un chico puede estar desnutrido, lo mandan a ver a los muchachos de MSF. Otras han escuchado hablar del centro y vienen directamente. Los reciben tres o cuatro jóvenes indios con un protocolo muy preciso: miran a cada chico, lo pesan en un arnés colgante, lo miden en una tabla donde todos lloran, le pasan el brazo por la cinta que lo medirá para saber si está desnutrido. Es un momento decisivo: en unos minutos, el nene o nena está por recibir una etiqueta, el relato que lo va a definir.
En el centro de estabilización una madre me ve prender una luz y me pide permiso para hacerlo: quiere ver cómo es. Aprieta el interruptor con cuidado, con miedo: no sabe qué fuerzas ocultas está a punto de desencadenar.
En el Bihar las etiquetas están claras a fuerza de confusas: el estado más pobre, una tierra tan rica. Sesenta kilómetros al norte está Nepal, el Himalaya, pero aquí todo es llano, trigo, arroz: campo fértil esperando las lluvias. Fue una sorpresa: lo imaginaba como un páramo árido y me encontré con esos campos generosos; el problema no es que no produzcan; el problema, si acaso, es para quién.
Dicen que antes de que llegaran los ingleses sus habitantes eran pobres pero sobrevivían, y que fue el sistema de recaudación de la corona el que llevó a la concentración de la tierra, la desposesión de la tierra: que los recaudadores de impuestos impagables se fueron quedando con la tierra de millones de campesinos deudores, convirtiéndolos en proletarios rurales, convirtiéndose en grandes terratenientes. Y que, aunque los nombres de los propietarios fueron cambiando en estos dos siglos, la estructura de la posesión se mantuvo. Y que en los años sesentas y setentas hubo mucha agitación social y el gobierno sancionó leyes de reforma agraria que debían dar tierras a los que no tenían. Pero no se cumplieron porque los burócratas que debían aplicarlas eran esos mismos terratenientes y conseguían evitarlas. Y que la miseria, faltaba más, aumentó con el aumento de personas: ahora son mil por cada kilómetro cuadrado. Más de la mitad tiene menos de 25 años: es un récord. O el resultado de hombres y mujeres que se reproducen mucho porque saben que se mueren pronto.
En Bihar la mitad de los chicos están desnutridos. La mitad: uno de cada dos. La mitad de los chicos.
Bihar es como un concentrado, un caldito de India. Y la India es el país con más hambre del mundo. Un cuarto de los hambrientos del mundo viven —¿viven?— en la India: unos 220 millones de indios no consiguen comer lo que precisan, las 2.100 calorías diarias que todos los expertos recomiendan como el mínimo de energía que un cuerpo humano necesita. Algunos, menos; muchos, muchos millones, muchísimo menos.
Digo: millones y millones de personas, cantidades interminables de personas, cantidades inimaginables de molestias, angustias, dolorcitos, miedo. Era el hambre que el progreso barrería: propio de países atrasados, bastaba con «desarrollarlos» un poco para acabar con él. La India es, ahora, el décimo país más rico del mundo —y el primero en cantidad de desnutridos.
En la India el 37 por ciento de los adultos tiene un índice de masa corporal inferior a 18,5 —que la Organización Mundial de la Salud considera el límite de la malnutrición.
En la India el 47 por ciento de los chicos de menos de cinco años no llega al peso que deberían tener. En el mundo hay unos 129 millones de chicos que pesan menos que lo que corresponde a su edad; 57 millones viven —¿viven?— en la India.
En el mundo hay unos 195 millones de chicos que miden menos que lo que corresponde a su edad; 61 millones viven —¿viven?— en la India.
Cada año mueren en la India dos millones de chicos de menos de cinco años. La mitad —un millón de chicos cada año— se muere por causas relacionadas con la malnutrición y el hambre. Un millón de chicos cada año, dos chicos indios cada minuto, este minuto.
Un chico con desnutrición aguda tiene nueve veces más chances de morirse de diarrea, sarampión, malaria, sida o neumonía que uno bien nutrido. No solo porque sus cuerpos no tienen las defensas necesarias; también por una obviedad estadística: los desnutridos son los que más fácilmente se enferman —por las condiciones en que viven— y más difícilmente se curan —porque no tienen acceso a la medicina. En la India hay, en cada momento, unos ocho millones de chicos en esa condición, la más bruta del hambre.
Son, por ahora, números. Los números sirven para saber lo que ya sabemos: para convencernos de lo obvio. Los respetamos, creemos que dicen la verdad. Los números son el último refugio de la verosimilitud contemporánea.
Y son, también, el mejor modo de enfriar las realidades: de volverlas abstractas.
(Es la primera vez en la historia que hay datos tan duros, cifras tan aproximadamente precisas sobre los habitantes del mundo: su cantidad, su distribución, su riqueza, sus enfermedades, sus trabajos. Quizás en 50 años el nivel de información actual va a parecer paleozoico, pero nunca hubo nada igual: un mundo pensado como números, explicado —aparentemente explicado— por sus números. Los manejan los grandes organismos internacionales, las corporaciones, los gobiernos del Primer Mundo. Los usan para lo que siempre se usaron los saberes: consolidar diferencias, construir poder, imaginar futuros que les parecen convenientes.)
Me decían que acá el hambre era distinto. Es distinto porque a veces no mata. En la India, el hambre no suele ser agudo: millones de personas llevan muchas generaciones acostumbrándose a no comer lo suficiente, desarrollando, a lo largo de generaciones, la habilidad de sobrevivir comiendo casi nada, demostrando las virtudes adaptativas de la especie. Los humanos sobrevivieron, conquistaron la tierra porque saben adaptarse a tantas cosas: aquí se adaptaron a casi no comer y, por eso, millones son bajos, flacos, módicos, cuerpos que saben subsistir con poco.
Madres así de chiquitas que paren bebés muy chiquitos, nenes que llegan al año pesando cuatro kilos —y nunca caminaron. Es un fracaso estrepitoso: la adaptación darwiniana en toda su tristeza. La capacidad del hombre para ajustarse a la vida desnutrida y producir, para eso, cuerpos que requieren mucho menos, cerebros que también.
La desnutrición crónica —te explican— no te mata de una vez pero tampoco te deja vivir como debieras: cuerpos disminuidos, mentes deficitarias. Son millones que desperdician sus vidas para seguir viviendo.
2.
Le pregunto qué le gusta comer y me mira con odio mal guardado. Kamless tiene 26 años; es flaco, bajo, enérgico, muy dueño de sus opiniones. Kamless y Renu, su mujer, acaban de llegar al centro sanitario de Médicos Sin Fronteras en bicicleta, con Manuhar en brazos.
—A mí no me gusta comer esto o lo otro; a mí lo que me gusta es comer. Yo soy pobre, no puedo pensar en comer algo en particular. Yo como lo que puedo, un roti, un plato de arroz, lo que sea. Lo que me gusta es poder comer, que mi familia pueda.
Dice Kamless, y que para llegar hasta acá tardan dos o tres horas, siempre que vengan en la bicicleta; que cuando vienen caminando tardan cuatro o cinco. Yo, tonto de mí, le pregunto por qué no vienen siempre en bicicleta. Kamless me mira con una punta de desprecio —o quizá sea desesperación:
—Porque la bicicleta no es mía, es de un vecino, y el vecino a veces me la presta y a veces no. Esta mañana le tuve que rogar.
Igual, dice Kamless, no importa: que para él hacer cuatro o cinco horas no es nada, que un par de veces por año se va al Punjab a trabajar en la cosecha de arroz o de remolacha y tiene que viajar dos días en un tren repleto, que esos son viajes. En el Punjab le pagan cuatro o cinco mil rupias por mes. Acá, en cambio, dice, puede ganar cien por día como albañil o peón de campo, pero nunca sabe cuándo va a conseguir trabajo y cuando no.
—¿Te gusta ir al Punjab?
—No, a mí lo que me gusta es estar en mi casa, con mi familia.
—¿Y no querrías ir a instalarte allá con tu familia?
—Si los llevo ya me sale muy caro, tengo que alquilar un cuarto, eso solo me cuesta mil rupias. Ahí ya no puedo.
Dice, y que con su vecino siempre tiene problemas porque su vecino es rico y con los ricos siempre hay problemas, dice.
—¿Y con los pobres no?
—Con los pobres también, pero te jode menos.
—¿Cómo es de rico?
—Tiene tierra, tiene vacas.
—¿Cuántas vacas?
—Dos, y un búfalo. Es rico. Yo también tenía una vaca. Cuando nos casamos, Renu trajo de dote una vaca. Pero la tuve que vender. Yo tuve que vender casi todo para tratar de curar a mi hijo.
Dice, pero que igual nunca pudo ir a ver a un buen médico. El hijo más chico de Kamless y Renu se llama Manuhar, tiene dos años y medio y no puede moverse: es un cuerpo en los huesos, desmañado, que apenas si sostiene la cabeza.
—Nosotros no necesitábamos más hijos, ya teníamos dos, pensamos ir a la Planificación familiar para que nos dijeran qué había que hacer. Pero queríamos tener una nena… Y mire lo que nos pasó.
Dice Renu: todo por querer —contra el lugar común— una nena. Kamless me mira como quien dice yo le dije yo sabía —pero quise darle el gusto. Y dice que una vecina les dijo que Manu estaba así porque no había comido bien pero Kamless no lo cree porque sus otros hijos comieron igual, salvo que tomaron más leche. Esta vez Renu no tenía casi leche, esa fue la única diferencia.
—¿Y no le daban leche?
—Sí, cuando podíamos. Le pedíamos al vecino, de su vaca. A veces nos daba, a veces no.
—¿Y cuando no?
—Le dábamos de nuestra comida.
Su comida, me dice, es arroz. Casi siempre arroz solo.
—¿Y la comía?
—Sí, muchas veces.
Aquí, en la clínica, les dijeron que podían curar la desnutrición de su hijo y llevan dos semanas dándole Plumpy’Nut, pero que tiene una lesión cerebral que no pueden tratar, que tienen que llevarlo al hospital de Darbhanga.
—El tema es que no tenemos plata para llevarlo hasta allá. La persona que tiene mucha plata, como nuestro vecino, puede ir al médico cuando quiere. Nosotros casi nunca podemos, pobre chico. Cuando queremos ir a un doctor primero tenemos que conseguir plata para el micro, después para el doctor, después para los remedios que nos va a dar ese doctor… Casi nunca podemos.
—¿Y qué piensan hacer?
—¿Qué pensamos hacer? ¿Qué pensamos hacer?
Me contesta Kamless, y subraya pensamos. Parece un hombre inteligente: uno capaz de entender que le hablo con palabras que no le corresponden.
—Sí. ¿Qué van a hacer?
Kamless sacude la cabeza:
—¿Y qué querés que haga?
La India es un país orgulloso, uno de los más antiguos del mundo, uno de los mayores del mundo, una gran cultura que ahora ha vuelto a las páginas centrales porque va a ser, dicen, gran potencia. Por eso, entre otras cosas, a los indios no les gusta aceptar que la mitad de sus chicos pasan hambre, y ese hambre y esa miseria suceden en sordina, como si fueran algo distante, casi conjetural —que se ve todo el tiempo, en cada pueblo, en cada esquina.
Por eso en 2008, cuando el primer ministro Manmohan Singh dijo por primera vez en un discurso que la malnutrición de tantos era una «vergüenza nacional» y «una maldición que debemos remover», millones se sobresaltaron como si escucharan hablar por primera vez de ese lunar que siempre tuvieron en la mejilla izquierda.
Y, sin embargo, hace mucho que la India tiene una serie de mecanismos montados para mejorar la alimentación de sus chicos —y adultos. El más difundido es el de los anganwadis.
Anganwadi significa «el patio de la casa» y es un sistema de asistencia social que debería ofrecer vacunas y alimentación para los chicos más pobres. Casi todos los pueblos y barrios indios tienen su anganwadi: más de un millón de pequeños centros asistenciales atendidos por casi dos millones de trabajadores —mujeres, en su gran mayoría. Según el gobierno, alcanzan a unos 60 millones de chicos y diez millones de madres parturientas. Pero es obvio que no funcionan como deberían. Muchos están cerrados; en los demás, los beneficiarios se quejan de que no les dan la comida prevista, o que se la dan una vez por semana en lugar de todos los días, o cualquier otra variación del abandono.
Además de los anganwadis, el gran sistema de asistencia social son las tarjetas BPL —Below poverty line, Bajo la línea de pobreza— que deberían permitir la compra de 35 kilos de arroz por mes a tres o cuatro rupias el kilo. En la India la línea de pobreza es un tema de discusión; algunos la llaman «línea de hambruna», porque el gobierno la sitúa en 50 centavos de dólar —30 rupias— por día y por persona, menos de la mitad que la que suele usarse, los famosos 1,25.
Además, estudios oficiales dicen que la mitad de los que deberían tener el carnet no lo tienen. Kamless sí: cuando murió su padre pudo convencer a un funcionario de que le diera la suya.
—Yo tenía derecho, mirá si no voy a tener. Pero igual tuve que darle plata. Muy caro me costó.
Inoperancia y corrupción logran que leyes muy bonitas no sirvan para nada. Hay estudios que muestran que dos tercios de los 12.000 millones de dólares anuales que la India gasta en ayuda a los más pobres se quedan en el camino, en bolsillos de funcionarios, empresarios, intermediarios y otros ricos. No es solo delito; también hay bastante ineficacia. Pero la conciencia general del peso de la corrupción en el sistema es tan amplia que el movimiento ciudadano más importante que apareció en el país en los últimos años es India Against Corruption, liderada por un señor, Anna Hazare, que utiliza, entre otros medios de presión, la huelga de hambre gandhiana: el hambre como arma retorcida.
Mientras tanto, el sistema se mantiene floreciente: Kamless me cuenta que cada vez que tiene que irse a trabajar al Punjab necesita pedir plata prestada para el viaje y para dejarle algo a su familia.
—Le pido a Salim, el dueño del negocio de mi pueblo. El hombre me presta mil rupias, dos mil rupias, yo se las pago a la vuelta. El problema es que le tengo que pagar el doble de lo que me da y, mientras tanto, le tengo que dejar mi carnet como garantía.
Entonces Salim —y tantos otros en tantos otros pueblos— usa esos carnets para comprar grano barato subsidiado —y lo vende al precio de mercado. Puede juntar cincuenta, cien, doscientos carnets; puede retirar las raciones porque soborna a algún empleado del depósito estatal de granos —que, a su vez, compró su nombramiento porque sabía que sería rentable. Salim es, dentro de todo, un legalista: trabaja con carnets de racionamiento verdaderos. Otros no se molestan: compran carnets falsificados a funcionarios corruptos, y a cobrar. La India parece un país donde todo es posible porque nada es del todo imposible, donde las reglas están hechas para ser torcidas y conseguir, así, que las cosas sucedan. Todo tipo de cosas.
Muchos hombres se van a trabajar a otros estados —Delhi, Punjab. Algunos mandan plata, otros vienen a buscar a su familia, otros desaparecen: no es difícil, es una tentación siempre presente. Matrimonios arreglados, hijos que crecen lejos con problemas: que alguien se haga cargo de eso —que no huya— requiere un sentido fuerte del deber; más usos de la ideología.
El chico llora mucho, es como una tortura. No quiere que nos olvidemos de él, dice la madre, y le arregla una mano que se cae.
—Si tuviera toda la plata que quisiera lo que haría sería poner mi propio negocio, en la puerta de mi casa, para vender frutas. Y podría estar en mi casa con las frutas y ahorraría un poco de plata para el futuro, y mis hijos podrían comer fruta algunas veces.
Dice Kamless. Yo le pregunto si ahora no pueden; él mira al suelo, entre triste y colérico.
—No, ahora no.
—¿Y le parece justo que haya algunos que tienen mucha plata y otros tan poca?
—No es una cuestión de justo o no justo. Los que tienen la plata tienen la plata, y a nadie le importa si es justo.
Kamless está preocupado, también, porque su casa está construida sobre tierra fiscal —«tierra del gobierno», dice— y tiene miedo de que un día lo echen. Le pregunto por qué le harían eso.
—Porque los gobiernos siempre hacen lo que les conviene. Si un día quieren esa tierra para uno de ellos, para un amigo de ellos, te la sacan, ¿y a quién le vas a ir a reclamar?
La base de la pirámide —millones y millones en la base de la pirámide— son los campesinos sin tierras. Muchos no las tuvieron nunca; muchos las perdieron durante el Imperio; muchos otros las perdieron por deudas más recientes. Muchos —quién sabe cuántos, esas cosas nunca están en los registros— fueron expulsados de su hectárea o media hectárea que el Estado les había dado en los sesentas o setentas por los sicarios de algún propietario rural o cacique político —o los dos a la vez. El campesino que intenta reclamar tiene grandes posibilidades de terminar con un tiro en la cabeza. O, en el mejor de los casos, enfrentado a un juez distrital amigo de los apropiadores o comprado por los apropiadores —o, para unir lo útil a lo agradable, un amigo comprado de los apropiadores— que lo va a mandar a su casa no sin antes mostrarle su desprecio por ser tan pobre, por ser tan inferior.
—Hay días que me dan ganas de salir a pegarle a todo el mundo, a hacerles mal, a matarlos para que sepan cómo es. Pero después pienso qué voy a ganar con eso y me quedo en mi rincón.
—¿Qué pensás, qué podrías ganar con eso?
—Nada, me meterían en una cárcel, me quedaría sin nada. ¿Yo qué voy a ganar? Pero las ganas no me las saca nadie.
3.
¿Por qué tenemos hambre de gloria pero sed de justicia?
Es la estación seca. En dos meses llegará el monzón y todo se volverá una trampa de agua. Indundaciones, caminos imposibles, lluvias apocalípticas, bichos, enfermedades —y la comida que será todavía más difícil. Acá las vidas se rigen por las estaciones, los ciclos naturales, los exabruptos naturales, el hambre que va y viene según esos caprichos. Acá las vidas se suceden y se parecen mucho: la vida de Anita, por ejemplo, tan semejante a la de su madre, de su abuela, de millones.
—No sé, mi madre se murió hace mucho.
—¿Cuánto?
—Años, no sé. Bastante antes de que me casara, era chiquita.
—¿Y qué te acordás de ella?
—Me acuerdo. No me acuerdo mucho.
—¿Pero qué es lo que más te acordás?
—No sé, verla haciendo cosas, trabajando. Me gustaría acordarme de ella en algún momento que no estuviera trabajando.
Dice, pero se acuerda: que la primera vez que tuvo hambre y entendió que no le iban a dar nada de comer le gritó a su mamá que era mala y que le diera de comer y ella le pegó un cachetazo. Y que después vio que su mamá lloraba y entonces le dijo que era al revés, que la que tenía que llorar era ella porque ella se había ligado el cachetazo y entonces su mamá se rió y se reía y lloraba y que ella no entendía qué pasaba.
Hasta hace veinte o treinta años las organizaciones internacionales consideraban que una de las razones básicas de la malnutrición de tantos chicos pobres era que no recibían suficientes proteínas porque sus madres no sabían alimentarlos y lanzaron grandes campañas para enseñarles a darles la comida —que por supuesto no tenían. Suena siniestro; se presentaba muy científico.
Anita es muy escuálida. Anita tiene 17 años, los dientes desparejos, la nariz chata con su arito de oro en la narina izquierda, el círculo rojo hindú en medio de la frente, su sari azafrán con un toque de verde; Anita mira como un animal acorralado. Su hija Kajal tiene una camiseta verde, los pelos largos y parados; Kajal tiene nueve meses, pesa dos kilos ochocientos y no consigue mantener derecha la cabeza. Anita se la levanta, la acaricia —pero la mira con un hartazgo raro. Anita mira el mundo con un hartazgo raro:
—No, yo nunca fui a la escuela. Nosotros somos pobres, somos casta baja, no vamos a la escuela.
—¿Y cuando veías que otros chicos sí iban, qué pensabas?
—Nada. Yo jugaba con los chicos, o acompañaba a mi mamá al campo cuando iba a cosechar, trabajaba un poco. De la escuela no pensaba nada.
—¿Qué quiere decir ser casta baja?
—Cuando uno no tiene tierras o una casa o comida suficiente, eso es ser casta baja.
Dice, y no dice que también quiere decir no poder casarse con personas de otras castas, no poder vivir en medio de otras castas, no conseguir ciertos trabajos ni ser aceptados en ambientes distintos. La Constitución india prohíbe estas discriminaciones; la vida india las mantiene y potencia.
—¿Cuando eras chica comías todo lo que querías?
—No. A veces sí, a veces no. A veces comíamos dos veces en lugar de tres, algunas veces una. A veces no teníamos ni una, y los chicos lloraban.
—¿Vos llorabas?
—No, yo no lloraba. Para qué vas a llorar. A quién le vas a llorar. Yo sabía que mi papá hacía todo lo que podía para darnos de comer.
—¿Y qué querías ser cuando fueras grande?
—Nada, no quería nada.
—¿Y qué te imaginabas?
—Nada, dejaba pasar el tiempo.
—¿Pensabas que cuando fueras grande ibas a tener linda ropa, una casa grande?
—No, nunca pensé esas cosas. Esas cosas las piensan otras castas.
«La paradoja de la ayuda humanitaria crónica es que cuanto mayores son los esfuerzos de los trabajadores humanitarios por llegar a los pobres, contarlos, identificarlos y asistirlos, mayor es su interés por exhibir características de pobreza —en un contexto en que hay pocos ingresos alternativos. La forma en que el aparato de ayuda humanitaria transforma la biografía individual en un discurso programático crea colectivamente un sentido de comunidad caracterizado por la desposesión y la necesidad de asistencia. Los receptores son convencidos de que tienen derecho a acceder a la ayuda porque son “pobres” y “subalimentados”, en lugar de alentarlos a que piensen que el acceso a la comida es un derecho fundamental que pueden reclamar a través de su acción política en tanto que personas sanas, antes de ser víctimas del hambre», escribió Benedetta Rossi, una antropóloga especializada en África que enseña en la Universidad de Birmingham.
Me pregunto si Anita;
me digo que quién sabe.
El padre de Anita no tenía un trabajo fijo: ayudaba a los vecinos a cultivar los campos, pastorear los búfalos, y los vecinos entonces les daban un poco de grano, leche, bosta. Ahora su marido trabaja, cuando puede, en una fábrica de ladrillos. A veces va a trabajar, dice Anita, a veces no.
—¿Por qué a veces no va?
—No sé, porque no tiene ganas.
—¿Y no le decís que necesitan que vaya?
—Si le digo algo nos peleamos.
—¿Cómo se pelean?
Anita se calla, mira al suelo, acaricia los pelos de su hija: el hartazgo se le vuelve una molestia extrema. Un caballero no pregunta esas cosas; ni siquiera un periodista las pregunta. Estoy a punto de decirle que lo dejemos, que no importa, cuando ella dice que le grita, que le pega. Lo dice en voz muy baja:
—Él me grita, me pega, yo lloro.
—¿Le dijiste a tu hermano que tu marido te pega?
—No.
—Pero tendrías que hacer algo, ¿no?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque si él quiere me puede pegar. Para eso es mi marido y yo soy su mujer.
—¿Y vos qué le podés hacer a él?
—Nada.
—¿Preferirías ser un hombre?
—Qué sé yo.
—¿Querías que tu hija fuera un chico?
—Sí.
—¿Por qué?
Anita se levanta, se alisa el sari, se va: no quiere hablarme más —y yo la entiendo, le pido disculpas, me avergüenzo. Pero al rato vuelve: en el patio del centro de estabilización, las moscas son las dueñas.
—¿Con quién tengo que hablar para volverme a casa?
Son las moscas. Algún sabio audaz y caviloso —digamos Pérgamo 212 antes de Cristo, Yucatán 800 después, Bologna 1286— debe haber postulado que eran las moscas las que traían de algún modo aún ignorado el hambre. Porque las moscas están ahí: cuando está el hambre, moscas siempre están.
Anita trajo a su hija hace once días porque la veía enferma, fiebres, toses; ya no sabía qué hacer, pero entonces una vecina de su pueblo le dijo que existía este lugar, que acá sí la podían atender gratis.
—Yo no le creía pero me insistió, al final vine.
Dice Anita. A lo largo de décadas, la salud pública india ha conseguido producir una imagen precisa: que no funciona. Los pacientes posibles saben que los centros de salud a menudo no tienen remedios o no tienen muchas ganas o están cerrados o hay que darle algún dinero a alguien por debajo de la mesa —pero tampoco hay mesa. A veces, por supuesto, atienden bien, pero no es lo habitual ni la percepción mayoritaria. Nada de eso es casual: la India es uno de los países que dedican menos porcentaje de su producto bruto a la salud: alrededor del dos por ciento, contra el diez por ciento de Argentina o Israel, el 14 de México. Pero, de esa cantidad, solo un tercio se dedica a la salud pública —contra más de un 60 por ciento en Argentina, México o Israel. Es toda una declaración de principios.
Es, también, una forma de arcaísmo. Durante milenios, muchas enfermedades no se curaban. Ahora, acá, tampoco. Acá en el pueblo, me dicen, cuando una persona tiene un infarto se muere: no hay dónde atenderlo. Si esa misma persona viviera en la ciudad, en cambio, se moriría: los hospitales públicos están sobrepasados. Sobre pasados. El presente ausente.
Se mueren de lo que no mata a otros hombres, otras mujeres, en otros lugares.
—La traje, y la atendieron bien. Me dijeron que la nena estaba así porque comía muy poco. Apenas traga la leche que le doy.
—¿Le das el pecho?
No, dice Anita, no le puede dar el pecho: ni cuando era chiquitita le pudo dar el pecho, porque no tenía leche, estaba seca, dice, y mira para abajo: estaba seca.
—Así que le doy fórmula, leche de fórmula. Cuando consigo.
—¿Y acá te dijeron que estaba desnutrida?
—Sí, eso me dijeron: desnutrida.
Dice Anita, y que la trataron y ahora está mejor y que por eso quiere volverse a casa. Le pregunto por qué:
—Porque mi marido quiere que vuelva. Vino hace dos días y me dijo que tenía que volver enseguida. Pero yo le dije que no tenía plata para el micro, y él tampoco tenía. Me dijo que iba a volver hoy a traerme la plata para irnos.
—¿Y por qué quiere que se vayan?
—Porque mi cuñada está enferma y tiene que ir al hospital, así que yo tengo que volver para ocuparme de sus hijos, de la casa, de mi marido, de todas mis cosas.
—¿Y eso es más importante que curar a tu hija?
—A mí me parece que la nena está bien.
—Pero el doctor dice que no.
—Yo me quiero ir. No me gusta estar acá. Y mi marido quiere que me vaya.
—¿No le importa que la nena se cure?
—Él me dijo que la nena se va a mejorar si nos vamos a casa.
No le quiero preguntar si sería distinto si fuera un varón: me da vergüenza, me parece que ya la he agredido suficiente. Anita, su cara de animal acorralado: de quien no termina de entender pero sospecha que entender tampoco ayudaría.
—El doctor dijo que tu nena tiene que quedarse unos días más para curarse. ¿Tu marido sabe más que el doctor?
—No sé. Es mi marido.
—A veces me cabreo, pero entonces trato de entender.
Dice María la griega: que a veces se cabrea pero entonces trata de entender y piensa que para ellas es muy difícil ver qué les pasa a sus hijos.
—Por ejemplo: el indicador que siempre usamos para la desnutrición, el MUAC, la medida del brazo del chico. Si te da 120 milímetros está desnutrido; si te da 126 ya no está. Nosotros sabemos que esos seis milímetros son muy importantes porque significan una cantidad de cosas, pero la madre no consigue ni siquiera verlos…
—¿Qué te dicen cuando les decís que están desnutridos, que tienen una enfermedad que ni sabían que existía?
—Muchas veces dudan. Dudan de esa enfermedad que no conocen, dudan de tu capacidad, dudan de un tratamiento que no parece un tratamiento, que no tiene pastillas, inyecciones, las cosas que tiene un tratamiento. Te dicen no, los verdaderos doctores te dan inyecciones. Y las madres no quieren quedarse porque tienen muchas cosas que hacer en la casa, que les parecen más importantes.
—¿Te parece que no aprecian la vida de sus hijos o que creen que no está en peligro?
—Sí, su hijo les importa. Caminan horas para curarlo, aceptan un tratamiento aunque no lo entienden y a veces ni creen que el chico esté de verdad en riesgo, pero también tienen que cuidar al resto de la familia, tienen más chicos en la casa, quizás una vaca, y saben que si se quedan aquí mucho más alguno de los chicos puede enfermarse y morirse, o la vaca, y que entonces toda la economía familiar se cae… Y a veces tienen que elegir. Yo las he visto. Les cuesta horrores, pero terminan eligiendo lo que creen que es mejor para todos.
Y todo es peor si el médico que se lo dice es una médica. María —30 años, enérgica, morocha pelopincho— me cuenta que le pasa a menudo: atiende a alguien, le hace preguntas, la revisa. En algún momento entra al consultorio un enfermero:
—Ah, doctor, por fin llegó, lo estaba esperando.
El gobierno indio decidió, hace tiempo, no utilizar el PPutmpy’ cercanas a la miseria, sus decisiones, sus identidades: Plumpy’Nut ni ningún preparado semejante. Es como un nacionalismo del hambre: dicen que la India tiene su propio perfil de desnutridos y no tiene sentido tratarlos con un producto diseñado para otras realidades. Dicen que no quieren medicalizar el tema de la malnutrición: que el Estado no debería curarla sino prevenirla, impedir que se manifieste —y para eso están los subsidios a los más pobres, las comidas en la escuela, la red de los anganwadis. Pero lo cierto es que, aún así, además de los 60 millones de chicos desnutridos crónicos, hay más de ocho millones de desnutridos agudos.
También dicen que se trata de un preparado extranjero, que puede ser una cabeza de puente para el desembarco de grandes laboratorios multinacionales y que, si acaso, deberían elaborar la pasta con productos locales en empresas locales. Pero no lo hacen. MSF intenta probar, con su práctica, la utilidad de ese remedio: el centro de Biraul sería, desde esa óptica, un programa piloto que trata de demostrar sus virtudes curativas. El gobierno indio no lo aprueba oficialmente pero, por el momento, lo tolera.
Sus cifras son concluyentes: los chicos tratados con Plumpy, muchos de los cuales llegan en condición desesperante, tienen un porcentaje de mortalidad mucho más bajo, menos del tres por ciento.
El tratamiento funciona. La desnutrición, tan mortífera, es fácil de tratar si se aplican los medios necesarios. Pero no se aplican: el Estado no lo hace. Sin pretenderlo, MSF subraya la crueldad de las desigualdades, la violencia de un modelo social. Frente a la curación de unos pocos con este tratamiento, la responsabilidad por los millones y millones que no lo reciben: que ni siquiera saben que deberían recibirlo.
María la griega dice que ojalá no tuvieran cara.
—¿Cómo?
—Nada, que a veces pienso que sería mejor que no tuvieran cara.
Dice, porque sigue viendo la carita de esa nena, cuando se acuesta ve la carita de esa nena, cuando se descuida ve la carita de esa nena:
—La trajeron muy desnutrida, 18 meses, una infección respiratoria aguda, casi no podía respirar. Eso fue un viernes; nos quedamos todo el sábado trabajando con ella, la estabilizamos, la estábamos salvando, pero el domingo a la mañana vino el padre y dijo que tenían que irse. Yo le insistí, me peleé, le dije que si se la llevaba se moría, pero el padre me dijo que él era el padre y que él sabía lo que tenía que hacer. Me quedé triste, deprimida, pero qué otra cosa podía hacer. El lunes a la mañana fuimos hasta la casa de la nena, que está como a dos horas de coche de acá, y nos dijeron que se había muerto la noche anterior.
Y dice que, además de la tristeza, entonces entendió por primera vez los límites de su práctica aquí.
—Límites sociales, digo… En Europa, en una situación así, hacés todo lo que podés y si el paciente se muere es porque no podías hacer nada más para salvarlo. Acá, en cambio, se murió porque el padre consideraba que tenía que reafirmar su autoridad, o lo que fuera: por causas que no tienen nada que ver con nuestro trabajo, con la medicina. Por eso te digo que ahí estaban mis límites.
Lo tranquilizador y lo terrible de la vida de un médico es que trabaja todo el tiempo con lo real. Un escritor —digamos, por ejemplo: un escritor— se pasa años produciendo un artefacto sin saber si funciona. Y nunca lo sabrá: su «funcionamiento» se puede medir, si acaso, para algunos, en la opinión de cinco o seis lectores; para otros, en la compra de cincuenta o cien mil. Y, una vez terminado, seguirá siendo, durante años, ese que alguna vez lo hizo. Un médico, en cambio —un médico aquí, en medio de la nada, un médico solo en la tormenta—, se enfrenta a la realidad más extrema: será un buen médico si salva a ese chico. Si no lo salva puede decirse que el entorno que los medios que la fatalidad, pero no será bueno. Y, si lo salva, mañana ya no será el que lo salvó porque habrá otro, y otro: tendrá que volver a ser eso que es de nuevo, y otra vez. Lo tranquilizador y lo terrible de la vida de un médico es que le resulta mucho más difícil engañarse.
El marido de Anita apareció esa misma tarde: el amo temible, el macho golpeador es un muchacho de un metro sesenta, 55 kilos, piel muy oscura, pelo revuelto y unas chancletas demasiado grandes. Quizá tenga 20, 25 años, y agarra a su hija con una dulzura un poco bruta, le hace caritas, le canta canciones. Después va a ver a uno de los médicos indios y le dice que tienen que irse porque él trabaja en Delhi y necesita llevarse a su familia. No es cierto, pero el médico no puede saberlo. El médico le insiste en que se quede —que deje a su hija unos días más, que lo necesita, que con menos de tres kilos sigue en peligro, que así como está cualquier enfermedad puede matarla. El amo le dice que él es el padre y que él decide lo que es bueno o no para su hija, y que se van. El médico insiste una vez más; el amo mira al techo, como quien dice podés decir lo que quieras, no te escucho. Anita empieza a meter los dos o tres trapos de la nena en una bolsa verde.
(A veces pienso que este libro debería ser una sucesión de historias mínimas, historias como éstas, sin más. Y que cada quien lea hasta donde pueda, y se pregunte por qué lee o no lee.
Después caigo en la trampa de intentar explicar: de razonar, de buscar razones para lo intolerable.
También en esto soy cobarde.)
4.
La gran pelea de los MSF-Biraul no es contra ninguna enfermedad: es contra la resistencia de sus pacientes —los padres de sus pacientes— a creer en una enfermedad que se parece tanto a su estado normal. Es la crueldad quizá más cruel de la desnutrición: que, con frecuencia, los que la sufren no la reconocen.
No saben —no quieren saber, no pueden saber, no terminan de saber— que una vida podría ser distinta.
Por la desnutrición, más de la mitad de los chicos de la zona no se desarrollan plenos, y muchos sufren enfermedades que no tendrían o no serían graves si estuvieran bien alimentados, y algunos mueren por sus complicaciones, pero el trabajo más importante de los MSF consiste en convencer a las madres de que la desnutrición puede paliarse.
Así que dedican buena parte de sus esfuerzos a perseguir a los padres renuentes, a convencerlos de que tienen que seguir los tratamientos: los llaman, les mandan camionetas, los buscan incansables —todo lo que jamás haría el Estado. Y también hacen «clínicas móviles» que llevan personal, implementos y remedios a rincones alejados del distrito.
Mahmuda está cerca de Biraul, que no es tan lejos de Darbhanga, que está a tres horas de ruta de Patna que, a su vez, queda a unos mil kilómetros de Delhi, Nueva Delhi. Mahmuda tiene un par de miles de habitantes desperdigados en siete u ocho calles que serprentean a su gusto. Las calles suelen ser de tierra. Otros días son de barro; esta mañana son de polvo: el sol a plomo. No hay electricidad ni agua corriente ni cloacas. Hay moscas y personas, vacas.
En Mahmuda las casas de los ricos —los dueños de las tierras, los que tienen una o dos hectáreas— son de ladrillo y tejas, a medio terminar, como si los atacara la pereza; los menos ricos las hacen de adobe; los pobres, pura caña. A la entrada de la casa está la vaca —o las vacas o búfalos o bueyes, y el fuentón redondo con su pienso. Detrás hay un patio de tierra con un fogón de cocinar a leña o bosta; al fondo el cuarto para todos. Pero todo es fluido: muchas veces las cosas se mezclan y las vacas duermen en el cuarto, las personas sacan sus khattiya —sus catres de bambú y fibras de palma— al patio; los chicos están por todas partes. Los chicos son bajitos, flacos, bulliciosos.
Una mujer camina tres pasos por detrás de su marido; un marido camina tres pasos por delante de su mujer. Una mujer que ve, cuando camina, a su marido; un marido que no la quiere ver. La mujer podría desviarse, escapar, y su marido tardaría en darse cuenta.
Y la mujer camina de ese modo en que camina un búfalo, con la cabeza estirada hacia adelante, como si un yugo le tirara de los morros, como para decir que va obligado: que es trabajo.
En Mahmuda hay una docena de tiendas muy menores que venden granos y cositas, ocho millones de moscas incesantes, un árbol que vio llegar a todos, muchedumbre de árboles más frágiles, polvo en el aire, olores en el aire, pájaros varios en el aire, las vacas, personas que pasan, más personas que pasan llevando leña o bosta o paja sobre la cabeza, más personas que pasan. Los ricos van en moto, los menos ricos van en bicicleta, casi todos a pie; las mujeres usan saris gastados, los hombres las usan. Alrededor hay campos de trigo y de maíz: mujeres los trabajan, y algún hombre perdido; los hombres aran con los bueyes, las mujeres suelen hacer el resto.
En los porches de las casas con porches hay hombres aburridos que me miran ceñudos pero me piden que les haga fotos. Debo ser el cuarto o quinto blanquito que vieron en sus vidas; soy, en cualquier caso, un acontecimiento. Me siento a escribir en el suelo delante de una tienda y el chico que la atiende sale corriendo a buscar una silla de plástico: no tengo más remedio que ocuparla. Después un señor con un gran diente solo me cuenta en hindi una historia larguísima repleta de ademanes, uno muy flaco intenta correr un buey para dejarme paso, una mujer sale corriendo, dos madres jovencitas se tapan con sus velos y bebés; los chicos corren y me gritan. La bosta está por todas partes.
Por todas partes hay montones de bosta, bolas de bosta, discos de bosta, ladrillos de bosta, cilindros de bosta, bosta de todas las formas imaginables —o posibles. Es todo un ciclo productivo y está, por supuesto, en manos de mujeres: recoger hojas en el bosque, armar con ellas unas bolas de dos metros de diámetro, llevarlas sobre la cabeza para venderlas al dueño de una vaca —o, con suerte, dárselas a la propia. Y después recuperar el resultado o desecho de esas hojas: ir recogiendo y amasando la bosta que sirve para aislar las paredes de la choza y, sobre todo, servirá, cuando llegue el monzón y cien por ciento de humedad y las inundaciones, para seguir haciendo fuego: cocinar.
El olor de la vaca —la mierda de la vaca, la mugre de la vaca, la paja usada de la vaca— es el olor de estos pueblitos. Es, también, para cierta memoria melancólica, el olor de la patria azul y blanca.
—¿Usted, acá, qué trae?
—Nada, yo no traigo nada.
—¿Cómo, nada? ¿Nada?
Yo camino, sonrío, esquivo búfalos. Un señor muy chueco, muy viejo, lleva uno. El señor camina con esfuerzo, un bastón en la mano puro hueso. El chico comerciante, que ahora me acompaña, habla un poco de inglés: le pido que le pregunte al viejo si va a bañar a su búfalo. No es mi búfalo, dice el viejo, con cara de extrañeza, y que quiere saber de dónde vengo. Le digo al chico que le diga Argentina; el viejo mira al búfalo. Me pregunta mi edad, se la digo, me dice algo con mucho babu babu —que es un trato de respeto a los ancianos. Le pregunto la suya y dice no sé, menos que eso. Hace un calor de perros pero no se ven perros; solo búfalos, vacas, personas, unas cabras, moscas.
En el estanque enorme chicos y chicas y señores y señoras bañan búfalos. Las bestias entran al agua con el mismo gesto desconfiado con que sus amos miran, pero después se dejan refregar los hocicos con la mano y el lomo con unas hojas secas. Cuando una se va muy lejos, su cuidador la llama en su idioma —que me suena como el graznido de un cuervo resfriado— y la bestia obedece: nada, vuelve. Es el mejor momento del trabajo: retozos en el agua, zambullidas, charlas.
Acá lo que trabaja es el cuerpo. La ecuación es obvia pero insidiosa: cuanto más pobre, más trabaja un cuerpo; cuanto más rico, menos. Los cuerpos que más trabajan se alimentan, muchas veces, menos. En Occidente, para reemplazar el trabajo en los cuerpos, para compensar esa inmovilidad que hemos sabido conseguir, se inventaron mil y una variedades de gimnasia. Engaños para cuerpos que todavía no se acostumbraron a que ya no sirven para lo que servían.
Acá los cuerpos siguen siendo la herramienta.
El pueblo se acaba en unos lotes cultivados, un bosquecito donde pastan vacas; más allá, ya afuera, hay una calle rodeada de chozas realmente cochambrosas. Aquí dalit, me dice mi nuevo cicerone, el comerciante chico: en los pueblos indios los dalit, la casta de los intocables, sigue teniendo que vivir apartada del resto. Aquí, esta mañana, como todos los jueves, una clínica móvil de MSF se ha instalado en una especie de escuelita de dos aulas pintadas de celeste donde, los demás días, atiende el panchayat bhavan, un juez de paz que decide reyertas y querellas.
Las clínicas móviles tienen dos misiones básicas: ir al encuentro de los posibles pacientes y controlar sus estados sanitarios, por un lado; por otro, distribuir el plumpy a los chicos con malnutrición aguda severa que ya fueron detectados —y chequear sus progresos.
Cuando Amida empezó a lloriquear como sin ganas, su madre Sadadi no tardó en volver a pensar en su primera hija, Jaya. En realidad, Sadadi siempre piensa en su primera hija. Cuando Jaya se murió, un año y medio atrás, poco antes de cumplir dos, Sadadi creyó que se iba a ir olvidando, pero no:
—¿Qué sentías?
—Nada, no sé. Era mi hija, iba a ser mi hija mucho tiempo y de pronto no estaba más.
Sadadi aprieta a Amida, le arregla la blusita verde. Amida tiene los ojos pintados con una especie de tizne renegrido. Amida está muy flaca, y Sadadi dice que a Jaya le pasó lo mismo: que un día empezó a adelgazar, pero que ella no se preocupó. Que habían pasado unos días difíciles, en que casi no conseguían comida, y todos en la familia estaban igual, pensó Sadadi. Solo que Jaya lloriqueaba bajito, se movía cada vez menos, se apagaba; aquella noche, Sadadi se pasó horas acunándola, humedeciéndole los labios, calmándola. La nena se murió cuando empezaba a amanecer; Jaya, en hindi, significa victoria.
—¿Alguien tuvo la culpa de que se muriera?
—No, fue todo muy rápido, qué íbamos a hacer.
—¿Y qué dijo tu marido?
—Trató de hacerme entender que son cosas que pasan y que si pasó fue porque Dios quería que pasara… Yo lo entendí pero me quedé tan triste. No pensé que pudiera estar así de triste.
Sadadi y su marido cremaron a Jaya con muy poca leña y trataron de olvidarla —y un año más tarde nació Amida. Pero en cuanto Amida empezó a bajar de peso, Sadadi corrió a la clínica móvil. Su pueblo no está muy lejos, dice: salieron temprano a la mañana y, caminando, llegaron antes del mediodía.
—Yo quiero criar a esta nena hasta que sea grande. Yo puedo criar a esta nena bien, que crezca bien, linda, sana.
Dice Sadadi, y que no entiende qué le pasó, que ella siempre le da su arroz o su pan con verduras, por lo menos una vez por día. Que querría darle arroz todos los días pero a veces no puede.
—¿Por qué?
—Porque está muy caro.
Dice, y me mira con tristeza: hay gente que no entiende lo más simple.
Hay situaciones donde lo más simple es tan difícil de entender, tan alejado. Son, supongo, las que me hacen seguir errando por el mundo.
Que a veces, cada cuatro o cinco días, no tiene plata para comprar comida. dice. Entonces se siente cansada, molesta, cualquier cosa que hace la nena la incomoda. Dice que a veces cuando no come le hace mal a la nena.
—¿Mal cómo?
—Mal.
Dice, y no quiere decir más. Y que igual la nena estaba bien, pero de pronto empezó a adelgazar, a moverse menos, y que ella se asustó. Ahora le dicen que la nena está muy mal y Sadadi no entiende, o entiende demasiado:
—Si estaba bien, ayer estaba bien.
Dice, y de nuevo llora.
Sus vidas —sus historias— son demasiado parecidas. En eso consiste, también, esta miseria: historias repetidas, ineludibles como piedras.
—¿Te parece bien o mal que haya personas que tienen tanta plata y otras que tan poca?
—No está bien, está mal.
—¿Y quién lo puede cambiar?
—¿Quién lo puede cambiar?
Sus vidas —sus historias— son, además, monótonas, sin grandes sobresaltos. Declives lentos, caídas paulatinas.
—¿Y entonces va a ser así para siempre?
—No sé.
—¿Qué pensás?
—Yo quiero que cambie, pero no sé.
—¿Y quién lo puede cambiar?
—Quizá Dios.
—Pero Dios lo hizo así. ¿Por qué lo va a cambiar?
—Yo no sé. Él sabrá. Si alguien lo sabe es Él.
En este libro, en realidad, no pasa nada. O, mejor dicho: nada que no pase todo el tiempo. Lo más difícil de este libro es captar la cantidad, la escala: entender —entender en el sentido de tener presente, entender como quien dice hacerse cargo— que cada historia le podría suceder —y, con sus variantes, les sucede— a miles y miles de personas. Pensar que la pequeña historia de Sadadi es la gran historia de cientos de millones de indios, por ejemplo.
Pero, también: ¿qué pasa cuando un individuo se vuelve parte de un concepto? Los que tienen hambre. ¿Qué pasa cuando deja de ser esa nenita adorable de sonrisa triste o ese hijodeputa que casi te roba el bolso o ese señor que trata de decirte algo en un idioma raro, y se vuelve una idea, una abstracción? ¿Facilita qué cosas, nos complica qué cosas?
Campos de arroz y búfalos arando y mujeres con saris. El ritmo de los bueyes: el paso lento, sin la menor urgencia, de una yunta de bueyes tirando de su carro —y un hombre arriba, torrado por el sol, tranquilo. Son miles y miles de personas que no están en el circuito mundo, que no tienen ni idea de lo que pasa a unos cuantos kilómetros de sus casas. La ilusión de lo global también es una concentración de la riqueza.
5.
—Yo no sé si esto sirve o no sirve. Yo creo que sirve, por supuesto, si no no lo haría.
Dice Luis, el coordinador del proyecto, un madrileño de treinta y tantos, flaco, medio pelado, la sonrisa fácil, varios años de experiencia en MSF. En Biraul dirige un equipo de unas setenta personas: seis extranjeros, sesenta y tantos indios.
—Pero eso no es lo que me decide a venir aquí, a pasarme un año en la India o en Sudán o en la República Centroafricana. Yo lo hago —y creo que la mayoría lo hacemos— porque no puedo no hacerlo. A veces pienso en la opción de volver a trabajar en una empresa seria, en Madrid, de economista; sí, ganaría buen dinero, tendría una novia, una vida agradable, esas cosas, y me sentiría espantoso.
Dice Luis, y que lo hace porque querría que muchas cosas cambiaran en el mundo pero no sabe cómo, y tampoco sabe si así lo consigue pero que si no hiciera nada se sentiría peor.
—Así que, si quieres ponerlo así, al fin y al cabo resulta que lo hago por puro egoísmo, para no sentirme mal, mira por dónde.
Son misioneros sin dioses, jóvenes levemente culposos de sus privilegios de Primer Mundo —¿qué he hecho yo para merecer esto?—, jóvenes ahora sensibilizados por la crisis económica y sus futuros turbios, jóvenes que quieren cambiar algo pero no saben cómo y entonces mientras tanto.
Médicos Sin Fronteras es la Legión Extranjera pasada por el aire de los tiempos, el reverso de aquélla: jóvenes que quieren salir de sus rutinas —pero no criminales forzados a dejarlas— que se van a los países más dejados —pero no para ocuparlos sino para ayudarlos a curarse algunas cosas. Como la Legión, son un espacio de confusión y diferencia, donde los expatriados se mezclan entre ellos y se distinguen de los locales. La Legión pasada por Erasmus: un producto de esta nueva idea de Europa.
(Me gusta la palabra expat, expatriado, que ahora se usa tanto. Alguien dice que un migrante es un pobre que se va a trabajar a un país rico y un expat un rico que se va a trabajar a un país pobre. Y sin embargo me gusta pensar que expat no significa el que está lejos de su patria sino el que ya no piensa en términos de patria: quien se fue del concepto de que la patria es lo que importa.)
Aquí, tan lejos de sus patrias, la Legión vive en un piso sin terminar —como suelen los pisos en la India— con duchas de agua fría, inodoros de agujero y cinco horas de electricidad: de seis a once de la noche la reciben de un generador, porque la electricidad de la red pública es una utopía que de tanto en tanto se realiza. Así que la heladera no puede funcionar; tampoco hay televisión o cosas de esas. Cada expatriado tiene un cuarto frugal: cama con mosquitero, una o dos sillas de plástico, una mesa si acaso, un armario, un ventilador que se para a las once. Son austeros pero no sacrificados; se interesan, se apasionan, se embolan, se cabrean, se enamoran, se la pasan bomba.
Casi todos comen y cenan juntos cada día; siete personas hablando inglés con todos los acentos mediterráneos: Elisa la italiana, Mélanie y Édouard los franceses, el español Luis, la portuguesa Charlotte, María la griega. Cada comida, entre los chapatis y el arroz y el nutella, recuerdo lo que decía Eco sobre la gran ventaja del inglés como lingua franca: que, a diferencia de otras lenguas más relamidas, se puede hablarlo mal. Al mediodía una señora les prepara la comida para mañana y noche; por seguridad, no salen de la casa cuando ya cayó el sol. Es una vida decididamente sobria, puntuada por risas y complicaciones, pequeñas peleas, logros, frustraciones. La subraya, en general, una idea —una frase— que siempre tienen cerca de los labios:
—Nuestra primera misión es salvar vidas.
Salvar vidas: en un mundo donde casi nada parece tener sentido cierto, donde nada parece importar, donde todo es plata o apariencia, hay actos que no precisan más justificación: salvar vidas.
Hay actos que son lo más real de lo real:
salvar
vidas.
—Al principio no lo entendía, pero ahora sí: con MSF no tratamos de cambiar el mundo, sino de poner una curita en el momento en que la situación está peor y por lo menos frenar un poco el desastre.
Me dirá tiempo después en Yuba una médica sin fronteras pero argentina, Carolina, que lleva muchos años trabajando en los lugares y momentos más difíciles.
—Nosotros no hacemos más que eso, pero eso es necesario a pesar de que no cambia el mundo ni les va a cambiar la vida a esos refugiados que van a seguir en la mierda. Pero en ese momento determinado que estemos o no estemos hace una diferencia importante, la vida o la muerte para esas personas.
—Una forma orgullosa de la humildad o una forma humilde del orgullo. ¿Y nunca pensás que querrías contribuir a ese cambio que haría que todo esto no siguiera pasando?
—Por ahora no. Eso requiere tantas cosas que están completamente fuera de mis manos. Son cosas a las que nunca voy a poder tener acceso, eso se maneja a otros niveles, no al mío. Yo puedo apostar a este nivel, y es lo que hago.
Y Candy, enfermera del equipo de emergencias, será más radical:
—Yo prefiero no pensar en por qué pasa lo que pasa, si tiene o no tiene solución. Si pensara no podría hacer más nada, me paralizaría. Para seguir haciendo todo esto tengo que dejar de pensar en lo que veo, sus causas, sus razones.
Son formas contemporáneas de la militancia —en tiempos de incertidumbre, épocas sin proyecto. La mayoría de los jóvenes que trabajan con MSF saben —creo que saben— que lo suyo es la curita en la hemorragia femoral, pero prefieren esa curita a nada y, además, sienten que la movida va a dos puntas. María, la médica griega, dice que siempre quiso hacer lo que está haciendo:
—El mundo está lleno de cosas que no me gustan, y quiero poder hacer algo para mejorarlas. Y también quiero viajar, conocer gente nueva, lugares nuevos, aprender.
—¿Y estás consiguiendo las dos cosas?
—Más la primera que la segunda. Acá trabajás mucho, te pasás la mayor parte del tiempo trabajando, es muy difícil sacarse el trabajo de la cabeza cuando sabés que hay vidas que dependen de cómo lo hacés. Yo me siento bien, estoy haciendo cosas, trabajo como una loca todo el día, me interesa, siento que hago cosas buenas, pero al mismo tiempo estando acá te das cuenta de que el problema es tan grande, tan grave, que todo lo que hagas es nada, casi nada…
—¿Y entonces?
—Entonces nada, voy a seguir haciendo lo que hago. Esto es lo que puedo hacer. Voy a seguir curando a esta persona, aquí, ahora, y por lo menos él o ella estarán mejor. Si te ponés a pensar en todo lo que no podés hacer es muy malo para tu trabajo, muy frustrante. Mejor pensar que vas a ir de a uno. Si no, te volvés loca.
Y Luis, otra noche, me dice que lo más difícil en este trabajo es convencerse de que uno no puede hacer todo y siempre hay un momento, al principio, en que te sientes una mierda porque debes resignarte a que lo que estás haciendo es otra cosa y entonces no vas a poder hacer nada por tal o por cual.
—¿Y después se pasa?
—No, de verdad no. Pero dejas de pensar todo el tiempo en un cambio general, y entiendes lo que es la intervención humanitaria: pensar que hay que salvar al que uno pueda, al que tienes enfrente, al que vas a buscar.
—Lo que conseguís es increíble. Pero el costo también es caro: vivir tan lejos, encerrados, dedicados al trabajo casi todo el tiempo.
Me dice Mélanie, francesa alta bonita que se ocupa de la logística y hace chistes más o menos buenos en un inglés de chiste. Son gente preparada: médicos, enfermeros, parteros, administradores titulados; el primer año de misión les pagan 700 euros por mes: es una especie de voluntariado. Recién después de esos doce meses empiezan a cobrar un dinero más lógico. Pero la exigencia sigue: viven juntos, alejados de todo, absorbidos por un trabajo que no cesa.
—Tenés que poner tu vida entre paréntesis durante los seis, nueve meses que te pasás en el terreno. Eso se puede hacer un tiempo; después tenés que decidir si querés tener una vida en algún lugar fijo, relaciones, amigos, o si vas a seguir siendo un nómade humanitario.
Dice Mélanie y que, por ahora, no lo va a decidir. Que ya verá más adelante.
—¿Cuáles son las mayores diferencias con tu vida habitual?
—Todo. No tener electricidad ni televisión ni internet todo el tiempo, no comer lo que querés, tener tantos insectos en tu cuarto… Y por supuesto ver gente en tan mal estado, que en Europa nunca llegás a ver.
Dice María, la médica griega.
—Todo es muy muy distinto. Pero al mismo tiempo yo sabía que iba a ser así. Y lo que no quiero es volver a mi país y pensar que como acá pasan cosas horribles lo que pasa allá no importa nada. Si viene mi hermano y me dice que quiere comprarse una casa, no quiero decirle qué sentido tiene, los chicos en la India no pueden comer y vos pensás en casas…
La noche de Biraul es un concierto: almuecines, harekrishnas, festivaleros de Durga o de Vishnu, el aire de la noche está lleno de voces que tienen, parece, mucho que decir, y que no se fían al poder divino sino a los poderosos altavoces. Es difícil dormir entre tanta creencia.
6.
Hoy toca un ritual triste: cada mes, un médico de MSF sale a hacer «autopsias verbales»: averiguar —tratar de averiguar— qué pasó con ciertos pacientes que han dejado de ir y que probablemente se hayan muerto.
—En general son pacientes que tendrían que haber vuelto y no volvieron, y nos llega alguna información de que tuvieron algún problema. O no nos llega ninguna información, y es peor.
Salimos a las ocho; no llegamos a nuestro primer pueblo hasta las diez de la mañana. En la radio de la camioneta suena música de Bollywood, Palito Ortega para mil millones. Las rutas son caminos de tierra o ex asfalto, infestados de huecos; nos llevan de pueblito en pueblito, de puente roto en vaca atravesada. Cuanto más nos alejamos de Biraul más personas se ven: no hay ni un rincón vacío. Pasa un rebaño de búfalos llevado por un viejo y un muchacho: pastores bengalíes. Cada año, miles de pastores trashumantes juntan sus búfalos y vacas y recorren cientos de kilómetros buscando pasto, hasta que llegue el monzón y todo se vuelva verde y generoso. Mientras, comer se hace difícil.
El pueblo tiene un río ancho y unas cincuenta casas. Atravesamos un campo de maíz para llegar a la choza donde vivía el primer caso: una nena de dos años que se estaba curando de la desnutrición y de pronto dejó de ir a la clínica. La madre explica que la nena estaba bien, pero se quejaba de que le dolía algo en la panza y lloriqueaba; no le hicieron caso. Como lloraba cada vez más la llevaron a un médico ayurvédico de un pueblo cercano; la nena no mejoró y al cabo de una semana fueron al hospital de Darbhanga. El médico que la vio la hizo internar en el momento y les dijo que al día siguiente trataría de diagnosticarla; se murió a la mañana, antes de que nadie supiera qué tenía. La madre no sabe qué pasó, por qué habrá sido, se le corre una lágrima; tiene alrededor un hijo, dos hijas, un cuñado, una suegra. El médico indio de MSF le hace muchas preguntas de un cuestionario para tratar de definir la causa de la muerte. La madre apenas consigue contestar algunas: que tenía tos, que no le notó fiebre, que jugaba, sí, jugaba bien con sus hermanas. Cuando el médico le pregunta si tiene certificado de defunción la señora agarra un celular con la pantalla rota, puesto en altavoz, y llama a su marido, que trabaja y vive en Delhi. Él le dice que no tiene ni idea, que él qué puede saber; la mujer llora:
—Yo quería que tuviera su certificado. Por lo menos su certificado…
Y la atención, la urgencia con que la hija mayor —12, 13 años— mira comer a su tío, el hombre de la casa —en cuclillas sobre el suelo de tierra, platón de lata sobre el suelo de tierra, arroz con un resto de salsa, su mano derecha— para acudir con la jarrita de aluminio en cuanto él termine de vaciar el plato. Llega un segundo tarde: su tío termina, estira la mano sin mirar, suelta el grito; debía lavarse la mano de comer en la jarrita que no estuvo a tiempo. Ella baja los ojos; por un momento parece que él le va a pegar, después me mira.
Después, en el camino: la forma que compone una nena que duerme sobre el lomo de un búfalo, boca abajo, sus piernas sobre el cuello de la bestia, su cara sobre las ancas de la bestia. Y, más acá, la manera de no apurarse ni apartarse de este señor mayor que camina por la carretera, ametrallado a bocinazos por el chofer de un camión multicolor —y la de miles como él, gandhianos, o quizá solo distraídos.
El segundo pueblo es más recóndito. El camino es una trocha entre plantíos y antes de entrar cruzamos un campamento de paupérrimos: plásticos negros sobre palos de bambú. Muchas mujeres y una cabra se refugian a la sombra de un árbol desmedido. En el pueblo —menos de diez chozas—, el abuelo del segundo caso nos dice que nunca supo qué pasó: que el nene se murió de pronto, una noche; que estaba bien, que empezaba a engordar y le dio una diarrea, tenía la panza hinchada —dice— y que se desmayó. Y que ellos se asustaron, tanto que pensaron que en cuanto saliera el sol lo llevarían a un centro de salud; de noche no hay forma de salir del pueblo. A la mañana el nene estaba muerto.
Los dos amigos viajaban, se conoce, en bicicleta. Y decidieron sentarse un rato a descansar a la sombra de un árbol al costado de la carretera: una carretera de asfalto doble mano, la única del distrito, un tráfico importante. Uno de ellos dejó la bicicleta recostada contra el árbol; el otro la dejó sobre el asfalto medio metro dentro de la carretera. Dejarla ahí era exactamente el mismo esfuerzo que dejarla un metro más allá, en la banquina, donde no molestara.
Una nena lleva un buey de la oreja; detrás, un nene carga un balde y lo usa para ir recogiendo lo que caga. En el estanque los chicos del pueblo se bañan con sus búfalos. La casa del tercer caso está alta, en un promontorio: cuando venga el monzón, me dice el doctor indio, todos estos campos van a estar inundados y solo se podrá llegar en bote. La casa del tercero es una choza de cañas medio destruida; alrededor hay otras seis o siete y dos docenas de chicos que retozan y mujeres que miran por detrás de sus velos y un hombre que come acuclillado; algunos chicos tienen ropa. El tercer caso era un chico de poco más de un año, que empezó el tratamiento con plumpy y lo dejó. Pero sus padres no están: deben estar en los campos, dice una. ¿En los campos?, se ríen dos vecinas. El hombre les dice que se callen, que el que sabe es él: la familia que buscamos no va a llegar hasta mañana o pasado, dice, con una sonrisa atravesada.
—Ésos no vuelven hoy, yo se lo digo.
Es improbable pero quizá sea cierto. Seguimos adelante. La familia del cuarto caso vive en un pueblo con negocios en una casa de ladrillo con una moto en la puerta: campesinos con tierra. La nena que buscamos murió de tuberculosis hace casi tres meses, dice un muchacho flaquito con cara de estreñido y un bebé —maquillaje corrido— en el regazo, sentado en un banco en el porche de la casa. Es el tío paterno; su hermano el padre de la nena trabaja en el Punjab; su cuñada la madre de la nena se queda atrás con las mujeres, dos metros más allá, sentadas en el suelo. El cuñado habla encendido, casi acusador: se defiende. Dice que ellos querían cuidarla, que la llevaron a la clínica de MSF porque estaba muy flaca y los bracitos hinchados y tosía mucho y escupía sangre, pero que unos vecinos les dijeron que ahí no curaban esas cosas, y él no les hizo caso y la siguió llevando pero que no le hacía ningún bien. Y que en la clínica le habían dicho que el tratamiento tardaría unos meses en dar resultados pero él sabía que se lo decían para que siguiera yendo.
—¿Y para qué?
—Para que siga yendo.
Hay unas treinta personas a nuestro alrededor: se miran, cuchichean. Un chico nos trae un té con leche, dulzón, cargado de jengibre.
—¿Pero para qué querrían engañarlos si no les cobraban, no ganaban nada?
—Yo no sé, para que sigamos yendo.
Pocas cosas peores que parar un tratamiento de tuberculosis: el paciente recae, empeora. Cuando la llevaron a un médico privado les dijo que les haría otra terapia pero la nena se murió antes de empezarla.
Los encuentros son raros. Avanzadas del Occidente rico como una orilla, un borde, el filo en que la tierra se mezcla escasamente con el mar: gente que se habría pasado la vida sin cruzarse, aquí se cruza.
Me gustaría saber qué piensan los hombres y mujeres que reciben nuestra visita: que ven llegar un jeep con cuatro personas venidas desde vaya a saber dónde para ocuparse de su bebé más débil, el más amenazado. Por mucho menos que eso se han fundado religiones. Volvemos a Biraul al caer la tarde.
Son accidentes, casi excepciones: accidentes. Esto no es África, te explican: acá la mayoría de los hambrientos no se mueren. Esto no es África y es, quizás, algo peor: los hambrientos se acostumbran, se adaptan a su hambre. Hay que creerles.
Gurya sigue tan grave: desespera; Rahmati, su canción muy triste. María la griega le dice que están haciendo todo lo posible, que quién sabe la salven.