CHANDIGARH

El tren tiene vagones de los años setentas que tienen asientos y cuchetas en cada rincón inverosímil que tienen, todos ellos, el doble de personas que las que deberían. En mi banco de tres, sin ir más lejos, somos cinco. Pero todos nos frotamos con delicadeza y una puntita de cariño. Cada tanto, el tren pasa una estación donde más hordas suben por puertas y ventanas y lo que ya estaba lleno se llena más y más. En el siglo viii miles de fugitivos del Imperio Persa llegaron a las puertas de Bombay y pidieron refugio al rey de Maharashtra; el rey no los quería y les mandó, como respuesta, un cuenco rebosante de leche: era su modo de decirles que no les deseaba ningún mal pero que su reino estaba lleno. Los parsis —el jefe de los parsis— pusieron azúcar en el cuenco y se lo devolvieron: era su modo de decirle que, sin llenarlo más, lo harían mejor o más sabroso. Parece como si la estratagema parsi fuera la consigna: agregar a lo que ya está lleno. El tren avanza.

Afuera hay chozas, campos, chozas, los búfalos de siempre.

Y en la siguiente estación sube más gente: cuando parecía que ya no cabía ni un grano de azúcar más, sube más gente. Es bueno comprobar la falibilidad de tus percepciones, la flexibilidad del cuerpo humano y la capacidad de tolerar de unos señores y señoras que llevan siglos entrenando. Me pregunto una vez más si prefiero adaptarme o pelear —como si tuviera alguna posibilidad de definirlo. Yo también llevo tiempo entrenando.

—Lo que hay que hacer es recuperar las enseñanzas del Mahatma.

Me dirá, más tarde, el señor Sharma. Quise ir a verlo porque escuché en internet una charla suya donde decía cosas que me interesaban. Por eso ahora estoy en este tren colmado a punto de llegar a Chandigarh, la ciudad donde Devinder Sharma se recupera de un by pass.

Y he sufrido, durante horas, la violenta imposibilidad de lo simple: mi absoluta incapacidad de ser, por un rato, esa señora que está sentada a mi lado en el tren, el velo blanco sobre las arrugas de su cara. Tendría que ser fácil: ella es nadie, yo soy nadie, que intercambiemos nadies no molesta a nadie, pero no. Es imposible. Y entonces —me pasa a menudo— la humillación, la claustrofobia de vivir toda la vida reducido a uno mismo: no poder, jamás nunca, pensar como piensa cualquier otro de esos siete mil millones. Vivir en una cárcel tan estrecha. Escribir para fingir la fuga.

¿Cómo seríamos si pudiéramos pensar en la cabeza de otros? ¿Más compasivos comprensivos solidarios? ¿Más despiadados por la facilidad que eso supone? ¿Más indiferentes a nuestras propias tonterías? ¿Más sabios, más resignados, igual de intolerantes? ¿La misma mierda con algún adorno?

Cuando bajé del tren en la estación de Chandigarh sonaba una alarma atronadora. Miré para todos lados; nadie se daba cuenta. En el andén, gente esperaba un tren, madres alimentaban a sus hijos, muchachos vendían o no vendían comidas y bebidas, personas leían o dormían despatarradas en el suelo, empleados correteaban como si hicieran algo —y nadie parecía darse cuenta. Tardé un momento en entender que la alarma era el chillido de miles de pájaros bajo el techo de lata que cubre el andén: estruendo sordo.

Que ya nadie oía. Un poco más allá se desplegaba la ciudad más racionalista de un país que suele desconfiar de la razón: Chandigarh es un proyecto de Le Corbusier y compañía que el gobierno indio construyó a principios de los cincuentas para que fuera la capital simultánea de dos estados ricos, Haryana y Punjab. Chandigarh es amplia, despejada, organizada, limpia: poco india. Chandigarh es el reflejo de una época que creía en el lugar común, en encontrarlo: la modernidad redentora, la redención moderna acabarían con las antiguas particularidades, pero no en nombre del capital globalizado; en nombre de una ética que servía de estética.

En Chandigarh hay avenidas anchas regulares, rotondas, mucho verde, muchos árboles, poca aglomeración, el cielo todo el tiempo y el recuerdo de la idea —ahora suspendida— de que era posible empezar todo de nuevo.

Chandigarh es una ciudad pensada, con las mejores intenciones, por el poder —de un Estado, de un grupo de arquitectos. Eso es lo que no funcionó en el siglo xx: las ideas, las estructuras que permitían que ciertos individuos concentraran demasiado poder del Estado, creyendo en sus buenas intenciones. Que probablemente las tuvieran, al principio: acabar para siempre con el hambre, por ejemplo. Siempre recuerdo lo que me decía aquel ex jerarca del partido comunista polaco que conocí en Moscú, 1991, justo después de la debacle: que el comunismo era un sistema para personas casi perfectas.

Y que no funcionó porque no lo somos, y entonces desechamos la búsqueda de algo realmente bueno y aceptamos este mundo de lo supuestamente menos malo, la democracia de mercado, donde supuestamente las imperfecciones de uno con poder son balanceadas por las imperfecciones de otros muchos. El hambre muestra que no hay tal balance. Pero el capitalismo difumina la culpa: siempre fue extraordinario para difuminar la culpa. En los países soviéticos, en cambio, unos pocos asumían la presunción inalcanzable de ser todo para todos.

Hace más de quince años estuve en una reunión de los responsables de las empresas y áreas de gestión de la provincia de Santa Clara, Cuba, con su secretario general comunista. El secretario se llamaba Miguel Díaz-Canel, era joven y rockero y pelilargo y ahora es el probable sucesor de Raúl Castro: aquel día, alrededor de una mesa muy grande, un funcionario contaba cómo iba la construcción de casas, otro las hepatitis, otro el saladero de carne, el suministro de energía, la producción de ron, distribución de pan, fabricación de helados, pureza del agua, provisión de ataúdes, horarios de los buses escolares, merienda de los chicos en la escuela —entre otras. Cuando salimos le dije al secretario que el gran flanco débil del socialismo era, seguramente, esa ambición magnífica y desmesurada de hacerse cargo de todo: en ese sistema cualquier desgracia de cualquier individuo es culpa del Estado. Y que es allí, en general, donde afloran los problemas, las incompetencias, los reproches.

—En el capitalismo, si alguien no tiene un ataúd la culpa es suya, por no poder comprarlo. Aquí, en cambio, la culpa es de Fidel y el socialismo. Eso es muy difícil de sostener, ¿no?

—Sí, claro. Pero tú no sabes la satisfacción que te da cuando ves que va saliendo bien, que la gente va viviendo mejor. Eso no se paga con nada, chico, con nada.

Me dijo, y me dejó pensando dónde estaba, en medio de todo eso, el apetito de poder. Si es para conseguir esa satisfacción que los mejores, los más generosos, se agarran al poder como lapas: para poder seguir haciendo el bien a los demás, para poder ser buenos. Supongamos —pero que solo los mejores. Mientras, batallones de mediocres se aferraron porque no podían soportar la idea de perderlo o porque temían lo que pudiera pasarles cuando lo perdieran o porque no tenían la imaginación suficiente para pensarse de otro modo. En cualquier caso, de todo para todos el sistema soviético pasó a ser todo para pocos —todo: los bienes, las decisiones, las comodidades, el discurso—, y se fue derrumbando. Y, sobre todo: nos dejó como aquellos que no quieren ver vacas porque la leche los quemó y entonces renunciamos a creer que era posible armar algo mejor: nos entregamos a la mediocridad. Llego a la casa de Devinder Sharma; es chica, él es amable.

—¿Por qué hay tanto hambre en la India?

—No hay ninguna razón para que tengamos hambre en la India. Yo creo que aquí el hambre es deliberado, que se produce porque no queremos tomar de verdad el toro por los cuernos. El hambre le sirve a mucha gente.

—¿Cómo?

—No puede ser que un país como la India tenga la mayor cantidad de malnutridos del mundo. No tiene sentido, Los gobiernos indios siempre han tenido programas de asistencia pública más o menos generosos. El problema es que la mayoría de ese dinero termina en manos de los burócratas. Que, si no hubiera hambre, tendrían que buscarse la vida de otra manera.

Es una opción superadora: el hambre como necesidad de un Estado y sus fieles servidores, para mantener su sumisión, por un lado, para robarse unos pesitos por el otro.

—Acá no hay carencia de comida. Ahora suele quedar, cada año, un superávit de 50 o 60 millones de toneladas, que se exportan —mientras 250 millones de personas pasan hambre. La situación india es increíble: tenemos los hambrientos, tenemos la comida, pero no se resuelve. Es una vergüenza: ¿cómo puede ser que seamos un gran exportador de comida mientras tenemos la mayor cantidad de malnutridos del mundo?

Le digo que lo que dice me suena de algún lado —y tiene la gentileza de preguntarme de qué le estoy hablando. Yo, la grosería de decirle que hemos dicho lo mismo tantas veces, allá en la Argentina.

—Es que es un fenómeno global.

Me dice. Que el problema, en todas partes, es cómo se distribuye, quién la tiene.

Devinder Sharma es un periodista y militante que ha escrito muchos libros sobre la agricultura, la globalización, las injusticias. Devinder Sharma tiene modales leves, calmos, quién sabe si sedados por la convalecencia, y un bigote muy fino y las uñas bien manicuradas. Más tarde me hablará de su pertenencia a la casta brahmín —la más alta— y sus deberes familiares que incluyen ayudar a elegir novios o novias para los más jóvenes, y sus derechos familiares que incluyen haber recibido, durante su enfermedad, la visita de un centenar de parientes preocupados. Pero ahora Sharma insiste en que el mundo prefiere que haya hambre: que en 1996 una gran reunión de jefes de Estado en la FAO prometió reducir los hambrientos a la mitad en 2020. Que entonces eran 850 millones; que desde entonces unos 120 millones murieron —y no le importaron a nadie— y que sin embargo sigue habiendo casi 900 millones de hambrientos. Y que en 2008 el mundo gastó unos 20 millones de millones de dólares en «paquetes de estímulos» para salvar a los bancos y los grandes grupos financieros.

—Y en cambio para acabar de una vez por todas con la miseria solo se necesitarían dos millones de millones, una décima parte. Es bastante obvio que a nadie le interesa acabar con el hambre. O mejor: que a muchos les interesa mantener gente con hambre, porque un hambriento es alguien a quien podés explotar. Uno con la panza llena es más difícil.

Dice, pero después se contradice. O quizá no:

—Yo no entiendo por qué los políticos no se ponen realmente a solucionarlo. Si yo fuera primer ministro de la India lo primero que haría sería acabar con el hambre, y así me garantizaría seguir en el poder por el tiempo que quisiera. Imaginate, los hambrientos que dejaran de serlo son 250 millones que me apoyarían para siempre.

Yo le digo que me parece, por lo que vi, que la mayoría de esas personas no se rebelarían contra su falta de comida, que muchos de ellos ni siquiera entienden bien que les falta comida, que parecían muy sumisos, muy resignados. Y Sharma me dice que no es así: que en la India hay unos 650 distritos, y que más de 200 ya están afectados por la guerrilla maoísta, los naxalitas. Y que eso sucede porque se destruyó la agricultura, que es la primera línea de defensa contra los maoístas.

—Cuando se destruye la pequeña agricultura para darle espacio a la industria, tierras a las grandes corporaciones y a los inversores inmobiliarios, y se alienta el desplazamiento de la gente a las ciudades, el maoísmo tiene todas las posibilidades.

Dice, pero que no son los únicos: que cada vez más gente percibe que el sistema político no les da lo que necesitan. Y que los cambios más decisivos vendrán del campo, porque ahí es donde vive la mayoría y que por eso, si uno quiere producir cambios en la India tiene que ocuparse de su agricultura y de sus campesinos, remata, casi entrista.

Una empleada nos trae un té con galletitas, un trocito de mango, una banana. Sharma dice que, de los 1.200 millones de indios, la mitad vive directamente de la agricultura: campesinos, sus familias. Y que otros 200 millones trabajan sobre lo que aquellos producen: en total, 800 millones de personas viven del campo, y las grandes corporaciones quieren reemplazarlos con una producción cada vez más tecnificada, dice Sharma. Y que lo que es bueno para América o para Brasil puede no ser bueno para la India. En esos países hay grandes extensiones de tierras y poca población; acá es lo contrario. En 1947 la granja promedio en USA tenía 50 hectáreas; en 2005 tenía 200 hectáreas. En la India, en cambio, en 1947 la granja promedio tenía 4 hectáreas; ahora tiene 1,3 hectáreas. Aquí, esas grandes explotaciones agrarias a la americana dejarían a millones de personas en la mayor miseria. Esa gente tampoco se puede ir a las ciudades, porque las ciudades están colapsando. Así que hay que ofrecerles la posibilidad de producir en el campo: ellos saben hacerlo.

—Lo que se necesita no es un sistema de producción para las masas sino uno por las masas, como decía Gandhi, que les permita producir comida para ellos y para la sociedad de un modo sustentable, así dejan de ser empujados hacia los centros urbanos, que ya están absolutamente superpoblados. En este sistema te dicen que los campesinos no son buenos produciendo comida, que por eso ganan menos de 2.000 rupias por mes, que se tienen que ir a las ciudades a trabajar en otras cosas y dejar que las corporaciones produzcan la comida. Para mí esto es un desastre. Necesitamos el proceso inverso: que la gente se quede o vuelva a sus granjas, que produzca de un modo sustentable, que no necesite usar abonos y pesticidas químicos, que cobre un dinero justo por sus productos.

Dice Sharma, y que nuestras sociedades deberían ser «localdependientes», no «globaldependientes».

—A las grandes les importa solo lo que cultivan —arroz, trigo, soja— y lo demás es basura. En cambio en una granja chica se cultiva de todo, porque todo es comida. Nuestro modelo quiere crear sistemas productivos locales donde cada zona sea autónoma: donde la comida se cultive, se almacene y se distribuya en áreas de no más de 100 kilómetros de diámetro.

Es lo que está experimentando en Haridwar, un pueblo de Uttarkhand, el grupo que lidera junto con un gurú muy conocido de la televisión, Swami Randev: un proyecto gandhiano de regreso a la tierra y a las tradiciones como forma de oponerse al avance deshumanizador, dice, de las corporaciones alimentarias:

—Tenemos que alentar a la gente a producir su propia comida, hacerse cargo de su propio hambre. No puede ser que el método para combatir el hambre sea repartir un poco de comida. Esa no es la manera. Nosotros no queremos regalar pescado; queremos enseñar a pescar. Haridwar es nuestra forma de mostrarles a todos que se puede, convencerlos de que pueden hacerlo.

Parece que muchos, aquí, quieren convencer de algo a alguien —mayormente, al Estado. Devinder Sharma predica con el ejemplo igual que MSF en Biraul —pero, al tener que mostrar lo que hacen, hacen.

Devinder Sharma me ofrece otra taza de té, más sonrisas, una conversación tranquila, inteligente. Le pregunto cómo se siente ser indio en un momento en que la India parece una gran estrella naciente, y me dice que muy bien, y más aún al recordar que durante mucho tiempo muchos los miraron con desdén.

—Ahora en cambio dicen que somos un superpoder. No sé qué superpoder se puede ser cuando se tiene a un tercio de los hambrientos del mundo entre tus ciudadanos. Es un cuento: no somos un superpoder ni nunca lo seremos. El poder económico de las 30 familias más ricas del país es igual al del tercio más pobre —unos 400 millones. El 77 por ciento de los indios solo pueden gastar 20 rupias por día —menos de medio dólar. Piense en esas desigualdades: ¿cómo podríamos ser un superpoder?

Dice Sharma, y que de verdad tienen que volver a las enseñanzas del Mahatma Gandhi: que no se puede pedirle a Monsanto o a Cargill que produzcan comida para los indios; que ellos mismos deben producirla.

—¿Por qué tenemos que seguir los modelos americanos y europeos? ¿Por qué no podemos desarrollar un modelo propio? Es triste que hayamos olvidado nuestros propios recursos y que miremos todo el tiempo hacia el Oeste. Es una mentalidad colonial, y tenemos que abandonarla y mirar hacia nosotros mismos. Nuestra cultura tiene diez mil años, ¿por qué vamos a estar copiando a unos países que no tienen ni quinientos?

Los indios, últimamente, revolean al carajo las máscaras humildes. Y se diría que los nacionalismos, como los grandes vinos, se hacen más caros, más prestigiosos según su antigüedad.