DELHI
Beben su té: en miles de puestos de fortuna, repartidos por toda la ciudad, los pobres de la ciudad beben su té. Llevaban décadas bebiéndolo en tacitas de arcilla; ahora, en muchos puestos, vasitos de plástico transparente minúsculos —o, peor, de plástico marrón que imita arcilla— reemplazaron a esas tacitas donde tomaban su té con leche, mucho azúcar, un toque de masala.
—Mire cómo agarran la tacita de arcilla, como si fuera la mejor porcelana, y cómo toman el té como si fuera el néctar de los dioses, y cómo la tiran y la rompen contra el piso, como si fueran el maharajá de Kapurtala.
Me dijo, hace años, un señor bien trajeado. Ahora es el plástico, privándolos: poniéndolos, una vez más, en su lugar.
Un embotellamento a pie es un concepto para el que nuestro idioma no tiene palabras —ni la noción de su existencia. Caminar, en nuestras ciudades, es una actividad muy individual: cada cual le da el ritmo que prefiere. Aquí, en cambio, con tantos caminando en cada calle, y los autos, las bicis, las motos y los ricshas, hay que adaptarse al ritmo general. También en eso: aceptar el mandato y ser especie.
Y un jeep —achacoso— de la policía de tránsito cierra el paso a una moto. La moto es grande y brishosa pero berreta, una de esas motos chinas con todos los atributos exteriores imitados en plástico. El motorista grita algo desde atrás; el policía le contesta algo, el motorista grita otra vez, el policía de nuevo, el motorista. Los gritos se hacen más y más fuertes. El motorista avanza, se para junto a la ventana del policía conductor, le grita más, levanta el brazo, le golpea la ventana. Está fuera de sí: sacado. Siempre me fascinaron esos momentos en que una tontería se transforma, de golpe, en un conflicto que puede ser terrible: en que alguien pierde los baremos habituales y se arriesga a cualquier cosa por algo que ni siquiera le importaría si pudiera pensarlo. Siempre me sorprendieron, todavía más, esos millones de momentos en que sucede lo contrario: cuando algo que sí te importa mucho no te hace reaccionar.
La fuerza de la ideología.
Lo veo por todas las televisiones —y en algunas lo entiendo—, lo leo en los diarios, escucho comentarios: Delhi parece sacudida por la historia de esa chica que sus patrones dejaron presa en su departamento. Los doctores Sanjay y Sumita Verma, los patrones, son dos treintañeros simpáticos prolijos de piel clara, dos ejemplos bonitos de la nueva clase media india, médicos con posibles que se fueron a pasar una semana de vacaciones a Tailandia, y dejaron guardada a la mucama. La mucama tenía 13 años, lo cual no parece particularmente raro en un país donde el gobierno dice que hay 15 millones de menores de 14 trabajando y varias oenegés dicen que son 60 millones y todos acuerdan en que uno de cada cinco hace servicio doméstico. Ni es raro que, como a ésta, sus patrones le pegaran si no les parecía bien lo que había hecho. Tampoco es raro que no le pagaran: es habitual que las nenas cautivas, sin ningún poder de negociación, trabajen por el techo y la comida. La comida era poca: dos (2) chapatis y un puñado de sal al día —y una cámara de video en la cocina para que no comiera nada más.
Hasta acá todo bien, todo normal. El tropiezo fue que los doctores Verma se la estaban pasando tan bomba en Tailandia que decidieron quedarse una semana más; la nena, encerrada, agotados los víveres, vencida por el hambre, desesperó y salió al balcón. Al cabo de unas horas de gritar un vecino la oyó y llamó a los bomberos. La rescataron, contó su historia —y produjo cierto repeluz en un país que acepta el servicio doméstico como una de sus prerrogativas más normales y lo proclama sin pudores: «La simple idea de no tener que hacer camas, cenas, limpiezas, lavados y demás suena a paraíso», dice la página web de una agencia de colocaciones que ofrece servicios a residentes extranjeros que se supone menos duchos; «Deje atrás la culpa: recuerde que usted estará proveyendo un empleo que muchos necesitan».
Un empleo que, según la misma agencia, se paga entre dos y cuatro mil rupias: de 40 a 80 dólares por mes. O no se paga: es la ventaja comparativa de los nenes. Nenas como la cautiva de Nueva Delhi son traficadas por agencias: ésta había sido vendida por su tío a un intermediario que, a su vez, la vendió a la agencia de Delhi que se la vendió a los doctores Verma. Se calcula que hay más de diez millones de chicos vendidos por sus familias para pagar sus deudas; en general, por períodos de uno a cinco años; a veces, sin fecha de caducidad. Nada que no suceda mucho, nada que nadie ignore. Pero cuando la nena salió al balcón a gritar que tenía hambre, algo pasó: muchos fingieron escucharla, muchos fingieron enterarse.
—¿Te parece, dejarla así, encerrada sin comida?
—Bueno, tendrían que haberle dejado más chapatis, ¿no?
La mayor democracia del mundo —como muchos indios insisten en llamar a su país— tiene unos 1.200 millones de habitantes y se calculan 1.350 millones para 2020. De ese total, 680 millones no completaron la escuela primaria; 800 millones no tienen televisor; 950 millones no tienen cocina de gas; 980 millones no tienen inodoro. Y casi 200 millones forman parte de las castas «intocables».
(Por no hablar, para no repetirnos, de sus cientos de millones de hambrientos.)
Nada de lo cual —por alguna razón que no termino de entender— pone en cuestión la idea de democracia.
Pero, también: en la India hay 550 millones de celulares. Son formas de la modernidad del OtroMundo.
Supongo que en lugares como éste se piensan las ideas que quizás alguna vez cambien todos los otros. Pero esta mañana, en el Centro Internacional India, un edificio sesentista audaz, cemento y vidrios y optimismo moderno, en medio de los jardines de la zona del poder de Nueva Delhi, es difícil armar un vínculo que no sea sarcástico entre esta larga mesa de madera lustrada —veinte señoras y señores a cada lado, micrófonos, cámaras, macs, aire acondicionado, inglés con tonos oxford— y cualquiera de las chozas que visité la semana pasada.
Aquí, las señoras y señores discuten si Monsanto tiene derecho a la propiedad intelectual de las semillas y un señor dice que no porque Monsanto es una corporación y una corporación no es una persona que tenga una mente que pueda producir una producción intelectual y así de seguido. Los ángeles se inquietan en su cabeza de alfiler y yo me esfuerzo por pensar que todo esto lleva a alguna parte.
La reunión está dirigida por una señora bastante imponente. Hace unos días, un periodista italiano que ahora trabaja aquí y antes en Argentina me dijo que Vandana Shiva era una especie de Hebe de Bonafini india.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Es bueno y malo, tiene lo bueno y lo malo de esas mujeres que se imponen.
La señora Shiva también tiene sesenta y tantos años, muchos libros publicados, docenas de premios, un lugar importante en el movimiento antiglobalización y una larga historia de militancia ecologista —que empezó en los años setentas cuando abrazaba árboles para que no los talaran. La señora Shiva tiene el punto hindú muy marcado en el medio de la frente y un sari naranja deslumbrante, su cuerpo poderoso. La señora Shiva dirige una organización, Navdanya, que promueve la agricultura tradicional; la señora es una gran defensora de los cultivos tradicionales, las semillas tradicionales, la cultura tradicional, las tradiciones tradicionales —y ahora me dice que, hasta 1990, la India estaba combatiendo el hambre con éxito, y que todo empezó a darse vuelta en el 91, con el principio de la globalización. Yo querría estar de acuerdo pero tengo la sensación —leí, me dijeron— de que en la India siempre hubo hambre, que el hambre en la India era asunto de siglos, que no hubo un momento en que se eliminó y volvió a empezar, y se lo digo.
—No, no es así. Acá todo cambió con la llegada de las multinacionales como Monsanto, con sus semillas y su apetito por más y más tierras. Antes el gobierno les daba tierras a los campesinos; a partir de 1991 empezaron a quitárselas. Y mientras Monsanto hacía campañas en cada pueblo de la India; llegaban con un camión y prometían cosechas récord, prometían millones a los pobres granjeros si empezaban a usar sus semillas. Entonces los granjeros se las compraban, y con ellas todo el equipo: los pesticidas, los fertilizantes, la obligación de volver a comprarlas para la próxima siembra. Y, sobre todo, los campesinos se centraron en cultivos para el mercado; todo era algodón, trigo, maíz… ahora incluso soja. Acá lo más grave fue el cambio de mentalidad: pasar de trabajar para comer a trabajar para vender. Eso pone a los granjeros, a la inmensa mayoría de pequeños granjeros, en una posición de mucha fragilidad. Antes, cuando tenían una mala racha siempre podían comerse lo que cosechaban. En cambio ahora en cuanto los precios de sus productos bajan o hay sequía o las deudas los aprietan no es que no ganen plata: no tienen qué comer.
Dice la señora, y defiende feroz las semillas tradicionales contra las semillas genéticamente modificadas de Monsanto y otras multis. Yo trato de decirle que me parece que las semillas genéticamente modificadas no son malas en sí: que sus rendimientos son mejores, que permiten cosechas mucho mayores.
—¿Pero usted no escuchó lo que se dijo recién en la conferencia?
Me reta la señora, su inglés de profesora imaginaria. Yo le digo que me habría gustado preparar mejor el examen. La señora no se ríe; me dice que alguien —un nombre que no capto— acaba de explicar que los cultivos tradicionales son mejores para los campesinos que los modificados, y que hablaba en inglés y que yo tendría que haberlo escuchado.
—Señora, lo siento pero a ese señor no le entendí ni una palabra.
La discusión arrecia: la maestra no está conforme con el alumno Mopi. Al alumno Mopi no le gusta que lo rete la maestra. Y encima el alumno cree que el problema no es que hayan modificado esas semillas sino que esas semillas sean propiedad de grandes corporaciones que las usan para controlar y explotar a campesinos en todo el mundo.
Que el problema es político y entonces también la solución: pensar formas políticas que permitan aprovechar esos avances técnicos para el bien de los más, no de unos pocos.
Imaginaba, hace cien siglos, señoras y señores que se quejaban de que esa herramienta nueva, endiablada, ese palo o piedra afilada que abría la tierra en unas líneas largas, hondas, la iba a destruir, y que los dioses de la cosecha no iban a tolerarlo.
Los cambios no son necesariamente buenos, pero tampoco son necesariamente malos —argumentaba, enfático, el doctor Pedro Grullo.
La agricultura siempre consistió en tratar de mejorar los rendimientos: desde el principio, cuando señores o señoras descubrieron que si enterraban semillas de esa planta podían comerse una igual meses más tarde.
Cien siglos intentándolo: estudiando las plantas, adaptándolas a los diversos suelos, construyendo maneras de regarlos, diseñando mejores herramientas, descubriendo mejores abonos, combatiendo mejor predadores y plagas. Modificando las semillas: en cada momento, con las técnicas que tenían. Hace diez mil años empezaron a seleccionar las mejores plantas para usar sus semillas: darwinismo en manos campesinas, que inventaron plantas que solo crecían si ellos las cuidaban. Hace trescientos empezaron a combinar las mejores características de distintas variedades cruzándolas por injerto, por polinización: una manzana de rico gusto pero poca resistencia al frío se combinaba con otra sosa pero muy resistente para tratar de conseguir una sabrosa que soportara las heladas —y así. Siempre lo hicieron.
A principios del siglo xx las posibilidades se ampliaron. Científicos en varios países buscaban híbridos que optimizaran la resistencia, el rendimiento, el resultado. Hacia 1940 un ingeniero agrónomo norteamericano, Norman Borlaug, empezó a aplicar nitrógeno para fertilizar el trigo y a hibridarlo para aumentar su resistencia a ciertas plagas; las pruebas funcionaron tan bien que las plantas, demasiado cargadas de granos, se doblaban, caían. Hasta que Borlaug descubrió un gen que encogía el tallo del trigo; ese tallo más corto y más grueso le permitía soportar muchos más granos. En poco tiempo el rendimiento de una parcela se multiplicó por tres o cuatro; la misma idea aplicada al arroz le permitió cosechas hasta diez veces mayores. Sus descubrimientos llegaron en el momento justo; después de la Segunda Guerra Mundial, mejoras en la salud y las condiciones de vida multiplicaron la población de los países pobres: no había cómo alimentar a tanta gente. Las nuevas técnicas consiguieron que miles de millones de personas sobrevivieran a la explosión demográfica de esos años. Quizá la gran revolución del 68 fue ésa: aquel año, la India logró la mayor cosecha de su historia, tanto que el gobierno tuvo que cerrar las escuelas para usarlas como almacenes de granos.
Muchos criticaron la Revolución Verde. Vandana Shiva escribió que «al percibir los límites de la naturaleza como obstáculos a la productividad que deben ser quitados, los expertos americanos difundieron por todo el mundo prácticas ecológicamente destructivas, insostenibles». De algún modo arcano, Shiva sabía cuáles eran «los límites de la naturaleza». Norman Borlaug respondía que esos argumentos venían de los «elitistas que tenían dinero suficiente como para no preocuparse pensando de dónde sacarían su próxima comida».
La Revolución Verde significó un aumento nunca visto de la productividad de las tierras. Entre 1950 y 2000 la población del planeta se multiplicó por dos veces y media; la producción de comida se triplicó con creces.
La India, en 1964, producía 12 millones de toneladas de trigo en 14 millones de hectáreas; en 1995 fueron 57 millones de toneladas en 24 millones de hectáreas: el rendimiento por hectárea se había duplicado.
Por supuesto, no todo fueron rosas —o choclos imponentes. La escalada de la producción agrícola trajo inquietudes y problemas. Su dependencia de los combustibles minerales, no solo para hacer funcionar los tractores; también para producir fertilizantes y pesticidas que, a su vez, dieron lugar a plagas cada vez más resistentes. Su capacidad de destruir las tierras sobreutilizadas y de vaciar y poluir los acuíferos, agotados por ese uso intensivo. Sus emisiones de gases de efecto invernadero. La pérdida de variedades vegetales. Y, sobre todo, la necesidad de comprar químicos para mejorar la cosecha hizo que muchos campesinos se endeudaran y lo perdieran todo —y que algunos ganaran lo que los otros perdían: vecinos más afortunados, caciques locales, corporaciones, bancos.
Y, por otro lado, al mejorar los rendimientos agrarios y producir lo mismo con menos mano de obra, muchísimas personas debieron emigrar a las ciudades para hacerse explotar en las fábricas que impulsaron el boom asiático: salarios bajísimos, trabajo a destajo y viviendas miserables. Aún así, la cantidad de personas que consiguió comer gracias a esos avances técnicos sigue siendo impresionante. Sin esos rendimientos, millones más habrían muerto de hambre. Sin esos rendimientos —si queremos mirarlo ecololó— más bosques habrían sido talados para convertirlos en tierras de cultivo.
A principios de los ochentas científicos americanos y europeos, tanteando en lo que ahora se llama ingeniería genética, empezaron a recombinar genes del ADN de ciertas plantas para tratar de mejorar sus rasgos: hacían lo mismo que se había hecho siempre, solo que con más conocimientos y mejores técnicas. Es lo que ahora se llaman plantas genéticamente modificadas —y son el blanco de las iras.
Monsanto fue fundada en 1901 y en Saint Louis, Missouri —para producir sacarina que le vendía a la Coca-Cola. Durante medio siglo se dedicó a hacer insecticidas, plásticos, químicos diversos, pero la fama le llegó en los años sesentas, cuando la guerra de Vietnam popularizó uno de sus productos: el «agente naranja» era un defoliante poderoso con que el ejército americano se cargó bosques y cultivos para hambrear a sus enemigos. En esos días, aviones de combate derramaban torrentes de veneno sobre el país, medio millón de vietnamitas morían en esos bombardeos, otro medio millón de chicos nacían malformados —y Monsanto crecía y prosperaba. En los setentas inventaron un herbicida potentísimo a base de glifosato, que llamaron Roundup; años más tarde consiguieron semillas de soja, maíz y trigo que soportaban grandes cantidades de ese químico —Roundup Ready— y daban buenos rendimientos.
Sus semillas se difundieron entre los grandes productores de Estados Unidos, Canadá, América Latina. Ahora controlan el 90 por ciento del mercado mundial de semillas transgénicas.
Casi nadie niega que esas semillas modificadas rinden mucho más que las comunes. Ni que exigen demasiado el suelo, que dependen de grandes cantidades de productos basados en combustibles fósiles, que suponen un modelo de explotación que expulsa campesinos y necesita mucha tierra y mucha maquinaria. Pero el gran problema es la propiedad: sus semillas van perdiendo su potencia en cada ciclo y, así, los productores deben comprarlas nuevas cada vez; además, están obligados por contrato a hacerlo, porque Monsanto tiene la patente, la propiedad intelectual de esas semillas.
La propiedad privada de la reproducción es un gran invento contemporáneo. Es un modo brutal de la idea de propiedad: no sobre un campo, no sobre el producto de ese campo, sino sobre un modelo natural —la semilla— que solo su «dueño» tiene derecho a producir: la propiedad intelectual de la naturaleza.
Todo el proceso es una síntesis del funcionamiento del capitalismo: científicos consiguen un avance técnico que puede beneficiar a millones de personas. Pero trabajan para una compañía privada, así que la compañía se queda con los beneficios. Y, detrás, los Estados sirven para garantizar que los recauden: con las leyes de patentes se aseguran de que todos les paguen.
En ese esquema, el progreso técnico no es un intento de mejorar vidas sino la busca de que algunos acumulen más riqueza.
(Las grandes corporaciones de bioingeniería son, por supuesto, muy tramposas. Introducen pequeños cambios en las patentes que están por perimir para extender su posesión —y seguir cobrando. O caen en los extremos más ridículos: esa empresa tejana, Rice-Tec, que pidió y consiguió, en 1997, la patente del arroz basmati, que indios y pakistaníes llevan milenios cultivando; o Monsanto misma, que patentó el trigo nap bal, con el que se hace el chapati —el pan más común en la India— y mantiene su propiedad en los Estados Unidos.)
El uso capitalista de las mejoras técnicas produce muchos otros problemas. Quien maneja el diseño de la semilla maneja, de algún modo, el uso de la planta que esa semilla va a producir: el destino de esos alimentos. Una corporación decide que va a fabricar la mejor semilla de maíz para etanol: miles de productores la plantarán porque les va a dar más plata que las semillas para maíz alimenticio. Así, esa corporación define cada vez más quién come, quién no, a qué precios, bajo qué condiciones.
Además, los campesinos se vuelven dependientes de quien les vende las semillas. Pierden su autonomía; pierden, muchas veces, sus tierras porque no pueden pagar las deudas que contraen para comprarlas. ¿Pero entonces la forma de evitarlo está en usar las viejas semillas tradicionales? ¿O en ganar el derecho a usar las nuevas y adaptarlas y mejorarlas? Para subir a un bus hay que pagar una cantidad que algunos no tienen: ¿la solución es conseguir plata o buses gratis, o viajar en carreta de bueyes? Si a uno deplora que Coca-Cola Corp embotelle el agua, ¿va a reaccionar contra el agua o contra Coca-Cola?
Ahí es donde se mezclan dos cuestiones muy distintas: que los hombres intenten mejorar con las herramientas disponibles las plantas que siembran para conseguir mejores rendimientos —más comida— y que los hombres decidan que esas plantas mejoradas son propiedad del que las mejoró. Ahí es donde la discusión deja de ser técnica y pasa a ser política.
Nada de esto intenta defender a Monsanto y compañía. Ellos hacen su trabajo de grandes capitalistas. Hagamos nosotros el nuestro. Su gran ventaja es que ellos saben bien cuál es el suyo.
Contra esa expresión extrema del capitalismo, muchos reivindican las formas tradicionales de la agricultura. Ensalzan y romantizan al pequeño campesino, el que sabe la verdad, el que mantiene lo auténtico frente a las falsificaciones de la ciencia.
Parten de una noción antigua que ha recuperado últimamente cierto lustre: que la Naturaleza es sabia y hay que respetarla. O, dicho de un modo más enérgico: «Cuando la gente intenta rebelarse contra la lógica férrea de la Naturaleza, choca contra los mismísimos principios a los que debe su existencia como seres humanos. Sus acciones contra la Naturaleza deben llevar a su caída» —escribió Adolf Hitler en Mein Kampf.
Ya se reía el maestro Voltaire: «Mon cul est bien dans la nature, et cependant je porte des culottes». ¿Por qué habría que aceptar la sabiduría de la Naturaleza para definir sus cultivos y no para matar a un chico de sarampión o permitir que el más grande se coma al más chico o hacer de un parto un riesgo extremo?
Suelo creer que la idea de que hay que volver a los cultivos orgánicos a escala individual o pueblerina es otro efecto del desconcierto: como no tenemos un plan superador, nos refugiamos en mecanismos de un pasado idealizado. Son maneras que servían más o menos mal en espacios donde vivían tres, cinco veces menos personas. Que no alcanzan —que, en realidad, nunca alcanzaron— para alimentar a los millones y millones.
Sus defensores también argumentan que la agricultura tradicional emplea a muchas más personas. O sea: los aparca en trabajos horribles que podrían no hacer —porque hay técnicas que lo permiten. Son viejas prácticas que maquillan su verdadera condición manteniéndolos en un nivel de subsistencia apenas: desnutridos crónicos —o desechables light.
Hay modos de producir mucha más comida con mucho menos esfuerzo —menos trabajadores, menos explotación, más tiempo y espacio para hacer otras cosas. El problema es que ese modo está monopolizado por grandes corporaciones; sus resultados están monopolizados por grandes corporaciones. Y entonces algunos, como no ven la forma de forzar la distribución de ese producto, suponen que es mejor mantener un estado de pobreza compartida que crear riquezas que unos pocos se apropian: no produzcamos porque se lo quedan los ricos. Lo cual sería razonable en sociedades saciadas, pero muy difícil de sostener en sociedades hambrientas.
Con esa reivindicación de lo tradicional disimulan —intentan disimular— su incapacidad, su renuncia a pensar un futuro distinto al que propone el capital global. Le entregaron el monopolio del futuro y se atrincheran en los buenos viejos tiempos. El arcaísmo es puro temor, fuga hacia atrás. No podemos con ellos, refugiémonos en los antiguos bosques. Para lo cual reivindican cosas impensables: el trabajo bestial, las herramientas más arcaicas, las plantas de bajos rendimientos. ¿Qué es lo que vale la pena conservar en todo eso?
Como la diferencia entre ese señor que sopla una bola incandescente de vidrio en la punta de un tubo hueco para hacer, con mucho aire y movimientos milenarios, una copa, por un lado y, por otro, la cadena de producción que escupe veinte copas por segundo en un trencito ordenado e invariable. Cualquiera sabe que la copa artesanal será más bonita, cara y exclusiva; cualquiera, que si queremos que miles de personas tengan copa habrá que usar las industriales. Que aquí también lo que se produce con esa dedicación individual solo está al alcance de unos pocos. Que a veces la belleza está en la cantidad, en alcanzar a todos: la ética como una forma de la estética.
Un ejemplo —entre tantos— que concentra la idea. Es un párrafo de El mercado del hambre, libro comprometido y valiente de los autores de la película We feed the world, los alemanes Erwin Wagenhofer y Max Annas dicen, sobre la industria alimentaria: «Las dos principales empresas activas en este terreno, Pioneer y Monsanto, trabajan complementariamente para hacer desaparecer las certezas adquiridas en muchos miles de años de agricultura». Wagenhofer y Annas son dos honestos izquierdistas, críticos de las culturas dominantes que, en cualquier otro tema, aplaudirían a quien lo hiciera: «…(Marx y Engels, Deleuze y Guattari, Carozo y Narizota) trabajan complementariamente para hacer desaparecer las certezas adquiridas en muchos miles de años de…», escribirían admirativos. Solo que aquí la admiración se vuelve pánico.
El problema no es el cambio de paradigma productivo. El problema es quién se beneficia de él. No sirve quejarse contra el progreso técnico sino contra las formas en que ese progreso es usado por los que lo controlan para aumentar su poder y su fortuna. El truco es que esas técnicas se presentan ligadas a un modelo económico: que serían propias del capitalismo globalizado y que solo el capitalismo globalizado podría hacerlas funcionar y que si estás en contra del capitalismo globalizado estás contra ellas. Toda la búsqueda consiste en separarlas. No en tirar el bebé con el agua del baño por no saber cómo se tira el agua.
De lo que se trata, entonces, es de inventar el modo de apoderarse de esas formas nuevas: encontrar las formas políticas de poner a trabajar las nuevas técnicas en beneficio de muchos —porque, sin esas técnicas, muchos millones van a tener problemas para alimentarse. Es un proceso político complicado, y ya sabemos que últimamente no sabemos bien qué hacer con los procesos políticos. Se podría pensar, para empezar, en gobiernos que no reconozcan la propiedad privada de un concepto de semillas. Se podría pensar maneras en que esos pequeños campesinos pudieran reciclarse en otro tipo de trabajos, o pudieran unirse en cooperativas que cambiaran la escala y el tratamiento de sus campos, o pudieran emigrar a las ciudades en condiciones razonables, con empleos y garantías. Se podría pensar que, alguna vez, cada ministerio de Agricultura de cada país del OtroMundo tenga su Monsantito y distribuya semillas u organice explotaciones agrarias. El problema, claro, es el fracaso espantoso de las formas políticas que quisieron hacer algunas de estas cosas. Pero si eso nos devuelve a las aldeas, el fracaso está sellado de antemano.
La señora Shiva sigue hablando: dice que más del 70 por ciento de las semillas que se usan en el mundo están controladas por diez grandes empresas, que también controlan buena parte de los remedios, y que las intervenciones de esas multinacionales en la India están pensadas para crear hambre. Y yo no le digo —ya estoy desanimado— que no me parece: que por qué querrían crear hambre: que ellos no ganan con eso, que es un costo que están dispuestos a asumir pero no un beneficio. Que sus sistemas están diseñados para otra cosa —para que pocos ganen mucho, en este caso, controlando cada vez más las formas de producir alimentos— y que el hambre no es una meta sino un daño colateral. Que no le gusta a nadie, que cuesta problemas, represión, tensión —pero les sirve para crecer y concentrar la propiedad de las tierras y el mercado agroalimentario, eso sí. Y la señora dice que hambrear era la meta, que ahora la India está llena de hambrientos:
—Ahora somos el país con más hambrientos del mundo, y eso no puede ser. No somos África; somos la India, un país rico, fértil. Lo que pasa es que acá hay un sistema político y económico diseñado para producir hambre.
Insiste la señora. Y que por eso ha vuelto el hambre a la India en los últimos años. Yo quería aprender pero no entiendo. Así que al fin le digo que en Bihar, de donde vengo ahora, había generaciones y generaciones de malnutridos.
—Bueno, Bihar es una excepción.
Me dice, y yo le digo que por lo que sé no es la única y que son precisamente excepciones como Bihar, con sus cien millones de habitantes, las que hacen que haya tanta hambre. La señora me fulmina con sus ojos oscuros.
«Por entristecedor que nos resulte ver cómo se desorganizan y disuelven esas miríadas de organismos sociales industriosos, patriarcales e inofensivos, y cómo sus individuos pierden al mismo tiempo su antigua cultura y sus medios de vida hereditarios, no debemos olvidar que esas comunidades pueblerinas idílicas, tan inofensivas como parecen, fueron siempre la base más sólida del despotismo oriental, que redujeron el intelecto humano a sus límites más estrechos, convirtiéndolo en el instrumento sumiso de la superstición, esclavizándolo a las reglas tradicionales, privándolo de toda grandeza y energía histórica…», escribió, en 1853, en un artículo publicado en el New York Daily Tribune, titulado The British Rule in India, un señor Karl Marx.
Después, ya de vuelta en la sala de la mesa lustrada, un señor de Maharashtra nos cuenta de granjeros suicidas. El señor se llama Kishore Tiwari, es grandote, cincuentón, la cara amable de un buenazo. El señor Tiwari es un líder de los campesinos de Vidarbha: una región en el centro de la India donde viven 25 millones de personas y la mayoría se ha dedicado siempre a plantar algodón.
Solo en Vidarbha hubo, en los últimos diez años, más de 20.000 suicidios de granjeros: 2.000 por año, casi seis por día. Sucede en toda la India: en los 15 años que pasaron desde 1997 se calculan unos 250.000. Pero Vidarbha es una de las regiones más afectadas, una donde la plaga se incrementa sin parar: como si la idea de que el suicidio es una salida posible hubiera ampliado el abanico: algo que no formaba parte de las posibilidades de pronto se convierte en una opción entre otras, espantosa.
—Es por el progreso. A nosotros el progreso solo nos trajo pobreza y desesperación. El progreso nos trajo muertes y más muertes.
Dice el señor Tiwari, y la palabra progreso suena, en sus labios, como una maldición.
Los campesinos de Vidarbha siempre vivieron vidas muy difíciles. Sus campos son pequeños y pedregosos, una tierra a la que se hace difícil arrancarle nada. Pero, dice el señor Tiwari, los campesinos de Vidarbha aprendieron a sobrevivir con sus penurias, hasta que llegaron las semillas genéticamente modificadas de Monsanto.
—Nuestros campesinos se suicidan porque no pueden pagar sus deudas, es verdad. Pero no es cierto que contraigan esas deudas para pagar las bodas de sus hijos, las dotes de sus hijas. Bueno, algunos lo hacen, claro. Pero la mayoría se endeuda para pagar las semillas de Monsanto.
Dice, para decir que es la modernidad —y no la tradición— la que los mata.
—Vienen los vendedores con las semillas de algodón BT, y los convencen de comprarlas. Les venden sus espejitos de colores.
El algodón BT es una variedad modificada con la inserción de una bacteria,Bacillus thuringiensis, que produce un insecticida natural efectivo contra ciertos insectos —pero no contra todos. La semilla necesita que se le agreguen abonos y pesticidas que cuestan mucha plata; a cambio, crece muy bien si tiene buena irrigación; no siempre funciona en campos que dependen —como casi todos en Vidarbha— de los caprichos de la lluvia. Pero los vendedores tratan de ocultarlo y los campesinos se ilusionan con los rendimientos que podrían conseguir y la compran y gastan dinero que no tienen en esas semillas y toda la parafernalia que precisan. Además las semillas del algodón BT, como la mayoría de las genéticamente modificadas, no son buenas para replantar; cada año, los campesinos deben volver a pagarlas —y así se endeudan más y más, explica el señor Tiwari.
—Es lo que llamaríamos una adicción, hacer cosas nocivas compulsivamente. Es como fumar, beber, una adicción. Nuestros campesinos se volvieron adictos al algodón BT.
Yo no digo —yo ya no digo nada— que me parece curioso que sus campesinos sean, al mismo tiempo, portadores de un saber milenario y sujetos que se engañan tan fácil, incapaces de distinguir esa mentira de sus propias verdades. Es, a menudo, la triste obligación de las «vanguardias»: defender contra sí mismos a los pueblos.
Pero el señor Tiwari no considera la posibilidad de que esas semillas sí funcionen: que serían buenas si no tuvieran que darle ganancias a Monsanto. Ahora dice que algunos de sus campesinos, incluso, toman deuda para cosas mucho más primarias: para comprar una pala y una azada, para alquilar un buey que les permita arar su pedazo de tierra. Y que otros ni siquiera pueden hacerlo: que a menudo una familia ara su tierra con uno de sus miembros conduciendo el arado, dos tirando como si fueran animales.
—Nuestros campesinos pasan hambre, muchas veces pasan hambre. Pero creo que no se suicidan por el hambre. Yo diría que el hambre está dentro de lo que pueden soportar, están acostumbrados. La mayoría se suicida por la vergüenza, la desesperación de perder sus tierras.
Dice el señor Tiwari, y cuenta que los campesinos de su tierra se suicidan bebiendo ese mismo insecticida que los llena de deudas, y nos muestra sus fotos. En las fotos, en los retratos que una viuda o un hijo normalmente sostienen, los suicidados tienen los ojos grandes, muy abiertos, como si se pelearan contra el impulso de cerrarlos.
Después el señor Tiwari dice que el gobierno no hace nada, que los ricos y poderosos no hacen nada, que la prensa casi nunca hace nada. Aunque, dice, a veces la prensa se ocupa del tema y eso sirve para que las autoridades tengan que hacer algo. Que no suelen hacerlo, pero que cuando hay un periodista o un equipo de televisión a veces sí. De hecho fue un periodista de The Hindu el que empezó a agitar el tema a nivel nacional, hace algunos años. Palagummi Sainath, a quien todos llaman por piedad P. Sainath, es una de las personas que más saben sobre campesinos, pobreza y hambre en la India; yo llevo días escribiéndole, tratando de encontrarlo para entrevistarlo —y por ahora no me contesta.
El destino es una forma de cruzar la calle: el individuo pero no tanto, imbuido de su destino, mira un pajarito y empieza a caminar para cruzar la calle. O se mira un botón de la camiseta sin botones y empieza a caminar para cruzar la calle. O, más torpe, cierra los ojos y empieza a caminar para cruzar la calle. Lo curioso es que algunos sobreviven —por un tiempo.