BOMBAY
Alguien me explica que la basura —la infinita basura de las calles indias— es un problema evolutivo: que los indios tiran todo en todos lados porque antes entre perros y vacas se lo comían en un rato.
—El problema es que ahora, con el plástico…
Desayuno en la vereda de un café, Bombay, cerca del mar. Leo el diario, me distraigo; un cuervo agarra el pan que quedaba en mi plato y se escapa volando. Hay algo de metáfora grosera en esta sociedad donde también los animales participan de la pelea por la comida.
Y hay un lugar común: que la India vive en varios siglos a la vez. Yo diría que vive en este siglo con varias clases a la vez —como en todos los siglos. La diferencia aquí es que los ricos viven en la contemporaneidad y también en el siglo xvii, porque allí es donde explotan a sus pobres —que viven solo allí.
Junto al mar, Bombay despliega el esplendor de la vieja colonia: casas monumentales, calles anchas, árboles antiguos; un poco más allá los rascacielos, la zona financiera, los barrios nuevos elegantes: Bombay —ahora Mumbai— es el estandarte de la nueva prosperidad india. Una ciudad de 20 millones de habitantes donde se concentra la riqueza del país, donde torres florecen cada día, donde los shoppings y los coches y las marcas brillan. En Bombay viven, también, más villeros que en ningún otro lugar del mundo. Su prosperidad tan aparente los atrae: miles que llegan cada día huyendo de la miseria de sus campos.
Echados, desechados.
Avani dice que sí, que ahora lleva bastante tiempo viviendo acá, pero que quién sabe cuánto más:
—Una acá nunca sabe. Si tenés que ir a algún lado nunca sabés si a la vuelta todavía vas a tener una casa.
Lo que Avani llama su casa es un plástico sobre cuatro palos. Lo que Avani llama su lugar no es siquiera una villamiseria: está un poco más abajo en la escala de Richter.
—Nadie puede saber lo que es eso sin haberlo vivido.
Las villas de Bombay son enormes y se hicieron famosas cuando Slumdog millionaire ganó 400 millones de dólares, ocho oscares y la compasión babosa del planeta. Pero hay quienes no han llegado al privilegio de vivir en una villa. Los más pobres entre los diez millones de pobres de Bombay son los pavement dwellers —pobladores del asfalto—, los que viven en medio de la calle, en chozas levantadas en el espacio público —veredas, vías, cunetas, parques, basurales. Nadie sabe exactamente cuántos son; algunos hablan de cien mil, otros de un cuarto de millón.
Hace unos años seguí unos días a Geeta, una chica de veintipocos que había vivido siempre en la calle pero que, gracias a una asociación de mujeres —Mahila Milan, Mujeres Juntas— que promovía el ahorro común, había zafado: Mahila Milan propuso a esas mujeres de la calle que ahorraran una rupia por día cada una y que el grupo, en unos años, los ayudaría a construir sus casas. Una rupia era una cifra ínfima y, al mismo tiempo, difícil de conseguir, pero muchas mujeres lo intentaron; cuando la conocí, Geeta acababa de mudarse a un departamentito de un ambiente en un complejo de vivienda social de los alrededores de Bombay.
—¿Cuál es la ventaja de que el Mahila Milan sea un grupo integrado solo por mujeres?
Le pregunté entonces.
—Primero, que acá si ponías hombres y mujeres juntos en un grupo, los hombres decidían todo. Pero además hay otras cosas. Los maridos solían pegarles a sus mujeres si salían cuando estaba oscuro. Cuando se juntaron en Mahila, las mujeres empezaron a poder salir de sus casas. Los hombres al principio se resistían, pero cuando vieron que sus mujeres solucionaban ciertos problemas o paraban un desalojo, no dijeron más nada. Y empezaron a mirarlas distinto: al fin y al cabo, las que conseguían las cosas eran ellas.
—¿Y dejaron de pegarles?
—Bueno, no del todo, pero les pegan menos. Ahora, si algún hombre le pega a su mujer las mujeres del comité van a la casa y tratan de resolverlo, de convencer al hombre de que no lo haga más. Lo logran, muchas veces.
Aquella vez, Geeta me había contado su historia, su infancia: iba a clase, jugaba en la calle, a la noche comía las sobras que le daban a su madre en las casas que limpiaba. Geeta y su familia no tenían ni baño ni luz ni agua corriente; cada mañana, a las cinco, Geeta o su madre tenían que ir hasta un taller vecino donde les dejaban sacar agua de la canilla —pero solo a esa hora. Su madre también solía traerles ropa vieja que le daban sus patronas: Geeta llegó a la adolescencia sin haber estrenado ni una camiseta.
—A veces teníamos el plástico para taparnos, a veces no. A mí cuando no teníamos me gustaba más, porque podía leer con la luz de los faroles de la calle.
Entonces Geeta se quedaba estudiando hasta muy tarde: le importaba tener buenas notas en la escuela. Algunas maestras la maltrataban porque vivía en la calle; otras, en cambio, la ayudaban. Y Geeta jugaba y estudiaba, lavaba, comía casi todos los días. Era una vida tranquila, aunque acechaba la amenaza de la demolición: de tanto en tanto, por alguna queja, las autoridades municipales llegaban y arrasaban sus chozas. Esas noches, Geeta y su familia y los demás vecinos esperaban que los agentes se fueran y volvían a armarlas otra vez, en el mismo lugar o en algún otro.
—Volvíamos, pero siempre estábamos amenazados. Eso no era tan bueno. Algunos vecinos de los edificios decían que los pobladores del asfalto éramos sucios, que éramos ladrones. Y cualquiera venía y nos insultaba, no sé. Estábamos ahí, sin ninguna protección, en la calle.
Ahora Geeta vive en su departamento, contenta pero cansada. Y se queja del ruido:
—En la calle había tanto ruido que no se oía a los chicos. En cambio desde que estamos acá nos parecen muy ruidosos, gritan mucho.
Le pregunto si me puede presentar a alguna amiga suya que todavía viva en la calle, y me dice que nos veamos al día siguiente en un barrio más o menos céntrico —para encontrar a Avani.
Unos metros más allá, sin ruidos, la elegancia con que un viejo, morador de vereda, sentado en su vereda, el dhotti arrollado a la cintura, se embebe las dos manos con el líquido que saca de una botellita de cocacola, las restriega, se toca apenas con ambas la calva, los brazos, los pezones: su toilette matutina. Detrás una docena de muchachos: enjabonados, casi desnudos, gritándose, riéndose, se bañan como cada mañana en la vereda.
Hace ya siglos que convinimos en que una cantidad importante de las actividades de las personas sucederían fuera de la vista de quienes no formaran su familia. Es más: podría definirse a la familia como el grupo de las personas que sí pueden presenciar esas acciones íntimas. No tenía que ser así; podríamos vivir en público —los baños, por ejemplo, fueron colectivos durante buena parte de su historia— pero por una serie de razones decidimos vivir en privado. Aquí, las personas que viven en la calle retoman esas formas anteriores.
Las personas que viven en la calle duermen en la calle, se lavan en la calle, se visten en la calle, cocinan en la calle, comen en la calle, rezan en la calle, se enferman y se mueren en la calle, conversan y se reúnen y cogen y se ríen en la calle.
Están, son en la calle.
Avani es flaca y bajita, la cara muy redonda, esos ojos un poco desorbitados que emparentan a muchas mujeres indias con las vacas. Avani se mueve con una gracia extrema: como quien flota sobre la basura. Tiene un sari verde y rojo finito de tan gastado; sus tres hijos entre cinco y diez años nos corren alrededor, descalzos, gritones. Un perro también corre. Hoy Avani está acá porque hace unos días que no consigue ningún trabajo.
—A veces consigo algo, limpiando casas de familia, pero muchas veces cuando se enteran de que vivo en la calle me despiden: dicen que somos sucios, que somos ladrones.
Avani y Geeta eran amigas: sus padres habían llegado desde la misma zona del sur de la India, habían crecido juntas, se contaban esperanzas y temores. Pero cuando tenía 16 años Avani quedó embarazada de un vecino un poco mayor que ella. El hombre no tuvo problemas en casarse sin dote: se ve que la quería. Y Avani dice que era una buena persona, que la trataba bien, que también tenía problemas para conseguir trabajo pero que llegó un momento en que creyeron que iban a poder irse de la calle, conseguirse un lugar donde vivir.
—Y justo entonces fue la noche ésa.
Dice Avani: que vino un hombre que trajo una familia que quería ocupar el lugar que ellos ocupaban, y que después supieron que la familia le había pagado al hombre como 500 rupias y que el hombre era una bestia y les gritaba que se fueran, que agarraran lo que pudieran y se fueran y que entonces su marido tuvo que defenderlos, qué iba a hacer. Lo peleó con un cuchillo y el hombre se fue, herido. Unos días después llegó la policía: que el hombre se había muerto.
—La policía nunca se mete en nuestras cosas, si vienen es para sacarnos de algún lado pero no para cuidarnos. Pero tuvimos la mala suerte de que este hombre era un conocido de ellos, uno que les hacía no sé qué favores, y vinieron a buscar al que lo había matado.
Ya van casi cuatro años desde que se llevaron preso al marido de Avani y todavía está en juicio, pero parece que no va a salir en mucho tiempo.
—Ahí se arruinó todo. Yo me quedé acá, sola, casada pero sin hombre, sin trabajo, esposa de un preso, los tres chicos. No sé qué hacer con los chicos. No los puedo mandar a la escuela porque no los aceptan, dicen que sin un domicilio no los pueden tomar. Así que están todo el día dando vueltas por acá…
Después Avani me dirá que hace tiempo, cuando agarraron a su marido, intentó trabajar de puta pero que no lo soportó.
—No podía, no podía. Y eso que se gana mucho más. Yo conozco muchas chicas que lo hacen y está bien, pero a mí me daba demasiado asco, se me notaba, los clientes se enojaban. Fue una lástima.
Ahora, cuando falta trabajo, Avani y sus hijos comen lo que encuentran en la basura: a veces hay suficiente, a veces no. Otras veces Avani pide unas monedas para comprar un puñado de arroz. Casi todos los pobladores del asfalto tienen desnutrición severa: comen poco pero malo. De tanto en tanto, Avani encuentra en la basura algo que puede vender; hace unos meses, dice, apareció un celular bueno y le dieron 400 rupias. Cuatrocientas rupias son ocho dólares y el celular era, por su descripción, un iPhone que se puede vender, usado, en unas 20.000.
—Ese día les compré tres pedazos de pollo a mis hijos. A la chiquita le cayó medio mal, estuvo toda la noche con dolor de panza.
—Y ahora, ¿sabe qué me pasa? Cuando no como estoy todo el tiempo con los dientes apretados, me chirrian los dientes.
Pero después me dice que siempre le queda la cosa del riñón.
—¿La cosa del riñón?
—Sí, eso me tranquiliza. Yo sé que si estoy muy desesperada, si realmente nos quedamos sin nada de nada, siempre puedo vender un riñón.
—¿Vender un riñón?
Le digo, un poco demasiado fuerte. Avani me mira como si no entendiera mi energía:
—Sí, muchos lo hacen. Bueno, no sé si muchos, pero algunos seguro. Mi amiga Darshita lo hizo y está bien.
Dice Avani y se calla. Me mira, baja los ojos, me mira de nuevo. Yo le pregunto qué, ella susurra: se diría que no quiere escucharse.
—Me da miedo. Me da mucho miedo. Ojalá pueda hacerlo, si lo necesito, por mis hijos. Pero mire si resulta que no puedo… ¿Usted cree que podré?
Hay preguntas que ninguno de nosotros se ha hecho nunca.
De chica, cuando no había comida, cuando pasaban hambre, los padres de Avani siempre decían que sí, que en la ciudad había que vivir a la vista de todos pero que siempre había algo que comer: que algo siempre encontraban, no como en el pueblo, donde a veces pasaban días y días sin probar ni un bocado, donde dos hijos de la prima Madhu se habían muerto y el médico dijo que era por una enfermedad pero ellos sabían que era porque se habían pasado demasiado tiempo sin comer.
Y, por eso, el miedo de Avani cuando la llevaron al pueblo por primera vez: creía que iba a morir de hambre. Comió —era la boda de una tía, comió bastante arroz y dal y un cordero entre muchos— pero después, en la ciudad, cada vez que se quedaban sin nada que comer, le decía a su mamá que ya estaban otra vez como en el pueblo.
Y su madre le decía siempre lo mismo:
—¿Vos de verdad creías que le podíamos escapar?
Esas preguntas que
Su casa está hecha de dos cartones como paredes, una a cada lado, detrás el paredón de la casa donde se apoya la suya, delante nada: la calle, la ciudad delante. Y un plástico negro como techo y adentro dos catres de madera y unas pocas ollas. De día, Avani saca el techo y las paredes para que los vecinos no se quejen; de noche reconstruye su casa: cada noche.
—¿Qué esperás para tus hijos?
—No sé, que puedan salir…
—¿Podrán?
—Si Geeta pudo…
—¿Por qué ella pudo y vos no?
Avani se queda callada, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta. O como si se la hubiera hecho demasiado.
ninguno de nosotros se ha hecho nunca.
Un tercio de los chicos de Bombay está desnutrido —y es siempre el mismo tercio. En estos días una oenegé llamada Dasra dijo que en las villas de Bombay se mueren, cada año, 26.000 chicos por efecto de la malnutrición: más de 70 cada día. El Estado, aquí, gasta en salud 210 rupias por año y por persona: cuatro dólares por año y por persona; menos incluso que la media nacional. En la ciudad del fasto y el progreso, las diferencias son más crueles todavía.
—¿Y de quién es la culpa?
—No sé, mía, nuestra. Si yo hubiera podido salir de acá no tendría estos problemas.
—¿Cómo puede mejorar tu situación?
—Mi única solución es conseguir más plata, trabajando más, muchas horas. Esa es la única solución.
—¿Odiás a alguien?
—No, trato de no odiar, no tengo por qué odiar.
—Cuando estás en la calle y ves pasar a alguien en un coche nuevo, brillante…
—No sé, no me siento bien.
—¿Y te imaginás en su lugar?
Avani se ríe como una colegiala descubierta: es raro, no le queda.
—No, cómo se le ocurre. ¿Qué voy a hacer yo en ese lugar?
—¿Qué harías si tuvieras toda la plata que quisieras?
—Me compraría un terreno, construiría unas piezas y las alquilaría.
—Y entonces tus pobres inquilinos tendrían que pagarte alquiler…
—Sí, claro. Pero si alguna vez no tienen plata yo los esperaría.
Por ahora, todo lo que Avani querría es vivir en un slum. O en eso que ella llama slum y yo no sé cómo traducir. Eso que los ingleses llaman slum, los franceses bidonville, los italianos baraccopoli, los brasileños favelas, los alemanes, que no necesitaron inventarle una palabra, slum —y que todos esos idiomas, en otros tiempos, supieron llamar ghetto: un espacio donde se amontona cierto sector social porque razones políticas o religiosas o económicas le impiden vivir en otros lados.
El castellano, en cambio, no tiene una palabra: tiene muchas. La evolución del slum en castellano es un ejemplo de la dispersión lingüística del idioma: cuanto más se aleja de la academia un concepto, más chances hay de que cada país lo nombre de una forma distinta.
El big bang del castellano latinoamericano.
Chabola, callampa, villamiseria, cantegril, barriada, población, pueblo joven, colonia, campamento: lo mismo, dicho de tantas formas diferentes. Me he pasado horas pensando cómo llamarlo en este libro. Por fin imaginé que quería usar una palabra del viejo castellano —árabe, por supuesto— que no se usa en ninguno de nuestros idiomas —aunque tiene cierta tradición tanguera: arrabal. El arrabal era —sigue siendo— ese sector de la ciudad que está en sus márgenes, habitado por una población que se supone distinta o caída o peligrosa: la forma más castiza del slum. Suburbio en el sentido estricto: una suburbe, una ciudad por debajo de la auténtica ciudad. Quise arrabal y después pensé que escribo, mal que me pese, en argentino.
Villamiseria.
Villa.
(De cómo una palabra pretenciosa del idioma se convirtió en la forma de llamar a eso que solo tiene la pretensión de mostrar que no las tiene: villa, villero —lo que vive afuera.
De cómo, en argentino, una palabra que nació para estigmatizar —y todavía estigmatiza— fue asumida por sus víctimas como el modo orgulloso de llamarse a sí mismos y a sus costumbres y a sus producciones.)
Los villeros, las villeras,
lo villero.
Villamiseria es la única que integra, además, en su significante, la calificación de lo que es.
La villamiseria es un producto de la revolución industrial. No es que antes no hubiera arrabales pobres, malafamados, marginados, pero la difusión y tamaño que empezaron a tener en el siglo xix era desconocida. Entonces, entre otras cosas, la palabra slum —que antes había signficado negocio sucio— pasó a designar esos lugares que crecían en los márgenes de Londres, Manchester, Dublín, París, Calcuta o Nueva York.
Ya entonces, las villamiserias eran caracterizadas como «una amalgama de casas destruidas, amontonamiento, enfermedad, pobreza y vicio». Pero en la primera mitad del siglo xx se habían hecho raras en el PrimerMundo y —a partir de los años sesenta— florecieron en el Otro con un ímpetu raro.
Y fueron, queda dicho, responsables principales de uno de los grandes cambios de los últimos años: por primera vez desde que el mundo es mundo, hay más personas que viven en las ciudades que en el campo.
«Las ciudades del futuro, en lugar de estar construidas con vidrio y acero como las imaginaban las viejas generaciones de urbanistas, están hechas de ladrillo crudo, paja, plástico reciclado, bloques de cemento y aglomerado de madera. En lugar de ciudades de luz creciendo hacia el cielo, buena parte del mundo urbano del siglo xxi se hunde en la mugre, rodeado de polución, excremento y decadencia. Los mil millones de ciudadanos que habitan los arrabales posmodernos pueden mirar con envidia las ruinas de las toscas casas de barro de Catal Hiiyiik in Anatolia, construidas en el principio de las ciudades, hace más de nueve mil años», dice Mike Davis en un libro imprescindible, Planet of Slums.
En 1950 había 86 ciudades en el mundo con más de un millón de habitantes. Para 2015 se calculan 550. De las 25 ciudades que ahora tienen más de ocho millones, solo tres están en países ricos: Nueva York, Tokio, Seúl; las demás viven del OtroMundo. Y son las que más crecen. La población urbana de Brasil, India y China ya es mayor que toda la de Estados Unidos y Europa sumados. Pero en la mayoría de estas ciudades tres cuartos de su crecimiento se debe a construcciones marginales en tierras ocupadas: a las villamiserias.
La villamiseria es uno de los grandes inventos modernos: la forma más actual, más contemporánea de habitación del OtroMundo. En el mundo que se ha vuelto urbano, la villa es la urbanidad que más aumenta. Cada año, dice la ONU, 25 millones de villeros se suman a la lista.
Hay, ahora, en el mundo, unas 250.000 villamiserias; la ONU dice que las habitan 1.200 millones de personas: que uno de cada cinco chicos del mundo es un villero, que tres de cada cuatro habitantes de ciudades del OtroMundo vive en una villa.
Muchos de ellos son los que pasan hambre.
R. me pide que no diga su nombre. Yo le digo que no se preocupe, que allá lejos, donde yo vivo, nadie lo conoce; él me dice que no sabe, que quizá no pero quién sabe sí y que él no quiere que la gente piense que se queja de ser lo que es. Que está orgulloso de ser lo que es y no quiere que nadie se confunda.
—¿De ser qué está orgulloso?
—De ser lo que soy.
—¿O sea?
—Un vecino de Dharavi, un villero. Acá hay algunos que les da vergüenza, pero a mí no me da. Por eso no quiero que nadie se confunda.
Su lógica me escapa: un orgullo que no dice su nombre. R. tiene las manos grandes agrietadas, la cabeza chiquita, ojos hundidos, el pelo negro muy revuelto. R. tiene unos 30 años, una esposa bien embarazada, tres hijos, una madre y dos hermanas amontonados en dos cuartos. Su casa está hecha de unos pocos ladrillos, tablas, chapas, cañas: todos los materiales que R. pudo encontrar o comprar muy barato. R. nació en Dharavi; los que llegaron, casi cincuenta años atrás, fueron sus padres.
—Ellos sí vinieron corridos por el hambre.
Los padres de R. venían de Saurashtra, en el estado de Gujarat, a cientos de kilómetros, porque una larga sequía los había dejado sin tierra y sin comida. Cuando llegaron, Dharavi era un pantano marginal cercado por las vías de dos ferrocarriles, donde vivían unos cuantos pescadores. Ahora, incrustada en el medio de Bombay, es la villamiseria más grande de Asia, calles estrechas sucias malolientes, personas y personas y personas, animales, gritos: la densidad de todo espacio indio a la octava potencia. Dharavi es un rejunte de mundos muy variados, un millón de personas y docenas de comunidades diferentes aglomeradas en menos de dos kilómetros cuadrados. Musulmanes, hindúes, bordadores de Uttar Pradesh, confiteros de Tamil Nadu, teñidores y sastres, herreros, carpinteros, obreros textiles y molineros expulsados del centro de la ciudad por el desarrollo inmobiliario: cada grupo forma su barrio con sus costumbres y sus reglas.
—Mi padre se pudo instalar bien. Dice mi madre que estaban contentos de estar acá. Y él sabía hacer su oficio, era un buen alfarero. Así que pudo criarnos. El problema fue que lo perdimos muy pronto, pobre hombre.
El padre de R. llegó hace cincuenta años; tantos siguen llegando cada día. De los 500.000 que migran cada año a Bombay, 400.000 terminan en lugares como éste. Por eso en Bombay hay entre diez y doce millones de villeros. El 60 por ciento de la población de Bombay vive en el 6 por ciento de la superficie de la ciudad, sin agua corriente, sin calles, sin cloacas. Las villas se están comiendo a las ciudades.
Una lógica pobre: si en Bombay vive mucha más gente en las villas que en el resto, ¿cuál es el margen y cuál es el centro? ¿Qué es lo central y qué lo periférico?
Bombay —y no solo Bombay—: una gran villamiseria con algunas zonas de edificios servicios negocios capitalismo funcionando.
Si Dharavi es ahora lo que es, es porque Biraul es lo que es ahora. Y todos los Dharavis, y todos los Birauls. Las grandes ciudades occidentales ya habían llegado a su punto de (des)equilibrio antes del final del milenio; de ahora en más, las ciudades que crecen son las otras. El crecimiento de la población urbana significa sobre todo que los campesinos del OtroMundo se van a las ciudades.
La urbanización es, sobre todo, un efecto de ese cambio de formas de producción rural, que necesitan cada vez menos mano de obra, que expulsan a las personas que ya no les sirven. Y esas personas —muchas de esas personas— se van a buscar la vida a las ciudades donde el aumento de los servicios —transportes, domésticos, limpieza— y el desarrollo de industrias muy primarias parece necesitar todos los cuerpos baratos que pueda conseguir.
A veces es solo un espejismo: muchos no entran siquiera a ese mercado y sobreviven como pueden. La ciudad les ofrece más posibilidades que sus pueblos: les ofrece, para disimular, la ventaja de tener todo más cerca, a mano. Pero, para muchos, todo eso que parece cerca es tan inaccesible como si estuviera en otro mundo. Y, aún así, la ilusión sigue funcionando: un techo, cierta seguridad, el acceso a lo que los ricos desechan, la cercanía a algún tipo de trabajo, un hospital muy malo pero hospital al fin, la ilusión de una escuela para sus hijos, el espejismo de un progreso. Ir a las ciudades es lo más activo que hacen millones de personas para mejorar sus vidas y las de los suyos. Y muchas veces terminan en lugares como éstos.
Hay, en toda la India, 160 millones de villeros.
Los campesinos dejan los campos pero la comida se sigue produciendo allí. El campo era una forma de vida; se está transformando en un modo de producción, una explotación: un espacio para una práctica económica cada vez menos necesitada de personas.
Como dice Davis: se invirtió el mecanismo clásico que oponía campos con mucha mano de obra y ciudades con mucho capital. Ahora, con el crecimiento de las periferias urbanas —que ya no es efecto del atractivo de nuevos empleos sino de la reproducción de la pobreza—, el OtroMundo se llenó de campos con mucho capital y ciudades con mucha mano de obra.
La población rural no va a crecer más: ha alcanzado su tope, y se reduce. La mayoría —el 75 por ciento— de los hambrientos todavía vive en el campo. Parece como si fueran un arcaísmo que podría desaparecer con la continuación del proceso de urbanización. Pero la miseria se está transfiriendo muy bien a las ciudades.
Todo el crecimiento demográfico futuro será en las ciudades: «el hambre será más y más urbano» —diría el manifiesto que nadie escribe porque resulta demasiado cierto. Y porque nadie se atrevería a rematar: «o no será».
Pero, precisamente por el hambre, los hambrientos que pueden huyen hacia las ciudades: Bombay, Daca son ejemplos extremos.
R. empezó a trabajar cuando tenía diez u once años y, a sus catorce, su padre se murió y él, como hermano mayor, tuvo que hacerse cargo. Sus dos hermanos menores trabajaban con él; entre todos daban de comer a la familia: las cinco hermanas, la mamá, tres primos huérfanos. Con el tiempo pudieron recomponer la situación. Salieron adelante, pero ahora de nuevo está difícil: hay mucha competencia, y no solo de otros alfareros sino también de los plásticos y metales baratos que llegan a precios increíbles. R. dice que esto es imparable, que dentro de diez o quince o veinte años su oficio ya no va a servir para nada, que él ya no va a servir para nada.
—Voy a terminar como estos que salen a buscar basura o a tirar de un ricsha.
Dice, y después, como quien no lo ha pensado:
—No, ya voy a estar muy viejo para tirar de un ricsha. Quizá mis hijos, si consigo que vayan a la escuela… Ojalá ellos, porque yo no voy a servir para nada.
Insiste, la cabeza baja, la mirada en la mugre del suelo. Hace diez años, justo después de casarse, R. y su familia perdieron su casa: fue un golpe duro.
—Nos tuvimos que ir de la casa que había hecho mi papá, la perdimos. Como él había llegado al principio, la casa estaba muy en el centro y empezó a valer más plata. No teníamos papeles, así que nos sacaron.
Es, entre otras, la paradoja de la villa, la que hace que los villeros terminen siendo, muchas veces, adelantados involuntarios del capitalismo de mercado. En algún momento, cuando la presión social y demográfica desborda, un grupo de personas ocupa un terreno que nadie había querido ocupar: por lejano, por difícil de edificar, por insalubre. Ellos no tienen otra opción: van y lo habitan. Con el tiempo —y su esfuerzo y sus presiones— consiguen hacer de ese lugar un espacio habitable, apetecible; entonces, el mercado decide recuperarlo y algún rico, algún especulador, algún banco consiguen papeles y habilitaciones que les permiten echar a los villeros y vender sus lugares.
Otras veces el proceso es aislado, individual, más sibilino: alguien ofrece al ocupante de ese espacio mejorado una plata que no puede rechazar: que lo ilusiona con que podrá construirse una choza mejor, empezar un negocio o, incluso, comer más a menudo. Otras —tan a menudo— los villeros son inquilinos que ya no pueden seguir pagando los alquileres aumentados gracias a las mejoras.
Entonces deben irse, buscar otro lugar inhabitable, volver a empezar.
—Espero que en esta casa me pueda quedar un tiempo largo.
Dice R.
—Con tal de que no arreglen demasiado.
Dice, porque sabe que si lo hacen su pedacito de tierra va a valer lo suficiente como para que alguien le recuerde que él no es el dueño, solo un poblador.
—¿Extraño, no? Yo quiero que lo mejoren, pero si lo mejoran mucho me joden la vida. Así que tampoco quiero que lo mejoren tanto. A mí me gustaría querer que lo mejoren mucho, pero no puedo, ahí lo pierdo todo.
Alguien me dijo, en estos días, muchas veces que la India es la sociedad más maleable: que los indios consiguen adaptarse a cualquier cosa. Y me quedé sin saber si lo decía como un mérito.
Cuentan que a principios del siglo pasado una dama inglesa que debía viajar a un pueblo indio mandó una carta al maestro de la escuela local para preguntarle si el lugar disponía de un WC. Las autoridades locales no conocían esa palabra y debatieron; tras muchas dudas, decidieron que la dama debía querer decir wayside chapel —una capilla cercana— y le encargaron al maestro que respondiera con toda la amabilidad del vasallo colonial: «Querida señora, tengo el placer de informarle que el WC se encuentra a a nueve millas de la casa, en medio de un delicioso bosque de pinos. El WC puede recibir 229 personas sentadas y funciona los domingos y los jueves. Le sugeriría que acudiese temprano, sobre todo en verano, cuando la concurrencia es grande. Puede también quedarse de pie pero sería incómodo, sobre todo si va usted con frecuencia. Sepa usted que mi hija se casó allí, porque allí fue donde conoció a su futuro esposo. (…) Le recomendaría que fuera un jueves, día en que podrá disfrutar del acompañamiento de un órgano. La acústica es excelente y los sonidos más delicados pueden ser apreciados en todos los rincones. Hace poco se instaló una campana, que suena cada vez que entra alguien. Un pequeño comercio ofrece almohadones, muy apreciados por el público. Será un placer acompañarla personalmente y ubicarla en un lugar bien visible…».
Ahora, cien años después, en la zona donde vive R. tampoco hay agua corriente ni cloacas; las mujeres de la casa van a buscar el agua a unas canillas del otro lado de la vía. Para cagar se las arreglan en los yuyos, en los descampados.
La mitad de la población de Bombay no tiene baño, así que cagan donde pueden. Hace unos años alguien calculó que seis o siete millones de adultos cagan cada día en las villamiserias de Bombay: si cada uno produce medio kilo, eso supone unas 3.000 toneladas de mierda todas las mañanas —que se dispersan por riachos repodridos o se amontonan alrededor de las chozas y las vías.
La falta de baños crea, por supuesto, problemas sanitarios extremos: en las villas de Bombay, dos de cada cinco muertos se mueren de infecciones y parásitos por la contaminación del agua y la falta de cloacas. Pero crea, también, otros problemas: las mujeres, que no quieren que los hombres las vean, suelen ir en grupos antes del amanecer; a veces van hasta terrenos alejados donde las acompañan ratas o serpientes. O donde hombres las esperan, a veces, para violarlas si se alejan.
En el mundo, 2.500 millones de personas viven sin cloacas, mueren sin cloacas. Se suele creer que el aumento increíble de la esperanza de vida en los últimos 150 años es un efecto de la medicina y sus remedios; es, mucho más, resultado de las alcantarillas y el agua corriente. Los que no las tienen siguen en la mierda: entre 2000 y 2010 murieron más chicos por diarrea que soldados en todos los conflictos desde la Segunda Guerra Mundial.
—Si por lo menos pudiéramos ayudarnos más entre nosotros, organizarnos para defendernos…
Dice R.
Una villa es, antes que nada, un lugar donde el Estado no funciona. No hay luz, no hay agua, no hay calles, no hay policía, no hay escuelas. Hasta los años setenta, muchos gobiernos de lo que entonces era el Tercer Mundo intentaron reemplazar sus villamiserias por complejos habitacionales: eliminarlas por infames.
Pero entonces, poco antes del Consenso de Washington, la política cambió. El Departamento de Desarrollo Urbano del Banco Mundial fue el propulsor de la nueva propuesta: ya no habría que gastar dinero público en construir casas para los pobres, sino usarlo —mucho menos— para mantener y mejorar las villamiserias. La propuesta vino envuelta en grandes alabanzas a la iniciativa de los pobres —la construcción de villas— y, por lo tanto, la conveniencia de «ayudarlos a ayudarse». Se presentaba como un «empoderamiento» de los villeros y era, en verdad, una forma de perpetuar la diferencia extrema, la existencia de esos lugares de exclusión, ghettos contemporáneos. Y, por supuesto, de preparar la retirada del Estado que los años ochenta verían completarse.
Y auspiciar, entonces, su reemplazo por oenegés y otros organismos benéficos: «Se esfuerzan por subvertir, desinformar y desalentar a los villeros para mantenerlos alejados de cualquier lucha de clases. Lo que promueven es que ellos tengan que pedir favores basados en la buena voluntad y el humanitarismo en lugar de hacerse conscientes de sus derechos. Estas agencias y organizaciones intervienen sistemáticamente para que no traten de obtener lo que necesitan a través de la agitación social. Su esfuerzo está centrado en distraer la atención de los villeros de los verdaderos males políticos y llevarlos a confundir sus enemigos y sus amigos», escribió Davis.
R. gana, pese a todo, unas 3.000 rupias por mes, casi sesenta dólares, y dice que es raro que pasen hambre: que en general consiguen pagarse la comida.
—Es muy raro que pasemos hambre.
Dice: que a veces, de vez en cuando, alguna noche, se tienen que ir a la cama con un té, pero que es raro. Y que de todos modos eso no es tener hambre. Que no es como cuando llegaron sus padres, que le contaron que muchos días no tenían nada que comer.
—¿Te contaron o lo viviste?
—Bueno, cuando yo era chico parece que no siempre comíamos. Yo no me acuerdo bien, un poco nada más, pero me acuerdo.
—¿Y qué te acordás?
—No sé, me acuerdo que mi papá agarraba a alguno de los hermanos y le pegaba. Por cualquier cosa, porque dijo esto o hizo lo otro, le pegaba. Se ponía como loco, le pegaba, me pegaba. Entonces yo ya sabía que esa noche no iba a haber comida. Ahora es distinto. Casi siempre tenemos nuestro plato de arroz o unos chapattis.
Salmón ahumado, jamón cocido, jamón crudo, pechuga de pavo, ensalada de semillas de granada, dátiles rellenos, cóctel de langostinos, palta con durazno, crema de espárragos, colas de langosta en bisque de homard, huevos duros con caviar, ensalada de cuscús, caprese de papaya, ensalada de alcauciles con almendras, ensalada mejicana de brinjal, ensalada de manzanas verdes, carpaccio de manzanas y ananás, queso roquefort, queso brie, queso la vache qui rit, queso camembert, queso feta, queso emmental, queso edam, queso cheddar, queso cheddar rojo, olivas al pesto, olivas verdes negras rellenas con anchoas rellenas con pimientos rellenas con almendras, alcaparras, raita, chutney de mango, chutney de menta, sopa helada de mango con romero, sopa helada de agua de rosas, sopa helada de khus, rotis, papads, samosas, parathas, los panes europeos.
Lenguado meunière con pesto de zucchini, tagine de verduras, arroz biryani con verduras, arroz biryani de pollo, quiche de puerro y cebollas caramelizadas, papa rellena con maíz y espárragos, lasagna de ricota y zapallo, bharba dal, hongos en curry, tikka paneer con menta, coliflor vatanunda, fideos hakka con verduras, tofu y castañas en salsa de mostaza, sopa laksa de verduras, pollo con salsa de vino de arroz, costillas de cerdo en salsa de miel y canela, pollo dhum ka, vieyra bhatti ka, paupiettes de pollo con olivas queso y tomate seco, goulash de cordero, magret de pato asado, costillitas de cordero asadas, pata de cerdo asada.
Flan de caramelo, lemmon pie, radbi, baklava, halwa, pastel de ananá, tarta de merengue con frutilla, mousse de chocolate, tarta de cerezas, chena paya de frutillas, pannacota de manzana, carmelita de frutas, ensalada de frutas, cheese cake con arándanos, arrollado con praliné, marmolado de chocolate, yogur cocido con frutillas, crème brulée al café, minitarta de pistacho, parfait de naranja, helado de frutilla, helado de crema, helado de chocolate, helado de café, strudel de pera, torta de crema y frutos frescos, torta de almendra, arroz con leche.
Por suerte, cada plato tiene su cartel. El buffet del Taj Hotel, el mejor de Bombay, incluye dos copas de Moët & Chandon y cuesta 3.500 rupias más impuestos. Los impuestos no son tan caros.
Karun duda frente a la mesa de los postres. Karun tiene una lacoste que puede no ser falsa, azul marino, y un pantalón también.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, claro, lo que quieras.
A Karun le va bien en la vida. Me cuenta que su padre fue un empleado de banco que nunca llegó a gerente, pero cuando vio que su hijo mayor parecía inteligente hizo todo lo posible para darle una educación prometedora. Karun estudió negocios en una universidad casi prestigiosa, se aplicó, se graduó y entró en una de las agencias de publicidad más grandes de la India. Eso fue hace quince años; desde entonces ascendió, se casó con una mujer de casta un poco mejor que la suya, tuvieron dos hijos —dos nenas, pero Karun hace un gesto como que no le importa tanto—, se compraron un departamento en un barrio conveniente, buena ropa, un bmw serie 1 a plazos. El resumen es rápido y orgulloso: Karun disfruta enumerando sus logros. Y que es probable que empiece su propia agencia en unos meses; de hecho, su mujer y él están acá para festejar que uno de los inversores contestó ayer que sí. Karun tiene gel en el pelo, brillos en la sonrisa, los modos y maneras del vendedor inveterado. Pero me mira raro cuando le pregunto si sabe que en la India hay mucho hambre.
—Sí, claro. Yo sé que hay, yo leo los diarios, me intereso. Pero todo eso parece tan lejos. Mis amigos están mucho más preocupados por el sobrepeso que por el hambre. Parece un chiste, están todos a dieta.
Dice Karun y se sirve un buen trozo de torta de chocolate y crema y frutas rojas para mostrar que él no.
—Lo que no me gusta es que ésa sea la imagen de la India, que ustedes nos vean así. Que sigan hablando de esos pobres miserables en lugar de subrayar todo lo que estamos consiguiendo. Pero no es que no me importe, no te creas. Yo creo que es nuestra responsabilidad. Que si nosotros seguimos prosperando y creando riqueza, ellos van a terminar saliendo.
Estoy por preguntarle quiénes somos nosotros —e incluso quiénes ellos— pero Karun me dice que lo disculpe, que su mujer le hace gestos, que tiene que volver a su mesa. Karun se va; yo me pregunto si las sobras de todo esto terminarán en el plato de Avani. Me pregunto si no estoy siendo muy melodramático. Me contesto que no sé —casi me contesto que ojalá— y que sí, pero que quizá tenga que serlo. O que me gusta.
Les tiran el coche encima, la moto encima, el camión encima: nunca, en todo este tiempo, vi a un indio que parara su máquina para dejar pasar un caminante. Los atropellan sin piedad o, mejor: sin entender por qué habrían de tenerla. Creo que eso —esa actitud, ese desprecio— explica, entre otras cosas, el hambre de millones.
En los países ricos, manejar un coche es seguir con atención una serie de reglas; aquí —y en buena parte del OtroMundo— es enfrentarse todo el tiempo con la ley del más fuerte, o sea: tener que calcular quién es más fuerte, hacer un ejercicio de estrategia bélica continua. Creo que puede aplicarse a casi todo.
Con el debido respeto, este país es una demostración constante de que a los que lo gobiernan no les importan nada los que no. La mugre, el decaimiento, el estado de las rutas y las calles, el descuido de todos los espacios y los servicios públicos, la sanidad de todo: está claro que lo que hacen todos esos que no tienen más remedio que usarlos no les importa nada a los que los manejan. El porcentaje ínfimo del producto muy bruto que se destina a la salud pública es otra demostración tajante. La cantidad de hambrientos es la definitiva.
No es una contradicción. Solo puede sorprender a los que piensan la India con los números del Fondo Monetario o de The Economist. No es el caso de Palagummi Sainath:
«En un día como hoy, un día cualquiera, unos 50 granjeros van a suicidarse; unos 300 van a intentarlo: en general, por cada uno que lo consigue, cinco o seis lo intentan. Son datos oficiales, del gobierno indio, que siempre son menores que la realidad. Ese día cualquiera unos 2.200 granjeros van a dejar la agricultura y buscarse otras formas de vida, van a ir a pasar hambre a las grandes ciudades… Ese día, el gobierno indio va a regalar 12.000 millones de rupias a las grandes corporaciones y los individuos más ricos bajo forma de exenciones impositivas.
«En los años sesentas y setentas los movimientos campesinos consiguieron precios mínimos garantizados para su producción y consiguieron redistribución de millones de hectáreas de tierras, porque había luchas campesinas masivas; en los años 90 y 2000 hay suicidios campesinos masivos. ¿Qué pasó para que esas luchas masivas se convirtieran en desesperación masiva? La respuesta es compleja porque todo siempre es complejo, pero no es tan compleja. La respuesta es política. Pero la primera parte son esas enormes cantidades de dinero del Estado que fueron y siguen yendo a las corporaciones y que se niegan a los pequeños campesinos. Y así los campesinos tienen que caer cada vez más en las manos de los prestamistas de sus pueblos y de esos grandes prestamistas, los grandes bancos, y ambos son protegidos por el gobierno.
«Ahora vivimos en un proceso que yo llamaría la economía McDonald’s, porque es la misma por todos lados. La mayoría de los países del mundo ha adoptado unas pocos procesos iguales: uno es la retirada del Estado de los sectores que les importan a los pobres. El Estado no se retiró en general; este Estado es más intervencionista que nunca, como se ve en los “paquetes de estímulos” tras el colapso de 2008: son más intervencionistas que nunca para beneficiar al mundo corporativo y a la súper elite.»
Dice, desde un video en youtube, P. Sainath. No pude encontrarlo. Le mandé más correos, intenté nuevas fechas pero no coincidimos. Así que, ahora, aunque él no puede verme, yo lo miro.
«¿Qué hicieron los poderosos en estos veinte años? Redujeron toda forma de valor humano a un valor de cambio. Dijeron ah, esto no es rentable, así que esos campesinos no tienen lugar. Que se acuesten y se mueran. No crearon ni un empleo, el sector público perdió 900.000 empleos; cuando echan a la gente de sus campos, de sus cultivos, no hay otros empleos para ellos. Dónde están los puestos industriales para un campesino al que no le has dado educación, salud, nada. ¿Adónde van? Se matan. En este país el sector que más creció en los últimos veinte años no es la tecnología, no es el software; es la desigualdad, que creció más que en ningún otro momento de nuestra historia.
»En 2009 terminamos en el puesto 134 en el ranking de desarrollo humano de las Naciones Unidas, por debajo de todos los países latinoamericanos del planeta, incluido Bolivia, que muchos dicen que es el más pobre de América Latina. Estamos por debajo de Palestina, que no ha visto un día de paz en sesenta años… En el Índice Global del Hambre del International Food Policy Research Institute estamos 67 entre 88, apenas por encima de Zimbabwe», dice Sainath. En el video está parado tras un atril de conferencias; tiene 60 años, una camisa blanca y un chaleco negro, el pelo blanco muy revuelto, las cejas negras anchas, ojeras bien oscuras; Sainath, en el video, mueve los brazos, habla fuerte con manos y cejas.
»En la India hay 53 billonarios. No millonarios; de esos tenemos 140.000. No, 53 billonarios, que nos convierten en el cuarto o quinto país en billonarios, después de Estados Unidos, Rusia, Alemania, y ahora China nos está pasando. Pero esos 53 tienen más dinero que cualquiera de los demás grupos de billonarios salvo los americanos: reúnen, ellos solos, unos 341.000 millones de dólares, un tercio del producto bruto de nuestra economía de más de un millón de millones de dólares. Y por otro lado, tenemos 836 millones de seres humanos que viven con menos de 20 rupias por día: bienvenidos a la India 2012».
Al fondo, entre otras torres, más alta que otras torres, el edificio Antilia: la casa del señor más rico de la India, un tal Mukesh Ambani, industrial, financista. El edificio tiene 27 pisos de doble altura todos suyos, unos 40.000 metros cuadrados todos suyos, nueve ascensores todos suyos y es, dicen, la casa privada más cara del mundo: entre mil y dos mil millones de dólares, nadie sabe. Allí deberían vivir el señor Ambani, su señora, sus tres hijos —y 600 empleados domésticos diversos. No es fácil hacer una casa de 27 pisos para cinco personas. La casa, dicen, tiene tres helipuertos, seis pisos de parking para 200 coches, su comedor ahogado en candelabros y cristales, los salones de baile, gimnasio, spa, sala de yoga, piscina, sala de exposiciones, jardines interiores, árboles interiores, cine, teatro, discoteca, bodega, la cocina industrial, sala de nieve.
Desde la casa del señor Ambani se ven villamiserias —y viceversa. Pero el problema es que no tiene, dicen, suficientes ventanas hacia el Este, al sol naciente, y eso contradice los principios del vastu shastra, una versión hindi del feng shui: traería mala suerte. Por eso la familia no se muda: ha dado fiestas y recepciones pero, dicen, fin 2013, todavía no se deciden a pasar la noche.
«Las cifras son motivo de mucha discusión, y el gobierno sigue formando comités para producirlas. Es el sistema indio: forman comité tras comité hasta que alguno les da las cifras que querían. Pero sabemos que la India exporta 60 millones de toneladas de granos por año. Exportamos el trigo a 5,45 rupias el kilo mientras acá lo vendemos a los pobres a 6,40. ¿Y para quién? Para las vacas europeas», sigue diciendo Sainath.
«Las vacas europeas son las criaturas con mayor seguridad alimentaria del planeta. Para su seguridad alimentaria se gastan unos 2,70 dólares por día. Por eso cuando a un líder campesino de Vidarbha le preguntaron cuál era el sueño del granjero indio, contestó: “El sueño del granjero indio es renacer como una vaca europea”. Todo eso por los subsidios que reciben los campesinos europeos, y los que reciben los agricultores americanos, que hacen que sea imposible competir con ellos, y que los precios que ellos aceptan sean ruinosos para nuestros productores. En 2005 los americanos produjeron algodón por valor de 3.900 millones de dólares y recibieron subsidios por 4.700 millones de dólares. Y así cada año. Esto destruyó las economías algodoneras de muchos países, desde Vidarbha hasta Mali, Chad, Burkina Faso. Los presidentes de estos países publicaron un artículo en el New York Times que decía que «sus subsidios están matando a nuestra gente». ¿Y qué hace la Organización Mundial de Comercio? Ayuda a estos países a “diversificar su producción”: si no pueden competir contra los subsidios, hagan otra cosa.»
Bombay es una mezcla de 2010 de lujo, 1910 al borde del derrumbe, y miseria de todos los tiempos. El «Che Bar & Grill» está en un barrio caro; las paredes externas de rojo rabioso, la cara de Guevara con la boina pintada tipo stencil, y una oferta variada, en inglés en el original: beer draught – absinthe by fountain – shots by the foot – indian & french wines – mojitos – pizza by the slice – legendary burgers – giant hot dogs – south american specialties (mexican, brazilian, cuban…) – y, por fin: corporate lunch as much as you can eat: 349 + tax.
Che Guevara not dead, vende mojitos.
As much as you can eat.
«Cuando empecé a estudiar historia tuve que leer a Tácito y sus anales», dice, en el video, la voz calma y pausada ahora, el gesto concentrado, Palagummi Sainath. «Tácito escribió sobre Nerón y el incendio de Roma. Tácito era un historiador muy desapasionado: detestaba a Nerón, pero no lo culpó por el incendio; dice que Nerón no lo empezó. Sí dice que estaba muy preocupado y que tenía que distraer a las masas, y que para eso organizó la fiesta más grande de la Antigüedad. En la bella prosa de Tácito, el emperador ofrece sus jardines para la recepción. Todo el que fuera alguien estaba ahí: los senadores, los nobles, los periodistas de chismes, toda la gran sociedad estaba ahí. Pero Tácito cuenta que Nerón tenía un problema: cómo iluminar todo ese espacio, ese inmenso jardín. Se le ocurrió una idea: trajo cantidad de criminales y los hizo quemar para iluminar la fiesta. En la bella prosa de Tácito, “fueron condenados a las llamas para proveer la iluminación nocturna”. Para mí, la cuestión nunca fue Nerón; siempre fueron los invitados de Nerón. ¿Quiénes eran los invitados de Nerón? ¿Qué tipo de mentalidad había que tener para meterse otro higo en la boca mientras seres humanos se quemaban para iluminarte? ¿Qué mentalidad para dejar caer aquellas uvas en tu lengua mientras las llamas consumían a alguien para darte luz? Era la gente sensible de Roma: los poetas, los cantantes, los músicos, los artistas, los historiadores, la intelligentsia. ¿Cuántos de ellos protestaron? ¿Cuántos levantaron una mano para decir esto está mal, no debería suceder, no debe seguir? Según lo que nos cuenta Tácito, ninguno. Nadie lo hizo. Por eso siempre me pregunté quiénes eran los invitados de Nerón. Tras cinco años de escribir sobre los suicidios de granjeros, creo que tengo mi respuesta. Y creo que ustedes también saben quiénes eran. Podemos disentir acerca de cómo solucionar este problema. Podemos incluso disentir en nuestros análisis del problema. Pero creo que podemos establecer un punto de partida: podemos ponernos de acuerdo en que no seremos los invitados de Nerón».