1.
Descubrieron el modo de hacerlos rendir más: tierras, hombres.
A principios del siglo xviii la agricultura había empezado a cambiar en Europa. Primero en Flandes y enseguida en Inglaterra, los campesinos encontraron formas de no dejar descansar la tierra: después de cosechar el cereal plantaban tubérculos o legumbres que alimentaban animales que producían más comida, más fuerza de trabajo, más abono para seguir plantando. En Inglaterra, hacia 1830, por primera vez en la historia la población urbana fue mayor que la rural: con el aumento de los rendimientos agrarios, solo un cuarto de los ingleses trabajaba en la producción de alimentos. «Esto puso en marcha un círculo virtuoso:» —escribió el británico Paul McMahon en su excelente Feeding Frenzy, The new politics of food— «las ciudades proveyeron un mercado para los excedentes alimentarios y los granjeros proveyeron un mercado perfecto para los bienes manufacturados producidos en las ciudades, incluyendo mejores herramientas agrarias; esto llevó a aumentar la producción alimentaria, permitiendo que más jornaleros dejaran el campo para ir a trabajar a fábricas y minas».
Un circuito de explotación casi perfecto.
Mientras tanto, el hambre seguía siendo realidad constante y, al mismo tiempo, se hizo tema de esas disciplinas más o menos nuevas que todavía llamaban filosofía. Con los primeros intentos de secularización del mundo también el hambre dejó de depender del señor Dios y pasó a la esfera de la economía y sus efectos sobre la sociedad. Adam Smith, el padre del liberalismo, escribió que la escasez de comida podía ser el resultado de las guerras o las malas cosechas, pero que el hambre era consecuencia «de la violencia del gobierno que intenta, por medios impropios, remediar los inconvenientes de la escasez obligando a los negociantes a vender su grano a lo que considera un precio razonable». Y concluye que «la libertad de comercio del grano está más o menos restringida en todas partes y, en muchos países, está presa de regulaciones absurdas que frecuentemente agravan la inevitable desgracia de la escasez de alimentos y la convierten en la calamidad de una hambruna». Y que, por supuesto, sin esa interferencia el mercado podría encontrar su ritmo natural y producir un mundo sin hambre.
En cambio el reverendo Malthus no pensaba que el mercado pudiera terminar con el hambre. Entre otras cosas, porque no creía que fuera necesario —o siquiera deseable.
Pocos individuos tuvieron más influencia que él en la manera en que tantos pensaron el hambre. Thomas Robert Malthus había nacido en 1766 en un pueblito de Surrey, sudeste de Inglaterra. Hijo de un abogado, estudió en el Jesus College de Cambridge, enseñó moral, se ordenó pastor, se consiguió una de esas vicarías o sinecuras de las que vivieron tantos intelectuales y buscas ingleses: a cambio de actuar cierta piedad y preocupación por la virtud del rebaño disfrutaban de una posición cómoda que les permitía dedicarse a sus labores. Las del reverendo Malthus consistieron en preguntarse por qué, pese al optimismo de la Razón Ilustrada, los pobres ingleses —los ingleses pobres— se habían vuelto tan sucios feos y malos, borrachos amorales famélicos, cirujas putas mendiguitos.
Malthus, cristiano al fin, descubrió que era por su culpa —la de ellos— y lo desarrolló en su famoso Essay on the Principle of Population, as it Affects the Future Improvement of Society, publicado en 1798. Su tesis central era que nunca hay suficiente alimento para todos porque nuestra capacidad de reproducirnos es mayor que la de producir comida —porque el hombre, tonto de él, desea más el sexo que el alimento. Y que esta pulsión reproductiva «tiende a mantener a las clases más bajas de la sociedad en la miseria y a impedir cualquier mejora permanente de su condición». Que si los pobres son pobres y se mueren de hambre es por conejos: porque se multiplican más allá de sus posibilidades.
Pero que hay soluciones, mecanismos para evitar el desastre y restablecer cierto equilibrio: «En el mundo de los vegetales y los animales, la ley natural actúa arruinando las semillas y sembrando enfermedad y muerte prematura; en el hombre, actúa por medio de la miseria», escribió Malthus.
El vicio, el hambre y la miseria son los recursos que la Divina Providencia, decía el pastor Malthus, inventó para mantener las cosas en su sitio: «Los vicios de la humanidad son agentes aptos y activos de la despoblación. Son los precursores de este gran ejército de destrucción, y a menudo terminan por sí mismos su terrible trabajo. Pero si fallan en esta guerra de exterminación, enfermedades, epidemias, pestilencias y plagas avanzan en aterradoras columnas y barren miles y decenas de miles. Si su éxito todavía está incompleto, la gigante e inevitable hambruna las sigue detrás y, de un solo golpe poderoso, empareja la población y el alimento del mundo.»
Y era inteligente que así lo hiciera, decía el reverendo: «Esto produce sin duda algunos males parciales, pero una breve reflexión nos convence de que produce un bien mucho mayor». Porque no solo mantiene el necesario equilibrio entre población y producción sino que también, con su ejemplo, convence a los más pobres de evitar el fornicio indiscriminado, mejora su moral vacilante, los aleja de la tentación de la pereza, los hace trabajar.
Los hace trabajar:
el hambre como herramienta indispensable.
El hambre servía para mantener la máquina en marcha. En su Dissertation on the Poor Laws, de 1786, el médico y vicario Joseph Townsend, correligionario de Malthus, lo dejó más que claro: «El hambre amansa a los animales más salvajes, enseña decencia y civilidad, obediencia y sujeción a los más brutos, los más obstinados, los más perversos. En general, solo el hambre puede uncir y espolear a los pobres al trabajo».
En esta mirada, el hambre ya no era una consecuencia de los problemas de un sistema económico, sino una solución a esos problemas: un elemento disciplinador fundamental.
El hambre era, una vez más, culpa de los hambrientos: el resultado de sus vicios, de su debilidad moral, de su pereza. Y el Estado no debía ocuparse de sus sufrimientos, porque no haría más que aumentar esas flaquezas. En la Inglaterra de esos años se inventó la palabra humanitarian —un hit de nuestros tiempos—: se la usaba para definir un exceso pernicioso en la atención de los más pobres.
(Ahora, en cambio, en la conciencia general, en el discurso «humanitario», no hay nadie más inocente que los hambrientos: las víctimas de circunstancias que los sobrepasan completamente. Víctimas de una geografía inclemente, de los caprichos del clima, de guerras que no desencadenaron, de relaciones internacionales que los superan, de la injusticia de un sistema global. Víctimas, siempre víctimas. En un mundo que fetichiza a las víctimas —y quizá por eso se dedica a producirlas en grandes cantidades—, los hambrientos son las víctimas por excelencia, las más puras, las menos sospechables. Tanto que, para muchos, son algo milagroso: víctimas sin victimarios.
Para otros no. Ahí está toda la diferencia.)
Lecturas del hambre.
El hambre de derecha, el hambre de izquierda.
La idea también se hizo fuerte en Inglaterra siglo xix —ese gran laboratorio de pruebas de la modernidad industrial. Oliver Twist, de Charles Dickens, 1839, es su estreno en la gran literatura —grande por calidad y por llegada. La novela retomó y amplificó discursos que culpaban a los más ricos, a los poderosos, de la situación de los más pobres. Y, con eso, de su hambre. Los niños eran la quintaesencia de esa figura: la víctima inocente de aquello que no puede controlar y no pudo, de ningún modo, haber producido. Por eso el hambre de los chicos siempre fue un arma de choque de los que intentaron denunciar los mecanismos sociales que causaban esas penurias. Por eso, todavía.
«Esos obreros no poseen ellos mismos nada, y subsisten con un salario que solo permite vivir al día; la sociedad individualizada al extremo no se preocupa por ellos y les deja la tarea de subvenir a sus necesidades y a las de su familia; sin embargo, no les proporciona los medios de hacerlo eficaz y duraderamente. Todo obrero, incluso el mejor, se halla, por tanto, constantemente expuesto a la miseria, o sea, a morir de hambre, y buen número de ellos sucumbe. Las viviendas de los trabajadores están, por regla general, mal construidas, mal conservadas, mal ventiladas, húmedas e insalubres. (…) Los niños, que solo pueden calmar a medias su hambre en el momento preciso en que más necesitan alimentarse, llegarán a ser, en gran proporción, hombres débiles, escrofulosos y raquíticos», escribió en 1845 Friedrich Engels en su Situación de la clase obrera en Inglaterra.
Fue entonces cuando llegó una de las hambrunas más famosas y estudiadas de la historia.
Irlanda llevaba siglos como colonia pobre del reino de Inglaterra. Tierra de grandes señores feudales, sus campesinos —y después sus obreros— vivían de un alimento básico: la papa. Hacia 1840 un tercio de su población nunca comía otra cosa, porque la mayoría de las tierras buenas —las que producían alimentos variados— había sido apropiada dos siglos antes por nobles ingleses y escoceses y destinada a criar vacas y ovejas y cereal para exportar a Londres, Manchester, Edimburgo. Cualquier parecido con el destino de millones de hectáreas de tierras africanas ahora ocupadas por empresas y estados extranjeros no es mera coincidencia.
Por eso en 1845, cuando una plaga —la Phytophora infestans— destruyó tres cuartos de la cosecha de papas, la hambruna se abatió sobre el país. Los irlandeses pidieron ayuda al gobierno inglés; les mandaron muy poco, casi nada. Mientras, las exportaciones de carne siguieron su curso: en Irlanda no había plata para comprarla y el gobierno no las prohibió. Un país destruido por el hambre exportaba comida. Era una puesta en escena muy visible de esa evidencia que Amartya Sen «descubriría» más de un siglo después: que las grandes hambrunas contemporáneas no son efecto de la falta de alimentos sino de la falta de dinero para comprarlos.
Los irlandeses eran, en 1840, ocho millones. Se calcula que, durante los cinco años de la plaga, un millón murió de hambre y enfermedades derivadas y otro millón emigró a los Estados Unidos. También por eso la hambruna irlandesa fue tan estudiada: fue el origen del peso de Irlanda en la demografía y la cultura del país más poderoso.
Mientras, en los textos de combate de la izquierda, el hambre se constituyó como la prueba incontestable del fracaso de un orden: la consigna más rotunda en su contra. «Arriba los pobres del mundo,/ en pie los esclavos sin pan». El hambre era la contraseña que unía a los que lo sufrían, la que los ponía sin la menor duda en uno de los bandos de la guerra social. Y «Pan y trabajo» era la reivindicación que los sintetizaba.
Pero el Manifiesto Comunista, 1848, no contiene la palabra hambre.
Aquel informe de Engels era puro periodismo militante, publicado casi en secreto en Alemania. Pero también algunos diarios del establishment empezaron a imprimir historias sobre la vida de los obreros y desocupados: el periodismo se reinventaba como un modo de poner frente a los ojos de sus lectores las realidades que en general no querían ver.
En 1880, un periodista combativo llamado William Stead fue contratado como editor de un diario inglés vespertino y conservador llamado Pall Mall Gazette. Stead lo cambió de cabo a rabo: su misión, dejó escrito, sería «trabajar por la regeneración social del mundo». Para eso producía unos relatos vívidos, escritos en un idioma simple y casi violento, en primera persona, con el agregado de dibujos, planos, mapas, fotos, grandes títulos, que contaban historias de los más miserables. Su mayor éxito fue una serie sobre la trata de blancas que tituló «The Maiden Tribute of Modern Babylon». Allí, para explicar cómo funcionaba la venta de nenas a los burdeles de Londres, organizó la compra, por cinco libras, de una chica de trece años para prostituirla. La serie subió la circulación del diario a 120.000 ejemplares; por su repercusión, el Parlamento inglés decidió aumentar la edad de consentimiento sexual de 13 a 16 años. Pero, al mismo tiempo, Stead fue juzgado y condenado a tres meses de prisión por la compra de la menor. Stead llamó a esa forma de informar, por primera vez, new journalism. En ellas, entre otras cosas, el periodista se transformó en ese protagonista que todavía, muy a menudo, intenta ser.
Diez años después, en Estados Unidos, Jacob Riis publicó How the Other Half Lives: Studies among the Tenements of New York: era el primer libro de fotoperiodismo que, gracias al reciente invento del flash de magnesio, podía entrar en los conventillos y chozas donde se refugiaban los más pobres —y mostrarlo al resto de la ciudad que, espantada, alegaba demencia. Fue un escándalo, bruto golpe sobre la mesa que hizo temblar los candelabros.
Entonces, esas historias todavía eran un escándalo.
Mientras tanto, el hambre encontraba utilidades nuevas. Vladimir Ulianov, en El imperialismo, fase superior del capitalismo, citaba a Cecil Rhodes, el conquistador de ese trozo de África que consiguió llamar Rhodesia:
«Ayer estuve en el East End londinense y asistí a una asamblea de los desocupados. Al oír, en dicha reunión, discursos exaltados cuya nota dominante era: “¡Pan, pan!” y al reflexionar, cuando regresaba a casa, sobre lo que había oído, me convencí, más que nunca, de la importancia del imperialismo (…) El imperio, lo he dicho siempre, es una cuestión de estómago. Si no queréis la guerra civil, debéis convertiros en imperialistas», decía Rhodes según Lenín.
Entre 1875 y 1914 las potencias coloniales se repartieron un cuarto de la superficie de la Tierra; solo Gran Bretaña se llevó diez millones de kilómetros cuadrados, más que toda la superficie de Europa; Francia, nueve millones. Esos territorios ocupados les servían para matar a los dos pájaros de un tiro: ofrecían nuevos espacios para que sus desocupados encontraran ocupaciones lejanas y proveían comida barata para bajar la presión de su hambre. Era la forma de evitar esa guerra civil. En esta lectura, el hambre no era ni una condena divina ni un justo castigo por su vagancia ni una plaga azarosa: era la causa que amenazaba producir la caída del régimen.
La expansión colonial europea de la segunda mitad del siglo xix concluyó, de algún modo, la creación del OtroMundo tal como lo conocemos: millones de trabajadores semiesclavos que producían comida en los territorios del Imperio para mantener malnutridos a los obreros de los centros imperiales.
En pocos países había entonces —en ninguno hay ahora— tanto hambre como en la India. Entonces —principios del siglo pasado— muchos decían que era culpa de la clase dominante o del poder colonial —que venía a ser parecido pero más evidente, más visible. Los primeros independentistas indios arguyeron que, entre 1860 y 1900, en la India británica, sin que mediaran grandes desastres naturales, se habían sucedido más de diez hambrunas que mataron a quince millones de personas. No podía haber, decían, mejor demostración de la violencia del ocupante que esas muertes, producto de la rapiña colonial que —so pretexto de difundir los beneficios de la civilización occidental— se apoderaba de los recursos que habrían alcanzado para mantener vivos a esos indios.
El mecanismo era general —y algo más complicado—: se supone que las grandes hambrunas asiáticas de la segunda mitad del siglo xix fueron el resultado de la integración de esas regiones en la economía-mundo, su «globalización». Millones de campesinos que habían vivido siempre en economías de subsistencia fueron forzados a producir para el mercado mundial —materia prima para las fábricas inglesas, comida para sus obreros—, y perdieron sus tierras, sus formas de vida, su alimento. No los mató su atraso; los mató el desarrollo de los otros.
Aquellos «holocaustos victorianos» diseñaron la estructura del mundo que ahora conocemos. Fue, escribió Mike Davis, el proceso que dio forma al Tercer Mundo —el Otro— y que creó esa clase de semiproletarios rurales sin posesiones propias, siempre al borde del hambre, que protagonizó también muchas de las guerras de liberación del siglo siguiente.
Fue, en cualquier caso, un rediseño importante de las vidas de cientos, miles de millones. En ese lapso las hambrunas se sucedieron también en China, Siam, Indonesia, Corea. No está muy claro cuántas personas murieron; algunos historiadores hablan de 25 millones, otros de 150. Poco más o menos.
La Revolución Industrial también revolucionó nuestra relación con los alimentos. Siempre hubo conservas —salazones, ahumados, encurtidos— pero la mayor parte de la comida llegaba a las cocinas fresca, recién cosechada, recién muerta —y reconocible: una zanahoria era una zanahoria con su tierra, una gallina una gallina con sus plumas. A partir del siglo xix procesos industriales permitieron conservar algunas en latas y frascos durante meses o años, y nuevos transportes refrigerados permitieron transportar otras a los rincones más lejanos. Las comidas dejaron de ser lo que se producía en tal o cual estación, y dejaron de ser lo que se producía más o menos cerca. Los alimentos se globalizaron —para los que podían pagarlos. Y, al mismo tiempo, sus precios se globalizaron definitivamente: a partir de entonces un pollo en Senegal ya no vale lo que vale un pollo en Senegal sino lo que podría costar en París o Nueva York si conviniera transportarlo. Con este sistema, cada vez más productores de alimentos de todo el mundo fueron perdiendo la posibilidad de consumir lo que producen; cada vez más consumidores tuvieron que acostumbrarse a pagar con salarios locales comida global: a comer poco.
Y, cada vez más, todos comemos alimentos procesados en lugares lejanos, opacos, que nos llegan bajo formas irreconocibles, tratados con productos sobre los que no sabemos nada. Más que nunca, comer es un acto de confianza en entidades desconocidas que no la merecen.
(De nuevo: que desde entonces el moreno que quiere comprar un kilo de mijo en un mercado de Sudán tiene que pagar el precio de Chicago. Es uno de los mecanismos más exitosos de creación de hambre. Más que nunca, no comer es la consecuencia de un mercado mundial que dirige, concentra, excluye: hambrea.)
Los colonos europeos que se repartieron por el mundo en el siglo xix ocuparon territorios donde la agricultura invertía las proporciones que conocían: en lugar de poco espacio y mucha gente había mucho espacio y poca gente. Lo cual sirvió de incentivo para la invención de máquinas que ayudaran a hacer el trabajo —justo cuando se desarrollaban los nuevos motores de vapor y combustibles minerales. La agricultura se mecanizó veloz —y, así, los rendimientos crecieron exponencialmente en Australia, Nueva Zelanda, Argentina, Sudáfrica, Canadá y, sobre todo, los Estados Unidos. Allí se puso en marcha —1902— el primer tractor a nafta. Cincuenta años después no había, en ese país, ni una granja que no tuviera uno. Y, al mismo tiempo, la revolución del transporte hizo que el alimento producido en una región pudiera venderse a miles de kilómetros de allí sin tanta incidencia en el precio: entre 1870 y 1900 el costo de llevar trigo americano a Europa se dividió por tres. En esos países, más y más tierras se incorporaron a la producción: fue uno de los mayores avances de la «frontera agraria» que conoció la humanidad.
«La globalización de los alimentos puede verse en la alimentación de un trabajador londinense promedio en tiempos de Sherlock Holmes —escribió Paul McMahon—. Ese obrero comía pan hecho con trigo norteamericano y lo acompañaba con una pinta de cerveza fabricada con cebada canadiense. La manteca en su pan venía de Irlanda, la mermelada de España. Los domingos podía permitirse un roast beef importado de Argentina o de Australia. Tomaba té traído de la India, endulzado con azúcar de las plantaciones del Caribe. Estaba sentado en la cumbre de un sistema alimentario que aspiraba productos desde todos los rincones del mundo».
En esos años —fines del XIX, principios del XX— se fue acabando el hambre habitual, cotidiano en los países ricos porque pasaron a ser el centro de un sistema mundial o sea: dejaron de depender de sus tierras, sus climas, sus campesinos, sus cosechas. Porque crearon un orden global en el que la comida no se produce; se compra. Y el resto del mundo tuvo que adaptarse.
Mientras tanto, el hambre no era solo un sufrimiento común, una consigna, una prenda de unión; también podía ser la forma extrema de un reclamo. Dicen que la huelga de hambre reapareció en Occidente a principios del siglo xx. Mujeres inglesas pedían su derecho a votar, y lo pedían con cierta violencia; la sociedad se escandalizaba ante mujeres que se peleaban con la policía. Leído desde ahora, suena tan extraño que mujeres debieran luchar tanto por imponer un derecho que nadie discutiría en estos días: son las trampas de —las lecturas de— la historia. Otra demostración de que todo cambia, de que lo que ahora nos parece natural no lo fue ayer, no lo será mañana.
La huelga de hambre es una forma de ejercer violencia contra sí mismo para que otro —el poder, el Estado— tengan que hacerse responsables de esa violencia: el huelguista decide empezarla, pero el poder tiene la posibilidad de terminarla otorgando lo pedido. Y, si no la termina, se vuelve verdugo.
La huelga de hambre solo puede funcionar frente a un gobierno en que el huelguista de algún modo confía. Un verdadero tirano contestaría a una huelga de hambre con una carcajada o ni siquiera; la apuesta del huelguista consiste en suponer que un gobierno que se precia de alguna bondad —la democracia, la justicia— no querrá cargar sobre sí el peso de dejar morir a un hombre pacífico que solo pide que lo escuchen.
La huelga de hambre trabaja, por supuesto, desde el margen. Aquellas mujeres inglesas la pusieron en circulación; un abogado indio la convirtió en un arte y un ejemplo. Mohandas Karamchand Gandhi era un líder independentista que buscaba formas pacíficas de intervenir en un proceso complicado y tenso, lleno de violencia. Cuando los obreros huelguistas de los molinos de grano de Ahmedabad le pidieron su ayuda para que les pagaran más por producir comida, Gandhi decidió apoyarlos dejando de comer. Gandhi ya era un personaje conocido y su huelga tuvo gran publicidad: en pocos días los patrones molineros, hasta entonces muy intransigentes, aceptaron negociar aumentos.
En los años siguientes Gandhi ayunaría para convencer a sus compatriotas de que mejoraran las relaciones entre hindúes y musulmanes, de que aceptaran en sus templos a los «intocables» y por fin, varias veces, contra los abusos de las autoridades imperiales. Su último ayuno fue a fines de 1947 —cuando tenía 78 años y la India ya era independiente— para tratar de detener la violencia entre hindúes y musulmanes, que ya había causado cientos de miles de muertos. Los enfrentamientos pararon unos días; poco después, el 30 de enero de 1948, Nathuram Godse, un militante hinduísta, se coló en su plegaria vespertina y lo mató de tres tiros en el pecho. Al año siguiente lo condenaron a muerte. El premier Jawaharlal Nehru y los dos hijos de Gandhi pidieron la conmutación de un castigo que no respetaba los principios gandhianos de la no violencia y su oposición a la pena de muerte, pero el Estado indio no aceptó sus pedidos. Godse fue ahorcado ese 15 de noviembre.
Desde Gandhi, por Gandhi, la huelga de hambre es el mecanismo más extremo de presión sin violencia. O, mejor dicho: con una violencia dirigida contra uno mismo. Un modo extremo de poner en evidencia que es el Estado el que decide sobre los cuerpos y los destinos de sus súbditos; una manera de enfrentarlo a su propia realidad brutal.
Después, durante el siglo xx, las hambrunas crecieron y se multiplicaron con una característica particular, aterradora: las más masivas, las más brutales fueron causadas por la mano de algún hombre. O, por decirlo más preciso: fueron el resultado de decisiones del poder.
2.
Pitirim Alexandrovich Sorokin fue un intelectual y político ruso que lideró una de las fracciones derrotadas de la revolución de 1917. La gran hambruna que asoló a Rusia en esos años lo llevó a escribir y publicar, en 1922, un libro, El hambre como un factor en los asuntos humanos, donde intentaba pensarlo desde los puntos de vista más diversos. Era un libro escrito con todo conocimiento de la causa: muchos de esos días su autor había comido, si acaso, unas pocas cáscaras de papa. Era, también, un libro contrarrevolucionario —hablaba de lo que debía ser callado— y fue retirado de la circulación. Pasaron más de cincuenta años hasta que su viuda lo volvió a publicar en Miami, Florida, 1975.
Nunca se reeditó: es un libro raro. El ejemplar que tengo en mis manos, de la biblioteca de Columbia University, fue consultado una vez en 1991, otra en 1993, otra en 2003, otra en 2007. Pero debe ser el mayor tratado que se ha escrito sobre el hambre y sus efectos. Sus variedades, su fisiología, sus influencias en los inventos, en las migraciones, en las guerras, en los cambios sociales, en el delito: «Para el hambre no hay nada sagrado. Es ciego y aplasta con la misma fuerza lo grande que lo chico, normas y convicciones que se oponen a su satisfacción. Cuando estamos saciados pregonamos “la santidad de la propiedad”, pero cuando tenemos hambre podemos robar sin ningún titubeo. Cuando estamos saciados nos convencemos de que es imposible que matemos, robemos, violemos, engañemos, defraudemos, nos prostituyamos. Cuando tenemos hambre podemos hacerlo».
Todavía no está del todo claro qué pasó en aquellos años en Ucrania. En 1929 José Stalin, gran patrón de la Unión Soviética, declaró que la tierra debía ser colectivizada. Los kulaks —campesinos propietarios— eran enemigos de clase, dijo, y debían desaparecer. Los intimaron a entregar sus tierras y sus bienes. La mayoría se rebeló; en Ucrania, muchos sacrificaron su ganado: 40 millones de vacas, ovejas y caballos murieron en una hecatombre sin igual. Entre 1930 y 1931 más de un millón de campesinos ucranianos fueron deportados a Siberia o Asia Central; no se sabe cuántos fueron fusilados.
En 1932, el campo ucraniano era un caos. Moscú dispuso que los que quedaban debían entregar unas cuotas de grano que los dejaron sin nada que comer; en la primavera de ese año, unas 25.000 personas morían de hambre cada día —y nadie podía decirlo, so pena de muerte «por traición». Los gobiernos locales pedían que les mandaran grano; Stalin se negaba. Patrullas de jóvenes militantes recorrían los campos requisando lo poco que quedaba: sus jefes les decían que los campesinos eran contrarrevolucionarios que querían acabar con el comunismo —y debía ser cierto. El hambre arreciaba. El canibalismo se generalizó; en los pueblos había carteles que decían que «Comer chicos muertos es una costumbre bárbara» —y los que lo hacían o lo intentaban también eran fusilados.
Los ucranianos lo llamaron Holodomor —la peste del hambre— y las historias de la Unión Soviética nunca la nombraron. Pasaron 60 años hasta que fue posible intentar establecer la magnitud del desastre. Por eso, todavía, las cuentas difieren, y en esa ignorancia se perdieron millones de personas: algunos dicen que murieron unos cinco millones, otros que fueron ocho o diez.
Las cuentas del hambre suelen ser vagas, imprecisas: así las prefieren los que cuentan.
Antes de confiarse a la eficacia del Zyklon B, Adolf Hitler y sus lugartenientes también utilizaron generosamente los poderes de exterminio del hambre. Conocían el hambre: había sido su aliado unos años antes, cuando los alemanes, hundidos por la derrota de la Primera Guerra, comían tan poco que los eligieron.
Der Hungerplan fue un programa meticuloso, preciso, con un principio simple: no se podía malgastar en las poblaciones de los países ocupados la comida que precisaban los ejércitos alemanes; no dársela permitiría además, completando el círculo virtuoso, acabar con poblaciones que los nazis suponían superfluas.
Como corresponde a un esquema alemán, el Hungerplan era puntilloso y sus categorías estaban perfectamente definidas: eran cuatro, según el nivel de alimentación que le correspondía a cada una. Se guiaban por una consigna del ministro de Trabajo nazi: «Una raza inferior necesita menos espacio, menos ropa y menos alimentos que la raza alemana». Los «bien alimentados» eran los grupos locales que los nazis querían preservar para que colaboraran con ellos; los «insuficientemente alimentados», que recibían un máximo de 1.000 calorías diarias, eran aquellos que los nazis no querían ni preservar ni matar; los «hambreados» eran las poblaciones que los nazis habían decidido reducir todo lo posible: judíos, gitanos; los «exterminados por hambre» casi no recibían alimento; eran, entre otros, los prisioneros de guerra rusos.
Sus captores alemanes los encerraban por miles en campos cercados, sin espacio, sin techo, sin comida, con apenas unas gotas de agua; pese a que, en algunos casos, los agonizantes se comían a los muertos, ninguno sobrevivía más de tres semanas. En uno de esos campos varios miles de soldados soviéticos presos firmaron y entregaron a sus captores uno de los petitorios más brutales de la historia: que por favor los fusilaran. No lo consiguieron.
Se calcula que en la invasión alemana a la URSS unos cuatro millones de civiles rusos murieron de hambre. En ciudades sitiadas, como Leningrado, la penuria era tal que las autoridades locales ejecutaban sin más trámite a cualquiera que no se viera esquelético, porque solo los que habían robado comida podían tener alguna grasa.
El lema de la revolución soviética de 1917 había sido «Paz y Pan»: caminos empedrados.
Los invasores alemanes anunciaron el establecimiento del ghetto de Varsovia el 12 de octubre de 1940. Todos los judíos de la ciudad debían internarse en esa área vigilada, rodeada por un muro de tres metros de alto erizado de vidrios y alambres de púa: unas 500.000 personas amontonadas en tres kilómetros cuadrados, 30 por ciento de la población de Varsovia en un tres por ciento de la ciudad.
Los habitantes del ghetto estaban, según la burocracia alemana, en la tercera categoría del Hungerplan: mientras los soldados del Reich recibían 2.613 calorías por día y los polacos cristianos, 699, los polacos judíos del ghetto tenían derecho a 184: un trozo de pan y un plato de sopa cada día. «Los judíos van a desaparecer por el hambre y de la cuestión judía solo va a quedar un cementerio», escribió en esos días el gobernador alemán. Con esas dosis la muerte tenía que ser rápida; un sistema de solidaridad y contrabando suplementó el alimento y consiguió que, en el primer año de funcionamiento del ghetto, solo un quinto de la población muriera de hambre y sus enfermedades: unas cien mil personas.
Las historias de heroísmo y de infamia, de solidaridad y de egoísmo de esos días son extraordinarias: contrabandistas, colaboracionistas, mendigos, ladrones, resistentes, miles y miles hacían cualquier cosa para conseguir unos bocados. «Las personas caían muertas de hambre. Morían cuando iban a trabajar, en la puerta de las tiendas. Morían en sus casas y los tiraban en un callejón sin ropa ni identificación, así su familia podía seguir usando sus cartillas de racionamiento. Los olores de muerte, podredumbre y mierda llenaban las calles», describe Sherman Apt Russell en su Hunger.
En esas condiciones aterradoras, un grupo de médicos del ghetto empezó uno de esos proyectos que me hacen —tan de tanto en tanto— enorgullecerme de mi historia judía. No tenían remedios ni instrumental ni comida para curar a sus pacientes —ni la menor esperanza de sobrevivir—, pero estaban en condiciones de estudiar intensamente la desnutrición y sus efectos, y lo harían para intentar aportar algo a la ciencia: ayudar a que, alguna vez, en otras condiciones, otros hambrientos fueran mejor tratados. «Hombres sin futuro, en un esfuerzo de voluntad final, decidieron hacer una modesta contribución al futuro. Mientras la muerte los golpeaba, los que quedaban esperaron su propia muerte sin dejar de lado su tarea», escribió el prologuista anónimo de Maladie de Famine, Recherches cliniques sur la famine exécutées dans le ghetto de Varsovie. El libro, rico de casos y estadísticas, fue terminado en los últimos días del ghetto por los pocos médicos que todavía no habían sido deportados —que se reunían, clandestinos, en un cementerio. Una mujer sin nombre lo contrabandeó fuera del ghetto y se lo entregó a un profesor polaco, Witold Orlowski, que lo publicó en Varsovia en 1946.
«Los primeros síntomas del hambre eran la boca seca acompañada por el aumento de las ganas de orinar; no era raro tener pacientes que orinaban más de cuatro litros diarios. Después venía una pérdida rápida de grasas y un constante deseo de masticar, aún objetos no masticables. Estos síntomas disminuían según avanzaba el hambre; incluso la pérdida de peso se hacía más lenta. El siguiente grupo de síntomas era psicosomático: los pacientes se quejaban de debilidad general, de no poder cumplir las tareas más simples; se volvían perezosos, se acostaban con frecuencia, dormían con interrupciones y querían taparse para combatir una anormal sensación de frío. Se acostaban en su característica postura fetal, las piernas encogidas y la espalda arqueada, así que tenían contracturas de los músculos flexores. Se volvían apáticos y deprimidos. Hasta perdían la sensación de hambre; y aún así cuando veían algún tipo de comida, muchos la agarraban y la tragaban sin masticar.
«Su peso era entre 20 y 50 por ciento menor que antes de la guerra; variaba entre 30 y 40 kilos. El menor peso se observó en una mujer de 30 años: 24 kilos.
«Los movimientos de vientre aumentaban, llevando muchas veces a una disentería sangrante, que causaba más debilidad. Las hinchazones aparecían primero en la cara, después en las piernas y brazos; después se extendían a todo el cuerpo; a menudo se acumulaban fluidos en las cavidades pectoral y abdominal.
«La debilidad muscular era tan pronunciada que producía gran lentitud de movimientos, aun en situaciones de mucha presión. Por ejemplo: un paciente agarró un pedazo de pan que tenía un médico e intentó huir con él, pero se cayó al suelo gritando: “¡Mis piernas no me sostienen!”»
Las descripciones clínicas, los datos estadísticos, los experimentos, las autopsias siguen durante páginas y páginas, implacables. Y los intentos, desesperados, de tratar a los pacientes: «Agregó hígado picado y sangre de vaca a la pequeña porción de comida del paciente. Le dio inyecciones de hierro, combinó una terapia de hígado y hierro. Le dio vitamina A. Le hizo transfusiones de sangre. Nada funcionaba. Al final, anotó que “los mejores resultados fueron obtenidos al proveer alimentación adecuada con un valor calórico apropiado. Estos resultados eran previsibles, porque la única terapia racional para el hambre es la comida”.»
Nunca supe cómo vivió mi bisabuela Gustava, la madre de mi abuelo Vicente, esos últimos días. Nadie sobrevivió para contarnos cómo pudo complementar su ración de 184 calorías, si tenía algo que vender para comprar otro pan o una papa en el mercado negro, si llegó a sentir con fuerza el mordisco del hambre, si se desesperó, se resignó, pensó en matarse, pensó en su hijo lejano, imaginó esas nietas argentinas que no conocía con el alivio de saber que en algún lugar su sangre seguiría. Tampoco le dieron tanto tiempo; era una mujer mayor y no tardaron mucho en subirla al tren que la llevaría a las cámaras de gas de Treblinka. Allí, ella y otros 250.000 habitantes del ghetto de Varsovia serían asesinados en unos pocos meses.
(A veces pienso que no es sorprendente que ahora, cada día, dejemos que tantos se mueran de hambre: que no nos importe, que sepamos mirar tan bien para otros lados. Somos, en última instancia, los mismos que éramos hace 70 años, los mismos que ya lo hicimos hace 70 años, cuando Hitler y Stalin y Roosevelt y los campos y las bombas.)
La de aquella guerra fue la última gran hambruna europea. Se calcula que un tercio de los 56 millones de civiles que murieron durante esos seis años murieron de hambre: más de 18 millones de personas. La mitad de la población de Bielorrusia, por ejemplo, desapareció por esa causa, pero también en países tan «civilizados» como Holanda o Noruega el hambre mató a muchísimas personas.
En 1946, cien millones de europeos comían unas 1.500 calorías diarias: estaban desnutridos. Ese año una institución recién creada para tratar de evitar que se repitieran guerras como aquélla lanzó su primera campaña contra el hambre. La Organización de las Naciones Unidas se inspiraba en el horror que acababa de terminar, y en ideas como la que expresaba con tanta claridad Franklin Delano Roosevelt, uno de sus mayores promotores: «Hemos llegado a la comprensión de que la verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad e independencia económicas. Los hombres necesitados no son hombres libres. La gente hambrienta y desempleada son la materia de la que están hechas las dictaduras», dijo, ante el Congreso de los Estados Unidos, en enero de 1944. La idea estaba clara: más hambrientos que los estrictamente necesarios podían producir efectos lamentables. En última instancia era más simple y más barato darles comida a unos millones de personas que pelear contra los Hitler de este mundo.
El 10 de diciembre de 1948 las Naciones Unidas proclamaron su solemne Declaración Universal de Derechos Humanos. El primer derecho declarado postulaba que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» —aunque la Declaración solo fue firmada, originariamente, por 64 países porque el resto del mundo era colonia de alguno de ellos. En su artículo 25, la Declaración decía que «toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios».
La FAO fue la primera estructura que formaron las Naciones Unidas para ayudar a que todos comieran. Sus principios se basaban en el sofisma de que todos los seres humanos compartimos algo: la humanidad. «Humanidad es una idea de cuando la humanidad no existía: de cuando había pequeñas comunidades donde el destino de uno implicaba de algún modo el de los otros. O, digamos: donde era fácil ver que el destino de cada uno implicaba de algún modo el de los otros —y se cuidaban», escribió un autor argentino casi contemporáneo. «No hay idea más resistente: las conductas siempre contradijeron el concepto, pero esas conductas se entienden como errores, desviaciones. Las mejores ideas, las más poderosas, son las que nunca se verifican —y su irrealidad constante las conserva y realza».
Entre todos los derechos que nunca se cumplieron, el derecho a la alimentación ocupa un buen lugar. Se supone que un derecho universal está por encima de cualquier otra consideración; que no se puede abandonar su cumplimiento al «libre juego del mercado» ni al azar de los individuos. Que los Estados deberían ocuparse de que ese derecho universal se cumpliera universalmente.
Entre todos los derechos que nunca se arguyen, el derecho a la alimentación también tiene un buen puesto. Es curioso: cuando se habla de derechos humanos solemos pensar en que no te encarcelen sin las razones habituales, no te torturen, no te maten, te permitan viajar, expresarte, mostrar tus opiniones; no solemos pensar en comida. El derecho a comer es un derecho humano de segunda o tercera. Cuando se violan otros se arman escándalos saludables, duraderos; todos los días, cientos de millones de personas no pueden ejercer su derecho a la alimentación y la indignación —de los grandes organismos, de las pequeños ciudadanos— suele ser discreta.
Mientras tanto, en los países productores de discurso el hambre pasó a ser cosa de otros. Su lugar en el discurso político se nutrió de esa benevolencia condescendiente —y, si acaso, leve culpa.
No hubo azares, no hubo una causa externa imprevisible incontrolable. La mayor hambruna de los tiempos modernos —o, más bien, la mayor hambruna que la historia registra— sucedió en un país en paz, sin catástrofes naturales ni accidentes climáticos que la dispararan. Fue el resultado increíble de una acumulación de errores y soberbias, la combinación de una política equivocada y la creencia en el relato que esa política hacía de sí misma.
En 1958 el presidente Mao Tse-Tung decidió que China debía dar su Gran Salto hacia Adelante —que haría que su economía superara, dijo, a la de Gran Bretaña en una década. Para eso tenía que industrializarse —y millones de campesinos debían hacerse obreros. La agricultura, que era su sector más productivo, mantenendría su rendimiento gracias a ciertos cambios políticos y técnicos.
Millones de personas se pusieron en marcha. La tierra, puesta en común, debía ser trabajada por comunas campesinas tan mal improvisadas que no conseguían funcionar. Y las innovaciones podían ser delirantes: se impuso el uso de vidrios rotos como abono, se construyeron diques de tierra que se desmoronaban con las primeras aguas, se decidió poner a parir chanchitas apenas destetadas. La producción, por supuesto, disminuyó dramáticamente, pero las autoridades locales prefirieron disimularlo: para ocultar su fracaso y contentar a sus superiores, sus informes exageraban tres, cuatro, diez veces las cantidades conseguidas. Con lo cual los jefes centrales se convencieron de que tenían razón, el Salto funcionaba: lo gritaron a los cuatro vientos, ordenaron que se enviara gran parte de esas cosechas —falsas— a los silos de las ciudades, disminuyeron las importaciones de alimentos y duplicaron las exportaciones de granos —que, según sus cifras, sobraban. En esos días, el presidente Mao visitó una comuna campesina y, ante la promesa de una gran cosecha, les recomendó: «Planten un poco menos y trabajen medio día. Usen el otro medio para cultivarse: estudien ciencias, hagan actividades recreativas, organicen una universidad».
La confusión reinaba: aun mandando a las ciudades todo lo que tenían, las comunas no podían cumplir con las cuotas que sus propias mentiras habían ayudado a establecer; muchos de sus responsables fueron acusados de traición y ejecutados por obstruir el proceso revolucionario. Y en los pueblos no quedaba nada. Los campesinos eran obligados a comer en cocinas comunitarias que carecían de casi todo. Cuando algunos jefes locales empezaron a reclamar alimentos, los líderes del partido denunciaron una conspiración de la derecha —que quizás incluso creían cierta— y ejecutaron a los más insistentes. Mientras tanto, millones de personas se iban quedando sin comida.
La hambruna duró más de tres años. La antropofagia fue, en muchos casos, la respuesta. Desesperados, no solo se comían a los muertos; muchos chicos fueron sacrificados. Las familias intentaban respetar los viejos tabúes y no comerse a los suyos. La solución fue recuperar una vieja costumbre china: vecinos intercambiaban hijos para no comer su propia sangre. «Dejaron de alimentar a las nenas; solo les daban agua. Cambiaron el cuerpo de su hija por el de la hija del vecino. Hirvieron el cuerpo en una especie de sopa…», le contó mucho después un sobreviviente al periodista inglés Jasper Becker. No alcanzaba, y las muertes aumentaban. Hubo revueltas, diezmadas por el Ejército Rojo. Las cifras nunca fueron claras, pero se sabe que por lo menos treinta millones de personas murieron de hambre entre 1958 y 1962.
El mundo lo ignoraba —y parecía que no quería saberlo. En 1959 Lord Boyd-Orr, primer director de la FAO, nutricionista eminente, declaró que «el gobierno de Mao ha terminado con el ciclo tradicional del hambre en China». Todavía en 1961 un periodista francés que fue a entrevistar a Mao Tse-Tung escribió que «El pueblo chino nunca estuvo cerca de la hambruna»: se llamaba François Mitterrand.
Desde mediados del siglo pasado las hambrunas se radicaron en África y Asia. Mi imagen —mi primera imagen— del hambre siguen siendo esas fotos de Biafra: aquellos chicos con los brazos y piernas flaquísimos, las caras cadavéricas y esas panzas como globos inflados. En mi generación y en Argentina, cuando alguien es muy flaco todavía es posible que otros lo llamen Biafra. En mi generación todavía creemos que el hambre es algo que se ve en las fotos.
El último gran cambio agrario había empezado a principios del siglo xx en Alemania: allí, los ingenieros de la fábrica BASF inventaron un mecanismo de producción de abonos químicos basado en convertir nitrógeno e hidrógeno en amoníaco —y se ganaron un Premio Nobel. En los años treintas esos abonos se difundieron en los países más ricos —y liberaron a los granjeros de la necesidad de producir sus propios abonos, y dieron lugar a nuevas semillas genéticamente modificadas, más delicadas pero mucho más productivas. Que necesitaron, a su vez, más pesticidas y más irrigación. En 1930 había en el mundo 80 millones de hectáreas irrigadas; en 2000 eran 275 millones.
Recién a mediados de los años sesentas estas condiciones empezaron, gracias a lo que después se llamó la Revolución Verde, a llegar —muy disminuidas— a ciertos países del OtroMundo: México, China, la India, el sudeste asiático.
La producción de alimentos aumentó como nunca antes.
Que tantos consigamos comer todos los días es un milagro; que tantos no lo consigan es una canallada.
Durante siglos, las hambrunas no tenían solución. Sucedían cuando una sequía, una inundación, una guerra, una peste terminaban con las reservas de una región. Los más ricos, por supuesto, siempre tenían algo que comer, pero para el resto no quedaba realmente nada. Y, en los reinos grandes, más centralizados, donde otras zonas podían proveer la comida que faltaba, las comunicaciones eran lentas y los transportes más: la alerta, primero, y el socorro después podían tardar semanas o meses, el tiempo suficiente como para que miles o millones se murieran de hambre. Salvarlos no dependía de la decisión de nadie: no había, literalmente, modo.
Ahora dar de comer a los hambrientos solo depende de la voluntad. Si hay gente que no come suficiente —si hay gente que se enferma de hambre, que se muere de hambre— es porque los que tienen comida no quieren dársela: los que tenemos comida no queremos dársela. El mundo produce más comida que la que necesitan sus habitantes; todos sabemos quiénes no tienen suficiente; mandarles lo que necesitan puede ser cuestión de horas.
Esto es lo que hace que el hambre actual sea, de algún modo, más brutal, más horrible que el de hace cien años o mil años.
O, por lo menos, mucho más elocuente sobre lo que somos.