1.
Cuando nací, en 1957, yo era uno entre 2.950 millones de personas. Ya resultaba suficiente humillación: mis sueños de singularidad divididos entre 2.949.999.999. Ahora es peor. Ahora somos más del doble: en medio siglo, la población del mundo se duplicó y siguió; ya pasamos los 7.000 millones.
Hace dos mil años, en ese momento de corte convencional que coincide con el nacimiento de un predicador judío que vivió tan mal y se murió tan bien, había unos 300 millones de personas en el mundo —y la cifra crecía muy despacio. Los hombres tardaron más de quince siglos en duplicarse —y entonces aceleraron. Hacia 1900 eran 1.700 millones, y 2.500 en 1950. Dicen que el 12 de octubre de 1999 llegamos a los 6.000 millones. Dicen que en 2050 seremos —¿serán?— unos 9.000 millones y que los equilibrios regionales terminarán de modificarse: Asia seguirá teniendo más de la mitad de la población mundial pero Europa, que a principios del siglo pasado juntaba casi un cuarto, no va a llegar al 7 por ciento. Y que, en cambio, la proporción de africanos se duplicará, y serán un quinto del mundo.
Somos muchos, crecimos muchísimo. Cuando haya historiadores y miren con la perspectiva necesaria, dirán que lo más distintivo de estos tiempos es esta proliferación nunca vista de los hombres. (Y ni siquiera se permitirán, supongo, aquel chiste borgiano: «Mirrors and fatherhood are abominable, because they multiply the number of men»).
Pero sí estudiarán con el detalle necesario cómo fue que un planeta que, durante siglos, no podía dar de comer a 500 millones de personas, de pronto pudo alimentar correctamente a 5.000. Es uno de los logros más extraordinarios de la historia de los hombres.
El hambre tiene muchas causas. La falta de comida ya no es una de ellas.
Norman Borlaug recibió, a sus 56 años, en 1970, el Premio Nobel de la Paz. Aese Lionães, el presidente del comité, dijo, cuando se lo entregó, que «el mundo ha estado oscilando entre el miedo a dos catástrofes: la explosión demográfica y la nuclear. Las dos plantean una amenaza mortal. En esta situación intolerable, con la amenaza del Juicio Final sobre nosotros, el doctor Borlaug llega al escenario y corta el nudo gordiano. Nos ha dado una esperanza bien fundada, una alternativa de paz y de vida: la Revolución Verde. Le hemos dado el premio a un científico que, más que nadie en esta época, ha ayudado a alimentar a un mundo hambriento. Y lo hemos elegido en la esperanza de que, al darle pan al mundo, también le dé la paz».
Era —decían— una preocupación constante: en 1974, Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon, convocó a una gran conferencia en Roma para acordar políticas contra el hambre —y la cerró declarando que «en una década ningún chico se iría a la cama con hambre». Después la década pasó: 1984 es una cifra con problemas.
En esos años el pánico malthusiano volvió a ser una de las actitudes más difundidas. Paul Ehrlich, un profesor de biología en Stanford, publicó en 1968 un libro que hizo furor. The Population Bomb empezaba diciendo que «la batalla para alimentar a la humanidad se terminó. En los años setentas cientos de millones de personas se morirán de hambre a pesar de cualquier programa de ayuda que se ponga en marcha. Es demasiado tarde como para impedir un aumento sustancial de la tasa de mortalidad en el mundo…».
Ehrlich decía que el único curso de acción posible para aminorar en el largo plazo la catástrofe era limitar la tasa de crecimiento demográfico a cero o menos, para lo cual se podría, entre otras cosas, agregar a los alimentos o bebidas de los países más prolíficos —más pobres— «esterilizantes temporarios» o, si se quería más efectividad, esterilizar en masa. Y que los Estados Unidos debían manejar su ayuda según la capacidad de cada país para controlar la natalidad: la India, por ejemplo, que no sabía hacerlo, no debía recibir nada; era inútil gastar pólvora en chimangos, mejor dejar que la población se redujera —se autorregulara a fuerza de hambre— todo lo necesario, decían el doctor Ehrlich y su señora esposa y no los metían presos: se presentaban en el show de Johnny Carson, vendían carradas de libros, se hacían ricos. La fin del mundo siempre fue un buen negocio.
También lo era para ciertas instituciones distinguidísimas, como el Club de Roma. Su informe Limits to Growth, preparado por científicos del MIT y publicado en 1972, vendió más de 30 millones de ejemplares y fue leído como palabra santa. El trabajo explicaba, con gran despliegue de cifras y modelos, que los recursos naturales decisivos se estaban acabando y que, por lo tanto, la humanidad entraría en un período catastrófico y la población se reduciría brutalmente, con el resultado de guerras y hambrunas y tinieblas varias.
Aquí estamos. No hay nada más triste que el Apocalipsis, porque nunca completa su destino.
El malthusianismo —recurrente, porfiado— es la caricatura, el modo extremo de una forma de pensamiento mucho más común: la tentación de pensar el futuro extrapolando las condiciones del presente. Los malthusianos en general suponen que si la población sigue creciendo no va a poder alimentarse —en las condiciones actuales de producción de alimentos. No toman en cuenta la evidencia histórica de que, con sus desajustes y períodos críticos, la producción tiende a adaptarse al crecimiento de la necesidad, y viceversa.
No hay nada más reaccionario, más conservador: pensar el mundo del futuro con las características del presente y transplantar a ese contexto constante una sola variable diferente —en este caso, la mayor demanda de alimentos a causa del crecimiento demográfico.
Y, por supuesto, horrorizarse ante los resultados.
(En Una breve historia del futuro, Jacques Attali recuerda ejemplos de este error: «A fines del siglo xvi se pronosticaba que la aparición de los caracteres móviles de imprenta no haría más que reforzar los dos poderes dominantes de entonces, la Iglesia y el Imperio; a fines del xviii la mayoría de los analistas no veía en la máquina de vapor sino una atracción de feria que no cambiaría el carácter agrícola de la economía; a fines del siglo xix la electricidad tenía, para casi todos los observadores, un solo futuro: permitir que las calles estuvieran mejor iluminadas».)
En 1970, más de un cuarto de los 3.700 millones de personas que había entonces por acá pasaba hambre: eran unos 880 millones. En esos años los efectos de la revolución verde fueron decisivos para mejorar la situación en Asia —China y la India sobre todo. Las cantidades de hambrientos se mantenían, pero el crecimiento demográfico hacía que su proporción disminuyera.
En 1980, 850 millones de desnutridos eran el 21 por ciento de la población. En 1990, 840 millones era el 16 por ciento de las personas. En 1995 la cantidad de hambrientos llegó a su mínimo histórico: siempre según la FAO eran 790 millones, el 14 por ciento de la población mundial. Los organismos internacionales rebosaban de optimismo y anunciaban que la batalla contra el hambre estaba terminando.
Nos importaba esa batalla porque se había creado la fantasía de que el conjunto del mundo se preocupaba por el conjunto del mundo: las Naciones Unidas fueron muy útiles para armar este relato. Aunque lo que lo llenaba de bríos era una extensión del miedo original de Roosevelt: mientras hubo dos bloques, ninguno de los dos quería permitir que aparecieran en sus dominios sectores en crisis que amenazaran con pasarse al otro bando —y, para eso, era útil e incluso necesario darles de comer.
Ya casi nadie se atrevía a decir que el hambre —pasar hambre— pudiera ser el castigo de un dios a quienes no lo obedecían suficiente. Pero la vulgata malthusiana seguía —¿sigue?— vigente: si los pobres pasan hambre es porque paren demasiado. Lo cual no deja de ser cierto, en última instancia —en una instancia tan última que no explica nada. Para empezar: los que paren mucho son los que siguen sin tener ninguna certeza —alimentaria, médica— de que sus hijos sobrevivirán a la infancia. Para seguir: en el mundo actual, si sus hijos no tienen comidas y remedios suficientes no es porque sean muchos sino porque otros los acaparan, los dejan sin «su parte».
Había, mientras, otras justificaciones: muchas de ellas siguen en pie todavía. Hace décadas que abundan, amables, los papers biempensantes —americanos, europeos, «internacionales»— que suelen empezar por una verdad intrépida: que la causa principal del hambre en el mundo es la pobreza. Parece lógico, casi perogrullesco. Y, sin embargo, es pura mistificación retórica. Podrían decir, si acaso, y es del todo distinto: tienen hambre los pobres, porque no tienen suficiente para comprar su comida, pero pobreza y hambre no tienen una relación de causa y efecto; comparten, en realidad, la misma causa. Son formas de la misma privación, mismo despojo. La causa principal del hambre en el mundo es la riqueza: el hecho de que unos pocos se queden con lo que muchos necesitan, incluida la comida.
Después viene una línea de justificaciones levemente más complejas; el hambre es el resultado de otros problemas estructurales. «Para acabar con el hambre hay que mejorar la educación» es un clásico contemporáneo, que tiene su parte de verdad pero: en la mayoría de los países pobres la educación de los más pobres no los habilita para mejorar sus formas de ganarse la vida. Entre los que sí, son muchos los que deciden rentabilizar esa educación migrando a los países centrales, que los reciben con los brazos abiertos: contratan, por ejemplo, enfermeras baratas de Zimbabwe o de Surinam mientras siguen clamando por la mejora educativa de Surinam o de Zimbabwe.
La línea más remanida insiste en que los gobiernos de los países pobres son corruptos y que desvían las ayudas que deberían alimentar a sus ciudadanos. Son corruptos, se roban el dinero: «hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón,/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis». Esos gobiernos corruptos se mantienen por el sostén de los mismos gobiernos y organismos occidentales que se quejan de su venalidad: les sirven para obtener materias primas y ventajas militares —y ahora los están perdiendo a manos de los chinos, que se quejan menos y les ofrecen los mismos negocios pero un poco mejor.
Y, de nuevo: si esos países son pobres es, más que nada, porque fueron colonias y sus dueños las diseñaron en su beneficio y siguen ocupando, de algún modo, ese lugar periférico en el sistema global: porque siguen siendo el OtroMundo.
En medio de todas las explicaciones, una resurgió con mucha fuerza en los años ochentas, Smith casi calcado: si todavía quedaban cientos de millones de hambrientos era por culpa de la intervención de los Estados en las economías de sus países, que no dejaban que el mercado hiciera su trabajo, desparramara sus mercedes.
La idea era parte de la ofensiva en toda regla del capitalismo que empezó en esos años; en los noventas, tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la historia, ya nada se interpuso en su camino. El cuento es conocido: aprovechando las deudas que los países pobres contrajeron con los grandes bancos internacionales en los años setentas —cuando los grandes bancos tenían demasiada liquidez y convencieron a los países pobres de aceptar esos préstamos—, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial les impusieron sus programas neoliberales. Sus funcionarios, con el poder de coerción de las deudas, se transformaron en los nuevos administradores coloniales, que desembarcaban en las capitales de un centenar de países con la potestad de imponer sistemas económicos completos. Reagan y Bush en Estados Unidos, Thatcher en Gran Bretaña, Kohl en Alemania eran los líderes político-militares que respaldaban el ataque.
La mayoría de sus medidas colaboraron con el hambre: la devaluación de las monedas nacionales encareció la compra de cualquier alimento importado o exportable, la reducción de los aparatos estatales dejó a millones de empleados en la calle, las privatizaciones aumentaron los precios de los servicios públicos y dejaron a los pobres con menos dinero para comprar comida, la destrucción de la salud pública impidió que los malnutridos, sujetos a más enfermedades, pudieran curárselas.
Los planes de ajuste, en su cruzada por el predominio del mercado sobre las regulaciones nacionales, incluían el levantamiento de los controles de importaciones de comida —en los países pobres, cuyos productores tuvieron que competir con los precios subsidiados de los productos de los países ricos. El FMI y el Banco Mundial decían que esos controles distorsionaban el funcionamiento del mercado, pero nunca cuestionaron esas otras «distorsiones» que los estados ricos introducían en los mercados: los miles de millones de dólares en subsidios agrícolas, su proteccionismo a ultranza. En la ronda Uruguay —1986-1993— de negociaciones de la Organización Mundial de Comercio muchos países fueron obligados a rebajar sus barreras aduaneras y sus incentivos a la producción agraria —mientras que Estados Unidos, Europa y Japón aumentaban más todavía los subsidios a sus productores, que podían producir más barato y copar esos mercados.
La integración de los países en el mercado global, que redefinía el papel de cada uno y reestructuraba la producción local para adaptarla a esos mercados, transformando cultivos de subsistencia en cultivos de exportación, hizo que muchos campesinos perdieran sus tierras, sus trabajos, y debieran migrar a la periferia de las ciudades; los que quedaban ya no podían cultivar sus comidas y, a menudo, debían trabajar en los nuevos latifundios por salarios de hambre.
En muchos países la política del FMI y el Banco Mundial también incluyó la eliminación de los alimentos subsidiados y los mecanismos reguladores de precios internos que sus estados implementaban a través de sus reservas de granos y otros productos alimenticios. En casos como el de Níger su resultado fue directo: la muerte de miles de personas de hambre puro y duro.
Lo llamaron el Consenso de Washington. Debe ser feo —para un señor, para una ciudad— inscribirse en la historia como el nombre de una política que se cargó a tantos millones de personas.
La ofensiva capitalista de los ochentas y noventas produjo también un fenómeno más general y muy significativo: las decisiones básicas de la economía del país se tomaban en las sedes del FMI y el Banco Mundial —en Washington— y, por lo tanto, las autoridades nacionales perdieron casi todo poder: las elecciones de esas nuevas democracias se parecieron cada vez más a una farsa innecesaria. Sin el Estado para mediar en los conflictos sociales y económicos, los pobres quedaron todavía más desprotegidos, a merced de las decisiones de los ricos.
«La mayor causa individual del aumento de la pobreza y la desigualdad en los años 80 y 90 fue la retirada del Estado», dice un informe tan seriamente institucional como The Challenge of Slums, publicado en 2003 por las Naciones Unidas.
Y, sin embargo: a veces nos olvidamos de cuánto mejoraron las vidas de muchísimas personas. En Londres, por ejemplo —la capital del imperio del momento—, en 1851 un tercio de las mujeres entre 15 y 25 años eran empleadas domésticas, y otro tercio putas.
Es un ejemplo; hay tantos. Si no hubiera cientos de millones de personas con hambre algunos podrían decir que este sistema ha tenido éxito, que no se necesita otro. Muchos igual lo dicen.
«Durante los noventas el comercio siguió expandiéndose a una tasa sin precedentes, casi todo el mundo quedó abierto a los negocios y los gastos militares bajaron. Todos los insumos básicos de la producción se abarataron, mientras las tasas de interés caían velozmente junto con el precio de las commodities básicas. El flujo de capitales se liberó de los controles nacionales y pudo moverse rápidamente a las áreas más productivas. Bajo esas condiciones económicas casi perfectas para la doctrina neoliberal dominante, se podría haber creído que la década traería una prosperidad y justicia social sin parangón», decía The Challenge of Slums.
Y sin embargo, seguía el informe, «un número inédito de países vio cómo su desarrollo retrocedía en los noventas. En 46 países sus habitantes son más pobres ahora (2003) que en 1990. En 25 países más personas pasan más hambre ahora que una década atrás».
Cientos de millones de africanos, latinoamericanos y sudasiáticos no solo comían menos: también cambiaron sus formas de vida. En las grandes villamiserias del OtroMundo hombres que se quedaban sin trabajo dejaron su lugar como jefe de hogar a sus mujeres —que buscaron empleos domésticos o vendieron comidas en la calle. Sus hijos dejaron de ir a la escuela para ayudar con algún trabajito —o, a menudo, para no hacer nada y ocuparse en actividades más o menos delictivas. El empleo negro creció exponencial; las posibilidades de reclamar buenas condiciones de trabajo se hicieron más y más utópicas. La migración se multiplicó entre los que podían encararla. Para los que no, desaparecieron las perspectivas de mejora social: el futuro pasó a ser algo demasiado parecido al presente, una palabra sin mayor sentido.
En un estudio ya clásico, Free Markets and Food Riots, 2004, John Walton y David Seddon censaron 146 «revueltas contra el FMI» en 39 países deudores entre 1976 y 1992. La mayoría empezó como saqueos de comida.
Durante los noventas la tendencia fue clara: la cantidad de hambrientos volvió a crecer, rondaba los 850 millones —y subía. Se estaba incubando una de las peores crisis alimentarias de los últimos tiempos.
Y por detrás, casi silenciosa, lejos de los focos, la gran finanza estaba a punto de dar el golpe. Ya estaba lista: llevaba más de quince años preparándose en una mole junto al lago Michigan.