1.
El rascacielos del Chicago Tribune, construido en 1925 en el centro del centro de Chicago, es una idea del mundo. Sube, alto y audaz, más pisos que los que entonces solían tener los edificios, pero tiene, a ras del suelo, la puerta de entrada de una catedral gótica: la tradición como base de la audacia moderna. Y un concepto del poder: empotrados en su frente hay trozos, piedras de otros edificios, como si éste se los hubiera deglutido —y digerido mal. Esos trozos dibujan un reino de este mundo: el Taj Mahal, la iglesia de Lutero, la Gran Muralla china, el muro de Berlín, el castillo de Hamlet en Elsinoor, el Massachussets Hall de Harvard, la casa de Byron en Suiza, la abadía de Westminster, el fuerte de El Álamo en Tejas, el Partenón en Atenas, el castillo real de Estocolmo, la catedral de Colonia, Notre-Dame de París, la torre de David en Jerusalén. Son trocitos: los bocados del monstruo. Esos mordiscos armaron el Imperio Americano.
Se me cruzan respuestas: a veces se me cruzan intentos de respuesta pero, fiel a mí, prefiero hacerme el tonto. Cien, doscientas palomas revolotean en banda a buena altura: van, vienen, se cruzan, se confunden. No saben dónde ir; sus alas brillan en el aire, sus movimientos son una ola perdida, tan bella sin querer. De pronto aparece una paloma que llega de más lejos; las muchas se abren, la dejan pasar; la una se pone a la cabeza; las muchas vuelan tras ella, la siguen como si fueran una sola.
Chicago, tarde de invierno fiero, el viento revoleando.
Aquí, en estas calles, en alguna de estas calles, nacieron personas que admiro o que no admiro. Aquí, entre otros: Frank Lloyd Wright, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Raymond Chandler, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Edgar Rice Burroughs, Walter Elias Disney, Orson Welles, Charlton Heston, John Bellushi, Bob Fosse, Harrison Ford, John Malkovich, Robin Williams, Vincent Minelli, Kim Novak, Raquel Welch, Hugh Hefner, Cindy Crawford, Oprah Winfrey, Nat King Cole, Benny Goodman, Herbie Hancock, Patti Smith, Elliot Ness, John Dillinger,Theodore Kaczynski (a) Unabomber, Ray Kroc (a) McDonald’s, George Pullman, Milton Friedman, Jesse Jackson, Hilary Rodham Clinton, Barack Hussein Obama —y siguen tantas firmas, que recuerdan que también somos made in Usa.
—Es muy simple, hermanos, es muy fácil: todo está escrito en este libro, y alcanza con aprender y obedecer lo que dice este libro para tener la mejor vida posible, aquí y en la eternidad, toda la eternidad.
Grita, parada en la vereda, una señora negra treinta y tantos, pelo largo planchado, bluyíns y chaquetón, anteojos grandes, culo grande, la sonrisa tremendamente compasiva. La señora habla y habla pero nadie se decide a escucharla.
—Miren, vengan: alcanza con aprender y obedecer para tener la mejor vida…
Aquí, en estas calles, hay miles de personas apuradas, hay viento, hay un gran lago que parece un mar y alrededor, más homogéneo, más poderoso aún que en Nueva York, el capitalismo concentrado y refulgente bajo forma de edificios como castillos verticales: superficies de piedra, acero, vidrio negro que colonizan el aire, lo fragmentan, lo transforman en un tributo a su poder. El aire, aquí, es lo que queda entre esas fortalezas, y las calles anchas, limpias, tan cuidadas, son el espacio necesario para que se luzcan. No sé si hay muchos lugares donde un sistema —de ideas, de poder, de negocios— se haya plantado con semejante imperio. Chicago —el centro de Chicago— es una ocupación brutal, absoluta del espacio. Durante muchos siglos ésa era la tarea del rey, que erigía su palacio o fortaleza, y de su iglesia, que una catedral, para marcar de quién era el lugar: para imprimir en el espacio su poder. En cambio aquí son docenas de empresas poderosas las que llenan el aire con sus edificios, y nada desentona.
Chicago es un festival de la mejor arquitectura que el dinero puede comprar: cuarenta, cincuenta edificios corporativos construidos en los últimos cien años, cada uno de los cuales calificaría como el mejor de Buenos Aires, dos o tres de los cuales calificarían entre los diez mejores de Shanghai —porque así está el mundo. Uno de los primeros diseñadores de la ciudad, Daniel Burnham, escribió en 1909 la idea básica: «No hay que hacer planes modestos, porque no tienen la magia necesaria para calentar la sangre de los hombres». Aquí los edificios tienen la magia necesaria, la labia requerida: explican, sin la sombra de una duda, quiénes son los dueños. Entre las fortalezas no hay edificios modestos, negocios de chinos transplantados, restos de otro orden, callejones, basura: todo es la misma música. Money makes the world go round, canta Liza Minelli —su padre nació aquí—, y Pink Floyd le contesta: Money,/ it’s a crime./ Share it fairly/ but don’t take a slice of my pie.
La señora negra treinta y tantos se toma un respiro: debe ser duro hablar sola tanto rato. Entonces un hombre blanco de 50 o 60, sucio, barba descuidada, chaqueta de duvé verde muy gastada —un sinhogar, les dicen—, se le acerca y le pregunta si está segura de que con aprender y obedecer alcanza:
—Si no estuviera segura no lo diría, ¿no lo cree?
—No, yo no.
En estas calles las veredas están limpias impecables, las vidrieras brillan; pasan señores y señoras que llevan uniforme de trabajo: trajecito de pollera o pantalones para ellas, sus tacos, sus carteras; traje oscuro con camisa clara para ellos. El hombre blanco —se ve— no quedó satisfecho con la respuesta de la mujer negra y vuelve a su refugio, diez metros más allá: su refugio es un cartón en el suelo y sobre el cartón un bolso reventado, una manta marrón o realmente sucia, un plato de plástico azul con un par de monedas. Al costado de su refugio tiene un cartel que dice que tiene hambre porque no tiene trabajo ni nadie que le dé de comer: «Tengo hambre porque no tengo trabajo ni quién me dé de comer», dice el cartel escrito con marcador negro sobre otro pedazo de cartón. Su cartel no pide; explica.
Las veredas están limpias impecables, vidrieras brillan y abundan los mendigos: cada 30 o 40 metros hay uno sentado en la vereda limpia etcétera, dos, tres, cuatro por cuadra sentados en la vereda limpia etcétera con carteles que dicen que no tienen comida.
—Todo está escrito en el libro, mis amigos. Si ustedes no lo leen, si ustedes no lo siguen, la culpa es toda suya. La condena será toda suya, mis amigos.
Grita la mujer negra.
Cuando funciona es cuando más me deprime. En Calcuta, en Madaua, en Antananarivo siempre se puede pensar en la falla, en lo que queda por lograr. Ésta es una de las ciudades más exitosas del modelo más exitoso del mundo actual: Chicago, U.S.A. Y todo el tiempo la sensación de que no tiene gran sentido: tanto despliegue, tantos objetos, tanto reflejo, tanta tentación tonta. La máquina más perfecta, más inútil. Gente que se esfuerza, que trabaja muchas horas por día para producir objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o. Como si un día fuéramos a despertarnos amnésicos —por fin amnésicos, gozosamente amnésicos— y preguntarnos: ¿y para qué era que era todo esto?
(Lo necesario —lo indispensable— es un porcentaje cada vez menor de lo que nuestro trabajo nos provee. Más aún: el grado de éxito de una sociedad se mide por la proporción de mercaderías innecesarias que consume. Cuanta más plata gasta en lo que no precisa —cuanta menos en comida, salud, ropa, vivienda—, suponemos que mejor le ha ido a ese grupo, ese sector, ese país.
Aunque, también: ¿qué pasaría, en un mundo más igualado, con todas esas cosas bellas que solo se hacen porque hay gente a la que le sobra mucha plata? Aviones coches barcos casas de vanguardia relojes finos grandes vinos el iphone los tratamientos médicos personalizados. ¿Un desarrollo igualitario siempre es más lento y más oscuro?)
Aquí supo haber mártires. Durante muchos años, para mí, Chicago fue un nombre con dos significados: el lugar donde Al Capone y sus muchachos mataban con ametralladoras primitivas en películas que se veían en blanco y negro aunque fueran color; el lugar donde miles de trabajadores encabezaron las luchas por la jornada de ocho horas y, en 1886, cuatro fueron colgados por eso: los Mártires de Chicago se volvieron una figura clásica de los movimientos obreros, y la razón por la cual el 1º de Mayo se convirtió en el Día del Trabajo en casi todo el mundo —salvo, faltaba más, en los Estados Unidos de América.
Treinta y ocho años antes, en 1848, mientras el señor Marx publicaba en alemán y en Londres su Manifiesto Comunista, mientras Europa se rebelaba contra sus varias monarquías, aquí en Chicago capitalistas entusiastas veían en esa confusión grandes oportunidades de negocios. Aquí en Chicago, ese año, se inauguraba el canal fluvial y los primeros trenes que la conectarían con la costa y la convertirían en el gran centro del comercio de carnes y cereales del norte; ese año se terminaban de construir los primeros elevadores de granos a vapor, unas máquinas ingeniosas que permitían usar silos de un tamaño nunca visto; ese año, también, se abrió una sala donde los granjeros que vendían sus productos y los comerciantes que los compraban se reunían a negociarlos: el Chicago Board of Trade, el ancestro del Chicago Mercantile Exchange o, dicho de otro modo: el mercado que ahora decide los precios de los granos en el mundo.
—Todo está escrito en el libro, mis amigos.
Grita la mujer negra.
El edificio tiene 200 metros de alto; es una masa maciza, impenetrable, de piedras grandes y ventanas chiquitas y arriba, en lo más alto, una estatua de diez metros de Ceres, la diosa romana de la agricultura: maíz en una mano, en la otra trigo. Abajo, junto a la puerta, unas letras talladas dicen Chicago Board of Trade; el edificio fue inaugurado en 1930, mientras los Estados Unidos caían en la crisis más bruta de su historia. A sus lados, dos edificios del más riguroso neoclásico, de cuando los americanos descubrieron que eran un imperio —y quisieron parecerse al más famoso—: el edificio neoclásico de un viejo Banco Continental que ahora compró el Bank of America; el edificio neoclásico de la Reserva Federal, sucursal de Chicago. Las banderas de estrellas están por todas partes: el poder hecho piedras y banderas.
—Bienvenido.
Me dice Leslie, la mejor sonrisa, una chaqueta rosa, de un rosa muy rosado. Leslie —llamémoslo Leslie— es corredor de una de las cuatro o cinco grandes cerealeras del mundo, una empresa que mueve decenas de miles de millones de dólares por año, y va a llevarme a conocer la Bolsa a condición de que no diga su nombre ni el nombre de su empresa. Leslie —llamémoslo Leslie— se da cuenta de que lo miro raro y me explica que la chaqueta es, cómo decirlo, un accidente:
—Es el mes de concientización sobre el cáncer de mama, la usamos para hacer que la gente piense en el cáncer de mama.
Me dice, y que es una buena causa y que siempre es bueno colaborar con una buena causa. Después me dice que entremos, que tenemos mucho por recorrer: que la Bolsa es un mundo, dice, todo un mundo.
—Esto es un mundo con sus propias reglas. A primera vista pueden parecer raras, difíciles, como si quisiéramos que los de afuera no supieran lo que pasa acá adentro. Pero yo te las voy a explicar hasta que las entiendas.
Me dice, me amenaza.
El piso —se llama «el piso»— de la Bolsa de Chicago tiene más de 5.000 metros cuadrados, media hectárea de negociantes y computadoras y tableros electrónicos. El piso de la Bolsa de Chicago es como una catedral: una gran nave vagamente redonda de techos altísimos y, justo bajo el techo, muy arriba, en el lugar de los vitrales de los santos, una guarda de luz que la rodea: miles de cifras en marquesinas de diodos verdes, rojos y amarillos, cotizaciones, cantidad de compras y de ventas, subas y bajas, pérdidas y ganancias: la razón comerciante hecha cifras que cambian todo el tiempo.
Más abajo, aquí abajo, el piso de la Bolsa de Chicago está dividido en pozos —pits— con funciones distintas: hay pozo de maíz, de trigo, de opciones de maíz, de opciones de trigo, de aceite de soja, de harina de soja. Cada pozo es un círculo de diez metros de diámetro rodeado por tres filas de gradas. Adentro, de pie, tres o cuatro docenas de señores, muchos con su chaqueta rosa, parecen aburridos: unos miran la pantalla que les cuelga de la cintura, otros leen un diario, alguno mira el pelo del de al lado, la ropa del de al lado, el tedio del de al lado, otro la punta de sus zapatos relucientes; muchos miran el techo, miran las cifras de las marquesinas o sus tabletas donde tienen más cifras, más cotizaciones —hasta que, de pronto, alguien grita algo que nunca logro entender, y se despiertan. Gritan y se miran: un gallinero sin gallinas, puro gallo educado pero gallo. Enarbolan talonarios en blanco, se hacen gestos con las manos y los dedos, miran nerviosos las pantallas de cintura, los números del techo. Por un minuto, dos, todos cacarean, lanzan manos al aire, ensayan aspavientos; después, tan súbito como empezó, el movimiento se vuelve a disolver en catatonia.
—Acá todo tiene un sentido. O, por lo menos, nos gusta creerlo.
Dice Leslie —llamémoslo Leslie—, y me explica que los meneos de las manos —la palma hacia afuera o hacia adentro, los dedos juntos o separados, a la altura del pecho o de la cara— quieren decir compro o vendo, cuánto, a cuánto, y que se entienden.
—Pero la mayor parte del tiempo parecen aburridos.
—Bueno, porque ahora casi todo se hace en las pantallas. Hace unos años había días que acá no se podía ni caminar de tan lleno que estaba.
Ahora se puede. Las tormentas intermitentes de los gallos son como un dinosaurio bipolar, una mímica en honor al pasado venturoso. Todo parece un poco forzado, como fuera de lugar; así era este negocio hasta hace diez o quince años. Ahora todo esto es una parte muy menor. La mayoría —más del 85 por ciento en estos días, y la cifra avanza— se hace en otro lugar, en ningún lugar, en las pantallas de las computadoras del mundo, en los rincones más lejanos. Chicago ya no es Chicago; es otra abstracción globalizada.
Después le pregunto a Leslie —llamémoslo Leslie— si cree que este lugar, el templo, va a durar:
—En algún tiempo esto va a desaparecer, ¿no?
—Es difícil pensar que puede desaparecer. Ya lleva más de 150 años, y yo me he pasado la mitad de mi vida acá. ¿A vos te parece que puedo pensar que no va a estar más?
—No sé. ¿Pero creés que va a desaparecer?
—Sí. Supongo que a mediano plazo sí.
Pero, todavía, en los pozos de cada grano —en las pantallas de las computadoras— miles y miles de operaciones incesantes van «descubriendo» el precio a través de la oferta y la demanda. Chicago ya no es el lugar donde todo se compra y se vende pero sigue siendo el que fija los precios que después se pagarán —se cobrarán— en todo el mundo. Los precios que definirán quién gana y quién pierde, quién come y quién no come.
Recuerdo, de pronto, tardes en Daca, noches en Madaua pensando cómo sería este lugar, donde tanto se juega. Y supongo —pero es injusto o no tiene sentido o no tiene sentido y es injusto— que aquí nadie pensó nunca en Daca ni en Madaua.
—El mercado es el mejor mecanismo de regulación para mantener los precios donde deben estar. Nadie puede controlar un mercado, ni siquiera los especuladores más poderosos.
Me dice Leslie.
—Este lugar ayuda a bajar los costos de la comida en todo el mundo.
Me dice otro corredor, un señor bastante gordo que transpira copioso. Yo intento no juzgar lo que me dice: le pregunto cómo.
—Creando un mercado transparente que provee liquidez a todos los involucrados. Se necesita que haya gente y empresas que arriesguen su dinero para que el mercado pueda funcionar. Eso es lo que hacemos. Y, por supuesto, ganamos plata con eso, si no no lo haríamos.
Lo escucho, no hago muecas. La Bolsa de Chicago sirvió —dicen— para estabilizar los precios. Su gran invento, mediados del siglo xix, fue el establecimiento de contratos a futuro —los «futuros»—: un productor y un negociante firmaban un documento que los comprometía a que en tal fecha el primero le vendería al segundo tal cantidad de trigo por tanto dinero, y la Bolsa garantizaba que ese contrato se cumpliría. Así los granjeros sabían antes de cosechar cuánto cobrarían por sus granos, los compradores que los procesarían sabían cuánto tendrían que pagarlos. Era —se suponía— una función muy útil del famoso mercado.
La explicación más clara me la dará, tiempo después, en Buenos Aires, Iván Ordóñez, que entonces trabajaba como economista de uno de los mayores sojeros sudamericanos, Gustavo Grobocopatel.
—¿Qué es la agricultura, en el fondo? Es agarrar un montón de plata, enterrarla, y en seis meses desenterrar más plata. El problema es que en el momento de plantar yo sé cuánto me cuesta la semilla, el trabajo, el fertilizante, pero no sé a cuánto se va a vender el grano en el momento de cosechar. Como tengo incertidumbre respecto del ingreso, porque el resultado depende del clima y eso lo hace muy volátil, lo tengo que asegurar. Y lo mismo le pasa al industrial que necesita mi soja para transformarla en harina, o al criador que necesita esa harina para alimentar sus animales. Entonces lo que podemos hacer es ponernos de acuerdo, en base a una serie de datos pasados y presentes, sobre un precio para cuando se coseche. Ésos son los contratos a futuro: obligaciones de compra y venta de algo que hoy no existe. Por eso se dice que éste es un mercado de «derivados»: porque los precios a futuro derivan de los precios actuales de esos mismos productos. Eso me ayuda a estabilizar el precio. Como el mercado necesita volumen, no solamente participo yo que produzco soja y vos que la comprás, sino también un chabón que cree que el precio que nosotros pactamos es poco o es mucho. Ese tipo, que se llama especulador, lo que hace es darle volumen y liquidez al mercado, y consigue que los precios de esos futuros sean confiables.
Cuando escucho la palabra confiable, decía el otro, saco mi revólver.
Hay quienes sostienen que el mercado de las materias primas alimentarias funcionó con esas normas durante mucho tiempo. Pero algo empezó a cambiar a principios de los noventas; nadie, entonces, lo notó; muchos, después, lo lamentaron.
—Ahora hay jugadores nuevos, bancos y fondos que se involucraron en todo esto; antes era un mercado para productores y consumidores, y ahora se ha vuelto un lugar para el juego financiero, la especulación.
Estados Unidos salía de los años de Reagan, cuando millones de puestos de trabajo habían desaparecido —y millones de trabajadores habían sido despedidos— para que las grandes corporaciones pudieran «relocalizar» sus fábricas en otros países, cuando el salario de los trabajadores que quedaban se estancó aunque su productividad subió casi un 50 por ciento, cuando los impuestos a los más ricos bajaron a la mitad. Cuando esos ricos tenían, por todas esas razones y un par más, mucho dinero ocioso y querían «invertirlo» en algo que les sirviera para tener más.
—A mí no me gusta mucho, pero qué puedo hacer. Tengo que seguir jugando, es mi trabajo.
Leslie —llamémoslo— me explica los mecanismos del asunto. Al cabo de un rato se da cuenta de que no termino de entenderlos y trata de tranquilizarme:
—Todo esto se puede sintetizar muy fácil: todos estos muchachos quieren ganar plata. ¿Cómo hacen para ganar plata? Ahora hay muchísimas maneras. Hay que conocerlas, ser capaz de manejarlas: tomar posiciones a mediano plazo, a largo plazo, entrar y salir de las posiciones en dos minutos. Cada vez hay más formas de ganar plata con estos asuntos.
Hay países del mundo —como éste— donde se puede decir que uno hace algo solo para ganar plata. Hay otros donde no. Pero, en general, es duro decir que uno hace subir el precio de los alimentos solo para ganar plata. Entonces hay justificaciones: que en realidad los granos suben por el aumento de la demanda china, la presión de los agrocombustibles, los factores climáticos. Leslie —llamémoslo Leslie— es una persona encantadora, henchida de buenas intenciones. Sus amigos —los corredores que me presenta en el piso de la Bolsa de Chicago— también lo parecen. Algunos trabajan para las grandes corporaciones cerealeras, otros para los bancos y fondos de inversión, otros son autónomos que juegan su dinero comprando y vendiendo —y deben tener el respaldo de una financiera que les cobra comisiones por todo lo que hacen. Todos amables, entusiastas, personas tan preocupadas por el destino de la humanidad. Personas que me hacen preguntarme para qué sirve hablar con las personas. O dicho de otra manera: para qué sirve la percepción que las personas tienen de lo que hacen. Para qué, más allá de la anécdota.
—¿Y a veces piensan cuál es el costo de lo que hacen en el mundo real?
—¿A qué tipo de costo te referís? ¿El costo económico, el costo social? ¿De qué costo estás hablando?
2.
«La historia de la comida dio un giro ominoso en 1991, en un momento en que nadie miraba demasiado. Fue el año en que Goldman Sachs decidió que el pan nuestro de cada día podía ser una excelente inversión.
»La agricultura, arraigada en los ritmos del surco y la semilla, nunca había llamado la atención de los banqueros de Wall Street, cuya riqueza no venía de la venta de cosas reales como trigo o pan sino de la manipulación de conceptos etéreos como riesgo y deudas colaterales. Pero en 1991 casi todo lo que podía convertirse en una abstracción financiera ya había pasado por sus manos. La comida era casi lo único que quedaba virgen. Y así, con su cuidado y precisión habituales, los analistas de Goldman Sachs se dedicaron a transformar la comida en un concepto. Seleccionaron 18 ingredientes que podían convertir en commodities y prepararon un elixir financiero que incluía vacas, cerdos, café, cacao, maíz y un par de variedades de trigo. Sopesaron el valor de inversión de cada elemento, mezclaron y cifraron las partes, y redujeron lo que había sido una complicada colección de cosas reales a una fórmula matemática que podía ser expresada en un solo número: el Goldman Sachs Commodity Index. Y empezaron a ofrecer acciones de este índice.
»Como suele pasar, el producto de Goldman floreció. Los precios de las materias primas empezaron a subir, primero despacio, más rápido después. Entonces más gente puso plata en el Goldman Index, y otros banqueros lo notaron y crearon sus propios índices de alimentos para sus propios clientes. Los inversores estaban felices de ver subir el valor de sus acciones, pero el precio creciente de desayunos, almuerzos y cenas no mejoró nada la vida de los que intentamos comer. Los fondos de commodities empezaron a causar problemas.»
Así empezaba un artículo revelador, publicado en 2010 en Harper’s por Frederick Kaufman, titulado «The food bubble: How Wall Street starved millions and got away with it».
—La comida fue financializada. La comida se volvió una inversión, como el petróleo, el oro, la plata o cualquier otra acción. Cuanto más alto el precio mejor es la inversión. Cuanto mejor es la inversión más cara es la comida. Y los que no pueden pagar el precio que lo paguen con hambre.
Yo había buscado una foto suya en internet, para reconocerlo en el bar de Wall Street donde me había citado; en la foto, Kaufman tenía una camiseta blanca, barba de cuatro días, el pelo alborotado y la sonrisa ancha: un grandote levemente salvaje. Pero esa tarde vi llegar a un señor casi bajito envuelto en traje azul atildado correcto con su camisa impecable y su corbata, llevando de la correa a su caniche blanco. Después me dijo que venía de un almuerzo y que lo disculpara por el perro pero estos días andaba tan ocupado presentando su último libro, Bet the farm, y que en algún momento tenía que sacarlo. Fred Kaufman se sentó y me dijo que teníamos una hora.
—A principios de los noventas los ejecutivos de Goldman Sachs estaban a la búsqueda de nuevos negocios. Y su filosofía de base, la filosofía de base de los negociantes, es que «todo puede ser negociado». En ese momento tuvieron la astucia de pensar que las acciones y bonos de deuda y todo eso quizá no tendrían tanto valor en el largo plazo; que lo que siempre tendría valor era lo más indispensable: la tierra, el agua, los alimentos. Pero estas cosas no tenían volatilidad, y eso era un problema para los traders. Toda la historia de los mercados de alimentos —y la historia de la civilización— consistió en tratar de dar cierta estabilidad a los precios de un producto muy inestable. La comida es fundamentalmente inestable, porque hay que cosecharla dos veces por año, y esa cosecha depende de una serie de cuestiones que no podemos manejar: la meteorología, sobre todo. Pero la historia de las civilizaciones depende de esa estabilidad. La civilización se hizo en las ciudades; allí aparecieron la filosofía, las religiones, la literatura, los oficios, la prostitución, las artes. Pero la gente de las ciudades no produce comida, así que había que asegurar que pudieran comprarla a un precio más o menos estable. Así empezó la civilización en el Medio Oriente. Y, muchos siglos después, en América también fue así. Durante el siglo xx los precios del grano fueron muy estables —salvo en breves períodos inflacionarios— y este siglo fue el mejor para este país.
El caniche era paciente, educado. Mientras su dueño hablaba él lo miraba, quieto como si no lo hubiera escuchado tantas veces. Fred Kaufman era un torrente de palabras:
—Los banqueros no entienden los beneficios de tener un precio estable para los alimentos; lo que entienden, al contrario, es que si hay más volatilidad ellos van a hacer más dinero a lo largo de mucho tiempo, porque la demanda de alimentos nunca va a desaparecer; al contrario, va a aumentar siempre. Entonces les interesaba crear las condiciones para atraer grandes capitales a estos mercados y, sobre todo, para mantener esos capitales allí y hacer mucha plata manejándolos. Eso es lo que querían: plata. A ellos no les importan los mercados, no les importan los alimentos; les importa la plata. Para eso debían convertir ese mercado, que durante un siglo sirvió para mantener la estabilidad de los precios y la seguridad de los productores y consumidores, en una máquina de producir volatilidad y, por lo tanto, de producir dinero: para eso crearon su Índex, que les permitió atraer los capitales de muchos inversores y manejarlos. Y eso produjo un aumento sostenido de los precios. En unos años triplicaron los precios del grano; sí, lo triplicaron, y millones de chicos se murieron, felicitaciones. Todos los especuladores predicen que los precios de los alimentos se van a duplicar en los próximos veinte años; si eso sucede, y los habitantes de los países pobres tienen que gastar el 70 u 80 por ciento de sus ingresos en comida, la primavera árabe será una fiesta de quince al lado de lo que va a pasar en el mundo. Hay gente que cree que eso no va con nosotros, que no es nuestro problema. Acá estamos a dos cuadras del Ground Zero: creo que ya nos dimos cuenta de que en el mundo hay gente que está muy enojada con nosotros y que pueden hacer cosas que pueden afectarnos.
Dijo Kaufman, y su caniche blanco lo miró preocupado.
Pero ahora, en Chicago, en pleno piso, Leslie trata de explicarme el mecanismo. Me cuesta; pasa un rato largo hasta que creo que entiendo algo:
Supongamos que quiero hacer negocios. Yo, por supuesto, no he visto un grano de soja en mi vida, pero puedo vender ahora mismo una tonelada para entregar el 1 de septiembre de 2014 —un futuro— al precio del mercado: digamos que 500 dólares. Todo mi truco consiste en esperar que el mercado se haya equivocado y la tonelada de soja valga, fin de agosto, 450 dólares. Porque yo, que nunca tuve soja, podré comprar entonces por ese precio la tonelada que debo entregar —y me habré ganado 50 dólares. O, mejor, vender mi contrato para que otro lo haga —y quizás, entonces, gane 49. O, si soy impaciente o quiero alfombrar mi baño o dedicarme full time a la pintura prerrafaelista, podría venderlo en cualquier momento entre ahora y septiembre 2014. Mañana, por ejemplo, si la «soja septiembre 2014» sube un dólar y tengo ganas de hacer plata rápida.
Pero también, me explica Leslie, podría ser que la soja septiembre 2014 termine a 600 dólares y yo habré perdido 100, por ejemplo. Para evitarlo, me dice, podría ser más sofisticado y comprar, en lugar de un contrato a futuro, una opción. Una opción es un contrato que me da el derecho —pero no la obligación— de vender una tonelada de soja a 500 dólares la tonelada en septiembre próximo. Por eso le voy a pagar al que se compromete a comprármela a un precio —digamos 20 dólares. Si llega octubre y la soja está a 450, habré ganado 30, porque el tipo que me vendió la opción está obligado a comprarme a 500 dólares la soja que yo podré comprar a 450; menos 20 que me costó ese derecho, son 30. Entonces puedo vender mi opción a 30, o 29, y ganar ese dinero directamente, sin hacer la operación. Y el que me la compra especula con que una semana después la soja esté a 445 y entonces en esa semana habrá ganado 5 dólares más, y así de seguido. Y si la soja termina a 600 yo habré perdido solo 20: no ejerzo mi opción y ahí se acaba todo.
—Uffff.
Ésa es la teoría, que no tiene nada que ver con la práctica. En la práctica esas opciones se compran y se venden todo el tiempo, sin parar: en última instancia, el precio de la soja en septiembre 2014 o pasado mañana o el mes próximo es solo un número que hay que prever con la mayor precisión posible para poder apostar con éxito sobre sus variaciones, pero sería lo mismo que fuera la temperatura de St. Louis Missouri a lo largo de las próximas 24 horas o la cantidad de eruptos en una cena de negocios de catorce vendedores de cilicio líquido. Podría ser cualquiera de esas cosas y tantas más, pero si fueran no cambiarían las vidas de millones: aquí el precio de los granos es la base para un juego de especulaciones; fuera de aquí, es la diferencia entre comer y no comer.
Aquí, mientras tanto, el negocio está en sacar provecho de las pequeñas diferencias diarias u horarias o minuteras en la cotización; esas ínfimas variaciones, si las cantidades son importantes, producen diferencias sustanciales. Y todo gracias a los errores de cálculo del mercado que, para fortuna de sus cultores, siempre se equivoca.
Es curioso: los que trabajan en el mercado, los que cantan las más encendidas loas al mercado, los que viven tan pingües gracias al mercado, trabajan con los errores del mercado. Y ninguno dice —con sus whiskies en el bar, en sus artículos de The Economist, en sus clases de las escuelas de negocios— lo que me gusta del mercado es que siempre se equivoca.
Pero el error del mercado es condición de sus negocios. Si no se equivocara, si la soja futura septiembre 2014 negociada esta mañana a 500 costara 500 en septiembre 2014, este templo estaría desierto, no habría forma de hacer negocios con todo esto. Nadie lo dice: cantan sus Panegíricos, difunden la Palabra, te dicen que el Mercado es la cura para todos los males.
Viven de sus errores.
3.
La transformación de la comida en un medio de especulación financiera ya lleva más de veinte años. Pero nadie pareció notarlo demasiado hasta 2008. Ese año, la gran banca sufrió lo que muchos llamaron «la tormenta perfecta»: una crisis que afectó al mismo tiempo a las acciones, las hipotecas, el comercio internacional. Todo se caía: el dinero estaba a la intemperie, no encontraba refugio. Tras unos días de desconcierto muchos de esos capitales se guarecieron en la cueva que les pareció más amigable: la Bolsa de Chicago y sus materias primas. En 2003, las inversiones en commodities alimentarias importaban unos 13.000 millones de dólares; en 2008 llegaron a 317.000 millones —casi 25 veces más dinero, casi 25 veces más demanda. Y los precios, por supuesto, se dispararon.
Analistas nada sospechosos de izquierdismo calculaban que esa cantidad de dinero era quince veces mayor que el tamaño del mercado agrícola mundial: especulación pura y dura. El gobierno norteamericano desviaba cientos de miles de millones de dólares hacia los bancos «para salvar el sistema financiero» y buena parte de ese dinero no encontraba mejor inversión que la comida —de los otros.
Ahora en la Bolsa de Chicago se negocia cada año una cantidad de trigo igual a cincuenta veces la producción mundial de trigo. Digo: aquí, cada grano de maíz que hay en el mundo se compra y se vende —ni se compra ni se vende, se simula— cincuenta veces. Dicho de otro modo: la especulación con el trigo mueve cincuenta veces más dinero que la producción de trigo.
El gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo no precisa tenerlo. Es más, sería una rareza vender lo que uno tiene: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de ficción, fortunas.
Y los que no saben contratan programadores de computación. Más de la mitad del dinero de las bolsas del mundo rico está en manos del HFT —High Frecuency Trading—, la forma más extrema de especulación algorítmica o automatizada. Son muchos nombres para algo muy complicado y muy simple: supercomputadoras que realizan millones de operaciones que duran segundos o milisegundos; compran, venden, compran, venden, compran venden compren vompran cempren venpran comden cemden sin parar aprovechando diferencias de cotización ínfimas que, en semejantes cantidades, se transforman en montañas de dinero. Son máquinas que operan mucho más rápido que cualquier persona, autónomas de cualquier persona. Me impresiona que los dueños de la plata pongan tanta plata en las manos —llamémosles manos— de unas máquinas que podrían despistarse y cuyo despiste podría costarles auténticas fortunas: que tengan tal confianza en la técnica o, quizá, tal avidez.
Los HFT son la especulación más pura: máquinas que solo sirven para ganar plata con más plata. Son operaciones que nadie hace sobre contratos que no están hechos para ser cumplidos acerca de mercaderías que nunca nadie verá: compra y venta de la nada en segundos, mercado puro sin la intromisión de ninguna realidad. Plata sobre plata, humo creando fuego, la ficción más rentable.
La máquina giraba a mil por hora. Aquel día, 6 de abril de 2008, una tonelada de trigo había llegado a costar 440 dólares. Era increíble; solo cinco años antes costaba tres veces menos: alrededor de 125. Los cereales, que se habían mantenido en valores nominales constantes —que habían, por lo tanto, bajado sus precios— durante más de dos décadas, empezaron a trepar durante el año 2006, pero en los primeros meses de 2007 su ascenso se había vuelto incontenible: en mayo, el trigo pasó los 200 dólares por tonelada, en agosto los 300, los 400 en enero; lo mismo sucedía con los demás granos.
Y, como dicen los negociantes, el mercado alimentario tiene una «baja elasticidad». Es su forma de decir que, pase lo que pase con la oferta, la demanda no puede cambiar tanto: que, si los precios suben mucho, se puede postergar la compra de un coche o de una zapatilla, pero muy poca gente acepta de buena gana postergar la compra de su almuerzo. O sea: que, aunque los precios suban, todos los que puedan van a pagarlo —y que los que no puedan quedarán muy incómodos.
El aumento no tenía, por supuesto, una causa exclusiva. Una de ellas fue el aumento extraordinario del precio del petróleo, que en esos días de abril bordeaba los 130 dólares por barril, el doble que doce meses antes. El petróleo es tan importante para la producción agropecuaria que un ensayista político inglés, John N. Gray, dijo hace poco que «la agricultura intensiva es extraer comida del petróleo». Se refería, entre otras cosas, a ese cálculo tan cacareado que dice que producir una caloría de comida cuesta 7 calorías de combustibles fósiles.
El precio del petróleo influye en el precio de los alimentos de varias maneras. Para empezar, porque influye en cualquier precio: la energía es la sangre que el cuerpo global necesita para funcionar —dijo hace tiempo un gran capitalista con arranques líricos— y su precio es el precio de todo. Y, en particular, los alimentos incluyen en su costo una parte significativa de combustible: en su producción —por las máquinas rurales y porque la mayoría de los abonos y pesticidas contienen alguna forma de petróleo—, en su transporte, en su almacenamiento, en su distribución. Pero, además, el aumento del precio del petróleo le dio más entidad todavía a los famosos agrocombustibles.
Empezaron llamándolos biocombustibles; últimamente, grupos críticos insisten en que el prefijo «bio» les presta una pátina de honorabilidad ecololó que no merecen —y postulan que los llamemos agrocombustibles. Parece que lo agro no está tan cotizado como lo bio en la conciencia cool. Pero hay gente que paga mucha plata para conseguirles buena prensa: en el año 2000 el mundo produjo 17.000 millones de litros de etanol; en 2013, cinco veces más: 85.000 millones. Y nueve de cada diez litros se consumieron en Estados Unidos y Brasil.
El etanol es el agrobío más usado y, también, el más antiguo. Durante 10.000 años sirvió sobre todo para emborracharse; en los años treinta del siglo pasado, Brasil, que todavía no tenía petróleo, empezó a destilarlo de su caña de azúcar y utilizarlo, mezclado con gasolina, para impulsar sus coches. Con el fin de la Segunda Guerra el petróleo se volvió tan barato que el etanol quedó poco menos que olvidado; en los setentas, cuando la crisis internacional del crudo, Brasil recuperó la idea y, poco después, los Estados Unidos, hartos de depender del petróleo que le vendían sus enemigos —o, peor, ciertos amigos—, decidió imitarlo.
Que Estados Unidos sufra su dependencia del petróleo es una paradoja rara, casi una forma de justicia poética: a principios del siglo xx la pelea por la economía global tenía al carbón inglés de un lado contra el petróleo americano del otro. Los americanos consiguieron imponer el petróleo como energía hegemónica en el mundo —básicamente porque tenían poder y tenían mucho. Y ahora su petróleo no alcanza a cubrir un tercio de sus necesidades y tienen que importarlo desde países hostiles o medio hostiles o susceptibles de serlo —y, por lo tanto, deben mantenerlos controlados con una fuerza militar que les cuesta fortunas. Los Estados Unidos siguen gastando un 40 por ciento de los 1.580 millones de millones de dólares que el mundo revolea en gastos militares. Por eso fabricar combustible con recursos propios es una prioridad geopolítica.
Y es otra forma de usar los alimentos para no alimentar.
Y un negocio de primera para muchos.
El agrocombustible es la penúltima respuesta a la superproducción de granos que complica desde hace décadas a la agricultura norteamericana. En el último medio siglo las técnicas agrarias mejoraron como nunca, los subsidios a los granjeros aumentaron muchísimo, y sus explotaciones consiguieron rendimientos inéditos: no sabían qué hacer con tanto maíz, con tanto trigo. En la segunda mitad del siglo xx los Estados Unidos se enfrentaron a un problema con pocos antecedentes en la historia de la humanidad: la superproducción de alimentos. Parece un chiste que ése fuera el problema del mayor productor de comida de un mundo donde falta comida.
Entre otros efectos, la superproducción mantuvo muy bajos los precios de la comida durante un largo período. Uno de los primeros usos de ese excedente fue político: la exportación, bajo capa de ayuda, de grandes cantidades de grano. Ya hablaremos del programa «Food for Peace».
Otra respuesta consistió en usar esos granos para alimentar el ganado: en Estados Unidos vacas, cerdos y pollos todavía se comen el 70 por ciento de los cereales. El consumo de carne llegó a niveles que nunca había tenido.
Después vendrían otros usos: jarabes de maíz —gran endulzador de la industria alimentaria—, detergentes, textiles y, últimamente, el agrocombustible.
El etanol norteamericano está hecho de maíz, uno de sus cultivos principales. Los Estados Unidos producen el 35 por ciento por ciento del maíz del mundo, más de 350 millones de toneladas al año. Una ley federal, la Renewable Fuel Standard, dice que el 40 por ciento de ese grano debe ser usado para llenar los tanques de los coches. Es casi un sexto del consumo mundial de uno de los alimentos más consumidos del mundo. Con los 170 kilos de maíz que se necesitan para llenar un tanque de etanol-85, un chico zambio o mexicano o bengalí puede sobrevivir un año entero. Un tanque, un chico, un año. Y se llenan, cada año, casi 900 millones de tanques.
Va de nuevo: el agrocombustible que usan los coches estadounidenses alcanzaría para que todos los hambrientos del mundo recibieran medio kilo de maíz por día.
Jean Ziegler, siempre tajante, dice que «los biocombustibles son un crimen contra la humanidad».
El gobierno americano no solo obliga a usar el maíz para empujar coches; también entrega a quienes lo hacen miles de millones de dólares en subsidios. Una forma clara de redistribución de la riqueza: un gobierno toma los impuestos de todos y los entrega a sectores con el poder necesario para presionarlo. El lobby de los granjeros americanos tiene mucho peso por diversas razones y una de ellas es que sus estados, escasamente poblados, tienen los mismos tres senadores que Nueva York o California.
No es un argumento presentable. Así que las leyes y resoluciones que subvencionan el etanol hablan, por supuesto, de la «independencia energética» y de la «lucha contra el cambio climático». Pero la huella de carbono del agrocombustible es pesada: Frédéric Lemaître dice en Demain, la faim! que el etanol de maíz solo disminuye las emisiones de CO2 de los coches entre 10 y 20 por ciento —y que computando todo lo que emiten los tractores y abonos y pesticidas necesarios para producirlo y transportarlo y la energía eléctrica necesaria para procesarlo, el balance ecológico es negativo.
Y que el aumento de la demanda de maíz producida por el etanol es responsable de un porcentaje importante —que nadie puede definir con precisión— del aumento del precio de los alimentos. Un ejemplo: muchos granjeros del Medio Oeste americano dejaron de cultivar el maíz blanco que vendían, entre otros, a México —para pasarse al amarillo que se usa para hacer etanol. Entonces los precios de la harina se duplicaron o incluso triplicaron en México y miles de personas salieron a la calle. Lo llamaron la revuelta de las tortillas.
En Guatemala no salieron. En Guatemala la mitad de los chicos están malnutridos. Hace veinte años Guatemala producía casi todo el maíz que consumía. Pero en los noventas empezaron a llegar los excedentes americanos, baratísimos por los subsidios que recibían en su país, y los campesinos locales no pudieron competir con esos precios. En una década la producción local había disminuido una tercera parte.
En esos días, muchos campesinos tuvieron que vender sus tierras a empresas que ahora plantan palmeras para hacer aceite y etanol, caña para azúcar y etanol. Y los que pudieron seguir cultivando las suyas encontraron más y más dificultades: amenazas armadas para que las vendan, propietarios que prefieren dejar de alquilarles las suyas para trabajar con las grandes compañías, grandes plantaciones que se llevan el agua o la envenenan con sus químicos.
El problema se agudizó en los años siguientes: los americanos empezaron a usar su maíz para hacer etanol y los precios subieron, y subieron más con los grandes aumentos que precedieron a la crisis de 2008. Ahora, en las tortillerías guatemaltecas, un quetzal —unos 15 centavos de dólar— compra cuatro tortillas; hace cinco años compraba ocho. Y los huevos triplicaron su precio porque los pollos también comen maíz.
Son ejemplos.
Pero no creo que nadie lo haga para perjudicar a nadie.
Quiero decir: no es que las autoridades y los lobbies y los productores agrícolas americanos quieran hambrear a los chicos guatemaltecos. Solo quieren mejorar sus ventas y sus precios, depender menos del petróleo, cuidar el medioambiente —y eso produce ciertos efectos secundarios: sucede, qué se le va a hacer.
Shit happens.
El uso de granos para producir agrocarburantes liga más todavía los precios agrarios a los precios petroleros: si la gasolina sube el etanol también —y con él el maíz. De ahora en más los conflictos geopolíticos que solían influir en el precio del petróleo influirán mucho más directo en el precio de los alimentos.
(En 2012 la Comisión Europea aceptó algunos de estos argumentos: unos años antes había definido que todos los transportes del continente debían usar un 10 por ciento de agrocombustible antes de 2020. Ante el ataque de oenegés y partidos que la acusaban de sacarle la comida a los pobres, decretó que la mitad de ese combustible debía provenir de maderas, pastos, desechos agrícolas, pajas, algas: algo que no pudiera ser comida.
Desde mediados de la década pasada la gran esperanza blanca fue la «segunda generación de biocombustibles», fabricados a partir de vegetales no comestibles, que debían bajar el precio de los granos y acabar con esta competencia entre choferes y comedores. Se suponía que sus procesos eran más complicados y más caros pero valían la pena. En el último trimestre de 2007 la inversión mundial en desarrollo de esos productos llegó a un pico de 7.600 millones de dólares; incluso las grandes petroleras, como BP y Shell, se habían lanzado. No funcionó como esperaban; en el primer trimestre de 2013 la inversión había caído a 57 millones: muy poco más que cero.
Parece levemente monstruoso que la producción de vegetales para el transporte compita con la producción de vegetales para la alimentación —y probablemente lo sea. Pero sucedió siempre. Durante milenios, mucha tierra se usó para alimentar a los animales de tiro y de silla. Todavía a principios del siglo xx, Estados Unidos dedicaba un cuarto de su tierra cultivada a alimentar a sus caballos. Solo en los últimos cien años, con la irrupción del petróleo, la producción agraria pudo dedicarse casi toda a la alimentación —y ésa fue, probablemente, otra razón para que sus precios bajaran. Ahora, parece, el intervalo terminó, y ciertas cosas vuelven a lo que eran.)
4.
El discurso de aquel señor que no sabía hacer discursos se hizo famoso, como siempre, por su torpeza: «Hay 350 millones de personas en la India que están clasificados como clase media. Eso es más grande que América. Su clase media es mayor que toda nuestra población. Y cuando uno empieza a ganar dinero, empieza a pedir mejor alimentación, mejor comida. Entonces la demanda sube, y eso hace que los precios suban», dijo George W. Bush en mayo de 2008, en medio de la crisis. Se suele pensar que otra de las causas del aumento de los precios de los alimentos es la mejora del poder adquisitivo de millones y millones de indios y chinos, que les permite comer más —y aumentar enormemente la demanda de alimentos.
Es cierto, con matices.
Algunos matices están 169 páginas atrás: los 500 o 600 millones de indios que siguen comiendo mal y poco, los 250 que no comen ni siquiera el mínimo indispensable. Pero es cierto que la entrada al mercado global de alimentos de esos indios y esos chinos ayudó a subir los precios: entre otras cosas porque esos cientos de millones están empezando a comer —están, por ahora, tratando de comer— como si fueran americanos o europeos.
Y eso sí que descalabra el orden global —cuya condición de existencia es que no todos quieran o puedan hacer lo mismo que hacen los que lo controlan.
El chiste: como hay más personas que pueden consumir comida y entran en el mercado, la demanda crece. Como la demanda crece, los precios suben y esas personas que habían entrado en el mercado se quedan afuera otra vez. Y otros con ellos —o sin ellos.
En 2001 China exportó alrededor de siete millones de toneladas de grano; en 2012 importó más de diez millones. Esos 17 millones de diferencia —más que todas las exportaciones de grano de Brasil— produjeron un cambio significativo en el mercado mundial. Y esto sin contar la soja. Hasta los años noventa China se autoabasteció de soja, pero entonces su gobierno decidió multiplicar la cría de cerdos alimentados con soja importada; en 2012 China compró casi 60 millones de toneladas de soja. Eso es mucha soja: más que toda la producción argentina, por ejemplo. Comer carne siempre es más caro.
Queda dicho: durante décadas los países ricos del Occidente cristiano democrático y solidario comieron toda la carne que se les antojó. Ahora se preocupan por el despilfarro que eso significa —porque los chinos empezaron a hacer lo mismo que ellos. Son sociedades basadas en la exclusión: solo pueden funcionar como lo hacen si las otras no.
En China y en la India lo que marca el acceso completo a la famosa clase media es tener coche y comer carne. En China el consumo de carne pasó de 14 kilos por persona y por año en 1980 a 55 ahora. En la India, en cambio, gracias a sus cientos de millones de pobres y malnutridos, la media se mantiene en sus cinco kilos por cabeza. En los países ricos de Occidente la media sigue siendo, desde hace décadas, superior a 80 kilos por año y persona.
Un momento tan claro de la competencia entre clases, de la torta finita: cuantos más ricos comen carne, más pobres no comen.
El aumento de precios, por supuesto, tuvo más causas. Nacían personas y la demanda mundial seguía creciendo a su ritmo acostumbrado: unas 220.000 bocas nuevas por día, 80 millones por año —la gran mayoría en el OtroMundo. Pero eso venía sucediendo año tras año y nunca había tenido mayor peso. Y el estribillo habitual de la caída de la oferta no terminaba de sonar afinado. Ese año 2008 Estados Unidos tuvo una de las mayores cosechas de trigo de su historia; tanto que, tras la temporada de venta, el Departamento de Agricultura del gobierno federal informó que los graneros americanos todavía guardaban casi 18 millones de toneladas de trigo: un récord absoluto. Mientras los precios subían y el hambre crecía, el grano se amontonaba en los silos del Medio Oeste. O se vendía para los animales que podían pagarlo: mientras los precios subían y el hambre progresaba, ese año, 55 millones de toneladas de trigo fueron vendidas, solo en Estados Unidos, para engordar animales.
Pero las reservas globales de granos habían bajado: varios elementos llevaban años reduciendo la producción en distintos rincones del mundo —y seguían amenazando. Problemas climáticos agudos: la sequía sostenida en Australia, sobre todo, uno de los grandes productores agrarios; las inundaciones en el sur de la India y el oeste de África; las heladas extraordinarias en China; la ola de calor en el norte de Europa.
Y cuestiones más estructurales. En los países ricos el rendimiento de las plantaciones bajó su ritmo de aumento o, incluso, se estancó. Científicos dicen que la manipulación de las semillas llegó a un techo: que ya no hay mucho más que puedan modificar para mejorar su rendimiento. Y, por otro lado, el uso discrecional de insecticidas y herbicidas creó especies de superinsectos y superhierbas súper resistentes. Incluso el famoso, omnipresente glifosato ya tiene yuyos que lo desafían y le ganan.
Y los suelos se agotan: de tan usados, pierden sus nutrientes y se vuelven cada vez más áridos. Un informe de Naciones Unidas dice que cada año el uno por ciento de la superficie arable del mundo, unos 12 millones de hectáreas, queda inutilizado. Con el agua pasa lo mismo: muchos de los acuíferos usados para irrigar se están agotando —o se agotaron. En los setentas se generalizó —en los países más o menos ricos— el uso de bombas a motor y la cantidad de agua extraída se multiplicó. Hay acuíferos que la lluvia rellena; hay otros, más subterráneos, que solo tienen lo que tienen. El de Ogallala, que provee un tercio del agua usada en las plantaciones norteamericanas, podría secarse en menos de tres décadas. En China, en la India, en el resto del mundo hay miedos semejantes.
Mientras tanto, 2008, los efectos del círculo vicioso: como los alimentos aumentaban, varios gobiernos —India, China, Filipinas, Vietnam, Ucrania, Rusia, Argentina, Indonesia— redujeron las cuotas de exportación para controlar los precios locales; entonces la oferta de alimentos bajó y sus precios subieron más.
Y la mayoría de los Estados no tenía suficientes instrumentos para manejar sus precios internos, cada vez más ligados al mercado mundial. Los habían perdido por varias razones: entre ellas, porque habían reducido brutalmente sus reservas de alimentos.
Sabemos que los alimentos más consumidos no son solo mercancía: son uno de los elementos políticos más poderosos en cualquier situación. Por eso, durante milenios, los gobernantes trataron de mantener grandes stocks. Ya desde antes de aquel faraón al que el judío José engatusó con un truco freudiano, manejar los graneros es manejar una sociedad: socorrerla en tiempos de emergencia o controlar sus precios en cualquier otro tiempo. Pero a principios de este siglo muchos de esos depósitos estaban vacíos.
Por un lado, ciertos Estados ricos se convencieron de que, con el crecimiento de los transportes y mercados globales, mantener grandes reservas ya no tenía sentido. Alcanzaba con tener la plata: si faltaba se compraba —y se recibía en unos días. Y los Estados pobres habían dejado de tener esas reservas porque, en los ochentas y noventas, el FMI y el Banco Mundial los habían obligado a no intervenir más en los mercados de sus países «para no interferir en el libre juego de la oferta y la demanda» —o, dicho de otro modo, para que no se cargaran con la obligación de ocuparse de sus pobres.
En plena crisis el presidente del Banco Mundial, Robert Zoelick, dijo que ese proteccionismo era la causa de los aumentos y que se necesitaba «más libertad en los mercados». Zoelick había ocupado cargos importantes en las administraciones de Reagan y los dos Bush —y había dirigido Goldman Sachs. Pero un informe de la propia Goldman Sachs —la inventora del primer fondo de inversiones en alimentos— dijo, entonces, que «sin dudas, el aumento de los fondos dirigidos a las commodities alimentarias impulsó los precios».
La comida subía por todas partes. Los aumentos, por supuesto, no influían igual en todas ellas. Cuando el precio del trigo se duplica en Estados Unidos el pan puede aumentar entre un cinco y un diez por ciento —porque la materia prima es una parte ínfima del precio de los alimentos: transporte, elaboración, conservación, patentes, publicidad, packaging, distribución, margen del minorista pesan más. En cambio en Túnez, en Managua, en Delhi el pan —o el grano con el que una mujer hará pan o tortillas o chapatis— costará el doble o quizá más.
Y, sobre todo: en los países ricos el consumidor habitual gasta menos de un diez por ciento de sus ingresos en comida —aunque sus pobres pueden llegar al 25 o 30 por ciento. En los países del OtroMundo hay más de 2.000 millones de personas que gastan en comer entre 50 y 80 por ciento de lo que consiguen: un pequeño aumento de los precios los condena al hambre.
Estos datos —y seguramente alguno más— explican por qué en 2008 los precios de los alimentos aumentaron y nunca más bajaron.
Aquel día, 6 de abril de 2008, miles de trabajadores y de desempleados marchaban en los suburbios de El Cairo para protestar contra el aumento de los precios del pan: para pedir comida. Egipto es el primer importador de trigo del mundo; solo produce la mitad de lo que necesita. En menos de tres años, el precio del pan, la comida principal de 40 millones de pobres, se había quintuplicado. Ese día y los días que siguieron la policía egipcia reprimió, tiró, mató manifestantes. Al fin, el gobierno cedió y mandó al ejército a producir y distribuir pan para los más hambrientos.
Habría podido ser un episodio aislado. Pero en Uagadugu, la capital de Burkina Faso, había pasado algo muy parecido dos semanas antes y solo la intervención del ejército terminó con las manifestaciones. En Daca miles de personas quemaron y saquearon lo que pudieron protestando contra el aumento del arroz, que se negociaba a 1.000 dólares la tonelada en la Bolsa de Chicago —y cinco años antes costaba 195. Del lado indio de Bengala, miles quemaban negocios de comida subsidiada por el gobierno porque sus dueños querían venderla a precios de mercado negro. Y en Port-au-Prince en Haití las protestas por el hambre obligaron al primer ministro a renunciar. Y en Duala en Camerún una protesta de choferes de taxi degeneró en grandes manifestaciones contra los precios de los alimentos y más de veinte manifestantes muertos. Y en Dakar en Senegal pasó algo semejante, y en Abidyán en Costa de Marfil y en Maputo en Mozambique y en Yemen y en Pakistán y en Etiopía, en la India Indonesia Filipinas, en México Tayikistán Brasil y tantos otros hubo miles y miles de personas peleando contra soldados y policías para afirmar su derecho a comer todos los días.
E incluso en Milwaukee, Winsconsin, donde un cuarto de la población vivía bajo la línea oficial de pobreza, miles de personas se juntaron una noche de junio frente a una oficina pública donde, se decía, iban a repartir cupones de comida. No había, y los miles empezaron a romper todo lo que encontraban a su paso.
«Mientras 200.000 millones de dólares aterrizaron en el mercado alimentario, 250 millones de personas cayeron en la pobreza extrema. Entre 2005 y 2008 el precio global de la comida aumentó un 80 por ciento, y nadie se sorprendió cuando The Economist anunció que el precio real de la comida había alcanzado su nivel más alto desde 1845, el año en que la revista lo calculó por primera vez», escribió después Frederick Kaufman.
Las revueltas por la comida siguieron durante todo el año. Alguien recordó que hacía décadas que no había «hambre urbano» en el mundo y que el hambre urbano no es lo mismo que el hambre rural: cuando los campesinos tienen hambre caminan, huyen, buscan; cuando los habitantes de las ciudades tienen hambre salen a la calle.
Hubo muertos y heridos y arrestados; los gobiernos terminaron por recortar los impuestos de los productos de primera necesidad o subvencionar su importación o prohibir su exportación. Algún gobierno cayó, los precios al final cayeron, millones de personas más cayeron en la pobreza extrema y el mundo tuvo más hambrientos que nunca en su historia. Llegó, por primera vez, a los mil millones de personas.
Mil millones de hambrientos.
Quizás alguna vez 2008 se convierta en una fecha inaugural: el momento en que volvió a haber enfrentamientos globales por comida.
«La comida es el nuevo oro», escribó entonces un periodista del Washington Post, en una fórmula que funcionó: significaba sobre todo que había pasado de ser un bien de consumo a un bien de tesorización y especulación, y no cualquiera: el bien cuyo precio más había crecido en los últimos años.
Para muchos, significaba que habían dejado de comerlo.
5.
Más tarde, cuando almorcemos ensaladas en bar del Board, Leslie —llamémoslo Leslie— me contará pedazos de su vida con esa candidez que sobre todo los americanos: sus padres inmigrantes, su voluntad de crecer para ser un verdadero americano, sus titubeos, su decisión de dedicarse a algo que le diera realmente dinero —su forma de ser un verdadero americano. Pero su decepción con el modo en que las grandes corporaciones dominan el asunto, su desagrado con la manera en que trabajan solo para sus intereses, su rabia con la prepotencia con que el gobierno cree que puede dictarles sus conductas: cóleras, más que incomodidades, incómodas para un señor que trabaja de ponerle combustible a esas operaciones.
—Por favor, quería pedirte que no me describas. No por nada, pero no quiero que me reconozcan.
Me dirá, con el postre, casi avergonzado.
Leslie —llamémoslo Leslie— es un resto del pasado, dinosaurio que sigue operando en el templo, la Bolsa de Chicago. Su colega Diego —llamémoslo Diego— es el presente y, si aquel dios no lo remedia, un futuro. Diego tampoco quiere que diga su nombre, ni el de su compañía. Su empresa es una de las grandes corporaciones cerealeras del mundo y, me dice Diego, tiene una cantidad de regulaciones sobre lo que sus empleados pueden decir o no decir: si no le prometo no nombrarla, no podrá decirme casi nada:
—Hoy en la oficina me preguntaban si no me daba miedo hablar con alguien que va a escribir un libro sobre el hambre, y yo les decía que no, porque tengo la conciencia muy tranquila. Yo no podría trabajar en un negocio donde piense que contribuyo al hambre de alguien, así sea una sola persona. Me he planteado esta pregunta mil veces, y estoy seguro de que no contribuyo, que mi compañía no contribuye al hambre de la gente.
—¿Por qué?
—Es como el chiste del zapatero que manda dos vendedores a África. Uno vuelve y le dice no hay negocio, África es un fracaso rotundo, allá nadie usa zapatos, no vamos a vender nada. Y el otro vuelve y le dice es una mina de oro, en África nadie tiene zapatos, nos vamos a cansar de vender. Acá es lo mismo: mientras más gente coma en el mundo más vamos a vender.
Dice Diego y yo le digo que su metáfora es riesgosa —si no tienen, vamos a hacer negocio— y él me mira con una punta de reproche, como decepcionado:
—No, quiero decir que lo que tratamos es de llegar a la mayor cantidad de mercados posibles. No estoy tratando con diamantes, que quiero tapar la cantidad que hay para que los pocos privilegiados que lo puedan comprar lo paguen más y lo disfruten en secreto. No, mi negocio es el volumen. A mí lo mejor que me puede pasar es que todo el mundo coma, no que no coma.
Diego —llamémoslo Diego— es argentino y lleva algunos años en las oficinas neoyorquinas de su firma: es «trader de futuros» —hay que atreverse a ser trader de futuros— o sea que se dedica al «financial risk management». Diego trabaja con los productos más habituales, dice, los que se llaman «vainilla» porque es el sabor más común. Diego anda por los cuarenta, rubio, la sonrisa fácil, la camisa celeste con su polista bordado sobre el pecho y así, con la sonrisa fácil, insiste: para mí el negocio es que más gente coma, no que menos, dice, y me mira. Yo no debo mostrar mucho entusiasmo, porque Diego me pregunta si no estoy de acuerdo:
—¿Qué, no estás de acuerdo?
—Bueno, no mucho. Para empezar, la harina que ustedes venden para que coman los chanchos o los pollos o las vacas, para hacer carne, es bastante de las formas menos eficaces de ingerir proteínas. Cuando yo me como un bifecito, con la proporción de las proteínas vegetales que consumió la vaca que produjo ese bifecito podría haber dado de comer a diez tipos.
—Sí, yo sé, es muy ineficiente. Si nos acostumbráramos a comer quinoa o soja habría mucha más comida. Pero el hombre es el único animal que no come para satisfacer sus necesidades nutritivas. El hombre come porque le gusta. Hoy leí algunas de las historias de tu Proyecto Hambre en tu blog y la verdad que me quedé muy mal, me cuesta procesar este tipo de cosas. Parece muy fácil terminar con el hambre en el mundo. Un chico en África necesita un aporte calórico de… ponele 1.500. ¿Qué tiene que comer para no estar desnutrido? ¿Dos platos de soja con un vaso de leche por día? Pero también el mercado te indica qué es lo que se consume. Yo no puedo decir no voy a vender más soja para alimentar animales, voy a dedicar toda a la nutrición humana, porque no me la compra nadie. Ahí actúa el mercado. Entonces, si hago eso, lo único que voy a conseguir es que aumente el precio de la carne, porque va a haber menos y va a ser más cara porque las vacas van a tener que comer pastura, y que baje el de la soja, porque nadie la va a querer.
Yo lo miro, Diego —llamémoslo Diego— se da cuenta y se contesta solo:
—¿Puede ser que eso contribuya de alguna manera negativa o, mejor, que deje de contribuir positivamente? Puede ser, es una discusión bastante filosófica.
Dice, y que el hambre es un negocio para muchos.
—El hambre es un negocio para muchos.
Dice, y yo me sorprendo. Hasta que empieza a explicarme que se refiere a, por ejemplo, esos líderes africanos que prefieren tener a su gente malnutrida y analfabeta porque entonces les resulta mucho más fácil llevarlos de la nariz. El líder de la tribu en África quiere tipos que no les puedan decir nada, dice. Diego habla con ese deje patinoso que afectan los ricos y medio ricos argentinos:
—Si vos tenés un líder militar que dio un golpe de Estado en un país africano y lo ves que anda con pistolas bañadas en oro y la gente se muere de hambre, está claro que ese tipo está haciendo un negocio con el hambre. ¿Por qué hay desnutrición en Chaco o en Formosa? No es porque nosotros tenemos un mercado que está organizado a través de Chicago tradeando soja. Es más bien porque hay un gobernador hijo de mil putas que usa los recursos de su provincia para su propio beneficio, que usa el avión de la provincia para irse de vacaciones a Punta del Este. O, más en general: hay problemas complejos, que no están dados por los mercados ni por la commoditización de los alimentos.
Dice Diego llamémoslo Diego.
En otros libros, en otros contextos, he llamado a esta idea «honestismo»: la suposición de que el dato central es la honestidad de los líderes o la falta de ella; la pretensión de que la corrupción o la falta de ella define la situación económica de una sociedad, por encima del funcionamiento del capitalismo de mercado, por encima de la distribución de los bienes —o la falta de ella.
Ellos —los traders— te insisten en que los capitales que manejan sirven para poner liquidez en el mercado y permitir, así, sus operaciones. Yo les digo que ese mercado ya operaba cuando esos capitales se dedicaban a otras cosas. Pero lo que pasa —dice ahora Diego, llamémoslo Diego— es que hay especuladores buenos y especuladores malos. Él especula, dice, no por la especulación misma, sino para que su compañía pueda seguir comprando y vendiendo granos y productos procesados al mejor precio posible, con las mejores ganancias.
—Yo soy un flaco que va a laburar todos los días, trata de pensar y de tomar decisiones correctas. Si vos te esperabas encontrarte con un yuppie vestido de Armani seguro que estás decepcionado: somos personas re-normales.
Su compañía emplea decenas de miles de personas —la mayoría, supongo, re-normales. Su compañía es una de las cuatro grandes corporaciones que trafican commodities alimentarias: se llaman Archer Daniels Midlands, Bunge, Cargill, Louis Dreyfuss y las llaman, como es lógico, ABCD. Las cuatro manejan más del 75 por ciento del mercado mundial de granos: tres cuartos de los granos del mundo. En 2005 hicieron negocios por 150.000 millones de dólares; en 2011, por 320.000.
Bunge es la más antigua y sigue siendo un buen ejemplo de cómo funcionan estas grandes internacionales del negocio alimentario. La fundaron en Amsterdam en 1818, la llevaron a Amberes en 1859 y a Buenos Aires en 1884: nunca tuvo una nacionalidad clara. Desde Argentina —bajo el nombre de Bunge&Born— se extendió al resto de la región y a los Estados Unidos hasta que, en 1974, los Montoneros secuestraron a dos de sus dueños, los hermanos Jorge y Juan Born y obtuvieron uno de los mayores rescates desde los tiempos de Atahualpa: alrededor de 60 millones de dólares. Entonces la firma se mudó a Brasil y Bermudas hasta que, en 2001, terminó por radicarse en White Plains, Nueva York —y lanzó sus acciones en Wall Street.
Cargill en cambio sigue siendo una empresa familiar: la mayor compañía privada del mundo: 158.000 empleados en 66 países que hablan 63 idiomas distintos y reportan tres veces más dinero que la Disney, cuatro veces más que Coca-Cola. En 2007 Cargill había tenido una cifra de negocios de 88.000 millones de dólares, con beneficios por 2.400 millones. En 2008, año de la gran crisis alimentaria mundial, la cifra subió a 120.000 millones, con beneficios por 3.600 millones.
«Cargill tenía la oportunidad de hacer más plata en este contexto; pienso que es algo sobre lo que tenemos que ser muy honestos», dijo entonces el CEO de la empresa, Greg Page. Cargill es el segundo mayor mercader mundial de carne de vaca y de carne de cerdo, segundo mayor propietario mundial de feed lots, segundo mayor productor mundial de alimentos para animales. Todos los huevos usados en los McDonald’s norteamericanos son vendidos por Cargill —y el 25 por ciento de las exportaciones de trigo del país. «Somos la harina en sus panes, el trigo en sus fideos, la sal en sus papas fritas. Somos el aceite de sus ensaladas, la vaca, el cerdo, el pollo que comerán esta noche. Somos el maíz de sus tortillas, el chocolate de sus postres. Somos el algodón de sus ropas, el abono de sus campos», dice Cargill en una brochure.
La letra está clara; no se oye bien la música.
Cargill y las demás están implicadas en los más diversos desaguisados: deforestación, uso de químicos prohibidos en cultivos, procesamiento y conservación, evasión planetaria de impuestos, trabajo esclavo, trabajo infantil.
Cargill y las demás tratan de mantener lo que llaman «control total de la cadena alimentaria». Jean Ziegler da un ejemplo en su Destrucción Masiva: «Cargill produce abono fosfatado en Tampa, Florida. Con estos abonos, fertiliza sus plantaciones de soja en Estados Unidos y Argentina. En sus fábricas, los porotos de soja son transformados en harina. En sus barcos esta harina viaja a Tailandia, donde alimenta los criaderos de pollos, que se matan, evisceran y empaquetan en fábricas altamente automatizadas. La flota de Cargill los transporta a Japón, Estados Unidos y Europa. Camiones de Cargill los distribuyen en los supermercados —muchos de los cuales pertenecen a Cargill…».
Las corporaciones ABCD no se exponen demasiado al gran público: cuando ofrecen un producto masivo suelen usar nombres de fantasía. Pero entre los grandes jugadores del mercado alimentario también hay nombres muy conocidos: McDonald’s, Pizza Hut, Kraft, Nestlé, General Mills. Nabisco. Compran, venden, se proveen, especulan —porque no hay forma de ganar plata que no les interese.
Las grandes corporaciones controlan el mercado mundial y la mayoría de los mercados nacionales. Como son compradores —casi— monopólicos pueden fijar precios mucho menores que los que los productores podrían esperar si hubiera más competencia por sus alimentos. Pero si el precio global de los alimentos sube, sus beneficios suben de muchas maneras diferentes: usan su información privilegiada, retienen stocks enormes, compran donde está barato y venden donde está más caro, definen los precios globales, producen aumentos y descensos temporales de esos precios, aplastan a productores locales con precios insostenibles, estiran la ganancia de sus puertos y flotas y depósitos, presionan a los gobiernos para conseguir mejores condiciones o medidas que los favorecen, negocian fortunas en los mercados especulativos —«para garantizar sus operaciones con mercadería real».
Y, dado su carácter global, están, en general, más allá del control de los gobiernos: grupos que manejan buena parte del alimento del mundo se manejan con el único objetivo —legítimamente capitalista— de su propio beneficio. Y el mundo no inventó —o no quiso inventar— modos eficaces de controlarlos. Es un ejemplo más del desfasaje entre la economía globalizada y las formas de gobierno nacionales.
Las grandes corporaciones occidentales todavía dominan el mercado mundial, pero cada vez tienen más competencia de compañías semejantes basadas en China, Japón, Corea. Las orientales empezaron a operar según el mismo modelo pero pronto le agregaron otro aspecto, que está cambiando las reglas del juego: agresivamente compran tierras en el OtroMundo para producir en ellas sus propios cultivos y no depender de los vaivenes de los productores y los mercados nacionales.
Y, con algún retraso, las grandes —y muchas más chicas— de Occidente empezaron a imitarlas. Es lo que se empieza a llamar el land grab, la apropiación de tierras: el colonialismo del siglo xxi.
Cada mañana, Diego —llamémoslo Diego— llega a su oficina en las afueras de Nueva York, prende su computadora y se pone a comprar y vender determinados granos en determinados rincones del mundo. Solía ser una actividad muy acotada en el tiempo: de 9 a 13, el horario de la Bolsa de Chicago, pero ahora el movimiento sigue en mercados asiáticos, americanos, europeos, así que Diego no se desconecta casi nunca: en su iPad, ahora, mientras me cuenta todo esto en un bar de Nueva York, las cifras bailan como un clip de Matrix.
Su trabajo consiste en tratar de entender antes que nadie cómo se van a portar los famosos mercados: la oferta de tal grano, la demanda de tal otro, para ver si los puede anticipar comprando lo que va a subir, vendiendo lo que va a bajar o, mejor: haciendo como que los compra, comprando la opción de comprarlos en un futuro en el que no lo va a hacer porque mucho antes va a haber vendido esa opción a otro que a su vez se le va a vender a otro que a su vez, y así de seguido. Para eso tiene que absorber cantidad de información: no puede seguir cada uno de los detalles que van a influir en los precios, pero sí ciertos datos fuertes. Cuando estalló la central nuclear de Fukushima, por ejemplo, lo primero que pensó fue que habría problemas graves con el tráfico marítimo y que entonces los precios iban a bajar porque no se podría vender durante un tiempo en esa zona —y bajaría la demanda. Esa idea le reportó a su empresa algunos dólares —algunos millones de dólares. Pero otras veces intenta interpretar signos como ése y se equivoca: una de las mayores curiosidades del famoso mercado es que depende de las ideas de cantidad de personas que no tienen por qué tener buenas ideas, de los saberes de cantidad de personas que saben poco más que lo que dicen tres diarios, dos revistas. El mercado es, también, en el corto plazo, el estado de ánimo de un grupo relativamente chico de oficinistas de primera clase. Caprichos y confusiones fijando precios en el mundo, decidiendo sin pensarlo las vidas de millones.
Porque sabe que no sabe, Diego se guía sobre todo por unos charts que ofrecen ciertos patrones sobre el comportamiento de los precios: se supone que los precios se repiten según cierto modelo; si tal grano sube, supongamos, hasta 10, los charts te dicen que ése suele ser el momento en que empiezan a bajar. El mercado mirándose el ombligo.
—¿Y debés manejar cantidades un poco aterradoras, no?
—Sí. Mirá, esto no habla bien de lo que hacemos, pero la única forma de hacerlo es pensar que estás jugando al Estanciero. Yo no puedo irme a dormir con la idea de que estoy sentado arriba de 200.000 toneladas de soja y mañana puedo perder 50 dólares por tonelada porque no duermo. En diez minutos me pego un tiro. Así que tenés que abstraerte, pensar que es solo funny money, números en una pantalla. Salvando las enormes distancias, creo que es como el médico que tiene que operar a alguien. El tipo no puede decirse estoy operando al papá de tres chicos con un gran futuro por delante… No, se dice estoy agarrando un corazón y tengo que coser dos venas por acá y cerrarlo y que pase el que sigue.
Dice Diego —llamémoslo Diego— con su sonrisa tan amable, convincente. Cada tanto, un trago de su cocacola light; en el bar, atardecer, hay más y más gente pero Diego, llamémoslo, no mira a los costados: está perfectamente concentrado en nuestra charla.
—Igual te agarran unos bajones que decís qué estoy haciendo. A veces te dicen boludo me dijiste que iba a subir y se cayó. Y sí, yo mago no soy. Si supiera todas las veces que va a subir y todas las que va a bajar, hace mucho que me habría retirado y estaría tocando el piano en mi casa. Uno tiene que asumir la responsabilidad de lo que está haciendo pero al mismo tiempo abstraerse y decir bueno, estoy jugando al Estanciero.
—Pero te deben impresionar un poco esas cantidades que se mueven, que son impensables para las personas normales.
—Yo no me creo nada. Pero pienso que para este trabajo hay gente que nace, capaz que por un poquito de instinto suicida que dice bueno, me puedo abstraer, y hay gente que no, que dice ay, perdí cien dólares… Es como un médico al que se le murió un paciente: nadie quiere que se muera el paciente, la familia lo tiene que sentir muchísimo, pero el médico tiene que seguir viviendo, tiene su vida. Si no, te suicidás.
Él no se suicida. Él, insiste Diego llamémoslo, especula para que su empresa pueda seguir produciendo. Es discutible, lo discutimos, no llegamos a ninguna conclusión. Él insiste: él es de los especuladores buenos. Y que los especuladores malos son los que no tienen nada que ver con la producción, y que cada vez se perfeccionan más y ocupan más espacio en el mercado. Como los programas de High Frequency Trading, máquinas de especular, «que no sirven para nada más que para eso».
—Eso es un especulador malo, porque te agrega un ruido que el mercado no necesita tener.
Dice Diego, como si se aliviara: siempre se puede encontrar alguno que hace algo peor. Diego —llamémoslo Diego— ya terminó su segunda cocacola, se tiene que ir. Caminamos hasta la puerta; afuera, en Nueva York, hace frío, llovizna. Diego, llamémoslo, me da la mano, me sonríe por última vez:
—Espero haberte convencido de que no soy un mercader de la muerte.
Me dice, y abre su paraguas.
La crisis alimentaria de 2008 terminó con una baja de los precios porque la crisis se generalizó y produjo una especie de recesión global. Pero dos años después los precios remontaron, y al fin volvieron a sus niveles de entonces. Quizás el efecto más espectacular —quiero decir: espectacular— de esa crisis de hambre haya sido lo que algún publicista astuto dio en bautizar la «primavera árabe».
Lo llamaban Sasmusa, del nombre de una de esas masitas norafricanas hechas de semolina y miel, pero lo cierto es que no siempre conseguía qué comer. Mohamed Bouazizi había perdido a su padre a los tres años; desde sus trece tuvo que hacerse cargo de alimentar a su madre y sus hermanos menores. Trabajó de albañil, de jornalero; en algún momento se hizo con una carreta de mano para vender frutas y verduras en las calles de su pueblo, Sidi Bouzid, en el sur de Túnez.
Aquel día de diciembre 2010, una policía lo paró y le dijo que le iba a confiscar el carro porque no tenía el permiso. Bouazizi se había endeudado para comprar su mercadería; si la perdía era la ruina. Por no tener, no tenía siquiera lo necesario para pagar la coima que la mujer esperaba; discutió, la mujer le dio una bofetada. Algunos dicen que eso fue la gota final: que una mujer te pegue es, en sociedades tan machistas, la humillación definitiva.
Lo cierto es que Bouazizi fue a quejarse a la oficina del gobernador pero no lo recibieron. Allí, en la puerta, gritaba que estaba arruinado, que así no podía seguir viviendo. Se acercó a una gasolinera, consiguió un par de litros, volvió a la puerta de la gobernación, se empapó de petróleo. Dicen que gritó, por última vez, cómo quieren que viva, y se prendió fuego.
Pocos días después, Túnez estaba en llamas.
El aumento del precio de los alimentos no fue la única pero sí una razón decisiva para el levantamiento. Cuando Bouazizi murió, el 4 de enero de 2011, varios jóvenes habían seguido su ejemplo y muchos más peleaban en las calles. Su muerte terminó de inflamar a la población; diez días y 350 muertos más tarde el presidente Zin el Abidin Ben Alí, que había gobernado Túnez durante 23 años, huyó del país. Empezaba la primavera.
En los meses siguientes caerían varios gobiernos de larga data: Mubarak en Egipto, Kadafi en Libia, Saleh en Yemen, Al Ahmad Al Sabah en Kuwait, Rifai en Jordania.
«La crisis alimentaria de 2011 es real y puede traer consigo más revueltas por el pan y revoluciones políticas. ¿Quién sabe si los levantamientos que despidieron a esos dictadores no son el final de la historia sino su principio? Prepárense para una nueva era en la que la escasez mundial de alimentos va a ser cada vez más decisiva en la política global», escribió, en octubre de 2012, el muy serio analista Lester Brown en la muy seria revista americana Foreign Affairs.
¿Quién sabe cómo y por qué lo que parece calmo se desmanda, cómo y por qué un episodio que podría no haber salido de los periódicos locales causa rebeliones en toda una región, cómo y por qué se producen esas erupciones, qué las determina?
Quien lo supiera sabría tanto.
Los precios, mientras tanto, siguieron subiendo. Un informe del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a los alimentos, Olivier De Schutter, concluyó que «una parte considerable del pico de los precios se debió a la aparición de una burbuja especulativa. Los precios de varias materias primas fluctuaron excesivamente en márgenes temporales demasiado estrechos como para que ese comportamiento se debiese a oscilaciones de la oferta y la demanda».
Ya sabemos: los traders arguyen todo el set de razones. Que la explosión del consumo en China, que el uso creciente de granos para agrocombustibles metiendo presión a los mercados, que el clima descontrolado —y algunos, si acaso, los más reflexivos o culposos, te dirán que quizá su actividad agregó algún porciento.
Hay una diferencia. Hay causas con sentido, con raíces reales e insalvables: los chinos comen, los combustibles mueven coches y tractores, las sequías son inevitables; los «fondos de inversión», en cambio, podrían no existir y nadie —salvo ellos mismos— los extrañarían en absoluto.
«Ahora la provisión mundial de alimentos no solo tiene que pelar contra una oferta menor y una demanda mayor de granos reales, sino que además los financistas armaron un sistema que aumenta artificialmente el precio futuro de los granos. El resultado: el trigo imaginario determina el precio del cereal real, ya que los especuladores —que solían ser un quinto del mercado— ahora son cuatro veces más que los compradores y vendedores reales. Hoy, banqueros y especuladores están sentados en lo más alto de la cadena alimentaria: son los carnívoros del sistema, comiéndose todo lo que hay por debajo», escribió Kaufman.
Los fondos de inversión son la plata que sobra en los países más ricos: esa que las personas no precisan gastar para vivir, su superávit, la basura. Es la plata que pone en escena la diferencia entre los sectores que necesitan todo lo que tienen para intentar sobrevivir y los que acumulan mucho más que lo que necesitan.
Es plata que no usan, y entonces quieren hacer algo con ella: comprar con ella el producto más buscado, la seguridad. Comprarse el lujo último de los países ricos: la garantía de un futuro.
Para eso pueden guardar billetes debajo del colchón, amontonar ladrillos, comprar oro, comprar acciones, comprar bonos de deuda de un país. O confiársela —confiársela— a estos fondos que tienen una banda de señores aparentemente muy preparados para sacarle el mejor jugo. Estos señores, entonces, concentran la plata de millones de personas: así alcanzan una masa crítica que les permite intervenir en los mercados con un peso extraordinario —y ganar más plata.
Los fondos de inversión son la forma en que millones de personas «comunes» —jubilados, prejubilados, ahorristas de diez o veinte mil dólares, ejecutivos agresivos, inspectores coimeros, despedidos que cuidan su indemnización, médicos exitosos, comerciantes de calzado de lujo, billonarios del gas siberiano, maestros belgas, putas holandesas, estrellas del rock y todo el resto— participan del hambre de millones: contribuyen, de lejos, como quien no quiere la cosa, en el mecanismo que hace que los precios de la comida suban y más y más personas no puedan pagarlos.
Su dinero es una porción muy importante de esos 320.000 millones de dólares que, según Barclays Capital, actúan en el mercado de las materias primas y desquiciaron el precio de los alimentos.
Yo soy uno de ellos.