6.
Alguna vez alguien va a buscar una figura que sintetice lo más triste de estos tiempos y quizás elija a Jdimytai Damour.
Sería —casi— justicia.
Jdimytai Damour tenía 34 años, medía casi dos metros y pesaba 120 kilos. Era negro, las rastas poderosas; le decían Jimbo y no tenía un trabajo fijo: en noviembre 2008 una agencia de temporarios le había conseguido unas semanas en una sucursal de Walmart en Valley Stream, un suburbio ni siquiera muy pobre de Nueva York. Walmart es, sabemos, la cadena minorista más grande del mundo; sus dueños, una familia Walton, tienen tanto dinero como los cien millones de norteamericanos que tienen menos.
Aquella noche Damour había trabajado varias horas preparando, con una docena de compañeros, el local para abrirlo a las 5 de la madrugada: era eso que los americanos llaman Black Friday, el día después de Thanksgiving, cuando las rebajas suelen ser muy fuertes —y millones de personas hacen sus «compras navideñas».
Aquella noche, de pie junto a las puertas, dos o tres mil personas se impacientaban y gritaban amenazas. Los empleados ya habían llamado a la policía; un agente con un megáfono pedía orden pero no le hacían caso. A las cinco menos diez la presión se hacía insostenible. Los clientes empujaban las puertas, intentaban abrirlas; los empleados trataban de aguantarlas. A las cinco menos cinco, los clientes las hicieron saltar en pedazos. Damour cayó de espaldas; un alud de personas le pasó por encima. Cuando sus compañeros pudieron alcanzarlo estaba muerto.
Al rato llegó la policía e intentó despejar el negocio; muchos clientes se negaron: «Yo estoy haciendo cola desde anoche a las nueve y ahora que puedo comprar voy a comprar», decían, y se peleaban por la mercadería. Según el New York Times, horas más tarde otro empleado se lamentaba: «Lo veían ahí tirado en el suelo y seguían corriendo. Es asqueroso. Y las ofertas ni siquiera eran tan buenas».
A mi lado en el subte de Chicago un sesentón lee un libro sobre la crisis del capitalismo y sus alternativas. Usa un pantalón de corderoy, campera vieja, poco pelo enrulado, la barba descuidada, sus anteojitos redondos sin marco, una mueca de preocupación o malestar. Parece la caricatura de una caricatura: el izquierdista amargo, siempre a la busca del pelo en la leche, incapaz de disfrutar de la vida. Un poco más allá una chica negra y opulenta, los tacos importantes muy agudos, las uñas largas verdes y amarillas, textea a mil en su iPhone decorado. El izquierdista no la mira; ella tampoco a él.
(La idea de que existe una vida más simple, más hecha de placeres simples que merece la pena de ser vivida y que el empecinamiento del izquierdista —su insistencia en un deseo que siempre choca contra la realidad— le arruina, le impide. Aunque el grado de placer que el enfurruñamiento en su lectura —del mundo— le produce no tiene por qué ser menor que el que la chica negra consigue de sus uñas y sus «textos». Y que, como parece obvio: a mí me gusta más el del enfurruñado —porque a veces, casi por error, conseguimos cambiar algo. O, cínico: porque el deseo de algo casi siempre inalcanzable es un deseo que se mantiene mucho más. O, interesado: porque ningún otro vale tanto la pena. O, fatal: porque es el que me toca.)
—No, si viene a buscar comida acá a la iglesia Saint Kevin no se gaste, hoy no abrieron.
—¿Cómo que no abrieron?
—¿Qué le dije? No abrieron.
Se llama Gordon, me dice, o eso entiendo. No entiendo todo lo que dice: tiene los dientes demasiado rotos. También tiene como sesenta años —parece que los tuviera todos—, un camperón rojo manchado, borceguíes sin cordones, un gorro de lana gris con un pompón que dice White Sox, una mueca de que ya no le importa.
—¿Y a usted no le importa?
—Claro que me importa, pero qué quiere que haga. ¿Que les baje la puerta a patadas?
La iglesia es un edificio sólido pero flojo de pintura en medio de una especie de estacionamiento y está cerrada a cal y canto; es una iglesia como hay tantas, falso normando o suizo, falso algo: su torrecita, sus ventanas grandes, sus carteles invitando a la plegaria y al temor de un dios. Hoy, supuestamente, como todos los jueves, deberían distribuir comida, pero Gordon me dice que ya lleva una hora y que no pasa nada.
—¿Usted viene siempre?
—Claro que vengo siempre. ¿Qué tengo, pinta de turista, yo? Yo vivo por acá y siempre necesito.
Acá es tan otra cosa: acá el paisaje son esas casas exiguas, repetidas, cubitos de madera con su techo a dos aguas, esas casas con diez metros cuadrados de tierra pelada al frente, bajo el porche donde caben dos sillas de oficina encontradas en la calle y una lámpara rota, esas casas con placas de madera clausurando las ventanas porque sus dueños no pudieron pagar sus hipotecas, esos bloques cada tanto de vivienda social, fríos como un cuchillo frío; acá el paisaje son calles anchas desoladas, fábricas cerradas, depósitos abiertos, baldíos, coches viejos, negros, pardos, basuras en el viento. Acá es el sur de la ciudad tan próspera; acá empezó, hace unos años, un muchacho negro muy bien educado a interesarse por la cuestión social; después hizo carrera y se hizo presidente. Acá no cambió nada desde esos tiempos en que Barack Obama quería cambiarlo todo.
Del otro lado de la calle hay una pared descascarada donde campean tres carteles chicos, letras rojas sobre fondo blanco: el más alto dice do it yourself and save, divorce in one day, 65 u$s; la competencia ofrece fast fast fast divorce that you now want, pero no dice a cuánto. El tercero, en cambio, cambia el tema: affordable bankrupcy, no money down, call now. Hay sol pero el viento golpea. Hay muchos cables viejos en el aire: nada empobrece tanto el paisaje urbano como una buena maraña de cables en el aire. Un chico negro espera el bus con la cara enterrada en su capucha roja; una camioneta de la policía pasa despacio, imponiendo presencia. Los policías son negros y rapados. El chico baja la cabeza.
—¿Y ahora cómo voy a hacer para comer esta semana?
Me pregunta, de repente, Gordon.
—¿No tiene otras opciones?
—Usted no quiere conocerlas.
Me dice y yo le digo que sí claro y él se ríe y repite, ya yéndose, ajustando su gorro con pompón: no, usted no quiere conocerlas.
En Chicago hay centenares de «despensas populares» —pantries. También hay centenares de «ollas populares» —kitchen soups. Muchas de ellas reciben parte de sus alimentos del Greater Chicago Food Depository.
El Food Depository está en un suburbio industrial de la ciudad, un edificio que podría ser, en un país mediano, la sede de cualquier multinacional que se precie de algo: vidrio, acero, un gran parking, la bandera americana flameando con otras dos en mástiles orondos. Wendy, mi anfitriona, me repite un par de veces que el edificio tiene la superficie de cinco canchas de fútbol americano, y todo en él es limpieza eficiente: ese olor a recién trapeado que tienen las oficinas americanas, esa obsesión por la higiene que termina resultando sospechosa. El Food Depository ya tiene 35 años: lo inventó en 1978 un Robert Strube, frutero y verdulero de Chicago:
—Se les ocurrió en un bar, después de un par de copas, que es cuando se te ocurren las cosas que valen la pena. Robert y sus amigos estaban hartos de tirar mercadería que les sobraba. Entonces organizaron un grupo para distribuirlas a los que más la necesitaban.
La iniciativa creció; empezaron a recibir apoyos de otros comerciantes, de la ciudad, de la legislatura del Estado. A fines de los noventas una campaña financiera recaudó 30 millones de dólares; con ellos construyeron los 25.000 metros cuadrados del gran edificio.
—El año pasado distribuimos 64 millones de libras de alimentos, como 30.000 toneladas, el equivalente de unas 140.000 comidas por día. ¿Te imaginás la satisfacción de este trabajo, de saber que lo que hacés contribuye a que tanta gente coma?
Wendy es alta y flaca y rubia no solo en el pelo: debe tener el alma rubia lacia, rubio y lacio el futuro; también tiene unos anteojos grandes y los labios finitos, la sonrisa siempre lista de las tímidas. Tiene menos de 30 y hace ocho años que trabaja aquí. A lo largo de pasillos muy largos, Wendy me muestra muchas puertas cerradas, unas cocinas industriales donde personas sin empleo hacen cursos para poder trabajar en restoranes, cuatro salas de reuniones, un gran salón de encuentros y de fiestas y, por fin, grandes depósitos repletos de mercadería comestible. Son hangares del tamaño de no sé cuántas canchas: son inmensos. De esos hangares sale todos los días la flota de camiones que reparte la comida por más de 650 refugios, despensas y comedores populares del condado de Cook, el territorio donde está Chicago: que atienden, en total, a casi 700.000 personas. En todo el condado hay unas 800.000 que sufren, dice Wendy, de «inseguridad alimentaria»: el 15 por ciento de la población.
—Y lo terrible es que la cantidad sigue subiendo. Hace cinco años eran medio millón; ahora, con la crisis, el aumento de la desocupación… Pero igual siempre les damos alimentos de calidad, bien nutritivos.
Wendy me muestra un exhibidor donde aparecen los 18 elementos que debería haber en las comidas: arroz, fideos, frijoles, galletas, atún en lata, pero también verdura y fruta fresca, carnes, huevos, leche.
—Nosotros queremos que nuestros clientes tengan lo mejor que podamos darles.
Dice Wendy. Dice clients en el original inglés y yo me pregunto si la palabra tendrá algún resabio del clientelismo que inventaron los romanos y nuestros gobiernos usan o, mejor dicho, despilfarran. Entonces le pregunto por qué los llamó clients; Wendy me dice que bueno, clients, customers.
—Sí, por eso te pregunto.
—Es que para nosotros son nuestros clientes. Cada empresa respeta más que nada a sus clientes: el cliente siempre tiene razón. Bueno, eso son ellos para nosotros: los clientes, nuestros clientes, que se merecen todo nuestro respeto. Como en cualquier empresa que funcione.
Hay algo en la lógica americana que nunca deja de asombrarme.
También en eso los Estados Unidos son un caso curioso: ningún país produjo nunca tantas cifras para mostrar lo injusto que es.
Se dedican a crearlas, juntarlas, analizarlas, difundirlas: a mostrar cómo se ha concentrado la riqueza americana en las últimas décadas. Te dicen que hace 35 años el uno por ciento más rico se quedaba con el nueve por ciento de las riquezas nacionales y ahora con el 24: casi el triple. Y que el 0,01 por ciento más rico tenía el uno por ciento de esa riqueza y ahora cinco veces más: que 16.000 familias concentran el cinco por ciento de la riqueza del país más rico del mundo. Y que entonces los directores de las grandes compañías ganaban 40 veces más que el empleado promedio y ahora 500 veces más —y así de seguido. Y que ese proceso produjo, por supuesto, el empobrecimiento de sus pobres y la reducción de su famosa clase media. «Ahora los Estados Unidos tienen una distribución de la riqueza más desigual que tradicionales republiquetas bananeras como Nicaragua, Venezuela y Guyana», escribió Nicholas Kristoff en The New York Times.
Y que eso, por supuesto, produjo cantidades inéditas de pobres: ahora mismo, 50 millones de personas, el 16 por ciento de la población. Y que eso, faltaba más, consiguió que una cantidad semejante viviera en hogares «alimentariamente inseguros»: 33 millones de adultos y 17 millones de chicos. Y que la mitad de los inseguros son negros o hispanos —que, entre ambos, no juntan un cuarto de la población del país.
Estados Unidos es el país más rico del mundo.
Estados Unidos es el país rico con más pobres del mundo.
Es un logro reciente. Después de décadas de pelea, a fines de los setentas el hambre estaba controlado en los Estados Unidos. Pero el neoliberalismo también funcionó en su propia casa: rebajas impositivas para los ricos y aumentos del gasto militar y la idea machacada de que el Estado no tiene que meterse redujeron los presupuestos de ayuda social a tal punto que los problemas de alimentación volvieron a crecer. Y la pérdida de millones de empleos —el cierre de industrias «relocalizadas» en Asia o en México— contribuyó lo suyo: los diez millones de «inseguros» que había a principios de los ochentas se multiplicaron por cinco.
Aún así, aún ahora, el 80 por ciento de las familias inseguras tiene por lo menos un miembro que trabaja. Aquí la forma de la marginación no siempre es no trabajar; es, también, hacer esos trabajos que no pagan lo suficiente para comer como se debe, y que te obligan a depender de la caridad —pública o privada.
La privada no ha parado de crecer: en 1980 había 200 distribuciones gratuitas no gubernamentales de comida en todo el país; en 2010 había 40.000. La pública tiene un peso decisivo. En 2008, 28 millones de americanos recibieron «food stamps», un subsidio de unos 260 dólares mensuales por familia de tres miembros; en 2012 fueron 46 millones. En promedio, esas familias ganan en pequeños trabajos unos 750 dólares por mes y, contra lo que suele suponerse, la mayoría son blancos: un 43 por ciento. También hay un 33 por ciento de negros, 19 por ciento de hispanos. Es cierto que la proporción de negros con ayuda alimentaria es mayor que la proporción de negros en la sociedad americana —pero no tanto. Si se incluyen sus costos, el gobierno federal gasta más de 70.000 millones de dólares por año en alimentar a sus pobres. Y no alcanza.
Se diría que, en última instancia, Estados Unidos hace con sus pobres lo mismo que hace con el resto del mundo: crea las condiciones para que haya hambre pero le da cosita o lo asusta, y entonces regala a sus víctimas unos pocos mendrugos. Le da más cosita o más susto cuando están más cerca, entonces les regala más: tiene un sistema bastante extendido de salvavidas para hambrientos.
El viejo truco de la caridad.
Para muchos americanos, ahora, los subsidios y distribuciones y ollas populares son más que un recurso circunstancial: es su estrategia de supervivencia. «La mayoría de nuestros clientes recibe asistencia por más de seis meses», dijo hace un poco un portavos de Feeding America, una de las organizaciones más activas. Y que la cantidad de personas que atienden aumentó casi un 50 por ciento en los ocho últimos años.
—Lo que ha cambiado desde entonces es la composición demógrafica de los que tienen hambre. Antes venían solo los homeless, los viejos y los drogadictos. Ahora vemos gente de clase media que se quedó sin trabajo o que no le alcanza el sueldo para alimentar a sus hijos.
Más de veinte millones de chicos reciben comida gratis —o muy subsidiada— en las escuelas: la cantidad también aumentó mucho últimamente. El gobierno paga 2,79 dólares por comida. 2,79 es más del doble de todo lo que tienen por día una de cada cinco personas en el resto del mundo. La comparación sigue siendo odiosa. Y además —una vez eliminados todos los gastos fijos— los 2,79 no alcanzan para una comida que no termine siendo una montaña de grasa e hidratos de carbono.
Jim McGovern, legislador demócrata, es tan progre y está tan preocupado por el hambre que dirige el comité sobre el tema en el Congreso y se pasó una semana comiendo con los tres dólares diarios de que disponen los que viven de food stamps, para probar que era tan duro. En un documental sobre la inseguridad alimentaria, A place in the table, McGovern define el problema: «La pérdida de potencial humano es terrible. Algunos de estos chicos podrían haber sido grandes científicos o líderes de nuestras fuerzas armadas, pero el impacto del hambre lo arruina todo y, en consecuencia, estamos debilitando a nuestra nación». El chiste fácil sería decir que si el hambre sirve para debilitar al ejército americano, la próxima vez escribiré a favor. Y, sin chistes: ¿lo malo del hambre es que impide que los chicos chicos se vuelvan grandes hombres? Si ése es el problema hay métodos más baratos: con buenos tests para saber quiénes tienen chances de serlo, se podría ahorrar muchísimo dinero en la comida de todos los demás.
En su última campaña electoral el presidente Barack Obama prometió eliminar el hambre de los chicos americanos en 2015. Ya no le queda tanto tiempo.
7.
—¿Tú viniste en carro?
—Sí, en mi doch.
Dice, y se ríe: la mujer tiene una voz carrasposa, acento mexicano.
—En mis doch patas.
Dice, y la risa le sale estrangulada. La mujer es gorda y está sentada; la otra mujer es gorda y está sentada al lado: son viejas, les guardan los lugares en la cola. La primera mujer dice que ella al carro no llega, que nunca llegó, y le pregunta a la segunda si ella tiene.
—Sí, yo tengo. Bueno, mi marido. Es viejito pero todavía funciona.
—¿El carro?
Le pregunta la otra, y las dos lanzan la carcajada. Dos o tres de la cola las miran como quien se pregunta. Llueve, suavito pero llueve.
La Iglesia Metodista del Amor de Dios también recibe buena parte de sus mercaderías del Food Depository —y está abierta. O, mejor: rodeada. Bajo la lluvia fina, cientos de personas forman una cola que da vuelta a una esquina y llega hasta la otra. Las personas son mayoría de mexicanos, mayoría de mujeres, mayoría de gordos, mayoría de mayores de cincuenta. El barrio es otra cosa: una zona que fue de clase media —casitas de dos pisos con un mínimo patio, los techos con sus tejas, un arabesco en las ventanas o las puertas, árboles— pero cayó: ahora es de mexicanos. Son casas que tuvieron su mejor momento hace setenta, ochenta años y que se fueron deteriorando desde entonces. En la avenida los negocios se llaman Cuernavaca Bakery, Mexico Dollar Plus, Maria’s Beauty Salon, Paletería Azteca, Cheli’s Taquería; acá, en la calle Sawyer, delante de la iglesia, hay chicos morenos que juegan a cabriolas y una mesa donde dos hombres venden tamales a dólar la unidad y tacos a dólar con noventa. Una mujer pasa a los gritos empujando un carrito de la compra: sus tamales están a noventa centavos y, dice, calientitos. Los dos hombres la miran y se miran; el más joven le dice al mayor que no se preocupe, que se va a ir ahoritita.
En barrios como éste, dice la gente del Food Depository, la proporción de «inseguridad alimentaria» supera el 40 por ciento de las personas.
Las personas esperan pacientes, avanzan muy de a poco. Cuando llegan a la puerta de la iglesia anotan sus nombres en una lista, bajan unos escalones y llegan a un sótano donde hay mesas con lechugas, cebollas, zanahorias, papas, naranjas, calabazas, mucho cilantro, latas de frijoles, salchichas, arroz, panes, incluso unos croissants apenas rancios que mandó una cadena de panaderías. Hay olor a cilantro y a sudor; gritos, risas, empujones. Hasta hace un rato, me dicen, había pollo, pero ya se acabó.
—Antes les hacíamos bolsas con comida, pero después descubrimos que era mejor dejarlos elegir lo que les servía.
Dice Ramiro Rodríguez, el pastor.
—Un día yo ayudé a un señor mayor a llevarse su bolsa y cuando me dijo llegamos vi que vivía en una especie de garaje vacío, un lugar abandonado, sin baño, sin cocina, nada. Y ahí vi que tenía bolsas de las veces anteriores, muchas cosas que se le quedaban tiradas porque no podía cocinarlas. Entonces empezamos a decirles que mejor cada quien se eligiera lo que quería.
El pastor Ramiro tiene ese aspecto pulcro, ordenado que uno espera de un pastor, aunque sea —como él— electricista de obras. El pastor dirige la Iglesia del Amor de Dios desde 1997; entonces ya llevaba quince años de este lado:
—Yo crucé en el 82, ya llevo un tiempo.
Ramiro nació en un pueblito del estado de Guerrero y, chico todavía, andaba predicando la buena palabra por la zona con un grupo de amigos. Pero no se quedó: su familia no siempre tenía comida suficiente y su padre decidió que iba a cruzar la frontera para ver si podía mandarles algo. Ramiro tenía 19 años y le dijo no apá, no se vaya, mi mamá y mis hermanos lo necesitan a usted acá, mejor me voy yo, yo soy el mayor de sus hijos, a mí me corresponde, y que les mandaría lo que pudiera. Y su padre lo aceptó, le dio su bendición y lo acompañó hasta la plaza del pueblo para despedirlo como a un hombre.
—Y yo me vine por un año, para sacarlos del apuro, pero se conoce que todavía no lo he cumplido…
Ramiro se pasó mucho tiempo derivando por distintas ciudades, trabajando en la construcción, buscándose la vida, viviendo justo, mandando plata a su familia. Cuando se casó desembarcó en Chicago —en esta zona de los suburbios de Chicago que llaman La Villita—: era 1990.
—En el barrio todavía quedaba alguno que otro güero, pero ya había mayoría mexicana, y los últimos güeros se fueron yendo entonces. Por unos años esto estuvo bien, pero después se fue arruinando. Primero con las Torres Gemelas, eso que pasó en Nueva York, empezó a haber menos construcción, menos trabajo, empresas que se fueron, fábricas que cerraron. Y después vino la crisis esta de los mortgages y menos todavía. Eso nos chinga a todos. Mi patrón, un suponer, ahora no está haciendo nada. Él se dedica a comprar casas viejas y las restaura para venderlas. Ahora, como no se venden, no las restaura, porque si las restaura le entran y le roban todo lo que hay, el cobre más que nada, el cobre de las tuberías, que es lo que ahora venden más fácil. Así que imagínese.
Lo que tengo que imaginarme es que el pastor Ramiro tiene poco trabajo, y que es un problema porque él vive de su trabajo; en la iglesia, insiste, es voluntario: nadie le paga nada.
—Pero yo lo hago con gusto. Dios sí me lo va a pagar, y a Él no se le queda ni una deuda.
El hombre es negro y no me quiere decir cómo se llama. Tiene un conjunto de jogging verde y una panza importante, las piernas como dos barriles. Yo le sonrío y le pregunto si no le da pudor, si no le molesta andar pidiéndoles comida a los hispanos, y él dice que ya que vinieron a sacarnos tantas cosas por lo menos que nos den algo a cambio.
—Alguna les teníamos que sacar nosotros a ellos, ¿no?
Del otro lado de la calle pasa despacio un coche rojo, deportivo, viejo, dos muchachos adentro; despide reguetón —o lo que sea— a todo trapo.
La Villita empezó, hace casi cien años, como un barrio con mayoría de centroeuropeos. Por eso, el frente de la Iglesia del Amor de Dios tiene todavía una inscripción que dice «Jana Husa» y los restos de un vitral con la cara del nombrado Jan Huss: un hereje checoslovaco que decía que los cristianos tenían que comulgar bajo las dos especies —no solo comer el pan, también tomar el vino— y que defendía a los pobres contra los potentados y organizó una comunidad utópica en el monte Tabor hasta que un papa lo mandó quemar en 1421 —y que yo estudié mucho, por esos azares de la vida, en otra vida.
—Qué raro, encontrarme a Jan Huss acá, tan lejos.
—¿Tan lejos de qué?
—No sé, tan lejos.
Le digo, y le cuento la historia y el pastor me dice que no tenía ni idea:
—Yo no sabía esa historia, pero la ventana me gusta, es nuestra ventana, queremos arreglarla para que no se caiga. El problema es que llamé a unos constructores para que la repararan y me dijeron que querían 10.000 dólares. Dios mío, yo para tanto no califico. Vamos a ver, Dios proveerá. Esperemos poder hacerlo antes de que nos echen.
Dice, con esa voz sedada que suelen usar los pastores, como si toda la serenidad del Cielo se hubiera posado sobre sus coronillas.
—¿Por qué los van a echar?
—Porque los güeros ya le andan echando el ojo a este barrio. Todavía se pueden comprar casas muy baratas y no estamos tan lejos del centro. Así son los güeros: vuelven, siempre vuelven. Como que nos lo dejaron usar por un tiempo, pero siguió siendo de ellos. Te crees que se fueron, pero en cuanto les conviene… Ya empezaron. En diez años, en este barrio de nosotros no va a quedar ni uno.
La señora del doch ya está llegando a la puerta de la iglesia. Se llama Ramona; tiene una de esas caras donde cada rasgo parece exagerado por un caricaturista sin talento: nariz muy grande ganchuda, orejas retorcidas, las arrugas de una papada en acordeón. La señora me dice mire si será injusto que tenga que venir acá yo que a veces hasta tengo trabajo —y un trabajo duro. Le pregunto de qué.
—Trabajo en una panadería. A veces limpio, a veces empaco, según lo que haya.
Dice, como quien desafía.
—Pero entonces tendrá mucho pan…
—No, no dan nada. Si hasta las burundas hay que sacudirse antes de irse.
Burundas son migas, y la señora Ramona me dice que el problema es no saber nunca si va a haber trabajo o no. Los días que tiene, me dice, está tranquila, porque gana el mínimo, ocho dólares la hora: le pueden llegar a pagar unos 60, dice, y, aunque tiene que guardarse casi todo para pagar la renta, las deudas, los remedios, siempre puede apartar diez pesitos para un poco de pollo, unas salchichas. Pero el problema es no saber; hay días en que se queda horas esperando pegadita al teléfono, dice, hasta que se da cuenta de que ya es tarde para que la llamen.
—Y en mi casa hay muchas gentes para darles de comer. Está mi marido que ya no puede trabajar porque está enfermo, están mis hijas, que cada una tiene tres niños.
—¿Cuántas hijas, señora?
—Dos, son.
—¿Y no tienen trabajo?
—Una trabaja, sí, pero no siempre.
—¿Qué hace?
—Nada, limpia casas, qué quiere que haga.
La señora Ramona y su familia llevan acá unos veinte años: llegamos cuando las niñas eran muy chiquitas, dice, qué chingadera que no las parí acá, todo sería más fácil.
—¿Y usted diría que pasan hambre?
—Hambre, lo que es hambre… Lo que pasamos es necesidad. Ansiedad también pasamos. Este asunto de no saber si mañana va a haber para comer, ¿me entiende? Esa ansiedad.
La definición de inseguridad alimentaria en USA es «no saber de dónde va a venir su próxima comida». Es otro prodigio de la civilización del eufemismo, la que llama por ejemplo a la tortura «interrogatorio mejorado», a la idiocia «capacidad diferente», a su sistema de gobierno «democracia». Saben de dónde viene: de lugares como éste. Pero hay algo cierto: no sienten que tengan control sobre el suministro. Alguien que gana su dinero trabajando y compra con ese dinero su comida se siente legítimo acreedor a esa comida: que puede garantizar su suministro porque ha hecho lo suficiente y que la continuidad del suministro depende de él. El tipo que va a pasar la bandeja a un comedor comunitario no tiene ningún título: recibe una merced que, así como le es dada, puede serle quitada sin ningún preámbulo.
En principio, el hambre Usa consiste en eso: no en no tener comida; en no tener la propiedad —el derecho a disponer como te plazca— de esa comida. En el país de tener o no tener es un problema.
Pero el concepto se precisa cuando te dicen que un tercio de ellos sufre «muy alta inseguridad alimentaria»: que alguna vez, durante los últimos meses, no tuvieron nada de comer.
—Cuando yo vine a esta iglesia oíamos hablar de despensas de comida para los necesitados y decíamos híjole, si pudiéramos tener una despensa para ayudar a los nuestros…
Dice el pastor Ramiro, y que en estos días su distribución cumple cinco años y lo peor, dice, y también lo mejor es que cada vez le estamos dando comida a más personas. El pastor sabe las diferencias pero insiste en no hacer diferencias:
—Algunos vienen porque de verdad no tienen nada, si no vinieran acá no comerían o comerían muy poco. Otros tienen algo pero vienen acá y se ahorran unos pesitos que les hacen mucha falta. Yo quiero tratarlos igualito a todos.
Y la duda entonces, pese a todo, de cuántos dicen que su comida es insegura para seguir recibiendo las ayudas. No hay nada más confuso que una estadística, verdad de nuestro tiempo.
En la esquina de enfrente hay tres chicos con pantalones baggy, remeras grandes, gorras para atrás, cantidad de tatuajes. Las pandilleros del barrio están peleados con el pastor —porque él, entre otras cosas, los echó de la cancha de basket de la iglesia, decía que la rompían— y a veces vienen cuando hay reparto para joder, para burlarse. Aunque ahora Nicky cruza la calle y se pone en la cola.
—¿Vas a pedir comida?
Nicky gruñe algo que no llego a entender. Yo le sonrío e intento de nuevo. Le digo mi nombre, él me dice que Nicky. Tiene dos aros en la nariz, el pelo tipo cresta con un toque de azul, la mirada entre curiosa y desconfiada. Su cara es una estatua olmeca repintada.
—¿Y tus amigos no te van a decir nada?
—¿Me van a decir qué? Se lo take a mi amá y ella no me chinga for a while. Es un buen bisnes, güei.
—¿Y le sacas a los que de verdad necesitan?
—We all need, güei. Yo también necesito. Para mi asunto, necesito.
Después el pastor me dirá que, desde que su hermano mayor cayó preso por un tema de drogas, la familia de Nicky —su madre, sus hermanas— tiene dificultades para comer todos los días.
Son pobres, se preocupan, sufren. Y sin embargo las comparaciones: el cinco por ciento más pobre de Estados Unidos tiene más ingresos per cápita que el 60 por ciento de la población del mundo.
O, también: ese cinco por ciento americano más pobre tiene, en conjunto, los mismos ingresos que el cinco por ciento más rico de la India. Parece inverosímil: está documentado en un estudio del Banco Mundial.
En 1870 la desigualdad de ingresos en el mundo era un poco menor que ahora. Pero las diferencias se establecían sobre todo a partir de la clase: un obrero americano y un campesino indio y un pastor keniata compartían un nivel de pobreza semejante. La pertenencia nacional no era determinante: todos ellos vivían apenas por encima del umbral de subsistencia. Ahora la nacionalidad marca las diferencias: un pobre americano es mucho más rico que el campesino indio o el pastor keniata. Parece una obviedad pero tiene un corolario: la idea de un interés común de los «proletarios del mundo uníos» ya no tiene la base económica que sí tenía cuando fue enunciada.
Y, también: que la forma más evidente de acceso a una vida económicamente mejor es la migración.
Dicho con más números: incluso el cinco por ciento más pobre de Alemania tiene más ingresos promedio per cápita que el cinco por ciento más rico de Costa de Marfil. O sea que la inmensa mayoría de los marfieleños sabe —de algún modo sabe— que si se va a Alemania va a ser un poco más rico que si se queda en su país.
La migración ya no es, como lo fue hasta hace cien años, el intento de hacerse rico en sociedades que se presentaban como en formación: «hacer la América». Ahora alcanzaría con formar parte de los pobres del país al que uno va para vivir mucho mejor que en el país de dónde uno sale, el que llamamos propio. Por eso la migración se presenta como la opción más populosa de estos tiempos, la esperanza o la amenaza, el campo donde se juega la disputa entre pobres y ricos de este mundo. Para millones, el futuro no es otro tiempo sino otro lugar.
Pero todo puede fallar.
—Mientras tuve mi pierna todo caminaba muy bien.
Dice Fernando, e intenta una sonrisa.
—Hasta yo caminaba muy bien.
Dice, para explicar su chiste, y yo le sonrío para que entienda que entendí. Fernando tiene la cara ancha, bigotazo, el pelo negro hirsuto, las manos dos manoplas, y casi no cabe en su silla de ruedas. Fernando llegó hace quince años, consiguió trabajo de albañil, pudo traer a su mujer y a sus dos hijos —que aquí se hicieron cuatro. Venía de un pueblo a cien kilómetros del DF, en el Estado de México, y estaba dispuesto a cualquier sacrificio; trabajaba bien, se ganaba la vida. Hasta esa tarde hace cuatro años en que, bajo otra lluvia, patinó sobre el barro y se clavó en el muslo una punta de hierro: le desgarró la carne, le partió un hueso. Su patrón, un mexicano que había hecho buena plata, no quiso hacerse cargo: le dio mil dólares, le dijo que hasta ahí habían llegado. Fernando no tenía seguro; se curó como pudo —le pregunto, pero no quiere decirme cómo—; unas semanas después la pierna se le gangrenó, me dice, o algo así: tuvieron que amputársela.
—Qué chingadera cómo cambia todo en un momento.
Dice, y mira al cielo. Yo también miro, él me ve:
—No, no hay que buscar las razones allá arriba. Fue un tropezón, no hay que echarle la culpa.
Fernando se ve bien, animoso; lo imagino repasando una y mil veces el momento terrible, las mil y una formas en que podría no haber sucedido, pero no le pregunto. Su hijo Eloy, 13, le empuja la silla. Fernando dice que recién ahora se está recuperando: que fue un golpe muy duro, que él era un hombre que ganaba su pan con el sudor de su frente y ahora tiene que depender de cosas como ésta.
—Ok, apá, pero hay muchos más que también vienen a pedir su food acá. You ain’t the only one.
—Sí, hijo, pero ellos será por haraganes o por incapaces. Yo podía hacer todo cuando caminaba.
—Sure, apá, that we never forget.
Fernando me agarra del brazo para que me incline, que lo escuche de cerca. Fernando tiene las puntas de los dedos chatas, anchas. Alguna vez, cuando sea grande, alguien va a explicarme por qué a los obreros se les achatan las yemas de los dedos.
—¿Sabe qué me da miedo de venir aquí? Que un día se aparezca la migra y nos levante a todos. Ellos saben que los que venimos no tenemos papeles. Bueno, que muchos no tenemos los chingados papeles. Hace un año fueron a una iglesia de allá abajo y se llevaron un chingo de compadres.
—Eso sí que pasó.
Me dirá después el pastor Ramiro: que entonces durante unas semanas muchos no querían ir a su iglesia, que él tuvo que convencerlos casi uno por uno, que les decía que no iba a pasar nada —y le creyeron. Y que él, mientras tanto, oraba para que fuera cierto.
—Acá si arrestan al papá o a la mamá que vienen a buscar comida imagínese cómo queda la familia, sin sustento. Acá el hambre es malo, pero a veces el miedo es peor.
Son pobres de segunda o tercera: pobres desintegrados. Los migrantes son los marginales de los marginales: no reciben, como sí los pobres nativos, los beneficios del Estado porque no están reconocidos por ese Estado. No reciben las food stamps y encima, para ir a mendigar comida a las iglesias, corren el riesgo de perderlo todo.
—Yo no vine acá para esto, cómo fue que me equivoqué tanto. Me confundí. Bueno, me dijeron que acá iba a encontrar esto y lo otro. Eso me pasa por escuchar lo que me dicen.
—¿Y no quiere volverse?
—No, dónde. Allá en mi país está peor, y nosotros ya tanto que faltamos, qué vamos a hacer allá. No, no hay pa’ dónde agarrar. Acá ya nos chingamos.
La explotación estilo bengalí no es la única forma en que los ricos aprovechan la pobreza del OtroMundo. La otra manera clásica es explotar el trabajo de los inmigrantes: mano de obra barata para los trabajos que los locales más pobres no quieren hacer.
Tiene sus consecuencias. Entre ellas: el sector más explotado de la clase trabajadora de esos países ya no es mayoritariamente nacional y no tiene derechos: tiene miedo. Estos inmigrantes reformularon la ideología, la cultura de los trabajadores: rompieron con su solidaridad, se cargaron su voluntad de reivindicación.
Es, para sus patrones, todo un logro.
8.
Cuando por fin consigo encontrar a la señora Sandra, tres de sus ayudantes ya me ofrecieron un plato de comida. Hace frío; yo, que suelo andar zaparrastroso, hoy tuve que ponerme mi chaqueta de cuero. Siempre creí que esa chaqueta me volvía elegante: o los voluntarios de la Cruzada Misionera ya han visto muchas cosas, o se fuerzan a no preguntarse quién es quién, o mi chaqueta es menos elegante que lo que creía.
—Dios lo bendiga, joven. ¿No quiere un plato de comida?
La señora Sandra debe tener mi edad, las manos engrasadas, un delantal limpio, bastante maquillaje: las cejas completamente depiladas dibujadas con una raya fucsia. La señora Sandra lleva muchos años en América —«muchos, sí, ni me pregunte que después no me va a creer si le contesto»— y tuvo trabajo y sus dos hijas crecieron y se fueron y su marido ya se había ido antes y ella tiene un poquito de dinero para sobrevivir y mucho tiempo, así que viene a cocinar con los demás voluntarios, todos los lunes miércoles y viernes, «para la gloria del Señor». Su olla popular lleva más de cinco años funcionando en el sótano grande y limpio y desangelado de esta iglesia adventista. Suena un corrido que habla de Dios ayudándote cuando ya no lo esperas.
—¿Por qué abren justo esos tres días?
—Porque ésos son los días en que las otras soups están cerradas. Entonces nosotros veíamos que los pobrecitos esos días se quedaban sin comer…
Los pobrecitos de la señora Sandra son unos cincuenta hombres —todos hombres, casi todos mexicanos, casi todos adultos o viejos— sentados ante dos mesas largas, ante sus platos de comida: sus platos rebosan de verduras, pollo, arroz, frijoles. La mayoría vive en los alrededores: unos pocos en casas, muchos en la calle —en un rincón abandonado, en un coche viejo, bajo un puente o, cuando llega el invierno, en algún refugio para homeless, donde deben dormir y después irse. Día por medio pasan sus mañanas a cubierto en el sótano de la Cruzada Misionera: a las nueve les dan un café y un donut, a las diez la palabra del Señor, a las once el almuerzo.
—Sí, acá la mayoría son mexicanos, pero hay muchos de otros países. Hispanos, no hispanos. Acá viene de todo: prietos, güeros, cafeses, de todo.
Dice la señora Sandra, y me mira para ver si entendí el chiste de cafeses.
Más beneficios de la religión: ¿quién lo haría si no fueran ellos? Más usos de la religión: ¿qué pasaría si ellos no lo hicieran?
Baldomero me dice que se llama Baldomero y que cuando sale de acá suele irse a la esquina, a que lo escuchen. En la esquina está El Grito Desesperado #2, Alcohólicos Anónimos Abierto 24 horas, Donde se le Ayuda a Dejar de Beber y Drogarse, Si Quiere Dejar de Sufrir Llame Aquí.
—Usted cree que yo me llamo Baldomero pero a mí todos me dicen Beto.
Baldomero ya Beto es un hombre bajo, flaco, negro, los huesos muy marcados, sesentón. Beto dice que él trabajó muchos años de su vida: que trabajaba cuidando jardines, cuidando las plantas.
—Me hubiera visto. Yo tengo un touch para las plantas. Ellas hacían todo lo que yo les decía. Yo era feliz con esas plantas.
Y que tenía una familia, tres hijos que eran buenos.
—El más chico hasta tiene la nacionalidad.
Dice, su acento caribeño, para decir que es americano —porque llegó a nacer aquí, en un barrio de Chicago. Pero que él lo perdió todo porque el alcohol lo perdió a él: que el alcohol lo llevó a hacer cosas que nunca habría querido hacer, que lo alejó de su familia, que lo alejó de Dios, que lo hizo quedarse sin trabajo. Y que ahora está haciendo lo posible por volver a encontrar su camino pero que ya es un poco tarde, dice, que está en la calle —out there, dice, que está out there, señalando un punto más allá de la esquina—, que su familia ya no quiere verlo porque hizo cosas malas.
—Cosas malas hice, les hice daños y les hice perjuicios.
—¿Qué fue lo que les hizo?
—Cosas malas.
Son cosas que yo sé, dice, y que qué más le queda: pasar los días, venir acá a comer cuando está abierto, a la noche buscar un shelter, y a veces tomarse una copita, si igual qué le queda en la vida si no se toma la copita, me pregunta, para que le diga que sí, que tiene razón —y yo me callo.
Le religión es el ocio de los pueblos.
Ahora la canción es una especie de cumbia de supermercado que habla del amor y de cuidar esta hermosa vida que te han regalado. En el sótano de la Cruzada Misionera los pobres comen con la cabeza baja. En un rincón hay cinco o seis más jóvenes que se gritan, se hacen chistes. En la pared del fondo hay un cartel —un solo cartel: «Yo soy el pan de vida./ Quien venga a Mí nunca tendrá hambre».
—Ellos son de éstos, cómo decirle… ¿Cómo se dice en español?
Dice la señora Sandra y busca una palabra que le escapa:
—Lo que ellos son es homeless, pobrecitos.
Encuentra, al fin. Alguien, después —un comensal—, me dirá que una hija de Beto se suicidó y que algunos dijeron que fue porque él quiso obligarla a hacer cosas que ella no quería.
—¿Qué cosas?
—Cosas que ella no quería.
Dirá, y se quedará callado.
Beto es puro error: se bajó y no tiene forma de volver a subirse. La pobreza del margen, de los que se cayeron:
—¿Sabe qué extraño? Lo que más extraño son las plantas. Out there es muy hard tener una plantita. Yo ya probé, pero no duran. Yo creo que es porque out there no se puede. Con tal que no sea que perdí hasta el touch. Si perdí el touch ya no me queda nada.
—Hay mucha gente que cree que los que vienen a estos comedores son solo los homeless. En verdad, creo que hay muchos que prefieren creer eso. Los deja más tranquilos.
Dice David Crawford, «director de servicios de comida» —es lo que dice su tarjeta— de A Just Harvest, una oenegé constituida por varios grupos mayormente religiosos. David es negro; tiene unos pocos pelos largos muy repeinados sobre la pelada, su bigote ralo, una camisa ancha con un cuello ajustado, su corbata finita. David habla como una ametralladora americana, disparando palabras sin el asomo de una pausa.
—Es más fácil: se dicen claro, son homeless, son tipos que se salieron del sistema. Entonces no es culpa del sistema, es culpa de esos tipos. Pero no es así, muchas de estas personas que usted ve acá tienen un lugar donde vivir, lo que pasa es que la plata no les alcanza para todo: tienen que pagar una renta, un seguro, unos remedios, y entonces no les queda para comprar comida. Por eso vienen. Acá hay de todo. La gente que viene acá es muy distinta, tiene historias muy distintas. Lo que tienen en común es que no tienen suficiente comida, y eso es seguro: nadie viene a un lugar como éste si puede evitarlo.
Que es más fácil pensar que se cayeron por historias personales, propias. Armarles un relato: son vagos, son locos, son borrachos, son drogadictos: se cayeron. Gracias a esa idea, un mendigo en una olla popular no pone en cuestión la sociedad de donde sale —o muy poquito.
A Just Harvest está en la otra punta de Chicago, bien al norte, donde el último subte se termina. Es un barrio de negros, un poco desolado: cayó la noche, la luz de las veredas es discreta. Pero el local es limpio y luminoso, ventanales; una sala con las paredes llenas de frescos naïf de mariposas y papagallos y planetas y volcanes, chicos tomados de la mano, cebras de colores. Hay tres docenas de mesas de cuatro o seis personas, bien puestas, limpias, con sus manteles de plástico impecable, y al fondo uno de esos mostradores de servirse pasando con bandejas. Hay negros, hay hispanos, hay blancos; hay chicos, viejos, hombres y mujeres. Nadie les pide nada: si quieren comer llegan, se anotan en un papel, van a buscar su bandeja de comida. Son, dice David, un tercio de homeless, un tercio de jubilados, un tercio de personas con empleos que no les alcanzan para comprar toda la comida que necesitan.
—¿Puede ser que alguien tenga un empleo y no le alcance para comer?
—Sí, claro, son empleos temporarios, limpiando casas y oficinas, sirviendo en bares baratos, cargando y descargando. De pronto tienen trabajo dos, tres, cuatro días por semana, unas horas por día, y les pagan el salario mínimo, los 8 dólares, entonces puede ser que en una semana hagan 150, 200 dólares. En un lugar donde el alquiler más barato no baja de 500, 600 dólares por mes, y después tienen que pagar transporte, remedios, ropa, haga sus cuentas: ¿con qué comen?
A Just Harvest lleva casi treinta años dando de comer pero en los últimos tres o cuatro su público ha aumentado mucho. Cada tarde alimentan a unas 200 personas —en una hora, rápido, limpio y eficiente. Y saludable, dice David, nutritivo: les damos alguna carne, buenas proteínas, su verdura, su ensalada, una fruta, el pan, todo lo que tiene una buena comida. Lo que más queremos evitar es que sientan que les damos comida de segunda clase: no puede ser que haya personas de segunda clase que coman comida de segunda clase.
Dice David, y me mira de nuevo:
—¿Y usted? ¿No quiere comer algo?
Betty tiene setenta y tantos, el pelo corto blanco, los ojos muy azules empañados, algunos dientes menos y la espalda derecha como una tabla de planchar. Betty camina con un andador pero no vive muy lejos, siete u ocho cuadras, y desde que le dieron el andador, dice, no tarda tanto. Betty dice que al principio, cuando empezó a venir, se decía que era porque acá podía comer acompañada: que ahora le parece que quizá fuera cierto o quizá no, que en todo caso lo que no quería era confesarse que tenía que comer la comida de la caridad. Pero que ahora ya sabe que si no fuera por este comedor tendría muchos problemas.
—Mi marido se murió hace siete años. A veces pienso que es una suerte que esté muerto: que no haya vivido para pasar por esto. Y mire que nosotros siempre pagamos los impuestos.
El marido de Betty trabajó toda su vida en una administradora de propiedades: llevaba cuentas, libros, esas cosas. Se retiró quince años atrás con una pequeña pensión, que les alcanzaba para sobrevivir: con el tiempo, los azares de la Bolsa la dejaron tan pequeña que a Betty apenas le da para seguir pagando el alquiler.
—Una vez por año mi hija me invita a ir a verla a Memphis, porque ella vive en Memphis, Tennessee. Y cuando puede me manda algo. Pero no puede casi nunca, pobre. Ella ya tiene que mantener a sus dos hijos…
Dice Betty y que ella no quiere ser una carga para su hija y que parece mentira que después de toda una vida tenga que ser una carga para los demás, y me pregunta de dónde soy. Le digo que Argentina, Sudamérica.
—Ah. ¿Y ahí también pasan estas cosas? ¿O solamente pasan en América?
—Nosotros tratamos de hacerles sentir que no tienen por qué tener vergüenza de venir, que están ejerciendo su derecho, que todos tenemos el mismo derecho a comer todo lo que necesitamos.
Dice David, pero que no siempre lo consiguen:
—Usted sabe, son años de pensar que venir a un lugar de éstos es una vergüenza, como un signo terrible de fracaso. Si al gobierno le da vergüenza reconocer que en América hay hambre, mire si no le va a dar vergüenza al pobre hombre, la pobre mujer que lo sufren.
Un hombre negro flaco arruinado sesentón lleva una camiseta con la cara de Obama muy grande en blanco y negro.
—Así que le gusta lo que hizo Obama.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Digo, por la camiseta.
—Ah, sí, me la dieron y la uso.
El hombre tiene pocos dientes, la mirada apagada, su plato en las dos manos, pocas ganas de hablar.
—¿Pero le gusta?
—Es una cara que me gusta.
—A eso voy, ¿por qué?
—Porque siempre está sonriendo, igual que yo.
—¿Y ahora lo va a votar?
—No, para qué. Yo estoy igual que antes de que fuera presidente. Todo está igual que antes.
En un tablero en un rincón hay algunos anuncios, reglas de funcionamiento, un póster no muy grande: Make Wall Street Pay, dice el póster —y David me explica que eso no lo dicen ellos, que es un lugar que dejan para que quienes quieran pongan sus opiniones. Éste lo firma National People’s Action. Entre sus reglas, A Just Harvest tiene una inflexible: no aceptan dinero del gobierno; lo reciben de personas, compañías, iglesias, grupos varios —nunca del gobierno.
—Pero es cierto que en mi país hay gente hambrienta, hay mucha gente hambrienta.
Dice David, y que ellos quieren ayudarlos: que por eso lo hacen.
—Nosotros queremos ayudarlos como lo haría cualquier vecino.
—¿Cualquier vecino?
—Sí, cualquier vecino. Cualquier vecino debe saber que su vecino tiene el mismo derecho a comer que tiene él, y que si su vecino no come tiene que hacer lo posible para darle de comer, porque si no lo hace él es tan culpable del hambre de su vecino como cualquier otro. Y más en un mundo que está lleno de comida, todos tienen que tener su parte, más allá de quién sea cada quien, sin preguntar quién es cada quien. Eso es lo que pensamos, y si usted no está de acuerdo…
—¿Yo?
—Bueno, usted o quien sea.
Las comparaciones siguen siendo odiosas: al lado de los pobres de Níger o de Bangladesh, éstos serían privilegiados absolutos.
Pero no están al lado.
Habría que discutir la idea de pobreza, su relatividad. El hambre es pobreza absoluta; aquí hay pobreza relativa —y la llaman hambre. Relativa es una discusión filosófica: ¿cuánta desigualdad podemos o queremos o debemos tolerar?
En cambio la pobreza absoluta parece fuera de toda discusión: a los que no les parece mal que una persona viva muy por debajo de sus posibilidades los incomoda un poco que se muera antes de lo necesario por razones externas, exógenas.
Que se muera de hambre.
—Pero comer no tendría que ser una pelea de cada día, ¿no? Esto es América.
Dick tiene anteojos sin marco, el pelo al ras, la barbita candado, la papada copiosa, una camisa celeste con banderita americana en una manga, como las que usan los empleados de correos. Dick tiene cincuenta y tantos años y una panza importante y come a cuatro manos.
—No, yo nunca trabajé en el correo. Esta camisa la compré de segunda mano en el Ejército de Salvación. Yo trabajaba en una empresa de camiones, en el depósito, todo bien, pero cerraron y ahora está muy difícil para conseguir otro trabajo. ¿Quién va a tomar a un tipo de mi edad?
Dice Dick, y que él siempre supo que había gente que iba a lugares como éste pero que nunca creyó que eso pudiera pasarle a él.
—Si a veces hasta donaba algo. No entiendo; de verdad no entiendo cómo pudo haber pasado.
A Dick le cuesta hablar, respira mal:
—Yo fumé mucho. Ahora por suerte está tan caro…
Dick dice que de día come macaroni and cheese, unas latas que le cuestan 1,49 y cuando puede se toma una cerveza.
—¿Pero qué quiere que haga? Yo estoy con las food stamps, me dan menos de cuarenta dólares por semana. Yo tengo que vivir con cuarenta por semana. ¿Qué quiere que haga con cuarenta por semana?
Y que entonces viene acá casi todas las tardes: que esto por lo menos le permite mantenerse gordo, alimentado. Es lo que dice: gordo, alimentado.
—Ahora te dicen que estar gordo no está bien, que no hace bien, yo lo que sé es que los gordos nunca se mueren de hambre. Se morirán de otras cosas, pero de hambre no.
Dice Dick y se levanta, un movimiento complicado. Agarra su plato descartable: todavía le queda algo de arroz y dos rebanadas de pan de centeno. Lo lleva hasta el tacho, lo tira a la basura. Yo sé que no debo pero no puedo no pensar en cuántos comerían con esas sobras en Bihar, en Sudán. Comparaciones, ya sabemos.
9.
Los estantes estallan de colores: rojos, azules, amarillos, todo muy primario. En los estantes hay cajas con tigres leoncitos ardillas loros pollos perros gatos sonrientes starlettes sonrientes deportistas triunfantes que ofrecen copos y copitos, roscas y rosquillas de cereales varios, de formas todas, de sabores muchos —miel frutilla nueces canela chocolate— con un chorro de leche en el dibujo para volverlos sanos. Una señora como dos o tres señoras, el pelo rubio desgreñado, los ojos muy azules, un jogging rosa fuerte agarra una caja que dice Trix —con un conejo—, la mira recelosa, vuelve a dejarla en el estante. La señora como más señoras avanza un paso pujando con esfuerzo su carro no muy lleno. La señora como más resopla, se mueve muy difícil: las piernas se le chocan, no parecen convencidas de soportar el peso.
—Disculpe, ¿no me alcanza aquella caja de cereales?
La caja debería estar a su alcance —los supermercados no quieren dificultar las compras— pero la señora no consigue estirarse.
—Es mucho más barata, ¿sabe?
Le alcanzo la caja sin dibujos, con un slogan que dice que es sanísima; la señora la mira, la pone en su carro, me agradece, resopla. En su carro hay paquetes de fideos de la marca del supermercado, dos docenas de huevos, tres paquetes de pan lactal, seis latas de maccaroni & cheese, más latas varias, dos rollos de papel cocina, un detergente familiar, cajas de gelatina y tortas para hornear, tres kilos de azúcar, par de tachos de helado de vainilla, un frasco de mayonesa de dos litros, tres paquetes de 12 salchichas cada uno, un pollo muerto.
—Y a mis chicos les gusta lo mismo.
La señora se llama Mareshka: me dice que se llama Mareshka, que la disculpe por molestarme pero que con ese cuerpo que se le puso hay cosas que ya no puede hacer. Yo no me atrevo a preguntarle qué más cosas, pero sí si viene siempre al Family Dollar. El Family es el súper más barato de Binghamton y Mareshka me mira —entre los pliegues de sus ojos hundidos— con un toque de odio, como si le estuviera preguntando otra cosa: lo que querría preguntarle.
—Yo no soy pobre, yo me gano la vida. Yo no le pido nada a nadie. Nosotros nunca le pedimos nada a nadie.
Nosotros, dirá Mareshka, después, a la salida, en la vereda gris medio desierta, fueron sus mayores. Sus tatarabuelos, me dirá, llegaron de Polonia hace cien años, se instalaron acá porque acá había trabajo.
—Pobres, si nos vieran ahora.
—¿No la enoja que eligieran tan mal?
—Qué les voy a reprochar, pobres viejos. Por lo menos se murieron contentos, antes de saber. Quiero creer, supongo.
Binghamton es una ciudad chica del norte del estado de Nueva York, a tres horas de coche de la ciudad de Nueva York: a tres horas del poder del mundo. Ya pasaron más de dos siglos desde que unos aventureros blancos corrieron a sus indios y un blanco rico se quedó con todo. El señor William Bingham compró la tierra y le puso su nombre; a mediados del xix ya era un lugar próspero, tan prometedor: por acá pasaba uno de esos canales que conectaron estas tierras con el puerto. Y en 1850 vino el tren: industrias se instalaban, inmigrantes llegaban, tintineaba la plata. En esos días Binghamton era tan importante que aquí se creó el primer centro dedicado a tratar el alcoholismo como una enfermedad —el New York State Inebriate Asylum— y empezaron a llegar los polacos, alemanes, irlandeses, italianos que iban a hacer la América; la hicieron, por un tiempo.
Llegaron a llamarla el Valle de las Oportunidades: la ciudad crecía, se construían casas bonitas, casas pretenciosas, puentes, iglesias, algún parque y se fundó una compañía que se hizo conocer como IBM. Tras la Segunda Guerra, Binghamton llegó a su cima: aquí se inventó el simulador aéreo, aquí la Lockheed y compañía construyeron armas y otras armas; el espionaje militar muy tecno era una de sus especialidades. Pero el fin de la Guerra Fría les pegó; cuando ponerle el pecho al comunismo dejó de ser el gran negocio, fábricas fueron cerrando o migraron hacia mejores condiciones. Por una rara forma de justicia poética, tras ganar esa guerra Binghamton perdió empleos, personas, esperanzas; ahora, la ciudad propiamente dicha tiene menos habitantes que hace cien años: con todos sus suburbios araña el cuarto de millón —uno de cada cuatro bajo la línea de pobreza.
En Binghamton, ahora, las mejores casas se han vuelto pequeños bancos, grandes funerarias, todo tipo de iglesias: las prioridades están claras. Binghamton tiene sus shopping malls en las afueras, un centro bien fantasma, las calles rotas, casas abandonadas, una universidad secundaria y el orgullo de proclamarse «la Capital Americana de la Calesita, hogar de seis de las 150 que quedan en toda la nación». De vez en cuando vuelve a salir en los diarios: en abril 2009, por ejemplo, cuando un veterano de Vietnam entró en la oficina de la American Civic Association de la calle Front y mató a tiros a 14 personas. O el año pasado, cuando una encuesta de Gallup definió que era la ciudad con los pobladores más pesimistas del país o cuando ganó el ranking del cielo más nublado o cuando aparece alguno de esos estudios que la suelen poner entre las tres primeras en cantidad de obesos: más de un tercio de sus habitantes, el 37,6 por ciento de sus habitantes, según las últimas medidas.
La civilización occidental está rechoncha: gorda grasa rolliza.
Cuando los diccionarios definan las palabras, obesidad significará gordura condenable: peligrosa.
El abuelo de Mareshka tuvo una especie de salchichería —las fabricaba, las vendía—; su padre no quiso tanta carne y consiguió un trabajo manual en IBM. Cuando la planta de Binghamton cerró tuvo que retomar el negocio familiar, se amargó, lo fundió. Mareshka ya tenía 30 años, ya se había casado, ya tenía dos hijos y una hija; trató de explotar una peluquería pero tampoco funcionó. Su marido manejaba un ómnibus; se arreglaban.
—Ahí fue que nos convencieron. Esa mujer del banco nos insistió, y dale, que podíamos comprarnos una casa por menos que lo que pagábamos de alquiler. No era cierto, no era del todo cierto pero nosotros queríamos creerlo.
Se la compraron por 60.000 dólares, que el propio banco les adelantó. Y era linda, me dice, no se crea, una de estas casitas de madera con su jardín atrás, su porche adelante, dos pisos, tres habitaciones, muy bonita, dice, y la cara se le nubla. Porque su marido se murió en 2008 —justo en 2008, dice— y ella no pudo seguir pagando la hipoteca: la casa volvió al banco.
—Sí, se murió de un ataque al corazón.
Me dice, y no sé cómo preguntarle si era muy gordo; ella me ve.
—Ya sé lo que estás pensando. Sí, tenés razón. No se cuidaba. Pero podría haber vivido un poco más, ¿no? Seguro que podría.
Ahora Mareshka atiende el negocio —cerveza, cigarrillos, diarios, lotería, golosinas— de una prima y saca unos 2.000 por mes. Sus tres hijos están entre los 13 y 21.
—Siempre quieren comer, ¿qué querés que les dé?
—¿Con ese ingreso no tienen derecho a pedir ayuda, vales de comida?
—Sí, derecho tengo, pero no tengo ganas. No quiero. Yo me gano la vida, no quiero que nadie me regale nada. Yo soy americana.
I’m American, dice,
como si eso significara casi todo.
Hace unos años que los Estados Unidos se pusieron a la vanguardia de una rara epidemia: la gordura.
Empezar a temerla fue uno de los cambios culturales más radicales de los últimos tiempos. Durante siglos, en casi todas las sociedades, ser gordo era un lujo: ser capaz de comer en exceso, despilfarrar riquezas en el propio cuerpo —y mostrarlo era otra forma de poder.
Unas décadas atrás, todavía, la gordura era un signo indiscutible de prosperidad. Los reyes, los jefazos, los cardenales, los plutócratas cuya panza inflaba el chaleco del que colgaba la cadena de oro del reloj, las grandes damas con sombrero o las divas de la ópera usaban su grasa como un galardón. En tiempos en que el trabajo adelgazaba, un cuerpo gordo era un cuerpo que se jactaba de su ocio; en tiempos en que comer era un privilegio, un cuerpo que mostraba que comía todo lo que quería —más que lo que precisaba— era un cuerpo que apetecía mostrar. Después la gordura fue pasando de moda. Primero, jóvenes contraculturales la rechazaron por burguesa; después, burgueses decidieron que debían cuidar sus cuerpos: trabajar sedentario engordaba, el ejercicio exigía dinero y tiempo libre; había que enarbolar un cuerpo fibroso, deportivo. Pero no hace 25 años que la gordura empezó a pensarse como una epidemia.
Y, por supuesto, los ricos dejaron de ser gordos.
En general nos da penita. Consideramos la gordura como la puesta en escena de una falla individual: alguien que no es capaz de controlarse lo suficiente como para mantener su cuerpo flaco, el control de su cuerpo. Pero, de a poco, vuelve a ser un signo de pertenencia social —solo que al otro extremo de la sociedad—: cada vez más, ser gordo significa ser pobre.
Los médicos acusan a la gordura del aumento exponencial de las muertes por problemas circulatorios y de ciertos cánceres muy brutos y de esa gran enfermedad contemporánea, la diabetes. Para eso quisieron precisarla: usan una unidad, llamada Índice de Masa Corporal —el peso de una persona sobre el cuadrado de su estatura— y dicen que si ese índice está entre 25 y 30 la persona tiene sobrepeso, y que es obeso si su índice pasa de 30.
La medida es severa: yo, con 1,85 metros y 90 kilos, tengo un ligero sobrepeso —IMC de 26,2—, y aún así estoy por debajo de la media de los varones latinoamericanos: 26,7. Para ser obeso, en cambio, tendría que pesar 103 kilos.
Con esa severidad no es difícil definir que en todo el mundo hay 1.500 millones de sobrepesados. Los obesos son un tercio: 500 millones. Esas cifras sirven para establecer una simetría muy vendedora: que el mundo está tan retorcido que hay más o menos la misma cantidad de desnutridos que de sobrenutridos, de hambrientos que de gordos. Y, tácito o explícito, que el alimento que les falta a unos se lo llevan los otros: que los gordos se están comiendo lo que los hambrientos no consiguen comer.
Suena como una buena explicación de casi todo y, como casi todas, no es verdad.
—Nos dicen que tenemos que comer sano. ¿Quién puede pagar esa comida sana? Hay que ser rico para comer siempre frutas y verduras…
—¿Y a usted le gustaría comer eso?
—¿La verdad? ¿La verdad?
—Bueno, ya que estamos…
—La verdad que no. A mí me gusta mi comida. Yo sé que tendría que comer otras cosas, pero también sé que no puedo, no me alcanza. Y me pueden decir que esto me hace mal, pero a mí me gusta. Ya bastante sufrimiento tengo en mi vida para tener que pensar todo el tiempo que estoy comiendo lo que no debería, ni siquiera poder comer tranquila lo que me gusta.
—¿Y no le preocupa por sus hijos?
—Mis hijos ya son bastante grandes, ya empiezan a buscarse solos su comida. Yo ya no les puedo hacer más nada.
—¿Son flacos, sus hijos?
Mareshka me mira con una mezcla de desprecio y odio, y se sonríe.
No es verdad: la obesidad es el hambre de los países ricos. Los obesos son los malnutridos —los más pobres— del mundo más o menos rico. En estos países la malnutrición pasó del defecto al exceso: de la falta de comida a la sobra de comida basura. La malnutrición de los pobres de los países pobres consiste en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consiste en comer mucha basura barata —grasas, azúcar, sal— y desarrrollar estos cuerpos desmedidos.
No son la contracara de los hambrientos: son sus pares.
La forma de la desigualdad en estos pagos.
10.
En Binghamton la luz es un anochecer al mediodía. Hoy es jueves, frío de fin de otoño, nubes bajas, y el clima del McDonald’s de Main Street, centro de la ciudad, es dulcemente familiar. En dos mesas juntadas en medio del salón dos madres rubias piel lechosa con sus granos rojos, joggings manchados, tratan de controlar a su recua de hijos, todos menores de diez años, todos rubios, casi todos gordos, tres muy gordos. En la mesa de al lado un matrimonio de negros imponentes, treintaytantos, cachucha de los yanquis él, pañuelo rojo ella, cuarto de tonelada entre los dos, alimentan a su bebé sentado en una silla alta: gordote, salpicado, ataca los trocitos de hamburguesa como enemigos de una vida previa. Tercera mesa una abuela muy gorda, buzo de plush turquesa con capucha, logo de una universidad lejana, el pelo corto mal teñido, anteojos, zapatillas, come nuggets de pollo con nieto y nieta de menos de seis años, flaquitos, divertidos. Otra mesa del medio un blanco cincuentón, hippie viejo golpeado, chepudo, muy chupado, sorbe un batido de frutilla. Más allá dos mujeres muy gordas casi focas, blancas tipo italiano, no muy viejas, una con dientes otra sin, hablan con un hombre de barbita candado, gorra negra, mal afeitado, gordo pero movible todavía: al fin entiendo que la mujer sin dientes es la madre, la con su hija, el señor quién sabe.
En la naturaleza no hay gordos, en las «sociedades primitivas» no había gordos: la obesidad es una enfermedad —una epidemia— creada por el hombre. Ser gordo es acumular en exceso: la codicia de no saber qué te va a deparar el futuro, de temerlo.
Hacia 1965 un genetista americano, James V. Neel, postuló que, hace millones de años, ciertos hombres paleolíticos, cazadores-recolectores que podían vagar sin encontrar qué comer por días y días, produjeron mecanismos fisiológicos que les permitían «llevarse puestas las calorías»: guardarlas en el cuerpo bajo forma de grasa. Y que esos hombres sobrevivieron mejor que los demás, se impusieron en la lucha de la evolución.
Durante mucho tiempo tener esa capacidad fue una ventaja decisiva. Ahora es un problema: el mundo cambió —sobre todo el mundo rico, donde la falta de comida nunca llega— y los cuerpos siguen guardando reservas en la grasa.
Acumulamos en el lugar equivocado: en lugar de almacenar fuera del cuerpo —en la despensa, en la heladera, en la tarjeta—, seguimos cargándolas. Somos cuerpos paleolíticos perdidos en un entorno post-industrial, inadaptados. La civilización es crear herramientas que hagan lo que antes hacía el cuerpo: un gordo es anterior. Un gordo es como un homeless que lleva todas sus pertenencias en su hato, doblado bajo el peso.
Porque, además, vivimos muy distinto: los cuerpos de los países ricos no se mueven. Máquinas reemplazaron sus esfuerzos: coches y buses para la caminata, ascensores para los ascensos, lavadoras para los lavados, batidoras para los batidos, robots para la industria —y los trabajos sedentarios. La energía corporal solía ser el gran capital de la mayoría de los hombres: era lo que tenían para conseguir lo que necesitaban, su famosa fuerza de trabajo. Ahora la fuerza de trabajo no suele ser, en estas sociedades, física. Por primera vez en la historia, la mayoría de los hombres y mujeres no gastan su energía con algún fin rentable —y entonces se han inventado formas de gastar esa energía para gastar esa energía: gimnasias, máquinas, pastillas que ayudan a deshacerse de eso que hasta hace poco fue tan precioso, tan cuidado. Una rara investigación concluyó que los americanos actuales usan un tercio de la energía física que usaban hace 60 años; en ese período, sus obesos se más que triplicaron, del 11 al 35 por ciento de la población.
En el McDonald’s de Main Street las pantallas de las teles están fijas en Fox, el canal de la derecha más derecha; señores de corbata hablan y hablan sin sonido. Suenan canciones de hilo musical: pop de los setentas. En el rincón de más allá se juntan los jóvenes: dos varones, cuatro mujeres de 16 o 17, bluyins, camperas abombadas, voces altas. Un varón es muy gordo, el otro no; tres chicas son bastante gordas; una —se llama Leah, después me dirá que se llama Leah— es negra de piel clara y debe pesar más de cien kilos. Tiene los rasgos agradables, bien dibujados, finos, hundidos en un mar de grasa: mejillas, párpados, papada. Leah me dice que ya sabe, que qué quiero que haga:
—En la escuela nos enseñaron, nos dicen que vamos a tener problemas. Ellos no entienden. A mí no me importa nada lo que me pase dentro de 20 años, cuando ya sea una vieja. Mi problema es ahora. Mi problema no es lo que me pueda pasar; es lo que me pasa.
Dice, y se limpia la boca de ketchup con una servilleta de papel.
—Yo no quiero ser así, pero qué puedo hacer. Es feo ser así. ¿Usted se cree que los chicos me buscan? ¿Que me miran?
En una mesa junto a la ventana —afuera las nubes se acumulan, los pocos que caminan pasan veloces, encorvados— un señor muy centroeuropeo de setenta o más, barba blanca, anteojos, moñito de etiqueta bajo el sobretodo gris, recién salido de una película de Lubitsch, come su cheeseburger & fries con la mayor delicadeza; tras cada bocado se limpia los dedos con su pañuelo blanco. Muerde con ganas: tiene hambre. Un negro de veinte, muy alto, muy flaco, jogging todo rojo cachucha roja zapatillas rojas con vivos blancos, aros color oro, come una hamburguesa melancólico, mira por la ventana como si el mundo se le hubiera ido; mostaza le chorrea por el labio inferior, mentón, campera. Una negra de veintitantos, pelotón de kilos —las piernas dos triángulos perfectos—, llega con una botella de agua mineral y una ensalada; escucha algo en los audífonos conectados a su teléfono, se ríe, parece que se acuerda. Leah me dice que ya intentó todas las dietas:
—Y lo único que conseguí cada vez fue la misma sensación de fracaso, de que no soy capaz. ¿Usted sabe lo que es chocar todas las veces con la misma pared? ¿Usted sabe cómo es cuando una ya no sabe qué más hacer? Tengo 16 años.
La aparición de los restoranes de fast food —que nuestra tilinguería no suele llamar restoranes— consiguió, al principio, que padres pobres de los países ricos pudieran llevar a sus chicos a comer afuera, darles los gustos de esos gustos salados y dulces y gaseosos y fritos y grasosos, que las madres no tuvieran que cocinar todos los días —y muchas se acostumbraron a no hacerlo, se olvidaron de cómo se hacía. Y los chicos se acostumbraron a esa comida, y los padres creyeron que para calmarles el hambre —las ganas de comer— no había nada más rápido, fácil y barato. Barato, sobre todo: cuando alguien tiene 10 dólares para alimentar a dos o tres chicos, nada más rendidor —en calorías, en proteínas, en placer— que un combo de éstos. Y nada que engorde más, que arruine más los cuerpos.
Cada vez más científicos dicen que ciertas comidas industriales basadas en los tres reyes magos asesinos de la industria producen en el cerebro humano el mismo tipo de adicción que el alcohol o el tabaco. Y que la comida basura y otras maneras de fast food están repletas de esos tres elementos, y que son ellos los que amenazan más brutalmente los cuerpos de los que los consumen. En 2012 un Robert Lustig, investigador reputado, publicó un artículo en Nature que decía que la naturaleza sabía lo que hacía cuando hizo que el azúcar fuera difícil de obtener, y que el hombre no cuando lo hizo tan fácil —y que el consumo de azúcar en el mundo se triplicó en los últimos cincuenta años. El azúcar pasó de ser un condimento de lujo a uno barato: el primer refugio contra el hambre. El té de los indios, el mate dulce de los argentinos, la cocacola de los americanos son formas de engañar a la panza, mandarle unas calorías rápidas y poco alimenticias que la mantengan entretenida por un rato. Aunque, en general, no es azúcar sino el famoso JMAF, jarabe de maíz de alta fructosa, esa sopa contemporánea, subproducto del maíz subsidiado, que disimula los gustos de casi todas las comidas industriales y todas las gaseosas y es, según estudios y más estudios, la razón de buena parte de los males de la obesidad —incluidas cantidad de diabetes. Eric Schlosser, el autor de Fast Food Nation, dice que nuestra comida cambió más en los últimos 40 años que en los 40.000 años anteriores.
Leah termina su cuarto de libra, se relame. Su amiga le ofrece un trago de milk shake de fresa; Leah le dice que no gracias y me mira.
La «epidemia de obesidad» empezó en los Estados Unidos en los años ochentas. Desde entonces, los precios de frutas y verduras aumentaron, en valores constantes, un 40 por ciento. Y, en el mismo período, las comidas procesadas bajaron un 40 por ciento. Con tres dólares se pueden comprar unas 300 calorías de frutas y verduras o 4.500 calorías de papas fritas, galletitas y gaseosas. El que quiere y puede comer para no atiborrarse de calorías, compra fruta y verdura. El que necesita comer para conseguir un mínimo de calorías, compra basura.
Comida basura: cuando la prioridad es sacarse el hambre lo más barato que se pueda. Llenar de porquerías el cuerpo lo más barato que se pueda.
Las grandes compañías productoras de comida tienen, como todas las grandes compañías, una obligación por encima de todas: ganar plata para sus accionistas. Para eso tienen que comprar sus insumos lo más barato posible, pagar a sus empleados cuanto menos mejor, vender más lo más caro que una cantidad suficiente de compradores acepte pagar. Pero llegó un punto en que los consumidores —los comedores— de los países más ricos ya comían todo lo que necesitaban; las grandes compañías necesitaban que comieran más. De ahí dos fenómenos cercanos: el desperdicio de un tercio o la mitad de la comida que se compra y, sobre todo: el hecho de que un chico de un país rico come una media de 4.000 calorías diarias, el doble de lo que debería. Y se llena y se empacha de porquerías hechas de esos tres reyes magos, y quiere más y come más y quiere más —porque lo convencen de que quiere más. Para eso tienen que gastar fortunas en publicidad. En pocos productos el costo proporcional de la publicidad es mayor que en la comida basura de las grandes corporaciones. Son las reglas del negocio.
Que también es una consecuencia de la política de subsidios a la agricultura. Los subsidios empezaron con la gran depresión de los años treintas, como una ayuda de emergencia para ayudarlos a superar la crisis —pero nunca dejó de aplicarse. Y en las últimas décadas dejaron de beneficiar mayormente a las familias granjeras de película cursi porque el campo americano se concentró. Ahora los aprovechan sobre todo grandes empresas agroalimentarias: el 70 por ciento de la plata va al 10 por ciento de los beneficiarios, las grandes explotaciones de maíz, trigo y soja —que tienen el poder de lobby necesario para conseguirla. Esos productos son, entre otras cosas, los componentes más habituales de la comida procesada —que, por eso, es tanto más barata que las frutas y verduras, que no consiguen el mismo nivel de subsidios. Y así envenenan a su gente.
Las preguntas que (se) hace Raj Patel en Stuffed and Starved para dejar claro que la comida que comemos no es una fatalidad sino una elección, aunque no sepamos quién la hace.
«¿Quién elige los niveles seguros de pesticidas, y cómo define “seguros”? ¿Quién elige qué producto debe comprarse dónde para producir nuestras comidas? ¿Quién decide cuánto pagar a los granjeros que producen alimentos o a los empleados que trabajan para esos granjeros? ¿Quién decide que las técnicas usadas para fabricar esa comida son seguras? ¿Quién gana plata con los aditivos que se les ponen y decide que esos aditivos son saludables y no dañinos? ¿Quién asegura que hay suficiente energía barata para transportar y reunir esos ingredientes desde todos los rincones del mundo? ¿Quién define qué productos van a llenar las góndolas de los supermercados? ¿Quién decide cuánto van a costar? ¿Quién decide que esos precios serán más caros que lo que los pobres pueden pagar?»
Comida que es basura, desechos para los desechos.
Ahora llueve, afuera, en remolinos. Adentro del McDo un muchacho de 20 o 22, pantalón negro camiseta azul y gorra negra, anteojitos, acné, bastante gordo, trapea el suelo y resopla. Freddy Mercury canta que hay otro que va a morder el polvo —y me pregunto si todas las canciones del hilo musical son de comer. En una de las mesas altas de mi lado dos adolescentes, un negro y un hispano, muy flaquitos, la ropa sucia vieja, comen cheeseburgers con milk shake y papas fritas; el más oscuro se duerme encima de la mesa y se diría que no tiene casa o familia o esas cosas. Un blanco no menos de 150 kilos, bluyín, camisa de cuadros abierta sobre remera gris, se come un sundae con una cocacola; su hija gordita salta alrededor, le habla, él trata de callarla. El hombre tiene la cara triste; toma su cocacola en vaso inmenso como si fuera la última ginebra. En otra mesa alta tres obreros —pantalones y camisas de obrero, manchas de obrero, herramientas de obrero— blancos cuarentones, sus bigotes, sus barbas descuidadas, sus peladas crecientes, comen big macs. Dos son bien gordos, uno no; charlan, eructan cada tanto. Leah me dice que ella no tiene la culpa de ser como es:
—A veces odio a mis padres. Si ellos no me hubieran criado así quizá no tendría este problema. Pero pobres, qué podían hacer ellos, a veces tenían trabajo, a veces no; ya es bastante que nos hayan criado sanos y enteros.
En Estados Unidos ya hay 25 millones de diabéticos y 80 millones de «pre-diabéticos». Un chico americano nacido en 2000 tiene una chance sobre tres de ser diabético; una sobre dos si es negro o latino. Si se mantienen los niveles actuales de obesidad, dice Jay Olshansky, médico especializado en longevidad y esas cuestiones, la esperanza de vida de los americanos puede bajar entre 5 y 15 años en las próximas décadas.
Aunque decir «esperanza de vida de los americanos» es un abuso de lenguaje. La esperanza de vida de un americano blanco con educación universitaria es 14 años más larga que la de un americano negro que no terminó el secundario: 14 años son muchísimos años —y muerto se hacen más largos todavía. Pero no son solo los negros: también es nueve años más larga que la de un americano blanco sin estudios, esos que la lengua americana pre-corrección política llamaba white trash —basura blanca.
Tom Vilsack, secretario de agricultura de Obama, ex gobernador de Iowa, explicaba a su manera, en una discusión en el Senado, los problemas de la obesidad: «Solo el 25 por ciento de los jóvenes americanos entre 19 y 24 años son aptos para el servicio militar. Y una de las razones principales para eso es que hay demasiados jóvenes con sobrepeso. El Instituto de Medicina estudió los valores nutricionales las comidas que les servimos a nuestros chicos y encontrron que tienen demasiada grasa, demasiado azúcar, demasiado sodio, frutas insuficientes, verduras insuficientes…»
Sobre la evolución de la palabra grasa: de lo deseable a lo temible. Y sobre la evolución del apetito: por primera vez en la historia, comer se constituye en algo malo, una amenaza.
Un salón enorme lleno de mesas largas blancas, sillas blancas de plástico para cien o doscientos; en las mesas, 20 o 30 personas comen de sus bandejas autoservice. En las paredes hay banderas americanas, banderines de regimientos y otros cuerpos, fotos de soldados muertos, fotos de coroneles muertos, fotos de chicas rubias muy arregladitas; tardo en pensar que también pueden ser soldados muertos. Una bandera negra con la silueta de una cara grisada dice POW-MIA —prisoner of war-missing in action—; los 20 o 30 parecen un poco perdidos en el salón enorme, dispersos en cinco o seis grupitos. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion para esta mañana de domingo: seis dólares para los grandes, tres para los chicos, menores de seis años gratis, all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. La American Legion es una asociación de veteranos de guerra y asimilados con tres millones de socios, 15.000 sedes como ésta en el país: su misión, dicen sus estatutos, es «defender la Constitución, mantener la ley y el orden, fomentar y perpetuar un americanismo cien por ciento, combatir la autocracia de las clases y las masas…». Y hacer desayunos solidarios —con una escuela del barrio a la que donan desayunos.
—Yo estoy orgulloso de contribuir a lo que hacemos acá en la Legión.
Me dice Goofy. Es raro llamarlo Goofy, pero él me dice que se llama Goofy. Goofy debe tener sesenta y lleva años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso: Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de otra patria. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado café, en su vaso de plástico blanco. Enfrente su mujer, Loretta: un par de kilos menos, misma carga en el plato. Se miran, habla Goofy:
—Nosotros tenemos una responsabilidad moral con nuestros vecinos, con el prójimo. No podemos aceptar que haya chicos que no coman suficiente. Por eso hacemos estas cosas.
—¿Pero no les hace mal también comer de más?
—¿Quién dijo que esto es de más? Así comimos siempre. ¿O ahora porque haya unos doctores que digan cosas por televisión vamos a tener que dejar de hacer lo que hicieron nuestros abuelos?
Goofy traga, se limpia con una servilleta de papel, sonríe. Su mujer, enfrente, trata de decir algo y él la para: esperá, Bunny, dejá hablar al señor. Yo le pregunto si peleó en alguna guerra y él me dice que sí, la cara alzada, la grasa en posición de firmes:
—Sí, peleé en Vietnam, claro. Y no le voy a decir que fueron los mejores años de mi vida porque si no Bunny acá me mataría, pero extraño.
Dice, se ríe con una mueca de treinta años de casados. Bunny no se ríe:
—Y como no te mataron los vietcongs ahora querés matarte con esa panceta. ¿Cuántas veces te dijo el médico que no comieras tanto de esas cosas?
Empieza un número que deben haber ensayado tantas veces: que Goofy tiene una diabetes tipo 2 morrocotuda, que tiene que bajar de peso y comer menos grasas y azúcares y sal y todas esas cosas, dice Bunny. Goofy la deja hablar, mastica, se limpia el huevo de los labios con una servilleta.
—No sé de qué se asustan. Acá somos todos así, todos vivimos así, todos nos morimos así. ¿O qué, los flacos no se mueren?
Después, ya en la calle, el cielo es una manta gris oscura; el suelo está mojado sin haber llovido y el frío muerde como algún recuerdo. Ahora, ya en la calle, un señor de treintaytantos lleva una camiseta negra holgada muy gastada con unas letras blancas, mayúsculas, gritonas: «Live fat. Die young». Viví gordo, morí joven, dice, y el chiste es esa ese que le falta a fat para ser lo que era: live fast, viví veloz. El señor es negro y tiene, además de su camiseta holgada, unos bluyines nuevos donde podría vivir una familia, zapatillas negras, una gorra roja de los red socks y unos 200 kilos de carne derramada. El señor se llama —dice que se llama— Barky y me dice que, aunque no lo crea —aunque yo no lo crea—, su camiseta es una gran verdad:
—Estoy harto de que me digan lo que tengo que hacer. Me dicen que tengo que hacer esto o aquello, que tengo que comer esto o aquello, pero después si lo quiero hacer no puedo, no me da la plata. ¿O usted se cree que a mí no me gustaría ser Brad Pitt? Pero no puedo, vio, no puedo. Entonces, por mí, prefiero que se callen. O no escucharlos, vio. Prefiero no escucharlos.
Dice Barky, y se va antes de que pueda preguntarle quiénes son ellos. O decirle que si ellos —los ellos posibles— están en contra de la obesidad es porque les cuesta cara: descubrieron que les cuesta muy cara.
Hay números tan americanos, tan producto de esa obsesión por medir, americana. Dicen que la salud de un obeso cuesta una media de 1.500 dólares anuales más que la de un flaco. Dicen que la de un diabético cuesta 6.600 dólares más. Dicen que la diabetes cuesta 150.000 millones por año —y que la mitad de esa cifra se paga con el famoso «dinero de los contribuyentes». Y que la obesidad causa una media de 300.000 muertes por año y que, por eso, dicen, «ya produce tantos problemas como el hambre». Insisten mucho, últimamente, en sus discursos, en los foros internacionales, en los diarios, que la obesidad causa tantos desastres como el hambre. Pero no hablan de esa diferencia básica: el hambre los produce mayormente en otros sitios, en otros países, y ocuparse o no ocuparse de ellos es su prerrogativa. En cambio la obesidad los produce aquí y ahora y el Estado americano no puede elegir si se ocupa o no se ocupa, si lo gasta o no lo gasta. Por eso la obesidad se ha constituido en la obsesión más reciente de un país dado a las obsesiones nacionales. A diferencia de las demás formas de la malnutrición —que suenan africanas—, ésta sucede en sus ciudades, se paga con sus presupuestos.
Aunque puede ser que lo más duro sea la conciencia del fracaso: no es fácil aceptar que su sociedad —la sociedad más poderosa de este mundo— ha producido estas legiones de cuerpos descompuestos, personas que ya no pueden funcionar como personas. Esa cultura obesa, tan Simpson, tan Big Mac, tan Walmart, es el cadáver —graso— en el ropero americano.
Otra vez: no es cierto que los gordos se coman lo que no comen los hambrientos; sí parece cierto que las mismas industrias que los llenan de basura controlan los mercados y se apropian de los recursos que podrían comer los que no comen. Los gordos y los hambrientos son víctimas —distintas— de lo mismo.
Llamémoslo desigualdad, capitalismo, la vergüenza.
Jackson está en el porche de su casita de madera, sentado en una silla de plástico blanco que le queda muy chica: se derrama por todos los costados. Hace frío: Jackson se cubre las piernas con una frazada peluda roja y amarilla y entrecierra los ojos para sentir ese rayo de sol que lo tiene acá afuera. Le digo que me disculpe, que me da pena molestarlo.
—No se preocupe, hombre, no molesta. Lo que pasa es que éste puede ser el último sol en muchos meses, tengo que aprovecharlo.
La casita de Jackson está hecha de tablas de madera pintadas de amarillo antaño, sus remiendos de tablas verdosas: una más en una cuadra de casitas de tablas de madera, todas parecidas, todas pobres aquí —y tanto más ricas que la mayoría de las casas del mundo con su electricidad, su agua corriente, sus televisores y computadoras y microondas. Jackson se saca la frazada: sus piernas son colinas envueltas en franela oscura.
—Me dicen que para moverme mejor tengo que hacer ejercicios. Cómo quieren que haga ejercicios si no puedo moverme.
Las casitas no tienen rejas o cercas o ningún otro obstáculo visible: se abren al mundo con la confianza que solo da una sociedad muy controlada. En la vereda hay nieve vieja, un barro gris. Jackson me dice que su historia no tiene el menor interés: que no tiene historia —y me la cuenta. Jackson me dice que hasta hace poco trabajaba: que estuvo mucho tiempo cuidando un depósito de bebidas acá cerca.
—Pero ya no puedo más, míreme, cómo quiere que haga nada.
Jackson tiene mi edad: está acabado. Vive de una pensión que no le alcanza, sus hijos le pasan algo de dinero; tiene dos, me dice, y los dos tienen trabajos —una en la caja de un súper, el otro de encargado de limpieza en una escuela— pero apenas les alcanza para ellos:
—Me pasan lo que pueden, nunca es tanto.
—¿Y cómo hace para comer todos los días?
—Los de la iglesia me ayudan, si no la verdad que no podría.
—¿Y qué le dan?
—Pobres, lo que pueden.
Antes de llegar pensé que tendría que buscarlos, pero no; los gordos están por todas partes. Es raro ver tantos por la calle, en los negocios, en los coches. Me digo que claro, que es un lugar especial, el segundo pueblo con más obesos del país. Pero la clasificación no es relevante: en el resto del país no hay, como aquí, 37 por ciento de adultos obesos sino 35 por ciento; la diferencia es mínima. Son, en total, 78 millones de adultos, 12 millones de chicos obesos.
Y siguen aumentando. Cincuenta años atrás eran el 11,7 por ciento de los americanos. Veinticinco años atrás, el 20,6 por ciento. Y los negros están 15 puntos por encima de la media nacional, y los mexicanos 5 puntos. Una vez más: cosa de pobres.
Estados Unidos es un caso testigo, un precursor, pero la epidemia se está difundiendo por el mundo: en cuanto un país consigue ciertos niveles de consumo, sus pobres acceden a esas comidas que antes no, se vuelven gordos. México es un ejemplo a toda grasa, China empieza a serlo —y siguen firmas.
Y es cierto que se ven levemente monstruosos, inquietantes. Pero quizá sean la vanguardia de la evolución y, pese a sus dificultades aparentes, se están adaptando mejor que los demás al mundo actual y un día todos seremos como ellos y una cintura que no mida metro y medio será cosa pasada —y bajará la población del mundo porque no habrá tierra suficiente para calmar sus apetitos. O quizá sean la vanguardia del desastre final: la forma en que la especie humana, inutilizada por su propio éxito evolutivo, terminará por desaparecer.
No con un estallido sino con un crac de la balanza.