5.

—¿Alguien tiene la culpa de que algunos tengan poco y otros mucho?

—El gobierno debería dar más trabajo para que uno pueda salir, para que pueda comer el día al día. No se ocupa de la gente humilde, la deja a un lado. Las enfermedades, todo, es por los políticos, porque si tenés un trabajo podés comer, y si no, no.

Dice Paola, me mira con sus ojos de miedo.

—¿Cómo te imaginás de acá a diez años?

—No sé, porque no sé si voy a llegar. Yo te vivo el día al día, no te puedo saber lo que va a pasar en diez años. Para qué me voy a imaginar de acá a diez años si no sabés si te vas a dormir y no te vas a despertar.

Cada mediodía, todos los mediodías, Paola lleva a sus tres hijos a un comedor comunitario de su barrio, Gregorio de Laferrere, en el partido de La Matanza, a diez kilómetros del centro de Buenos Aires. Los hijos de Paola son dos nenas de diez y tres años, un nene de siete; dos más se le murieron.

—Las dos de parto, pobrecitas, me nacieron y ahí nomás se murieron. Cuando se murió la última, Abi entendió todo, pobre, se quedó muy tocada. Por eso la tengo todo el tiempo encima.

Abi es Abigail, la nena de tres, que no se baja de la falda de su madre. Paola le hace caballito, le acaricia el pelo, la consiente.

—Yo no quiero perder ni un hijo más. Ni uno más, no quiero.

Paola tiene 27 años, una bermuda marrón, una remera rosa, el pelo lacio oscuro, las piernas y los brazos flacos. Su papá llegó desde Tucumán, en el noroeste del país, antes que ella naciera: allí dejó —descubrirían mucho más tarde— una mujer y varios hijos. En Laferrere consiguió trabajo en una fábrica de detergentes; en un baile conoció a la madre de Paola, la cortejó, se fue a vivir con ella: tuvieron dos hijas más y se separaron porque el hombre «tomaba mucho, se drogaba y le pegaba a mi mamá». Que, poco después, encontró otro marido, un hombre que acababa de salir de la cárcel —con el que tuvo otros hijos.

—A ese hombre yo lo respetaba como a un papá. Yo lo vi como papá hasta que él abusó de mí, desde mis siete años, más o menos. Yo siempre preferí que lo haga conmigo más que con mis hermanitas que eran menores. Así viví hasta los doce años.

—¿Qué te hacía?

—Me manoseaba, me tocaba mis partes íntimas, me hacía mirar revistas pornográficas con él, me hacía tocarle sus partes y todo lo que viene después. Pero fue de a poco. Como mi hermano nació con ese problema de ser discapacitado y se enfermaba siempre, mi mamá se la pasaba en los hospitales. O a veces decía que se iba al hospital y salía por ahí, andaba con otros tipos. Entonces yo tenía que quedarme con él, que lavar, que cocinar, que hacer de esposa y no de hija. No salía a jugar como todos los chicos. Me quedaba en casa. Una noche me agarró, sentí un dolor fuerte ahí atrás y era que me había penetrado por atrás. No le dije a mi mamá nada. Me aguanté y estuve tres años así. Todos sabían, todos se callaban.

Sus hermanas menores, al fin, se lo dijeron a su madre, que no les creyó: ahora Paola sospecha que prefirió no creerles, que la situación le convenía. Pero un día el hombre pensó que su mujer dormía y empezó a manosear a Paola; la mujer se despertó, los vio, no pudo negar más. O quizá tuvo celos.

—Después mi mamá me dijo que teníamos que callarnos la boca. Me decía ponete a pensar que si vos decís algo, van a terminar tus hermanos internados en un colegio, tu hermano discapacitado, yo puedo ir presa, me decía. Y qué van a decir acá en el barrio, me decía. De tanta presión que tuve me callé.

Dice Paola y que una vez, muchos años después, le preguntó por qué lo había hecho, por qué a ella —si decía que la quería como a una hija. Y el hombre le dijo que era por venganza a su mamá porque se iba, porque no lo atendía como una mujer tiene que atender a su hombre, que él tenía que salir a robar para mantenernos y ella no lo atendía.

—Yo le dije que si él salía a robar era porque quería, que yo jamás le pedí eso. Y que con tantas mujeres como había afuera, tantas que se regalaban por cualquier cosa, por qué justo se la tuvo que agarrar conmigo. ¿Vos sos consciente de la edad que yo tenía?, le dije. No, me decía, no tuve conciencia y no sé cómo pedirte perdón. Pero lo perdoné, porque fui a la iglesia y me enseñaron a perdonar. Lo perdoné. Pero niñez, con todo eso que me pasó, no tuve.

Tampoco tenía, entonces, comida suficiente. Su madre a veces se iba durante días y Paola tenía que ocuparse de alimentar a sus hermanos: tenía diez, once años y salía a pedir comida por el barrio.

—A mí me daba mucha vergüenza ir a pedir. Pero no me quedaba más remedio.

A veces conseguía, y entonces preparaba un almuerzo para todos los chicos, una fuente de fideos con sal, si acaso un chorrito de aceite; después, a la tarde, una taza de mate cocido y a la noche a la cama temprano para no sufrir el hambre.

—Y si no eran fideos, ¿qué comían?

—Arroz, papas, lo que encontraba, algo hacía. O le pedía a mi abuelo, que andaba con el carro y traía la verdura que tiran los verduleros, le sacaba lo feo y cocinaba con eso. O la fruta picada, que yo le sacaba lo feo y comíamos.

—¿Y comían carne alguna vez?

—Uy, muy de vez en cuando.

—¿Te daba bronca toda la situación?

—Demasiado. Hasta hemos llegado a comer cosas vencidas. Ahora lo hacés y te cae mal, pero nosotros ni nos fijábamos. Todo nos comíamos. Gracias a dios nunca nos cayó mal. Nos fuimos alimentando.

—¿Y pensabas quién tendría la culpa de que te pasaran esas cosas?

—No. Trataba de no echarle la culpa a nadie. Es triste, y a la vez es lo que te enseña la vida. A mí me enseñó demasiado. Sé demasiado, yo, no necesito saber tanto.

—Una parte de la población es un excedente absoluto para este modelo de acumulación o de crecimiento. El modelo no los necesita, sobran, son caros, hay que atenderlos. Además demandan, tienen discurso, dicen cosas, son semióticos, reclaman, pronuncian, votan. Todo esto es un costo muy alto de reproducción de este sistema. Sí, son un excedente.

Me dice Agustín Salvia, sociólogo, profesor en la Universidad de Buenos Aires, coordinador del Observatorio de la Deuda Social Argentina en la Universidad Católica, que hace cada año las mejores encuestas sobre la situación social del país.

—Uno podría pensar teóricamente que sería bueno incluir esa fuerza de trabajo capaz de producir riqueza, no solo para sí, sino riqueza colectiva. Bajo otro modelo, no menos ni más capitalista, otra lógica, donde se integre el sector informal al sector formal de la economía, donde haya una transferencia de los sectores más concentrados a los menos concentrados, habría un proceso de inclusión social de esa gente, y pequeñas empresas familiares podrían cumplir un papel social y económicamente productivo. Hoy no lo cumplen. Hoy sobran. Si desaparecieran no pasaría nada, al contrario.

Paola, además, extrañaba a su papá de sangre: llevaba tres años sin verlo cuando se apareció, el día de su cumpleaños número doce. Había bebido y le decía que ella era su hija, que la quería, que quería regalarle algo.

—Yo le dije que si me quería ver que viniera fresco, que no me sirve que venga un papá borracho a verme, quería un papá fresco, le decía. Para borracho ya tengo a todos mis tíos y a mi abuelo. Yo quería un papá como tiene la mayoría de la gente. Y le dije que el único regalo que quería era que estuviera conmigo siempre, y que cuando yo cumpliera 15 me iba a ir a vivir con él.

El padre le dijo que sí, que claro, que ya iba a ver. Pero a los tres días alguien vino a avisar que se había caído o tirado al río Matanza y que lo habían sacado muerto. Ese año Paola empezó a trabajar: cuidaba una nena, hija de un policía. Cuando podía iba a la escuela nocturna. Le costaba: llegaba cansada, tenía miedo de dejar solos a sus hermanos; a veces no tenía más remedio, otras veces su madre estaba ahí. Pero por lo menos podía traer algún dinero —alguna comida— a la casilla. Lo más difícil era conseguir leche para la más chiquita, Camila, nueve meses.

—Justo fue un día no fui a trabajar porque Camilita estaba con fiebre. A a la madrugada le di la leche a mi otra hermana, le preparé la mamadera a Cami, la cuidé, le dije a mi mamá que como no iba a trabajar, yo me ocupaba. Le di la leche y más tarde a la mañana mi hermano discapacitado que dormía en la punta de la cama con ella la despierta a mi mamá para ir al baño, y mi hermanita estaba muerta, en los brazos de mi mamá. Se olvidó de respirar. Ése fue mi dolor más grande, yo la cuidé tanto. Fue un dolor terrible. De todos los dolores que tuve, el peor.

Dice Paola.

El núcleo duro del desempleo en la Argentina está alrededor del quince por ciento de los trabajadores: unos tres millones. Ellos y sus hijos, sus familias, viven en situaciones que, de lejos, nos cuesta imaginar —y tampoco lo intentamos mucho. No tienen un trabajo fijo, no tienen agua corriente o cloacas o electricidad, no tienen calles, no tienen protección; no siempre tienen comida suficiente.

—Es una cultura marginal que se crea sus propios lazos de solidaridad, de movilidad, donde la extralegalidad no constituye un problema. Todo funciona por medio de operaciones en negro, donde no hay obligación de formalización, donde la violencia resuelve conflictos económicos, donde la justicia no existe, la norma no existe.

Dice Savia. Y, sobre todo, que la barrera entre esos sectores y el resto de la sociedad es cada vez mayor: que la posibilidad de cruzarla no solo es ilusoria; ya no es tomada en cuenta. En la Argentina hay millones de personas que no piensan que van a integrarse alguna vez a la sociedad formal. Que saben que esa desigualdad insalvable es la condición de sus vidas. Que, incluso si prosperan con alguna actividad informal —legal o ilegal— se mantienen en ese sector. Pero que, en general, no prosperan: sobreviven. Entre ellos está la gran mayoría de ese cinco por ciento de hogares argentinos «en situación de inseguridad alimentaria aguda» y ese siete por ciento de «inseguridad alimentaria moderada»: un doce por ciento de hogares con inseguridad alimentaria. Y, por supuesto, ese ocho por ciento de chicos —un cuarto de millón de chicos— crónicamente desnutridos.

«Doce por ciento de hogares argentinos» son unos cinco millones de argentinos —que no comen lo que necesitan.

A sus 15 años, Paola se desesperó: su madre estaba o no estaba, la plata no alcanzaba, la comida no alcanzaba. Entonces descubrió que había hombres que estaban dispuestos a darle plata o mercadería a cambio de acostarse con ella.

—Me encontraba con chabones con los que nunca debí estar, y lamentablemente lo tuve que hacer para sacar plata. Eran amigos de mis tíos, tipos que me conocían de chica. A veces no quería clientes nuevos. Había amigos que como me conocían de chica, no querían y me daban cosas igual, pero otros no. Yo cerraba los ojos y tenía en la mente a mis hermanos.

Cuando ya tenía 17 Paola conoció, en la escuela nocturna, a un muchacho que parecía entenderla. Se gustaron, salieron; Paola se quedó embarazada. Él se hizo cargo: cuando tenía le daba unos pesos, algo para comer, un par de caramelos; ella dejó de acostarse con chabones. Su primera hija se llamó Camila, como la hermanita que se olvidó de respirar. Él a veces encontraba algún trabajo, alguna changa. Poco después se consiguieron una casilla en el barrio y se fueron a vivir juntos. Al otro año les nació Joel, el segundo.

Paola estaba casi contenta: todo parecía encaminado. Tenían su casilla, sus colchones, sus frazadas, su mesa renga, su cocinita de garrafa. Pero su familia empezó a hacerle la guerra a su hombre: que toqueteaba a su hija, que la violaba, que era un tipo peligroso. Paola les creyó, lo abandonó. Tenía 20 años, dos chicos, ningún ingreso, y una hermana mayor le propuso trabajar con ella en un bar de acompañantes.

—Ahí en el bar me insistían para que haga otras cosas, para que saque más plata. Yo me negaba, no sirvo para eso. Es distinto acostarme con un chabón por algunas cosas que acostarme con cincuenta, pero al final me decidí a meterme. Hablé con mi cuñado, que era el encargado, y me metí. Entonces a mis hijos ya no les faltaba nada. Todos tenían sus cosas. Ellos me pedían y yo les podía comprar.

Era un alivio: comían todos los días, podía hacerles empanadas, comprarles una gaseosa si querían. Pero no le gustaba esa vida, extrañaba a su marido, tenía un novio, se quedó embarazada. Los clientes la cuidaban: no la dejaban tomar alcohol, dice Paola.

—Para tener relaciones, era 60 pesos la media hora, 30 para la chica, 30 para el dueño. Te ibas a unos sillones grandes divididos con tablones. No había ni baño para bañarse después de las relaciones. Yo siempre ahí me cuidé, con todos. Ellos te dan preservativos y te obligan a que los uses. Los días de semana entraba a las ocho de la noche y salía a las tres de la mañana. Trabajaba en Constitución y de ahí me venía para acá, que mis hermanos cuidaban a mis hijos. Y los fines de semana lo mismo, pero salía más tarde: a las siete de la mañana. Llegaba a mi casa, dormía un ratito y salía otra vez. Un día me encontré a mi marido, me dijo que quería ver a los chicos, le tuve que contar que estaba embarazada y que trabajaba en un prostíbulo para darles de comer, que no le quería pedir nada a él.

Cuando llegó al cuarto mes de embarazo dejó de trabajar. Semanas después, una noche, empezó a sentir dolores y le pidió a su hermano que buscara un médico, pero el de la salita de su barrio no quiso ir porque decía que no tenía ambulancia, que se acercara la paciente. Paola no podía. Su hermana la ayudaba; a eso de las cinco la nena nació de un solo pujo, muerta.

—Mi hermano fue y les pateó todo en la clínica, y no les quedó otra que venir a verme. Pero la bebé ya había nacido, la tenía en una sábana, en una caja. Nadie me quería llevar, nadie se quería hacer cargo, ni la policía. Después tuvieron el tupé de acusarme de cualquier cosa, que me había hecho un aborto, porque yo estaba de seis meses. Me dolió el alma demasiado, y a la vez me dio como para tomar una decisión grande. Agarré, me fui a la Iglesia, no quería saber más del prostíbulo, de trasnocharme, quería vivir una vida normal como antes.

Paola volvió con su marido. Dos años después tuvo otro parto prematuro, otra bebé que nació muerta. Ahora viven los cinco en la casilla de un solo ambiente con dos camas chicas, una para Paola y su marido, otra para sus hijos. Un pariente les prestó una garrafa para cocinar; cuando quieren agua tienen que ir a pedírsela al vecino.

—Ahora queremos ahorrar para hacernos un baño, un inodoro. Mientras, tenemos que ir al pozo.

La situación está mejor, dice Paola: su marido consiguió un trabajo limpiando en una fábrica y le pagan como mil pesos —unos 80 dólares— por mes.

—Le pagan más, pero después le descuentan mucha plata, no sé cómo es eso.

—¿Y cobrás la Asignación Universal por Hijo?

—No, porque parece que como él está empleado se la dan por otro lado, no nos corresponde. Primero me la daban, pero después nos descubrieron y me la sacaron.

Acá muy cerca, dice el mito, se inventó el dulce de leche —uno de esos inventos argentinos que debe haber existido mucho antes que el país. La historia cuenta que, en una estancia de don Juan Manuel de Rosas, caudillo todopoderoso de la primera mitad del XIX, una criada calentaba al fuego la leche con azúcar, pero que llegó uno de los enemigos del patrón, Juan Lavalle, a verlo, y ella tuvo que atenderlo y se distrajo. Y que cuando por fin se acordó de su cocción la encontró espesa y marrón y que se asustó de lo que haría el patrón, se la llevó para justificarse. Y que Rosas la probó, le gustó, le convidó a Lavalle, la disfrutaron juntos. Faltaban más de diez años para que lo persiguiera por todo el país hasta matarlo.

Hace unos meses, Paola llevó a sus tres chicos al local de una organización vecinal para que los midieran y pesaran: le dijeron que «estaban bajo peso». Paola no entendió: le explicaron que eso quería decir que estaban muy flacos y que además eran bajitos para su edad, que tenía que alimentarlos mejor. Paola primero se enojó, se defendió contra lo que le parecía un reproche; después, dice, se puso a llorar.

—Al final me dijeron que a los chicos bajo peso el gobierno les manda una bolsa de mercadería, que me tenía que ir a hacer los papeles y a pedirla. Así que al final me la dieron. Cada quincena me la dan: una caja con cuatro paquetes de fideos, arroz, aceite, dulce de batata.

Paola se alegró pero seguía sintiéndose culpable. Llora, todavía, cuando me lo cuenta:

—Mis hijos son lo más importante, y yo sé que ellos están bajo peso porque yo los descuidé. Antes si podíamos nos guardábamos un poco de plata del sueldo de mi marido para hacernos el baño, pero ahora decimos que lo más importante es que ellos coman bien. La plata no alcanza, a fin de mes llegamos muy justos, pero ahora tratamos de que los chicos coman. No vamos a permitir que nuestros hijos tengan hambre. Al mediodía los llevo al comedor y a la noche tengo que darles algo. Aunque tengamos que quedarnos sin comer, que coman ellos. Una sopa aunque sea, unos fideos.

—¿Y de quién es la culpa de que vos no tengas suficiente para comer tranquila?

—No sé, yo qué sé. A mí lo que no me gusta es cuando la presidenta dice que no hay pobreza. Yo la escuché decir muchas veces que no hay pobreza. Que venga y se fije la pobreza que hay, los chicos que se están muriendo de hambre. El otro día vi en un noticiero a una mamá a la que se le murió la hija de hambre, esa misionera que la metieron presa. ¿Sabés la angustia e impotencia que sentí cuando vi eso? Tanto violador, tanto delincuente, y a una mamá que se le muere la hija de hambre la meten presa.

—La marginalidad estructural más dura puede llegar al 15 por ciento de los hogares. Son cinco, seis millones de personas. Considerando la perspectiva de Fidel Castro de la Cuba de hace veinte años, que abrió la compuerta y les dijo vayan a Miami, o como el general Bussi que agarró a todos los vagos y se los llevó a Catamarca, para el sistema sería bárbaro que se fueran. Sobran.

Me dice Savia, y yo le digo que entonces alimentarlos mal es casi astuto.

—Bueno, es necesario alimentarlos para que no se produzca una situación de subversión social, donde los saqueos no sean la forma sistemática donde los marginales dirimen sus deudas con el Estado.

Estamos sentados a una mesa de café, San Juan y Boedo, y hablamos como si estuviéramos sentados a una mesa de café.

—No, no me entendiste: no digo que sea astuto alimentarlos sino alimentarlos mal. Porque es mejor que no sean muy inteligentes y fornidos y además es mucho más barato. En términos de rentabilidad, ¿para qué gastar más dinero en la alimentación de quien no va a producir nada? Y de últimas esto te favorece en la medida en que produce personas que no tienen la iniciativa que podrían tener si estuvieran mejor alimentadas.

—Coincido. Pero no creo que haya una mente que lo controle y lo haga…

—No, yo tampoco porque no creo que sean tan inteligentes.

—Pero pará, en cambio sí creo que existe esa lógica: ¿cuál sería la medida a partir de la cual esta gente no me saquea los supermercados, no me genera conflictos políticos? ¿250 pesos? Entonces eso es lo que valen. Ésa es la idea. Mañana me crean un conflicto porque no consiguen comida y lo tengo que subir a 500, lo subo a 500. ¿Cuál es la medida de la contención social, del control social? Si son muy caros voy a estar en aprietos. No puedo pagar tanto, porque tengo que sacarlo de otro lado. Pero algo tengo que pagar, cuanto menos mejor.

No es un truco argentino. La estrategia de los dominantes siempre fue mantener a sus dominados en su nivel mínimo posible. Buscar, empíricos, cuál era en cada caso ese nivel: ensayo y error. El error podía ser que se murieran miles de hambre o que se levantaran y exigieran. El mecanismo se mantiene. Cuando Europa y USA eligen gastar en sus bancos lo que no gastan en sus pobres están confiando en la hipótesis de que sus pobres van a tolerarlo; cuando especulan con precios de alimentos o extraen materia prima o transforman maíz en combustible, confían en que la muerte de unos cuantos africanos no va a afectar su vida. Cuando un gobierno entrega limosnas a sus súbditos, espera que le alcancen para mantenerlos hundidos y dominados: inofensivos, silenciosos.

Porque el hambre es, pese a todo, un elemento de chantaje fuerte: muchas personas se incomodan diez minutos cuando un medio difunde que hay hambrientos —y la incomodidad es directamente proporcional a la cercanía geográfica: si están a menos de 50 kilómetros, digamos, puede durar hasta tres cuartos de hora. Y no hay nada que un gobierno deteste más que sus súbditos incómodos: todo su trabajo consiste en hacerlos sentir tan cómodos que no sientan más nada. Entonces se pone en acción la caridad cristiana o su versión contemporánea, el asistencialismo: darles a los pobres lo mínimo para que sobrevivan y no manchen con su sangre o sus huesos las pantallas de la televisión.

Muchos sobreviven; otros no.

6.

Hacia el río los ranchitos van raleando: el peligro del agua. Hay juncos, barro, unos bajíos: todo esto eran pantanos que los más pobres fueron ocupando. Una familia cría cerdos, otra cuece ladrillos, otra rebusca entre los yuyos botellas, cartón, trapos. Se cruza una vecina y le dice a Claudio que no deje de ir a la reunión que van a hacer para pedir más tierra: camiones de tierra, carros de tierra, precisan tierra para afirmar el suelo, levantarlo.

Cien metros más allá, el río Matanza corre oscuro entre orillas de cascotes y yuyos; de este lado, basura; del otro, un bosque bien silvestre. Claudio me dice que a veces todavía viene a pescar anguilas con la mano, que está prohibido pero igual, que es el pescado que más le gusta, que la Romi con un par de anguilas hace unos guisos del carajo.

—Muchos pibes siguen cruzando del otro lado para robar. Hay una parte que es como unas pistas para andar en cuatriciclos, esas motos; los pibes van de caño y no sabés las máquinas que se han traído para acá para el barrio.

Dice Claudio, y que tampoco sé la cantidad de amigos que se le murieron ahí, del otro lado.

—Ahí si te agarra la cana te mata ahí nomás y te deja tirado, en el medio del bosque, no le dicen nada a nadie, te comen los gusanos. ¿Ahí quién te va a encontrar? Un par de veces los tuvimos que ir a buscar nosotros a los cuerpos. Una vuelta había uno que le decían el Diablo, que lo encontraron afanando y se tiroteó con la policía y lo dejaron tirado, por muerto lo dejaron, y como no volvía lo fueron a buscar los amigos y lo encontraron ahí tirado, un tiro en el ojo, la cabeza podrida, llena de gusanos estaba pero estaba vivo. No podía ver nada porque tenía todo infectado, se le tapó toda la vista y gritaba, deliraba. Los pibes se lo llevaron al hospital pero quedó tuerto porque los bichos le comieron todo el ojo.

Dice Claudio, y que el río es traicionero:

—Vos ahora lo ves así, tranquilo, pero cuando trae agua en serio y se desborda nos tapa a todos el muy hijo de puta.

Claudio es alto, corpulento, una bermuda hecha de jean cortado y una camisa celeste muy prolija; está bien afeitado, una chivita en el mentón, el pelo corto, la sonrisa entradora, y me dice que hace un par de semanas el barrio se inundó en serio, agua hasta el cuello. Que los hijos de puta cierran las compuertas del río más abajo para que no se inunden los barrios de los ricos y el agua les va a ellos; que tuvo que quedarse en su rancho inundado, subido a una mesa, con sus dos hijos mayores casi una semana.

—Acá son terribles los pibes. Si no te quedás a cuidar te mudan todo.

El agua tapaba la calle, dice, no había forma: Claudio se armó una balsa con maderas y bolsas infladas, unas ramas por remos, para salir a buscar provisiones.

El barrio La Loma, de Gregorio de Laferrere, partido de La Matanza, tiene calles de tierra, las casitas de una o dos habitaciones de madera y chapa o ladrillos sin revoque, un zanjón a los dos lados de la calle donde se estanca un agua negra maloliente. Mujeres toman mate delante de sus casas, las radios encendidas, la cumbia al fondo, algún perfume a marihuana, arbolitos nuevos pero verdes, chicos jugando alrededor; un señor con un machete poda un árbol; dos caballos flacos triscan el poco pasto que crece en la vereda de tierra. En cada cuadra hay dos o tres postes de luz; de cada poste sale una docena de cables de los vecinos que se roban la electricidad: se cuelgan.

A la entrada del barrio hay un baldío, una manzana entera: basura, yuyos, restos de una fogata, un par de sauces viejos. En una esquina un cartel de madera pintada dice Parque de la Memoria.

Parque de la Memoria, dice.

Claudio nació acá hace 36 años, siempre vivió acá. Hasta sus treinta, dice, andaba perdido: era malo, peleador, patotero. Era el jefe de la banda de una esquina, jodía a los vecinos, a veces les cobraba peaje, dice: el que no me pagaba no pasaba.

—Teníamos peleas todo el tiempo: que vos me debés dos gramos, que vos acá no venís porque es mi territorio… Yo era malo. Pero igual era otra época. El otro día pasé por esa esquina, ahí, donde mandaba yo, y los pibes estaban ahí todavía, mariguaneando, y no sé si me pegó el humo o qué pero era como volver diez años atrás. Todos ahí hablando de las mismas boludeces, de droga, de robos, de mujeres, que si anoche me cogí a ésta, anoche fui a robar a tal lugar… Yo los miraba y no lo podía creer. Ahora están todos muy locos. Los pibitos no respetan nada; si te hacés el loco te pegan un tiro, si no tenés un chumbo no te respeta nadie. Antes las cosas se arreglaban a las piñas nomás. Ellos mismos te dicen viejo, ésta es la era de la pólvora.

Claudio dice que él no robaba: que andaba en la calle pero que no robaba:

—Yo siempre laburé; me drogaba pero con mi plata. A mí nunca me cabió eso de andar robando. Porque nosotros somos de una familia cristiana, siempre me enseñaron de las cosas de Dios. Yo me drogaba mucho pero siempre con la plata de mi trabajo. Yo cuando terminé la primaria tenía 15 años y desde entonces anduve en la calle, hasta los treinta: quince años de droga me pasé.

Claudio empezó aspirando la bolsita, después se fue a la marihuana y al final le gustó la cocaína —y se gastaba todo lo que ganaba como albañil en fines de semana bien merqueados y la semana a puro vino.

—Por eso yo sé que nadie puede salir de la droga sin la ayuda de Dios. Pero Dios cuando te saca te saca para siempre, te limpia para siempre. Ahora si un pibe anda robando nosotros le aconsejamos, yo le predico. A veces vienen y me dicen que ellos quieren largar esa vida pero no pueden, yo les digo que sí pueden, que con la ayuda del Señor sí que pueden. Yo sé porque yo pude.

Claudio trabajaba de albañil en la Capital. Hasta una mañana hace unos años: revocaba, tranquilo, el frente de una casa, cuando llegaron cuatro hombres que preguntaron por el capataz. Claudio les dijo que estaba adentro y retomó el fratacho. Al rato volvieron, le agradecieron y se fueron caminando. Cuando los vio doblar la esquina y correr, entendió todo: había sido un asalto. Claudio corrió al fondo; sus compañeros estaban atados boca abajo y el jefe estaba convencido de que él los había entregado: le dijo que no lo iba a denunciar pero que no volviera nunca más. Claudio no tenía cómo demostrar que no era cierto: de pronto, la gente con la que había trabajado varios años ya no le creía; Claudio lloraba de la bronca.

—¿Cómo te defendés de una acusación que es mentira? ¿Qué les va a decir, si ellos ya saben que no te van a creer? ¿Qué les vas a decir? Yo soy de Lafe, hermano: todo el mundo te va a decir que los de Lafe somos chorros.

En esos años, Claudio y Romina solían salir a cartonear pero al fin lo dejaron: cada vez encontraban menos cosas, dice, porque la gente tira menos, dice, por la malaria, o capaz porque hay demasiada competencia, muchos pibes cartoneando por ahí, dice, así que fue un alivio cuando él consiguió su primer plan Jefes y Jefas.

Durante años, el gobierno argentino actual se negó a repartir dinero sin contraprestaciones. «Si te quedás en la asistencia, la gente también se queda en la asistencia. Nosotros tenemos que ayudar a promover la dignidad que quiere la gente», decía la ministra de Bienestar Social y hermana del presidente de la Nación. «La gente me dice que quiere armar una cooperativa o una textil. Si la asistencia es un taller familiar, le estás dando una oportunidad. Pero si es la asistencia simple de un ingreso y encima limitado, no les estás dejando nada. ¿O alguien puede pensar que el problema de la pobreza se soluciona con cien pesos?»

Pero un par de derrotas electorales convencieron al mismo gobierno de cambiar radicalmente su postura, y su «Asignación Universal por Hijo» se convirtió en su gran medida social: distribuirían una suma fija, unos 40 dólares mensuales, a más de tres millones de chicos. Por supuesto que no lo presentaron como el fracaso de seis años de una política opuesta sino como un gran paso adelante en quién sabe qué camino. De hecho fue el triunfo del asistencialismo, la caridad cristiana a cargo del Estado, te doy un poco, lo mínimo necesario para que sigas como estás.

Y creó, por supuesto, diversas lealtades: al gobierno que lo reparte, a la cara visible de ese gobierno, a sus comisionados locales, a todos los que consiguen alguna prebenda para repartir. Creó cierta gratitud y creó, al mismo tiempo, un miedo: si éstos me lo dieron porque quisieron, me lo pueden sacar cuando quieran. No hagamos lío muchachos a ver si también nos quedamos sin eso.

La asistencia es una forma de operar sobre los efectos de la pobreza —la falta de acceso a lo más indispensable— y no sobre sus causas. O, dicho de otro modo: una forma de mantener esa pobreza en el tiempo, de no producir las condiciones necesarias para que esas personas asistidas empiecen o vuelvan a valerse por sí mismas. La asistencia consigue que los pobres sigan siendo pobres y dependan brutalmente de quienes los asisten: un gobierno, el Estado, oenegés, iglesias varias. La asistencia salva personas en lo inmediato —y, con el mismo mecanismo, las hunde más y más en su condición de personas que necesitan ser salvadas.

Entonces es difícil dejar de preguntarse si no es una condición del sistema, la forma en que un sistema de injusticias se preserva y mantiene.

Cuando cumplió 30 años, Claudio oyó, dice, el Llamado. Ahora hace ayunos, habla con Dios, le hace promesas, trata de cumplirlas —y se ocupa de difundir Su obra en su comunidad y me cuenta sus encuentros con su dios y me cuenta todas sus desgracias: los evangélicos usan el relato de sus desgracias —«dan testimonio»— como un modo de devolver a los demás al camino del bien.

—Yo te voy a decir la verdad: yo también fui violado cuando fui chico. Y nunca se lo dije a nadie: ni a mi mamá, ni a mi mujer, ni a mis amigos, ni a nadie hasta que un día el Señor me habló por la boca de un pastor profeta y me dijo que él sabía que me habían abusado cuando niño y que tenía que perdonarlos para sanar mi corazón. Él sabe todo, Él escudriña en tu corazón y sabe todo.

Cada noche, Claudio le pedía a su dios que lo ayudara a hacer el bien, a sacar chicos y chicas de la droga, a devolverlos al camino. Hasta que Él se le apareció una noche, mientras dormía, todo vestido de blanco y lo agarró de la mano y lo llevó, en sus sueños, hasta la puerta de una casa: se la mostró, le dijo ven, aquí vive una que es mi hija, quiero que tú le hables.

Dios, en Laferrere, habla de tú. Claudio dice que en el sueño le dijo a la chica todo lo que su dios le dijo que dijera, y que ella le confesó, en el sueño, sus pecados: adulterio, drogas, un aborto. Y dice que se despertó medio muerto de miedo pero le agradeció a su dios esa oportunidad y al otro día fue a buscar a la chica y todo fue como en el sueño —porque el sueño no era un sueño sino su dios llevándolo hacia el bien. Pero que tuvo que pelearla:

—Lo que pasa es que el Diablo no quiere perder esa vida que ha conquistado. Entonces si vos vas a peleársela se manifiesta, te ataca, es capaz de sacarte a piedrazos. Pero si vos vas con la ayuda de la oración y del ayuno podés ganarle al Diablo. Eso no lo digo yo; lo dice la Biblia. Pero igual no es fácil ver al Diablo. Yo no sé. Mi hermano menor sí tiene esa capacidad, que le dio Dios: él los ve arriba de los árboles, en las casas, caminando, los ve cuando estamos administrando la oración a un endemoniado y el Diablo le sale de la boca… Pero es difícil, porque el Diablo sabe todo, sabe quién sos, qué hacés, todas las cosas, te dice lo que solo vos sabés para meterte miedo.

Hace unos meses, Claudio fue a la municipalidad a pedir una conexión legal de luz, con medidor. Le cobraban 150 pesos y además tenía que empezar a pagar la luz: parecía muy mal negocio, pero lo hacía porque para pagar cualquier compra en cuotas —«para unas zapatillas, una cocinita, lo que sea»— con la tarjeta de la Asignación le piden la boleta de la luz. Es una primera forma de integración al sistema: si pagás la luz existís como consumidor. Pero ya pasó el plazo y no vinieron.

Cuando se convirtió, Claudio ya tenía dos hijos. Había embarazado a una vecina, Romina, cuando ella tenía 15 años y él 20. Romina se negó a abortar; el chico nació bien pero no se juntaron: cada cual seguía en la casa de sus padres, una enfrente de la otra, y se peleaban a menudo. Recién después del segundo pensaron en vivir juntos, pero no tenían plata. Un día la comadre de Claudio le ofreció venderle la mitad de su terreno por 2.000 pesos —unos 180 dólares—: que no se preocupara, que se los iría pagando como pudiera. Eran 80 metros cuadrados de tierra muy baja: presa del agua pero sin agua corriente. Claudio lo empezó a rellenar con escombros que iba trayendo desde el basural; el problema era que no tenía ni un centavo para levantar cuatro paredes. Le pidió a su dios una solución: oró y oró, dice, oró horas y horas. Hasta que apareció un amigo que iba a empezar a construirse una casita de material y le ofreció pasarle su casilla de madera.

—Era un solo ambiente, medio podrido, pero era mucho mejor que nada. Y era un signo de que el Señor no me abandona, que se ocupa de mí, que me escucha.

Dice ahora Claudio. Así empezó; muy de a poco, ladrillo por ladrillo, Claudio y Romina le agregaron dos piezas de material sin revocar, el suelo de cemento. En una pieza hay dos camitas donde duermen los tres chicos más grandes y unas perchas de donde cuelga ropa limpia; en la otra, una cama doble para Romina y Claudio, una simple para las dos nenas más chicas, y más perchas. En la vieja casilla, una cocina con su garrafa y una mesita. Todo está muy cuidado, limpio, bien barrido. Todo es, dice Claudio, una prueba de que Dios no los olvida.

—Por eso yo tengo que ayudar a otros, mostrarle al Señor que yo también puedo ser su herramienta para hacer el bien.

Por eso, me cuenta, ahora está construyéndole una pieza a una chica que conoce de la cooperativa, que tiene cinco hijos y el marido preso, que lo contrató como albañil:

—Lo que ella no sabe es que a mí el Señor me dijo que no le cobre, que se lo haga gratis, pero que no se lo diga hasta que terminemos. Así que imaginate la sorpresa que se va a llevar la piba ésa.

Es un lujo que le cuesta muy caro. Había épocas en que Claudio tenía más trabajitos de albañilería, pero ahora lleva meses sin que le salga nada.

—No sabés cómo corremos la coneja. Estos días la mandé a mi mujer con los chicos más chicos a la casa de la madre, que ella les dé alguito de comer, porque acá no tenemos casi nada.

Claudio recibe, cada mes, 1.000 pesos —unos 80 dólares— de un plan del gobierno que se presenta como «cooperativa de trabajo» y, para ganarlo, tiene que trabajar de barrendero —sábados y domingos, dos turnos de cuatro horas cada uno— en el centro de Lafe.

En el centro, el puente de la estación exhibe un cartelón que dice que en 2011 se cumplió el primer centenario del pueblo: «Gregorio de Laferrere, 100 Años de Historia…», donde los puntos suspensivos deben ser el futuro. Gregorio de Laferrere está a media hora de tren del centro de Buenos Aires; fue fundado por un político y periodista y dramaturgo argentino, el señor Gregorio de Laferrere, que, generoso, quiso darle su nombre. Falló: ahora todos lo llaman Lafe.

El centro de Lafe es la estación de tren; alrededor del puente hay multitud de negocios de estación: el puesto de choripanes, el de celulares más o menos legales, los dos kioscos de cigarrillos y golosinas, el de chipás y sopas paraguayas, La Reina del Regalo. Un poco más allá, sobre la avenida que bordea, negocios de avenida: McDonald’s, una gran fiambrería, la panchería El Porteño, dos tiendas de electrodomésticos, una agencia de préstamos. El asfalto de la avenida es un recuerdo de la luna; en las veredas, docenas de personas esperan colectivos en líneas serpentinas. Son caras cobrizas; el paisaje —los carteles, el amontonamiento, la basura, los gritos— es muy latinoamericano.

Son muchos: mujeres, nenes, viejos, hombres de manos rudas. Los muchachos más piolas andan con bermudas, zapatillas de alunizar y, si no transpiran demasiado, sus gorritas de béisbol. Las chicas más coquetas se tiñen rubio y usan shorts muy shorts; las chicas más coquetas son gorditas. Las carnes se reparten: los chicos con bermudas son flaquitos, fibrosos; las chicas con esos shorts son más grasas, piernonas.

—Cuando pusieron esa ley del matrimonio de los gay nosotros fuimos a la plaza a manifestarle a la humanidad que eso estaba en contra de la palabra de Dios, porque Su palabra es para ayer, hoy y mañana, es un mandato eterno. Y al poquito tiempo murió Kirchner, vio. Porque la palabra de Dios es que yo soy amor pero también soy el fuego consumidor: que Dios si quiere te pega un soplido y te quita la vida.

Por momentos Claudio habla en bíblico, en esa jerga rara de los predicadores suburbanos, que no solo usa el tú en un país donde nadie habla de tú; también gasta palabras arcaizantes como si su dios hablara desde el fondo de los tiempos y lanza las amenazas más brutales en nombre del amor y la concordia. Claudio, además, las repite con ese acento gangoso, como de patinar sobre palabras, sin consonantes finales, con que se cantan las cantos de las hinchadas argentinas.

—Yo creo que por eso fue que se murió el presidente. Porque ahora son tiempos muy raros, que a lo bueno lo llaman malo y lo malo bueno, todo está dado vuelta.

Lafe es la tierra de los Falcon, el purgatorio donde —a falta de mejor infierno— sobreviven. El Falcon es un viejo modelo de la marca Ford, que la fábrica madre lanzó al mercado en los cincuentas y se impuso en la Argentina unos años más tarde. El Falcon fue, durante años, el coche favorito de los argentinos: duro, razonable, bien plantado. Hasta que, en los setentas, los Falcon —sobre todo verdes— transportaron a los militares y policías que secuestraron y asesinaron a miles de personas. Desde entonces, los Falcon empezaron a desaparecer del paisaje porteño: ahora veo que vinieron a Lafe. Aquí cadáveres de Falcon hacen de taxi colectivo: por dos pesos, llevan a cuantos pasajeros quepan. Están incompletos, vencidos, oxidados pero andan; algunos tienen incluso su patente.

—¿Y no te jode que Dios no haya hecho un mundo más justo?

—Eso no lo hace Dios, lo hacen los hombres.

—Pero por ejemplo cuando tenés que mandar a tus chicos a la casa de la abuela porque no tienen suficiente comida…

—Sí, pero es todo aprendizaje. Él lo que quiere es que sepas vivir tanto en la escasez como en la abundancia, en lo que sea que Él te mande. Lo que Él quiere enseñarte es que tienes que aceptar lo que Él te mande, que dependas de Él. Sin embargo mi señora, Romina, no quiere entender eso. Ella cree a medias nada más, le cierra el corazón a Dios. El Señor está golpeando las puertas de su corazón, y ella no le quiere abrir. Y eso me duele. Yo veo a los matrimonios en la iglesia y yo siempre estoy solo. Y yo no soy viudo ni soltero; yo también quiero ir en familia. Dios me dice que espere: Él te prueba la paciencia también. Romi es así, ella cree que el gobierno te tiene que dar las cosas. Está bien, ella se las rebusca bien. Pero Dios quiere que dependas de Él. El pastor me lo dijo de nuevo, hace poco: Dios quiere que te dejes de andar pidiéndole al hombre y le pidas a Él. Él es el dueño de todas las cosas; si tú se lo pides en oración, Él te va a dar lo que tú necesitas.

Romina me dice que tuvo suerte con su marido: que es cierto que tuvo tiempos en que era un problema, que chupaba, que se drogaba, que andaba en la calle, pero que desde que se curó —dice «que se curó»— es otro hombre, que la ayuda, que cuando ella tiene que ir a alguna marcha él limpia la casa, lava, cuida a los chicos, los acuesta.

—Y me trata bien, es bueno, nunca me levantó la mano, nada. Lástima que nunca podemos estar tranquilos. ¿Usted sabe cómo me gustaría a mí estar tranquila?

—¿Qué sería estar tranquila?

—Nada, no tener que andar buscando todo el tiempo, tener toda la mercadería ya guardada para comer hasta final de mes. Yo estaría tan tranquila…

Romina tiene 30 años, cinco hijos. Flaca, las piernas largas flacas, shorcito blanco y negro, la musculosa fuccia, las uñas de los pies pintadas de violeta, el pelo corto pintado rojo oscuro, la cara llena de ángulos, los dientes grandes un poco amontonados. Hace calor, transpira; le pregunto por qué no cree en Dios y ella dice que no, que sí que cree:

—No, si yo creo. Sí, porque pasaron un montón de cosas. Cuando mi nene del medio tenía tres años, mis suegros le regalaron un gallo y una gallina. El nene era muy toquete, tocaba todo, y ahí quiso tocar al gallo y el gallo lo agarró con las uñas ésas que tiene y le hizo cuatro agujeritos, sangraba, parecía un colador. Y yo y mi marido salimos disparados, buscamos un remís, se nos estaba muriendo en el camino, el remisero me decía despertalo que se te está muriendo, se me moría en los brazos. Y llegamos a la salita y no nos atendían y mi marido empezó a gritar atiéndanos el nene se nos muere y al final nos atendieron y el tipo nos dice tomá, denle esto, y era suero para que tome. ¿Qué nos estás, cargando, le digo, el nene se está muriendo y nos das esto? No, pero no hay pediatría ni guardia hay, me dice. Pero traeme un médico, algo, porque si se me muere el nene ustedes también van a tener la culpa. Al final lo limpiaron, le pusieron unas pomadas en las heridas pero el nene no reaccionaba, seguía como desmayado. Y dijimos lo llevamos al hospital de niños, pero no teníamos ni un peso, no podíamos. Ahí cerca de la salita hay una iglesita que se llama Dios es Mi Salvador. Y entramos ahí y mi marido me dice vamos a orarle, me dice. Y vino el pastor y también le oró, todos le oramos como dos o tres horas y de pronto se despertó, nos conoció, todo. Lo retocó el Señor, porque si no fuera por Él se nos iba el nene, ya se nos iba.

—¿Por qué se quedaron en la iglesia en vez de ir al hospital?

—Porque no teníamos un peso.

—¿Y el pastor no les quería dar?

—No, bueno, lo que pasa es que entramos ahí, lo oramos ahí y despertó. Se nos estaba muriendo y despertó.

Dice Romina, pero sigue sin convencerse de las bondades de la ayuda divina; en general, prefiere las ofertas del Estado.

7.

La palabra cliente viene del latín cliens, clientis, que deriva del verbo cluere, acatar, y es probablemente la relación republicana más antigua: un ciudadano —el cliens— reconoce el poder de otro ciudadano —el patron— y acepta hacer lo que le pida a cambio de que le dé su protección, que haga jugar su poder —que él, con su sumisión, acrecienta— para ayudarlo.

El clientelismo, esa forma de relacionar pueblo y poderosos, es uno de los mecanismos principales de los regímenes más o menos democráticos del OtroMundo y sus alrededores.

(Por eso, también, el truco clásico de la derecha para descalificar la intervención del Estado —big government— consiste en asimilar esa intervención con el clientelismo: que la única intervención posible es distribuir dádivas. Cuando debería consistir en arbitrar, crear las condiciones para que la riqueza se distribuya con justicia.)

—Si les regalamos comida nunca van a trabajar.

—Les regalamos comida porque no podemos darles trabajo.

—¿Vos decís?

Hay diálogos antiguos. Los que se oponían a la caridad hace cincuenta o doscientos cincuenta años —en los tiempos del buen viejo reverendo Malthus— tenían un argumento sólido: si los acostumbramos a recibir la comida gratis nunca van a querer volver a trabajar. El hambre aparecía como una necesidad del mercado: para mantener a los trabajadores trabajando, para sostener la vieja maldición del pan y el sudor de las frentes. Pero ya no: el mercado no necesita a esas personas, y la única forma de mantenerlas vivas —mientras no encuentren el modo de solucionarlo— es regalarles la comida.

Los dos últimos años, Romina trabajó en un comedor comunitario de su barrio: cocinaba, servía, y a cambio, cobraba 700 pesos y podía llevarse la comida para su familia y, a veces, alguna bolsa de mercadería. Pero el comedor cerró el año pasado por una pelea entre el grupo que lo manejaba —«eran unos que están en la política, no sé qué, no sé cuál; cuántas veces les pregunté, pero no me quisieron decir», dice Romina— y algún funcionario del gobierno que dejó de mandarle suministros.

—Yo ahora me anoté en ese Barrios de Pie, pero antes iba a otras marchas, me pasaba todo el día afuera. Después te pagaban esos 150 o 200 pero tenías que ir, ir continuamente.

—¿Adónde?

—A acampar, a la Casa Rosada, esos lugares.

—¿Y cómo se llamaba el grupo?

—El Teresa Vive. Pero ahora me anoté ahí en el Barrios y tengo que ir a las marchas.

—¿Hace mucho?

—No, hace poquito, hace dos o tres semanas. Y anoté a mi hermano más chico que también necesitaba. Él trabaja de albañil pero ahora consigue muy poquito, así que viene conmigo y también se lleva algo.

En el patio de su casa —en la parte vacía del terrenito que rodea a su casa, entre escombros y un pozo a medio hacer— hay tres o cuatro gatos flacos, una perra parida. Un pájaro muy grande, negro, se trenza con un gato por un trozo de algo: parece carne, pero puede no ser. Chillan: pájaro y gato chillan, se pelean.

Romina dice que, ahora, en Barrios, está mejor que antes: que le dan más o menos lo mismo pero no la hacen caminar tanto.

—¿Qué te dan en Barrios de Pie?

—Bueno, por ahora la mercadería, que ya me dieron un poco, y el sueldo, que lo estoy esperando, 750. Porque yo cobro de los chicos, la asignación ésta universal y yo le dije mirá que yo ya cobro eso, no sé si saltará; no, no salta, me dijeron, no te preocupes. Y los que no tienen la asignación los pueden meter en lo de las cooperativas, que es de 1.200. Pero a las marchas tenemos que ir todos sí o sí. Si vos en las marchas no te ven te quieren sacar.

—¿Y vas a ir?

—Yo ya estoy yendo, ya.

—¿Y esos 750 pesos que te dan de dónde salen?

—No sé, es un tipo sueldo, como una organización, tiene tres letras. No sé si es pé cé, pé ene ele, algo así.

El clientelismo no es privativo de los gobiernos —nacional, provincial, municipal—, ni siquiera de los partidos más tradicionales. Por supuesto, nada se compara con el poder de dádiva de un gobierno peronista, pero incluso los grupos de supuesta izquierda funcionan según esos esquemas. Cada grupo mueve sus influencias en el aparato del Estado y su gente en la calle para conseguir la mayor cantidad posible de subsidios y prebendas para sus seguidores —lo cual, a su vez, les permite mantener y aumentar esos seguidores. O que, a veces, se convierte en la única razón por la que muchos de ellos participan de sus actividades.

—¿Es un cheque?

—No, te tienen que dar la tarjeta. Yo ahora recién la estoy tramitando, la tarjeta. La coordinadora de ahí de Barrios me dijo que ya la pidió, que pronto me la van a dar.

Barrios de Pie es una organización que participó durante varios años del gobierno actual; después se apartó pero, en ese lapso, consiguió partidas que, en muchos casos, todavía mantiene.

—¿Y te pagan Asignación Universal por los cinco?

—Sí, pero en verdad, estos meses no me estaban pagando bien porque el nene de diez años no le hice el documento nuevo y no me quisieron agarrar la libreta. Igual que la nena de tres, yo llevaba ese papel y no me lo agarraban. Y la última vez que no me la agarraban, le dije que hace un año y medio que estoy esperando, la nena ya va a cumplir tres años y no puede ser que siempre me lo rechacen. Y ellos me decían no por esto y aquello, y yo me senté ahí y dejé los papeles ahí y le dije que yo de acá no me voy a ir, porque ya me lo hicieron con el nene de ocho años cuando cumplió cinco años que yo lo llevaba al jardín a la 32, allá, y el de allá de la 32 no me quiso firmar, y sin la firma…

Romina se entusiasma, se exalta, repasa cada una de las dificultades burocráticas que tuvo que enfrentar para conseguir los subsidios de sus chicos: es un relato profuso, laberíntico de horas y horas de esperas, obstinación, humillaciones suaves, módica violencia —que le cuesta tanto trabajo como cualquier trabajo.

—…y después la nena de seis que cumple el primero de mayo y tenía que tener el documento nuevo y yo no tenía la plata y no lo pude hacer. Y me rechazaron la libreta y le querían dar la baja, y yo le explicaba que lo necesito, que sin esa plata yo no les puedo dar de comer, y ese día también me quedé sentada ahí, no me movía y estaba lleno de gente y me dijeron de todo, un kilombo pero yo no me fui. Y entonces les dije no, yo quiero hablar con uno que me diga qué van a hacer y me decían que me fuera, y mi marido no me quería ni ver, me parece que le daba… No sé qué le daba, pero yo me quedé hasta las ocho. Yo les decía que quería hablar con el jefe y el hombre me dijo que el reclamo no se puede hacer y hablé y me estuve peleando y…

Romina, por el momento, consiguió que le pagaran 1.200 pesos —en lugar de los 1.500 que cubrirían a sus cinco hijos.

—Me la deben, ésa me la deben. Pero por lo menos me ayuda.

—¿Y buscaste trabajo?

—Estaba de limpieza por hora, lo que más agarraba es eso, tiene que ser por hora, sí, porque si no quién se ocupa de los chicos. Pero como ahora no me sale nada, voy a las marchas ésas. Ustedes cumplan conmigo, yo les digo, y yo cumplo con ustedes. Si me van a estar dando vueltas, si voy y no pasa nada, no voy más y listo.

—¿Cómo es que vos cumplas con ellos?

—Las marchas. Son las marchas. Hasta ahora fueron tres nomás. Vamos a las siete de la mañana y a las dos de la tarde ya estamos acá. A mí me conviene, es más tranqui. Las marchas que yo iba antes eran hasta la noche, yo llegaba acá de vuelta a las doce de la noche. Imaginate.

—¿Y adónde fueron estas últimas?

—Fuimos a la Plaza de Mayo, y al Mercado de Abasto, allá en San Justo… ah, y también al Obelisco.

—¿Y para qué son?

—No sé, para protestar, dicen. O para pedir planes. Al Abasto fuimos a pedir más planes. Y para la bolsa navideña.

—¿Y las de protestar protestan por qué cosas?

—No, para que den más planes, más mercadería a la gente, todo eso.

—¿Y que ellos cumplan con vos qué es?

—Que te paguen el sueldo, los 750.

Me explica Romina, como quien no entiende que no entienda.

Pero no alcanza: muchas veces no alcanza. Desde que cerró el comedor los chicos están comiendo menos, me explica Romina, casi siempre lo mismo: el guiso de arroz, el guiso de fideos —que a veces llevan un pedacito de carne pero muchas no—, un puré.

—Y después a veces que hace calor, ensalada, con cornebé, la lata ésa de pan de carne. Y si hay picada les hago pastel de papa, también. Junto todo lo que encuentro y le hago lo que puedo. Cuando andamos galgueando, que no sacamos suficiente, cada peso que agarramos es para ellos. Nosotros no comemos y comen ellos. Y a veces ellos se dan cuenta y preguntan: ¿ustedes no comen nada? No, sí, ya comimos nosotros, ahora coman ustedes.

—¿Qué es lo que más te gusta comer?

—No, yo no tengo problemas para comer.

Me dice: como si el gusto fuera una amenaza, el resultado de la exclusión de lo realmente insoportable.

—¿Pero qué es lo que más te gusta?

—No sé, a mí me gusta la tarta de acelga, de verdura.

Dice Romina.

Claudio y Romina están preocupados porque la nena más chica, la de tres, «está bajo peso». Se lo dijeron a Romina en un local de Barrios de Pie donde había una merienda; ella llevó a los chicos para que tomaran y comieran algo rico, y ahí mismo los pesaban y medían y le dijeron eso, que la Tuti tendría que pesar por lo menos 21 kilos y que está en 16. Pero que no se preocupara, le dijeron: que la iban a llevar al médico, a la salita, para que les diera el certificado de bajo peso y que con eso le darían una caja de mercadería por quincena —o incluso por semana. Romina ya sabía: sus dos hijos mayores habían pasado por lo mismo unos años atrás.

—El problema ahora es que la médica no me lo quiere aceptar.

Dice Romina, con un suspiro: el mundo es un lugar difícil, lleno de personas que lo hacen más difícil todavía.

—Se la llevamos con la señora de Barrios y la médica dijo que no, que estaba todo bien. Pero cuando la pesó yo no la vi, porque me quedé afuera porque estaba lleno de gente.

—¿Y vos qué creés?

—Yo ya no sé qué creer. La señora de la movilización me dijo que vamos a ir a luchar de vuelta y vamos a ir a ver a otra doctora. Y yo le dije que quizá no iba a querer hacerlo esa otra doctora. Porque hay doctores que no quieren darte el certificado médico.

—¿Por qué?

—Porque sos de Barrios de Pie o de otra organización así, no quieren. A los del gobierno sí les dan, parece. Yo conozco una enfermera y me dijo que la jefa de pediatría es así, no quiere que den certificados. Capaz que le dieron orden de no dar… Y yo digo que no está bien, porque los que vamos a pedir algo somos los que necesitamos. Pero bueno, ojalá que tenga razón, ¿no?

Dice Romina, y se le arma una sonrisa triste: por un lado, sería muy bueno que su hija estuviera bien, aunque eso le cueste la chance de recibir esa caja de comida que le cambia la dieta:

—En la caja hay aceite, azúcar, fideos, arroz, dulce de batata, bastante linda. No me puedo quejar. El problema es que una vez por mes me la dan; una por mes no alcanza.

Por otro, mantiene la sospecha de que su hija está realmente malnutrida, que de verdad lo necesita y no lo recibe por el capricho de una funcionaria.

El mundo es un lugar hostil, más hostil que cualquier otro espacio, lleno de reglas que cambian todo el tiempo, lleno de trucos que otros saben, lleno de pinchazos.

Romina compra lo poco que compra en un negocito a dos cuadras de su casa, porque el dueño le fía. A cambio, le cobra un 50 por ciento más cada producto. Romina querría poder comprar en otro lado, en un lugar donde pudiera pagar esos fideos, ese azúcar, ese aceite a sus precios reales pero no puede porque para eso tendría que tener plata.

—Está sacando millones con nosotros el tipo éste. ¿Pero qué podemos hacer, nosotros? Nosotros no podemos hacer nada. Nosotros al final nunca podemos hacer nada.

En la Argentina actual sobran cinco o seis millones de personas. Los más pobres sobran: su exclusión completa —su falta de necesidad— es relativamente nueva y nadie sabe bien qué hacer con ella: qué hacer con ellos.

Por supuesto, hay algo que sociólogos, políticos y oenegeros llaman, con cierto cinismo quizás involuntario, inclusión. Es un concepto relativamente nuevo: hasta hace poco, lo que pedían los pobres y los defensores de los pobres no era inclusión sino igualdad. Lo cual correspondía a tiempos y mecanismos en que las sociedades sabían para qué usar sus pobres —y estaban dispuestas a darles algo a cambio: las certezas de la esclavitud, las garantías del vasallaje, las zozobras de un salario seguro. La Argentina, sin ir más lejos, se caracterizó por ser, durante la mayor parte del siglo xx, un país donde los pobres tenían un lugar: eran trabajadores. El capitalismo más o menos industrial los necesitaba para operar las herramientas de sus fábricas, talleres y servicios, y esa necesidad hacía que los necesitados pudieran imponer algunas condiciones: mejoras —siempre insuficientes— en su forma de vida.

Cuando los ricos argentinos decidieron mandar a sus militares a cambiar el sistema —a recrear aquella arcadia pastoral que nunca había existido, a cerrar fábricas y a expulsar campesinos para volverse el sojero del mundo— quizá no previeron que eso dejaría a millones de personas sin empleo —en el sentido fuerte: sin uso, sin necesidad. Así consiguieron, entre otras cosas, reemplazar la amenaza de la violencia organizada obrera por la amenaza de la violencia inorgánica villera: una violencia individual, desmarañada que puede estallar en direcciones muy poco previsibles. Y ahora se lamentan.

Por supuesto, podrían haberlo imaginado —o podrían haberlo estudiado— porque esa exclusión de millones ya sucedía en otros países latinoamericanos. Pero los ricos argentinos son un poco bobos, y creyeron que podían montar un país del OtroMundo y seguir caminando por la calle tan tranquilos. Tardaron en entender que habían errado: la exclusión de los pobres creó esta violencia —esta violencia básica que consiste en no tener propósito, en no tener futuro.

—No sé, la chiquita me dice que quiere ser doctora, y el nene me dijo que iba a ser abogado.

—¿Cómo se les ocurrió?

—Capaz que vieron algo en la televisión.

—¿Y te parece que van a poder?

—Quién sabe. Ojalá pudieran. Pero no sé cómo sería.

Ahora en la Argentina, según encuestas siempre confusas —siempre embarradas por quienes deberían aclararlas—, unos 750.000 jóvenes entre 18 y 25 años no tienen trabajo ni muchas perspectivas de tenerlo. Son uno de cada seis jóvenes, uno de cada tres jóvenes pobres.

Lo peculiar de la Argentina —lo que hace, quizá, su caso interesante— es que esa masa de relegados absolutos —de desechables, dirían los colombianos, de superfluos— es un fenómeno relativamente nuevo: que se puede reconstruir la forma en que aparecieron en un país que los había evitado.

«El triage —proceso de selección— capitalista de la humanidad ya ha tenido lugar. Como advirtió Jan Breman, escribiendo sobre la India: “Se alcanza un punto de no-retorno cuando un ejército de reserva en espera de ser incorporado al proceso laboral resulta estigmatizado como una masa permanentemente sobrante, una carga excesiva que no puede ser incluida, ahora o en el futuro, en la economía y la sociedad. Esta metamorfosis es, en mi opinión, la verdadera crisis del capitalismo mundial”. Por su lado, la CIA apuntó en 2002: “Hacia fines de los noventas, la sorprendente cantidad de mil millones de trabajadores, que representan un tercio de la fuerza de trabajo mundial, la mayoría de ellos en el Sur, estaban subempleados o desocupados”», escribió nuestro habitué Mark Davis en Planet of Slums. Y, más adelante: «Estos mil millones, que coinciden en parte con la población de las villamiserias, son la clase más inesperada, la que más rápido crece en el mundo actual».

Los hombres y mujeres solían tener una función. La India era un ejemplo claro: allí, desde hace siglos, los muy pobres fueron la mano de obra baratísima que, por un lado, cultivaba lo que comían los ricos y, por otro, se lo servía y los servía. Eran, por supuesto, intercambiables; no eran individuos sino especie. Como a nadie le importaba si vivían o morían, los cientos de millones funcionaban como una reserva útil y una presión para mantener los sueldos miserables.

Es el modelo clásico: en las sociedades que usaban mucha fuerza de trabajo humana, las personas siempre fueron un insumo necesario. Sabemos de los problemas que tenía, por ejemplo, el Imperio Romano para proveerse de esclavos, y cómo una de las razones de su decadencia fue que, ya suyo el mundo, se le hacía cada vez más difícil renovar con guerras de conquista la mano de obra. Sabemos cómo, por ejemplo, la revolución industrial europea necesitó millones de operarios que pudieron abandonar el campo porque las técnicas agrícolas habían progresado mucho y fueron a las ciudades a manejar esas máquinas sedientas de personas, y cómo incluso los desocupados cumplían una función económica: hacían presión sobre los ocupados para que aceptaran trabajar más y cobrar menos —porque podían reemplazarlos en cualquier momento. Sabemos cómo cualquier sociedad agraria se basaba, hasta hace pocas décadas, en el esfuerzo sostenido, sudoroso de sus campesinos.

Hay sistemas que consiguen una explotación óptima de sus recursos: le asignan a cada individuo una tarea rentable para sus propósitos. El equilibrio es inestable —y no dura, en términos históricos, demasiado. O no se produce, cuando no hay coincidencia: una mejora de ciertas técnicas, que libera cierta mano de obra, no se corresponde con un aumento de la necesidad de esa mano de obra para otras tareas.

Ahora, en un mundo donde las máquinas son tanto más eficaces, la mano de obra y el trabajo —las personas— sobran. Las guerras y las epidemias, que siempre funcionaron como mecanismos de regulación demográfica, bajaron, pese a todo, mucho últimamente. La gente vive más, los chicos mueren menos: somos demasiados. Pero no somos demasiados en abstracto, en general: hay algunos que son demasiados.

Es una situación perfectamente anómala: no sé si había pasado alguna vez con esta intensidad, en estas cantidades. A veces pienso que es uno de los grandes cambios de la época: por primera vez en la historia, un sexto o un quinto de la población del mundo sobra. Como queda feo que se mueran sin más, los mantienen apenas a flote, desnutridos pero no muertos de hambre.

La Argentina —decíamos— sirve como ejemplo: ha cerrado miles de fábricas y talleres; ha conseguido reemplazar a la mayoría de los peones rurales por tractores y cosechadoras cada vez más eficientes; se ha dedicado a producir más grano que nunca con muchísima menos gente que antes.

Y no se le ocurrió qué hacer con ellos. Si un día los jefes argentinos —los ricos y sus representantes— recibieran la dosis adecuada de pentotal sería gracioso escucharlos: podrían discutir cómo deshacerse de cinco o seis millones de personas. Lo pensarían como un verdadero servicio a la patria: el resto viviría más cómodo, bajaría mucho el índice de criminalidad, perderían influencia las sectas evangelistas, quedaría mucho espacio libre para nuevos cultivos o barrios privados, funcionarían mejor los transportes colectivos, el Estado ahorraría recursos —subsidios, organismos, policías, carceleros— que podría utilizar para mejorar, por ejemplo, sus escuelas y universidades y hospitales que personas educadas usarían con tino. Quizá se perderían algunos jugadores de fútbol y un par de boxeadores y dos o tres cantantes malos; quizás el peronismo extraviaría unos cuantos millones de votos y todos ellos tendrían más problemas para conseguir mucamas pero, en general, ganarían más que lo que perderían.

No lo hacen. Quizá no se atreven —por ahora— y tratan de conformarlos con planes de asistencia. Quizá prefieren que existan esos millones que les garantizan —por ahora— a través de esos planes el manejo de votos, y están dispuestos, a cambio de esa garantía de poder, a soportar sus contratiempos. No lo sé. Para ellos, la apuesta también tiene sus riesgos: siempre molesta no poder salir a dar una vuelta sin temores y, además, queda el miedo de que una noche se harten y revienten todo.

—No, cuando los pibes empiezan a hablar de los afanos, de salir de caño yo siempre les digo muchachos, tranquis, tranquis, no vale la pena. Si al final siempre vas a perder, no vale la pena. Pero los pibes me dicen que no sea cagón, que me ablandé, que los pastores me hicieron de goma. Se me ríen, los pibes, y yo a veces me caliento y los puteo. Entonces se me ríen más y me dicen ah, no era que vos eras el buenito, el evangélico.

Argentina es un caso particular de la pregunta del billón: ¿cómo conseguimos convencernos, después de haber vivido en un país de relativa inclusión y homogeneidad social, de que era normal que tantos ciudadanos se quedaran sin ninguna opción de vida digna?

Lo mismo pasa, de una u otra manera, en tantos lados. Con sus diferencias, por supuesto: el uso político argentino no es igual que el uso económico indio o bengalí o que la falta de uso en muchos otros sitios. Pero el hecho de que no tengan lugar se repite, que su función no termine de justificarlos se repite. La misma fracción de la población que sobra en la Argentina sobra en el mundo: son esos 1.400 millones de personas, ese 20 por ciento de la población mundial que es extremadamente pobre, que vive con menos de 1,25 dólares por día, esos que pasan hambre.

Hay otras posibilidades. Las obreras de Daca sí están integradas en la economía mundo: las explotan para vender ropa barata en el Primero. ¿La opción es «integrar» de esa misma forma a africanos, sudacas, nepalíes? Por el momento no parece posible en términos económicos. Dicho de otro modo: no saben cómo sacarles plusvalía, no los necesitan.

La mejor hipótesis para los países ricos es que los sobrantes del OtroMundo sobrevivan por sí mismos. Que cuiden sus cebúes, que planten sus huertitas. Les jode que ocupen tierras que les servirían, pero todavía hay algunas demasiado difíciles de rentabilizar: se las dejan. Y cuando todo se desborda pueden mandarles una bolsa de granos. Después están las hipótesis peores: que vayan a importunar a las ciudades, que se junten y se insubordinen. Son, está claro, una molestia:

un peso muerto.

(Los desechables tienen también su versión soft: los millones y millones que trabajan en trabajos perfectamente inútiles, entendido como trabajo inútil uno cuya desaparición solo afectaría a la propia estructura donde ese trabajo se realiza. David Graeber, profesor de la London School of Economics, dice que «es como si alguien anduviera por ahí inventando trabajos inútiles con la sola intención de mantenernos a todos trabajando». Empleados —infinitos empleados— de todo tipo de empresas de servicios, empleados —infinitos empleados— de los cuerpos burocráticos estatales, gerentes de todo tipo, abogados diversos, relacionistas públicos, vendedores, recepcionistas, secretarios, periodistas y tantos más estamos ahí para que nadie se dé cuenta de que no tenemos lugar genuino en la cadena productiva, de que si ocupáramos un lugar genuino alcanzaría con que todos trabajáramos diez o quince horas por semana, de que somos tan desechables como un campesino del Bihar —solo que en ciertos países las cosas son más complicadas. Los desechables con empleo tienen la ventaja de que, en general, nadie les dice que lo son —y ellos mismos tratan de no decírselo.

Y comen cuando quieren.)

Por supuesto, el sistema no se rinde, y de vez en cuando descubre nuevos usos para los desechables: esas clínicas indias que contratan mujeres muy pobres para usarlas como vientres. Madres y padres del mundo rico mandan sus embriones fecundados o sus óvulos y espermas y doctores locales se los implantan a una chica local que, por poner su cuerpo a trabajar full time durante nueve meses, gana lo que no podría ganar en 20 años de trabajo, si tuviera: unos cuatro o cinco mil dólares. Por la misma labor una chica americana puede cobrar treinta o cuarenta mil. El precio total del bebé Usa anda por los 100.000, y eso limitaba los usos del servicio, caro para la clase media. Ya no: en la India se puede hacer por unos 15.000.

En las clínicas indias más coquetas el sistema se parece cada vez más a la clásica cadena de producción. Ya no dejan que las mujeres gesten en sus chozas, donde «se alimentaban mal, trabajaban demasiado, sufrían penurias; era mejor para ellas y para el bebé que se quedaran con nosotros, con una alimentación sana y controlada». En este oficio una obrera mal alimentada es mal negocio, así que las internan durante nueve meses en casas colectivas donde no hacen más que reproducir, tranquilas, bien comidas. Y cuando paren, por supuesto, firman un papel que dice que nunca intentarán saber qué fue de su producto.

Desde el fin de la esclavitud, solo el exterior del cuerpo fue usado para producir —y el interior quedaba fuera, reparado. Ahora los avances técnicos están consiguiendo usar el interior para producir personas —ya no esclavos. Es, por supuesto, por la buena causa: «Nosotros sacamos a unas mujeres de la miseria al tiempo que ofrecemos a otras la felicidad de ser madres. El instinto de supervivencia y el instinto de procreación son las dos bases del ser humano».

El mercado es nuevo y debe luchar contra ciertas restricciones: la India, por ahora, prohíbe que solteros y parejas gays usen vientres alquilados, y Francia y Alemania, entre otros, rechazan el procedimiento. Y los exportadores de bebés blanquitos —Rusia, Rumania, ciertas provincias argentinas— todavía no protestaron: ya se darán cuenta de que la nueva técnica les arruina el negocio. Porque la belleza del procedimiento consiste en que los genes de la madre de alquiler no intervienen en el producto niño: la india de turno solo es la incubadora húmeda, calentita —y el chico sale rubio.

Son más de mil millones: sobreviven. Los países ricos hacen en África lo mismo que el Estado argentino en Argentina: les dan a los que sobran el mínimo necesario para que sobrevivan. Y que no horroricen a las almasbellas y que imaginen que sin esa asistencia estarían mucho peor y que no sepan imaginar futuros propios y que no quemen todo.

Un sistema no puede desperdiciar tan tontamente sus recursos. Si no aprende a utilizarlos —o, en su defecto, si no los elimina— está en problemas graves.

Mientras tanto, son tan incómodos como esa basura que nadie sabe bien dónde poner.