1.

«New country. New beginning. Take an HIV test today», dice un gran cartel en una calle de Yuba: aquí, todavía, todo está atravesado por la emoción del nuevo inicio.

Debe ser raro empezar un país: la mayoría no conoceremos nunca la sensación de semejante cambio —aunque después los días se sigan pareciendo tanto. Dicen que aquella noche las fiestas no terminaban nunca, los bailes, las comidas y los cantos y los tiros al aire y los abrazos y los chicos que nacieron nueve meses después con la marca de la patria en una nalga. Y todavía hay, en cada charla, en cada esquina, alguien que quiere creer en algo.

—Están entusiasmados, todavía les dura el entusiasmo, imaginate, después de tantos años de quererlo.

Me dirá un expatriado humanitario veterano.

—Pero además quieren las cosas básicas: hospitales, caminos, escuelas para que sus hijos puedan tener vidas mejores. Están en ese momento en que creen que todo es posible.

Es probable que miles de millones de personas no sepan que Sudán del Sur existe. Es probable que tampoco sepan que existe Gambia o Swazilandia o Bután o Belice, pero en este caso tienen su razón: hace un par de años Sudán del Sur no existía.

Sudán fue otro invento inglés: la suma de una nación árabe, islámica, semidesértica en el norte y otra más africana, verde, cristiana y animista en el sur. Desde el fin de la colonia hubo peleas de los sureños por romper con el poder del norte; la primera guerra civil duró de 1955 a 1972; la segunda, entre 1983 y 2005. En esos días, los pocos que hablaban de ella decían que era la guerra civil más larga del siglo. Y casi nadie decía que era probable que la guerra no hubiera recomenzado en el 83 si la petrolera americana Chevron —la antigua Standard Oil de Rockefeller— no hubiese encontrado, tres años antes, yacimientos importantes en la zona que los sursudaneses consideraban suya. Como suele pasar en estos casos, el descubrimiento de una riqueza nueva trajo nuevos sufrimientos y miserias.

Así que Sudán del Sur es, entre otras cosas, un derivado del petróleo. Sin petróleo los sursudaneses nunca habrían tenido el apoyo que al fin consiguieron de los Estados Unidos. Pero la historia es larga: al principio, Chevron y la diplomacia americana apostaron al gobierno de Jartum —al gobierno central del país— que intentó corresponderles limpiando las zonas del sur donde estaba el petróleo. Y los rebeldes del Sudan People’s Liberation Army, más bien izquierdistas, no gozaron de ninguna simpatía americana hasta que, en 1991, el presidente sudanés al-Bashir se puso del lado de Saddam Hussein en la primera Guerra del Golfo. Con lo cual Usa lo incluyó en su lista negra y transfirió su apoyo a los rebeldes del sur: les mandaba armas a través del gobierno de Uganda, los defendía en foros internacionales. Sin esa ayuda, es improbable que los rebeldes hubiesen podido hacer frente al ejército regular sudanés, armado por los chinos y, sobre todo, por el producto de los pozos petroleros. Un círculo virtuoso: defender los pozos petroleros con las armas sirve para poder comprar más armas para defender, entre otras cosas, los pozos petroleros. Jartum no quería soltarlos: el petróleo del sur producía la mitad de los ingresos del país. Pero el círculo se quebró cuando los sudaneses de Jartum entendieron que nunca se impondrían a la voluntad americana —y firmaron los acuerdos de paz.

Fue, en todo caso, una guerra sangrienta de la que el mundo se enteró poquito. Durante esos 22 años murieron dos millones de personas. Dos millones de personas: unos 200.000 eran militares que cayeron por la violencia de las armas; el resto, civiles asesinados por las mismas armas y el hambre y las enfermedades que esas armas causaron.

Se supone que la guerra terminó con los acuerdos de 2005. El convenio preveía la instalación de un gobierno provisional en Yuba, la capital de Sudán del Sur, subordinado a las autoridades nacionales sudanesas, y la preparación de un referéndum para definir la situación. El referéndum se hizo en enero de 2011; el 98,8 % de los sursudaneses eligió ser independiente. Ese 9 de julio Sudán del Sur se convirtió en el país más joven de la tierra —y al mismo tiempo, uno de los más pobres.

Y, mientras, la guerra seguía por otros medios.

Nueve de julio, dije: empezaron difícil.

Yuba no es una ciudad: es un amontonamiento de casas y compounds y chozas y chiringuitos y dos docenas de ministerios que son casas muy grandes y un palacio presidencial que es una casa enorme —y árboles, un par de rutas, negros muy negros muy altos por las calles pero tampoco tantos, y obras en construcción y polvo y la basura.

Hace cuatro o cinco años, dicen, Yuba era otra cosa: un pueblo somnoliento, casas bajas, coches pocos, un rincón de provincias donde lo más activo eran los humanitarios más variados. Ahora, las agencias siguen allí —NgoTown, lo llaman algunos, Villa Oenegé— pero también las embajadas y las constructoras y los oportunistas y los empresarios más o menos serios que se buscan la vida.

Circula plata: toda la que antes se llevaba Jartum, dicen acá, pero lo cierto es que el país no produce nada desde hace meses y la construcción florece todavía. Son inversores extranjeros, atraídos por la posibilidad de negocios rápidamente rentables: en el petróleo, por supuesto, y en la compra de tierras y explotaciones de minerales y maderas, pero también en el inmobiliario: cualquiera de esas casas feas y grandotas que alquilan las agencias internacionales para albergar sus oficinas y su gente no cuestan menos de 10.000 dólares por mes —y muchas mucho más.

—Acá hay gente que gana mucha plata con la ayuda humanitaria. Les alquilan casas, les venden servicios, todo a precios monstruosos, porque controlan el mercado. Y estos que construyen quieren recuperar su dinero lo antes posible. Quién sabe lo que va a ser de esto en unos meses, en un año.

Dice el expatriado. Otros son sursudaneses y el origen de su riqueza siempre resulta sospechoso: la mayoría, dicen, son parientes o testaferros de los miembros del gobierno que se están enriqueciendo a manos llenas. Hay como diez edificios de más de cinco pisos, y otros tantos en obras. Están haciendo, entre otras cosas, un hotel rimbombante. Son las ventajas del desarrollo desigual: para extraer las materias primas que algunos países tienen y otros quieren, se precisan ciertas comodidades. Por eso hay, por ejemplo, en todos estos países paupérrimos un par de hoteles cinco estrellas. Los rapaces —petroleros, diamanteros, uranieros, arroceros, sojeros— quieren camas acorde con su categoría. Para no hablar de los funcionarios internacionales que vienen a traer la culpa de Occidente hecha dinero, por supuesto.

Mientras, Yuba se llena: en 2005 tenía 150.000 habitantes y ahora medio millón; la mayoría son campesinos desesperados que llegan atraídos por el espejismo de un lugar donde la comida está garantizada —y terminan viviendo en chozas miserables desperdigadas por toda la ciudad, sin agua, sin luz, tan parecido al campo pero sin tierra que plantar. Y tan distinto: en el mercado rebosante, cien hombres y mujeres y chicos se amontonan en un barracón de latas con bancos de madera. Al frente hay dos televisores; uno pasa una película de amor, el otro un partido de fútbol de la liga inglesa. Los dos tienen alto el volumen; los parroquianos también gritan bastante.

Hay un punto en la evolución de estos lugares en que ya perdieron cualquier encanto pueblerino y folclórico y todavía no consiguieron la estructura y la atracción de una ciudad. Ahí está Yuba: todo a medio hacer, prometedor y roto.

Sudán del Sur es grande como Francia y se supone que tiene entre nueve y once millones de habitantes: nadie los ha contado todavía. Sudán del Sur, por ahora, no tiene cifras propias; no tiene siquiera esas horribles estadísticas que dicen que tal es el quinto país más pobre del mundo, el tercero más analfabeto. Recién hecho, Sudán del Sur no tiene cifras pero, extrapolando las de Sudán entero, se puede calcular que más de un tercio de sus hombres y dos tercios de sus mujeres no leen ni escriben y que cuatro de cada cinco gastan menos de un dólar por día.

—Yo siempre digo que me fui de visita al futuro y ahora volví.

Me dirá días más tarde Agy, una chica sursudanesa larguísima, sonriente, educada, veintimuchos, que vivió toda su vida entre Kenya, Uganda y España porque su padre era un exiliado de rango —y ahora es un ministro.

—Creo que hace falta el sacrificio de dos generaciones para que nuestros nietos, dentro de 50 años, puedan vivir en un país de verdad, justo, equitativo.

Dirá, en la terraza del mejor hotel de Yuba, la nueva capital, comiendo una hamburguesa. Y que por eso se vino y conoció su país cuando tenía más de 20 años y ahora volvió para quedarse y está dispuesta a hacer lo posible para ayudar a que suceda. Pero que sabe que va a ser muy difícil, muy difícil:

—El Banco Mundial está diciendo que podría colapsar nuestra economía. ¿Qué economía? Ahora todo es un lío, pero no podíamos seguir dándole de comer al mismo que nos maltrató durante años y años: alguna vez teníamos que liberarnos del verdugo.

Dirá, porque el gobierno sursudanés llevaba varios meses con una determinación muy drástica en un asunto decisivo. Sudán del Sur tiene petróleo. Sudán del Sur es el petróleo. Pero Sudán del Sur no tiene oleoductos o, mejor: los oleoductos que llevan su petróleo hasta el mar Rojo pasan por Sudán. Entonces los sudaneses quisieron cobrar por ese tránsito hasta un 30 por ciento del petróleo; los sursudaneses les ofrecieron como mucho dos —o más bien uno.

Ésa fue la pelea. La discusión fue larga y vocinglera hasta que Yuba, harta de que Jartum le sacara el petróleo de sus tuberías para cobrarse sus comisiones abusivas, decidió cerrar la canilla: enero 2012.

Desde entonces, durante más de un año, hasta abril de 2013, un país que extrae del petróleo el 98 por ciento de sus exportaciones dejó de extraer petróleo. La declaración fue apoyada, vivada, respaldada por muchos: era un gesto grandioso. Ya les mostrarían a esos sudaneses lo que hacían los del sur. Y si debían sacrificarse lo harían con alegría, porque la patria naciente merece eso y mucho más.

Yo estuve por primera vez allí en junio 2012. Los sacrificios se hacían cada vez más claros: Sudán del Sur se estaba quedando sin dólares, los préstamos de China y de Qatar —alrededor de 4.000 millones— ya se habían gastado y quedaban las deudas, Kenia y Uganda, sus principales proveedores de alimentos, eran reacios a seguir vendiendo fiado, muchos productos empezaban a escasear, la inflación corría a todo trapo, la libra sursudanesa patinaba en el mercado negro. La población estaba inquieta, el gobierno inquieto ante la inquietud general; las proclamas nacionalistas no cedían, más y más inflamadas, más y más costosas.

Y escuché personas que defendían la medida y, de algún modo, pude respetarlas: una cosa es el nacionalismo de opereta, de devuélvanme esas islas piratas deleznables o me ofendo, el nacionalismo de agárrenme que lo mato, y muy otra esa pelea a vida o muerte, el hambre en juego. No sé si quiero decir que una es mejor que otro; sí que a una la respeto.

Pero Sudán del Sur es un país que no tiene, por ahora, más de cien kilómetros de asfalto, que no tiene tendido de electricidad, que no tiene agua corriente ni cloacas y no produce nada que no sea negro y pegajoso. Todo el resto —incluida la comida cotidiana, los huevos, las frutas, las verduras, el jabón, el aceite, los fósforos— es importado y pagado con las divisas del petróleo.

—Sudán del Sur es como un chico. Acaba de nacer, todavía tiene que aprender a caminar. No se puede hacer un país sin siquiera caminos.

Me dice el veterano humanitario. Y que un territorio, un pueblo, una bandera y un ejército no parecen suficientes, ni siquiera cuando están sentados sobre un pingüe colchón de petróleo. Y se sigue muriendo un bebé de cada diez nacidos vivos y una madre de cada cincuenta no sobrevive al parto —y el 85 por ciento de la salud pública está a cargo de organizaciones internacionales. Y en 2013 el gobierno hizo un llamado a los donantes extranjeros para recaudar mil millones de dólares y a mitad de año había conseguido la mitad y, entonces, había podido revisar las previsiones y determinar que, en lugar de cuatro millones y medio, serían cuatro millones los sudaneses que no comerían suficiente.

En el Sudán un sudanés/ suda lo mismo que un inglés, solía cantar mi padre mientras se afeitaba. Tuve que llegar hasta aquí para descubrir que no era cierto.

Y en Bentiu mucho menos: en Bentiu casi nada es cierto.

2.

En Bentiu hay calles de tierra muy anchas desoladas, un árbol cada tanto, casas sueltas de un piso, chozas de paja, cercas de paja, techos de paja de iglesias con sus cruces, puestos de paja que venden té con shisha, la torre de la mezquita más allá. Hay un puente medio roto sobre el río y los huecos todavía que dejaron las bombas de abril alrededor. Hay un aeropuerto de pista de tierra y hay pilones de cemento que sostienen unos cables de luz que llevan más de un año muertos: no hay quien pague los cien tambores de diesel diarios que precisa la pequeña usina eléctrica. Hay unos pocos negocios en casas de ladrillos, hay dos bancos, hay tres escuelas primarias y dos secundarias, hay una cancha de fútbol, hay un hospital, hay dos docenas de agencias internacionales. Hay pájaros pesados, pocos perros, sol.

—¿De verdad usted nunca había estado acá?

—De verdad, nunca.

—Ah. Qué raro.

Bentiu es la capital de Unity, uno de los diez estados de Sudán del Sur, en la frontera con Sudán: polvo, sudor, petróleo y guerra. Bentiu tiene unos 10.000 habitantes pero aquí nunca se sabe: los habitantes van y vienen, mutan, se trasladan con su ganado o con su hambre.

Aunque ahora tienen, cerca, una frontera.

La frontera, por supuesto, es una línea más o menos recta, más o menos inimaginable: otro invento de un cartógrafo pálido.

El mapa de África rebosa de rectas. No hay continente con tantas líneas rectas haciendo de fronteras: líneas que los burócratas de los poderes coloniales trazaban en sus escritorios, que dividían países según los azares del compás y la regla. En veinte años, entre 1878 y 1898, los imperios europeos crearon más de treinta estados africanos —y la mayoría se mantuvo a través de la descolonización de 1960. Británicos, franceses, belgas, alemanes e incluso italianos y portugueses proclamaban que su misión era brindar al continente las tres Cs: Cristianismo, Civilización y Comercio —no necesariamente en ese orden. A cambio se llevaban oro, marfil, maní, algodón, aceite de palma, maderas raras, mano de obra y carne de cañón —y alguna enfermedad venérea.

Por eso, la acumulación primitiva de estos países se hizo en Londres, París, Berlín —y, por supuesto, nunca volvió. Por eso África rebosa de países falsos, caprichosos, inviables, compuestos por etnias enfrentadas por siglos de peleas, con sistemas organizados para exportar bienes a las metrópolis. Rutas —escasas— o vías de tren que van hacia los puertos pero no conectan el país; poblaciones pobres y sin educación; infraestructura penosita; industria desaparecida. Y la tradición de una clase dirigente rica y excluyente: si los poderes coloniales tenían que ofrecer a sus administradores una vida rumbosa para que aceptaran ir a perderse a esos confines, los nuevos poderosos no encontraron buenas razones para renunciar a los privilegios de sus antecesores: grandes mansiones, servidumbre, poder discrecional. Todo lo cual fue mantenido y alentado por las antiguas potencias coloniales, ahora convertidas en «socios comerciales preferentes» —con el aditamento de un poco de beneficencia, por supuesto. Y la ayuda de los grandes organismos internacionales tipo Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, que decidieron que el Mercado sería la solución a todos los problemas —y mataron, con sus imposiciones, más personas que todas las expediciones coloniales juntas.

(Ahora la nueva moda —la que ocupa el lugar mediático que ocupaban en los noventas los elogios a la austeridad y el dinamismo del FMI— consiste en felicitarse del despegue africano, sus tasas de crecimiento sostenidas. Que, miradas de más cerca, resultan ser sobre todo un efecto del aumento internacional de los precios de las materias primas que muchos de estos países producen y exportan —sin gran beneficio para la mayoría de sus poblaciones. De hecho, un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo dice que en el África Negra solo el 7 por ciento de los jóvenes tiene un empleo formalizado: uno de cada 14. El resto no tiene ninguno, labora la tierrita de sus padres, se busca la vida tratando de zafar con algún bisnes.

El mismo informe insiste sobre la responsabilidad de la —mala— educación: dice que en países más estructurados, como Egipto o Sudáfrica, hay cientos de miles de jóvenes sin trabajo y, al mismo tiempo, cientos de miles de puestos libres que esos jóvenes, sin las calificaciones necesarias, no pueden ocupar.)

Se acerca el mediodía: pasan personas y más personas, sol pastoso. Caminan como quien perdona: me impresiona la majestad de estos señores y señoras, largos —habría dicho mi abuelo Antonio— como un día sin pan, que caminan con la cabeza echada atrás, mentón erguido, para que el aire se aparte en su presencia. Cada paso que dan es como un signo. Todos son altos, flacos —excesos de un photoshop enloquecido— y muchos tienen la cara horadada de cicatrices muy artísticas: dibujos que los atan a su tribu, que dicen quiénes son.

Pasan personas y más personas pero no mayores. Todos son chicos jóvenes; de tanto en tanto un cincuentón o cincuentona; casi nunca un anciano. Dicen —nadie sabe seguro— que la esperanza de vida anda por los 55 años, pero he estado en otros países con cifras semejantes y nunca había visto tal uniformidad, vidas tan cortas. Pasa un hombre descalzo con los zapatos en la mano: los lleva bien lustrados.

Y pasan docenas y docenas de burros apenas más grandes que un gran danés que tiran de carritos hechos de caños y dos ruedas de goma y dos tambores llenos de agua; los llevan, caminando al lado, chicos que venden ese agua: agua del río, turbia, espesa. Coches no pasan: 4x4 blancas cada tanto, de las agencias internacionales y el gobierno, alguna moto.

Y pasan —de vez en cuando— unas mujeres muy cargadas. Llevan en sus cabezas su mudanza: la silla de plástico, la palangana, alguna olla, el catre, una bolsa de basura con la ropa. Algunos kilómetros más adelante van sus hombres y sus vacas; ellas siguen detrás. Al caer la noche, cuando las vacas se detengan, ellas también se detendrán.

Aquí la riqueza de los que tienen algo se mide en vacas: nueve de cada diez personas no llegan a juntar un dólar por día. En vacas se cierran los negocios, en vacas se pagan las ofensas, en vacas se compran las esposas. Cada rebaño de vacas —flacas, los cuernos largos desparejos— es arreado por dos o tres pastores: muchachos jóvenes, altos, plásticos, pantaloncito corto y ajustado, la pulsera de plumas en el tobillo izquierdo, que podrían levantar con pala en cualquier discoteca gay de Berlín o Río de Janeiro. No tienen pala; en la mano derecha llevan una vara, en la izquierda un manojo de seis o siete lanzas.

—¿Para qué quieren las lanzas?

—Para pelear contra otros hombres.

—¿Por qué?

—Por pelear. Nosotros peleamos. Si vas por el camino y te cruzás con otros hombres, de otra tribu, quizá te peleás.

Y que entonces se lancean y se hieren y se matan, que para eso son hombres, dice, y, al final, como quien vuelve:

—O si no también las podemos usar para animales.

Las lanzas, dice, porque los hombres también matan animales.

Pero anteayer en el mercado una mujer le partió la cabeza de un hachazo a otra mujer.

—¿Por qué fue?

—Quién sabe, esas peleas de mujeres.

No está claro por qué Justin pensó que ése sería un lugar para encontrar esposa: Justin andaba por los pueblos de Ler buscando una mujer para casarse. Ler está 50 kilómetros al sur de Bentiu: la distancia puede hacerse en tres horas de bus o dos días a pie en la estación seca y en quién sabe cuándo llegan las lluvias. El camino tiene sus cositas: de vez en cuando estalla alguna mina que quedó de las guerras.

Nyankuma tenía 16 años, un metro noventa y una mirada oscuramente peligrosa. Cuando ese señor un poco mayor le dijo que se quería casar con ella primero se rió, después volvió a mirarlo y vio que él no se reía. Le dijo que ya era grande para andar buscando esposa; entonces se rió él y le dijo que se veía que no era nada tonta.

Al otro día, Justin se reunió con el padre y los tíos de Nyankuma y se pusieron de acuerdo: 30 vacas era una buena cifra. (Pregunté a varios cómo se mide el valor de una mujer en vacas y no obtuve respuestas consistentes: después de todo, el precio de las vacas está claro, pero nadie sabe cuánto vale realmente una mujer.)

Nyankuma tuvo su día, su boda y al fin, cuando llegó a la casa de su marido, conoció el resto de la historia: Justin tenía una esposa que ya le había dado cinco hijos; la mayor acababa de casarse, y su marido había pagado por ella 30 vacas. Con la dote de su hija, Justin había salido a buscarse una segunda esposa, una más joven.

—¿Te enojaste?

—No, por qué me voy a enojar.

Dice Nyankuma, y que así viven bien. Nyankuma tiene los hombros anchos de un ropero, la voz finita y dulce, la mirada huidiza; dice que no tiene por qué enojarse, que Justin es el marido de las dos y las dos están contentas, cada una su tukul y sus hijos, y que si eso es lo que su marido quiere ella también lo quiere.

—¿Y si se busca otra más?

—Lo que él quiera. Yo estaría contenta, porque si hay una más quiere decir que tenemos suficiente comida.

—¿Y no tienen?

—A veces tenemos, otras veces no.

Nyankuma sesea de una manera rara: tiene, como muchas, un gran agujero donde estaban sus cuatro dientes inferiores. Es un rito de pasaje de las mujeres de la tribu Nuer, me dicen, pero nadie consigue explicarme por qué esos dientes, por qué ese extraño hueco justo debajo de la lengua.

—Porque queda muy lindo.

Dice Nyankuma, y me sonríe el agujero.

Para las mujeres son los dientes; para los hombres, rayas talladas en la cara. Las cicatrices son un modo de exponer sin remedio quién es cada cual, a qué tribu debe su lealtad. Hace años, un mara salvadoreño me explicó por qué se había llenado la cara y el cuello de tatuajes:

—Lo que pasa es que alguna vez te pueden rodear tus enemigos, y vos podés tener la tentación de negar a los tuyos. Pero si tenés tus marcas en la cara no podés. Así estás seguro de que no los vas a traicionar.

Las marcas son, entre otras cosas, un seguro que la comunidad ofrece al individuo contra la tentación de abandonar a la comunidad. Marcarse es un proceso muy sufrido, un rito de pasaje: se las hacen a cada chico para que se vuelva un hombre —con mucho dolor, mucha sangre y el sacrificio de unos bueyes.

El mejor —me explican— es el que más dolor soporta, el que tolera sin quejarse ni llorar que más carne le corten: el más hombre. Si no puedes vencerlo, únete a él: el dolor —el sufrimiento— es lo más sorprendente, lo más trágico que le sucede al hombre. No es imposible imaginar un mundo sin sufrimiento: no hay nada que lo haga necesario. Pero está ahí, existe, rige, y hay que hacer algo con él, integrarlo dentro de un sistema.

En un sistema con dioses —entes que crearon todo esto— hay más razón aún para hacer del dolor un sistema. Es preciso explicar su existencia, la insistencia de lo injustificable. La justificación del mal —del sufrimiento, del dolor— es una de las zonas más fascinantes de esas grandes ficciones: autores contando cómo y por qué sus personajes hacen algo que niega radicalmente la bondad que les atribuyen. Para conseguirlo se inventaron muchas cosas: entre ellas, el valor redentor del sufrimiento —bienaventurados sean los pobres porque de ellos es el Reino—: le dieron una función, le encontraron una utilidad. Dios te lo manda para probarte y mejorarte. Sufrir no es gratuito, no es pura pérdida. Sufrir es un modo de ahorro, una acumulación para gastar en algún cielo: sufrir es una bendición si —y solo si— creés en ese cielo. Otros fueron más osados: como los Nuer, decidieron que el dolor —la capacidad de sufrir dolor— es un privilegio y una forma de medir el valor de un hombre. Que quien más y mejor sufría era mejor y más ahora, no en otro lugar y algún futuro siempre tan dudoso.

Así que el chico recién hombre sufre, cicatriza y, al final, obtiene sus derechos: puede mandar a cualquier mujer —incluida su madre—, puede cargar una lanza, puede pelear, no debe ordeñar vacas. Los Nuer se hacen seis rayas en la frente: cada raya es una de esas reglas —no debes temer, no debes robar, no debes cometer adulterio o coger con tu prima— que un hombre debe respetar para ser hombre.

Nyankuma tuvo tres hijos: una nena que ahora tiene seis, un nene que ahora cuatro, una nena que uno. Nyankuma, cuando está en Ler, vive en su tukul con sus tres chicos; su marido muchas veces duerme con ella, otras con su primera esposa, otras solo en su propio tukul. Los tukules son esas chozas de piso de tierra, paredes de adobe o de ramas unidas con barro, el techo de paja a cuatro aguas con volados y la puntita tan coqueta. Adentro del tukul suele haber un catre sin colchón, un rincón para los utensilios, otro rincón para las ropas, a veces una silla de plástico, otras un farol de kerosén, un adorno colgado de la pared de ramas. Cuando una familia tiene dos o tres tukules los rodea con una empalizada de cañas; todo ese terreno es el compound —o como quiera que eso se diga en castellano: el aire libre donde la familia realmente vive, cocina, come, charla, juega, cultiva unas filas de okra. El tukul de las vacas —cuando hay vacas— es parecido al de la gente pero mucho más grande.

Nyankuma se levanta cada día a las cinco de la mañana; si es la estación de cultivar agarra su palo con una punta de metal y va a remover la tierra o plantar o cuidar lo plantado. Después va al bosquecito a buscar leña, muele el sorgo en su mortero de madera, prende el fuego y empieza a cocinar el walwal. Walwal es el equivalente sudanés de la woura nigerina, una especie de puré o potaje hecho de mezclar sorgo pisado y agua hirviendo; si hay leche se le pone, si hay sal también. A las diez de la mañana comen: ya es hora, todos están hambrientos. Comen al lado del tukul, sentados en el suelo; a esa hora el sol ya pega fuerte y el almuerzo es rápido: nunca más de cinco, diez minutos. Después Nyankuma se lleva los platos y la cacerola hasta un estanque doscientos metros más allá y los lava: es un rato agradable, se encuentra con otras mujeres, conversan, chismorrean. Sus chicos juegan con otros chicos, se meten en el agua si hay agua suficiente: hasta junio, cuando llegan las lluvias, el estanque es un barro pantanoso. Si tiene ropa sucia, Nyankuma aprovecha también para lavarla; cuando termina vuelve a su tukul: su hija mayor la ayuda llevando un bidón de agua del estanque para beber el resto del día. Justin no suele estar; si es la estación puede estar trabajando el pequeño terreno que tienen unos metros más allá; si no, estará conversando con algún amigo o quizás en la choza de su primera esposa. Nyankuma juega un rato con los chicos, charla con una vecina, se duerme una siesta. A eso de las siete vuelven a comer: el walwal que quedó, a veces una sopa de hojas o, si hay suerte, de okra. Y cae la oscuridad y el día se termina.

—¿Y otros días comen otras cosas?

—No, todos los días walwal.

—¿Y te gustaría cambiar de vez en cuando?

—No sé. Nosotros cultivamos sorgo nada más.

—¿No pueden cultivar otras cosas?

—No sé. Me parece que no crecen.

—¿Y carne de vaca, comen?

—Sí, a veces, no siempre.

Nyankuma tiene un collar de cuentas de plástico nacaradas brillantes alrededor del cuello. Cuando se pone nerviosa las toquetea, les da vueltas.

—¿Cuándo comiste carne últimamente?

—Una vez, el año pasado.

Y otras veces no tienen nada que comer y no comen, dice Nyankuma. Y que cuando tiene hambre solamente puede pensar en la comida, en cómo hacer para conseguir comida, dónde ir para conseguir comida: lo que no le gusta de tener hambre, dice, es que la hace pensar tanto en la comida.

—Yo no querría pensar tanto en la comida.

Ahora piensa: su hija menor, Nyapini, está internada en el pequeño hospital que Médicos Sin Fronteras tiene en Bentiu para tratar la desnutrición infantil. Nyankuma, Justin y sus chicos habían venido —sin la otra esposa— desde Ler a Bentiu a «pasar el verano»: la estación más seca, que va de enero a mayo. Los sudaneses se mueven, se desplazan: siempre lo hicieron porque son una cultura de pastores trashumantes —gente que camina para buscarse su comida— pero ahora, con las amenazas del conflicto, lo hacen más.

Y cultivan menos: el miedo que los mantiene en movimiento les impide sacarle pleno provecho a esta tierra difícil. Tienen sus razones. Hace cuatro meses, por ejemplo, el ejército sursudanés ocupó Heglig, un campo petrolero a cuarenta kilómetros de acá, del otro lado de la frontera: es un territorio disputado, que los mapas de cada país definen como propio. Al cabo de unos días los sudaneses del norte volvieron, echaron a los agresores, redoblaron ataques contra su territorio. Los dos bandos hablan de orgullo herido, sangre redimida y nación inmarcesible; cuando se ponen serios hablan de petróleo.

—¿Ustedes se vinieron de Ler por la violencia?

—No, en Ler hay menos que acá. Pero igual no hay ningún lugar seguro, ningún lugar que puedas decir ah si estoy acá seguro que me salvo.

Dice Nyankuma, y me mira como si yo pudiera dárselo.

—¿Y por qué vinieron?

—La tierra no es muy fértil, no nos da suficiente para comer todo el año. Así que vinimos a ver si podíamos conseguir algún trabajito para ir comiendo algo.

Buscaron madera para hacer carbón y venderlo, fabricaron alcohol de sorgo. Pero Nyapini empezó una diarrea muy feroz, cada hora se la veía más débil, y la trajeron al hospitalito. Aquí les dijeron que estaba severamente desnutrida y que tenían que guardarla un par de semanas. Tuvieron que postergar la vuelta a Ler y ya no saben qué hacer.

—Estamos pasando mucho hambre.

Dice Nyankuma, tan grande, tan rotunda que es difícil imaginarla desvalida. Pero insiste en que querría tener su walwal todos los días, que no quiere nada más que tener su walwal todos los días y le pregunto quiénes son responsables de que no lo tenga.

—Mi marido.

—¿Tu marido?

—Claro, es el responsable de que yo y mis hijos tengamos comida. Para eso nos casamos.

—Pero él también tiene hambre. ¿Es su culpa?

—A mí eso no me importa. El que nos tiene que dar de comer es él.

Hay llanto, mucho grito alrededor: tres docenas de chicos, sus catres y sus madres en esta especie de cabaña circular, techo de cañas, ventanas con sus mosquiteros. Es la sala para los más graves.

Nyankuma tiene en brazos a Nyapini; Nyapini ya no quiere mamar, llora; Nyankuma tiene una mosca iridiscente posada en su pezón muy largo. Nyankuma dice que el problema es que cuanto menos comen más tienen que salir a buscar algo pero que entonces tienen menos fuerzas para salir a buscar y entonces encuentran menos y comen menos y tienen menos fuerzas para seguir buscando. No lo dice, pero dice que el hambre es una trampa, un círculo vicioso como pocos.

—¿Qué buscan cuando salen a buscar?

—Lo que haya. Bichitos en el campo, los grillos, algunas hojas que ya conocemos. Lo que haya. Y otras veces Dios te lleva y entonces llegás a algún lugar donde encontrás un trabajito, algo.

—¿Y siempre encuentran algo?

—No. A veces nos hemos pasado cuatro, cinco, seis días sin comida.

—¿Cómo se siente?

—Como si me muriera. Siento que me muero, que no tengo más fuerzas para nada. Ni siquiera para morirme tengo fuerzas.

—¿Conocés a gente que de verdad se haya muerto por no tener nada que comer?

Nyankuma me mira como si hubiera dicho una estupidez extraordinaria. Probablemente dije una estupidez extraordinaria. Su mirada, en todo caso, es un compendio de desprecio. Yo trato de volver:

—¿Y te da miedo esa posibilidad?

—Sí, me da miedo. Siempre ando con ese miedo.

—¿Y qué podés hacer para evitarlo?

—No sé, no sé qué puedo hacer. Trato de buscar comida aquí y allá, a veces consigo, a veces no. Por eso el miedo siempre me sigue.

La miseria es esa condición en la que, cuando algo —cualquier cosa— falla, todo se derrumba. El equilibrio tan precario.

Nyapini se va a salvar: por esta vez se va a salvar. Y la familia de Nyankuma y Justin va a volver a Ler y a los tukules donde también espera —si es que está todavía allí— la primera esposa y el resto de los hijos de Justin. Nyankuma está impaciente por volver y está optimista:

—La vida va a cambiar ahora que somos independientes, que ya no nos mandan los árabes. Antes no éramos libres: los árabes nos decían qué teníamos qué hacer, adónde teníamos que ir. Pero ahora hacemos nuestras propias vidas, nadie nos dice qué hacer. Tenemos libertad.

—¿Y esa libertad te consigue más comida?

—Sí. Todavía no, pero con el tiempo claro que me la va a conseguir. Ahora que los árabes ya no son los dueños de todo, cuando terminen los bombardeos vamos a poder ir y cultivar muchas más tierras, así que vamos a tener mucha más comida, claro.

La guerra sigue: hace más de un año desde que vi a Nyankuma en Bentiu y la guerra sigue, arrecia por momentos, descansa, vuelve a enfurecer.

Desde hace veinte o treinta años las guerras son mayormente así: suceden en países pobres, entre ejércitos pobres —o por lo menos un ejército pobre—, y duran, se estiran, van y vienen, alternan calmas y explosiones. Las llaman guerras de baja intensidad porque no matan tantos militares: matan, más bien, mujeres, chicos y algún hombre. Los violan, los expulsan, los arrean, los hambrean: suelen matar —como aquí— por hambre y por enfermedades mucho más que por bala.

(Escribí estas páginas a mediados de 2013; las corrijo a principios de 2014 en Barcelona. Desde Yuba llegan las noticias de una guerra civil o una pelea por el poder o una matanza étnica que ya lleva miles de muertos. Ayer, sin ir más lejos, me enteré de que el hospital de Médicos Sin Fronteras de Bentiu fue saqueado y destruido por los «rebeldes» nuer antes de escapar de la ciudad. Y aparecen —en realidad, hay que buscarlas— noticias sobre la falta de comida, el hambre de cientos de miles de refugiados en toda la región. Es raro, desde aquí, desde ahora, releer las impresiones de un país que parecía estar en medio del desastre y que estaba, por desgracia, tanto mejor que ahora.)

3.

La casa y oficina de MSF-Holanda en Bentiu está en un descampado como tantos; es una construcción un poco torpe, feúcha rodeada de un paredón que no deja más de tres metros de jardín.

La casa es chica y el corazón quién sabe, así que me alojo en el Grand Hotel Bentiu: tres filas de piezas prefabricadas con paneles corrugados, techo de lata, su ventanita chica en un rincón, su cama angosta con su mosquitero y su silla de plástico. El baño, afuera, lejos, es un barril de agua y una palangana; las letrinas, unos pasos más allá, se huelen. Las moscas saben todo.

En Bentiu no hay, entre otras cosas, internet. A veces hay, pero estas semanas no estuvo funcionando. La experiencia de la incomunicación es difícil de conseguir en estos tiempos: aquí sí. En el mundo —en mi mundo— puede estar pasando cualquier cosa, y yo no lo sabré hasta dentro de unos días. Ya hemos perdido la costumbre de esa falta de simultaneidad que fue, hasta hace muy poco, la forma de saber las cosas. Algo sucedía —y no sucedía para otros hasta mucho más tarde. María Guadalupe Cuenca, la viuda de Mariano Moreno, le escribía cartas dos meses después de su muerte en alta mar, porque no lo sabía. Para ella estaba tan vivo como antes, le contaba cosas de la casa, su hijito, los esclavos.

Me sorprende: en vez de la ansiedad, la calma. Es como aquella vez del accidente: yo acababa de partirme la cara contra el volante de mi coche, y estaba por entrar al quirófano. Y en lugar del terror que había imaginado que tendría, solo una sensación de desapego: ya no puedo hacer nada. Ahora, en el fondo de Sudán del Sur, agotadas las chances de internet, en lugar del frenesí por encontrar el modo, mi sensación es parecida: todo lo mío, ahora, no es asunto mío.

Aquí, para muchos, la forma de saber es ésa todavía: Justin, por ejemplo, el marido de Nyankuma, lleva meses sin saber nada sobre su otra mujer, sus otros hijos. Y le resulta tan normal. De pronto, esta necesidad —esta costumbre— de saber de inmediato me parece levemente monstruosa.

Como quien quiere simular que el espacio no es tiempo.

Es una lucha. Ayer los encargados de varias agencias que se ocupan de «temas nutricionales» se reunieron, como cada semana, en la oficina del World Food Program y A. dijo que su organización había hecho un control en varios distritos de Rupkona y detectó un aumento de chicos desnutridos de hasta 18 por ciento y entonces B. le preguntó qué distritos eran los más afectados y A. le dijo que no tenía el detalle y B. que lo necesitaba para poder intervenir porque el equipo de tratamiento que quiere mandar va a ser mucho más eficaz si sabe dónde concentrarse y A. que claro, que si pasa después por su oficina se lo da y B. que dos y media. Y entonces C. dijo que si B. sigue con sus problemas de suministro de plumpy le puede derivar algunas cajas por un par de semanas, y así de seguido durante una hora más.

No quiero decir que sea idílico ni mucho menos: hay peleas, agendas propias, orgullos, intereses personales y políticos en juego, pero me impresiona cómo estos señores y señoras, pese a todo, han decidido que su trabajo es conseguir que menos chicos de este rincón del mundo se mueran de hambre y se lo toman tan en serio y se pasan los días de su vida viendo qué hacen —mal o bien— para lograrlo y que está claro que son una curita y que por supuesto no cambian nada del hecho estructural, pero que igual. No son tuiteros por la patria ni funcionarios de provincias ni burócratas cómodos ni columnistas atrevidos; son fulanos y fulanas que se maman muchos meses seguidos en medio de la nada para ver si salvan a unos chicos.

Durante un par de siglos, un blanco en estas tierras era alguien que llegaba para llevarse cosas. Ahora se supone que, en la mayoría de los casos, es alguien que viene para dar. A veces es, incluso, cierto. Más allá de las razones, de la lógica que lo lleve a hacerlo.

Y digo que hay algo pese a todo emocionante en este esfuerzo. Me cuentan que en estos días cien mil refugiados medio muertos de hambre se están escapando de unos combates en un lugar del mundo que la mayoría de ellos no había oído siquiera pronunciar: Mabán, en el distrito del Nilo Superior, a 300 kilómetros —y varios días de camioneta— desde aquí. Son miles de fugitivos; huyen porque soldados enemigos envenenaron sus fuentes, quemaron sus casas, los mataron por cientos. Entonces aquí y en Yuba están poniendo en marcha —con distintos tiempos, distintas eficacias— un gran operativo destinado a darles de comer. No hay rutas para llegar; mandan aviones con medicinas y comida. En el terreno no hay agua; se están gastando una fortuna en explorar nuevos pozos —por ahora sin demasiada suerte. En el terreno no hay salud; mandan médicos, enfermeros, personal logístico. Allí, me dicen, las personas se refugian bajo lonas plásticas, toman el agua de los charcos, se comen las cortezas de los árboles. De pronto, la supervivencia de esos cien mil perdidos —difícil, improbable— se convierte en la tarea de quince horas por día para un grupito de desaforados, que se pelean, se acusan, se acosan los unos a los otros y que, al final, salvarán a muchos cientos, miles. Y no podrán salvar a, por lo menos, otros tantos.

—Nunca me voy a sacar de la cabeza el recuerdo de Liben. Creo que fue lo peor que viví en toda mi vida.

Me dirá días más tarde Carolina, en la calma de la noche, en el patio de la casa de MSF en Yuba, mosquitos como trenes, gritos y tiros a lo lejos. Carolina es esa médica argentina, treintaytantos, veterana de guerras y de hambrunas. Ahora espera el momento de salir con el equipo de emergencia hacia Mabán. Yo también esperaba; los responsables MSF me habían dicho que me llevarían pero ayer el jefe de MSF-Holanda me dijo que no podían porque no había lugar en los aviones, que todo estaba ocupado por los equipos de socorro —y que si por casualidad les quedaba un lugar libre se lo darían a Reuters o la BBC o Al Jazeera, que entendiera que ellos también tenían prioridades.

—Ese año, 2011, fue muy complicado en todo el Cuerno de África, las cosechas fueron muy escasas y había emergencias por todos lados, pero especialmente en Somalía, donde la situación era particularmente caótica, violenta, aunque no sabíamos bien lo que pasaba porque no teníamos acceso…

Dice Carolina y que lo que sí supieron fue que los refugiados llegaban en olas imparables. En junio Liben, al este de Etiopía, cerca de la frontera somalí, ya recibía más de 2.000 personas por día:

—Llegaban en un estado deplorable, meses de muy poca comida, semanas de caminar bajo ese sol, sin agua, sin nada. Normalmente la proporción de desnutridos moderados es cinco veces mayor que los severos, por lo menos; aquí casi no había moderados, la gran mayoría era severa, severísima. Todos estábamos desbordados, no dábamos abasto; eran demasiados, se formó como un embudo en el ingreso desde los lugares de llegada hasta los campos. Pobres, venían en unas condiciones deplorables y en lugar de esperar uno o dos días tuvieron que esperar dos, tres semanas. Era terrible.

—¿Y la gente que llegaba venía muy enojada?

—Es que la gente es increíble… Se callaban y se morían, a veces se quejaban un poco, claro, pero lo que más me asombra es que aún en medio de ese desastre le agradecían a dios.

—¿Qué le agradecían?

—Eso decía yo, qué le pueden agradecer. Pero le agradecían que se muriera uno y no todos, que por lo menos salvó a los demás, esas cosas. Me parece que lo que pasa es que no conocen otra cosa, no tienen idea de que el mundo podría ser más justo. Como no lo saben, tampoco lo sufren demasiado. Es horrible lo que estoy diciendo, pero…

En Liben no había carpas ni remedios ni agua ni comida suficiente. Había dos campos que estaban al doble de su capacidad, se abrieron dos más, en poco tiempo se juntaron 180.000 personas. Se morían chicos y más chicos, a un ritmo infernal.

—Yo jamás había visto nada así y espero no volver a verlo. Y esa vez sí estaba muy enojada porque era algo que podía haberse previsto y no se previó, la comunidad internacional no se hizo cargo. Era el enojo de ver que todos los días se te mueren más chicos… es muy desesperante. Yo me desesperé. No sabía qué hacer: no paraba ni un minuto en todo el día y los chicos se seguían muriendo, cincuenta, cien chicos por día. Yo me preguntaba qué hago acá si al final se están muriendo igual…

El mundo nunca supo que había un lugar que se llamaba Liben. La historia no salió por la televisión. Hay, como mucho, de tanto en tanto lugar para una sola, y en ese momento era Dadaab. Dadaab tuvo sus minutos de fama —dos o tres— en algún noticiero de los países ricos, cuarto de página en los diarios importantes. Durante unos días pareció que se iba a convertir en una de esas palabras que de repente significan: Bastilla, Auschwitz, Hiroshima. Dadaab era, entonces, una forma tan bruta del fracaso. Un conjunto de campos de refugiados somalíes en el norte de Kenia: instalaciones provisorias levantadas hacia 1990 para unas 20.000 personas donde ya había 400.000 refugiados y cada día llegaban miles más, huyendo de la hambruna en Somalía: llegaban destruidos, se morían, la situación era desesperada.

Después el público se aburrió —no pasaba nada distinto, nada nuevo— y, al fin, la situación se fue calmando. Pasó la urgencia, los 400.000 quedaron: personas sin país ni perspectivas, que viven en un enclave del que no pueden salir porque no tienen documentos, donde se fueron armando una vida resignada: los habitantes de ninguna parte, cautivos de la ayuda humanitaria.

Liben quedó detrás: nadie lo supo. Los veteranos de MSF, ahora, lo nombran como un mantra, como una contraseña: el orgullo de haber llegado al borde del infierno.

—Nunca me voy a poder olvidar de esos meses en Liben. Era espantoso y frustrante y estaba cansadísima y lloraba todos los días, pero todos los días pensaba que no había otro lugar en el mundo donde hubiera querido estar. Estaba en el lugar donde más me necesitaban; yo sabía que poder estar ahí, estar haciendo eso era lo mejor que podía hacer con mi vida. Por supuesto hay una cierta cuota de egoísmo, te sentís bien haciéndolo. Yo sé que a esa gente le hace bien, pero yo estoy muy feliz de poder hacerlo.

Me dirá Carolina.

—A veces te da esa tentación de pensar en todos esos que están tranquilos en sus casas mientras acá la gente se muere de hambre y vos en cambio sí que estás acá, la tentación de pensar que vos sos uno de los buenos, de los pocos buenos. A mí a veces me da, peleo contra eso.

Me dice en Bentiu Cormack, el médico irlandés. Y que él no estuvo en Liben o en Daadab pero que se imagina y que a él lo peor que le pasó en su vida fue una vez en Darfur, donde tuvo que hacer triages varios días seguidos.

—Llegaban los chicos muy muy desnutridos, también llegaban heridos, estábamos sobrepasados y no podíamos con todo.

Triage es una palabra francesa que significa selección y se usa en medicina en varias lenguas: es ese momento de las emergencias en que un médico o un paramédico recibe una andanada de pacientes y, ante la evidencia de que no tiene medios para atenderlos a todos, debe decidir cuáles tienen más posibilidades de sobrevivir —y abandonar a los otros a su suerte.

—No puedo imaginar nada peor.

Dice Cormack en un susurro raro.