4.
Angelina llevaba meses de miedo, mucho miedo. Cada vez nos trataban peor, dice, nos insultaban, nos decían que nos iban a matar: en Jartum —la capital de Sudán—, tras la independencia, la vida de los sureños se había vuelto imposible.
—Si hasta mis patrones de veinte años me dijeron que me fuera, que me había vuelto un enemigo raro.
—¿Un enemigo raro?
Digo, para ver si no es un error de traducción.
—Sí, eso dijeron: un enemigo raro. Y que me fuera, que no volviera nunca más.
Angelina es de Moyam, aquí cerca, en lo que ahora es Sudán del Sur. Pero cuando nació, hace unos treinta años, todo era Sudán, un solo Sudán. Por eso, cuando su madre se quedó sin nada agarró a sus cinco hijos y se fue a Jartum.
—¿Usted sabe cómo es?
Me pregunta y no entiendo qué pregunta. Angelina me explica: si sé cómo es tener y después de pronto no tener. Porque hubo un tiempo en que tenían, dice Angelina: que su familia sobrevivía hasta que su padre perdió todas las vacas —Angelina no sabe cuántas eran, quizá cincuenta, dice, quizá cien— en un raid de otra tribu.
—¿Y no trataron de recuperarlas?
—Cuando te roban las vacas, si no los agarrás enseguida es muy difícil encontrarlas. Si sos fuerte podés ir y robar otras vacas de esa tribu, pero las tuyas nunca más.
En Sudán del Sur hay cientos de tribus registradas, pero algunas tienen solo mil o dos mil miembros. Los Dinka —en todas sus variantes— son más de la mitad de los sursudaneses y forman el núcleo duro del poder, incluyendo al presidente Salva Kiir; los Nuer son los segundos en número; después vienen los Murle. La guerra civil, que sirvió durante tantos años para unirlos frente al enemigo común, se terminó y los dejó librados a sus propias peleas. Y, entre ellas, su forma suave y sostenida: el robo de ganado.
Durante siglos, la mayoría de los sudaneses fueron pastores nómades que no tenían más que sus vacas, y buena parte de la circulación económica se hacía a través del robo. El cuatrerismo es una costumbre secular, con sus ritos y sus tradiciones. Un ex responsable MSF me contó, hace tiempo, que de tanto en tanto algún empleado local le pedía un par de días libres para ir a cuatrerear —y lo decía como si fuera lo más natural. Era lo más natural: su cultura. En ciertas tribus, como los Murle, un chico solo se convierte en un hombre cuando sale a robar vacas.
El problema es, una vez más, los medios y la escala. Solían hacerlo con lanzas, arcos, flechas; últimamente van con kalashnikofs, y su poder de muerte, que se mantenía más o menos acotado, se desboca. En esta zona hay grupos murle —milicias desgajadas del ejército rebelde— que ya no solo se llevan el ganado sino que también matan a mujeres y chicos, queman casas, arrasan. Entonces el viejo odio de los Nuer por los Murle gana violencia y retoma los viejos argumentos: que los Murle son estériles y se roban a los hijos de las demás tribus, que los Murle son violentos —y por eso hay que atacarlos y matarlos, dicen, y por eso arman pequeños ejércitos capaces de lograrlo.
Kwia, mi traductor, que es nuer, me dice que a veces piensa que tienen razón sus amigos que dicen que hay que invadir la tierra de los Murle y borrarlos de la faz de la tierra. Otras veces, dice, piensa que son todos sudaneses —quiere decir sursudaneses— y que tienen que cuidarse los unos a los otros. Pero no suena convencido.
Oxfam calcula que hay unos tres millones de armas descontroladas dando vueltas por Sudán del Sur: el resultado de décadas de guerra. Si las cifras son ciertas, muy pocos hombres no tienen un arma. Tiene lógica, en un país donde el Estado no está en condiciones de garantizar la menor seguridad. Tiene lógica, en un continente donde se calcula que hay unos 70 millones de kalashnikof. Sin contar todo el resto.
El padre de Angelina nunca recuperó sus vacas y se murió unos meses después. Angelina dice que era muy chica, que no sabe seguro, pero que en esos meses mucha gente se murió de hambre.
—Yo creo que mi papá también. A menos que se haya muerto de tristeza por las vacas. Pero no creo, porque en la misma época también se murieron varios otros parientes que no les habían sacado nada.
Era 1988, una hambruna famosa: primero la sequía, después lluvias tremendas que ahogaron lo poco que todavía asomaba. Miles y miles se lanzaron —sudaneses al fin— a caminar en busca de comida. Su madre tuvo suerte: un hermano pudo vender un toro y pagarle los pasajes en camión —ella y sus cinco hijos— para los tres o cuatro días de viaje hasta Jartum.
Angelina era la mayor. En realidad había habido uno antes, pero se había muerto muy chiquito. Así que cuando llegaron a la ciudad, Angelina, siete u ocho, empezó a ayudar a su madre en su trabajo de doméstica en la casa de un comerciante rico: limpiaba, lavaba, planchaba, cocinaba. Lo haría durante veinte años.
Cuando se hizo mujer, Angelina se casó con un hombre de Bentiu que también estaba trabajando en Jartum. Pero las vacas no se pagaron en Jartum sino allá lejos, en Sudán del Sur, al hermano de la madre, el dueño de aquel toro. Al cabo de un par de años, el marido de Angelina se fue a buscar trabajo en Nairobi, y allí lo aceptaron en una escuela de enfermería de un grupo cristiano; cuando volvió se consiguió un empleo en un hospital pero le gustaba el vino demasiado. En poco tiempo, dice Angelina, se volvió borracho, perdió el trabajo, dejó de interesarse por ella y por sus hijos; ahora lleva varios años sin dar señal de vida. Y sin embargo su hijo Tunguar tiene año y medio y, cuando pregunto, Kwia el traductor me dice que es hijo de ese marido que no está.
—¿Por qué, de vez en cuando venía a verla?
—No, ella dice que no.
—Entonces no puede ser el padre.
Kwia se pierde en vericuetos sobre las costumbres matrimoniales de los Nuer y las cantidades de vacas que se pagan según las candidatas y cómo se hacen los arreglos que se hacen y cómo se rompen si se rompen y dónde intervienen los hermanos del padre y las hermanas de la esposa y así durante un rato. Hasta que pierdo la paciencia:
—Es una pregunta simple: ¿quién es el padre de este chico?
—El marido de Angelina, ya te dije. Puede que no lo haya engendrado, pero el padre es él. Entre nosotros, no importa quién lo haya engendrado; el padre es el que pagó las vacas, el marido. Mientras no le devuelvan sus vacas, sigue siendo el padre.
Tunguar está flaquito, adormilado: le da igual.
Angelina me repite que cree mucho en Dios; se ve que no es recíproco.
Angelina se escapó de Jartum porque la vida se le había hecho imposible, sus patrones de tantos años la habían echado, se ganaba la comida haciendo vino pero no era legal: que si la agarraban, dice, quién sabe lo que podía pasarle, porque había escuchado historias de gente del sur que la agarraron haciendo cosas menos graves y les hicieron cosas horribles.
—¿Qué cosas horribles?
—No importa. Cosas horribles.
Dice Angelina y que a ella no le pasó nada tan grave —dice, con la voz muy bajita, como quien no dice lo que dice. Y después dirá que a su amiga Tombek la metieron presa por hacer vino y que estuvo meses en la cárcel hasta que sus hermanos consiguieron juntar el soborno necesario para sacarla —y que en esos meses le pasaron cosas horribles. Angelina tiene los huesos de la cara muy marcados, la mirada cansada de quien no quiere mirar más.
—No importa, no importa, ya pasó.
Dice, más para ella que para nosotros, y en su relato hay algo extraño, algo callado —y la cara flaca se le cierra a cal y canto, como si no quisiera que se le filtrara ni un recuerdo. Y que un día agarró a sus cuatro hijos y con la plata que había juntado vendiendo las dos ollas y las palanganas de lavar y una radio vieja que tenía pudo pagar un camión hasta un pueblo donde se tomó un barco, una de esas barcazas que remontan el Nilo, y que ahí el patrón le hizo un buen precio porque era de la misma tribu que ella pero que el viaje duró más de diez días y que al cabo de seis o siete ya no le quedaba ni medio kilo de sorgo para darles de comer a sus hijos y se desesperó:
—En el barco, imagínese, qué iba a hacer yo para que pudiéramos comer.
Angelina tuvo una idea: guardó una camisetita para cada uno de sus hijos y una blusa para ella y vendió las otras dos o tres que cada cual tenía a un señor de un pueblo donde paró el barco. Con eso, dice, pudo comprar pescados a los pescadores del río y comer hasta que llegó aquí, a Bentiu, donde tiene parientes.
—¿Y ellos te dieron de comer?
—Bueno, sí, no es que tengan mucho pero algo me dieron.
Pero Tunguar ya estaba tan flaco que le dijeron que lo trajera a la clínica.
—Pobrecito, pasó mucho hambre. A mí pasar hambre no me hace nada, yo ya sé. Pero a él, pobrecito.
Dice Angelina y repite: yo ya sé.
—¿Qué quiere decir que sabés?
—Que no me hace mal. Cuando hay comida como, si hay poco como menos, si un día no hay no como. Al final siempre algo va a haber.
Dice Angelina y después me cuenta que su primer hijo estuvo enfermo así como Tunguar y se murió: que por eso está bastante preocupada.
—Empezó igual, con una diarrea muy fuerte, pero fue hace más de diez años y yo no sabía adónde ir. Al final lo llevé al hospital, allá en Jartum, y a los dos días se murió, pobrecito. Estaba todo lleno de doctores pero él se murió igual. Se ve que Dios quería llevárselo.
Angelina es cristiana muy devota y dice que eso también le traía problemas en Jartum, donde son todos musulmanes, dice: árabes. Y que ahora quiere volverse a Moyam, a ver si encuentra a su familia, pero no sabe si ahora con las lluvias los caminos van a estar transitables todavía. Si no, tendrá que ver qué puede hacer, me dice: que la próxima vez me va a contar.
5.
Bimruok está a unos diez kilómetros de Bentiu pero parece otro mundo —dentro del OtroMundo. En Bimruok, esta mañana, la gente de Médicos Sin Fronteras está haciendo una «clínica móvil»: varias mesas bajo un gran árbol de mango con un agente de salud —local— en cada una y, alrededor, sentadas, paradas, recostadas en el suelo mojado, un centenar de mujeres con sus chicos. Son madres y sus hijos malnutridos que vienen a buscar su dosis semanal de Plumpy’Nut y a controlar su evolución; más allá, bajo una carpa, otras cien esperan el turno para una primera consulta: para que las mediciones de rigor —circunferencia del brazo, peso, altura— les digan si sus hijos necesitan tratamiento. Hay mucho llanto, muchas moscas.
Hay barro: anoche cayó la primera lluvia fuerte de la temporada y pronto se esperan las tormentas que dejarán la mayor parte de la región inaccesible. Las agencias y organizaciones internacionales intentan almacenar toneladas de granos en las zonas que sus camiones no podrán alcanzar. Los pobladores migran para no quedarse aislados sin comida.
El Primer Mundo ya no recuerda los días en que una lluvia nos podía dar vuelta. La civilización —esta forma de la civilización— sirvió para dejar de adaptar cada detalle de nuestras vidas a los ritmos de las estaciones y la meteorología. Aquí no.
—¡Pero si yo le doy su walwal todos los días…!
—Eso a veces no alcanza, señora, no alcanza.
—¿Cómo no va a alcanzar?
Bimruok es un puñado de tukules desparramados sin orden aparente y unas filas de sorgo, okra, maíz por aquí y por allá. Es la época: se ven mujeres y hombres con azadas, abriendo surcos, sembrándolos. Los plantíos siempre son chiquitos, y dejan mucho espacio vacío alrededor: como si pudieran más y no quisieran. Las semillas son caras.
En el medio del pueblo un descampado hace de plaza; la escuela son siete grupos de banquitos bajo árboles en distintos rincones de ese gran claro embarrado, vacío. En cada uno un maestro largo y joven usa su pizarrón para enseñar a 15 o 20 chicos; las clases, es obvio, se suspenden por lluvia.
—¿Y entonces qué voy a poder hacer?
—Tiene que traerlo al hospital en Bentiu.
—¡Pero mi hijo no está enfermo…!
En lo que va de la mañana, el equipo de MSF encontró 28 chicos desnutridos. Digo: en un rato, en un pueblito, 28 chicos desnutridos.
—Enfermo no, señora, pero necesita tratamiento.
—Yo no le puedo dar ningún tratamiento. Ya bastante que le doy de comer.
Doscientos metros más allá, señores están ocupando sus lotes de tierra: completando con cañas las cercas que significan que son suyos. Se mueven despacio: cada paso, cada gesto parecen una decisión independiente, algo que podría pasar o no pasar, la sucesión de azares. Adentro, en los espacios cerrados por las cercas, todavía no hay nada; le pregunto a Kwia si son compounds nuevos; él me dice que sí, que mucha gente se está instalando ahora porque el gobierno por fin les vende tierras.
—¿Les vende?
—Sí, pero muy barato. Un compound de éstos, de los de 20 por 30, cuesta 660 libras.
—Pero eso es menos que una bolsa de sorgo.
Le digo, y Kwia se relame. 660 libras son unos 150 dólares y Kwia es un muchacho de veintipico, imitación mal terminada de Stringer Bell, el narco elegante de The Wire. Kwia tiene la misma barba candado y unas camisas rebosantes de colores. También es un patriota fervoroso.
—Sí, porque en el mercado las cosas son distintas. En el mercado hay alguien que quiere ganar y que va a poner su precio. En cambio el gobierno no tiene que ganar porque la tierra es de la comunidad, entonces no le puede cobrar a la comunidad por su propia tierra. Lo único que hace es ponerle un pequeño precio para ordenar las entregas, para que nadie se quede sin su tierra.
—¿Y si alguien quiere comprar más metros?
—Ahí el precio cambia totalmente.
Dice Kwia y me explica que el que quiera más que la unidad básica de tierra debe pagar 20 libras el metro cuadrado, y que así un buen lote termina siendo caro. Pero que también le puede comprar la tierra a alguien que la haya recibido y se quiera ir a otro lado o quiera probar suerte con esa plata, y que seguramente vendería esos 600 metros cuadrados por 2.500 o 3.000 libras, menos de cinco libras el metro. Y que de hecho hay gente que consigue más de un terreno del gobierno y después puede venderlos: que un amigo suyo ya tiene tres o cuatro.
—¿Y cómo hace?
—Es fácil, los pide en lugares distintos. También los puede pedir con distintos nombres, un nombre de una hermana, esas cosas.
—Y para qué los quiere tu amigo.
—Bueno, quizás un día yo podría tener mucha familia.
Dice, y se ríe cuando se da cuenta de que ha pasado sin querer de la tercera persona a la primera:
—Muchas esposas, esas cosas.
—¿Pero eso no es legal?
—Está entre lo legal y lo ilegal, justo en el medio.
Dice Kwia y se para. Piensa, parece que se va a callar. Al fin se pone sentencioso:
—Todo se puede si tenés algún amigo donde corresponde.
«Nosotros luchamos por la libertad, la justicia y la igualdad. Muchos de nuestros amigos murieron para alcanzar esos objetivos. Y sin embargo, cuando llegamos al poder, nos olvidamos de aquello por lo cual luchamos y nos lanzamos a enriquecernos a costa de nuestro pueblo», escribió, en mayo 2012, Salva Kiir Mayadit en una Carta a los corruptos que publicaron los medios locales. No es nada original: todos hablan de la corrupción del gobierno sudanés, pero Salva Kiir era el presidente de ese gobierno y líder histórico de su ejército rebelde ahora oficial, el Sudan People’s Liberation Army. En su carta, Kiir pedía a sus compañeros del gobierno que devolvieran los 4.000 millones de dólares que se llevaron; les ofrecía, a cambio, no perseguirlos. Durante el primer mes, dicen, unos pocos devolvieron 70; quedaban 3.930 millones perdidos en la niebla.
Cuentan que Salva Kiir publicó su carta porque se lo exigieron los Estados Unidos para no interrumpir su ayuda humanitaria. Quién sabe. Un periodista local se sorprende —dice que se sorprende— de que gente que se sacrificó durante tantos años, que peleó en las peores condiciones, que se jugó la vida para tener un país independiente ahora se dedique a manotear toda la plata que su cargo le permite:
—Y yo que pensé que cuando estuvieran en el gobierno iban a seguir con la misma conducta de antes. En cambio parece como si se estuvieran cobrando todo ese sacrificio en miles, en millones de dólares.
Se los suele acusar de corrupción y es cierto que la mayoría de los gobiernos africanos se roban una parte de la ayuda internacional que llega a sus países. Es, de hecho, uno de los argumentos principales de los que dicen que la culpa del hambre africana la tienen los gobiernos africanos.
—Pero no, para qué seguirles mandando nada si se lo roban todo.
Por esa corrupción —dicen organismos como el Banco Mundial— sus ayudas no llegan donde deberían, se quedan a mitad de camino, no resuelven los problemas que deberían resolver —y por eso tantos siguen pasando hambre. Es cierto que la mayoría de los gobiernos africanos son más que corruptos; en general son corruptérrimos. Pero lo que se roban no es nada comparado con lo que pierden sus países y sus ciudadanos a causa del orden internacional en el que están inscriptos desde hace siglo y medio.
Los organismos internacionales usan la corrupción de los gobiernos del mismo modo que los gobiernos nacionalistas usan la avidez de los poderes internacionales: es fácil decir que millones de africanos pasan hambre porque sus gobernantes son corruptos y ladrones; es fácil decir que millones de africanos pasan hambre porque el capital globalizado es rapaz e insaciable. Las dos cosas son ciertas —y eso hace menos cierta a cada una de ellas si se la enuncia como razón única.
Y las dos esquivan el problema de la propiedad privada y la distribución de la riqueza, esas minucias.
—La corrupción más bruta aparece cuando los gobernantes se quedan con plata o materiales de las ayudas internacionales. El problema es, en primer término, el sistema por el cual tiene que haber ayudas. Ahora bien: ¿quién hace las inversiones necesarias para conseguir que esa tierra produzca suficiente? ¿En Sudán, por ejemplo, qué porcentaje de las ganancias del petróleo se lleva cada parte? Aunque, por supuesto, no se podria explotar ese petróleo sin tecnología e inversiones —que solo las potencias tienen.
Me dice un alto funcionario de una oenegé importante que no dice estas cosas —entonces me las dice si le aseguro que no diré quién es.
—Sería mucho mejor si los Estados y los donantes internacionales invirtieran en la creación de infraestructura —unos pozos, un pequeño dique, una instalación de energía solar, un camino— para que las personas después pudieran arreglárselas por sí mismas. Pero claro, eso las convertiría en personas autónomas. Eso a nuestros gobiernos y a sus donantes no les conviene. Entonces prefieren seguir mandando bolsas de comida. Cuanto más te pongo en la situación de buscar 24 horas por día una taza de grano para tu familia, mejor para mí, porque no vas a tener el tiempo de mirar lo que yo hago.
Hombres necios que acusáis: si no hubiera, en estos países, bienes apetecidos y señores que los apetecen, la corrupción sería mucho menor. La corrupción crece cuando hay empresarios que quieren algún recurso cuyo acceso puede manejar un funcionario corrompible. Pero, después: ¿qué diferencia entre un petrolero tejano que se queda con tierras sudanesas y las explota y un funcionario de gobierno que le saca beneficio? ¿La forma de adquisición de la riqueza? Porque suponemos que tener la propiedad o la concesión de un terreno te habilita para quedarte con lo que hay ahí, y en cambio administrarlo en nombre del Estado no. Es lógico que administrar algo en nombre del Estado no te legitime para sacarle rédito. ¿Es lógico que tener un título de propiedad de eso mismo sí te legitime?
6.
—Yo no quiero hacerme una casa. Yo tenía una casa y me tuve que ir, por la guerra. Si ahora me hago una casa, ¿cómo sé que me voy a poder quedar? Es muy duro tener una casa y tener que dejarla. Yo prefiero no tener.
—¿Y dónde vas a vivir?
—No sé, ya veremos.
Más allá del más allá, un kilómetro pasando Bimruok, Manquay son cien chozas en el medio de la nada y un río oscuro de donde sacan agua. Acá la lluvia no hizo nada: el suelo sigue seco, ocre, cuarteado. Acá las chozas son más pobres: cuadrados de dos por dos con paredes de cañas, el techo de bolsas de plástico negro, adentro si acaso una silla de plástico marrón y un catre de madera, una pila de ropas en el piso de tierra. Las chozas están desperdigadas en los doscientos metros que llevan al río; un cuadradito plantado con okra o maíz cada tanto, algún árbol erguido solitario, mujeres que cortan ramas o preparan un fuego o barren con una escobita de cañas o muelen granos a golpes de mortero o pasan con sus bidones de agua en la cabeza o lavan en palanganas de plástico de colores chillones. En el borde de una palangana está escrito, medio roto, medio borrado, made in Bangladesh: Kamrangirchar, supongo. Una mujer me dice que éste es un barrio de soldados: que todas éstas son familias de militares destinados a servir seis o siete años en Bentiu y que casi todos se traen a sus familias —«los que tienen una familia», dice la mujer, mirándome como si fuéramos cómplices en algo. La mujer tiene una remera amarilla y el agujero en los dientes y pómulos como manzanas negras; está sentada en una silla de plástico al lado de otras dos mujeres flacas con remeras amarillas sentadas en sillas de plástico; las tres están limpiando y separando hojitas —redondas, muy verdes— de unas ramas. Dicen que son de aquel árbol más allá y que así no se pueden comer pero van a hacer sopa.
—¿Y con qué la van a comer?
—Así, la sopa.
Y que ahora sus maridos ganan unas 800 libras por mes —unos 180 dólares al cambio gris oscuro— y que eso es lo que están cobrando en el mercado una bolsa de 100 kilos de sorgo que le sirve a una familia para comer walwal durantes tres semanas y que hay días, como hoy, que comen hojas de los árboles, dice una de las remeras amarillas y veo que las otras dos miran detrás de mí como si algo pasara.
—Muy buenos días, señor, muy bienvenido.
Me dice un señor alto pero más ancho que los otros, cuarenta años bien llevados, sólido, ropa limpia, la cabeza bien alta. El señor me dice en inglés inteligible que es teniente segundo, que caminemos unos pasos. El teniente segundo tiene modales de quien suele dar órdenes.
—Bienvenido a nuestro barrio. Acá estamos para defender a nuestro nuevo país. Ahora por fin somos todos hijos de una sola madre.
Dice el teniente segundo y no le entiendo la metáfora pero tampoco consigo que me explique. Entonces le pregunto cuál es su función y me dice que él está en el área de M.O. —Moral Orientations— y que es muy importante porque un pueblo que no tiene orientación moral no puede mantener el rumbo y que solo con buena moral y un rumbo firme se puede terminar la guerra contra el árabe de una vez por todas y vivir como un pueblo libre —o algo así. Entonces yo trato de preguntarle —cauteloso— por esas pobres mujeres que preparaban hojas de los árboles y él sonríe muy ancho:
—Sí, las vio, eh. La más gorda, la que está vestida de amarillo, es la mía.
Dice, orgulloso, el teniente segundo, y yo no le digo que las tres eran flacas, que las tres estaban de amarillo. Seguimos caminando entre las chozas; dos docenas de chicos revolotean alrededor, nos siguen, nos gritan, me tocan con cuidado. Los más grandes nos hacen poco caso: tres juegan con una botella vacía atada a una soga atada a la punta de un palo plantado en el suelo: el juego consiste en hacer acrobacias para patear la botella lo más fuerte posible y que dé vueltas. Otros cuatro se disparan con pistolas de barro; uno tiene un kalashnikof y los baña en metralla. Le pregunto si él les dice que jueguen a la guerra y el teniente segundo me dice que no, que lo hacen solos. Las nenas juegan menos: casi todas cargan bebés en la espalda.
—Yo creí que los oficiales vivían en otro lado.
Le digo, por no decirle que pensé que no vivían en la miseria.
—Un oficial tiene que estar con sus soldados. Además, usted nos ve así de pobres porque recién salimos de una guerra muy larga. Pronto todo esto va a ser muy diferente.
Dice, como quien zanja la discusión sin empezarla. Pero sigue:
—¿Qué tipo de aliento y orientación les puedo dar si no me ven con ellos? Quizás otros no estén de acuerdo, pero eso es lo que me enseñó mi padre.
—Es una vida difícil.
—¿Y quién dijo que hacer un país era una cosa fácil?
Dice, y que todo lo que le enseñó su padre él lo mantiene, que para eso su padre murió peleando contra el enemigo.
—Mi padre, tantos otros. Usted no sabe cuántos muertos hay acá en nuestros tukules.
Dice, severo, y extiende el brazo: me muestra los tukules o los muertos. El teniente segundo de orientación moral tiene las seis líneas paralelas que le atraviesan la frente de sien a sien: las marcas de su tribu, de su hombría.
—Ahora, si me permite, tengo que dejarlo. Tengo que atender asuntos importantes.
El teniente segundo me da la mano, se retira. Unas cuantas chozas más allá hay una reunión de mujeres: están sentadas en el suelo alrededor de un fuego de brasa donde se tuestan unos granos de café y se calienta una pava con agua; me dicen que no tienen plata para comprar sorgo y hacerse su vino, así que se contentan con café —y una pipa de agua que se van pasando. Fuman con caras de placer, tipo lujuria. Tienen chiquitos prendidos a las tetas y se ríen y hablan todas al mismo tiempo o como si: la están pasando bomba. Pero una me pregunta si creo que de verdad se va a acabar la guerra como dicen y yo le digo que no sé, que ojalá, que eso esperamos todos. Y ella me dice claro, eso esperamos, pero me quiere hacer una pregunta.
—Sí, por supuesto.
—Cuando se acabe la guerra y no necesiten más soldados, ¿qué va a ser de nosotras?
Habría sido canalla decirle no se preocupe señora acá siempre van a necesitar soldados y usted va a poder seguir mascando hojas de árbol; habría sido canalla decirle es cierto qué va a ser de ustedes pobrecitas; habría sido canalla preguntarle está segura de que quiere seguir así toda la vida. Las otras mujeres se reían sin ganas; yo hice lo mismo: más canalla.
Acá tampoco hay viejos: otro triunfo del ecosistema.
Todos estamos un poco perdidos frente a ciertos cambios técnicos. Y la vejez es uno de esos inventos que todavía no manejamos. Siempre me sorprendió que envejecer fuera tal deterioro: nada en el funcionamiento físico de las personas mejora con la edad; el tiempo nos es pura decadencia. Durante siglos, muchas sociedades intentaron compensar esta penuria con la idea de que el saber era cosa de ancianos —«el diablo sabe por diablo/ pero más sabe por viejo»—; ahora, desde que suponemos que los saberes que valen son los más recientes, también ese valor simbólico se pasó al campo joven.
Siempre me pregunté por qué la naturaleza, que suele hacer mejor las cosas, nos somete a ese proceso de degradación. Hasta que entendí, bobo de mí, que la vejez contemporánea no es en absoluto natural: es uno de los grandes inventos de la cultura humana. En su estado «natural» cavernario los hombres no vivían más de 25 o 30 años: se morían antes de degradarse. Y hasta hace poco, la esperanza de vida media de los países ricos no pasaba los 60. Ahora, en cambio, esa media subió a más de 80, y sigue. Cantidad de mejoras técnicas lo consiguieron, pero estamos en plena transición, un momento mixto: hemos aprendido a prolongar la vejez, no a evitar sus estragos.
Pero no es culpa de la naturaleza. Inventamos un estado antinatural —la vejez extrema— pero nos falta mucho: nos queda a medio hacer, lleno de errores todavía.
En tiempos sin futuro, la vejez tampoco ofrece más que melancolía. Antes el truco estaba claro: esforzarse para construir, llegar a cierta edad con una carrera detrás que te instituyera como una persona honorable y realizada. Ahora es pura pérdida: los dueños simbólicos del mundo son los jóvenes —y alejarse de esa condición no tiene recompensa.
Pero aquí la juventud no es símbolo de nada:
la sola condición posible, naturaleza espléndida.
Con Peter es más fácil hablar: impone menos. Así que le pregunto si no le molesta pelear por su país mientras su familia no tiene qué comer. El soldado Peter es alto y largo, el pantalón y la chaqueta camuflados nuevos, sandalias hawaianas, el kalashnikof bastante reluciente.
—No, al contrario. Me da más razón para pelear. Yo sé que cuando por fin ganemos esta guerra vamos a tener la comida que queramos.
Te dicen que la guerra de la independencia terminó —pero no es cierto. Todo el tiempo hay escaramuzas, quedan «milicias» apoyadas por uno y otro país que operan en territorio enemigo y, de tanto en tanto, un ataque en regla. La guerra siguió —y sigue. Bombardeos, enfrentamientos varios. Sigue lo suficiente para que Sudán del Sur tenga que mantener un ejército grande —que, a su vez, es la base de poder del partido en el gobierno. Y a los dos gobiernos les conviene, dicen sus críticos, una guerra que mantenga a sus pueblos cohesionados, opacados los demás problemas, sólido su comando.
Hace unos años un director del WFP, James Morris, dijo que los africanos en guerra consiguen mucha más atención que los africanos en paz. «A veces pienso que el peor lugar para un chico africano hambriento es un país pobre pero pacífico y estable».
Unos pocos kilómetros al norte, en las montañas de Nuba, que los antiguos llamaban Nubia, miles y miles de personas han tenido que dejar sus casas y viven escondidos en cuevas porque la aviación sudanesa los bombardea con denuedo. Los aviones son unos viejos Antonov, soviéticos aún, que tiran tres o cuatro bombas por pasada y no suelen acertar ninguna, pero a veces sí. Las tiran sobre los pueblos, los civiles. Esos chicos, mujeres, viejos son las familias de los rebeldes del Ejército del Pueblo Sudanés por la Liberación del Norte (SPLA-N), que pelea contra el régimen de Bashir en Jartum. Bombardeándolos, dicen los de Bashir, preocupan a los rebeldes y les complican la retaguardia.
Pero Jartum tiene otra arma más eficaz: por las bombas, por la inseguridad, los nubios tampoco pudieron cultivar este año, y el gobierno sudanés ha prohibido a las agencias internacionales que les lleven alimentos; las historias que llegan desde allí hablan de un hambre sostenido, cantidades de personas sobreviviendo a base de raíces, hojas, insectos diversos. Las historias hablan sin decirlo de uno de los usos más antiguos del hambre: como un arma de guerra.
En todo caso la frontera está cerrada y los alimentos que antes llegaban de Sudán ahora no llegan. Yuba está a 700 kilómetros de caminos de tierra que se están poniendo intransitables por las lluvias. El mercado de Bimruok es la miseria.
Para nosotros, ciudadanos globalizados, el mundo es un gran supermercado: recorremos sus góndolas comprando comidas, recuerdos, bluyíns, un empleo, sensaciones distintas, playas —historias incluso, ilusiones de negocios o de grandes cambios. Para los mil millones de desechables —y para tantos más— el mundo son 20 kilómetros a la redonda de sus casas y una vida siempre igual.
No es la menor desigualdad; es, en todo caso, la que más hace para que la palabra mundo no signifique lo mismo para unos y otros.
El olor mezcla mugre, polvo y palosanto. Los puestos son de caña y lata: dos docenas alrededor de un espacio vacío. El más grande vende velas, detergente, hojitas de afeitar, galletas tipo oblea, sobres para hacer jugo, cigarrillos locales, unas pocas latas de caballa y cantidad de panes de jabón: en crisis y miserias, el jabón siempre es de lo último que queda. Otro puesto vende unas bolsitas con medio kilo de carbón; otros dos un pan redondo y chato; dos o tres, esas camisetas muy gastadas que occidentales donan por no tirar a la basura; tropiezo con un ratoncito muerto: es muy chiquito, gris plateado. Un puesto vende hawaianas nuevas y usadas, otro tres cebollas —exactamente tres cebollas—, otro bolsas con un cuarto de azúcar y escobitas de paja; ninguno frutas o verduras o animales. He recorrido mercados en casi todo el mundo y es la primera vez que veo uno sin nada nada fresco. Se cruza un gallo, poderoso, único; después, un burrito aguatero.
Más allá, un puesto de lata dice center phone charging, para que los que no tienen electricidad sí puedan tener celulares; después sabré que son el gran negocio nuevo. Los teléfonos que eran la última tecnología hace diez años ahora están aquí, y miles de personas quieren usarlos. Por eso este servicio, que sería innecesario en tantos otros sitios: un muchacho con un par de baterías de coche, tres docenas de enchufes, cargadores diversos, par de parlantes para atronar con música el ambiente y cierto espíritu emprendedor, se instala en el medio del mercado y vende electricidad en dosis homeopáticas. Como todo, aquí, es bastante cara: dos libras —alrededor de medio dólar— la recarga.
Al fondo está el otro servicio del mercado: la choza del señor que muele granos con un molino eléctrico chiquito. Los precios, me dice, han aumentado mucho y cada vez tiene menos trabajo. Por encima del ruido del generador suena música fuerte, una especie de reguetón a todo trapo: al lado hay un tukul que hace de bar. Siete señores —cuatro soldados— están sentados en esas sillas de plástico marrón que están por todos lados: toman té, fuman pipas de agua.
Hace cien años artistas de vanguardia, desencantados de la modernidad, buscaban en estos pueblos —en su supuesta cercanía con las verdaderas esencias humanas— su inspiración. Esa idea de las esencias era una tontería pero les daba un sitio: gente que vivía «según su naturaleza», por oposición a los blancos civilizados que vivían bajo las reglas sociales y religiosas que los desnaturalizaban. Ahora su imagen es muy otra: son una especie de nosotros bobos, nosotros fracasados, nosotros que no sabríamos cómo hacer lo que debemos. Ahora los vemos con la posición del misionero, hombrecitos y mujercitas dejados de la mano de un dios que tenemos que socorrer para que no se mueran de hambre.
Mariya me pregunta si voy a tomar mi té con leche. Le digo que no, le pido que me cuente. Mariya es larga, elástica, suntuosa, los labios y los pómulos y los ojos rasgados; se mueve como si flotara. Me descubro en el peor de los prejuicios: es demasiado linda para ser tan pobre.
—Dale, tomalo con leche. Con leche son dos libras.
Dice, con una especie de mohín, y me explica que cuando no le queda qué comer —tan a menudo— viene a hacer té al tukul, que el patrón le alquila este rincón por diez libras por día. Se compra una libra de té y una de leche, y lo vende. Hay días en que queda hecha, algunos queda en deuda, algunos gana. Pero es la única opción que tiene, me dice, cuando ya no le queda ninguna.
Mariya tuvo a su primer hijo, me dice, cuando tenía 15, porque se quedó embarazada de un soldado —y no me atrevo a preguntarle cómo. Pienso maneras: preguntarle, por ejemplo, de qué ejército era. No me atrevo. Pero que después se casó con un muchacho de su pueblo que no tenía tantas vacas y que tuvieron otro hijo, que ahora tiene once meses, pero que él se fue a Yuba y que parece que de ahí se fue a Kenya y que hace rato que se perdió: que quién sabe si vuelva. Mariya tiene una tela larga verde o azul atada a la cintura, su camiseta rosa desteñida con un agujero en el costado izquierdo; dice que sigue viviendo con su madre porque su padre se murió hace mucho y que muchos días —la mitad de los días, dice, o más de la mitad—, no tienen qué comer.
—¿Tenés miedo del hambre?
—Nunca pienso en eso. Si como, como; si no, qué le voy a hacer.
Cuando comen, me dice, comen walwal una o dos veces al día; a veces a la noche comen yodyod, que está hecho con los restos del walwal. Y, muy de vez en cuando, una sopa con okra.
—Si pudieras comer cualquier cosa que quisieras, ¿qué elegirías?
—Walwal. Con mucha leche, walwal.
—Pero digo cualquier cosa: pollo, vaca, pescado, lo que sea.
—Yo no tengo plata para lo que sea, así que prefiero el walwal.
Que ése no es el problema: con el walwal le alcanza para no tener hambre. El problema, me dice, son sus hijos: hace poco vinieron esos médicos —MSF— y le dijeron que estaban desnutridos. Mariya dice que en cuanto pueda va a ir a la clínica para que los curen.
Después me cuentan que el marido de Mariya no se fue a Kenya: que se murió porque pisó una mina o la tocó o vaya a saber qué fue; que estaba arando un campo cuando saltó en pedazos. Pero a Mariya, me dicen, le da miedo decirlo y cuenta historias.
7.
Nyayiyi achiquita los ojos para ver, dice que ve muy poco. Me pregunta si veo esas cosas allá lejos, que cree que son vacas. En estos suburbios del mundo no hay anteojos: cada cual ve lo que ve. Para algunos el mundo es afilado y colorido, blandito para otros, ilegible. Es un resto de la vieja variedad de la mirada; ahora, en los países ricos —en los países con anteojos—, nos convencieron de que hay una sola forma de ver y que tenemos que aspirar a ella, suplementarnos con lo que sea para llegar a ella. Porque sus funciones también están unificadas: leer, por ejemplo, que requiere cierta precisión en la mirada, es un fenómeno nuevo para tres cuartas partes de la población del mundo. Durante siglos, milenios, las vidas de la mayoría no requerían esa definición.
Aquí, como entonces, las cosas pueden verse muy indefinidas.
Otra historia común: otra nena de 14 o 17 que se queda embarazada en una noche junto al río, allá más lejos de las casas; otra nena que se da cuenta demasiado tarde, que le dice al muchacho que se haga cargo, que escucha con espanto la respuesta. Otra nena que ahora, tres años después, con una nena de dos años en los brazos, me cuenta que el problema fue que su padre no estaba ahí para obligar al muchacho a cumplir con su obligación, a pagar las vacas necesarias y casarse con ella. Nyayiyi habla despacio, con voz de drama cansador: como quien se ha aburrido de su historia.
—Mi padre está preso. No tendría que estar, pero está preso.
Dice Nyayiyi: que su padre era soldado, chofer de camiones en el ejército y que a fin del año pasado chocó y murieron dos personas y entonces lo metieron preso, como si fuera su culpa lo metieron preso, dice, y que por eso no pudo obligar a ese muchacho a hacerse cargo.
—Mi padre tenía que venir y agarrar al muchacho y amenazarlo para que se haga cargo: que pague sus vacas, que cuide a su mujer y a su hija.
El padre no lo hizo, el muchacho no lo hizo. Nyayiyi dice que tiene 20 años —pero no está segura y parece 14. Tiene los ojos muy abiertos asustados, un vestido azul y negro, un caracolito como camafeo y el pelo al ras. Aquí casi todas las mujeres se cortan el pelo al ras y algunas, las más elegantes, las que pueden, se ponen encima una peluca. La peluca puede incluir rulos, claritos, tonos morados o rojizos o violetas, todo tipo de fantasías capilares. Un par de veces estos días me he descubierto imaginando —con envidia, con la lujuria más ajena— la potencia de ese momento en que una mujer se saca el pelo y queda de verdad desnuda.
—Y mi padre estaba tan enojado conmigo que me echó de su casa. Me dijo que así con una hija quién me va a querer, que si aparece alguno no va a querer pagar ninguna vaca y que me fuera. Me tuve que ir a vivir con un tío de mi mamá.
Dice, y se restriega las manos, aprieta los labios. Nyarier, su nena, abre los ojos y la mira como si se sorprendiera.
Es otra historia común de amores contrariados, de errores chiquitos que cuestan media vida. Pero se cruza el hambre. El hambre no es nada: solo un lugar común en vidas que pueden ser muy distintas —pero tienen ese lugar común: comer es una posibilidad entre otras, la forma de una amenaza siempre ahí. Aquí, el hambre hace de una historia de tristeza común una de vida o muerte.
Hace unas semanas Nyarier, la nena, empezó a toser fuerte y a dormir mucho, demasiado. Hace unos días, por fin, Nyayiyi la llevó a una clínica móvil de MSF y le dijeron que estaba severamente desnutrida. Así que ahora está internada con una sonda para estabilizarla. Nyayiyi la tiene en brazos, la mece, la acurruca. Nyarier es muy flaquita, los brazos quebradizos, una tos insistente.
—¿Y cuando se cure, qué pensás hacer para que no vuelva a enfermarse de hambre?
—No tengo alternativas, no hay nada que pueda hacer para que mi hija no vuelva a estar así porque yo no puedo conseguir un trabajo porque no tengo ninguna educación, no sé hacer nada. Si supiera hacer algo yo podría alimentar a mi hija, pero no sé, y mi padre no me quiere dar nada y el padre de la nena ni se sabe.
—¿Querrías casarte?
—Sí, claro. Quiero alguien que se ocupe de nosotras.
—¿Y tenés a alguien?
—Eso es un secreto.
Dice, y se sonroja: de eso no puedo hablar, dice de nuevo. Nos quedamos callados. Después dice que sí, que hay un hombre que se acercó y le quiso dar plata y cuidarla, que quizá se casaría con ella.
—Pero mi padre me mandó pegar y a él le mandó decir que si volvía a saber que me andaba cerca lo mataba.
—¿Cómo lo va a matar si está en la cárcel?
—Mi padre tiene hermanos, primos. Él puede.
Dice Nyayiyi, y le pregunto que entonces qué solución queda para su hija.
—Quizá se muera.
Dice, y lo dice sin mover los labios: quizá se muera. Pero eso no es una solución, le digo, sin saber cómo decirlo, y ella sigue impasible:
—No, solución no es. Pero si los padres no se ocupan no se me ocurre ninguna.
Dice, y le vuelvo a preguntar y entonces dice que no es que ella quiera que se muera, no, cómo va a querer —dice, y le limpia los mocos y le espanta las moscas; Nyarier llora muy bajo.
—Yo no quiero, cómo voy a querer. Pero no veo cómo se podría alimentar. Y si no se alimenta…
Algo —un par de miles de años de cultura— me interfieren: no consigo escuchar a esta mujer que dice que su hija tiene muchas posibilidades de morirse y que no piensa que se pueda hacer nada.
—¿Pero creés que tu hija va a sobrevivir?
—Si no vuelve a quedar desnutrida, creo que sí. Pero si vuelve a quedar desnutrida no sé.
—Insisto: ¿qué podés hacer para que no quede desnutrida?
Nyayiyi tiene esa calma que aterra más que cualquier furia. Escucha con paciencia al traductor, lo mira, me mira, dice nada:
—Nada.
Dice: que no puede hacer nada. Y la mira, le acomoda la camiseta roja y blanca, la acaricia: nada.
El hambre sudanés tiene, como todos, razones muy complejas. La tierra no es muy fértil pero es cierto que se cultiva poco. Queda feo decirlo: incluso cerca de los pueblos se ven demasiadas tierras sin trabajo. La corrección política pretende que no se incluya entre las causas del hambre y la miseria la falta de entusiasmo laboral, pero tiene su parte. Solo una parte: también es cierto que la tierra está en disputa permanente porque los vaqueros las quieren para sus animales y pelean una de las peleas más antiguas de la historia: los pastores más o menos nómades contra los granjeros más o menos sedentarios. Con su traducción social y cultural: frente al prestigio del pastor erguido, armado, el agricultor agachado y terroso siempre fue considerado un ser inferior. Parece como si aquí pesara todavía esa imagen —y que los granjeros cultivan poco como si sostuvieran el prejuicio pese a todo.
O como si, cualquier tarde, un arreo de vacas y muchachos con lanzas o pistolas les fuera a pisotear el huerto.
El pastoreo trashumante es una de las formas más antiguas de producción: son cazadores-recolectores por interpósita vaca. Sus animales van rebuscando para ellos; ellos mismos no plantan, no trabajan con la tierra: recogen, nada más. Digo antiguo, que es una palabra difícil de decir, y quiero decir: adaptado a un mundo distinto. No trato de descalificar «lo antiguo» por oposición a «lo moderno». Digo antiguo para decir: capaz de funcionar en un mundo que, hace dos siglos, tenía siete veces menos habitantes, donde cada uno de ellos podía vivir del producto de siete veces más espacio. Por eso digo antiguo —y creo que, en este mundo desbordante, también significa insostenible.
Y es cierto que el suelo no es muy fértil pero tampoco sería necesario limitarse al sorgo y al maíz; podrían plantar más verduras, más frutas, y no lo hacen, nunca lo hicieron. Y es cierto que las herramientas son escasas y caras, las semillas pobres y caras, las técnicas arcaicas. La agricultura sudanesa no cambió nada en los últimos siglos. En estos días un diario —The New Nation— dice que el gobierno seleccionó a 180 «granjeros modelo», capaces de cultivar un mínimo de seis feddans —unas dos hectáreas—, para entregarles arados de metal que pueden tirar bueyes. Los arados son verdes, sencillos, con un solo filo para abrir su surco. El ministro de Agricultura, un señor Bol, dijo que era «importante dejar atrás la malloda (azada) que no permite cultivar suficiente tierra».
Queda dicho: en todo el mundo —en el OtroMundo— hay más de mil millones de campesinos que no tienen tractor ni bueyes que los ayuden a trabajar su tierra: tienen que hacer lo que puedan con sus manos, sus cuerpos. No tienen irrigación, no tienen semillas especiales ni abonos ni pesticidas: dependen, como en tiempos de Cristo, de la lluvia y sus manos.
Y encima tienen que soportar el peso del proteccionismo y los subsidios agrarios de los países ricos.
En 2012, los países ricos pagaron 275.000 millones de dólares de subsidios varios a sus productores agrarios: incentivos a las exportaciones o tarifas proteccionistas para las importaciones, compra de sus productos, incentivos a los agrocombustibles o transferencias directas de dinero. En la mayoría de esos países la agricultura es una actividad garantizada: si un productor no consigue el rendimiento considerado normal —por sequías, pestes o lo que sea—, el gobierno le compensa lo que no ganó.
En esos países —donde el peso de la agricultura en el producto bruto es muy menor— los subsidios son decisivos: en Suiza, por ejemplo, representan el 68 por ciento de todos los ingresos de los productores agrarios. En Japón, más del 50 por ciento, en la Unión Europea, alrededor del 30; en los Estados Unidos, cerca del 20 —y, en todos esos países, son los grandes productores los que se llevan las grandes cantidades. El Estado, una vez más, subvenciona a los ricos.
En muchos países pobres que malviven de su agricultura, los Estados no intervienen casi. O, a menudo, intervienen al revés: bajan los precios de venta de los alimentos para que su población urbana pueda consumirlos —pero sus campesinos pierden.
La globalización amplió las diferencias sociales a la escala del mundo. Hace un par de siglos, en Kenya o Camboya o Perú se cultivaba lo que se podía, los más ricos se comían buena parte, exportaban en barcos lentos y pequeños algunas cosas, y el resto —que no podían exportar ni consumir, porque ni eran tantos ni los transportes eran eficaces— quedaba para los más pobres. Ahora que casi todo puede ser exportado fácil y rápido, los más pobres de cada lugar no reciben esos excedentes: la cantidad de consumidores potenciales se multiplica por la de los habitantes del mundo, y hace que esa posibilidad de colocar los productos entre quienes pueden pagarlos allá lejos dejen sin nada a los que no pueden pagarlos aquí mismo.
Dicho de otro modo: que ahora no tienen que competir por la comida con unos miles de personas más ricas que ellos, sino con dos o tres mil millones.
Los subsidios no solo actúan sobre sus propias economías: permiten que los productores de los países ricos vendan baratísimo —porque, de todos modos, su Estado ya les dio el dinero suficiente— y, entonces, rompen los mercados. El ejemplo clásico es el del algodón, muy estudiado. Si los Estados Unidos no subsidiaran a sus productores de algodón —dice Oxfam—, sus precios internacionales subirían entre el 10 y el 14 por ciento y entonces los ingresos de cada hogar en ocho países del Oeste africano, pobres y algodoneros, subirían un 6 por ciento. No parece mucho, pero a menudo hace la diferencia entre comer y no comer.
Y hay más cifras viejas pero buenas para entender el mecanismo. En 2001 los 34 miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico —los países más ricos— entregaron unos 52.000 millones de dólares en ayudas a los países más pobres. Ese mismo año, entregaron a sus productores agrarios subsidios por 311.000 millones, seis veces más. Un informe de las Naciones Unidas dice que, por efecto de esos subsidios, los países más pobres perdieron unos 50.000 millones en exportaciones fallidas. Es fácil dar con una mano lo que te saco con la otra. Roger Thurow, en Enough, cuenta que un oficial de cooperación americano en Bamako le dijo que sí, que sería mejor que gastaran su dinero en ayudar a recuperar la producción de algodón en Mali, tan golpeada por los subsidios, pero que no podían por culpa de Bumpers. «Dale Bumpers fue un senador por Arkansas que introdujo una enmienda en 1986 estipulando que no se podían usar fondos de ayuda internacional para pagar “ningún examen o análisis, estudio de factibilidad, mejoras o introducción de variedades, consultorías, publicaciones o entrenamientos en conexión con el cultivo o producción en un país extranjero para exportación si esa exportación compite en los mercados mundiales con un producto similar cultivado o producido en los Estados Unidos”». La claridad estrepitosa: te ayudo mientras me dejes el negocio.
Los subsidios, en todo caso, consiguieron producir cifras que se hicieron casi famosas. Aquel estudio de la Agencia Católica para el Desarrollo, 2002, que mostró que una vaca europea recibía de la Unión ídem unos 2,20 dólares por día —800 al año. O sea: que cada una de esas vacas era más rica que 3.500 millones de personas, la mitad de la población mundial.
En un descampado con cuatro o cinco árboles, seco, árido, a la salida de Bentiu, un centenar de vacas pobres muge suavecito. Están atadas a estacas clavadas en el suelo, echadas, rondando, buscando un pasto inverosímil. Es el mercado de vacas: acá las traen sus dueños para dejar de serlo. Huele a bosta, perfume de la vida.
—Todavía no vino nadie.
Dice un muchacho flaco con la cara llena de dibujos, remerita a rayas, jean gastado, el celular rojo furioso.
—Ya es mediodía, tendrían que haber llegado. Parece que no hay plata.
El muchacho quiere vender sus seis vacas; le pregunto para qué y me dice que para comprar sorgo para alimentar a su familia. Una vaca mediana se vende por 800 libras: nunca antes, me dice, una vaca valió lo mismo que una bolsa de granos.
—Pero con seis vacas te comprás seis o siete bolsas de sorgo.
—Yo tengo una familia grande.
Dice y se ríe, picarito, y después me dice que no, que va a comprar dos bolsas para su familia y el resto para guardar: que las va a vender en el mercado dentro de un par de meses porque le dijeron que van a subir mucho.
—Pero dentro de dos meses ya no te va a quedar sorgo para comer, vas a tener que comprar al mismo precio que vendas.
Le digo y me mira raro, y se queda pensando. Otro muchacho con más rayas en la frente, más flaco, la ropa más gastada, me dice que está vendiendo esa vaca de ahí, que si no se la compro. La vaca es gris amarronado, los cuernos desparejos, mucho hueso.
—¿Y tenés otras?
—No, es todo lo que tengo.
—¿Y para qué la vendés?
—Porque no tengo nada más que darle de comer a mi familia.
—Pero si es la única, ¿qué vas a hacer cuando la hayas vendido?
—Dormir. Voy a dormir un rato largo.
Dice, y se ríe y se rasca la nariz llena de moscas. Yo me río y le digo que claro y le pregunto que después:
—¿Y después de dormir, cuando ya no tengas ni sueño ni vacas?
—No sé. Entonces ya veremos.
Pastores nómades, pequeña agricultura para la subsistencia. Son, en cualquier caso, un ejemplo perfecto de población inútil, desechables: a la economía globalizada —a los grandes mercados— todo esto no le sirve para nada. Lo que sí le sirve es el petróleo que apareció debajo de estos peladales. Pero no puede, como le convendría, eliminar a los pastores nómades y acabar con la molestia de que vivan y demanden y la molestia de que encima se peleen y entonces, ya sin esos estorbos, mandar unos pocos obreros más o menos calificados a sacar el mineral.
O por lo menos no pueden hacerlo de golpe: lo van haciendo poco a poco, con caridad y supuesto respeto.
Otra cosa sería crear las condiciones para que fueran autosuficientes: infraestructuras, herramientas, saberes diversos. Aquí la falta de caminos y transportes es un problema grave: cada vez hay menos. El comercio con el norte, que llenaba los mercados de la zona, se acabó con el cierre de las fronteras, y traer cosas desde el sur es carísimo y, durante muchos meses al año, imposible. Con la escasez de gasolina es peor todavía: llega poca comida y la poca que llega tiene unos precios inalcanzables para la mayoría. La famosa bolsa de sorgo subió, en menos de un año, más del doble. Para lo cual, por supuesto, contribuye el aumento de los granos en las bolsas lejanas: Chicago, por ejemplo.
A veces los conflictos —las guerras— producen hambre por las vías más directas. En Siria, en estos días, la guerra civil hace que los campesinos no puedan cultivar, los comerciantes comprar y vender, los productores transformar —la harina en pan, por ejemplo. Son los momentos en que hay que reconocer la astucia de ciertas culturas más acostumbradas a la guerra, que pactaban treguas y licenciaban a sus soldados cuando había que cosechar porque sabían que, si no, el hambre derrotaría a los dos bandos.
Aquí la guerra no es tan brutal —dicen que se acabó pero sigue, larvada, sibilina— y, aún así, es la razón más precisa del hambre. La guerra supuso matanzas horribles, migraciones constantes, miedo sostenido —y la idea de que no valía la pena cultivar la tierra porque uno no sabía si podría recoger. Durante veinte años fue muy difícil producir alimentos en Sudán del Sur, y el país se volvió completamente dependiente de la ayuda externa. Ahora, cuando la guerra debería haberse terminado, quedan las peleas por el petróleo, quedan los enfrentamientos fronterizos, las peleas tribales, las milicias sueltas que la siguen por su cuenta, los bombardeos esporádicos, el miedo todavía, la precaria infraestructura destruida, dos millones de minas hundidas en la tierra.
La violencia sigue produciendo sus efectos: que los caminos están cortados, que se hace muy difícil cultivar, que hombres y mujeres tienen miedo de quedarse en sus lugares, que se andan escapando, que los atacan, que los matan.
La violencia de Sudán del Sur es la más pobre, la más cutre, la más silenciada de las guerras del petróleo —que es un género que siempre estuvo allí pero ganó lugar desde el final de la Guerra Fría: la Guerra Negra es el enfrentamiento principal en estos días —mientras llega por fin la Guerra China.
En tiempos de Guerra Fría, el contrapeso de los dos grandes poderes obligaba a los Estados Unidos a usar más la «inteligencia» para asegurarse el manejo de los Estados petroleros. La CIA y sus adláteres preparaban golpes de Estado cada vez que algún gobierno veleidoso amenazaba el control americano del petróleo local: Irán en 1957, Indonesia en 1965, Ghana en 1966 —y siguen firmas. Cuando Estados Unidos ya no necesitó disimular sus acciones detrás de sectores locales —y se consiguió el espantajo del terrorismo islámico para justificar cualquier intervención— las oscuras guerras del petróleo se hicieron más claras.
Los Estados Unidos mantienen 737 bases militares en 130 países del mundo, so pretexto de sostener su «guerra contra el terror»; su propósito central es la defensa de sus intereses económicos, más que nada el acceso al petróleo. Un ex candidato a vicepresidente demócrata, Joe Lieberman, dijo a principios de la década pasada que los esfuerzos de Estados Unidos y China por asegurarse importaciones para satisfacer su demanda «pueden llevar la competencia por el petróleo hasta niveles tan calientes y peligrosos como la carrera nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética».
En ese marco y en 2002 el vicepresidente americano Dick Cheney lanzó una iniciativa que tendría gran influencia en la vida de Nyankume, Justin, Angelina, Mariya, Kwai, el soldado Peter, el teniente segundo de orientación moral y los demás: Oriente Medio es tan inestable, decía, que Estados Unidos debía mejorar su provisión de petróleo «participando en la creación de una nueva zona de seguridad y prosperidad en África, una parte del mundo receptiva a la presencia americana».
Así que, en 2007, una de las últimas medidas de la administración Bush fue la creación del Africom, su comando militar unificado para África, destinado a aumentar la presencia armada americana en el continente —que tuvo su primer despliegue importante en la intervención de la OTAN en Libia, otro país repleto de petróleo, en 2011. El Africom es una organización militar con un propósito: ya en 2008 su subcomandante, un almirante Robert Moeller, definió que su misión era «asegurar el libre flujo de los recuersos naturales africanos hacia el mercado global».
Funciona: se calcula que para 2015 un cuarto del petróleo que consume Estados Unidos vendrá de África —y que eso, unido a sus nuevas reservas explotables con fracking, le permitirá hacer menos caso a los caprichos y complicaciones de Oriente Medio, Arabia, Venezuela. El petróleo de África tiene una ventaja y una desventaja: no lo poseen dos o tres Estados fuertes a los que hay que hacer concesiones sino una docena de pequeños Estados débiles, más fáciles de manejar. Está Nigeria, por supuesto, pero también Libia, Argelia, Egipto, Angola, Guinea, Ghana, Chad —y se siguen agregando explotaciones nuevas: África es, también en esto, una de las últimas tierras inexploradas del planeta. Hace no mucho apareció, por ejemplo, en la frontera entre la República Democrática del Congo y Uganda el mayor yacimiento de todo el continente.
Está claro que el petróleo es feo sucio y malo y poluye la Tierra y hace guerras. Pero que su energía haya reemplazado a lomos de bueyes y cuerpos de hombres es una mejora extraordinaria, uno de los grandes inventos de este mundo.
Otra contradicción, las paradojas.
La guerra civil sudanesa fue como un adelanto, una preview de algo que seguramente se repetirá a lo largo de los próximos años: el capítulo africano de la Guerra Negra —sobre todo entre China y Estados Unidos, los dos mayores importadores de petróleo del mundo, con cameos de Corea, India, Rusia. Sudán fue, en última instancia, una batalla de esta guerra —que, como corresponde, no pelearon sus interesados sino unos pobres diablos nativos. Sus dos millones de muertos, sus hambrientos constantes son solo sus daños colaterales.
Nada grave.