Capítulo Diez

 

 

 

 

 

–Felicidades, Melton –dijo Colin.

Sawyer y él, en compañía de Hawk, se hallaban en la biblioteca del primero en el piso de lujo que tenía en Mayfair, Londres. Tamara, esposa de Sawyer, había llegado del hospital el día anterior, después de dar a luz al vizconde de Averil. Pia, Belinda y ella habían ido a la habitación del bebé con el pequeño.

–Gracias –reconoció Sawyer–. En vez de puros, sugiero una ronda de whiskys.

–La ocasión lo merece –convino Hawk.

Sawyer se volvió del bar y sonrió.

–Me siento aliviado de que estuviéramos a poca distancia de un hospital cuando Tamara se puso de parto. Y con la llegada del bebé, emprenderemos una dirección nueva.

–Hablando de direcciones nuevas –Hawk se dirigió a Colin–, da la impresión de que Belinda y tú os encontráis en términos más amigables estos días. Me sorprende no haber disfrutado de más comentarios punzantes entre vosotros dos hasta ahora.

–Sí, reconozco que soy un poco desconsiderado por no proporcionaros más entretenimiento –indicó Colin con sequedad.

–Sentimos empatía por ti, Easterbridge –intervino Sawyer, repartiendo las copas–, porque hasta hace poco estuvimos en tu misma situación.

Colin sabía que ninguno de sus dos amigos había tenido un camino de rosas hasta el altar. Sin embargo, ambos se encontraban felizmente casados en ese momento.

–No obstante, es interesante ver cómo has caído –añadió Hawk al tiempo que aceptaba una copa.

Colin enarcó una ceja.

–¿Qué te hace pensar eso?

Antes de poder obtener una respuesta, sintió que el teléfono vibraba en su bolsillo. Lo sacó y estudió un instante la pantalla.

–Felicitadme, caballeros –anunció, aceptando la copa que le entregó Sawyer–. Ante vosotros tenéis al nuevo dueño de la propiedad de los Wentworth en Elmer Street.

–¿Has comprado otra propiedad de los Wentworth en Londres? –preguntó Hawk sorprendido.

–Sólo una pequeña.

–A ver, deja que lo adivine –dijo Sawyer–. En esta adquisición tampoco revelaste tu identidad.

–Sólo ante aquellos que están al corriente del presidente real que hay en Halbridge Properties –respondió con suavidad.

Hawk movió la cabeza resignado.

–Te has metido en aguas profundas.

Sawyer lo corroboró con un movimiento afirmativo de la cabeza.

–Ve con cuidado, Easterbridge. A pesar de lo mucho que admiro tu habilidad en los negocios, aquí te mueves en territorio virgen.

–Estoy habituado a las apuestas altas –alzó la copa para brindar por la nueva adquisición.

 

 

Belinda miró al vizconde recién nacido que dormía en la cunita y sintió que se le estrujaba el corazón. Tamara y Sawyer habían llamado al bebé Elliott.

Miró alrededor; la habitación del pequeño mostraba tonalidades suaves de gris y blanco. Luego volvió a mirar al bebé. Pia, una orgullosa pero cansada Tamara y ella revoloteaban alrededor de la cuna.

Belinda tragó saliva. Se dijo que la emoción que la embargaba surgía del hecho de que no sería madre al menos hasta que se separaran. Desde luego, no quería quedarse embarazada, ya que no formaba parte de su acuerdo con Colin.

Después de unas pocas carantoñas más con el bebé, decidieron ir a sentarse en la sala de juegos.

Tamara ocupó una mecedora mientras Pia quitaba una jirafa de peluche de un baúl y se sentaba sobre él.

Belinda se puso cómoda en una sillita infantil.

Pia ladeó la cabeza.

–Colin y tú os mostrasteis bastante acaramelados. ¿Lo imaginé o te dio un beso cálido al rato de haber llegado?

Belinda se ruborizó.

Pia era una verdadera romántica, pero no quería darle a su amiga falsas esperanzas. A pesar de estar casados, no mantenían una relación permanente.

Tamara se irguió.

–Algo me dice que Belinda mira a Colin con más cariño estos días.

Pia juntó las manos.

–Oh, estupendo. Siempre pensé que Colin y tú deberíais…

–No es lo que pensáis –cortó.

–¿Es peor? –Tamara enarcó una ceja.

Era susceptible a Colin, más que lo que le gustaba reconocer, pero, ¿cómo lo había adivinado su amiga?

Titubeó unos instantes y luego confesó:

–Me acuesto con él.

Pia se quedó boquiabierta.

Tamara rió.

–Todas hemos pasado por ahí y ahora tengo un bebé para demostrarlo.

Pero ella no lo tendría… al menos no con Colin. Se movió incómoda en la silla.

–Sólo debes ir con cuidado –agregó Tamara–. Me temo que Colin está hecho de la misma cepa que los dos amigos con los que se sienta abajo… nuestros respectivos maridos. En otras palabras, debería venir con una etiqueta de advertencia.

Su parte más sensata estaba totalmente de acuerdo con eso.

–El camino del amor verdadero jamás es llano –afirmó Pia.

 

 

 

Dos días después de visitar a Sawyer y a Tamara, Belinda se preparaba para asistir con Colin a una cena con baile en una mansión próxima a Halstead Hall en honor de una nueva exposición de arte chino del siglo XVIII.

Se preguntó si Colin había aceptado para complacerla.

Miró el contenido de su armario. Aunque Colin le había expuesto que disponía de sus propios fondos como marquesa de Easterbridge, había decidido llevar un vestido que ya era suyo.

Eligió uno largo hasta el suelo de tul beis y con lentejuelas que inteligentemente resaltaba sus curvas.

Aquella noche, la reacción que mostró Colin no la decepcionó. Al entrar en el salón donde la esperaba, su cara mostró una expresión de absoluto aprecio.

Belinda sintió que el pulso se le desbocaba… y no sólo por la cara de Colin. Si había pensado que alguna vez se acostumbraría a verlo con esmoquin, empezaba a creer que se había equivocado poderosamente en dicha evaluación.

Poseía una elegancia y una masculinidad innatas.

El chófer apareció en el umbral.

–Esperaré fuera junto al coche, milord.

–Muy bien, Thomas –repuso, dejando de mirarla unos instantes.

Belinda se recompuso. Se había puesto la tiara con motivos florales que le había regalado Colin.

–Estás… –las palabras se evaporaron, como si se hubiera quedado sin saber qué decir–. Etérea.

Sintió las palabras como una caricia.

–Gracias.

–Tengo algo para ti.

Recogió un estuche de terciopelo de una mesita cercana y luego se acercó a ella.

Abrió el estuche para que inspeccionara el contenido y ella se quedó sin aliento. El estuche contenía un collar de diamantes deslumbrante. El estilo indicaba que era antiguo, probablemente de tiempos victorianos.

–Llegó a la familia por mi tatarabuela –explicó con tono risueño–. No era una Granville de nacimiento.

–Es precioso –tragó saliva–. Necesitaré un momento para ponérmelo.

–Yo te ayudaré.

Dejó el estuche en la mesita después de haber retirado el collar. Brilló con fuego blanco a la luz.

Se quedó quieta mientras él se inclinaba.

Unos instantes más tarde los dedos cálidos de Colin la tocaron mientras se dedicaba a cerrar el broche en su cuello. Belinda sintió que los pezones se le endurecían y que en su interior se acumulaba el calor. Al terminar, él hizo una pausa, con los labios a escasos centímetros de los de ella.

–Espero ansioso esta velada –musitó él con voz ronca.

Él se irguió con una media sonrisa en los labios.

–Creo que dejaré que seas tú quien se encargue de los pendientes a juego.

Poco después, se marchaban a la fiesta.

Fue un trayecto corto, y como no era el primer acontecimiento social que compartían, una vez que llegaron no tardó en sentirse relajada y en disfrutar de la fiesta.

Se hallaban presentes dos de las primas casadas de Colin… ambas con hijos que Belinda había tenido en la sala de arte. Después de una conversación superficial algo incómoda, sus cónyuges y ellas parecieron bajar las defensas.

Más tarde, después de mantener una conversación con un vizconde y su esposa, giró y vio una figura familiar que hizo que se paralizara.

Tod.

Se quedó consternada.

No había tenido ni idea de que asistiría esa noche. Miró a Colin y comprendió que también él había notado la presencia de Tod.

Tod se acercó.

–Lady Wentworth… ¿o es más apropiado dirigirme a ti como Lady Granville?

Al instante Colin se había acercado a ellos.

–En cualquier caso, es la marquesa de Easterbridge.

Desde luego, las diferencias físicas sólo eran una parte de la historia. Tod había cedido a la presión familiar al dirigirse al altar con ella. En cambio, Colin se había fugado a Las Vegas, impulsado por la pasión y sin importarle un bledo lo que pensara su familia.

Tod se volvió hacia ella.

–¿Te apetece bailar?

–Su siguiente baile está comprometido –respondió Colin, adelantándose a ella.

Belinda sintió que su irritación se incrementaba un poco. Sin embargo, antes de que pudieran hablar, los otros dos se miraron directamente.

–El siguiente baile, entonces –Tod enarcó las cejas.

–También está comprometido.

–Belinda puede hablar por sí misma.

–No es necesario cuando yo ya te he respondido.

Ella miró la expresión de Colin, prácticamente amenazadora, y la mandíbula apretada de Tod. Parecían a punto de empezar a lanzarse golpes. Y lo que era peor, empezaban a atraer miradas curiosas de otros invitados cercanos.

–Y en cuanto al matrimonio –continuó Colin sin ambages, soslayando la pregunta–, nos fugamos a Las Vegas porque no podíamos estar separados ni un instante.

Belinda se quedó boquiabierta.

Las palabras de Colin eran un insulto apenas velado. La implicación, desde luego, era que Tod y ella sí habían sido capaces de mantenerse separados.

No ayudó que esas palabras reflejaran la verdad.

Vio que a Tod se le movía un músculo de la mandíbula y que Colin cerraba la mano al costado.

Con rapidez, se interpuso entre los dos.

–Esto es indignante –anunció–. Parad en este mismo instante, los dos –y como ya estaba harta, giró en redondo y se marchó.

 

 

Logró esquivarlos a ambos el resto de la fiesta charlando con un invitado tras otro. Como era habitual en esas galas formales, a Colin y a ella, al ser marido y mujer, no se los sentaba juntos en la cena. Y agradeció al cielo que ninguno coincidiera junto a Tod.

Al llegar la hora de marcharse, en el coche, de regreso a casa, reinó el silencio.

Y al entrar en Halstead Hall subió las escaleras a toda velocidad mientras Colin se detenía para hablar con el mayordomo.

Un vez en sus aposentos, por primera vez en horas sintió que sus nervios se relajaban. Se sentó ante el tocador y se quitó las joyas.

En cualquier momento esperaba oír las pisadas de Colin de camino a su propia suite, pero no oyó nada.

Apretó los labios. Cuanto más tiempo permanecía él abajo, más crecía su indignación.

¿Cómo se atrevía?

Después de dar vueltas durante varios minutos sobre lo que debía hacer, se levantó, abandonó su habitación y fue a la planta baja.

Aparte de por unos movimientos en la biblioteca, en el casa reinaba la quietud.

Entró allí y Colin alzó la vista.

Tenía una licorera en una mano y una copa en la otra. La pajarita estaba suelta. Pero seguía exhibiendo un atractivo devastador.

–¿Una copa? –ofreció. Ella negó con un movimiento de la cabeza–. Como desees –volvió a la tarea de servirse una para él.

Su brusquedad resultaba sorprendente. No era típico de Colin no exhibir unos modales excelentes y fluidos, incluso cuando derrotaba a un oponente.

–Te has comportado como un absoluto bruto con Tod.

–¿Sí? –replicó antes de beber un trago–. ¿También tuviste miedo de que lo destripara? ¿Y qué me dices del modo en que me hieres tú? –Belinda parpadeó incrédula–. Yo no soy más que tu criado, a la espera de tu siguiente palabra y mirada.

–Eso es lo más ridículo que he oído.

–¿Lo es? –él enarcó una ceja.

Dejó su copa y fue hacia ella.

–Nuestro acuerdo no te da derecho a ser grosero con Tod.

–¿No? ¿Ni siquiera ante el hecho de que estuviste a punto de casarte con él mientras aún estabas casada conmigo?

–No sabía que aún siguiéramos casados.

–Pero ahora sí.

Intentó formular una respuesta que expusiera lo ilógico de sus planteamientos. El hecho de que en ese momento supiera lo que entonces desconocía, no la convertía en culpable.

Colin dio la impresión de anticipar su argumento al detenerse frente a ella.

–Sucedió sin que tú lo supieras, pero ahora todos debemos ser conscientes de que sucedió y también de que tú sigues casada conmigo.

Colin estaba celoso. Algo que lo volvía sorprendentemente vulnerable.

Él le tocó el brazo y la recorrió una oleada de sensaciones. Supo que también Colin había notado la reacción.

–Siempre ha estado ahí entre nosotros, ¿no? –murmuró. Emitió una risita burlona dirigida contra sí mismo–. Desde luego, inconveniente en ocasiones.

Costaba discutir la verdad.

–Como en este instante.

–Necesito besarte –movió la cabeza. Y le reclamó los labios antes de que ella pudiera reaccionar.

Se besaron con frenesí. Colin le quitó el vestido mientras ella se desprendía de los zapatos.

–Quise estrangular a Dillingham cuando deseó bailar con mi esposa casi desnuda.

–Lo sé –lo acababa de descubrir. Aunque aún le quedaban vestigios de indignación, era más comprensiva.

Se afanaron en quitar la pajarita de Colin y luego él se deshizo de la chaqueta y la camisa.

Pasó los dedos por los planos suaves de su torso y luego hasta el vello que había sobre su ingle.

Se desabrochó el cinturón y desterró pantalones y zapatos.

Los dos ya se hallaban prácticamente desnudos.

Él exhibía una erección plena que le tensaba los calzoncillos.

Ella lo acarició a través de la tela, dejando que su mano vagara y explorara con libertad.

–Sí, tócame –dijo con voz ronca.

Le bajó los calzoncillos, luego se arrodilló y lo acarició con los labios.

–Belinda, cariño…

Saboreó el efecto que surtía en él hasta que Colin la incorporó y le quitó las braguitas. Se echaron sobre el sofá.

Sintió el delicioso pesó de él presionándola contra los cojines. Lo rodeó con las piernas.

Él la besó a lo largo de la mandíbula y bajó por el cuello. Con la mano le acarició el muslo y luego le coronó el pecho.

La respiración de ambos se hizo más profunda y se mezcló mientras el mundo de Belinda encogía hasta abarcarlos únicamente a ellos dos y la necesidad que experimentaban por el otro.

Colin se detuvo un momento sólo para ponerse protección y luego volvió a pegarla contra él.

La reclamó en un resplandor cegador de pasión. El último pensamiento de Belinda fue que si no era capaz de resistirse a él en ese momento, jamás podría hacerlo.