–Madre, ¿qué has hecho?
–No temas, querido. Hoy en día todo pasa por los medios.
–Lo creas o no –dijo con paciencia–, soy unos de esos clásicos que aún cree en una realidad aparte de la percepción pública.
–Tonterías. Qué idea anticuada.
Desde luego, la ironía era que él había llevado a los Granville a un nuevo milenio, incrementando la riqueza de la familia gracias a un sutil entramado de empresas inmobiliarias.
Se hallaban en el comedor informal con ventanales que ofrecían vistas estupendas de los jardines de Halstead Hall.
Como de costumbre, su madre se había presentado impecablemente peinada y con cada perla en orden.
Por el contrario, esa mañana él no se había afeitado, y aunque llevaba el atuendo habitual que usaba en casa de pantalones y camisa, se sentía inusualmente desaliñado.
Sin embargo, conocía la razón para su estado de ánimo. Hacía dos días que Belinda se había marchado.
–¿Acaso lo que dije no es la verdad? –expuso su madre–. Belinda te dejó después de que tú adquirieras una onerosa propiedad y, así, aportaras una muy necesitada ayuda financiera a los Wentworth.
–No estoy seguro de que Belinda vea el tema de esa manera.
La marquesa enarcó las cejas.
–Justo lo que quería hacerte entender.
En los dos días desde que se fuera, había tenido tiempo de reflexionar casi hasta la obsesión. Había sido un infierno y le había sido imposible hasta trabajar.
Pero había empezado a pensar que ella tenía cierta razón. Había estado tan centrado en el objetivo final, que, de algún modo, no había sido capaz de ver lo mucho que a Belinda le preocupaban otras cosas. La familia, la historia y los sentimientos eran importantes para ella. Después de todo, adoraba el arte impresionista.
Su madre se irguió en el asiento.
–Debemos movernos con celeridad y obtener ventaja, para que la prensa y la opinión pública estén de nuestro lado. Sólo pienso en tu reputación.
–Mi reputación no necesita que la salven.
Pero en cambio sí necesitaba a Belinda para que lo salvara.
Porque la amaba.
Esa comprensión cayó sobre él como un martillo neumático antes de que lo embargaran el júbilo y la preocupación.
Pero no había otra explicación para el modo en que se había estado sintiendo desde que Belinda se marchara.
Su madre lo miró pensativa.
–Colin, podrías elegir la novia que quisieras.
–Sí, y cómo iba a olvidar que la historia que plantaste en la prensa también daba los nombres de un par de mujeres.
–Perfectas –los ojos de su madre brillaron–. Como acabo de decir, podrías elegir la que te apeteciera.
–Pero sólo quiero a una –respondió–. No puedo creer que le des la espalda a Belinda con tanta facilidad. El resto de la familia se ha abierto a ella.
–Sigue siendo una Wentworth.
–Ya es hora de enterrar el hacha.
–Por supuesto, las hostilidades se han acabado –convino su madre ceñuda–. Tú has ganado. Los Wentworth están en deuda contigo.
–Madre, acostúmbrate a la idea. Belinda es la Marquesa de Easterbridge, y si me acepta, seguirá siéndolo.
De repente supo con absoluta claridad que sin Belinda su supuesta victoria sobre los Wentworth era algo hueco.
Cuando Belinda abrió la puerta del piso, se quedó boquiabierta.
–¿Cómo me has encontrado?
–Me lo dijo un pajarito –esbozó una sonrisa sarcástica.
–Sawyer –adivinó.
–Después de todo, es su piso.
–Detesto cómo os unís todos los de sangre azul.
–Y ahora mismo –aventuró–, me detestas especialmente a mí.
Dejó que el silencio hablara por sí solo. Cómo no iba a estar furiosa y dolida. Mientras ella se enamoraba, él jugaba.
Pero no pudo evitar empaparse de la visión de Colin. Llevaba el pelo revuelto, cuando por lo general siempre estaba peinado, y la mandíbula con una leve sombra, cuando siempre iba afeitado.
–¿Puedo pasar?
–¿Tengo alguna elección?
–Sawyer ha tenido la amabilidad de prestarme también a mí su piso mientras esté en Londres.
–Qué amable –alzó el mentón–. Aunque cuesta imaginar esa necesidad si se tiene en cuenta la cantidad de propiedades que has adquirido últimamente.
–La casa de Mayfair está alquilada.
–Claro, ¿cómo he podido olvidarlo? Tu acto de nobleza obliga. El tío Hugh te envía saludos.
–Supongo que me lo merezco –no pudo contener la risa.
–Seguro que tu madre o tu hermana te dejarían un sofá.
–Tal vez Sawyer consideró que mi hogar estaba aquí contigo.
–¿Con tantas propiedades a tu disposición? –se obligó a hablar con desdén a pesar de la emoción que la embargaba.
–De hecho, esas propiedades son el motivo de mi presencia aquí.
–Pensé que dejarías todo en manos de tus abogados.
–¿Tenemos que mantener esta discusión en la entrada?
A regañadientes, ella se apartó.
Él entró y se quitó el abrigo. Debajo sólo llevaba una camisa blanca y unos pantalones grises.
A Belinda le agradó haberse puesto un vestido azul, medias y zapatos bajos poco después de salir de la ducha y casi justo antes de la llegada de Colin.
Él dejó el abrigo sobre el respaldo de un sillón y se adentró en el piso, dejándola para que lo siguiera.
Una vez en el salón, ella lo miró, y le fue imposible no recordar las caricias suaves y las palabras susurradas llenas de promesas.
–La propiedad de Elmer Street no se va a vender –anunció él.
Belinda parpadeó.
No era lo que había esperado oír de él.
–Pensé que se trataba de un acuerdo cerrado –dijo al final.
–El contrato se había redactado, pero las partes aún no lo habían firmado.
–Oh –hizo una leve pausa–. ¿Qué te llevó a cambiar de parecer?
–Pensé que lo mejor era venderte la propiedad a ti… –la vio fruncir el ceño–… por una libra esterlina. ¿Tienes una en tu cartera?
El corazón le dio un vuelco.
–¿Es algún intento de modificar nuestro acuerdo postnupcial?
–Sí, para siempre.
Ella abrió mucho los ojos y contuvo el aliento al verlo avanzar.
–¿Cuáles son las condiciones? –preguntó con voz apenas audible.
–Las que tú quieras –la observó–. De hecho, mi plan es traspasarte legalmente hoy todas las propiedades Wentworth por una cantidad nominal… y por aceptarme de vuelta, si es que así lo deseas.
Belinda sintió un nudo de emoción en la garganta.
–Por supuesto, a ti jamás se te puede sorprender sin un plan.
–Un jugador siempre tiene una estrategia, y creo que ésta es de las mejores que se me ha ocurrido.
–¿Oh? Entonces, que no se diga que yo me interpuse en su ejecución.
–Excelente –se apoyó en una rodilla y le tomó la mano–. Belinda, ¿me harías el gran honor de seguir siendo mi esposa?
–Eso está mejor –contuvo unas lágrimas.
–Te amo apasionadamente.
–Eso es lo mejor. Definitivamente es el mejor plan que jamás has tenido –se secó una lágrima perdida–. Yo también te amo, por lo que supongo que no hay otra alternativa que seguir casada contigo.
Costó discernir quién se movió primero, pero al siguiente instante se hallaban en los brazos del otro besándose con ardor.
Pasó largo rato hasta que se separaron en busca de aire.
–¿Sabes que escandalizaremos a nuestras familias permaneciendo casados? –comentó ella.
–¿A quién le importa? Hemos soportado sus intentos de separarnos.
–Esa condenada enemistad.
Colin sonrió.
–Le pondremos fin. De hecho, sugiero que ahora hagamos el amor y no la guerra.
Belinda rió mientras él la tumbaba sobre la alfombra mullida junto a la chimenea al tiempo que arrastraba una manta del sofá.
No tardaron mucho en olvidar el clima antes de dedicarse a ocupaciones más interesantes…
Más tarde, acurrucada contra Colin en el sofá, veía la lluvia golpear los cristales del piso de Sawyer en Londres.
Él carraspeó.
–Dejé que la venganza me dominara durante tres años. Era cómodo no mirar más allá de esa emoción predominante.
–Porque me marché –dijo sin entonación especial, sólo exponiendo unos hechos.
–No sólo te marchaste –sonrió–. Huiste.
–¿Qué? –bromeó–. Con zapatos de tacones de diez centímetros y un minivestido de lentejuelas rojas.
–En cuanto te vi, quise quitártelas.
–Y lo hiciste –confirmó, entornando los ojos.
–No podrías haber elegido un atuendo más seductor. ¿En qué pensabas?
–Que estaba en Las Vegas y que iba a pasármelo bien.
–Ah –él asintió–. Ya empezabas a hacer las cosas a tu manera sin saberlo.
–Y quizá, sólo quizá, al verte, me aseguré de no moverme hasta captar tu atención en el hotel.
–Al fin una confesión –Colin asintió con satisfacción–. Aquí va la mía… Sabía que tú te alojabas en el Bellagio.
–No hay duda de que tu ego estaba en pleno florecimiento.
Apoyó la mano de ella en su pecho.
–Pero mi corazón se fue marchitando durante los siguientes tres años.
–¿Llegaste a descubrir que nuestra anulación nunca llegó a presentarse en Nevada? –giró la cabeza para mirarlo.
–Esta es la mayor confesión de todas –reconoció Colin–. No le di autorización a mi abogado para que presentara los documentos de la anulación.
Belinda rió con incredulidad.
–¡Siempre sospeché algo así!
–Intenté encontrar cualquier modo de recuperarte. Incluso perseguí el fin de la enemistad Wentworth-Granville con el fin de que volvieras. ¿Por qué crees que me convertí en coleccionista de arte impresionista?
–¿Por mí? –los ojos le brillaron de forma especial. Colin asintió. Se tragó un nudo de emoción–. Oh, Colin, qué dulce y romántico –él le dio un beso fugaz en los labios–. Lamento haber huido de ti en Las Vegas –cuando iba a responderle, le selló los labios con un dedo–. Por la mañana, temía las esclusas que habías abierto en mí y no sabía cómo tratar con la situación. Tú estabas dispuesto a correr riesgos que yo no quería asumir. Eras más que lo que esperaba y que lo que podía manejar en aquel momento.
Cuando Belinda bajó la mano, él le robó otro beso fugaz.
–Me manejaste muy bien –comentó con tono risueño–. Y yo diría que corriste un gran riesgo al fugarte conmigo. Sólo me necesitabas para acostumbrarte a meterte en aguas profundas de vez en cuando.
Ella rió.
–Estoy segura de que me brindarás muchas más oportunidades.
–Me faltaba mi corazón y no lo sabía.
–La mayoría de los Wentworth estaría de acuerdo con que no tienes corazón –concedió.
–Sólo porque tú me lo has robado –la miró profundamente a los ojos–. Y huiste a Nueva York con él.
Belinda sonrió.
–El tío Hugh afirmaría que eres tú el ladrón que se ha hecho con todo el patrimonio Wentworth.
–Pero lo que no entendiste es que siempre has tenido la propiedad más valiosa en tu posesión y que mi única intención era recuperar mi corazón.
–Te llevaste la joya de la familia, la mansión de Berkshire.
–La única joya que robé eres tú.
–Entonces, supongo que tendré que cambiar mi nombre a Granville.
–Supongo que sí, si así lo quieres. ¿Te gustaría renovar nuestros votos?
Belinda sintió un nudo en la garganta.
–He sido un desastre en las bodas, por si no lo has notado.
Le dio un beso rápido.
–Lo que importa es que eres una ganadora en el matrimonio.
–Es agradable que pienses eso.
–Apuesto por ello –le dedicó una sonrisa íntima.
–Entonces, sí, me casaré contigo de nuevo.
–La parroquia local será perfecta –se quedó pensativo unos momentos–. Empecé tratando de eliminar la enemistad entre nuestras familias conquistando a los Wentworth. Pero enamorarme de ti será el medio de conseguir eso de un modo mucho más satisfactorio.