Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Damon lanzó una maldición al descubrir vacía la habitación y desaparecida la encantadora criatura con la que había estado.

Podía bajar a buscarla, pero dudaba encontrarla. Además, él jamás anteponía una mujer al trabajo y no iba a empezar a hacerlo ahora.

Sacó una cerveza de la nevera que había en la habitación y la abrió. Se acercó a la ventana y lanzó una mirada al negocio que había ido a examinar y por lo que había tenido que cruzar el Pacífico. La fachada de la agencia de viajes que había heredado de su tío dejaba mucho que desear. Sacudió la cabeza. Ése era el motivo por el que había adelantado el viaje, para echar un vistazo al negocio antes de lo previsto.

Sin embargo, en vez de hacer justo eso, se había permitido que un par de ojos oscuros le distrajeran.

Bonita. Su mente conjuró la imagen de aquella mujer de ojos españoles, como los de su padre, y belleza egipcia, heredada de su madre. ¿Era de extrañar que le hubieran atraído esos mismos atributos aquella noche? Echó un trago, pero el líquido le supo amargo. Había visto morir a la mujer que amaba cuando ella apenas contaba veinticuatro años.

Y había aprendido que la única forma de soportar la pérdida de un ser querido era cerrar su corazón a aquellos que tenía cerca de sí. Plantó la mano en el dintel de la ventana, dejó la cerveza y se dirigió al cuarto de baño a darse una ducha. Tenía que relajar los músculos y deshacerse del aroma de esa mujer. No se arrepentía de lo que había ocurrido, pero tampoco quería pensar en ello. Estaba en Sidney para arreglar el asunto concerniente a su tío; cuando lo hiciera, se marcharía de allí.

 

 

Debido a un resfriado que había agarrado el domingo, Kate llegó con retraso al trabajo el lunes por la mañana. Mal asunto, teniendo en cuenta que el sobrino de Bryce iba a ir al día siguiente, procedente de Dios sabía dónde.

En vez de haber pasado el domingo en la oficina preparándolo todo para que el sobrino de Bryce no pudiera protestar por nada, había estado durmiendo el día entero. O intentándolo. A pesar de haber desconectado el móvil y también el teléfono de casa, el recuerdo de otro hombre le había impedido pegar ojo.

Kate Fielding se había acostado con un desconocido.

Sólo de pensarlo, tembló.

Haciendo un gran esfuerzo, rechazó las imágenes que accedieron a su mente. Mejor concentrarse en sus problemas más inmediatos. Al día siguiente, por la mañana, iba a enfrentarse a un hombre que le desagradaba profundamente, a juzgar por lo que había oído de él, y no iba a darle motivo de quejas.

La súbita muerte de su jefe, con sólo cuarenta y tres años de edad, tres semanas antes, hacía que el futuro de la agencia de viajes fuera incierto. Ella llevaba allí trabajando siete duros años y, por fin, había logrado un puesto de mánager. Ahora, tenía que volver a demostrar su capacidad profesional a un tipo que, casi con toda seguridad, no debía saber nada del mundo de las agencias de viajes; y que, desde luego, no sabía nada de Aussie Essential.

Aparcó el coche en su espacio reservado en el aparcamiento de la agencia de viajes y miró el reloj. Maldición. Agarró el bolso, se limpió la nariz, y cruzó el aparcamiento. Sólo diez minutos de retraso.

Sus zapatos sin tacón sonaron en el asfalto. Mirándose en la luna de la puerta justo al entrar, se tiró de la chaqueta de corte de sastre azul marino y se colocó el cuello. Y, como tenía por costumbre, se pasó una mano por el largo cabello recogido en un moño en la nuca.

–Hola, Deb –sonrió a la última persona que la empresa había contratado y también la única sentada en su escritorio–. ¿Dónde está todo el mundo?

–Hola, Kate. Mmm… –Deb desvió la mirada hacia el amplio despacho, a espaldas de donde se encontraban, que utilizaban como sala para los empleados.

Kate, mientras dejaba el bolso debajo de su escritorio, tuvo un desagradable presentimiento.

–¿No me digas que ya ha venido?

–Ha dicho que había tratado de ponerse en contacto contigo.

–¡Oh, no! –se quejó ella–. Ayer pasé el día durmiendo. Y hoy, como llegaba tarde, he olvidado ver si tenía mensajes.

En ese momento, la nariz le picó y apenas tuvo tiempo de agarrar un pañuelo y contener el estallido. Las pastillas para el resfriado que había tomado hacía un rato no habían logrado disipar el dolor de cabeza ni el malestar general.

–Iba a venir mañana –dijo Kate después de limpiarse la nariz.

–Lo sé –Deb se encogió de hombros–. Ha reunido a todo el mundo. Menos a mí, porque alguien tenía que atender las llamadas.

Kate tiró el pañuelo a la papelera y agarró otro puñado de pañuelos.

–¿Qué? ¿Que ese tipo ha reunido a los empleados?

Ese tipo, por supuesto, era el sobrino que Bryce sólo había mencionado un par de veces, que ella pudiera recordar. Un trotamundos y un aventurero que no se había molestado en ir al funeral, pero que ahora estaba ahí para reclamar su herencia.

Deb asintió.

–Y parece tenerlo todo bajo control.

Ese hombre no tenía derecho a tener nada bajo control. Era ella quien siempre había estado al frente de Aussie Essential Travel cuando Bryce había tenido que ausentarse, y Bryce le había prometido permitirle dirigir la agencia a partir del mes siguiente. Aunque eso, ahora, debía ser irrelevante. No obstante, se las había arreglado muy bien durante las tres últimas semanas. ¿Qué iba a saber el sobrino de Bryce de ese negocio?

–¿Te pasa algo, Kate?

Kate sacudió la cabeza y parpadeó. Después, forzó una sonrisa.

–Bueno, será mejor que entre ahí.

«Cálmate», se ordenó a sí misma. «Demuestra que eres una profesional. Demuéstrale que eres capaz de dirigir la agencia».

Kate agarró un cuaderno y un bolígrafo, y se dirigió hacia la sala en la que estaban reunidos. Abrió la puerta sigilosamente y entró. Los empleados miraban a un hombre con traje oscuro sentado a la cabeza de la mesa. La voz de él era profunda y melódica. Y perentoria.

Kate se puso tensa, lista para defender su posición de autoridad.

Él estaba de perfil, pero se volvió y dejó de hablar en el momento en que la vio, y ella se vio víctima del impacto de aquella mirada. Unos ojos color topacio la dejaron clavada al suelo.

¡No! ¿El hombre con el que se había acostado el sábado por la noche era el sobrino de Bryce? ¿El hombre que detestaba por la mala fama que tenía? Sintió como si se le comprimiera el pecho, y no era a causa del resfriado.

No, no podía ser. Ese hombre afeitado, con un traje de corte exquisito y corbata de seda no podía ser el tarzán que la había besado hasta quitarle el sentido y le había hecho el amor contra la pared… Y, en ese momento, sintió un intenso calor subirle por el cuerpo mientras el resto de los empleados se volvía para mirarla.

«No pierdas la compostura», se dijo a sí misma.

Kate respiró hondo y asintió a modo de saludo. Lo que tenía que hacer era sentarse en la silla más cercana, acaparar la menor atención posible y tratar de recuperar el control de sí misma.

Se dirigió a la única silla vacía que, por desgracia, estaba justo al lado de la que ocupaba Damon Gillespie, a su derecha. No tenía importancia, Damon Gillespie no la reconocería.

Para colmo de males, él esperó a que se sentara para seguir hablando, lo que la hizo el centro de atención.

–Perdonen la interrupción… –se disculpó ella en apenas un susurro. Pero, al instante, se maldijo a sí misma por pedirle disculpas a un hombre que representaba todo lo que ella despreciaba. Era él quien debería disculparse.

–Buenos días, señorita…

Kate alcanzó la silla, se sentó y, con dedos temblorosos, dejó el papel y el bolígrafo encima de la mesa. Y volvió a oler aquella loción de afeitado…

Se agarró las manos y evitó mirarle a los ojos al responder:

–Kate Fielding.

–Ah. Kate –él asintió–. Damon Gillespie. Ayer no pude ponerme en contacto contigo. ¿Una noche de sábado ajetreada?

El tono de voz sugería que sabía lo del sábado. ¿O eran imaginaciones suyas?

Por suerte, Damon Gillespie no esperó respuesta y continuó hablando; entonces, les informó que, durante los próximos dos días, iba a entrevistar a cada uno de los empleados por separado. Kate se puso a tomar notas de la reunión; más que nada, por mantenerse ocupada. Pero le temblaban tanto las manos que, al final, tuvo que dejarlo.

Damon Gillespie se tiró de los puños de la camisa blanca y plantó las manos encima de la mesa. Unos dedos fuertes, grandes y de uñas cortas. Kate trató de apartar la mirada, pero no lo consiguió. El recuerdo le asaltó. Esos dedos acariciándola, encontrando los puntos erógenos…

El pulso se le aceleró y se mordió el labio inferior. ¿Por qué le traicionaba el cuerpo de esa manera?

Salió de su estupor al oír su nombre. Accidentalmente, tiró el bolígrafo al suelo y se dio cuenta de que él la estaba observando, a la espera de una respuesta.

–Yo… perdona, ¿puedes repetir lo que has dicho?

No sabía si él la había reconocido; quizá no, debido al disfraz. Aunque había que contar con el pequeño lunar debajo del ojo izquierdo y con el hecho de que el velo era bastante transparente.

Damon recogió el bolígrafo del suelo y no pudo evitar fijarse en los bonitos tobillos de ella antes de dejarlo encima del cuaderno de notas. La oscura mirada de Kate chocó con la suya momentáneamente antes de darle las gracias.

–He preguntado si hay alguien a quien tengo que darle las gracias personalmente por haberse encargado del funeral. Como supongo que sabes, Bryce y yo no teníamos más familia.

–Sí, lo sabía –los ojos de ella parecieron mostrar compasión unos instantes.

«No necesito la compasión de nadie», le aseguró él con una silenciosa y firme mirada.

Entonces, Kate apartó los ojos de él, como arrepentida del pequeño lapsus. Después, la vio enderezar el cuerpo antes de hacer una anotación en el cuaderno. A continuación, con voz gélida, la oyó decir:

–Tengo todos los detalles en casa. Y también la lista de las personas que asistieron al funeral.

Kate había enfatizado las últimas palabras, como reprochándole no haber estado presente en el funeral. Y él no se molestó en explicarle que se había enterado de la muerte de Bryce hacía solo unos días.

–Gracias, Kate. Te llamaré por teléfono más tarde –Damon le dedicó una sonrisa, pero Kate se negó a mirarle.

Damon volvió el rostro, miró a todos los presentes y, sonriendo, dijo:

–Gracias a todos. Creo que, de momento, no tengo nada más que decir. En cuanto a Aussie Essential Travel, no tenéis por qué preocuparos. Estoy seguro de que, entre todos, salvaremos los obstáculos.

Los empleados se marcharon de la sala. Kate fue a ponerse en pie, pero él le puso una mano en la suya, reteniéndola.

–Quédate un momento, Kate –Damon no apartó la mano, le gustaba la sensación de los suaves dedos de ella bajo los suyos, a pesar de estar cerrados en un puño.

Damon se recostó en el respaldo del asiento. Kate le miró con expresión seria. Esa Kate conservadora con el pelo negro recogido en un tirante moño y esos extraordinarios pechos ocultos bajo la chaqueta del traje azul marino no era una seductora oriental. Incluso el sencillo nombre, Kate, conjuraba una imagen completamente diferente que Shakira. ¿Doble personalidad?

¿Una doble vida quizás?, se preguntó mientras la observaba.

–Me han dicho que Bryce y tú eráis amigos.

–Sí –Kate se miró la mano, bajo la de él; entonces, la apartó rápidamente y la dejó en su regazo, al lado de la otra. Levantó la cabeza y sus ojos lanzaron destellos gélidos–. Era un jefe generoso que se preocupaba pro sus empleados. Un auténtico caballero.

En fin, el último comentario le excluía a él, a juzgar por la expresión de ella. Desde luego, no se había portado como un auténtico caballero el sábado por la noche.

No obstante, Kate había disfrutado en todo momento. Y él no pudo evitar sonreír.

–¿Qué te hace tanta gracia? –preguntó Kate en tono de reproche–. Deja que lo adivine. Acaban de regalarte un negocio, ¿es eso?

Aún sonriendo, Damon pensó que, enfadada, era magnífica.

También estaba completamente equivocada. Él no quería un negocio que se estaba hundiendo, ya tenía suficientes problemas.

–Ha fallecido hace sólo unas semanas –añadió Kate en un ronco susurro–. ¿Es que no respetas nada?

Los músculos del rostro de Damon se tensaron.

–El respeto no tiene nada que ver con esto, Kate. La vida continúa.

Kate parpadeó y luego estornudó. Agarró una caja de pañuelos que había encima de la mesa.

–Es evidente que no sentías gran cosa por Bryce –dijo ella, limpiándose la nariz.

–Vivíamos en la misma casa cuando yo era pequeño. Bryce era nueve años mayor que yo. Era como un hermano para mí.

–¿Y cuánto hace de eso?

Años.

–En estos momentos, vivo en Estados Unidos, pero estábamos en contacto por Internet y teléfono –por lo general, cuando Bryce necesitaba dinero.

Kate debía haberlo pasado mal las dos últimas semanas, pensó él. Además, no parecía encontrarse muy bien.

–Estás enferma. Vete a casa y tómate el resto del día libre –sugirió él con voz queda–. Te llamaré luego.

Kate se lo quedó mirando como si tuviera dos cabezas.

–¿Quién eres tú para decirme que me tome el resto del día libre? No he faltado al trabajo ni un sólo día en tres años. Soy la más antigua de los empleados, no puedo eludir mis responsabilidades. Puede que se me necesite.

Damon asintió. Admiraba su entrega. La mayoría de los empleados aprovecharían la ocasión y saldrían corriendo a meterse en la cama.

–Está bien. Pero si cambias de parecer, nadie te lo va a reprochar.

Kate se puso en pie con la caja de pañuelos y el cuaderno en las manos.

–Me lo reprocharía yo.

–Vamos, no seas tan dura contigo misma –le aconsejó Damon al tiempo que, quitándole el cuaderno, le anotaba su número de teléfono móvil–. De momento, me hospedo en casa de Bryce, por si me necesitas para cualquier cosa.

–Estoy segura de que no será necesario –respondió ella con voz gélida–. Puedo arreglármelas sola.

Damon la miró a los ojos.

–No tengo ninguna duda al respecto. Pero… por si a caso.

Damon la vio partir. Después, echó un vistazo para ver si tenía algún mensaje, hizo un par de llamadas y salió por la puerta posterior. Entonces, abrió su BMW y se sentó, sin moverse, unos momentos.

–¿En qué lío me has metido, Bry? –dijo en voz alta, mirando las oscuras nubes. Hacía dos años, había inyectado una considerable cantidad de dinero en el negocio de Bry. Según su tío, un préstamo de seis cifras. ¿Dónde había ido a parar ese dinero?

El día anterior, después de que el portero del edificio donde vivía Bryce le diera las llaves, había ido a la oficina a echar un vistazo a la contabilidad. Se arrepintió de haberlo hecho. Pero si cerraba el negocio, seis empleados se irían a la calle, y eso no le gustaba nada. Al fin y al cabo, su especialidad era salvar negocios.

La cuestión era si quería emplear tiempo y energía, además de invertir dinero, en una agencia de viajes en Sidney.

Se había criado en aquella ciudad. Había pasado la mayor parte de la adolescencia con su abuela. A la tierna edad de cinco años, le habían dicho que él había sido un accidente, y no le habían permitido olvidarlo… Hasta que su abuela se puso firme y se lo llevó a vivir con ella y con su hijo, el hermano menor del padre de él, mientras sus padres perseguían tornados por Estados Unidos.

La última vez que había visto a sus padres fue en el funeral de su abuela hacía diez años. Ahora, no tenía idea de dónde estaban y no le importaba en absoluto.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

–Habría venido de haberlo sabido, Bry.

Pero cada uno había llevado su propia vida. En cuanto a él, cuando no estaba ocupado con su empresa de Internet, lo estaba con sus saltos BASE, su obsesión.

Y ahora había heredado un negocio que no quería, pero se sentía obligado a sacarlo a flote. Y también se sentía atraído hacia una mujer que parecía despreciarle, a pesar de la pasión que había mostrado la noche del sábado.

Pero la hostilidad de Kate hacia él tenía que ver con el negocio. Debía sentirse despojada de autoridad, y le culpaba a él de ello. No obstante, si Kate era la empleada de más antigüedad, él necesitaba su apoyo para darle la vuelta al negocio. Tenía que congraciarse con Kate.

Quizá debiera invitarla. ¿Le gustaría la pizza?