Capítulo Ocho

 

 

 

 

 

Cuando Damon volvió a la suite al cuarto de hora, Kate ya estaba dormida: tumbada en la cama, con la falda retorcida a la altura de los muslos y la blusa parecía estar estrangulándola. A pesar del ventilador, tenía el rostro y el cuello bañado bañados en sudor.

No podía dejarla así.

–Kate…

–Déjame –dijo ella medio dormida.

Damon comenzó a desabrocharle los botones de la blusa. Involuntariamente, clavó los ojos en el ombligo de Kate. No vio ningún rubí.

Reprimiendo su excitación, continuó desnudándola. Le bajó la falda hasta quitársela. Entonces, la cubrió con una fina sábana.

El sonido de un teléfono le sobresaltó. Agarró el bolso de Kate, sacó el móvil y se lo llevó al oído.

–Éste es el teléfono de Kate Fielding.

–¿Quién es usted? –le preguntó alguien con voz áspera.

–Soy Damon Gillespie.

–¿Qué está usted haciendo en la habitación de mi hija? ¿Y qué hora es ahí?

–Son las doce de la noche –las tres de la madrugada en Sidney. ¿Cómo era que el padre de Kate le llamaba a esas horas?–. Llegamos con retraso. Kate se dejó el móvil en el mostrador de recepción, yo lo agarré y se me ha olvidado dárselo.

–Katerina no nos ha llamado para avisarnos de que había llegado bien.

–Sí, bueno, estamos en Bali y todo está bien. Su hija debe estar durmiendo ya, en su habitación, así que no quiero ir a despertarla. Mañana por la mañana, cuando la vea, le diré que ha llamado. Buenas noches –Damon cortó la comunicación y dejó el teléfono en la mesilla de noche para que ella pudiera verlo al despertar.

Katerina. Exquisito. Desconocía muchas cosas sobre Kate.

 

 

Kate se despertó lentamente. Damon había pasado la noche ahí, su olor impregnaba las sábanas. El reloj de Damon estaba al lado de su móvil, encima de la mesilla de noche. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar que habían dormido juntos.

Al cambiar de postura, se le bajó la sábana y lanzó un quedo gemido. Estaba sin falda y con la blusa desabrochada.

Otro escalofrío. Damon. Damon la había desnudado. Había deslizado esas manos grandes por sus caderas y le había quitado la falda. Le había visto los pechos al desabrocharle la blusa. La idea de él viéndola así, mientras dormía, la hizo sentirse sumamente vulnerable.

Y ahora… no le veía por ninguna parte.

Igual que Nick, que la había traicionado y la había humillado con otra mujer mientras ella dormía. El verdadero motivo de su separación.

Y también el motivo por el que ella siempre dormía sola, por lo que no quería intimar con nadie. Y esa vulnerabilidad la había aislado, la había relegado a la soledad. Pero… ¡No, no quería lo que Rosa tenía, no quería hijos ni un hombre que la amara por encima de todo!

Se levantó de la cama. Tenía que arreglarse y estar presentable, lista para ponerse a trabajar.

Se dio una ducha rápida, apenas fijándose en el lujo que la rodeaba. Se secó el pelo a medias, dejándoselo suelto. Se cepilló los dientes, se maquilló y se puso un vestido de verano verde lima con un estampado de pequeñas margaritas. Después, agarró su ordenador portátil.

Al salir, notó que las cosas de Damon estaban al lado de un sofá, donde parecía haber pasado, al menos, parte de la noche. Lo que significaba que… quizá no fuera responsable de lo de la suite. ¿O se debía a que ella había estado fuera de… combate? ¿Qué habría pasado si no se hubiera puesto mala?

«Lo sabes muy bien», se respondió a sí misma en silencio.

Pasó por una piscina entre una exuberante vegetación tropical, pero no vio a Damon bañándose. El aroma que salía de un restaurante al aire libre le tentó, pero antes tenía que encontrar a Damon.

Lo vio en el gimnasio, a través de la pared de cristales. Estaba desnudo de cintura para arriba, con pantalones de ciclista negros de licra, montado en una bicicleta estática. El sudor le bañaba el rostro y lo que se podía ver de su cuerpo. Damon estaba de perfil y, por eso, no la vio, lo que le dio la oportunidad de observarle a sus anchas. Se fijó en los músculos de los muslos y los brazos.

Mientras le miraba, Damon se bajó de la bicicleta y se acercó a un banco. Allí, le vio pasarse una toalla por la cara y sonreír a alguien. Kate siguió la mirada de él. Una mujer. Alta, rubia y atractiva. Damon y la rubia se acercaron el uno al otro y se pusieron a hablar, pero Kate no pudo oír la conversación.

¡Increíble! Acababan de llegar y Damon ya estaba charlando con uno de los huéspedes del hotel. Igual que Nick.

El corazón se le encogió. Hizo un enorme esfuerzo por contener la ira y la humillación que amenazaban con apoderarse de ella.

Damon y la rubia aún estaban hablando cuando Kate se sentó a una mesa en un rincón del restaurante al aire libre. Entonces, encendió el ordenador.

Damon apareció en el restaurante veintisiete minutos después, con una camisa abierta, con el pecho brillándole por el sudor.

–Hola, Kate. ¿Cómo te encuentras?

Kate le lanzó una rápida mirada.

–Buenos días –tras el saludo, continuó tecleando.

–¿Te pasa algo?

–No, nada. Supongo que me sentó mal algo que comí.

Damon le agarró una muñeca. El calor de esos dedos le subió por el brazo.

–¿Qué haces?

–Trabajar. Tú también deberías estar trabajando –Kate se miró el reloj–. Son las once.

Con el ceño fruncido, Damon se sentó.

–¡Por el amor de Dios, Kate! Anoche estabas fatal, no seas tan dura contigo misma. Y otra cosa, ¿qué esperabas que estuviera haciendo la primera mañana que pasamos aquí?

–Por ejemplo, podrías estar averiguando qué es lo que ha pasado. O podrías estar presentando una queja respecto a lo de la suite.

Damon arqueó una ceja.

–¿Qué te hace pensar que no lo he hecho ya?

–Me ha parecido verte muy ocupado en el gimnasio.

A él pareció escapársele la indirecta.

–Anoche hablé con el manager. Se supone que el problema estará resuelto hacia el mediodía.

–Ah –¿por qué, de repente, sentía tan profunda desilusión?

–Bueno, entonces… ¿te encuentras ya bien? –volvió a preguntarle Damon.

–Sí. Debí vomitar lo que me hizo daño.

–En ese caso, voy a por algo de alimento para los dos –Damon se puso en pie.

Pero ella sacudió la cabeza.

–No tengo hambre.

«El enfado me impide comer, por irracional y ridículo que sea».

–Algo suave. Tienes que comer.

Al cabo de un momento, Damon volvió con una bandeja. Le llevó té verde, un panecillo y una manzana. Él había elegido unos bollos y una fragante taza de café.

–Kate, éste no es lugar para trabajar. Supongo que lo que te pasa es que estás enfadada por lo de la habitación.

Despacio, Kate apagó el portátil y lo cerró.

–Si, como has dicho, el problema de la habitación está solucionado, estupendo –Kate agarró la taza de té y se la llevó a los labios.

–Entonces, si no estás enfadada por lo de la habitación, ¿qué te pasa? No me apetece pasarme una semana entera con una mujer tensa, inflexible y poco comunicativa, como estás ahora…

Tensa y poco comunicativa, de acuerdo. Pero… ¿inflexible?

–¿Me estás llamando inflexible? ¿Quién eres tú para decir que soy inflexible? ¿Acaso no he ido en contra de mi voluntad para hacer lo que tú querías? ¿No es por eso por lo que estoy aquí, en Bali? ¿Porque tú quieres que tus empleados tengan experiencia del producto que ofrecen? –Kate dejó la taza encima de la mesa y se puso en pie–. Si quieres que hablemos abierta y honestamente, predica con el ejemplo.

Damon iba a agarrarle el brazo para detenerla, pero se lo pensó mejor. Nunca había ido detrás de una mujer y se negaba a hacerlo ahora. La vio alejarse con la cabeza muy alta y la espalda muy derecha. Sí, claro que estaba tensa. Pero había conseguido dejarle muy claro lo disgustada que estaba.

Lo malo es que ella le gustaba. Le gustaba mucho. Le gustaba su forma de pensar y que se preocupara por los demás. Era una mujer responsable, digna de confianza y… flexible. E iría a buscarla cuando los dos pudieran hablar con calma… y a él se le quitara el nudo que sentía en la garganta.

Diez minutos más tarde, llamó a la puerta de la suite y luego entró. Encontró a Kate en la terraza, mirando al mar. La brisa le revolvía el cabello.

Se la veía pequeña y vulnerable, y el vestido con las margaritas la hacía parecer muy joven.

–Kate…

Como ella no se movió, él se acercó y se detuvo a unos pasos a espaldas de Kate.

–Mírame, Kate.

Por fin, Kate se volvió, sin rastro de la vulnerabilidad que había creído ver en su postura. Lo que sí vio fue brillo en sus ojos. ¿Enfado? ¿Pesar? ¿Orgullo quizá? No sabía qué era, pero le angustiaba.

Posó los ojos en los pechos de ella, en la estrecha cintura, en las bien torneadas piernas… Y, a pesar de la fresca brisa, la sangre le hirvió.

Con un esfuerzo, la miró a los ojos.

–Te deseo, Kate.

Ella sacudió la cabeza, secándose las lágrimas.

Damon no pudo evitarlo, recorrió la pequeña distancia que los separaba y la estrechó en sus brazos.

–No –Kate luchó por zafarse de él–. No, esto no va a solucionar nada.

Damon le secó las lágrimas y la miró fijamente a los ojos.

–Todo va a salir bien, Kate, haré lo que esté en mi mano para que así sea. Pero, por favor, dime qué es lo que pasa.

Entonces, Damon le cubrió los labios con los suyos… y se dio cuenta de que Kate le deseaba tanto como él a ella. Durante unos segundos, saboreó su boca, la dulzura de su lengua… Pero Kate, de repente, se apartó de él con brusquedad.

–No, lo único que tú quieres es sexo.

–Hablando honestamente y con sinceridad, eso es lo que queremos los dos –declaró él con calma, con absoluta certeza.

Con expresión indignada, Kate respiró hondo y le clavó un dedo en el pecho.

–Los tipos como tú piensan que el sexo lo soluciona todo.

Damon sonrió, consciente de que parte del enfado de ella se había evaporado, ya que su voz había perdido dureza y se había tornado más ronca.

–¿Qué quieres decir con eso de «los tipos como yo»?

–Me refiero a los tipos que… ¡Sabes muy bien a qué me refiero!

Damon encogió los hombros y recibió una mirada asesina.

–No, no sé a qué te refieres.

Kate continuó mirándole como si quisiera estrangularle. Entonces, arriesgándose a que realmente lo hiciera, alargó una mano y le acarició la mejilla.

–Si crees que lo único que quiero de ti es sexo, te equivocas, Kate.

Kate lanzó una significativa mirada a la abultada entrepierna.

–Eh, yo no he dicho que no quisiera sexo, sino que no era lo único que quería de ti –quizá, el hecho de que Kate pudiera ver lo excitado que estaba físicamente, podía resultar ser ventajoso para él–. Es más, voy a demostrártelo.

–¿Sí? –dijo ella con cinismo–. ¿Y cómo piensas demostrármelo?

–No acostándome contigo.

Eso la dejó confusa, lo que a él le produjo un cierto tipo de satisfacción. La vio parpadear, tratando de ocultar su desilusión.

–Yo no he…

–O lo uno o lo otro, Kate.

La vio cerrar la boca, darse media vuelta y quedarse mirando al mar al tiempo que se cruzaba de brazos. Kate no era la única desilusionada.

–Bueno, voy a darme una ducha –dijo él–. Después, vamos a tener una pequeña charla. Y, a continuación y si te apetece, iremos a dar un paseo. O a bañarnos en la piscina, o lo que sea.

Kate no se volvió cuando preguntó:

–¿Es ésa la actividad que propones para este día?

No, en absoluto.

–Haremos lo que a ti te apetezca –respondió él dándose la vuelta.

Damon fue hasta el sitio donde tenía el equipaje y agarró unos pantalones cortos y una camiseta.

–¿Y qué hay de los deportes de alto riesgo y de las aventuras de las que tanto hablabas?

Se quitó las zapatillas de deporte.

–Has estado mala. Hoy quiero que descanses y te recuperes. Podemos bañarnos en la piscina, como actividad deportiva del día. Ah, y antes de que se me olvide, una huésped del hotel me ha preguntado por ti cuando estaba en el gimnasio –Damon comenzó a andar hacia el cuarto de baño–. Te vio marearte en el vestíbulo del hotel anoche y me ha pedido que te diga que, si no te fías de los médicos de aquí, ella es médico y tiene su consulta en Perth. Está en la habitación treinta y tres.

Kate oyó la puerta del cuarto de baño cerrarse. Así que la rubia era médico. Ahora sí que se sentía como una idiota.

Damon no era Nick. No se parecía en nada a Nick.