Capítulo Once

 

 

 

 

 

Damon estaba adormilado cuando oyó el repiqueteo de unas campanas. Abrió los ojos. Su aún medio erecto miembro se irguió. Tragó saliva.

–¿De dónde has sacado eso?

–En este hotel se puede encontrar prácticamente de todo –dijo ella–. Incluso disfraces.

Tocó los diminutos discos de bronce del sujetador y los dejó repiquetear.

Kate se acercó al equipo de música y puso un CD. Una sensual música árabe comenzó a sonar.

Con los ojos fijos en los de Damon, comenzó a mover las caderas y el vientre al ritmo de la música.

Los ojos de Damon le comunicaron lo mucho que le gustaba lo que estaba viendo. Él tenía razón, sentirse libre era maravilloso. Ese día había conseguido hacer cosas que jamás había imaginado que podría hacer. Quizá estaba preparada para arriesgar más en la vida.

–Basta. Ven aquí –dijo Damon con impaciencia.

–De acuerdo. Pero lo haremos a mi manera.

Por primera vez en la vida, quería llevar las riendas. Siempre había hecho lo que los demás querían que hiciera. Siempre tratando de complacer a todos.

Kate se subió a la cama y abrió los pliegues de la falda para enseñar que no llevaba bragas, y se montó encima de él.

Se desabrochó el sujetador con diminutas campanillas y platillos, se lo quitó, lo dejó caer en la cama y permitió que Damon paseara la mirada por sus pechos desnudos. Pero fue eso todo lo que le permitió.

–Nada de manos –le recordó ella.

–Condones…

–Ni condones. Quiero sentirte dentro. Y no te preocupes, estoy tomando la píldora.

Damon asintió y se quedó esperando a que ella se moviera.

Kate le sujetó las muñecas, bajó la cabeza para saborearle. Le besó todo el pecho, sintió los latidos de su corazón con los labios y le encantó cómo el vello del torso de él le cosquilleaba la nariz.

–Por el amor de Dios, Kate, me estás matando.

–Quieres decir que Shakira te está volviendo loco.

Damon sacudió la cabeza.

–No, Kate es quien está volviéndome loco.

–Vamos, cielo, ya está bien de fantasías. ¿Cómo se desabrocha esto? –Damon tiró del cierre y la falda se abrió, dejándola expuesta a su mirada–. Con quien quiero hacer el amor es con Kate.

Damon le cubrió los pechos y le pellizcó los pezones. Ella se abrió a él.

Le miró a los ojos, Damon le sostuvo la mirada con calma, y sintió su unión.

Esa sensación de unión más allá de lo físico solo duró unos instantes, pero Kate se dio cuenta de que era algo peligroso. Un hombre como Damon no podía enamorarse de ella, no quería algo más profundo de lo que había entre ellos. Su temeridad la había llevado a encontrarse en esa situación; sin embargo, se revolvió el cabello con las manos, alzó las nalgas y volvió a descender, absorbiéndole. Y otra vez. Y otra, y otra, y otra… hasta que vio enturbiarse los ojos topacio de Damon.

 

 

El avión tomó tierra en Sidney por la mañana. Kate agarró la chaqueta del traje y se calzó mientras el avión se dirigía despacio a la terminal.

–¿Te apetece que paremos a desayunar antes de ir a casa?

Kate continuó mirando por la ventanilla, negándose a mirarle a él. Pero sabía lo que vería: una sensual barba incipiente, que le gustaba sentir en su propia piel.

–No, no tengo hambre –«comer algo me haría pensar en los desayunos compartidos en la cama»–. Tengo que deshacer el equipaje y lavar ropa.

–Y supongo que llamar a tu familia, ¿no?

–De hecho, mañana por la mañana voy a tomar un avión a Coffs Harbour –dijo Kate, consciente de la frialdad de su tono de voz–. Mis padres y Rosa han ido allí a celebrar las bodas de plata de mi tía abuela y de su marido. Esperan que yo aparezca en algún momento este fin de semana.

Pero era mentira, sus padres no esperaban su asistencia a la fiesta porque creían que aún seguía fuera del país.

Damon salió del avión y ella le siguió.

Al poner el pie en el escalón, detrás de Damon, éste se volvió hacia ella. Dos escalones más abajo, mientras descendían, hizo que estuvieran a la misma altura. Damon se inclinó hacia ella, mirándola fijamente a los ojos.

–Tengo la impresión de que quieres que te deje sola. Si es así, quizá sería mejor que tomáramos dos taxis, que fuéramos cada uno por separado.

De repente, a Kate se le hizo difícil respirar.

–Mi casa pilla de camino de la de Bryce. No tiene sentido que tomemos dos taxis.

–No voy a volver a casa de Bryce –declaró Damon alzando ligeramente la barbilla–. Tengo que estar en otro sitio.

Kate vio algo en la mirada de Damon que no había visto antes.

Se trataba de una persona, pensó agarrando con más fuerza la maleta. Movió los pies en el escalón, nerviosa.

Entonces el tacón se le enganchó en una de las hendiduras del escalón y luego se cayó.

 

 

Damon se pasó una mano por la mandíbula mientras observaba a Kate. Una ambulancia les había llevado al hospital para que la examinaran. Le habían informado de que Kate sólo tenía una pequeña contusión y un esguince en el tobillo; por lo demás, estaba bien.

En ese momento, Kate estaba dormida. Y, aunque no podía verlo, tenía un chichón en la cabeza.

Al ver a Kate desmayada al pie de la escalera…

¿Se había enamorado de Kate?

La idea le golpeó con fuerza. No quería enamorarse. No sabía qué hacer con un sentimiento como el amor.

No sabía cómo amar.

Se levantó de la silla y comenzó a pasearse por la sala del hospital, el eco de sus zapatos resonando al ritmo de los latidos de su corazón. No era el hombre apropiado para ella. La misma Kate lo había dicho, eran demasiado distintos. Lo que tenía que hacer era sacar a flote el negocio que había heredado de Bry cuanto antes y marcharse de allí.

Se acercó a la ventana del quinto piso, se asomó y clavó la mirada en el puerto. Después, en las ajetreadas calles, y sintió una familiar subida de adrenalina. Necesitaba una distracción, algo que le quitara a Kate de la cabeza. Necesitaba volar en ala delta. Y pronto. Tan pronto como Kate estuviera mejor.

Le cosquilleó la nuca y, al volverse, vio que Kate le observaba. No quiso analizar la mirada de ella ni pensar en su propia reacción al sorprenderla contemplándole.

–Vaya, ya te has despertado –Damon cruzó la sala, se acercó a ella y le tomó la mano, pequeña y frágil–. ¿Cómo te encuentras?

–Como si me hubiera pasado una apisonadora por encima.

–No me sorprende.

–Mis preciosos zapatos nuevos…

Damon no pudo evitar una sonrisa.

–Tienes una contusión y un esguince en el tobillo… ¿y sólo te preocupan tus zapatos?

–Nunca había tenido unos zapatos como esos.

–Pues lo siento, pero el izquierdo está destrozado. Te compraremos otros.

Kate sacudió la cabeza.

–¿Qué hora es? –preguntó ella, e hizo una mueca de dolor al intentar incorporarse.

–Tranquila –Damon le ajustó la almohada para ayudarla a levantar el cuerpo–. Son más de las tres.

–¿Y llevas aquí desde esta mañana? –preguntó ella con el ceño fruncido.

–¿Dónde iba a estar si no?

Damon le soltó la mano y ella, con el ceño fruncido, preguntó:

–¿No habías dicho que tenías que irte?

–Da igual. ¿Y tus padres? ¿Quieres que les llame para que les cuente lo que ha pasado y decirles que no vas a poder ir?

–No. No quiero preocuparles. Déjalo, ya les llamaré mañana –Kate respiró hondo–. Además, te he mentido, no tenía que ir a Coffs Harbour mañana. Siento lo que ha pasado en el aeropuerto.

Damon se la quedó mirando en silencio. ¿Por qué le había mentido? ¿Porque no quería estar con él o porque tenía miedo de estar con él?

–No tiene importancia –dijo Damon por fin.

Damon alzó la cabeza en el momento en que una atractiva doctora, con generoso escote y falda corta debajo de la bata blanca, se detenía al pie de la cama.

Y la sonrisa que la médico le lanzó fue irresistible.

–Buenas tardes. Soy Rosemary Andrews, la médico de turno.

Damon le devolvió la sonrisa.

–¿Qué tal, Rosemary? Yo soy Damon Gillespie.

Ella le miró unos segundos más de lo necesario antes de volver su atención a Kate.

–¿Qué tal, Kate, cómo te encuentras? –preguntó mientras examinaba las pupilas de Kate con una pequeña linterna.

–Me duele el tobillo cuando lo muevo.

–¿Y el golpe en la cabeza? ¿Ves borroso? ¿Dolor de cabeza, náuseas?

–No.

La médico apagó la linterna.

–Puedo darte el alta siempre y cuando alguien esté contigo en la casa.

–Vivo sola.

–Ah –la médico lanzó una rápida mirada a Damon–. En ese caso, permanecerás…

–Yo me encargaré de ella –interrumpió Damon.

Rosemary parpadeó antes de contestar:

–Necesita que alguien esté pendiente de ella al menos durante un día.

–No hay problema.

–En ese caso, me encargaré del papeleo.

Kate siguió a la médico con la mirada, y el ceño fruncido.

–Damon, me parece que no…

–No discutamos, ¿de acuerdo? –le cortó él–. Tu familia está fuera y tú necesitas descansar.

 

 

Kate no había tenido intención de dormirse. Habían ido en taxi a recoger el coche de Damon, en casa de Bryce. Ignorando sus protestas, Damon se había negado a parar en casa de ella.

–¿Dónde estamos?

–A una hora al norte de Sidney, cerca del río Hawkesbury.

Kate volvió la cabeza y se quedó mirando una magnífica casa entre los árboles. La construcción se levantaba al borde de una empinada cuesta, era de madera y cristal, con el sol del atardecer reflejándose en los ventanales. Aunque austera en cierto modo, la madera era cálida como la miel y se incorporaba maravillosamente al paisaje.

Abrió desmesuradamente los ojos al ver a Damon subir por el empinado camino antes de parar el coche al lado de un corto sendero de tierra.

–¿Qué es esto?

–El sitio donde vas a pasar los próximos dos días. ¿Cómo te sientes?

–Bien –lo estaría cuando el tobillo dejara de dolerle y la leve jaqueca desaparecieran.

–Ya, vale –Damon no la creyó–. Espera aquí.

Damon se bajó del coche, lo rodeó y abrió la puerta de ella. De repente, olió a campo y a madera quemada. Entonces, Damon la levantó y la llevó en brazos hasta la puerta de la casa, que se abrió antes de que él llamara.

Una mujer más bien redonda y de poca estatura, con una mata de cabello cano y vivos ojos azules les recibió. Detrás de ella, había un hombre alto, encorvado y delgado, ya entrado en años.

–Hola, Jenny –dijo Damon con familiaridad; después, asintió en dirección al hombre–. ¿Qué tal, Leigh?

Jenny sonrió a Kate.

–Tú debes ser Kate, ¿verdad?

–Kate, te presento a Leigh y a Jenny Charlesworth, unos buenos amigos míos.

Kate también sonrió; no obstante, quería que Damon la soltara y dejara de tratarla como si estuviera inválida.

–Encantada de conoceros. No me gustaría molestaros. Damon…

–¿Molestarnos? –Jenny abrió los ojos y pareció querer seguir hablando, pero calló al ver el gesto de Damon.

Kate se sintió confusa. Quería hablar con Damon a solas, preguntarle por qué estaban allí, abusando de la hospitalidad de esa gente, pero él no le dio la oportunidad de hacerlo. Entró en la casa como si fuera suya mientras charlaba con Jenny, que les siguió.

Kate vio de pasada una chimenea encendida.

Damon se detuvo delante de la primera puerta, a escasos metros de la sala principal. Había llamado por teléfono antes de ir y, gracias a Jenny, las cortinas estaban echadas, la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida y la cama hecha.

Damon la dejó sentada en la cama. Después, con cuidado, le quitó unos zapatos que había sacado de la maleta de ella en el hospital.

–Métete en la cama. Ahora, dentro de un poco, te traeré el equipaje.

–¿Por qué me has traído aquí? –le preguntó ella en voz baja–. No conozco a esta gente.

–Pero yo sí –Damon le subió las piernas a la cama y la tapó con el edredón–. Hablaremos luego; ahora, necesitas descansar. Vendré a ver cómo estás durante la noche.

–Pero…

Damon le selló los labios con un dedo.

–Luego hablaremos.

Entonces, Damon disminuyó la intensidad de la luz de la lámpara, le dio un beso en la frente y se marchó.

Encontró a Jenny y Leigh en la cocina, tras seguir el rumor de sus voces y el olor a pan recién hecho. Jenny lo estaba sacando del horno cuando él entró.

–¿Ya está más tranquila? –Jenny se quitó los guantes guateados, rodeó la mesa y le dio otro abrazo.

–No sé si tranquila, pero está en la cama, donde puedo echarle un vistazo.

–Uno o dos, me parece a mí –comentó Jenny apartándose de él y lanzándole una significativa mirada.

–No quiero que mis empleados me denuncien –dijo él, guiñando un ojo a Leigh para evitar la mirada de Jenny y, al tiempo, pellizcando un trozo de pan.

Jenny le dio un manotazo.

–Espera a la cena. He preparado un buen guiso. Cuando hace dos semanas viniste aquí, no mencionaste a ninguna chica. Después de la cena, tú y yo vamos a tener una buena charla.

–Yo, que tú, obedecería –le dijo Leigh.

–¿Como haces tú? –dijo Jenny mirando furiosa a su marido.

Pero Damon vio amor en sus miradas, amor incondicional. ¿Qué era lo que mantenía a esas dos personas juntas después de más de veinte años? Eran completamente lo opuesto en todo. Siempre había sido así, desde que los conocía, cuando era un escuchimizado adolescente. Jenny había sido la vecina de su abuela y, como no tenía hijos, se había interesado por el bienestar su tío y de él; sobre todo, de él.

Así que se sentaría a charlar con ella, con los dos, como ella le había ordenado. La idea le puso nervioso. Jenny era una mujer muy perceptiva y tenía miedo de que viera cosas que ni él mismo había descubierto aún. Algo que no quería reconocer.