Capítulo Doce

 

 

 

 

 

Kate, adormilada, sentía calor y un bienestar que hacía mucho no sentía. Se arrebujó debajo del edredón y se acercó al foco de calor.

Y sintió la resistencia de alguien cálido y sólido tumbado a su lado. Abrió los ojos. Damon. Encima del edredón y profundamente dormido, vestido y con una manta de lana por encima. A la luz del amanecer, contempló sus pestañas, sus cabellos revueltos y la sombra en la mandíbula. Pero tenía el ceño arrugado, lo que significaba que no estaba cómodo.

Una extraña sensación le recorrió el cuerpo. En contra de la voluntad de ella, Damon había dormido en su cama. Sin embargo, no sentía la vulnerabilidad que había temido sentir. Se sentía a salvo, protegida. Mimada. Y todos sus temores sobre ese tipo de intimidad se disiparon. Damon estaba ahí, a su lado, y era maravilloso.

Damon. ¿Cómo podía haberse enamorado de él tan rápidamente, sin pensar en las consecuencias? Un hombre que no era bueno para ella. Un hombre que no permanecía nunca en el mismo sitio por mucho tiempo. Un hombre que no quería lo que ella quería y a quien apenas conocía.

Pero le encantaba su entusiasmo, sus ganas de vivir, el hecho de que hiciera lo que a él le parecía moralmente bien y al demonio lo que opinaran los demás. La había hecho mirarse a sí misma de forma diferente, la había obligado a salir de sí misma y le había enseñado que el trabajo no lo era todo en la vida.

Damon cambió de postura y abrió los ojos. Ella tragó saliva.

Damon se puso una mano debajo de la cara.

–Buenos días.

–Buenos días –Kate tragó el nudo que tenía en la garganta. Para su desgracia, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Al instante, Damon estiró el brazo y le secó las lágrimas.

–Eh, ¿qué te pasa? ¿Te duele algo?

«El corazón», pensó Kate. Pero forzó una sonrisa.

–No. Pero preferiría que te desnudaras y te metieras en la cama conmigo.

–¿Estás segura? ¿Habías dicho que nada de…?

–Sé lo que he dicho. Métete en la cama.

–Lo que tú digas, cielo –respondió Damon con voz adormilada, ronca y apasionada.

La sensación de los dedos de él en su rostro le provocó humedad en la entrepierna. Ah, y esa sonrisa sensual…

Kate deslizó una mano por debajo de la manta de lana, por debajo de la camiseta de Damon, y le acarició la suave y cálida piel. Cuando descubrió que llevaba pantalones de chándal, le resultó muy sencillo meter la mano por debajo del elástico y… lo encontró caliente y duro.

Se acurrucó contra él, frustrada por tanta ropa, la de la cama y la que ellos llevaban puesta, y sólo hizo una mueca de dolor al mover el pie.

–Ah, Kate –Damon se bajó los pantalones y se metió en la cama con una agilidad sorprendente para ser alguien que acababa de despertarse.

Antes de que Damon se hubiera tumbado en la cama, Kate se había despertado, se había quitado la ropa del viaje y se había puesto una camiseta muy larga y ancha que le servía de camisón, lo que no le impedía sentir el cuerpo de Damon contra el suyo. Y a él le resultó muy fácil subirle la camiseta para acariciarle los pechos con las mejillas antes de mordisquearle los pezones.

Kate lanzó un gemido al sentir la erección de él en la pelvis, y otro gemido al sentirle penetrarla con la misma facilidad con la que un cuchillo cortaba la mantequilla.

Era perfecto. Era una auténtica unión. Cada vez que aspiraba se llenaba los pulmones del olor de él, del aroma de sus sexos. Damon se movió despacio, con suavidad. Por fin, la ternura se hizo más desesperada, la pasión aumentó y la misma ola arrastró a ambos.

–Podría pasarme así todo el día –murmuró ella descansando la cabeza debajo de la barbilla de Damon.

–Mmm –Damon le pasó un dedo por la mejilla–. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, pero yo tengo que ir a trabajar.

–Es sábado –dijo Kate arrugando el ceño.

–Pero como hemos estado fuera todo este tiempo, quiero ver qué tal han ido las cosas y si no ha pasado nada durante nuestra ausencia.

Al oír unos pasos en el pasillo, Kate recordó que no estaban solos.

–Todavía no me has dicho quiénes son Jenny y Leigh ni por qué estamos aquí.

–Eran vecinos de mi abuela. Y estamos aquí porque no quiero que pases el día sola –Damon se levantó de la cama y se puso los pantalones de chándal–. Voy a darme una ducha.

Kate no se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que Damon no le dio un beso en el cuello. Olía a jabón, a café y a pasta de dientes.

–Volveré para la cena.

–¿Te vas ya? –evidentemente, Damon ya había desayunado. Ella se sentó en la cama y bajó las piernas. No podía pasarse el día acostada en la casa de una gente a la que no conocía–. Quiero levantarme.

–Está bien, toma –Damon le echó por encima un albornoz que había a los pies de la cama y que ella había visto entre su equipaje–. Hay una habitación muy cómoda y acogedora en la que encontrarás cosas con las que entretenerte –Damon la levantó en sus brazos–. No debes caminar.

Mientras Damon la llevaba hacia lo que debía ser la cocina, a juzgar por el maravilloso aroma a café, ella miró a su alrededor. Los cristales permitían que el exterior formara parte del interior. Los trabajos en madera y piedra natural eran exquisitos, igual que las alfombras y tapices indígenas que colgaban de las paredes.

Jenny estaba en la cocina, una estancia a base de acero inoxidable y mobiliario negro que parecía salida de una revista de decoración.

Vestida con pantalones y un jersey oscuro, Jenny estaba untando mantequilla en unas tostadas.

–Buenos días, Kate –Jenny apartó una silla de la mesa para que Damon la sentara–. ¿Café? ¿O prefieres un té?

Kate miró a Damon y notó un brillo travieso en sus ojos.

–Café, gracias.

–Bueno, yo ya me voy –Damon le dio un beso a Kate en la mejilla.

Ella quiso rodearle el cuello con los brazos y besarle profundamente, pero no era el momento. Así que le sopló un beso.

–Hasta luego.

–Jenny, no quiero que te preocupes por mí –dijo Kate después de que Damon se marchara–. Ya estamos abusando bastante de vuestra hospitalidad.

–Ah, vaya, eso es lo que a ti te parece –respondió Jenny lentamente–. Bueno, voy a prepararte el desayuno.

Jenny se mantuvo ocupada unos minutos y volvió a la mesa con un desayuno de reyes.

–Vamos, come –dijo Jenny, sentándose frente a ella.

–¡Vaya! –exclamó Kate, mirando el plato con expresión de duda. No estaba acostumbrada a comer tanto por las mañanas–. Espero poder hacer justicia a esto.

–Claro que sí, ya lo verás.

–Tienes una casa preciosa, Jenny –dijo Kate unos instantes después, mientras mojaba pan en la yema de un huevo.

Una de las paredes de la cocina era a base de paneles de cristal abatibles, que al abrirse daban a una parte del jardín en la que había un estanque rectangular. Un puente de madera sobre el agua unía la cocina con otra habitación: una habitación exterior en el buen tiempo y, en invierno, un solario.

Jenny sacudió la cabeza.

–Te equivocas, querida. Esta casa no es nuestra, sino de Damon.

Kate se quedó atónita.

–¿De Damon?

–Ya, no te lo había dicho, ¿verdad?

–No, no me lo había dicho. Así que… –Kate se calló, no sabía cómo continuar.

–¿Que por qué Leigh y yo vivimos aquí? –Jenny cruzó los brazos encima de la mesa, su mirada era dulce–. Damon compró esta casa, según él como inversión, hace ocho años. Pero yo sé que él no tenía intención de invertir dinero en una casa, ya que estaba pasando por un mal momento en su vida. Lo que ocurría era que Leigh acababa de perder su empleo y nos iban a echar de la casa en la que vivíamos, y Damon nos trajo aquí para que cuidáramos de la casa. Se negó en redondo a cobrarnos alquiler, dijo que le bastaba con que hubiera gente de confianza que cuidara de la casa mientras él estaba fuera.

Jenny se interrumpió un momento antes de añadir:

–Pero no te preocupes, no te molestaremos, vivimos en el piso de abajo. Yo sólo subo aquí arriba una vez a la semana para quitar el polvo y echar un ojo a la casa.

–Yo no he venido a vivir aquí –explicó Kate rápidamente–. Tengo mi propia casa.

Y, al parecer, también Damon tenía su propia casa. Realmente, no sabía nada de su vida.

–¿Cuándo estuvo aquí por última vez?

–Hace tres años. Sólo pasó aquí un par de semanas; después, volvió a marcharse –Jenny suspiró–. Creo que va siendo hora de que deje de huir, de que vuelva a casa y eche raíces.

¿Huir?

–Damon vive intensamente la vida. Le gusta la aventura –pero la mirada azul de Jenny escondía secretos que solo Damon podría revelarle.

 

 

Jenny la había conducido al solario, con un televisor de pantalla grande, vistas panorámicas y todo tipo de comodidades, el cuarto en el que Damon esperaba que pasara el día. Pero después de veinte minutos de aburrida televisión, ya se había hartado. Había libros de misterio y novelas de aventuras, pero no le apetecía leer. No quería molestar a Jenny, que se había ofrecido para preparar el almuerzo, pero para eso faltaban más de tres horas. Inquieta, medio anduvo, medio cojeó, de vuelta a la casa.

Se detuvo delante de lo que parecía ser el dormitorio de Damon, que Jenny había evitado al enseñarle la casa. Una colcha azul marino, típica de una habitación de hombre, cubría la cama. Al adentrarse en la habitación vio un mueble de cajones y… el primer objeto personal que había visto hasta el momento.

Se acercó a las dos fotos. En una de ellas estaban Damon y Bryce de niños. En la otra, Damon estaba al lado de una chica de pelo negro y ojos oscuros, parecida a ella a esa edad. Debían tener unos quince años. Damon era alto, esquelético, llevaba el pelo largo y quizá algo más claro.

Al lado de la cama había una pila de revistas viejas. Agarró un par de ellas. Ala delta. Tembló y volvió a dejarlas con el resto. No quería pensar en Damon por los aires, no quería.

Volvió a mirar la foto. ¿Quién era ella? Debía haber sido importante para estar ahí expuesta en esa foto.

–Es Bonita.

Kate se sobresaltó al oír la voz de Jenny. Al volverse, la vio en el umbral de la puerta, en las mano parecía llevar unas cuantas cartas.

–Me has pillado con las manos en la masa, me temo –dijo Kate con una risa nerviosa.

–No te estaba vigilando, Kate. Le dije a Damon que cuidaría de ti y eso era lo que estaba haciendo, ver si necesitabas algo.

–Gracias, estoy bien –Kate se volvió hacia la foto–. ¿Quién es?

–Damon y ella eran compañeros de colegio e íntimos amigos. Creo que ella era algo más que eso, pero Damon jamás me dijo nada y yo nunca le he preguntado. Bonita murió de leucemia hace ya unos años.

–Debió ser muy duro para él.

–Le hizo cambiar.

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Habían estado enamorados? ¿Era por eso por lo que Damon no quería tener relaciones serias con nadie?

–Damon proyecta una imagen de tipo irresponsable que no quiere ataduras, pero… En fin, la verdad es que no le comprendo.

Jenny asintió.

–Acompáñame al solario, quiero enseñarte una cosa.

Cuando estuvieron sentadas, Jenny dejó los papeles que llevaba en las manos encima del sofá.

–Por Navidades, Damon siempre nos envía una postal y nos cuenta qué es lo que está haciendo –Jenny le pasó una foto de un club nocturno de aspecto sórdido–. Compró este establecimiento con el dinero que le dejó su abuela al morir. Y mira esta foto, así es como está ahora.

Kate contempló la foto que Jenny acababa de darle.

–Conozco este lugar –dijo Kate–. ¿No lo renovaron hace unos años? Es uno de los sitios más frecuentados de King´s Cross. ¿Damon hizo esto?

–Sí. Y cuando Bonita murió, lo vendió, le dieron muchísimo dinero por él, y se marchó al extranjero –Jenny le pasó un par de fotos más. Otro club nocturno, una hilera de tiendas–. Eran negocios en ruinas. Damon los compró, los sacó adelante y los vendió.

Lo mismo que estaba haciendo con Aussie Essential, ahora Ultimate Journey.

–No nos ha dicho nada de esto –confesó Kate lanzando un suspiro.

–Ahora tiene su propio negocio de Internet. En Fénix –Jenny le dio la última fotografía–. Es un hombre de gran talento.

–Sí, ya lo veo. ¿Por qué Fénix? ¿Por qué no aquí, en Australia?

–Porque también es un hombre atormentado. Todo eso… –Jenny señaló la foto–. Es como si así quisiera compensar por algo que quiere, pero que no sabe que quiere. Creo que tú podrías ayudarle.

–¿Yo? –a Kate le dio un vuelco el corazón–. ¿Por qué? ¿Qué ha dicho Damon?

–Lo importante es lo que no ha dicho.

–No –Kate sacudió la cabeza. Ella no era para él. Se acostaban juntos, pero eso era todo. Damon no quería nada serio con ella–. No, yo no puedo ayudarle.

–Pero quieres hacerlo. Quieres comprenderle.

–Sí –confesó Kate.

Sí, quería comprender al hombre del que se había enamorado.

Jenny sonrió.

–Creo que puedo ayudarte.

 

 

Damon no regresó hasta por la noche. Al aproximarse a la casa y ver las luces encendidas, una extraña sensación se le agarró el pecho. Era como llegar a casa. Había gente que le esperaba. Jenny le había llamado por teléfono y le había dicho que estaban esperando a que llegara para cenar.

Y Kate estaba allí.

Kate. ¿Le estaba esperando con las mismas ganas de verle que él a ella? Hizo un esfuerzo por contener su entusiasmo. Sí, quería verla. Estaba deseando acostarse con ella, sentir su cuerpo, saborearla, dormir saciado y satisfecho; y esta vez, en la misma cama que ella.

Abrió la puerta y, al instante, olió a vainilla y a madera de eucalipto en la hoguera. Las luces del cuarto de estar estaban apagadas, la lumbre ardía en la chimenea, en el centro de la sala, y había montones de velas encendidas.

Y ahí también estaba Kate, sentada en una vieja alfombra delante del fuego con dos copas de vino blanco espumoso, una en cada mano.

Kate iba vestida con algo blanco, ceñido y escotado, ¿un camisón quizá? En Bali, no se había fijado en qué era lo que Kate se ponía para dormir. Y tenía los pies descalzos.

Nunca había visto nada tan hermoso ni tan seductor. Los cabellos negros de Kate brillaban y su piel parecía de porcelana. Oía el crujir de la madera al quemarse y los latidos de su propio corazón.

–Hola. Bienvenido a casa –Kate dio unas palmadas en el suelo, a su lado–. Esto va a ser un picnic.

–¿Un picnic? –Damon, nervioso, se echó a reír. Después, dejó el ordenador portátil y la cartera junto a la puerta y cruzó la estancia.

–Sí. Y los dos solos.

Damon se quitó las botas.

–Nunca he ido de picnic… así.

–¿Cuántas veces has ido de picnic, Damon? –la sonrisa de él comenzó a desvanecerse y Kate asintió, ofreciéndole una copa–. No eres un experto en picnics, eso está claro.

–No, supongo que no –sin apartar los ojos de los de ella, Damon tomó la copa y la alzó en un brindis–. Por los picnics y por este tipo de recibimientos al llegar a casa.

–Por los picnics y por la vuelta al hogar.

Bebieron el obligatorio primer sorbo. A Kate le brillaban los labios cuando bajó la copa. Él se acercó a ella y le lamió los labios con la lengua. Se sintió tentado de hacerle el amor ahí mismo, en ese momento; pero, evidentemente, Kate había puesto mucho esfuerzo y energía en esa cena. Podía esperar… Más o menos.

–¿Qué hay en la cesta? –preguntó él, separándose de Kate.

–Todo tipo de cosas buenas.

–¿Qué?

Kate levantó un trapo de cocina.

–Tenemos galletas saladas, paté, tres clases de queso, alitas de pollo en salsa picante y pan recién hecho. Luego, de postre, tenemos tarta con natillas de frambuesa y chocolate. Creo que empezaremos con las galletas saladas y el paté –Kate agarró un cuchillo y untó paté en una de las galletas; después, se la dio–. No me habías contado nada de tu negocio en el extranjero.

–Creía que habíamos quedado que no íbamos a hablar de nuestras vidas pasadas…

–Eso no es pasado, sino presente.

Cierto.

–Procuro y distribuyo equipo especializado de cierto tipo de deportes a una clientela internacional –lo que le dejaba tiempo para dedicarse a los deportes que a él le interesaban.

Kate dio un mordisco a su galleta.

–Paracaidismo, ala delta, etcétera, ¿no?

–Sí. Lo bueno de Internet es que no necesito un almacén y puedo trabajar desde donde quiera.

–Así que no tienes que… –el móvil de Kate sonó. Ella lo agarró y miró la pantalla para ver quién le llamaba–. Perdona, pero tengo que contestar.

Después, apretó una tecla y dijo:

–Hola, papá –pausa–. Sí, nosotros también hemos vuelto. Estamos cenando. Sí, Damon y yo.

Esta vez, la voz de Kate era firme, notó Damon, como si estuviera retando a su padre.

–¿Qué tal la fiesta? –otra pausa, y la vio enderezar la espalda–. Ah, yo… –Kate sacudió la cabeza–. Está bien, se lo preguntaré…

Kate se pegó el móvil al pecho y, mirándole, dijo:

–Mis padres quieren que vengas a cenar a casa el jueves por la noche.

Damon arqueó las cejas.

–¿No el martes?

–Todavía están en Coffs Harbour.

–De acuerdo –untó paté en otra galleta y se la ofreció a Kate.

–No tienes por qué aceptar –murmuró ella, mirándole con los ojos muy abiertos. Angustiada, sin agarrar la galleta con el paté.

–¿Por qué? ¿Te avergüenzas de mí?

–Claro que no –Kate miró hacia otro lado, por lo que él no pudo ver su expresión, y dijo al teléfono–. Papá, ha dicho que sí. Dile a mamá que se ponga…

Kate charló unos minutos más por teléfono; después, colgó. Entretanto, él no había hecho más que preguntarse por qué demonios se estaba metiendo en ese lío.

Iba a conocer a los padres de Kate. Era como una película mala. Durante los últimos años, a ninguna de las mujeres con las que había salido le había dado la oportunidad de que le invitara a ir a conocer a sus padres. Le había ahorrado la molestia de rechazar la invitación.