Capítulo Trece

 

 

 

 

 

Por fin, llegó el jueves por la tarde. Como su casa estaba a una hora de camino, Damon se había llevado ropa a la oficina para cambiarse antes de ir a recoger a Kate después del trabajo.

Cuando detuvo el coche delante de la casa de Kate, estaba hecho un manojo de nervios. Para empezar, era la primera vez que conocía a los padres de una de sus amantes. Parecía darle más importancia a su relación, cosa que no quería.

Salió del coche. Las rosas que le había comprado a la madre y la botella de vino añejo para el padre estaban en el maletero. Se desabrochó la chaqueta del traje, se la volvió a abrochar y se tiró de los puños de la camisa.

¡Qué demonios, estaría menos nervioso antes de hacer un salto BASE desde el puente Idaho´s Perrine!

Apretó la mandíbula cuando Kate le abrió la puerta vestida con pantalones vaqueros viejos y una camiseta.

–Hola. ¡Vaya, estás para comerte! –dijo ella clavando los ojos en la corbata de seda.

–Eso luego –contestó él con cierta irritación. ¿Cómo no se le había ocurrido preguntarle a Kate qué ropa ponerse?–. Nunca te había visto con vaqueros.

–Eso es porque no me conoces desde hace mucho tiempo, por eso no sabías que también me pongo vaqueros.

De acuerdo, ella tenía razón. ¿Sería mucho pedirle que se cambiara de ropa para que él no… destacara tanto? Pero Kate agarró una chaqueta y, antes de que él pudiera abrir la boca, ya estaban fuera.

Se pusieron en marcha y, al cabo de un rato, cruzaron el puente Harbour Bridge. Por fin, siguiendo las indicaciones de Kate, se metieron en el sendero del jardín delantero de una modesta, pero muy cuidada casa. En el momento en que apagó el motor del coche, ella se volvió y le dio un beso en los labios. Después, apartó el rostro y sonrió.

–Llevaba todo el día queriendo hacer eso.

–¿Y has elegido este momento? ¿Aquí? –dijo Damon, preguntándose si los padres de ella les estarían viendo por la ventana.

Salieron del coche y, mientras él sacaba el ramo de rosas y la botella de vino del maletero, Kate ya había visto abrirse la puerta y estaba recorriendo el camino de la entrada. Los padres de Kate ya estaban en el porche cuando él le dio alcance.

Después de abrazar a sus padres, la sonrisa de Kate se desvaneció.

–Oh, Damon, perdona… no te había dicho que mamá es alérgica a las rosas y que mi padre no bebe alcohol.

–¡Katerina, no seas mal educada! –exclamó la madre–. Pobre hombre, que se ha tomado la molestia de ponerse traje y corbata para cenar con nosotros.

La madre le miró y le sonrió cálidamente. Entonces, dirigiéndose a él, dijo:

–Gracias por las flores, son preciosas. Es una pena ser alérgica a las rosas. De todos modos, muchísimas gracias.

Kate se parecía mucho a su madre, ahora ya sabía cómo sería Kate a los cincuenta años.

–La próxima vez, serán bombones –si había una próxima vez. Dejó las flores y la botella de vino en el suelo del porche. Después, extendió la mano–. Soy Damon Gillespie…

–Papá, mamá, éste es…

–Paul y Maria –dijo la madre de Kate–. Bienvenido, Damon. Vamos, entrad, la cena está lista. Rosa me ha rogado que os pidiera disculpas, no vendrá hasta más tarde.

Y cuando entraron en la casa, le llegó un agradable y hogareño olor a tomates.

 

 

A las diez de la noche, Kate se despidió de sus padres y, cuando Damon puso en marcha el coche, lanzó un suspiro de alivio. Su madre se había quedado prendada de Damon, en cuanto a su padre… parecía costarle más, pero tenía la impresión de que Damon le merecía respeto. Como jefe de ella, por supuesto. ¿Y como amante?

–Déjame que pase la noche contigo –dijo Damon durante el trayecto de vuelta, tras un rato de silencio.

–Mi cama es muy estrecha.

–Nos las arreglaremos –Damon la miró de soslayo, la pasión brillaba en sus ojos–. Por favor, Kate, di que sí.

Kate sabía que Damon no era un hombre para toda la vida, y no le había dado falsas esperanzas. Pero aquella noche había hecho un ímprobo esfuerzo por agradar a sus padres. ¿Por qué? ¿Le importaba la opinión que pudieran forjarse de él, le importaba lo que pensaran de él? ¿Como jefe o como pareja? Y había hecho un gran sacrificio poniéndose un traje.

Y lo había hecho por ella.

–Sí –susurró Kate.

Nunca había estado con un hombre en su habitación. Por eso, tenía una habitación rosa y blanca.

Al llegar a su casa, Kate se detuvo delante de la puerta de su dormitorio, vacilante.

–Es demasiado… infantil.

–No voy a fijarme en la habitación –le murmuró él junto al cuello, quitándose la corbata, que tiró al suelo mientras la seguía al dormitorio.

–¿Dónde está la luz? –preguntó Damon con voz enronquecida por la pasión–. Quiero ver a la mujer con la que voy a hacer el amor.

A los pocos segundos, la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida y ellos desnudos, pecho con pecho, muslo con muslo, tumbados encima de las sábanas color rosa.

–¡Cómo he echado de menos estar así contigo! –le murmuró él al oído mientras la penetraba con un ronco gemido de placer.

–Lo mismo digo –se quejó ella, sobrecogida por el deseo.

Damon le introdujo la lengua en la boca. Sabía a tiramisú y a café, a fuerza y a pasión.

Sentirle dentro de su cuerpo, acariciándole la esencia de su ser, la condujo, junto a él, a un lugar mágico donde alas de ángeles le rozaban el cuerpo y un oro líquido recorría sus venas.

En el momento álgido de pasión, Kate le miró a los ojos y el corazón pareció hinchársele hasta el punto de no dejar espacio para nada más.

«Te quiero», dijo ella en silencio.

Unos minutos más tarde, después de que ambos hubieran recuperado el ritmo normal de respiración, tumbados el uno al lado del otro, Kate se obligó a sí misma a enfrentarse a la realidad: le amaba, pero su amor no cambiaba nada. Antes o después, su relación se acabaría. Era inevitable… y sumamente triste.

Damon fingió dormir, pero no podía dejar de pensar. Deseaba olvidar el pasado, dejarse llevar y… dedicarse a amar a Kate.

Pero no podía correr ese riesgo, su estilo de vida se lo impedía. Había visto esa mirada llena de anhelo en los ojos de Kate, una mirada suave, vulnerable, frágil.

Estaba pisando un terreno muy peligroso. Kate se le estaba acercando demasiado, haciéndole desear cosas que no podía ofrecerle. Y si no tenía cuidado, los dos acabarían sufriendo.

Debía tener cuidado, apartarse de ella. El pasado dictaba su futuro. Sólo vivía para el presente. Ese era un buen momento para arreglar el asunto del salto en Malasia.

 

 

–Buenos días –secándose el pelo con una toalla, Damon entró en el dormitorio con sólo unos calzoncillos negros.

–Hola –respondió Kate mirando el reloj–. Te has levantado muy temprano. No tenemos que estar en la oficina hasta dentro de dos horas –Kate se estiró.

Damon agarró la camisa que había dejado en una silla de mimbre, se la puso y comenzó a abrocharse los botones sin mírala–. Quiero ir temprano para terminar una cosa que estaba haciendo. Voy a estar fuera el fin de semana.

–Ah, no me lo habías dicho –un mal presentimiento se le agarró al estómago.

–No te lo había dicho porque, hasta esta mañana, no era seguro –contestó Damon mientras se ponía los calcetines.

–¿Has organizado un viaje para este fin de semana esta misma mañana? –preguntó ella.

–A las seis, para ser exactos –dijo Damon con voz fría–. Estaré de vuelta el lunes por la mañana.

Kate agarró su bata de franela, que estaba a los pies de la cama, se la puso y se ató el cinturón.

–¿Adónde vas?

–A Kuala Lumpur.

–¿A Malasia? Pero si acabamos de volver de Bali. ¿Para qué demonios vas a ir allí? –no pudo evitar preguntar. No debería haberlo hecho.

–He organizado un salto con Seb y otro tipo –encontró la corbata y se la puso–. Una oportunidad así no se presenta todos los días, es demasiado buena para dejarla pasar.

–Aquí también se practica el ala delta, aunque no te lo creas –comentó ella.

Damon se quedó inmóvil un momento y la miró.

–Se trata de un salto BASE.

Involuntariamente, Kate lanzó un gemido. No era ala delta, sino algo mucho más peligroso. Algo mortal.

–¿Sabes lo que es eso? –preguntó él al ver que Kate no decía nada.

Un deporte de máximo riesgo, una modalidad de paracaidismo consistente en saltar desde un objeto fijo y no desde una aeronave en vuelo. Un deporte en el que uno podía matarse en cuestión de segundos.

–Sí, sé lo que es. Es suicidio, eso es lo que es –respondió Kate mirándole fijamente a los ojos–. Y no me equivocaba el pensar que eres un irresponsable, un egoísta y un sinvergüenza.

Le pareció ver un brillo de pesar en los ojos de él.

–No me va a pasar nada, no es la primera vez que lo hago. No te preocupes.

–¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? –Kate se metió las manos en los bolsillos de la bata y le dio la espalda. Apretó los labios para contener la bilis que le subía por la garganta.

Sintió la mano de Damon en el hombro.

–No te quepa duda de que me verás el lunes por la mañana en la oficina.

Los ojos de Kate se llenaron de lágrimas. Entonces, hizo un esfuerzo y se dio la vuelta para mirarle a los ojos.

–Y si te dijera que te quiero y te pidiera que no fueras a saltar, ¿serviría de algo?

Damon palideció.

–Oh, Kate… –Damon guardó silencio un momento–. Kate, soy como soy. No debes enamorarte de mí.

–En eso tienes toda la razón, pero qué le vamos a hacer –contestó Kate–. No siempre conseguimos lo que queremos y tampoco elegimos de quién nos enamoramos –Kate se encogió de hombros.

–No soy la persona adecuada para ti, Kate –dijo él con emoción, con un profundo dolor reflejado en el rostro–. Tú necesitas alguien que te dé lo que te mereces: un hogar y una familia.

–Soy una chica trabajadora –Kate tenía que creerlo–. Piénsalo mientras arriesgas la vida tirándote por puentes, edificios, acantilados y demás. Hay un riesgo al que no quieres exponerte, Damon, quizá porque sea un desafío demasiado grande para ti.