Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Si alguno de los presentes tiene algo que objetar para que no se celebre este matrimonio legal, que hable ahora o calle para siempre.

La sonrisa de Belinda animó al obispo Newbury.

El reverendo le devolvió el gesto y abrió la boca para continuar… antes de centrarse en algo por encima del hombro de Belinda.

En ese momento también ella lo oyó. Las pisadas sonaron más cerca.

No… No podía ser.

–Yo me opongo.

Las palabras perentorias cayeron como un yunque en el corazón de Belinda.

La embargó una sensación de náuseas. Cerró los ojos.

Reconocía esa voz… su tono suave pero con ribetes burlones. La había oído un millón de veces en sueños, en sus fantasías más ilícitas… esas que la dejaban ruborizada y consternada cuando despertaba. Y cuando no había aparecido en los rincones más recónditos de su mente, había tenido la desgracia de captarla desde cierta distancia en un acontecimiento social o en alguna entrevista para la televisión.

Hubo un murmullo entre los congregados. A su lado, Tod se había quedado paralizado. El obispo Newbury se mostraba curioso.

Despacio, Belinda se volvió. Tod la imitó.

Aunque sabía lo que se iba a encontrar, abrió mucho los ojos al encontrarse con los del hombre que debería haber sido un enemigo jurado para una Wentworth como ella. Colin Granville, marqués de Easterbridge, heredero de la familia que mantenía un odio inveterado con la suya desde hacía siglos… y la persona que conocía su secreto más humillante.

Cuando cruzaron las miradas, experimentó añoranza y temor al mismo tiempo. Incluso bajo el velo pudo ver que en los ojos de él había desafío y posesión.

Incluso desde cierta distancia del altar se lo veía imponente. El rostro duro e intransigente, la mandíbula cuadrada. Sólo unas facciones armónicas y la nariz aguileña hacían que no pareciera rudo.

El pelo era del mismo marrón oscuro que recordaba, unas tonalidades más oscuro que el castaño de ella. Los ojos eran tan oscuros como insondables.

Belinda alzó el mentón y le devolvió el desafío.

Al menos agradeció que llevara un atuendo formal de traje azul marino con una corbata amarillo canario.

Aunque no recordaba haber visto a Colin, el magnate inmobiliario, vestir algo que no fuera un traje a medida que no hacía nada para ocultar su complexión atlética. Bueno, salvo por aquella única noche…

–¿Qué significa esto, Easterbridge? –demandó su tío Hugh al tiempo que se incorporaba en el primer banco.

Belinda supuso que alguien debía levantarse para defender el honor de los Wentworth, y el tío Hugh, como cabeza de la familia, era la elección adecuada.

Observó a los invitados de la alta sociedad de Nueva York y Londres. Su familia parecía atónita y consternada, pero a otros invitados se los veía fascinados por el drama que se estaba desarrollando.

Las damas de honor y los padrinos parecían incómodos, incluso su amiga, Tamara Kincaid, que jamás perdía la compostura ni la ecuanimidad.

En el otro extremo de la iglesia, su otra amiga íntima y organizadora de la boda, Pia Lumley, había palidecido.

–Easterbridge –habló Tod, irritado y alarmado–. Hoy no has sido invitado.

Colin desvió la mirada de la novia al futuro marido y sonrió.

–Invitado o no, me aventuraría a conjeturar que mi posición en la vida de Belinda me da derecho a tener voz y voto en esta ceremonia, ¿no te parece?

Belinda fue agudamente consciente de los cientos de ojos que observaban interesados el espectáculo ante el altar.

El obispo Newbury frunció el ceño, claramente perplejo, y luego carraspeó.

–Bueno, al parecer me veo obligado a recurrir a unas palabras que nunca antes había tenido que decir –hizo una pausa–. ¿En base a qué se opone a este matrimonio?

Colin la miró a los ojos.

–A que Belinda ya está casada conmigo.

Cuando las palabras reverberaron por la iglesia del tamaño de una catedral, se oyeron jadeos por doquier. A espaldas de Belinda, el reverendo comenzó a toser. A su lado, Tod se puso rígido.

Ella entrecerró los ojos. Pudo detectar burla en los de Colin, al igual que en las comisuras de sus labios.

–Me temo que debes estar equivocado –afirmó Belinda, esperando en vano poder evitar que esa escena empeorara.

Y estaba en lo cierto. Habían estado casados fugazmente, pero ya no.

No obstante, a Colin se lo veía demasiado seguro de sí mismo.

–¿Equivocado acerca de la visita que hicimos a una capilla en Las Vegas hace dos años? Por desgracia, he de discrepar.

Los invitados allí congregados emitieron un único jadeo conjunto.

Belinda sintió un nudo en el estómago. De pronto notó la cara acalorada.

Se contuvo de replicar… ¿qué podía decir que no acrecentara el daño? «¿Estoy segura de que mi matrimonio breve y secreto con el marqués de Easterbridge fue anulado?».

Se suponía que nadie debía estar al corriente de su impetuosa y precipitada fuga.

Supo que debía trasladar esa escena a un lugar donde pudiera encarar sus demonios, o, más bien, a su único y noble demonio, de un modo menos público.

–¿Arreglamos este asunto en algún sitio más íntimo?

Sin aguardar una respuesta y con toda la dignidad que pudo acopiar, recogió la falda del traje nupcial y bajó los escalones del altar, atenta a no establecer contacto visual con ninguno de los invitados al tiempo que mantenía la cabeza erguida.

El sol brillaba a través de los ventanales tintados de la iglesia. Sabía que en el exterior hacía un precioso día de junio. En el interior era otra historia.

Su boda perfecta se había visto arruinada por el hombre que la familia y la tradición dictaban que debería despreciar por encima de cualquier otro ser en el mundo. Si aquella noche en particular no había sido lo suficientemente inteligente y perspicaz como para considerarlo despreciable, en ese momento sí lo era.

Al pasar delante del marqués, éste la siguió por la parte delantera de la iglesia hacia una puerta abierta que conducía a un corredor con varias puertas. Detrás de Colin, Belinda oyó hacer lo mismo a Tod, su antiguo novio.

Al entrar en el corredor, oyó que en la iglesia se iniciaban unos murmullos más altos. Una vez que las partes implicadas habían abandonado la zona del altar, supuso que los invitados se sintieron con más libertad para manifestar sus pensamientos. También oyó al obispo Newbury afirmar que se había producido una demora inesperada.

Entró en una habitación libre que, debido a la austeridad del mobiliario, dio por hecho que se dedicaba a funciones de la iglesia.

Giró en redondo y observó al novio y a su supuesto marido seguirla. Colin cerró la puerta ante las caras curiosas que los miraban desde la zona principal de la iglesia.

Se levantó el velo y encaró a Easterbridge.

–¡Cómo has podido!

Estaba cerca. Hasta ese momento, Colin había sido la encarnación de su mayor secreto y su mayor transgresión. Había intentado evitarlo o soslayarlo, pero huir ese preciso día quedaba descartado.

–Más te vale tener una buena razón para tus actos, Easterbridge –expuso Tod con la cara tensa–. ¿Qué posible explicación puedes exponer para arruinar nuestra boda con unas mentiras tan estrafalarias?

–Un certificado matrimonial –respondió Colin impasible.

–Desconozco en qué realidad alternativa has estado viviendo, Easterbridge –espetó Tod–, pero a nadie más que a ti le hace gracia.

Colin simplemente la miró a ella con una ceja enarcada.

–Nuestro matrimonio fue anulado –soltó Belinda–. ¡Jamás existió!

Tod se mostró abatido.

–Entonces, ¿es verdad? ¿Easterbridge y tú estáis casados?

–Lo estuvimos –respondió ella–. Y sólo durante unas horas, y de ello hace años. No fue nada.

–¿Horas? –musitó Colin–. ¿Cuántas horas hay en dos años? Según mis cálculos, diecisiete mil cuatrocientas setenta y dos.

Odió la facilidad de Colin para las matemáticas. Algo que en su momento le encantó, junto con él, en las mesas de juego antes de la impetuosa fuga a Las Vegas. Y en ese momento había vuelto para hostigarla. Pero, ¿cómo podía ser verdad que llevaran casados los últimos dos años? Había firmado los papeles… todo debería haber quedado anulado.

–Se suponía que debías haber obtenido la anulación –lo acusó.

–La anulación jamás se ultimó –respondió él con calma–. Ergo, seguimos casados.

A pesar de enorgullecerse de mantener siempre la serenidad, no pudo evitar abrir los ojos como platos.

–¿Qué es eso de que no se ultimó? –exigió saber Belinda–. Sé que yo firmé los papeles para la anulación. Lo recuerdo con claridad –frunció el ceño con súbita suspicacia–. A menos que tú falsearas los documentos que firmaba.

–Nada tan dramático –la corrigió con envidiable ecuanimidad–. Una anulación es más complicada que la simple firma de un contrato. En nuestro caso, los papeles de la anulación no se archivaron adecuadamente para que los juzgara el tribunal… un último paso importante.

–¿Y de quién fue la culpa de eso? –demando ella.

Colin la miró a los ojos.

–El asunto se omitió.

–Por supuesto –espetó–. ¿Y has esperado hasta hoy para decírmelo?

–No se convirtió en algo relevante hasta hoy –se encogió de hombros.

Su sangre fría la dejó pasmada. ¿Era su modo de vengarse de ella por dejarlo en una situación comprometida?

–No me lo puedo creer –Tod alzó las manos.

Era la misma reacción que sentía Belinda.

Había decidido continuar con la anulación de su matrimonio con Colin sin solicitar consejo legal, a pesar de que sólo poseía una comprensión superficial del derecho familiar. No había querido que nadie, ni siquiera un abogado especialista, se enterara de su increíble falta de sentido común.

En ese momento lamentó dicha decisión. Era evidente que había cometido otro error de juicio.

Sintió que Colin la recorría con la mirada.

–Muy bonito. Desde luego, un cambio radical del rojo con lentejuelas que llevaste durante nuestra ceremonia.

–¿No crees que el rojo es un color idóneo cuando te casas con el diablo? –replicó.

–Por aquel entonces no te comportaste como si yo lo fuera –respondió con voz sedosa y queda–. De hecho, recuerdo…

–No era yo misma –cortó.

«Estaba loca. Eso es», pensó en un estado casi febril. ¿Acaso la locura no era una base para la anulación prácticamente en cualquier lugar del mundo?

–¿Locura? –inquirió Colin–. ¿Ya intentas establecer una defensa hermética para la bigamia?

–No he cometido bigamia.

–Sólo gracias a mi oportuna intervención.

–¿Oportuna? –qué irritante era–. Según tus cálculos, llevamos dos años casados.

–Y contando.

Se quedó incrédula ante su audacia. Pero no pudo dejar de reconocer que era más imponente que Tod, incluso físicamente. Tenían la misma altura, pero era más musculoso y formidable.

Lamentó su continua percepción de Colin como hombre. No obstante, era una situación que pretendía rectificar sin dilación hasta donde pudiera.

–¿Desde hace cuánto que sabes que seguimos casados? –demandó.

Colin se encogió de hombros.

–¿Importa si he llegado a tiempo?

«El muy miserable había querido crear una escena».

–Tendrás noticias de mi abogado –afirmó.

–Las estaré esperando.

–Obtendremos la anulación.

–Pero no hoy. Ni siquiera el estado de Nevada trabaja tan deprisa.

Tenía razón. Su boda había quedado arruinada.

Lo miró con furia impotente.

–Hay fundamentos –insistió, más para tranquilizarse ella misma–. Es evidente que debía de haber estado loca cuando me casé contigo.

–Recordarás que acordamos ausencia de consentimiento debido a embriaguez –contrarrestó él.

–¡Sí, la tuya! –espetó cada vez más irritada.

Él inclinó la cabeza.

–Por acuerdo mutuo, debido a carecer de mejor alternativa.

–El fraude debería haber bastado –respondió con los labios apretados–. Tú exageraste tu actuación ante mí aquella noche en Las Vegas, y después de lo sucedido hoy, nadie dudará de ello. Esta última demostración de trapacería Granville merecería figurar en los libros de Historia.

–¿Trapacería? –enarcó una ceja.

–Sí –insistió–. Dar la noticia de tu negligencia para presentar los papeles de la anulación justo el día de mi boda.

–No hay necesidad de ofender a mis antepasados por asociación –indicó él con calma.

–Claro que la hay –lo contradijo–. La razón de que nos encontremos en esta situación desastrosa son tus antepasados. Ellos son la razón de que… –señaló hacia la iglesia– los invitados se quedaran estupefactos con la noticia de que una Wentworth se había casado con un Granville. ¿Qué vamos a hacer?

–¿Permanecer casados? –sugirió burlonamente.

–¡Jamás! –se volvió para marcharse en el momento en que entraban el tío Hugh y el obispo Newbury.

Al pasar junto a su tío, lo oyó ordenar:

–¡Espero que tenga una buena explicación para esto, Easterbridge, aunque no soy capaz de imaginar cuál puede ser!

Al parecer el infierno se había desatado en ese lugar sagrado.

 

 

Revancha.

Una palabra sórdida.

Sin embargo, la venganza insinuaba una animosidad personal, cuando los Wentworth y los Granville llevaban generaciones de encono.

Colin pensó que tal vez sería más apropiado considerarlo una enemistad o vendetta.

Su relación con Belinda se hallaba íntimamente entrelazada con la enemistad de las dos familias. Dicha enemistad era la razón de que la pasión entre Belinda y él en Las Vegas hubiera estado imbuida por la excitación de lo prohibido. También era la causa de que Belinda lo hubiera abandonado a la mañana siguiente.

Desde entonces, había emprendido la cruzada de hacer que ella reconociera la conexión visceral que había entre ambos… a pesar del hecho de ser un Granville. Su plan para lograrlo implicaba complicadas maniobras para vencer a los Wentworth de una vez por todas y, así, poner fin a dicha enemistad.

Contempló la vista panorámica que le ofrecían los ventanales del suelo al techo de su dúplex de la decimotercera planta mientras esperaba la visita que inevitablemente iba a recibir. El Time Warner Center, en un extremo de Columbus Circle, proporcionaba tanto intimidad como lujo a los extranjeros ricos que buscaban una estación de paso en la ciudad de Nueva York.

Con las manos en los bolsillos, observó las copas de los árboles de Central Park en la distancia. Como era domingo, iba con la informalidad de una camisa. Reinaba un día hermoso y soleado, igual que lo había sido el sábado.

El día en que su esposa había estado a punto de casarse.

Estaba preciosa con su vestido de novia, aunque al enfrentarse a él no había habido nada celestial o angelical en su mirada.

Poseía una naturaleza apasionada bajo ese exterior ecuánime, algo que lo atraía a ella. Quería arrancar esa capa de suavidad y dejar la substancia de la mujer que había debajo.

Si el día anterior había servido como indicación de algo, era para demostrar que Belinda había cambiado poco en esos dos años. Tenía igual pasión… al menos en su presencia. El novio no daba la impresión de extraer de ella el mismo fuego. Al lado de Dillingham se la había visto serena y hermosa pero desapegada, con esa fachada de muñeca de porcelana… al menos hasta que él había interrumpido la ceremonia.

En el momento en que se había girado hacia él en el altar, había sentido una oleada de calor al tiempo que se le atenazaban las entrañas, sin importar que entre ambos hubiera incluso un velo.

Apretó la mandíbula. Había estado arrebatadora, igual que cuando ellos se habían casado. Pero entonces, había irradiado entusiasmo y expectación, había tenido los ojos encendidos y esos labios de pecado en una constante y deslumbrante sonrisa, nada de ese conservador y tieso desdén de los Wentworth, sólo una apabullante mezcla de pasión y sensualidad. El distanciamiento no había aparecido hasta la mañana siguiente. Pero incluso en ese momento, lo complacía ver que podía provocarle una reacción intensa.

La enemistad entre ambas familias tenía raíces profundas. Desde tiempos remotos habían sido terratenientes vecinos y, lo más importante, rivales en la campiña inglesa de Berkshire. Desde las escaramuzas por lindes territoriales hasta los alegatos de traición política y la seducción innoble de relaciones femeninas, los estallidos entre las familias habían entrado en el folclore popular.

Él, desde luego, siendo el cabeza de familia titular de los Granville, había sentido curiosidad por Belinda. Al ver su oportunidad de llegar a conocerla mejor, la había aprovechado… primero en un cóctel que un amigo había celebrado en Las Vegas y luego en un casino.

Al final de aquella noche en el Bellagio, había sabido que la deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer. Era una belleza morena y espectacular, digna contendiente en inteligencia e ingenio. Desde luego, ese ingenio era lo que lo había dejado anonadado cuando ella le había anunciado que no podía acostarse con él sin un certificado matrimonial.

Por supuesto, había sido incapaz de resistir ese desafío y se había sentido dispuesto a correr el riesgo por disponer de una noche en la cama con Belinda.

Y ella no lo había decepcionado.

Incluso en ese momento, pasados dos años, el recuerdo le causaba un nudo en el estómago.

Y el día anterior había usado el elemento de la sorpresa para colapsar la boda de ella. Hacía poco que había descubierto que pensaba casarse y había llegado a la conclusión de que nada que no fuera un espectáculo público habría podido estropear los planes nupciales de Belinda.

Y Tod Dillingham, a quien le preocupaban la reputación y las apariencias, no sabría cómo perdonar semejante transgresión pública. Al menos con eso contaba.

Al oír el timbre, le dio la espalda a la vista.

 

 

–Colin –anunció su madre al entrar–, me ha llegado un rumor increíble. Debes negarlo de inmediato.

Él se apartó para dejarla pasar.

–Si es increíble, ¿por qué vienes en busca de una negación?

La afición de su madre por el drama nunca dejaba de asombrarlo. Por suerte, esos días la tenía a una distancia segura, ya que ella consideraba el piso que tenía en Londres como su base de operaciones. Por otro lado, había sido mala suerte que un viaje a Nueva York para visitar a unos amigos y asistir a algunas fiestas coincidiera con la fecha de la boda de Belinda.

Su madre lo miró con expresión avinagrada.

–No es el momento idóneo para que bromees.

–¿Lo hacía? –musitó mientras cerraba la puerta.

–El nombre de la familia está siendo deshonrado –dejó su bolso de Chanel y se acomodó en un sillón del salón después de darle el abrigo al ama de llaves, que se materializó mágicamente durante un momento–. Exijo respuestas.

–Por supuesto –respondió, permaneciendo de pie con los brazos cruzados.

Su madre se veía incongruente en ese entorno moderno. Estaba más acostumbrado a verla en un tradicional salón inglés, con fotos familiares viejas y descoloridas adornando una consola y un piano. Desde luego, ella estaba acostumbrada a disponer de un personal de servicio completo.

Los dos esperaron hasta que su madre enarcó las cejas.

Colin carraspeó.

–¿Cuál es el rumor exactamente?

–¡Cómo si no lo supieras! –cuando él continuó silencioso, suspiró resignada–. He oído los rumores más horribles acerca de que interrumpiste la boda de la joven Wentworth. Más aún, al parecer anunciaste que estabas casado con ella –alzó una mano–. Desde luego, hice callar a la horrible bruja que repetía ese vil rumor. Le informé de que tú nunca te habrías presentado en una boda de los Wentworth. Ergo, no es imposible que hubieras afirmado que…

–¿Quién era la propagadora de esos rumores?

Su madre calló, frunció el ceño, y luego agitó una mano con displicencia.

–Una lectora de Jane Hollings, que escribe una columna para algún periódico.

The New York Intelligencer.

–Sí, creo que es ése. Trabaja para el conde de Melton. ¿Qué ha podido llevar a Melton a ser propietario de ese pasquín?

–Tengo entendido que ese tabloide da pingües beneficios, en particular la edición online.

Su madre frunció la nariz.

–Fue la caída de la aristocracia cuando hasta un conde se metió en esos negocios.

–No, la Primera Guerra Mundial representó la caída de la aristocracia –contradijo con sarcasmo.

–Es imposible que te presentaras en una boda de los Wentworth sin ser invitado –repitió su madre.

–Por supuesto que no –su madre se relajó–. Cuando la boda de Belinda Wentworth tuvo lugar hace dos años, desde luego que estuve invitado… como su novio.

Su madre se puso rígida.

Mi posición como marqués, atribuible a siglos de apropiada endogamia –prosiguió con ironía–, me obligó a impedir que se cometiera un delito cuando estaba en mi poder hacerlo, una vez que me llegó la noticia de la intención que tenía Belinda de volver a casarse.

Su madre respiró hondo.

–¿Me estás diciendo que una Wentworth me ha sucedido como marquesa de Easterbridge?

–Es precisamente lo que estoy diciendo.

Dio la impresión de que su madre iba a sufrir un desmayo. La noticia pareció golpearla con la fuerza de un desplome bursátil. Colin ya había contado con eso.

–¿Imagino que no se cambió el apellido a Granville en la capilla de Las Vegas? –su hijo movió la cabeza y ella experimentó un escalofrío–. ¿Belinda Wentworth marquesa de Easterbridge? La mente se rebela ante dicho pensamiento.

–No te preocupes. No creo que Belinda haya empleado el título ni tenga intención de hacerlo.

Su madre se mostró exasperada.

–¿Qué diablos se apoderó de ti para que te casaras con una Wentworth?

Colin se encogió de hombros.

–Imagino que puedes encontrar la respuesta entre la multitud de razones por las que otras personas se casan –era reacio a divulgarle a su madre demasiado de su vida privada. Y jamás hablaría de pasión–. ¿Por qué os casasteis papá y tú?

Su madre apretó los labios.

Sabía que la pregunta pondría fin a la muestra abierta de su curiosidad. Sus padres se habían casado en parte porque eran iguales socialmente, respiraban el mismo aire viciado. Por lo que él sabía, no había sido un matrimonio malo hasta la muerte de su padre cinco años atrás de un infarto; más bien había sido apropiado e idóneo.

–Seguro que no pretendes seguir casado.

–No temas. No me sorprendería que Belinda estuviera consultándolo con su abogado mientras tú y yo hablamos.

De hecho, se preguntó qué diría su madre si supiera que Belinda quería una anulación inmediata.

Pero no se lo mencionaría… al menos no hasta que hubiera alcanzado su objetivo.

Pensó que necesitaba llamar a su propio abogado para averiguar cómo iban las negociaciones de su compra de la propiedad en cuestión.

Una vez concluida la operación, a Belinda no le quedaría más opción que encarar la situación sin evasivas ni intentos de huida.