Había dado todos los pasos adecuados en la vida… hasta aquella noche en Las Vegas con Colin Granville.
Arrojó un jersey a la maleta que tenía en la cama con rabia.
Había estudiado historia del arte en Oxford y luego trabajado en una serie de casas de subastas antes de ejercer su puesto presente como especialista en arte impresionista y moderno para la selecta casa de subastas Lansing’s.
Era puntual, calladamente ambiciosa y vestía con elegancia y buen gusto. Se consideraba responsable y sensata.
En el proceso, había hecho feliz a su familia. Había sido la hija obediente… si no hacía siempre lo que ellos dictaban, al menos no se rebelaba.
Jamás era tema de chismorreos… hasta el último fin de semana. Un cegador traspié la había convertido en el tema central de la columna que la señora Hollings tenía en las páginas rosas del The New York Intelligencer:
Iba a ser la boda social del año.
Salvo por… ¡Santo Cielo!
Por si la noticia no ha llegado aún a sus delicados oídos, queridos lectores, esta ciudad está en ebullición con la noticia de que la boda Wentworth–Dillingham se ha visto cancelada nada menos que por el marqués de Easterbridge, quien realizó la asombrosa afirmación de que su fugaz matrimonio con la adorable señorita Wentworth celebrado dos años atrás en Las Vegas, ¡de todas las posibles ciudades!, nunca había sido legalmente anulado.
Belinda hizo una mueca ante las palabras de la columna periodística que todavía reverberaban en su mente.
La señora Hollings sólo había disparado la primera andanada. El fiasco de la Iglesia Saint Bart’s se había convertido en una epidemia en los últimos tres días.
Ni siquiera quería pensar en la incesante reacción de su familia. En los últimos días había evitado las llamadas de su madre y del tío Hugh. Sabía que al final tendría que tratar con ellos, pero aún no estaba preparada para hacerlo.
A cambio, el día anterior se había desahogado por teléfono con sus amigas más íntimas: Tamara y Pia. Las dos habían mostrado mucha compasión por su situación y habían admitido que la boda que nunca llegó a celebrarse también les había causado problemas a ellas. Tamara confesó que había estado esquivando a uno de los padrinos, Sawyer Langsford, conde de Melton, porque las familias hacía tiempo que atesoraban la idea de que los dos terminaran por casarse. Mientras tanto, Pia había reconocido que había descubierto que uno de los invitados era James «Hawk» Carsdale, duque de Hawkshire y antiguo amante, quien tres años atrás la había abandonado sin siquiera una despedida después de una noche juntos, cuando se había presentado a sí mismo meramente como James Fielding.
Resumiendo, la boda cancelada había resultado desastrosa tanto para sus dos amigas como para ella.
Por suerte, al día siguiente dejaría su apartamento de un dormitorio en el Upper West Side para realizar un viaje de negocios a Inglaterra.
Incluso antes de la boda que no llegó a ser, Tod y ella habían decidido postergar la luna de miel para una fecha futura, más propicia con sus respectivas agendas de trabajo.
Y en ese momento le alegró tener un viaje de trabajo. No podía dejar atrás sus problemas, pero un poco de espacio y distancia del escenario del crimen la ayudarían a despejar la mente para poder trazar un plan.
La boda debería haber representado su apogeo y había terminado siendo su caída.
No obstante, una anulación o un divorcio no debería ser difícil de obtener. Después de todo, la gente lo hacía todos los días. Ella misma había creído recibir una.
Dejó de guardar la ropa y recordó cómo había observado los papeles para la anulación el día que le llegaron para firmarlos. Le habían causado un aguijonazo de dolor. Se había dicho que eran el recordatorio de la mancha en el currículo de su vida. Pero nadie necesitaba conocer su abrumador error.
Metió el jersey en la maleta y controló la súbita sensación de pánico en la boca del estómago. Se llevó una mano a la frente, como si así pudiera eliminar el dolor de cabeza.
Pero sabía que no existía ningún modo mágico de hacer que de su vida desapareciera un marqués de más de un metro ochenta de altura.
Incluso antes de aquella noche aciaga en Las Vegas, se habían encontrado de vez en cuando a lo largo de los años en acontecimientos sociales. Pero era bien consciente de la historia entre sus familias como para hablar alguna vez directamente con él. Y para empeorar las cosas, era demasiado masculino, demasiado atractivo de un modo austero, demasiado todo.
Pero entonces la habían enviado a Las Vegas con el fin de evaluar la colección privada de arte de un constructor multimillonario. Al encontrarse con Colin en la fiesta organizada por el constructor, se había sentido impulsada a conocerlo por asuntos de negocios. Para su irritación, no había esperado descubrir lo encantador que era ni lo muy atraída que se sentía por él.
Le había despertado una reacción como nadie lo había hecho jamás. Durante aquel cóctel había descubierto que ambos habían sido excelentes nadadores en el instituto, que los dos asistían a la ópera en el Lincoln Center de Nueva York y en la Royal Opera House de Londres y que ambos eran activos en las mismas galas benéficas para ayudar a los desempleados… aunque Colin había formado parte de organizaciones benéficas y ella sólo había sido una especie de soldado de infantería que aportaba su tiempo.
Sus semejanzas le habían resultado desconcertantes.
Próximo el final de su estancia en Las Vegas, se había vuelto a encontrar con Colin en el vestíbulo del Bellagio. Durante un momento se había sentido insegura sobre qué hacer, pero él había tomado la decisión por ella.
La verdad es que se había sentido en un estado de celebración después de conseguir un acuerdo con el constructor amigo de Colin para una gran subasta de arte en Lansing’s. Sabía que en parte se lo debía a él, ya que las intervenciones sutiles que había realizado en las conversaciones mantenidas por ella con el constructor en la fiesta habían sido de ayuda.
Y en un ataque de magnanimidad, había aceptado tomar una copa con Colin. Las copas habían progresado a una cena y luego a pasar un poco el rato en las mesas de juego del casino, donde las ganancias de Colin la habían impresionado.
Al final de la velada, había parecido de lo más natural subir con él en el ascensor hasta su suite de lujo.
En broma le había sugerido que no podían acostarse a menos que estuvieran casados. Había supuesto que esa declaración sería el fin de la cuestión. Sin embargo, Colin la había conmocionado al subir la apuesta y desafiarla a ir con él al ayuntamiento a solicitar una licencia matrimonial.
Dieron media vuelta y volvieron a bajar.
Esa aventura la había divertido y horrorizado al mismo tiempo, en especial cuando se pusieron a buscar una capilla. En Las Vegas no les había costado nada encontrar una.
Más adelante, desde luego, culparía de sus actos inusuales a las copas que había bebido y al loco entorno de la ciudad del juego. Y al hecho de que acababa de cumplir los treinta años y de haber perdido a otro novio hacía poco. Y a la creciente presión de su familia para que se casara bien y en breve, y al hecho de que casi todas sus nobles compañeras del Marlborough College ya estaban prometidas o casadas. Incluso había proyectado parte de la culpa sobre Colin, quien la había ayudado a cerrar el trato en el cóctel. Básicamente, todos y todo le habían parecido culpables… especialmente ella.
Por la mañana, había sonado su móvil y, con ojos cansados, había identificado la llamada de su madre. Fue como si alguien le arrojara un cubo de agua helada. Había vuelto atontada a la realidad y había quedado verdaderamente horrorizada por lo que había hecho la noche anterior. Había insistido en una anulación rápida y discreta sin que nadie llegara a saberlo jamás.
Al principio Colin se había mostrado divertido por su alarma. Pero cuando quedó claro que la angustia no era temporal, se había cerrado y distanciado de ella, ocultando a duras penas la ira que lo embargaba.
Nada más bajar la mano de la frente, la sobresaltó el sonido del teléfono móvil.
Suspiró y se dijo que era bueno dejar atrás recuerdos desdichados.
Al comprobar que se trataba de Pia, se colocó el auricular en la oreja, convirtiéndolo así en un aparato manos libres mientras continuaba haciendo la maleta y conversaba.
–¿No se supone que debes estar en Atlanta para una boda? –le preguntó Belinda sin preámbulos.
–Sí, pero tengo toda la semana antes de que el ritmo aumente para el acontecimiento principal del sábado.
Pia y ella, junto con su amiga mutua, Tamara, se habían conocido en acontecimiento benéficos junior. Las tres se habían instalado en Nueva York nada más terminar la universidad. Aunque habían elegido vivir en distintas partes de Manhattan y perseguían diferentes carreras, con Tamara dedicada al diseño de joyas mientras el sueño de Pia siempre había sido la organización de bodas, se habían hecho excelentes amigas.
Aunque Tamara era hija de un vizconde británico, Belinda no la había conocido como integrante de la aristocracia inglesa porque Tamara había crecido principalmente en los Estados Unidos, después de que su madre estadounidense se hubiera divorciado de su padre noble.
Pensó que era una pena, ya que su amiga bohemia y librepensadora habría sido una bocanada de aire fresco en su adolescencia rígida y estructurada. Pia se parecía más a ella, aunque procedía de un entorno de clase media de Pensilvania.
–No te preocupes –bromeó Belinda, adivinando el motivo de que Pia la llamara–, sigo vivita y coleando. Pretendo conseguir mi libertad del marqués aunque sea lo último que haga.
Lamentaba las repercusiones que el desastre nupcial del sábado tendría en el negocio de organizaciones de bodas de Pia. Sólo había pensado en darle un empujón a la carrera de su amiga al pedirle que lo planificara todo en vez de ser una de las damas de honor… a pesar de saber que Pia era una romántica empedernida. Por desgracia, ninguno de los planes del sábado había salido bien.
Como el día anterior había mantenido una conversación a tres con Pia y Tamara y la primera acababa de llegar a Atlanta por cuestiones de trabajo ese mismo día, percibía que en la llamada de su amiga había algo más que la oportunidad de charlar.
Como no le gustaba dar rodeos, fue directa al grano.
–Sé que no me llamarías sin una razón.
–Bueno –comenzó Pia con delicadeza–, ojalá esta conversación pudiera tener lugar más adelante, pero apremian el tema del anuncio que hay que dar, en caso de que haya que hacerlo, con respecto a las nupcias interrumpidas y luego, por supuesto, el de los regalos de boda…
–Devuélvelos todos –cortó ella.
Era optimista pero también realista. Desconocía el tiempo que haría falta para lograr que el marqués le concediera la anulación o el divorcio.
–De acuerdo –Pia sonó aliviada e insegura al mismo tiempo–. ¿Estás segura? Porque…
–Estoy segura –confirmó Belinda–. Y en cuanto a una declaración, no creo que sea necesaria emitir ninguna. Gracias en parte a la señora Hollings, creo que todo el mundo está al corriente de lo sucedido el sábado.
–¿Y qué hay entre Tod y tú? ¿Podréis… arreglar las cosas?
Al salir de la iglesia, Tod la había alcanzado, al parecer abandonando el enfrentamiento con Colin poco después que ella, y habían mantenido una conversación breve e incómoda. Al tiempo que se esforzaba en mostrar ecuanimidad, seguía atónito, irritado y avergonzado.
Belinda le había devuelto el anillo de compromiso. Le había parecido lo más decente. Después de todo, acababa de descubrir que seguía casada con otro hombre.
Suspiró.
–Tod está perplejo y enfadado, y en estas circunstancias no puedo culparlo.
La única excusa que tenía para no haberle contado aquella fuga era que ella misma apenas podía pensar en el incidente. Le resultaba demasiado doloroso.
Pia carraspeó.
–¿O sea que las cosas entre Tod y tú están…?
–En espera. Indefinida –confirmó–. Él espera que yo resuelva la situación, y entonces decidiremos el camino a seguir.
–¿Qué diablos te ha pasado, Belinda? –dijo el tío Hugh saliendo de detrás del escritorio cuando su sobrina entró en la biblioteca de su casa del barrio londinense de Mayfair.
Todo su rostro era una máscara de desaprobación.
La había convocado para que se explicara. Ella, Belinda Wentworth, había hecho lo que ninguno de sus antepasados… traicionar su herencia al casarse con un Granville.
Al ir a Londres en viaje de negocios había sabido que tendría que presentarse en la casa de Mayfair. Había podido eludir conversaciones y explicaciones exhaustivas con sus parientes justo después de la boda gracias a una huida precipitada.
Miró el cuadro Gainsborough de Sir Jonas Wentworth situado sobre la repisa.
La casa de Londres llevaba generaciones en el clan de los Wentworth. Como otras muchas familias de clase alta, los Wentworth habían luchado con uñas y dientes para retener la elegante dirección de Mayfair que, al mismo tiempo, aportaba una gran dosis de distinción, aunque ya no representaba importantes generaciones nobles debido al creciente número de riqueza nueva.
Aunque no poseían títulos, descendían de una rama más joven de los duques de Pelham, y a lo largo de los años se habían casado con muchas otras familias aristócratas… con la evidente excepción de los despreciados Granville. Por ello, se consideraban tan de sangre azul como el que más.
–Has creado un buen enredo –continuó su tío mientras un criado entraba con un carrito con todo lo necesario para el té de la tarde.
Belinda se mordió el labio inferior.
–Lo sé.
–Que debe resolverse sin dilación.
–Desde luego.
Cuando el criado abandonó la estancia, Hugh le indicó que se sentara.
–Bueno, ¿qué vas a hacer para solucionar este caos? –preguntó mientras ella ocupaba el sofá y él un sillón próximo.
Por la fuerza de la costumbre, Belinda se adelantó para servir el té. Le daba algo que hacer… y la ilusión de mantener el control mientras evitaba mirar a su tío a los ojos.
–Pretendo conseguir la anulación o el divorcio, desde luego –aseveró. Pero en ese momento por su cabeza pasó la imagen de estar en una cama enorme en compañía de Colin Granville, compartiendo champán y fresas en lo alto de las luces centelleantes de Las Vegas.
Se le encendió el rostro.
–¿…una indiscreción juvenil?
Alzó la cabeza.
–¿Qué?
El tío enarcó las cejas.
–Sólo preguntaba si esta desgraciada situación tuvo lugar debido a una indiscreción juvenil.
Sabía que debía parecer culpable.
–¿Puedo aducir eso a pesar de tener treinta años en el momento en que sucedió?
El tío Hugh la contempló con expresión pensativa pero indulgente.
–No soy tan viejo como para no recordar todas las fiestas a las que uno puede entregarse cuando tiene esa edad.
–Sí –concedió Belinda, más que dispuesta a aceptar la excusa que se le ofrecía–. Debió de ser eso.
El tío recogió el té y el plato que le entregó.
–Y, sin embargo, me sorprendes, Belinda –continuó después de beber un sorbo–. Tú nunca fuiste propensa a la rebelión. Fuiste a un internado apropiado y luego a Oxford. Nadie esperaba este escenario.
Debería haber adivinado que no permitirían que se librara con tanta facilidad.
Odiaba decepcionar al tío Hugh. Había sido una figura paternal desde que su propio padre falleciera después de luchar durante un año contra el cáncer cuando ella contaba trece años. Al ser el hermano mayor de aquél, y jefe de la familia Wentworth, había adoptado de forma natural el papel paterno. Viudo desde hacía tiempo, el tío Hugh había sido incapaz de tener hijos y, desde entonces, había permanecido soltero y sin herederos directos.
Por su parte, Belinda había intentado ser una buena hija sustituta. Había crecido en las mansiones campestres del tío Hugh, donde había aprendido a nadar y a montar en bicicleta. Había sacado buenas notas, no había sido una adolescente caprichosa y había mantenido su nombre lejos de las columnas de chismorreos… hasta ese momento.
El tío Hugh suspiró y movió su cabeza cana.
–Casi tres siglos de enemistad y ahora esto. ¿Sabías que tu antepasada Emma fue seducida por un canalla Granville? Por suerte, la familia fue capaz de acallar el asunto y arreglar un matrimonio respetable para la pobre muchacha con el hijo menor de un baronet –frunció el ceño–. Por otro lado, nuestra disputa territorial del siglo XIX con los Granville se prolongó durante años. Afortunadamente, al final los tribunales pudieron reivindicarnos en el asunto del linde correcto entre nuestra propiedad y la de ellos.
Belinda ya había oído muchas veces esas historias. Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, que explicara que su situación con Colin era diferente.
–¡Ah! Veo que al fin te he encontrado.
Se volvió a tiempo de ver entrar a su madre en la sala. Cerró la boca con brusquedad para evitar emitir un gemido. Se dijo que de la sartén saltaba al fuego.
Su madre le entregó el bolso y el chal de chifón a una criada que se apresuró a entrar antes de retirarse con discreción. Como de costumbre, se la veía impecable, como si acabara de llegar de un almuerzo en Annabelle’s o en cualquiera de sus otros restaurantes habituales. Tenía cada cabello colocado en el sitio que le correspondía, el vestido era de una elegancia clásica y, probablemente, las joyas que llevaba eran herencias familiares.
Belinda pensó que el contraste entre su madre y ella no podía ser más pronunciado. Ella iba informal, con unos chinos y una blusa vaporosa de mangas cortas acompañados con unos diseños de bisutería accesibles creados por Tamara.
E incluso dejando a un lado los complementos, sabía que físicamente no se parecían. Su madre era una rubia frágil, mientras que ella era una morena escultural. En ese sentido, salía a la rama Wentworth de la familia.
–Madre –probó–, hablamos justo después de la boda.
La mujer la miró con los ojos muy abiertos.
–Sí, cariño, pero sólo me diste una respuesta muy vaga y elemental.
–Te dije lo que sabía.
Su madre movió una mano con displicencia.
–Sí, sí, lo sé. La aparición del marqués fue inesperada y sus afirmaciones estrafalarias. No obstante, nada encara la cuestión de cómo has podido estar casada dos años sin que nadie estuviera al corriente de semejante hecho.
–Ya te he dicho que el marqués explicó que la anulación jamás se concretó. Estoy en el proceso de confirmar esa aseveración y de rectificar el asunto.
Aún no había contratado a un abogado de divorcios, pero había llamado a un letrado de Las Vegas para solicitarle que verificara la afirmación de Colin… que todavía seguían casados.
Su madre miró al tío Hugh y luego a ella.
–Este escándalo es la comidilla de Londres y Nueva York. ¿Cómo pretendes rectificarlo?
Belinda se mordió el labio ante el nuevo enfoque de su madre.
Era irónico que fuera ésta quien la sometiera a un interrogatorio. A lo largo de los años había hecho oídos sordos a los asuntos amorosos de su madre, aunque habían sido tema de chismorreos y de conversación en las fiestas.
–¿Cómo resolveremos alguna vez este tema con los Dillingham? –comentó preocupada–. Es desastroso.
–Vamos, Vamos, Clarissa –intervino su tío, adelantándose para dejar la taza sobre la mesilla–. El histrionismo no aportará nada en este asunto.
Belinda suspiró para sus adentros. Su madre y ella jamás habían mantenido una relación fácil. Tenían una personalidad y un carácter muy diferentes. Siendo adulta, le había dolido cuando su madre se había mostrado superficial, egoísta o egocéntrica, si no las tres cosas al mismo tiempo.
Su madre ocupó un sillón próximo con elegancia a la vez que daba a entender que sus piernas ya no podrían sostenerla más.
–Belinda, Belinda, ¿cómo puedes ser tan imprudente e irresponsable?
Ésta sintió una creciente irritación mientras reconocía que no había dejado de preguntarse lo mismo. Se había comportado de forma inusual en ella.
–Se esperaba que te casaras bien –continuó su madre–. La familia contaba con ello. Si hasta la mayoría de tus compañeras de estudio ya se han asegurado parejas ventajosas.
Tuvo ganas de responderle que se había casado bien. La mayoría de la gente afirmaría que un hombre rico y con un título nobiliario cualificaba como un buen partido. Sin embargo, Colin era un detestado Granville y, por ello, no se debía confiar en él bajo ninguna circunstancia.
–Dedicamos mucho tiempo a cultivar nuestra relación con los Dillingham –prosiguió su madre–. Estaban dispuestos a rehabilitar Downlands para que Tod y tú pudierais organizar fiestas y reuniones allí una vez que os hubierais casado.
No necesitaba que le recordaran el plan de rehabilitar la principal mansión ancestral de los Wentworth en Berkshire. Sabía que la economía familiar era, sino precaria, poco robusta.
La verdad era que ni Tod ni ella se habían sentido arrastrados por la pasión. De hecho, su compromiso se había basado más en elementos pragmáticos. Se conocían desde siempre y se habían llevado bastante bien. Con treinta y dos años, ella se hallaba en el momento de apogeo para el matrimonio, al tiempo que sabía que Tod buscaba y esperaba casarse con una mujer apropiada del mismo entorno social elevado al que pertenecía.
Tod le había dicho que la esperaría hasta que resolviera la situación. Aunque no había mencionado cuánto tiempo duraría dicha espera.
Su madre ladeó la cabeza.
–¿Crees que podrías reclamar parte de los bienes de los Easterbridge por llevar accidentalmente casada con Colin los dos últimos años?
Belinda se quedó atónita.
–¡Madre!
–¿Qué? –abrió mucho los ojos–. Ha habido innumerables casos de matrimonios reales que han durado mucho menos tiempo.
–¡Tendría más poder si Easterbridge se estuviera divorciando de mí!
Recordó la oferta del marqués de que permanecieran casados. Era evidente que tendría que ser ella quien iniciara los trámites para disolver el matrimonio.
–No tuviste tiempo de firmar un acuerdo prenupcial en esa capilla de Las Vegas, ¿verdad? –persistió su madre antes de fruncir la nariz con desagrado–. No me sorprendería que Easterbridge llevara un contrato estándar en el bolsillo.
–¡Madre!
El tío Hugh movió la cabeza.
–Un hombre tan agudo como Easterbridge se habría encargado de que su propiedad no resultara vulnerable. Por otro lado, no queremos que el marqués establezca ninguna reclamación sobre nuestras propiedades.
Su madre volvió a centrarse en ella.
–Menos mal que ninguna de nuestras propiedades está a su nombre.
–Sí –reconoció Hugh–, pero Belinda es una heredera. Heredará la riqueza de los Wentworth. Si sigue siendo esposa de Easterbridge, con el tiempo él tendrá acceso a esa propiedad, en especial si los bienes no se mantienen separados.
–Intolerable –declaró su madre.
Belinda no se sentía como una heredera. De hecho, debido a la insistencia de toda su familia de que consiguiera un buen partido, la riqueza de los Wentworth hacía que se sintiera más reprimida que liberada. Cierto, era beneficiaria de un pequeño fideicomiso, pero esos recursos apenas hacían posible que pudiera vivir en el mercado de renta elevada de Manhattan con su escaso sueldo de especialista de arte.
Una y otra vez se le había recordado que su misión era hacer avanzar el estándar de los Wentworth hacia otra generación. Jamás era ajena a su posición de hija única. Pero, hasta el momento, no podría haber estropeado más las cosas.
–Yo me ocuparé del marqués –afirmó con tono lóbrego, conteniendo su hábito nervioso de morderse el labio.
De algún modo tenía que liberarse de ese matrimonio.