–Gracias por quedar conmigo hoy –dijo con cierta incongruencia al entrar en la sala de reuniones de Colin en las oficinas que tenía en el Time Warner Center.
Esperaba mantener todo en un terreno cortés y productivo.
Colin asintió.
–De nada.
El corazón le latió con fuerza al ver que él le observaba la mano ya sin anillo.
Había querido un lugar de encuentro que fuera privado pero no demasiado íntimo. Sabía que era dueño de un ático espectacular en lo alto del mismo complejo en el que se hallaban, pero había declinado verlo allí. Era difícil verlo en cualquier circunstancia y no podía pensar en lo que habrían podido hacer en su ático.
Lo miró con cautela.
Lucía un traje formal con el encanto relajado y seguro de una pantera lista para jugar con un gatito. En sus venas llevaba la sangre de generaciones de conquistadores, y se notaba.
De pronto, ella sintió que revelaba demasiada piel. Llevaba un vestido con un escote en V, cinturón y sandalias, ya que había propuesto que la reunión se celebrara en la hora de comer de su jornada en Lansing’s.
Colin le señaló el aparador.
–¿Café o té?
Ella dejó el bolso en la gran mesa de conferencias.
–No, gracias.
–Se te ve serena, en marcado contraste con la semana pasada –la miró pensativo.
–He decidido mantener la calma en la tormenta –respondió–. Los rumores se han desbocado, el novio se ha marchado al otro lado del Atlántico y se están devolviendo los regalos de la boda.
–Ah –se sentó en una esquina de la mesa.
–Espero que estés satisfecho.
–Es un buen comienzo.
Ella contuvo la ira y lo miró a los ojos.
–He venido para hacerte entrar en razón –él fue lo bastante descortés como para reír entre dientes–. Sé que estás ocupado… así que iré al grano. ¿Cómo es posible que sigamos casados?
Colin se encogió de hombros.
–La anulación jamás se ultimó en el tribunal.
–Es lo que ya me has dicho –olía a encerrona… o, más precisamente, a un aristócrata taimado–. Espero que despidieras a tu abogado por semejante fallo.
El abogado que acababa de contratar le había confirmado que, hasta donde mostraban los documentos estatales, Colin y ella seguían casados porque no había registro alguno de anulación, ni siquiera los documentos pertinentes archivados.
De un modo u otro, debía ocuparse de la situación tal como se hallaba en ese momento.
–Es inútil mirar atrás –comentó Colin sin saber que ella estaba pensando casi lo mismo–. La cuestión es lo que haremos ahora.
–¿Ahora? –Belinda abrió mucho los ojos–. Obtenemos una anulación o un divorcio, desde luego. Hace poco Nueva York me hizo el enorme favor de establecer el divorcio sin culpa, de modo que ya no tengo que demostrar que has cometido adulterio o me has abandonado. Eso lo sé gracias a una simple investigación.
Colin siguió impasible.
–Ah, por los viejos tiempos, cuando el matrimonio significaba que una mujer estaba casada y sólo el marido podía tener propiedades o demostrar el adulterio.
Ella no mostró signos de apreciar su humor.
–Sí, cuán desafortunado para ti.
–Pero hay un único problema.
–¿Sólo uno? –Belinda no pudo contener el sarcasmo.
Colin asintió.
–Sí. Un divorcio sin falta todavía se puede impugnar, empezando por la presentación de los documentos para dicho divorcio.
Lo miró aturdida. ¿Qué quería dar a entender? Entrecerró los ojos.
–¿O sea que estás diciendo…?
–No voy a concederte un divorcio fácil, ni en Nueva York ni en cualquier otra parte.
–¿Has arruinado mi boda y ahora piensas arruinarme mi divorcio? –preguntó sin poder contener la incredulidad.
–Tu boda ya estaba arruinada antes de empezar porque tú seguías casada –respondió Colin–. Aunque yo no hubiera interrumpido la ceremonia, tu matrimonio con Dillingham se habría considerado nulo ab initio debido a la bigamia. Habría sido como si la ceremonia nupcial jamás se hubiera celebrado.
Belinda apretó los labios y él enarcó las cejas.
–Lo sé –continuó–. Es más bien una inconveniencia que tu matrimonio con Dillingham haya sido el que declararan legalmente inexistente.
–Estropeaste mi boda –lo acusó–. Elegiste el preciso momento inoportuno para realizar tu grandilocuente declaración. ¿Por qué?
–¿No deberías estar dándome las gracias por impedir que se cometiera un delito?
Ella ignoró su réplica.
–Y, para coronarlo, arruinaste mi matrimonio al cerciorarte de que no se llevara a cabo la anulación.
–¿Tu matrimonio con quién? ¿El de Tod, que jamás existió? ¿El nuestro? La mayoría de la gente afirmaría que no ultimar una anulación es el modo de evitar estropear un matrimonio.
Su obstinación no la divertía. Había ido allí para conseguir que aceptara una disolución apacible de su unión.
Colin se frotó el mentón.
–No logro entender cómo lograste mantener en secreto nuestro matrimonio de Las Vegas. ¿Llegó a saberlo Dillingham?
Belinda se ruborizó.
–Tod me apoya.
–Eso significa que no –bajó la vista a la mano de ella–. Además, no llevas su anillo. Dime… ¿cuánto te apoya? ¿O su apoyo significa esperar a un lado hasta que todo este asunto del divorcio se solucione? Pero, ¿cuánto está dispuesto a esperar?
Se miraron y Belinda se obligó a no parpadear. La verdad era que no tenía ni idea del tiempo que Tod estaba dispuesto a esperar. El fiasco de la boda había representado un buen golpe.
Colin la contempló con la cabeza ladeada.
–Ni siquiera le contaste que ya tenías un matrimonio a tu espalda. ¿Te daba miedo lo que podía pensar un viejo alumno de Eton como Dillingham de tu pequeña escapada a Las Vegas?
–Estoy segura de que sólo le habría molestado el hecho de que el novio fueras tú –respondió.
Sí, lo que tú digas, pero queda el hecho de que mentiste en tu licencia matrimonial.
El rubor de Belinda se agudizó.
Aunque ella realmente había creído que dicho matrimonio estaba anulado, y, ¿una anulación no significaba que el matrimonio en cuestión jamás había existido?
–¿Has hablado ya con un abogado? –contraatacó.
–Tú lo has hecho. ¿Por qué no iba a hacerlo yo? –fue su contestación.
–Esa es la diferencia entre Tod y tú. Él no ha hablado con un abogado –lo último que necesitaba era que los Dillingham recurrieran a acciones legales con el fin de recuperar el gasto que les había ocasionado el fiasco de matrimonio.
Colin sonrió.
–Es una pena. Porque si lo hubiera hecho, su abogado le habría dicho justo lo que me dijo el mío. Si eligiera oponerme a tu demanda de divorcio, seguirías siendo mi esposa bastante más tiempo.
–¿De modo que pretendes oponerte?
–Con todo lo que tenga al alcance de mi mano.
–Al final ganaré.
–Puede, pero estoy seguro de que los Wentworth no apreciarán la notoriedad que van a recibir.
Espantada, Belinda pensó que tenía razón. Si ese escándalo progresaba, su familia quedaría horrorizada. Y se ponía enferma sólo con pensar en la reacción de los Dillingham.
–Eres la marquesa de Easterbridge –dijo Colin, yendo al grano–. Bien podrías empezar a usar el título.
Marquesa de Easterbridge. Agradeció que sus antepasados no pudieran oír eso.
–Fue una suerte que en la licencia matrimonial de Nevada eligieras mantener tu apellido –continuó Colin–. De lo contrario, durante dos años te habrías estado representando erróneamente a ti misma como Belinda Wentworth en vez de Belinda Granville.
–Recuerdo haber elegido mantener mi apellido –espetó–. No estaba tan ebria como para olvidar ese detalle.
De algún modo, había resultado aceptable casarse con Colin pero no adoptar el apellido Granville.
Belinda Granville. Sonaba peor que Marquesa de Easterbridge. El marquesado era, sencillamente, el título de Colin, mientras que Granville había sido el apellido que habían llevado sus retorcidos ancestros.
–¿Por qué lo haces? –soltó–. No entiendo por qué no podemos tener un divorcio civilizado… o mejor aún… una anulación.
Se acercó a ella.
–¿No? Durante generaciones nada ha sido civilizado entre los Wentworth y los Granville. El fin de… nuestro encuentro en Las Vegas es la última prueba que lo demuestra.
Ella abrió mucho los ojos.
–De modo que todo se reduce a eso, ¿verdad?
Se detuvo ante Belinda.
–Pretendo conquistar a los Wentworth de una vez por todas… –bajó la vista por su cuerpo– empezando y terminando contigo, mi preciosa esposa.
Colin pensó que había tendido la infraestructura para el desastre. Había dedicado dos años y pico a planificar ese momento, cerciorándose de haber previsto cualquier posible contingencia, por más nimia que fuera.
–Excelente –dijo al teléfono–. ¿Hizo muchas preguntas?
–No –respondió su delegado–. En cuanto supo que estaba dispuesto a pagar el precio adecuado, se mostró complacido.
Y en ese momento el complacido era él.
–Tengo entendido que dio por hecho que era un oligarca ruso en busca de una adquisición de primera calidad.
–Incluso mejor –convino Colin.
Si conocía a Belinda, sabía que en las últimas semanas había estado tramando desligarse de esa unión llamando la menor atención posible. Pero en ese momento él tenía guardado un as.
Después de concluir la llamada, miró a sus dos amigos. Al recibir la llamada y comprobar quién la hacía, se había sentido demasiado impaciente por tener respuestas como para soslayarla a pesar de la presencia de compañía el jueves por la noche.
Desde sus respectivos asientos en el salón de la casa londinense de Colin, Sawyer Langsford, conde de Melton, y James Carsdale, Duque de Hawkshire, intercambiaron miradas. Habían coincidido en la ciudad al mismo tiempo y habían quedado para tomar unas copas. Todos se habían quitado las chaquetas y estaban con las corbatas aflojadas.
Como sus dos amigos aristócratas, Colin había tenido una existencia más cosmopolita que la mayoría, de modo que su acento no era marcadamente británico. No obstante, a pesar de haber viajado tanto, o tal vez por ello, Sawyer, Hawk y él se habían hecho amigos. Razón por la que parecía románticamente apropiado que los tres se hubieran implicado de forma amorosa al mismo tiempo.
Inesperadamente, Sawyer se había involucrado con Tamara Kincaid, una de las damas de honor de Belinda. Hawk perseguía con vehemencia a Pia Lumley, la organizadora de la boda, en un esfuerzo por suavizar la tumultuosa historia que tenía con ella.
En ese momento, sus dos amigos disfrutaban de más éxito que él en el terreno amoroso. Pero Colin tenía la ventaja de que Belinda ya era su esposa. Sin embargo, el hecho de que en ese momento se negara a comunicarse con él salvo a través de abogados era un claro obstáculo.
Pero no importaba. Eran marido y mujer y tarde o temprano iba a tener que hablar con él.
–¿A qué juego estás jugando, Easterbridge? –inquirió Hawk.
–Me temo que uno con apuestas elevadas –respondió Colin con tono algo aburrido–. Estoy seguro de que no querréis tomar parte en él.
Hawk enarcó una ceja.
Sawyer se encogió de hombros.
–Tú siempre has jugado tus cartas de forma reservada, Colin.
–Simplemente, hago lo que está a mi alcance para sacarle brillo al apellido Granville –«¿y qué mejor manera de lograrlo que ser el responsable de vencer finalmente a los enemigos de la familia, los Wentworth?».
Pensó en aquella noche en Las Vegas.
Nunca antes había conocido a una mujer que hubiera estado dispuesta a apostar con él. Descubrió que se trataba de un afrodisíaco poderoso.
Y al regresar al hotel de la capilla, cuando al fin se habían ido a la cama, Belinda lo había asombrado por lo natural y desinhibida que era. Sin embargo, por la mañana se había encontrado con una persona completamente diferente de la mujer ardiente con la que se había acostado.
Su orgullo se había sentido herido. Colin había estado pensando en el día que les esperaba, y en los venideros, y ella no había sabido cómo deshacerse de él con la mayor celeridad posible.
Y la enemistad Wentworth–Granville, que hasta ese momento había sido algo lejano y distante, se había vuelto algo personal. Se había jurado acabar con las tablas reinantes entre las dos familias de una vez por todas.
Siempre que jugaba lo hacía para ganar. Razón por la que se había embarcado en la compra de unas excelentes propiedades en Londres sin que lo supieran los Wentworth.
–Ten cuidado, Easterbridge –aconsejó Hawk–. Hasta los jugadores expertos pierden. Últimamente no te he ganado al póquer, pero, por otro lado, se podría argumentar que eso sólo significa que a la vuelta de la esquina te espera una mala racha.
Colin sonrió.
–Me siento feliz con las cartas que tengo en este momento.