Siete meses después sería libre.
O, al menos, soltera otra vez… no estaba segura de si alguna vez estaría libre de obligaciones y expectativas familiares. Para empezar, su familia mantenía la expectativa de que volvería a casarse… y casarse bien.
Al introducir el coche de alquiler en el camino de la propiedad privada, se obligó a relajarse.
Nevada era conocido por conceder anulaciones rápidas y simples. Y, por suerte para ella, al haberse casado en Las Vegas, ni siquiera tendría que establecer las seis semanas habituales de residencia en el estado con el fin de aprovechar ese sistema judicial.
Colin le había puesto obstáculos tiempo más que suficiente. Belinda había pasado meses echando humo, sin querer un escándalo pero tampoco sin saber cómo evitarlo. En ese momento esperaba que su matrimonio se disolviera con tranquilidad.
Iba a jugársela tratando de obtener una anulación, algo que, a diferencia de Nueva York, en Nevada era algo relativamente sencillo. Si la conseguía, sería como si su matrimonio jamás hubiera tenido lugar.
Por desgracia, su relación con Tod se había ido enfriando. Cada uno había seguido su propio camino y no podía culparlo. ¿Quién iba a querer esperar mientras su prometida seguía casada con otro hombre?
Había buscado un encargo laboral en Nevada para poder obtener la anulación sin que nadie sospechara nada sobre su objetivo real.
Por suerte, un coleccionista anónimo deseaba que evaluaran su colección privada de impresionistas franceses.
Cumpliría con su trabajo, y mientras tanto, ya tenía programada para el día siguiente una cita con un abogado con el fin de estudiar el papeleo para el proceso.
Bajó del coche ante una impresionante casa de estilo colonial y respiró el aire fresco. Miró alrededor del camino, vivo con los colores de las flores de los cactus. El clima en esa zona de Las Vegas era suave y acogedor en marzo… un gran contraste con el de Nueva York o el de Inglaterra. Una ligera brisa le acariciaba los brazos, que llevaba al descubierto con el vestido sin mangas de color trigo, ceñido a la cintura por un cinturón.
Le habían informado de que la mansión era más una inversión y que su dueño residía en otra parte. No obstante, parecía estar muy bien cuidada. Era evidente que estaba dispuesto a invertir tiempo y esfuerzo en su propiedad.
No vio ningún otro vehículo en la entrada, aunque sabía que un pequeño personal de servicio se ocupaba de que la mansión funcionara con precisión.
A los pocos minutos, el ama de llaves con quien había hablado a través del interfono de la puerta metálica de la entrada le abrió la antigua puerta de arco de madera. La mujer, de mediana edad, la saludó con una sonrisa y la condujo al interior.
Después de declinar cualquier refresco, dejó que la mujer le mostrara la planta baja de la casa. Como tasadora de arte, a menudo le resultaba de utilidad ver cómo vivían los clientes en general. Ahí las habitaciones eran grandes y decoradas con gusto, aunque carentes de recuerdos personales… parecía una fotografía para un catálogo de cosas del hogar. Supuso que no debería sorprenderle, ya que la mansión sólo era una inversión.
Quince minutos más tarde, siguió a la mujer a la primera planta, que servía, más o menos, como galería de arte.
Cuando el ama de llaves abrió las puertas dobles, Belinda entró en la vasta sala… y de inmediato contuvo la respiración.
Identificó un Monet, un Renoir y un Degas. Eran obras poco conocidas, por supuesto, ya que las más famosas se repartían por los museos más importantes del mundo. No obstante, desde su punto de vista de experta, no existía algo parecido al Renoir que tenía delante.
Y lo más importante fue que reconoció los cuadros como obras que habían salido a subasta en los últimos años… subastas suyas. Que había organizado tan bien como para valerle un ascenso en Lansing’s.
Entonces se preguntó quién o quiénes habían sido los misteriosos compradores. En su línea de trabajo, no era inusual que alguien quisiera mantener el anonimato, a veces comprando a través de terceros. Pero quienquiera que fuera el dueño, Belinda lo había envidiado incluso entonces.
Los cuadros eran hermosos, obras de arte románticas. Deseó poseer el dinero para comprarlos. Admiró la sensibilidad de quien los había adquirido y el buen sentido mostrado en el modo en que exhibía los lienzos.
El ama de llaves le sonrió y asintió con cortesía.
–La dejaré hacer su trabajo.
–Gracias.
En cuanto se quedó sola, fue al centro de la sala. Permaneció allí un momento, girando primero hacia el Renoir y luego hacia el Monet. Se sentó en un sillón próximo para contemplarlos con más detenimiento.
Le encantó que los cuadros hubieran permanecido juntos. Eran de los que más le gustaban de todos los que había tenido la fortuna de que pasaran por su despacho. Había desempeñado bien su papel y los había vendido a unos precios excelentes. Los había repartido entre muchos compradores… o eso había creído.
Aunque en ese momento podía volver a disfrutar de ellos.
El Monet era una mujer y un hombre en concentrada conversación contra un paisaje verde. El Renoir una pareja que bailaba en un abrazo íntimo. Y el Degas una bailarina retratada haciendo una pirueta.
Pasado un rato, se levantó y se acercó al Renoir para inspeccionarlo más detenidamente.
Por supuesto, las pinceladas eran tal como ella las recordaba.
Oyó que se abría la puerta de la sala y, antes de que pudiera volverse, una voz llegó hasta ella.
–Creo que valen más que lo que pagué por ellos.
El tono era seco, divertido… y familiar.
Se quedó paralizada antes de girar unos segundos más tarde y encontrarse con los ojos del marqués de Easterbridge.
–Tú.
–Me parece que el término correcto es marido –Colin sonrió.
–¿Cómo has llegado aquí?
–Esta casa es mía –respondió divertido.
Belinda lo miró atónita mientras intentaba asimilar esas palabras.
Se lo veía en un estado de forma perfecto. Llevaba una camisa blanca con los puños remangados y pantalones oscuros. Dio por hecho que se los había hecho el sastre de Savile Row que los Granville habían empleado durante generaciones.
Mostraba su ecuanimidad y seguridad habituales.
–¿Regresas al escenario del crimen? –no pensaba darle la satisfacción de mostrar su enfado por el modo en que la había engañado.
–¿Te refieres a nuestra boda? Es nuestro tercer aniversario, ¿sabes?
Ella fingió indiferencia.
–¿En serio? No lo recordaba. Lo único que de verdad espero es la oportunidad de celebrar nuestra anulación.
Colin avanzó.
–¿De modo que ese es el motivo de que hayas vuelto a Las Vegas?
–Con o sin tu cooperación –afirmó de forma tajante.
Él continuó impasible y gesticuló abarcando la sala.
–Espero que disfrutes examinando estas obras de arte.
Lo observó con suspicacia.
–¿Qué tramas?
–¿No es obvio? –esbozó una leve sonrisa.
–Me tentaste a venir aquí.
–Todo lo contrario, viniste por voluntad propia con el fin de conseguir la anulación –la estudió–. Reconozco que adiviné que tarde o temprano regresarías a Las Vegas. Pensé en hacer que tu viaje mereciera la pena.
–¿Por lo que haces que te tasen y evalúen unas obras impresionistas? –se mofó–. ¿Planeas venderlas? –a pesar de sí misma, esa idea la entristeció y lamentó carecer de los medios para ofrecerse a comprárselas.
Colin ladeó la cabeza.
–No, no tengo intención de vender. Por el momento, estoy mucho más interesado en cultivar mis inversiones.
Sintió un gran alivio, a pesar de que lo que él hiciera o no hiciera no era asunto suyo.
–Has adquirido estos cuadros hace poco. ¿Por qué quieres que te los tasen? No ha pasado tiempo suficiente para una revalorización significativa –frunció los labios–. Sabes que son auténticos. Yo personalmente avalo eso.
–Ah, la autenticidad –murmuró él–. Es justo lo que busco.
Ella intuyó que podía estar hablando de algo que no fueran los cuadros.
–Como he dicho –prosiguió Colin–, quería confirmación de que pagué un buen precio. Como la mayoría de mis inversiones, creo que valen más que aquello para lo que los compré… al menos ahora.
Una vez más Belinda experimentó la sensación incómoda de que en sus palabras había un doble sentido que no terminaba de entender.
–No se puede poner un número preciso al arte, aunque muchos lo intentan –respondió–. Después de todo, la belleza está en los ojos del observador.
–Eso tengo entendido –respondió con suavidad, observándola de arriba abajo.
Ella sintió el peso de esa mirada en sus pechos y en la unión de sus muslos. Bastó para sacar su instinto combativo.
–¿Por qué haces esto? –era hora de dejar de lado toda simulación.
–Quizá me gustaría poder ser considerado la persona que al fin logró enterrar la enemistad Wentworth–Granville –contestó con la suficiente honestidad como para no fingir haberla malinterpretado.
–Si quieres ponerle fin a esta enemistad entre nosotros, lo único que tienes que hacer es firmar los papeles de la anulación.
–Reclamar algo así apenas tiene valor… es demasiado pasivo.
–Siempre podrías divorciarte de mí aduciendo adulterio –le sugirió con esperanzas.
Soltó el comentario grosero como una jugada calculada que lamentó cuando la expresión de Colin se mostró posesiva.
–¿Tuyo o mío? –preguntó él.
–Mío, por supuesto.
–Mientes muy mal.
–No sé a qué te refieres.
–Claro que lo sabes. Nunca te acostaste con Dillingham.
Su audacia la dejó sin aliento.
–¿En serio? –repuso con desdén–. ¿Y cómo puedes saberlo tú? ¿Estás seguro de que me has echado a perder para otro hombre?
–No, pero un matrimonio pactado para salvar la granja de la familia rara vez rebosa pasión –la vio contener el aliento–. Y luego está el hecho de que tuviste sexo conmigo aquí en Las Vegas sólo después de que nos casáramos. ¿Qué mencionaste que habías llegado a entender? ¿Que buscabas a un hombre que fuera en serio? Imaginé que con Tod habías decidido obrar igual… hacerlo esperar.
Salvo que yo te estropeé los planes con Dillingham, ¿verdad? –añadió Colin–. Y ahora, desesperado, el tío Hugh ha decidido encargarse de todo. Apuesto a que no tenías ni idea de que la situación financiera de los Wentworth era tan desesperada.
–¿Qué quieres decir? –abrió mucho los ojos. Debería haber imaginado que Colin se guardaba un as en la manga, ya que estaba al corriente por sus empresas inmobiliarias de que poseía una perspicacia casi sobrehumana con los números y dónde invertir.
–¿Has hablado últimamente con tu tío? –replicó.
–No –Belinda pensó con celeridad–. ¿Qué pasa con el tío Hugh?
–Nada. Pero ha dejado su casa de Mayfair.
Belinda sabía que su tío se movía mucho.
–No hay nada raro en…
–De forma permanente.
–¿Por qué iba a hacer algo así?
–Porque la casa de Mayfair ahora es mía.
Ella movió la cabeza.
–Eso es imposible –unos meses atrás había estado en la dirección de Mayfair que había pertenecido a los Wentworth durante generaciones. Cierto que su tío había parecido preocupado, pero en ningún momento habría imaginado…
–Todo lo contrario, descubrirás que las escrituras se han registrado… a diferencia de nuestra anulación. Tu tío todavía puede residir en sus mansiones, pero es por consentimiento mío.
Belinda lo miró atónita.
–¿Por qué diablos te iba a vender el tío Hugh la casa de Londres a ti? Eres la última persona del mundo a quien se la vendería.
–Es sencillo –dijo Colin con tono seco–. Desconocía que el comprador final era yo. La casa se vendió a una de mis empresas. Es de suponer que no sabía que yo era el accionista principal.
Lo miró asombrada. Se dijo que no podía ser…
Colin se encogió de hombros.
–Fue una venta rápida por un precio satisfactorio. Al parecer tu tío buscaba una inyección veloz de efectivo.
–¿Qué tiene que ver eso conmigo? –demandó desafiante.
–También soy dueño de la más grande de las dos mansiones de Berkshire.
Belinda se encogió de hombros. La familia Wentworth tenía, algo un tanto inusual, dos mansiones en Berkshire. La más pequeña era la de origen más reciente, entrando en el patrimonio familiar mediante el matrimonio de su tatarabuela. La más grande, la que al parecer, si se podía creer en la declaración que acababa de emitir, en ese momento estaba en manos de Colin, había pertenecido a la familia desde los tiempos de Eduardo III. Downlands, como se llamaba, lindaba con la tierra de los Granville y en el siglo XIX había sido tema de una prolongada disputa de demarcación territorial con la familia de Colin.
A Belinda le daba vueltas la cabeza. Se dijo que ella no era responsable de las propiedades de los Wentworth. Después de todo, su vida estaba en Nueva York como tratante de arte. Las disputas familiares apenas la alcanzaban… ¿o no era así?
–Supongo que adquiriste la mansión de Berkshire mediante una compra anónima similar. La empresa privada que utilizaste para la transacción no sería LG Management, ¿verdad? –mencionó la compañía misteriosa que le habían informado de que era la propietaria de la hacienda de Las Vegas en la que estaban.
Colin inclinó la cabeza.
–LG Management, sí –sonrió–. Lord Granville Management.
Belinda entrecerró los ojos.
–Qué astuto.
–Me alegra que lo pienses.
¿Cómo era posible que las propiedades familiares se hubieran visto tan menguadas sin que ella fuera consciente? ¿Tan acuciante era la situación financiera de la familia?
–¿Cómo pagaste tu lujosa boda con Tod? –preguntó Colin como si le leyera la mente.
–No es asunto tuyo –respondió con culpabilidad.
Colin se metió las manos en los bolsillos.
–Imagino que, de acuerdo con la costumbre, los Dillingham corrieron con parte del coste, pero en cuanto a la cuota de los Wentworth, no me creo que tú asumieras toda la carga.
La verdad era que ella había pagado una parte de la boda. Pero cuando el tío Hugh y su madre insistieron en celebrar algo lujoso, había terminado por ceder… con la condición de que ellos se ocuparan de los gastos adicionales.
–Imagino que Hugh vio tu boda como la fuga de Napoleón de Elba –dijo, conectando los puntos por ella–. Fue su última jugada desesperada para salvar el legado de la familia mediante una infusión nueva de dinero de los Dillingham. Por desgracia, a cambio se convirtió en su Waterloo.
Lo miró incrédula. Resultaba inconcebible que en ese momento un Granville fuera dueño de una propiedad de los Wentworth. Aunque también a mucha gente le era difícil asimilar que una Wentworth, ella, estuviera casada con un Granville.
Pero se dijo que no todo estaba perdido.
–Aunque seas el dueño de ambas propiedades –replicó–, como tu esposa, tengo derecho sobre ellas. Después de todo, estamos casados.
Había aprendido algo tras consultar con un abogado matrimonialista.
Los ojos de Colin brillaron con admiración.
–Sí, pero como mucho a la mitad. Y en el mejor de los casos lograrías conseguir una cuenta legal, pero entonces sólo tendrías derecho a una parte del valor efectivo de la venta de las propiedades a una tercera parte.
El muy canalla. Colin litigaría. Debería haber reflexionado mejor antes de pensar que podría superarlo en lo que mejor se le daba. Los tiburones de los negocios como él mantenían bien alimentadas a las manadas de abogados corporativos.
–Como nuestro matrimonio ha sido breve y ha estado muerto desde el primer día, es improbable que un tribunal lo tome como un argumento válido. En cualquier caso, imagino que tu principal prioridad sería tratar de recuperar la mansión de campo de los Wentworth.
Tenía razón y trató de no reflejar la derrota que sentía.
–Parece que estamos en un callejón sin salida –concluyó él.
–Es evidente que lo has meditado bien –lo acusó.
–Bastante, pero tres años es mucho tiempo para cavilar… sobre tener una esposa sin derechos conyugales.
Belinda sintió que el rubor le subía al rostro.
–¿Qué te hace pensar que me importa lo que sea de unos edificios viejos y unas tierras del otro lado del océano?
–Oh, sí te importa –contradijo con suavidad–. Pasaste tu infancia en la casa de Mayfair y en la mansión de Berkshire –la vio morderse el labio inferior–. Yo sólo te observaba desde lejos –añadió con tono burlón–, pero fui bastante consciente de tus idas y venidas como para entender al menos eso.
Lo maldijo para sus adentros porque tenía razón.
Recordó correr por los pasillos de la casa de Mayfair con cuatro o cinco años y, más adelante, aprender a montar a caballo en la mansión de Berkshire. Y en su adolescencia había visto a su madre prepararse para las innumerables cenas y fiestas a las que la habían invitado a incorporarse. Allí había conocido por primera vez a los artistas de renombre nacional e internacional y aprendido a amar el arte que había convertido en una carrera.
–¿Qué quieres?
–A la mujer con la que me casé. La que tomaba decisiones por su cuenta en vez de seguir las pautas de la familia. Por una esposa como esa, podría estar dispuesto a alcanzar cierto compromiso acerca de la disposición de mis propiedades.
–No me siento tan rebelde como para ser tu esposa.
–Eres más rebelde de lo que piensas –se acercó y Belinda enarcó las cejas con sarcasmo–. Se podría decir que tu traslado a Nueva York, distanciándote de los demás Wentworth, fue un pequeño acto de rebeldía. Pero tú eliges –expuso–. Puedes elegir anular nuestro matrimonio a la espera de conseguir otro marido seguro y que apruebe la familia o puedes ser alguien que vive la vida de acuerdo a los términos que ella misma se impone. ¿Qué será?
–Con franqueza, es como si Darth Vader me ofreciera un trato –espetó, ocultando su repentina confusión.
Colin soltó una carcajada.
Belinda tragó saliva. A pesar de su respuesta frívola, las palabras de él se habían acercado al blanco. Pero de inmediato se dijo que no sabía nada de su vida. Ella sólo estaba siendo responsable.
–¿Qué obtienes tú con esto? –quiso saber.
–Ya te lo he dicho. Cuido una inversión.
–¿Y eso qué significa? –inquirió, ocultando su frustración.
–¿Importa? Tu lado del juego está claro. Puedes hacer lo que dicte tu familia y ponerle fin a nuestro matrimonio, aunque eso quizá deje la herencia de los Wentworth exclusivamente en mis manos. ¿Es lo que quieres?
La verdad era que ya no sabía lo que quería. Había demasiado en juego y él era demasiado atractivo, se hallaba demasiado cerca y parecía muy poderoso y en control.
–La opción es mejor –la tentó–. Al seguir casada conmigo, puedes rebelarte y al mismo tiempo desempeñar el papel de hija y sobrina devota. Es raro que se presente semejante oportunidad. Sigue casada conmigo y podrás trasladar estos cuadros a Downlands.
–¿Downlands? –se humedeció unos labios súbitamente secos–. Esa propiedad ya no es mía.
–Podría ser únicamente tuya –explicó él con suavidad–, si seguimos casados. Firmaré ese contrato.
No estaba preparada para eso. Necesitaba tiempo para procesar… para pensar…
Pero Colin no le daba ni tiempo ni espacio. Se acercó.
Sintió un hormigueo por sus terminales nerviosas.
Sus ojos se sintieron atraídos por la cara de él, los pómulos, la nariz, la boca. Para ser un hombre duro, tenía unos labios suaves.
Como bien sabía. La noche de bodas Colin había besado cada centímetro de su cuerpo echado sobre las sábanas de satén negro, con los pétalos de las rosas que había logrado conseguir para la ceremonia diseminados al azar alrededor de ellos.
Había usado los pétalos para hacerle cosquillas y excitarla hasta que la había tenido gimiendo y retorciéndose, prácticamente jadeando para que la tomara.
Él se había visto afectado de la misma manera. El corazón le había latido con fuerza y cuando se deslizó dentro de ella, no había albergado ni un ápice de duda acerca de cuánto la deseaba.
–Se te ve casi somnolienta –musitó Colin.
Ella alzó la vista y sintió que las mejillas se le encendían.
Él parecía divertido.
–¿En qué pensabas? ¿Recordabas la última vez que habíamos estado en Las Vegas?
¿Recordar? Podía sentirlo en cada poro como una caricia etérea.
–Fue un error –respondió de manera automática.
–¿Cómo lo sabes? –contrarrestó–. Te niegas a probar la proposición.
–No necesito volver a tocar fuego para saber que me quemaré.
–Interesante elección de palabras –murmuró él–. ¿Eso fuimos? ¿Nos quemamos con fuego?
–Yo no he dicho…
La calló con un dedo en los labios.
Los dos se quedaron quietos, buscando en los ojos del otro.
Él bajó la mano para realizarle una caricia leve en el mentón y la garganta.
Con el dedo pulgar sintió el latir rápido de su corazón… ambos sabían afectados por el momento.
–Fue bueno, ¿verdad? –frotó con suavidad el pulso errático–. El mejor sexo que jamás he experimentado.
Belinda tragó saliva y entreabrió los labios. Había intentado no pensar en aquello, pero, sí, había sido la noche más sensacional de su vida.
–¿Debería sentirme halagada? –desafió.
Él rió.
–Quizá sea más apropiado decir afortunada, ya que puedes tener gratis varias noches similares.
–Todo tiene un precio.
–Yo estoy dispuesto a seguir pagando.
–¿Y qué tendré que pagar yo?
–Prácticamente nada, comparado con lo que recibirás… y con lo que podemos crear juntos. Lo que hemos creado juntos, ¿recuerdas?
–Fue Las Vegas, que te lleva a hacer cosas descabelladas.
–Estamos de vuelta aquí, respiramos el mismo aire. Y es nuestro aniversario.
Santo cielo.
–Nuestras familias son enemigas. Fue un sexo prohibido, nada más.
–Estamos casados. Soy legalmente tuyo y eres legalmente mía.
–Sólo porque tú no has jugado limpio.
–Dijiste que querías un hombre que se comprometiera porque ya te habías quemado antes. Sin embargo, a la mañana siguiente me echaste.
–¿Es eso lo que quieres ahora, revancha de sexo?
La sonrisa de él fue enigmática.
–¿Esa va a ser tu excusa si resulta tan explosivo?
Fue a girar la cabeza, pero la boca de él cayó sobre la suya antes de que la negación pudiera ser completa.
Tres años. Tres años había vivido con el recuerdo de lo que era besar a Colin Granville y ser poseída por el marqués de Easterbridge.
Sin embargo, en un momento el recuerdo se vio desterrado por una realidad aun más vívida.
Si Colin se hubiera mostrado exigente, habría tenido una posibilidad de resistirse. Pero la besó con suavidad, como si disfrutara de una bebida dulce y dispusiera de todo el tiempo del mundo.
Sabía a menta y a calidez. Le introdujo la lengua en la boca y la instó a profundizar el beso.
A Belinda le resultó embriagador y sin un respiro.
Colin deslizó la mano a su trasero y la atrajo contra la innegable erección que tenía mientras le apoyaba la otra mano en la espalda y la moldeaba contra él.
Pudo sentirlo todo a través de la tela fina del vestido. Fue consciente de que los pezones se le endurecían y se pegaban contra el muro inamovible del torso de Colin.
Había mantenido la esperanza de haber exagerado los recuerdos, pero él estuvo a la altura de las expectativas y más.
Hallarse en sus brazos era una mezcla embriagadora de peligro, como si caminara junto a un precipicio, y alivio. Era un hombre sólido, cualificado y la hacía sentir extrañamente libre, como si a su lado al fin pudiera ser realmente ella misma.
Era extraño. No debería sentirse como si él fuera alguien con quien pudiera quitarse una carga. Se recordó que era un Granville y que aún no sabía qué juego estaba jugando. Tampoco ayudaba haber confirmado que seguía provocándole una reacción sexual visceral.
Se quedó quieta y luego se apartó.
A regañadientes, Colin la dejó ir.
Con respiración jadeante, se miraron.
Los ojos de él brillaron, pero entonces recuperó el dominio sobre sí mismo y apagó los fuegos.
Belinda apenas podía imaginar cuál sería su aspecto. Los labios le hormigueaban por el beso y tuvo que luchar contra el impulso súbito y perturbador de regresar a los brazos de él en busca de más.
Con un supremo esfuerzo, se inclinó a recoger su bolso, luego giró en redondo y fue presurosa hacia la puerta.
No le importó saber que huía… y que él se lo permitía.
–Los cuadros… –dijo Colin a su espalda.
–El precio es demasiado alto..