Marat/Sade/Artaud

La primera y más hermosa de las cualidades de la naturaleza es el movimiento, que la convulsiona en todas las épocas. Pero este movimiento es simplemente la consecuencia perpetua de crímenes; y solo gracias a los crímenes se mantiene.

SADE

Todo cuanto actúa es crueldad. Es sobre esta idea de acción extremada, llevada más allá de todo límite, que el teatro debe ser reconstruido.

ARTAUD

Teatralidad y locura —los dos temas más poderosos del teatro contemporáneo— están brillantemente fundidos en el drama de Peter Weiss, Persecución y asesinato de Jean Paul Marat, representado por los internos del asilo de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade. El tema es un ensayo dramático puesto en escena ante los ojos del público; la escena es en un manicomio. El hecho histórico en que se basa la obra es el de que en el asilo de locos de las afueras de París en que Sade estuvo recluido por orden de Napoleón durante los últimos once años de su vida (1803-1814), la política ilustrada del director, M. Coulmier, permitió a los locos de Charenton poner en escena piezas teatrales de su propia creación que estaban abiertas al público parisiense. En estas circunstancias, se sabe que Sade escribió y montó varias obras (todas perdidas), y la pieza de Weiss recrea ostensiblemente estas realizaciones. El año es 1808, y el escenario es la severa sala de baños alicatada del asilo.

La teatralidad impregna la ingeniosa pieza de Weiss en un sentido peculiarmente moderno: la mayor parte del Marat-Sade consiste en «teatro dentro del teatro». En la producción de Peter Brook, que se estrenó en Londres, en agosto de 1964, el ya envejecido, desgreñado y algo caduco Sade (representado por Patrick Magee) aparece tranquilamente sentado en la parte izquierda del escenario, apuntando (con ayuda de un paciente que actúa como director de escena y narrador), supervisando y comentando. M. Coulmier, correctamente vestido y llevando una especie de banda roja honorífica, acompañado de sus elegantemente vestidas esposa e hija, está sentado durante la representación en la parte derecha del escenario. Hay también abundancia de teatralidad en el sentido más tradicional: la enfática llamada a los sentidos con espectáculo y sonido. Un cuarteto de locos con pelo de alambre y rostros pintarrajeados, vestidos con sacos coloridos y anchos sombreros, cantan irónicas canciones de manicomio a la vez que representan las acciones en ellas descritas; su abigarrado conjunto contrasta con las túnicas blancas sin forma y las camisas de fuerza, los rostros macilentos de la mayor parte de los demás locos que actúan en el drama pasional de Sade sobre la Revolución francesa. La acción verbal, dirigida por Sade, es reiteradamente interrumpida por brillantes trozos de actuación espontánea de los locos, de los que el más fuerte es la secuencia de un guillotinamiento en masa; en ella, algunos producen ásperos ruidos metálicos, golpean partes del ingenioso decorado y vierten cubos de pintura (sangre) por unos desagües, mientras otros saltan alegremente a una fosa en el centro del escenario, dejando sus cabezas apiladas sobre el nivel del mismo, junto a la guillotina.

En la producción de Brook, la locura demuestra ser la forma más autoritaria y sensual de la teatralidad. La locura establece la inflexión, la intensidad de Marat-Sade, desde la imagen inicial de los fantasmales locos que van a actuar en la obra de Sade, acurrucados en posiciones fetales, o en estupor catatónico, o temblando, o representando algún ritual obsesivo y luego apelotonándose para acudir a saludar al afable M. Coulmier y a su familia cuando entran en escena y suben a la plataforma en la que permanecerán sentados. La locura es también el registro de la intensidad de las actuaciones individuales: de Sade, que recita sus largos discursos con un cansino y deliberado sonsonete entre dientes; de Marat (representado por Clive Revill), embutido en húmedas vestimentas (un tratamiento para su enfermedad de la piel) y encajonado en el curso de la acción en una bañera metálica portátil, mirando fijamente hacia delante, aun en medio de los parlamentos más apasionados, como si ya estuviera muerto; de Charlotte Corday, asesina de Marat, representada por una hermosa sonámbula que periódicamente se queda en blanco, olvida su papel, y hasta se tumba en el escenario y tiene que ser despertada por Sade; de Duperret, el diputado girondino y amante de la Corday, representado por un paciente de lacia y larga cabellera, un erotómano que constantemente se interrumpe en su papel de caballero y amante para lanzarse lascivo hacia la paciente que representa a la Corday (en el curso de la obra, se hace necesario ponerle una camisa de fuerza); de Simone Everard, amante y enfermera de Marat, representada por una paciente casi completamente incapacitada, que apenas si puede hablar y se limita a moverse espasmódicamente y sin sentido cuando muda la ropa de Marat. La locura se convierte en la metáfora privilegiada y más auténtica de la pasión; o, lo que en este caso viene a ser lo mismo, en el desenlace lógico de toda emoción fuerte. Tanto los sueños (como en la secuencia «la pesadilla de Marat») como los estados de ensoñación deben terminar en violencia. Así, la lenta escenificación del asesinato de Marat por Charlotte Corday (historia, es decir, teatro) es seguida por los locos con gritos y canciones de los quince sangrientos años sucesivos al hecho histórico y termina con el asalto por la «compañía» a los Coulmier cuando intentan abandonar el escenario.

La obra de Weiss es también una obra de tesis, precisamente por su representación de la teatralidad y la locura. Lo central en la pieza es un debate entre Sade, desde su silla, y Marat, desde su bañera, sobre el significado de la Revolución francesa, es decir, sobre las premisas psicológicas y políticas de la historia moderna, pero visto desde una sensibilidad muy moderna, una sensibilidad reforzada por la experiencia de los horrores de los campos de concentración nazis. Pero Marat-Sade no se presta a una formulación como teoría particular sobre la experiencia moderna. El drama de Weiss más parece tratar del nivel de sensibilidad que la moderna experiencia implica, pone en juego, que de un razonamiento o una interpretación de esa experiencia. Weiss, más que presentar ideas, sumerge al público en ellas. El debate intelectual es el material de la obra, pero no es su tema ni su fin. El marco de Charenton permite que este debate tenga lugar en una continua atmósfera de violencia a duras penas reprimida; todas las ideas son volátiles a esa temperatura. La locura, una vez más, demuestra ser el modo más austero (hasta abstracto) y drástico de expresar en términos teatrales la representación de las ideas, mientras los miembros de la compañía que reviven la Revolución corren frenéticamente y deben ser sujetados, y los gritos en demanda de libertad de la turba parisiense son súbitamente metamorfoseados en gritos de los pacientes que aúllan que se les deje salir del asilo.

Semejante teatro, cuya acción fundamental es el irrevocable escorarse hacia extremados estados de sentimiento, solo puede terminar de una de dos maneras. Puede volverse sobre sí mismo y hacerse formal, para terminar en una estricta moda da capo, con sus propias líneas de apertura, o puede volverse hacia el exterior, rompiendo el «marco» y abalanzándose sobre el público. Ionesco ha admitido que su primera obra, La cantante calva, estuvo concebida, en cuanto a su modo de finalizar, con una masacre del público; en otra versión de la misma obra (que actualmente termina da capo) el autor tenía que subir de un salto al escenario e imprecar al público hasta que abandonara el teatro. Brook, o Weiss, o ambos, han ideado como final de Marat-Sade un equivalente del mismo gesto hostil hacia el público. Los locos, es decir, la «compañía» teatral de Sade, han perdido los estribos y asaltado a los Coulmier; pero este motín —es decir, el drama— es interrumpido por la entrada de la directora de escena del Aldwych Theater, con una camisa moderna, jersey y calzado de deporte. Lanza un silbido; los actores se detienen bruscamente, se vuelven y encaran al público; pero cuando el público aplaude, la compañía responde con un lento, siniestro palmoteo, que ahoga los aplausos «libres» y deja a todo el mundo considerablemente incómodo.

Mi admiración personal y el deleite que me produjo Marat-Sade son virtualmente incondicionales. La obra, que se estrenó en Londres en agosto de 1964, y que, se rumorea, pronto veremos en Nueva York, es una de las mayores experiencias posibles en la vida de un espectador. Sin embargo, casi todo el mundo, desde los cronistas hasta los críticos más serios, ha expresado graves reservas, cuando no rotundo disgusto, ante la puesta en escena por Brook de la obra de Weiss. ¿Por qué?

A mi entender, hay tres ideas preconcebidas que subyacen a las objeciones hechas a la puesta en escena del drama de Weiss por Brook.

La conexión entre teatro y literatura. Una idea preconcebida: el teatro es una rama de la literatura. Pero lo cierto es que algunas obras de teatro pueden ser juzgadas fundamentalmente como obras literarias, y otras no.

Precisamente porque esto no es admitido, o en general comprendido, leemos con demasiada frecuencia la afirmación de que, mientras Marat-Sade es, teatralmente, una de las cosas más sorprendentes vistas jamás en escena, es una «pieza de director», lo que significa una puesta en escena de primera línea de un drama de segunda. Un poeta inglés muy conocido me dijo que detestaba la obra por esta razón: porque aunque cuando la vio la encontró maravillosa, sabía que si no hubiera gozado del beneficio de la realización de Peter Brook, la representación no le habría gustado. Se dice también que la realización de la obra por Konrad Swinarski, puesta el año pasado en Berlín Occidental, no produjo ni con mucho la asombrosa impresión que produce la realización actualmente en cartel, en Londres.

Por supuesto, Marat-Sade no es la obra maestra suprema de la literatura dramática contemporánea, pero sería difícil clasificarla como obra de segunda línea. Considerada simplemente en su texto, Marat-Sade es a un tiempo sólida y emocionante. Los defectos no están en la obra, sino en una estrecha concepción del teatro que insiste en una imagen del director como sirviente del escritor, que saca a la luz significaciones ya residentes en el texto.

Después de todo, en la medida en que sea cierto que el texto de Weiss, en la esmerada traducción de Adrian Mitchell, se ve considerablemente realzado por la puesta en escena de Peter Brook, ¿qué tiene que ver? Aparte de un teatro de diálogo (de lenguaje) en el que el texto es primario, hay también un teatro de los sentidos. El primero podría llamarse «pieza»; el segundo, «obra teatral». En el caso de una obra teatral pura, el escritor, que apunta palabras que los actores deberán repetir y el director escenificar, pierde supremacía. En este caso, el «autor» o «creador» es, para citar a Artaud, simplemente «la persona que controla el manejo directo del escenario». El arte del director es un arte material, un arte que opera con los cuerpos de los actores, los decorados, las luces, la música. Y cuanto Brook ha conjugado es particularmente brillante e ingenioso: el ritmo de la representación, el vestuario, el montaje de las escenas de mimo. En cada detalle de la realización —uno de cuyos elementos más notables es la estruendosa melodía (de Richard Pleaslee) que utiliza campanas, címbalos y órgano—, hay un ingenio material, un implacable mensaje a los sentidos. Sin embargo, hay algo en el virtuosismo de Brook para los efectos escénicos que ofende. Para la mayoría de las personas, parece arrollar el texto. Pero quizá sea este el mérito.

Y no es que sugiera que Marat-Sade es simplemente teatro de los sentidos. Weiss ha dado un texto complejo y altamente literario, que exige una respuesta. Pero Marat-Sade exige también ser considerado en el nivel sensorial, y solo el prejuicio más inflexible sobre lo que el teatro debe ser (el prejuicio por el que una obra de teatro debe ser juzgada, en último análisis, como perteneciente a una rama de la literatura) subyace a la exigencia de que el texto escrito y, por consiguiente, hablado de una obra de teatro debe responder del conjunto de la pieza.

La conexión entre teatro y psicología. Otra idea preconcebida: el teatro consiste en la revelación de un personaje, construido a partir de un conflicto de motivos que sean verosímiles desde un punto de vista realista. Pero el teatro moderno más interesante es un teatro que va más allá de la psicología.

Citando nuevamente a Artaud: «Necesitamos verdadera acción, pero sin consecuencias prácticas. No es en el nivel social donde se despliega la acción del teatro. Menos aún, en los niveles ético y psicológico... Esta obstinación en hacer hablar a los personajes sobre sentimientos, pasiones, deseos e impulsos de un orden estrictamente psicológico, en el que una sola palabra tiene por finalidad compensar innumerables gestos, es la razón ... el teatro ha perdido su verdadera razón de ser».

Es desde este punto de vista, tendenciosamente formulado por Artaud, que se puede comprender debidamente el hecho de que Weiss haya situado su alegato en un manicomio. El hecho es que, con la excepción de figuras que hacen las veces de público en escena —M. Coulmier, que interrumpe frecuentemente la representación para reconvenir a Sade, y su esposa e hija, que no tienen texto— todos los personajes del drama son dementes. Pero el escenario de Marat-Sade no equivale a una declaración de que el mundo esté loco. Ni es tampoco un ejemplo de un interés a la moda por la psicología de la conducta psicopática. Por el contrario, el interés por la locura en el arte actual refleja de ordinario el deseo de ir más allá de la psicología. Cuando dramaturgos como Pirandello, Genet, Beckett e Ionesco presentan personajes con conductas o estilos expresivos trastornados, eliminan la necesidad de que estos incorporen a sus actos o a su discurso explicaciones coherentes y verosímiles de sus motivos. La representación dramática, liberada de las limitaciones de lo que Artaud denomina «pintura psicológica y dialogal del individuo», está abierta a niveles de experiencia más heroicos, más ricos en fantasía, más filosóficos. Esto no solo se aplica, naturalmente, al teatro. La elección de una conducta «insana» como tema de arte es en la actualidad la estrategia virtualmente clásica de los artistas modernos que desean superar el «realismo» tradicional, es decir, la psicología.

Consideremos la escena a la que mucha gente puso especiales reparos, en la cual Sade persuade a Charlotte Corday de que le azote (Peter Brook ha decidido que la actriz lo haga con su propia cabellera), mientras él continúa recitando, en tonos agónicos, algo referente a la Revolución y a la naturaleza de la naturaleza humana. El propósito de esa escena no es seguramente el de informar al público de que, como ha escrito un crítico, Sade está «enfermo, enfermo, enfermo»; tampoco es justo reprochar al Sade de Weiss, como hace ese mismo crítico, el «utilizar el teatro no tanto para presentar un alegato cuanto para excitarse a sí mismo». (Y en cualquier caso, ¿por qué no ambas cosas?) Weiss, al combinar el pensamiento racional o cuasi racional con la conducta irracional, no invita al público a emitir un juicio sobre el carácter, la competencia mental o el estado de ánimo de Sade. Más bien se inclina a un tipo de teatro centrado, no en los personajes, sino en las intensas emociones transpersonales suscitadas por los personajes. Ofrece una especie de experiencia emocional transpuesta (en este caso, francamente erótica) de la que el teatro se había alejado desde hacía demasiado tiempo.

El lenguaje es usado en Marat-Sade fundamentalmente como forma de encantamiento, en vez de quedar relegado a la revelación del personaje y al intercambio de ideas. Este uso del lenguaje como encantamiento es la dominante de otra escena que muchos de los que vieron la obra encontraron objetable, desconcertante y gratuita: el soliloquio de bravura de Sade, que ilustra la crueldad del corazón del hombre refiriendo en atroz detalle la ejecución pública mediante descuartizamiento lento de Damiens, el frustrado asesino de Luis XV.

La conexión entre teatro e ideas. Otra idea preconcebida: la obra de arte debe ser entendida en cuanto «trata de» una «idea», la representa o la discute. De ser así, se acepta implícitamente como criterio para juzgar una obra de arte el valor de las ideas que contiene, y que estén o no expresadas clara y coherentemente.

Según esto, se esperaría que Marat-Sade estuviera sujeta a estos criterios. La obra de Weiss, teatral hasta la médula, está también repleta de inteligencia. Contiene discusiones sobre los temas más profundos de la moralidad, la historia y la sensibilidad contemporáneas, que dejan reducidas a la nada las banalidades vendidas por charlatanes, presuntos doctores en esas mismas cuestiones, como Arthur Miller (véanse sus obras en cartel, Después de la caída e Incidente en Vichy), Friedrich Dürrenmatt (La visita de la anciana dama, Los físicos) y Marx Frisch (Andorra, Los incendiarios). No obstante, no cabe duda de que Marat-Sade es intelectualmente enigmática. La tesis se ofrece solo (aparentemente) para que se vea socavada por el contexto de la obra: el manicomio y la confesada teatralidad de los procedimientos. Los actores parecen representar posiciones en la obra de Weiss. En principio, Sade representa la pretensión de permanencia de la naturaleza humana, en toda su maldad, contra el fervor revolucionario de Marat y su convicción de que el hombre puede ser cambiado por la historia. Sade piensa que «el mundo está constituido por cuerpos»; Marat, que lo está por fuerzas. Los personajes secundarios también tienen sus momentos de apasionada defensa: Duperret aclama el definitivo amanecer de la libertad, el padre Jacques Roux denuncia a Napoleón. Pero tanto Sade como Marat son locos, cada uno de un diferente estilo; Charlotte Corday es una sonámbula, Duperret es víctima de satiromanía; Roux es histéricamente violento. ¿Acaso esto no socava sus razonamientos? Y dejando aparte la cuestión del contexto de locura en el que son presentadas las ideas, está la estratagema del «teatro dentro del teatro». En un nivel, el debate entre Sade y Marat, en el que al idealismo moral y social atribuido a Marat se le opone la defensa transmoral que Sade hace de las exigencias de la pasión individual, parece un debate entre iguales. Pero en otro nivel, puesto que la ficción de la obra de Weiss consiste en que Marat recita precisamente un texto escrito por Sade, es de presumir que sea Sade quien controle el diálogo. Un crítico llega incluso a decir que, puesto que Marat tiene que hacer las veces de marioneta en el psicodrama de Sade, y las de oponente de Sade, en un enfrentamiento ideológico igualmente desventajoso, el debate entre ellos nace totalmente muerto. Y por último, algunos críticos han atacado la obra basándose en su falta de fidelidad histórica a los verdaderos puntos de vista de Marat, Sade, Duperret y Roux.

Estas son algunas de las dificultades que han llevado a la gente a acusar a Marat-Sade de oscura o intelectualmente superficial. Pero en su mayor parte, estas dificultades, y las objeciones que se le hicieron, son consecuencia de una incomprensión; incomprensión respecto de la conexión entre teatro y didáctica. La obra de Weiss no puede ser tratada como una pieza de tesis de Arthur Miller; ni siquiera de Brecht. Nos encontramos ante un tipo de teatro tan diferente de estos últimos como Antonioni y Godard lo son de Eisenstein. La obra de Weiss contiene una tesis o, mejor dicho, emplea el material del debate intelectual y la reevaluación histórica (la naturaleza de la naturaleza humana, la traición de la Revolución, etcétera). Pero la obra de Weiss solo es una pieza de tesis en un segundo nivel. En arte hay que contar con otro uso de las ideas: en cuanto estimulantes sensoriales. Antonioni ha dicho de sus películas que quiere que en ellas se prescinda de «el anticuado sofisma de los positivos y negativos». Este mismo impulso se revela de un modo complejo en Marat-Sade. Semejante postura no significa que estos artistas pretendan prescindir de las ideas. Significa, simplemente, que las ideas, incluidas las ideas morales, están expresadas en un nuevo estilo. Las ideas pueden presentarse como decoración, como ingenio de utilería, como material sensorial.

Podría quizá compararse la obra de Weiss con las largas narraciones en prosa de Genet. Genet no sostiene en realidad que «la crueldad es buena» ni que «la crueldad es sagrada» (una declaración moral, aun siendo opuesta a la moralidad tradicional), sino que, más bien, traslada el razonamiento a otro plano, del moral al estético. Pero no es este exactamente el caso de Marat-Sade. Si bien la «crueldad» de Marat-Sade no es, en último término, una cuestión moral, tampoco es una cuestión estética. Es una cuestión ontológica. Mientras quienes proponen la versión estética de la «crueldad» se interesan por la riqueza de la superficie de la vida, los que proponen la versión ontológica de la «crueldad» quieren que su arte exprese el contexto más amplio posible para la acción humana, al menos un contexto más amplio del que proporciona el arte realista. Este contexto más amplio es lo que Sade llama «naturaleza» y es a ello a lo que se refiere Artaud cuando dice que «todo lo que actúa es una crueldad». Hay en el arte del tipo de Marat-Sade una visión moral, aunque está claro que no puede (y esto ha logrado incomodar al público) resumirse en las consignas habituales del «humanismo». Pero «humanismo» no es idéntico a moralidad. Precisamente, el arte del tipo de Marat-Sade implica un rechazo del «humanismo», de la tarea de moralizar el mundo, y por ello rehúsa reconocer los «crímenes» de que Sade habla.

He citado repetidas veces los escritos de Artaud sobre teatro, al discutir Marat-Sade. Pero Artaud —a diferencia de Brecht, el otro gran teórico del teatro del siglo XX— no creó un conjunto de obras que ilustrara su teoría y su sensibilidad.

Con frecuencia, la sensibilidad (la teoría, en un determinado nivel del discurso) que rige determinadas obras de arte es formulada antes de que existan obras importantes que la encarnen. Cabe también que la teoría pueda aplicarse a obras distintas de aquellas en función de las cuales fue elaborada. Es así como, precisamente en la Francia de hoy, escritores y críticos como Alain Robbe-Grillet (Por una novela nueva), Roland Barthes (Ensayos críticos), Michel Foucault (ensayos publicados en Tel-Quel y otras) han elaborado una elegante y persuasiva estética antirretórica para la novela. Pero las novelas realizadas y analizadas por los escritores del nouveau roman no constituyen de hecho un ejemplo de esta sensibilidad tan importante y satisfactorio como algunas películas, y, sobre todo, películas de directores, tanto italianos como franceses, que no guardan conexión con esta escuela de nuevos escritores franceses, como son Bresson, Melville, Antonioni, Godard y Bertolucci (Prima dalla revoluzione [Antes de la revolución]).

De modo semejante, parece dudoso que la única realización para la escena que Artaud supervisara personalmente, Los Cenci de Shelley, o la emisión radiofónica de 1948, Pour en finir avec le jugement de Dieu, se ajustaran demasiado a las brillantes recetas para el teatro propuestas en sus escritos, como tampoco lo hicieron sus lecturas públicas de las tragedias de Séneca. Hasta el momento, carecemos de un ejemplo cabal de la categoría de Artaud, «el teatro de crueldad». El ejemplo más próximo lo constituyen esos acontecimientos teatrales que tuvieron lugar en Nueva York y otras ciudades en los últimos cinco años, obra sobre todo de pintores (tales como Alan Kaprow, Claes Oldenburg, Jim Dine, Bob Whitman, Red Grooms, Robert Watts) y sin texto o, al menos, sin discurso inteligible, llamados happenings. Otro ejemplo de obra de espíritu cuasi artaudiano: la brillante puesta en escena por Lawrence Kornfield y Al Carmines del poema en prosa de Gertrude Stein «Qué sucedió», presentada el año pasado en la Judson Memorial Church. Otro ejemplo: la última realización del Living Theater de Nueva York, The Brig, de Kenneth H. Brown, dirigida por Judith Malina.

Todas las obras que he mencionado hasta el momento padecen, sin embargo, dejando aparte todas las cuestiones de ejecución individual, de estrechez de miras y de concepción, así como de parquedad de medios sensoriales. De ahí el enorme interés de Marat-Sade, pues, más que ninguna otra forma del teatro moderno que yo conozca, se acerca a las dimensiones, así como a las intenciones, del teatro de Artaud. (Debo señalar aquí la excepción, aunque a regañadientes, pues nunca lo he visto, del que parece ser el grupo de teatro más interesante y ambicioso del mundo de hoy: el Laboratorio Teatral de Jerzy Grotowski en Opole, Polonia. Para un estudio de esta obra, que es una ambiciosa extensión de los principios artaudianos, véase la Tulane Drama Review, primavera de 1965.)

Sin embargo, no es la influencia de Artaud la única considerable reflejada en la producción Weiss-Brook. Se cuenta que Weiss afirmó que en esta obra deseaba —¡asombrosa ambición!— combinar Brecht y Artaud. Y, sin duda, se puede ver lo que quería decir. Algunos aspectos de Marat-Sade recuerdan el teatro de Brecht: construir la acción sobre un debate acerca de principios y razones; las canciones; los llamamientos al público a través de un maestro de ceremonias. Y todo ello combina perfectamente con la textura artaudiana de la situación y la escenificación. No obstante, el problema no es tan sencillo. Es más: la cuestión última que la obra de Weiss plantea es precisamente la de la compatibilidad, en último extremo, de estas dos sensibilidades e ideales. ¿Cómo podríamos reconciliar la concepción brechtiana de un teatro didáctico, un teatro de la inteligencia, con el teatro artaudiano de lo mágico, del gesto, de la «crueldad», del sentimiento?

La respuesta parecería ser que, de ser posible semejante reconciliación o síntesis, la obra de Weiss ha dado un paso considerable hacia ella. De ahí que resultara tan torpe el crítico que protestaba: «Ironías inútiles, acertijos irresolubles, dobles significados que podrían multiplicarse indefinidamente: la maquinaria de Brecht sin la profundidad ni el firme compromiso de Brecht», olvidando por entero a Artaud. Si conjugamos, en efecto, uno y otro, comprenderemos que deben permitirse nuevas percepciones, idearse nuevos modelos. Pues ¿acaso no es un teatro del compromiso artaudiano, y mucho más cuando se trata de «un firme compromiso», una contradicción en los términos? El problema no se resuelve ignorando el hecho de que, en Marat-Sade, Weiss tiende a emplear ideas en forma de fuga (más que en forma de aseveraciones literales), y por ello necesariamente se refiere a un punto situado más allá de la arena del material social y la declaración didáctica. La incomprensión de las finalidades artísticas implícitas en Marat-Sade, debida a una estrecha visión del teatro, explica la insatisfacción de la mayoría de los críticos para con la obra de Weiss —una ingrata insatisfacción, si se considera la extraordinaria riqueza del texto y de la realización de Brook—. El hecho de que las ideas tratadas en Marat-Sade no estén resueltas, en un sentido intelectual, es mucho menos importante que la medida en que coinciden en el terreno sensorial.

1965