Psicoanálisis y Eros y Tánatos

de Norman O. Brown

La publicación de Eros y Tánatos (1959) de Norman O. Brown en paperback es un acontecimiento digno de mención. Esta obra, junto con Eros y civilización, de Herbert Marcuse (1955), representa una nueva reflexión sobre las ideas freudianas, que revela la intrascendencia teórica, o la superficialidad, en el mejor de los casos, de la mayor parte de los escritos sobre Freud publicados anteriormente en Estados Unidos, procedieran estos del escolasticismo derechista de las publicaciones psicoanalíticas o de los estudios culturales de izquierdas de los «revisionistas» freudianos (Fromm, Horney, etcétera). Más importante que su valor en cuanto reinterpretación de la mentalidad más influyente de nuestra cultura, es su audacia en la discusión de los problemas fundamentales —la hipocresía de nuestra cultura, el arte, el dinero, la religión, el trabajo, el sexo y los estímulos del cuerpo—. El pensamiento responsable acerca de estos problemas —correctamente centrado, en mi opinión, en el significado de la sexualidad y la libertad humanas— ha sido continuo en Francia, desde Sade, Fourier, Cabanis y Enfantin; hoy habría que encontrarlo en escritos tan dispares como las partes sobre el cuerpo y sobre las relaciones concretas con los demás de El ser y la nada de Sartre, los ensayos de Maurice Blanchot, L’histoire d’O, y las piezas teatrales y la prosa de Jean Genet.

Pero en Estados Unidos los temas gemelos del erotismo y la libertad solo ahora comienzan a ser estudiados con seriedad. La mayoría de nosotros nos vemos todavía obligados a librar la antigua batalla contra las inhibiciones y la gazmoñería, dando por sentado que la sexualidad es algo que únicamente necesita de una expresión más libre. Un país en el que la vindicación de un libro sexualmente tan reaccionario como El amante de Lady Chatterley constituye un asunto importante, está, sencillamente, en un estadio de madurez sexual muy elemental. Las ideas de Lawrence sobre el sexo están seriamente desfiguradas por su romanticismo clasista, por su mística del aislamiento del varón, por su puritana insistencia en la sexualidad genital; y muchos de sus defensores literarios recientes lo han admitido así. Sin embargo, hay que seguir defendiendo a Lawrence, especialmente cuando muchos de los que lo rechazan se han retirado a una posición aún más reaccionaria que la suya: tratan el sexo como un prosaico anexo del amor. La verdad es que el amor es más sexual, más corporal de lo que el mismo Lawrence imaginó. Y las implicaciones revolucionarias de la sexualidad en la sociedad contemporánea distan mucho de ser plenamente comprendidas.

El libro de Norman Brown es un paso en este sentido. Eros y Tánatos no puede dejar de escandalizar, si se lo considera personalmente; pues es un libro que no apunta a una reconciliación final con las concepciones del sentido común. Otro de sus rasgos distintivos: demuestra convincentemente que el psicoanálisis no debe ser liquidado —como muchos intelectuales contemporáneos al parecer han hecho— como un «ismo» más, vulgar y conformista (junto con el marxismo, el «pecado-original-ismo», el existencialismo, el budismo zen, etcétera, etcétera). El desencanto del psicoanálisis que anima las voces más sofisticadas de nuestra cultura es comprensible; resulta difícil no rechazar una concepción que se ha tornado tan oficial y tan endeble al mismo tiempo. El vocabulario con respecto al psicoanálisis se ha convertido en el arma de rutina de la agresión personal y en la manera de rutina de formular (y, por ende, defenderse uno mismo de) la angustia en las clases medias americanas. El psicoanalizarse se ha convertido en una institución tan burguesa como ir a la universidad; y las ideas psicoanalíticas, encarnadas en las piezas teatrales de Broadway, en la televisión y en el cine, están ante nosotros en todas partes. El problema que presentan las ideas psicoanalíticas, como hoy parece evidente a muchos, es que constituyen una forma de retirada del mundo real y, por tanto, de conformidad con él. El tratamiento psicoanalítico no pone en tela de juicio a la sociedad; nos devuelve al mundo algo más capaces de soportarlo y sin esperanzas. El psicoanálisis se entiende como antiutópico y antipolítico: un intento desesperado, pero fundamentalmente pesimista, de salvaguardar al individuo contra las opresivas e inevitables exigencias de la sociedad.

Pero el desencanto de los intelectuales norteamericanos con las ideas psicoanalíticas, como su anterior desencanto con las ideas marxistas (un caso paralelo), es prematuro. El marxismo no es el estalinismo ni la represión de la revolución húngara; el psicoanálisis no es el analista de Park Avenue, ni las revistas psicoanalíticas, ni el ama de casa del barrio que discute el complejo de Edipo de su hijo. El desencanto es la postura característica de los intelectuales norteamericanos contemporáneos; pero el desencanto suele ser producto de la pereza. No somos lo bastante perseverantes en las ideas, como no hemos sido lo bastante responsables u honestos en lo tocante a la sexualidad.

Esta es la importancia de Eros y Tánatos de Brown, así como de Eros y civilización de Marcuse. Brown, como Marcuse, trabaja sobre las ideas de Freud como teoría general de la naturaleza humana, y no como terapia que devuelve la gente a la sociedad que le impone sus conflictos. Brown concibe el psicoanálisis no como un modo de tratamiento que atempera las aristas neuróticas del descontento, sino como un proyecto para la transformación de la cultura humana y como un nivel nuevo superior en la conciencia humana en su conjunto. Las categorías psicológicas de Freud son así correctamente entendidas, en la terminología de Marcuse, como categorías políticas.

La aportación de Brown, que trasciende la propia concepción de Freud de lo que estaba haciendo, consiste en demostrar que las categorías psicológicas son también categorías orgánicas. Para Brown, el psicoanálisis (y por ello no entiende las instituciones del psicoanálisis en vigor) promete nada menos que cicatrizar la grieta existente entre la mente y el cuerpo: transformar el ego humano en un ego corporal y resucitar el cuerpo tal como prometen el misticismo cristiano (Boehme), Blake, Novalis y Rilke. Somos únicamente cuerpo: todos los valores son valores corporales, dice Brown. Nos invita a aceptar el modo de ser andrógino y el modo narcisista de expresión personal que yace oculto en el cuerpo. Según Brown, la humanidad es inalterable, en el inconsciente, en su rebelión contra la diferenciación sexual y la organización genital. El núcleo de la neurosis humana es la incapacidad del hombre para vivir en el cuerpo; para vivir (es decir, ser sexual) y para morir.

En una época en que nada hay tan común ni tan aceptable como la crítica de nuestra sociedad y la rebelión contra la civilización, es bueno distinguir los razonamientos de Brown (y de Marcuse) de esa corriente general de la crítica que, si no es puerilmente nihilista, es, en último término, conformista e irrelevante (o, muchas veces, ambas cosas). Y puesto que ambos libros critican acerbamente a Freud en muchos puntos, es también importante distinguirlos de otros intentos de modificar la teoría freudiana y proyectarla como teoría de la naturaleza humana y crítica moral de la sociedad. Tanto Brown como Marcuse presentan la más firme oposición a esa muelle interpretación «revisionista» de Freud que gobierna la vida cultural e intelectual norteamericana —en Broadway, en las guarderías, en las reuniones sociales y en las alcobas suburbanas—. Este freudismo «revisionista» (de Fromm a Paddy Chayevsky) pasa por una crítica de unos Estados Unidos mecanizados, angustiados, con el cerebro lavado por la televisión. Pretende reinstaurar el valor del individuo frente a la sociedad de masas; ofrece el valioso ideal de la realización por el amor. Pero la crítica revisionista es superficial. Afirmar las exigencias del amor, cuando el amor es entendido como bienestar, protección contra la soledad, seguridad del ego —dejando al mismo tiempo incólumes las exigencias de la sublimación— difícilmente rinde justicia a Freud. No por azar Freud escogió el uso de la palabra sexo cuando, como él mismo declaró, bien hubiera podido utilizar «amor». Freud insistió en el sexo: insistió en el cuerpo. Pocos de sus seguidores comprendieron su intención o vieron sus aplicaciones a una teoría de la cultura; dos excepciones fueron Ferenczi y el malogrado Wilhelm Reich. El hecho de que tanto Reich como Ferenczi, según explica Brown, interpretaran mal las implicaciones del pensamiento de Freud —principalmente, en su aceptación de la primacía del orgasmo—, es menos importante que el hecho de que percibieran las implicaciones críticas de las ideas freudianas. Están mucho más próximos a Freud que los psicoanalistas ortodoxos, quienes, por su incapacidad de transformar el psicoanálisis en crítica social, devuelven el deseo humano a la represión.

Naturalmente, en cierta medida, el maestro merece los discípulos que tiene. La aparición en nuestro tiempo del psicoanálisis como forma de costosa orientación espiritual basada en técnicas de adecuación y reconciliación con la cultura, deriva de los límites del propio pensamiento de Freud, que Brown ha señalado con sumo detalle. Freud, pese a su mentalidad revolucionaria, apoyó las perennes aspiraciones de la cultura represiva. Aceptó la inevitabilidad de la cultura tal como es, con sus dos características: «un reforzamiento del intelecto, que comienza a gobernar la vida instintiva, y una internalización de los impulsos agresivos, con todas sus consiguientes ventajas y desventajas». Quizá quienes ven en Freud el campeón de la expresividad libidinal se sorprendan de lo que él denomina «el ideal psicológico», puesto que no es otra cosa que «la primacía del intelecto».

En términos más generales, Freud es heredero de la tradición platónica del pensamiento occidental en sus dos presupuestos fundamentales y relacionados: el dualismo de mente y cuerpo, y el valor axiomático (tanto teórico como práctico) de la conciencia de sí. El primer presupuesto se refleja en la aceptación por Freud de la concepción de que la sexualidad es «inferior», y las sublimaciones en el arte, la ciencia y la cultura, «superiores». A esto habría que añadir la concepción pesimista de la sexualidad, que precisamente considera lo sexual como el área de vulnerabilidad de la personalidad humana. Los impulsos de la libido están en conflicto incontrolable en sí mismos, siendo presa de la frustración, la agresión y la internalización de la culpa; y el instrumento represivo de la cultura es necesario para aprovechar los mecanismos autorrepresivos instalados en la misma naturaleza humana. El segundo presupuesto se refleja en la manera en que la terapia freudiana asume el valor curativo de nuestra conciencia de nosotros mismos, del conocimiento detallado de cómo y de qué manera estamos enfermos. Sacar a la luz las motivaciones ocultas, pensaba Freud, acaba con ellas automáticamente. La enfermedad neurótica, según su concepción, es una forma de amnesia, un olvido (una turbia represión) del pasado doloroso. No conocer el pasado es ser su esclavo, mientras que recordar, saber, es ser puesto en libertad.

Brown critica ambos presupuestos de Freud. No somos cuerpo contra mente, dice; eso sería negar la muerte, y, por ende, negar la vida. Y la conciencia de sí divorciada de las experiencias del cuerpo es equiparada a la negación de la vida implicada en la negación de la muerte. El razonamiento de Brown, demasiado complicado para resumirlo aquí, no comporta un repudio del valor de la conciencia o de la reflexividad. Más bien plantea una distinción necesaria. En su terminología, lo que se quiere no es una conciencia apolínea (o sublimación), sino una conciencia dionisíaca (o cuerpo).

Los términos «apolíneo» y «dionisíaco» nos recuerdan inevitablemente a Nietzsche, y la asociación es adecuada. La clave para una reinterpretación de Freud está en Nietzsche. Es interesante, sin embargo, que Brown no refiera su discusión a Nietzsche, sino, más bien, a la tradición escatológica propia del cristianismo.

Lo específico de la escatología radica precisamente en su rechazo de la hostilidad platónica al cuerpo humano y a la «materia», su negativa a identificar la senda platónica de la sublimación con la salvación última, y su afirmación de que la vida eterna solo puede ser vida en un cuerpo. El ascetismo cristiano puede acarrear al cuerpo caído castigos de dimensiones inconcebibles para Platón, pero la esperanza cristiana tiene por objetivo la redención de ese cuerpo caído. De ahí la afirmación de Tertuliano: «el cuerpo se levantará de nuevo, todo el cuerpo, este mismo cuerpo, el cuerpo entero». La síntesis católica medieval de cristianismo y filosofía griega, con su noción de un alma inmortal, comprometió y confundió el tema; solo el protestantismo sobrelleva toda la carga de la singular fe cristiana. La ruptura de Lutero con la doctrina de la sublimación (las buenas obras) es decisiva, pero el teólogo del cuerpo resucitado es el remendón de Görlitz, Jacob Boehme.

Este pasaje permite percibir el vigor polémico, si no el exquisito detalle, de la obra de Brown. Es, al mismo tiempo, un análisis en toda su extensión de la teoría freudiana, una teoría del instinto y la cultura, y un conjunto de casos de estudio históricos. Sin embargo, la asunción por Brown del protestantismo en cuanto heraldo de una cultura que ha trascendido la sublimación, es históricamente dudosa. Por limitarnos a la crítica más evidente, el protestantismo es también el calvinismo, y la ética calvinista (como Max Weber ha demostrado) aportó los más poderosos incentivos para los ideales de sublimación y autorrepresión encarnados en la moderna cultura urbana.

Con todo, cuando sitúa sus ideas en el contexto de la escatología cristiana (más que en los términos de ateos apasionados como Sade, Nietzsche y Sartre), Brown plantea algunos problemas adicionales de gran importancia. El genio del cristianismo ha sido su elaboración, a partir del judaísmo, de una concepción histórica del mundo y la condición humana. Y el análisis de Brown, al aliarse con algunas de las promesas sumergidas en la escatología cristiana, abre la posibilidad de una teoría psicoanalítica de la historia que no se limita a reducir la historia cultural a la psicología de los individuos. La originalidad de Eros y Tánatos consiste en que desarrolla un punto de vista que es a la vez histórico y psicológico. Brown demuestra que el punto de vista psicológico no implica necesariamente un rechazo de la historia, en los términos de sus aspiraciones escatológicas, ni una resignación a los «límites de la naturaleza humana» y a la necesidad de la represión a través de la acción de la cultura.

Si así fuere, sin embargo, deberíamos considerar el significado de la escatología, o del utopismo, en sí. Tradicionalmente, la escatología adoptó la forma de una expectativa de trascendencia futura de la condición humana para toda la humanidad, en un devenir histórico en inexorable progreso. Y los modernos críticos «psicológicos» han asumido su actitud, en gran parte conservadora, en contra de esta expectativa, se dé esta en la forma de la escatología bíblica, de la ilustración, del progresismo, o de las teorías de Marx y Hegel. Pero no todas las teorías escatológicas son teorías de la historia. Hay otro tipo de escatología, que bien pudiera denominarse escatología de la inmanencia (como opuesta a la más familiar escatología de la trascendencia). Es esta la esperanza que Nietzsche, el gran crítico de la desvalorización platónica del mundo (y de su heredero, ese «platonismo popular» conocido como cristianismo), expresó en su teoría del «eterno retorno» y de la «voluntad de poder». Sin embargo, para Nietzsche, la promesa de una inmanencia plena solo era accesible a unos pocos, los amos, y descansaba sobre una perpetuación o congelación del callejón sin salida histórico de una sociedad de amos y esclavos. Brown rechaza la lógica del dominio sobre los más que Nietzsche aceptaba como precio inevitable de la realización de los menos. La mayor alabanza que podamos hacer del libro de Brown consiste en decir que, aparte de su importantísimo intento de penetrar y superar las intuiciones freudianas, es la principal tentativa de formular una escatología de la inmanencia aparecida en los setenta años posteriores a Nietzsche.

1961