En que se relata una aventura que le salió al pavo a Cervantes, cuando a las aventuras de sus amores iba.
Era este bachiller un valiente sujeto, con atrevimientos de poeta y realidades de bravo, y lo que mejor tenía y le hacía en ocasiones útil y necesario, era que se sabía de memoria la vida y milagros, y la habitación y las costumbres, y hasta lo mínimo de los que en Sevilla y en sus alrededores vivían y algo valían. A este bachiller Carrascosa, que así se llamaba, iba a agarrarse nuestro Miguel, si era, se repite, que no le había agarrado la justicia, a fin de que dónde iba y dónde vivía le dijese, aquel irreconciliable enemigo de amor de su bella indiana; y ya apretaba los dientes y crispaba el puño Cervantes, ante él creyéndose en algún apartado sitio donde le llevase, y a sus pies le viese ensangrentado y muerto de alguna buena estocada, y a su doña Guiomar alegre y tranquila al verse libre de aquella su pavorosa y eterna pesadilla; y con estas imaginaciones, y sin pensar en las cuentas en que con la justicia iba a meterse tan sin vacilación ni empacho, íbase embraveciendo Miguel, y crecía tanto en su pecho su amorosa llama, que harto claros indicios de ello daban la brava y siniestra mirada de sus ojos, y el ardoroso aliento que de su pecho salía.
Y al mismo tiempo versos improvisaba, de los cuales el sujeto era ¿ni cómo podía ser otro? aquella adorada hermosa; y tal vez por un enternecimiento de amor expresado en un concepto poético que en su imaginación nacía y moría, asomaba una lágrima a sus ojos, que de bravos se tornaban en enamorados.
Yendo así por las desiertas calles, desiertas a causa de lo temprano de la hora, en que los rondadores han dejado ya la reja o la esquina, donde su amor han libado, o donde el rigor de su mala ventura han sufrido; cuando aún el perezoso sueño en el lecho retiene sabrosamente a todo el mondo antes de la tarea cotidiana, de repente le sorprendieron unos tristes ayes que al doblar una calleja le alcanzaron, y mirando al lugar de donde aquellos venían, vio que hacia él delantaban cuatro hermanos de la cofradía de la Paz y Caridad, que sobre sus hombros, en un medio ataúd, llevaban el cuerpo difunto de una mujer, que para sus desposorios con la muerte había sido vestida con el humilde hábito de San Francisco, y detrás venía, abatida la cabeza, mal cubierta con un manto de usada sarga y humildemente vestida, una mujer, que era la que los inarticulados ayes daba.
Deshacíase en lágrimas la triste, y Cervantes no podía ver si era joven o vieja, porque a más del manto que su cabeza cubría, caíanla sueltas sobre el semblante dos grandes y pesadas crenchas de negrísimos cabellos; pero reparando bien, y Cervantes reparó, porque tenía el alma viva y potente, y aunque la embargase un cuidado, perspicacia hallaba y reflexión y fijeza para lo que ante él de súbito aparecía, sacábase en claro, que joven y hermosa debía ser, porque unos tales, tan ricos y tan sedosos cabellos, parte eran de una hermosura, y demostración de juventud, y Dios no da comúnmente de una hermosura una parte, sin dar también las otras partes que a un hermoso todo contribuyen.
Un perro viejo y lanudo, cabizbajo y triste, torpe y cansado, de los que se llamaban ingleses de muestra, y que para la caza son muy estimados, a la doliente mujer seguía, mostrando, cuanto en un irracional puede mostrarse, un dolor que tenía mucho de humano.
El acompasado andar de los cofrades, el gesto de la dolorosa agonía que aún en el rostro de la muerta se mostraba, vislumbres de belleza que, a pesar de los años y de la muerte, aún en ella aparecían, el desconsuelo de la mujer que tras la difunta iba, su mísera apariencia, y el perro que lentamente y con el hocico pegado al suelo en pos e inmediatamente iba, todo esto, cayendo como un chubasco de dolores sobre el alma compasiva de Miguel de Cervantes, hicieron que el paso tuviese, y que al pasar el lúgubre cortejo, con la una mano derribase el chapeo y con la otra se persignase; y aún no había acabado el padre nuestro, ni llegado a la mitad, cuando volviendo a calarse el sombrero, dejó el camino que llevaba y tras el pobre entierro fuese, acabando de rezar su oración y el alma entristecida por un doloroso presentimiento; que no era para él buen augurio, cuando iba pensando en sus amores y en los medios de librar a su doña Guiomar de sus congojas, con una desgracia tal haberse encontrado; y así, los cuatro hermanos conduciendo en paso lento el cuerpo muerto, y la mujer sin cesar en sus dolientes ayes detrás, y luego el perro, y a buena distancia Cervantes, siguieron hasta llegar a la puerta de la iglesia de San Salvador, cuya campana tañía a misa de alba, y en la cancela del templo detuviéronse los cofrades, dejando el medio ataúd en tierra, y la mujer doliente se arrodilló en las gradas del pórtico, y el perro se allegó a la difunta y la lamió el semblante; en tanto uno de los cofrades entrose por uno de los lados de la cancela, y a poco se abrieron las dos hojas de en medio, y el cofrade que las había abierto volvió a su sitio y a los pies del ataúd, y él y los otros tres le alzaron de nuevo, y ellos y la mujer y el perro en la iglesia entraron, y Cervantes también, pero quedose bajo el coro, a la sombra de un pilar, sumido más que nunca en sus amorosos y lúgubres pensamientos, ya mezclados y entristecidos por aquella mala aventura con que se había tropezado, y cuidadoso por la influencia que sobre él y sus cosas podía tener aquel encuentro; y ocurriósele que tal vez Dios le había puesto delante la muerte para advertirle y retraerle de los malos propósitos con que iba a tomar lenguas de un hombre para matarle; y poníasele por delante, que por mucha razón que él encontrase en su amor, y en la persecución y en la desgracia que doña Guiomar sufría por don Baltasar de Peralta, aquella razón no era bastante, ni teníala jamás un hombre, para destruir una criatura que él no había criado ni podía criar; y acometíale un tumulto de dudas y confusiones, que de una parte le embraveía la airada y pertinaz malevolencia contra la diosa de su amor, de su enemigo, y de otra se le venía poderosa a la memoria, y conmovía su alma cristiana, la divina palabra de nuestro Redentor Jesucristo, que había predicado el perdón al enemigo y el amor al prójimo.
En tanto, los cofrades habían sacado un tapiz negro, que habían extendido en el crucero, y sobre él habían puesto a la difunta, y a las esquinas del tapiz cuatro candeleros deslustrados, con unos trozos desiguales de amarillo cirio; y a un lado se había arrodillado la mujer, y junto a ella habíase echado el perro con el hocico entre las patas, y entrádose habían los hermanos de la Caridad en la sacristía.
Algunos fieles madrugadores habían entrado en la iglesia y arrodilládose acá y allá; había sonado el tercer toque de misa, y a poco salió al altar un celebrante con casulla de réquiem; y rezada que fue la misa y cantado el responso, el celebrante entrose en la sacristía, y salieron otra vez los hermanos de la Paz y Caridad, con la difunta cargaron, y seguidos de la mujer y el perro salieron de la iglesia.
Siguiolos Cervantes, y con él algunos de los piadosos fieles, y vio que el entierro se entraba por las puertas del cementerio, y entrándose él también, pasando por entre las tumbas sobre el césped sembrado de blancos huesos, que gran descuido había entonces en los cementerios, llegó con las otras personas caritativas a un negro rincón en la umbría, donde una profunda sepultura se veía abierta; y allí pareció de nuevo el sacerdote, y asistían los sepultureros, y se cantó el último responso, y quitada la difunta del medio ataúd, lo que decía harto claro la gran pobreza de la mujer superviviente, que hasta el borde de la hoya había llegado, en ella fue puesta por los cofrades; y acreciendo entonces los ayes dolorosos de la mujer, dio a los hermanos un pañizuelo para que sobre el rostro de la finada le pusiesen, y habiéndola dado la pala con algo de tierra, un sepulturero, la arrojó sobre el cadáver temblorosa, y en el mismo punto de las desfallecidas manos fuésele la pala, y dando una gran voz de dolor desmayose, y por tierra cayera, si Cervantes, que como a impulso de un poder incontrastable se había llegado, en sus brazos no la sostuviera.
Acudieron las personas caritativas que al enterramiento habían venido a una fuente que en el cementerio había, y trajeron agua, y para rociar con ella el semblante a la desmayada se lo descubrieron, y entonces apareció la más peregrina hermosura que podía imaginarse; pero flaca, como si largo tiempo hubiese sido maltratada por la dura e impía mano de la miseria, y tan pálida, que no parecía sino otro cuerpo difunto al que hubiese de darse sepultura.
Abriéronsele a Cervantes las entrañas, alborotósele el corazón, espanto le cogió el alma, porque pareciole que algo que no podía comprender, a aquella desmayada beldad le atraía.
Y aquello no era amor, que resplandeciente y soberana, sin dejar lugar a otros amores, su alma llenaba la divina imagen de doña Guiomar; ni era compasión tampoco, por más que de ella estuviese lleno lo que por la desmayada hermosura sentía; y en fin, no podía explicarse aquella nueva pasión, tan no conocida de él, que de él se apoderaba.
Dio, en fin, muestra de que en sí volvía la desmayada con un dolorosísimo suspiro; abrió los ojos, y como por acaso al abrirlos encontrase los ojos de Miguel en ella fijos, con un compasivo y tierno espanto, y sintiéndose en sus brazos, estremeciose, y esforzándose llegó a ponerse de pie, pero tan débil, que en el brazo de Cervantes hubo de apoyarse, quedando abatida y doblegada.
Gente pobre era, que los pobres son los que más madrugan, la que al entierro había acudido, y viendo que la hermosa joven necesitada de socorro, y aun de alguna caritativa limosna parecía, fuéronse esquivando, que la pobreza tiene aún este dolor, que no puede seguir los impulsos de su caridad; y habíanse ido cura y monaguillo, y con ellos los cofrades, y cubierta ya la huesa, ídose habían también los sepultureros, y solos en su solo cabo, con su dolor y su conmiseración, habíanse quedado la desconocida joven y Cervantes, y junto a ellos el perro con el hocico siempre pegado a la tierra.
— Decirme habéis, señora, — exclamó Cervantes con la voz trémula, — en qué puedo yo ampararos y serviros; que bien creo, a lo que parece, que niña y pobre, sola y sin amparo en el mundo os habéis quedado.
— Dios me concederá en su gran misericordia, — contestó ella, — la merced de no tenerme mucho tiempo apartada de la adorada madre mía; y Dios oiga mi perdón al de endurecidas entrañas, y mal cristiano y mal caballero, que a tal desesperado punto de extrema desventura nos ha traído; que ella a su duro rigor resistir no pudo, y yo en la más desdichada de las orfandades me encuentro.
— No ha de decirse, — exclamó Cervantes, — que habiéndoos yo en un tan duro trance hallado, sola y huérfana quedáis en el mundo; en mí tenéis un hermano, señora, y muy recia cosa será, que siendo yo quien soy, y con el aliento que Dios ha querido darme, no encuentre modo, si no de consolaros, de ampararos al menos; y asíos bien a mi brazo y teneos firme, que a, vuestra casa vamos.
— Soledad, y negrura, y miseria, que no otra cosa en mi casa hallaríamos; y a más que como en ella no queda más para mi que la memoria de mis acerbas desventuras, cuando con mi madre dejela, la llave dejé al casero.
Requirió su bolsa Cervantes, y hallose con que sólo tenía en ella tres reales sencillos y cinco cuartos con tres maravedises segovianos, que la pobreza era en él cosa continua, y las pagas del ejército no andaban tan prestas como hubiera sido menester.
Lo ruin de su hacienda puso en confusiones a nuestro mozo, que no sabía qué hacer con aquella criatura que la desgracia le había deparado y que por su buen corazón había acogido; llevarla a una posada ser no podía, que las posadas estaban de ordinario llenas de gente mala y licenciosa, y más entonces, que por la empresa que se preparaba contra el turco, había en Sevilla cuatro banderas de infantería, a las que alistados los unos por su amor a las armas y por lo grande del propósito, otros por su necesidad, y muchos por tener la inmunidad de bandera para escapar de las garras de la justicia por desaguisados que habían cometido, acudían a centenares soldados, que se desbandaban por la ciudad y llenaban los mesones y las hospederías, gastando alegremente el dinero que se les daba de enganche; hervía, otrosí, Sevilla de marinería y gente de leva de las galeras que en el Guadalquivir estaban para embarcar la gente que se reclutase, y no podía llevarse a cualquier parte, y dejarla sola, a una doncella tal como Margarita, cuya hermosura era bastante, no ya para excitar a soldado aventurero o galeote dejado de la mano de Dios, sino al mismo anacoreta San Antonio el del yermo.
Pues llevarla a su casa Cervantes, no podía ser, que él vivía con tres camaradas, el mejor de los cuales no le hubiera querido el diablo por empeño, y hubiera sido como meter una paloma en un nido de gavilanes.
Urgía además antes que todo, acudir al desfallecimiento en que Margarita se encontraba, y que era tal, que apenas si la pobre joven podía dar un paso, y colgada iba del brazo de Miguel, y arrastrada y llevada por él, que no andando.
Hambre parecía tener la triste de días, y tal vez hambre había sido la enfermedad de su madre.