De como enloquecido Cervantes por el amor, creyó que la mano de Dios le apartaba de los efectos de su locura.
Por algún tiempo estuvo Cervantes sin poder darse cuenta de si era persona de este mundo o alma del otro, abatido por la misma grandeza y pesadumbre de lo que le acontecía.
Acometíale a veces el torcido propósito de salirse de aquel aposento y entrarse en el de doña Guiomar, y abandonando a Margarita, prometerse a doña Guiomar, empujándola con el encanto de la palabra y la fuerza del amor y de las lágrimas, a que a sus amores cediese, y en ellos se perdiese y enloqueciese, y su esposa fuese; que ampararse podía a Margarita y hacerla rica, y por la pingüe dote encontrarla marido.
Pero si el bueno puede caer en la tentación del mal, su misma bondad de ella le obliga a apartarse avergonzado; que si bien la fuerza del amor puede enloquecer a las mujeres, y en efecto, con suma frecuencia las enloquece, nunca el crimen cometido deja de volver sobre la conciencia, y morderla y despedazarla, haciendo imposible toda felicidad y contento, que si Cervantes pensaba que en algunas horas no podía Margarita haberse empeñado por él en un amor tal, que por él la vida se le hiciese odiosa, pensaba también que no hacía mucho más tiempo que sus amores con doña Guiomar duraban, y atendiendo a la realidad, ningún empeño de honra con doña Guiomar tenía, en tanto que en la mayor deuda de honra en que un hombre puede hallarse con una mujer, lo estaba por Margarita. Otrosí, abogaban a voces por Margarita su miserable fortuna, su orfandad y su abandono, en tanto que la riquísima doña Guiomar otra desgracia más que la del amor no tenía, y podría suceder muy bien que de ella se consolase, y todo al fin se redujese a contrariedad y despecho, que el tiempo iría gastando, hasta que al fin aquello no fuese para ella más que un enojoso recuerdo.
Pensando en que esto podría suceder muy bien, sacaba en claro Cervantes, que él quedaría el único dolorido y el único desesperado; que al perder la esperanza de gozar a doña Guiomar, y cuanto para él doña Guiomar valía, había conocido cuánto la amaba, y cuán con exclusión de toda otra mujer.
Y esta misma certidumbre de lo imposible de su amor, de tal manera sublimaba el alma y el cuerpo de doña Guiomar para Cervantes, que le parecía que si Dios para consolarle hiciera bajar un ángel del cielo, no había de parecerle tan hermoso en cuerpo y en alma como doña Guiomar; que hermosa era de cuerpo y de alma Margarita, ¿cómo dudarlo? pero con ser ya suya, y sin el encanto de lo imposible, puesta como un impedimento entre Cervantes y doña Guiomar, hacíase para Cervantes enojosa y casi aborrecible, y aborrecía la hora en que con aquel miserable entierro se encontró, y aun con más ahínco maldecía la compasión que a irse tras el entierro moviole, llevándole a punto en que conoció a Margarita.
Todo era confusiones y vacilaciones, y tentaciones y arrepentimientos Cervantes, y dar en una idea, y dejarla para dar en otra, y de aquella otra volver a la misma idea.
Y como, aunque era noble y altivo, no era santo, y de tal manera le apretaban el amor y el deseo por doña Guiomar, y hasta tal punto doña Guiomar iba acreciendo para él en lo preciosa e incomparable, ganándole la fiebre, apoderándose de su pensamiento la locura, atormentado ya de tal manera por las ansias que le acongojaban que resistirlas no pudo, como si una potencia invencible de él hubiese tirado y atraídole a doña Guiomar, con las vascas casi mortales de su pasión, determinose; y diciéndose que su vida era doña Guiomar y que Dios hiciese lo que fuese servido de Margarita, levantose del sillón en que había permanecido inmóvil desde que en aquel aposento le había dejado Florela; y acercándose quedo a la puerta, abriola silenciosamente, y en un corredor oscuro se encontró, y sin saber adónde había de dirigirse para dar con el aposento de Florela, en que doña Guiomar estaba; que aunque Florela le había dicho que entre el suyo y el de su señora estaba el aposento a que le había llevado, no sabía a cuál lado estuviese el de doña Guiomar o el de Florela, si a la derecha o a la izquierda.
Pero como Cervantes se había decidido a satisfacer los gustos de su amor, y cuando tomaba una resolución se mantenía firme en ella, y una vez resuelto el encanto de doña Guiomar para él crecía, determinose a reconocer las dos puertas de la derecha y de la izquierda, escuchar, y ver si por algún indicio sacaba cuál el aposento en que doña Guiomar estaba fuese.
Así es, que estando a la puerta misma de su aposento, a la izquierda volviose, y palpando la pared, adelantó hasta tocar una mampara de seda, y tan rica, que ella le demostró que no al aposento de la doncella debía dar entrada una tal manpara, sino al de doña Guiomar.
Y turbose, y pareciole que Dios, viéndole en aquel mal paso en que, olvidado de su obligación y de la grande y sagrada deuda que con Margarita le había empeñado, le llevaba a aquella habitación de doña Guiomar, en que él sabía que Margarita estaba, como diciéndole: «Este es tu camino; no el de tus gustos, que tan desatentadamente buscabas para perderte.»
Y como este pensamiento agobiase a Cervantes, y le turbase y le aniquilase, como si hubiese sentido sobre sí la justiciera y al par misericordiosa mano de Dios, vaciló, y con la mampara dio, y causó ruido; y a aquel ruido sucedió inmediatamente el ladrar de un perro dentro de la estancia, y el ladrar con toda la fuerza y la saña que su vejez le permitían, porque aquel perro era el triste compañero que a Margarita había seguido.
Aturdiose más y más Cervantes, más y más se acongojó, más y más el miedo de la justicia de Dios acometiole, y trémulo, y cobarde, hacia el aposento que había dejado tornose.
En aquel punto oyose una puerta que violentamente se abría.
El perro continuaba ladrando, y de improviso una mano helada asió una mano de Cervantes, y llevósele.
Pero lo que aconteció requiere capítulo aparte.