En que se habla algo de la jornada de Lepanto y de cómo fue la manquedad de Cervantes.
Llegó al fin la orden del rey para que la flota que en el Guadalquivir se encontraba zarpase con rumbo a Messina, donde había de juntarse con las otras naves de España y las de la Liga.
Juntáronse allí todas el 25 de Agosto de 1571.
Nunca se vio una tan poderosa armada, ni aprestados para una tan grande empresa tantos grandes capitanes; que siendo don Juan de Austria generalísimo de todas las escuadras de la Liga, allí asistían el príncipe Alejandro Farnesio, don Luis de Requesens, Marco Antonio Colonna, el proveedor Barbarigo, Juan Andrea Doria, el marqués de Santa Cruz don Alvaro de Bazan, Sebastián Veniero, Ascanio de la Corna, el prior y los caballeros de Malta, y otra multitud de capitanes, no de tan gran linaje, pero no menores en valor y nombradía, entre ellos Gil de Andrade, don Sancho de Leiva, don Miguel de Moncada, Francisco de Sancti Pietro y Diego de Urbina, y otros muchos de mar y tierra.
Pasaban de trescientas, entre galeras, naos y galeazas, las naves de la Liga, y tan bien aprestadas, que sólo con verlas se podía tener por segura la victoria.
Allí iba también la galera Marquesa, con las que mandaba el general Andrea Doria, y en ella, muy doliente aún, nuestro Miguel de Cervantes.
En vano habían pasado dos meses desde que aconteció la tragedia de la infeliz doña Guiomar, que no parecía sino que cada día que pasaba aumentaba el horror que de sí mismo Cervantes tenía, y su hastío de la vida; y si un día al combés de la galera podía subir a respirar el aire y a aspirar el olor marino, por otros dos o tres veíase obligado a quedarse en el entrepuente, enfermo y sin poder valerse, abrasado por la calentura.
Ansiaba nuestro mozo que se llegase a punto y término de pelea con el turco, que en ella pensaba ponerse en tal lugar y hacer tanto, que su muerte fuese inevitable.
Tal era el desesperado amor imposible que en su pecho ardía por la muerta doña Guiomar, y tal su desesperación por su pérdida, y tal su ansia por ir a encontrarla a un mundo mejor.
Esforzábanse sus compañeros por consolarle de aquel su dolor, que se veía claro en la perpetua desolación de su semblante, y en vano, para consolarle mejor, la causa de su dolor le pedían; callábase él, agradeciéndoles sus buenos deseos; y como el capitán Diego de Urbina, a quien su desventura había revelado para que le amparase, su secreto noblemente le guardaba, nadie sabía qué pensar de aquel dolor que tan acabado a Cervantes tenía, y tan desesperado, y tan melancólico, que harto claro se comprendía que le pesaba la vida.
Y acontecía, que habíase olvidado Cervantes de Margarita como si nunca la hubiese visto, y que para su corazón y su memoria no existía otra cosa que la muerta doña Guiomar.
Entretúvose don Juan de Austria en Messina con las grandes fiestas que en honra suya se hicieron, y otrosí, ordenando y acabando de aprestar su armada, hasta que esta zarpó el día 5 de Setiembre.
Con las naves que a Messina últimamente habían arribado, de trescientas pasaron las de la Liga, en las cuales más de ochenta mil hombres iban, entre marineros, soldados y galeotes.
Comulgado y confesado habían antes de dejar el puerto de Messina todos los que en la armada iban, como si todos hubieran tenido por cierta la muerte en aquella empresa; tan temerosa se aparejaba; que se sabía que el generalísimo turco, Alí-Bajá, comandaba un espantable número de naves, que de cuatrocientas entre grandes y chicas pasaban, y en ellas venían más de ciento veinte mil hombres, turcos, egipcios, africanos; todos feroces, todos corsarios, duros y cruentos, avezados al carnaje y a la matanza, y, como tigres, carniceros.
Teníase el miserable ejemplo de Nicosia y de Famagusta, sus defensores degollados y sus capitanes martirizados por el implacable infiel, aborrecedor del cristiano y nunca satisfecho de su sangre; y tal era el pavor que la voladora fama traía en sus alas, de las crudezas de aquella numerosa hueste de sanguinarias fieras, que capitanes tales y tan probados por su prudencia en el consejo y su bravura en lides, como Andrea Doria, Ascanio de la Corna y Sebastián Veniero, aconsejaron a don Juan de Austria, teniendo por temeridad el embestir contra el turco; pero el generoso mancebo, por cuyas venas corría la sangre del nunca vencido, ni en temor por nada puesto, emperador Carlos V, de gloriosa memoria, respondió a las dudas y a los temores de todos:
— Señores, ya no es hora de aconsejar, sino de combatir.
Venía el bárbaro Alí-Bajá confiado en el triunfo, y engañado; qué algunos pescadores habíanle dicho que la armada de la Liga era mucho menor que la suya, y mal proveída y pertrechada, y que aun así, mucho mayor era el número que la valía de la gente de la Liga, toda de leva y allegadiza; por su parte, don Juan de Austria creía que el dey de Argel, Aluch-Alí, temeroso de la suerte de la batalla, había abandonado a Alí-Bajá. Así es que cristianos y turcos avanzaban los unos contra los otros, todos engañados acerca de las fuerzas del enemigo, y todos confiando en el triunfo de sus armas.
Pero ni eran pocas las galeras cristianas, ni valadí ni allegadiza la gente que las montaba, ni a Alí-Bajá había abandonado el dey de Argel Aluch-Alí.
Manteniendo su rumbo a Levante la armada de la Liga, dejando atrás la Fosa de San Juan, llegó el 26 de Setiembre a Corfú, de donde zarpó el 28.
Aguardaba en el golfo de Lepanto la escuadra del turco.
Al fin, el 5 de Octubre la armada de la Liga llegó a Cefalonia, teniendo a babor la Morea; y la descubierta, comandada por el capitán Juan de Cardona, descubrió al doblar el golfo de Lepanto la escuadra del turco.
No es nuestro ánimo pintar aquí la famosa batalla de Lepanto, ni al propósito de nuestro libro conviene; que el curioso puede verla en las historias que de ella hablan largamente, y con pelos y señales: gran jornada fue, gran gloria alcanzó en ella nuestra patria; que puesto que fueron diversas las naciones que con sus armadas a aquella empresa acudieron, por generalísimo fue nuestro don Juan de Austria, y a su prudencia y a su buen consejo y a su aliento, se debió que aquel grandísimo triunfo se lograse; y más grande fuera, si a todas sus consecuencias se hubiera llegado: a nosotros sólo nos compete decir en el presente libro, cómo fue que nuestro Miguel conquistó en aquella memorable jornada su glorioso apodo de Manco de Lepanto.
Si a doña Guiomar no conociera, si no la amara, si de su tragedia involuntaria causa no fuera, si a Margarita no encontrara, corrido por distinto cauce hubieran las cosas, y en vez de llegar a ser Cervantes el Manco de Lepanto, casádose hubiera dichosamente con su doña Guiomar, y andando el tiempo no se hubiera visto en ocasión de ir, para asuntos que no eran suyos, a la Mancha ni a Argamasilla, ni conocido hubiera a Aldonza Lorenzo, ni a Alonso Quijano, ni a Sancho Zancas, y probablemente no tendríamos nuestro buen Don Quijote con que recrearnos y enorgullecernos, teniendo tal vez que contentarnos con Rinconete y Cortadillo y el Coloquio de los perros, y con las Ejemplares; ¡y quién sabe! que un leve acontecimiento, importante en la vida de un hombre, todo el curso de su vida cambia, echándole por otro cauce.
Montaba, como hemos dicho, Cervantes la galera Marquesa, que era de las de Andrea Doria, con la gente de infantería del capitán Diego de Urbina; y cuando a la vista la una de la otra las dos escuadras, llegó el punto del rompimiento de la batalla, Cervantes, que muy enfermo y con calentura estaba en el entrepuente, subió a la cubierta y pidió le pusiesen en el lugar de más peligro; advirtiole Diego de Urbina que mirase que estaba enfermo, y que de muy poco podía aprovecharse su esfuerzo cuando tan sin fuerzas se hallaba; a lo que respondió Cervantes, y a lo que otros como el capitán le decían:
— Señores, ¿qué se diría de Miguel de Cervantes? En todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra a su majestad, y se ha mandado, he servido muy bien como buen soldado; y así, ahora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de su majestad, y morir por ellos, que no bajarme so cubierta; así pues, pónganme en el lugar más peligroso, y en ello me haréis merced.
Y como se sintiesen maravillados todos de su valor y entereza, diéronle doce soldados que mandase, y con ellos combatiese en el lugar del esquife, que era el de mayor peligro.
El disparo de un cañonazo de cada una de las dos capitanas, fue la señal del rompimiento del combate, que se trabó bravamente, y de una manera tan recia y con tal estruendo de arcabucería y de artillería, que no parecía sino que una pavorosa tormenta y espantable, de la mar y del viento habíase enseñoreado. Todo era humo, y fuego, y estrago, y cuerpos muertos que a la mar caían, y sangre que en la mar se vertía y la ponía roja; y acá sonaban los clarines y las trompetas y los atambores, y allá sonaban los añafiles, las dulzainas y las atakebiras; que no podían causar menos fragoroso estruendo en su combate con el turco más de trescientas naves grandes y pequeñas que la mar cubrían en un tan grande espacio como no se había visto desde los tiempos del imperio de Roma; y de estas naos, ciento sesenta y cuatro, y las mejor aprestadas, eran del rey de España; y del pontífice Pío V eran seis galeras y otras tantas fragatas; y llevaban los venecianos ciento treinta y cuatro naos, pero no tan bien armadas ni proveídas como las de España. Asistían allí también las galeras de Génova y de Malta, y no se cuenta gran número de trasportes que con la armada iban, armada inmensa, gente en grandísimo número a morir resuelta, alentada por la fe y por las indulgencias concedidas a los que en aquella empresa se encontrasen, que eran las mismas que se concedieron por otros pontífices a los conquistadores de los Santos Lugares, y que poco antes había llevado el nuncio de Su Santidad monseñor Ondescalco. Y era el orden de batalla: en la vanguardia, seis galeras venecianas; en el cuerno izquierdo iban sesenta galeras, comandadas por el proveedor Barbarigo; Juan Andrea Doria era el general de las sesenta galeras del cuerno derecho, y sesenta y tres galeras formaban el centro de la batalla, llevando en medio de ella la Real, y en ésta el generalísimo don Juan de Austria. A la derecha de la Real iba la capitana de Roma con su capitán Colonna, y la de Venecia con Veniero, a la izquierda.
Llevaba la Real a popa la nao del comendador de Castilla don Luis de Requesens, y con don Alvaro de Bazan, marqués de Santa Cruz, formaban la retaguardia treinta y cinco galeras.
Mayor en número de naves era la armada infiel.
Comandaba su cuerno derecho Mahomet Ciroko, virey de Alejandría; el dey de Argel, Aluch-Alí, comandaba el izquierdo, y el bajá Alí-Pachá se mostraba en el centro de la batalla con un gran número de naves, y otra formidable escuadra formaba a retaguardia.
En media luna avanzaban la una contra la otra las dos formidables flotas. El viento había calmado; el golfo, más que una mar turbulenta, un terso espejo parecía.
Embistió el primero el cuerno derecho de los turcos, a los que resistieron los venecianos.
Aluch-Alí había embestido a las naves del general Doria, y en este primer encuentro y trabazón de la pelea, la capitana de Malta fue cercada, embestida y entrada por muchas galeras argelinas, que pasaron a cuchillo a todos los caballeros, menos al gran prior y otros dos, que casi despedazados por terribles heridas, tuvieron por muertos.
Con no menor saña se embistieron las galeras de don Juan de Austria y de Alí-Pachá, y ya el combate se extendió por toda la línea, sin haber galera que no combatiese.
Se levantó el viento favorable a los cristianos, y como ya se ha dicho, un infierno terrible, que no otra cosa parecía la pelea, que todos peleaban como si hubieran sido inmortales.
Apretada se veía la Real de don Juan de Austria.
Cargaban sobre ella con sus genízaros los dos bajaes Alí-Pachá y Pertew, y a no acudir en su socorro de la capitana el marqués de Santa Cruz, Dios sólo sabe si aquel día hubiera perecido a manos de infieles el gran don Juan de Austria.
Rayo parecía la espada del marqués de Santa Cruz, que firme en la crujía de su capitana con sus arcabuceros españoles, rechazaba una y otra embestida.
A la Real salvó, y voló con sus galeras a socorrer a Andrea Doria, y socorrido éste, a poco rescataba la capitana de Malta y hacía huir aterrado con sus argelinos, y ponerse fuera de combate, al formidable Aluch-Alí.
Todo era proezas y hazañas, todo estrago y muerte.
Indecisa se mostraba la victoria, y es fama que entre la densa nube de humo, y en el punto más formidable de la batalla, apareció un resplandor de gloria sobre la armada de la Liga, y en medio de él la Santísima Virgen del Rosario, a la que acompañaban legiones de arcángeles, que con sus espadas de fuego descendían y se metían en la pelea; milagro que la fe no repugna, pero que bien pudo ser visión de algún soldado devoto que luego lo contó y creyéronlo; que no señales de muerte por fuego del cielo tenían los turcos que muertos se hallaron en las galeras enemigas apresadas, sino de pelota de arcabuz, o de lombarda, y corte de espada, y golpe de pica, y astillazos y aplastamientos, por las entenas y jarcias que la artillería cortaba; y entre este pavoroso estrago, entre este humo, entre este fuego, y poco antes de que la victoria se declarase por los cristianos, un arcabuzazo alcanzó a Cervantes en la mano izquierda, y deshízosela, y otros dos le atravesaron el pecho, dejando en su persona las honrosas señales por las que, acometido por la malevolencia, dijo muchos años más adelante, cuando le injurió aquel Avellaneda, temerario continuador de Don Quijote: «Lo que no he podido dejar de sentir, es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan verlos venideros. Si mis heridas no resplandecen sobre los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que Ubre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa, que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra y a desear la justa alabanza.»
Tal fue la alta ocasión, como él mismo dice, en que se quedó manco Miguel de Cervantes, y a esta última ocasión lleváronle sus mal aventurados y trágicos amores con doña Guiomar.
Pero no dejemos por terminar el relato sucinto de la batalla.
Sufrido habían los turcos una pérdida irreparable en el bajá Pertew, que acometido por don Juan de Cardona, y habiendo tomado Pablo Jordán Urbina su galera, hubo de arrojarse al mar y llegar nadando a un esquife, en que escapó.
Aluch-Alí se había puesto también en salvo con todas sus galeras de Argel.
Alí-Pachá, que combatía como un león irritado con trescientos genízaros, cayó al fin por una pelota de arcabuz que en la frente le hirió.
Arrojáronse sobre él los castellanos, y un soldado cortole la cabeza, y en la punta de una pica la puso, como guión sangriento y horrible señal de la victoria.
Ya gran número de navíos infieles ardían y se hundían con pavoroso estrago en las ondas.
Gran parte de la armada infiel había sido apresada, y el resto huía proa al Levante.
— ¡Victoria, victoria! — sonaba por todas partes.
Ya no se oía el estruendo formidable de la artillería.
El humo se elevaba lentamente, y se disipaba en los aires.
Doscientos veinticuatro bajeles perdieron los musulmanes.
Quedaron ciento treinta en poder de los vencedores, y el resto lo tragó el mar o lo abrasó el fuego.
Veinticinco mil turcos murieron, y más de cinco mil, cautivos quedaron.
Halláronse en las galeras apresadas ciento diez y siete tiros gruesos de artillería y doscientos cincuenta menores, y se libertaron doce mil cautivos cristianos.
Pero no se obtuvo esta gran victoria sino a gran bosta; que se perdieron quince galeras, ocho mil valientes murieron: de ellos, dos mil españoles, del Papa ochocientos, y el resto de Venecia, Génova y Malta.
El Mediterráneo era libre.
Ya las doncellas cristianaste sus riberas no tenían que temer las excursiones de los piratas, ni verse vendidas en los harenes de los infieles.
Ya se podía reposar en aquellas riberas.
Los genízaros del turco no eran ya invencibles, ni, deshecha su poderosa flota, para Europa podía ser una amenaza el poder del turco.
Con razón se enorgullecía Cervantes de haberse hallado en aquella jornada memorabilísima y de las heridas gloriosas que en ella había recibido.
Volviéronse al fin las naves españolas a Nápoles y Sicilia.
Dejó la galera Marquesa en el hospital de Messina a sus heridos, y entre ellos a Miguel de Cervantes, que sanó al fin, pero quedándole mutilada la mano izquierda, por lo cual, cuando la muerte abrió para él la edad de la gloria, al par que se le llamó el príncipe de los ingenios españoles, llamósele también el Manco de Lepanto.
—— FIN ——