No resulta fácil saber quién fue en
realidad Pablo de Tarso. Ciertamente, es una figura controvertida
que ha hecho correr ríos de tinta sin que los estudiosos (laicos)
se hayan puesto todavía de acuerdo sobre su personalidad, sobre su
misión y, especialmente, sobre su papel en el desarrollo del
cristianismo.
Lo que sí parece cierto es que, al
menos en lo que cabe, Pablo de Tarso es la primera figura
documentable y representativa del cristianismo con cierto rigor
histórico y que los únicos documentos del Nuevo Testamento
que pueden realmente considerarse de autor cierto son algunas de
sus epístolas. Eso, mientras no se demuestre otra cosa.
Algunas de sus epístolas, pero no
todas ni tampoco completas. A diferencia de otros autores antiguos
que no firmaron sus escritos, Pablo empezó sus cartas presentándose
a sí mismo y, a veces, presentando a sus acompañantes. Sin embargo,
existen varias cartas de procedencia bastante dudosa e incluso, en
las que se puede afirmar que son suyas, hay numerosas
contradicciones que apuntan a un segundo autor.
Una de las costumbres de la
Antigüedad fue la de interpolar y añadir frases, párrafos o páginas
enteras a un escrito redactado por otro autor e imputarle la
autoría. Esta costumbre estuvo extendida hasta que las técnicas
modernas impidieron falsificar los documentos o, al menos,
falsificarlos sin que se descubriese la falsía.
Todo esto hace muy difícil, por no
decir imposible, asegurar la autoría de un documento y, por tanto,
conocer la verdadera ideología de los personajes de quienes
solamente nos han llegado documentos de segunda mano.
En el caso de Pablo de Tarso, el
asunto se complica porque cada estudioso ha extraído una conclusión
diferente a los demás y porque, como se trata de una figura
importante en la historia de la religión cristiana, se han dado
numerosas y distintas interpretaciones a sus escritos y a la
autoría de los mismos.
Un ejemplo es la escena de su
conversión, porque el momento más importante para la historia del
cristianismo ha sido causa de polémica. En el año 1600, el cardenal
Tiberio Cerasi encargó a Caravaggio un cuadro que representase ese
momento, para colocarlo en su capilla de la iglesia de Santa Maria
do Popolo, en Roma.
Caravaggio pintó lo que creyó
conveniente, es decir, un cuadro en el que Cristo se aparece a
Saulo en el camino de Damasco y este cae del caballo cegado por un
gran resplandor. Resultó que tal interpretación contradecía las
descripciones de Los Hechos de los Apóstoles, que menciona
una luz vivísima y una voz, pero no una aparición. Por tanto,
Caravaggio hubo de pintar una segunda versión de su Conversión
de Saulo más acorde con la doctrina cristiana.
Y, sin embargo, si leemos lo que
realmente dice el versículo 9,3 de
Hechos, resulta que
Pablo no iba a caballo en aquel momento preciso, sino a pie:
«mientras iba caminando, al acercarse a Damasco...»
[14]
. Y para completar las discrepancias, podemos
leer en
1 Corintios (9) las protestas de Pablo: «¿No he
visto a Jesús nuestro Señor?» y en la misma epístola (15,8), «al
último de todos, se me apareció a mí».
La conversión de Saulo
Caravaggio vio así el momento de la conversión de Saulo camino de
Damasco, pero su interpretación no coincidió con la de los
Hechos de los Apóstoles, por lo que hubo de realizar una
segunda versión del cuadro que no mostrara a Cristo. Según
Hechos, Saulo no vio a Cristo sino que escuchó su voz.
Pero, según sus Epístolas, sí le vio.
Antes de comentar algunas de
las teorías que existen sobre la doctrina y la misión de Pablo de
Tarso, veamos lo que podemos conocer de su vida y de su obra. Uno
de los primeros escollos con los que tropezamos es la ausencia de
fuentes no cristianas que le mencionen. El historiador judío por
excelencia, Flavio Josefo, que narra detalladamente los sucesos de
la época, no dice nada en absoluto; tampoco le menciona Justo de
Tiberíades, contemporáneo y galileo, lo cual nos podría llevar a la
conclusión de que Pablo no existió y de que fue solamente una
figura mítica como tantas otras. Pero tenemos el testimonio de
Marción, discípulo de la doctrina paulina, que fue cristiano aunque
gnóstico, es decir, hereje. Tenemos además sus epístolas, de las
que se declara autor.
Y, si Pablo de Tarso existió,
redactó o dictó las epístolas y ni Josefo ni Justo supieron de él,
lo más creíble es que no fuera una figura relevante en Palestina,
pues de haber realizado allí alguna acción notoria, lo sabríamos
por esas u otras fuentes. Lo más plausible es que, puesto que todos
sus escritos van dirigidos a las comunidades que él mismo fundó en
Asia Menor y él era también oriundo de ese lugar, todo su trabajo
se desarrollara allí, en la península de Anatolia, con algunas
incursiones a otros puntos, incluida Palestina, pero de menor
importancia.
La primera noticia que tenemos
de la existencia de Pablo de Tarso data del año 138, en el que
Marción del Ponto, el gnóstico, llevó a la Iglesia de Roma dos
importantes documentos: el Evangelion, un evangelio que
parece que había redactado él mismo, y el Apostolicon, un
documento formado por diez cartas que un tal Pablo de Tarso, el
maestro al que Marción y sus compañeros seguían, había dirigido
unos setenta años antes a siete comunidades que él mismo había
fundado en Asia Menor. Esto lo sabemos por los comentarios de
Clemente de Alejandría, Tertuliano y Eusebio de Cesárea
(Historia Eclesiástica, libro III).
Mucho después de las diez
cartas que Marción publicó hacia 140, aparecieron otras cuatro
atribuidas también a Pablo. Nos ocuparemos de ellas más adelante.
Ahora lo que nos interesa es averiguar lo más posible acerca de su
vida, de sus idas y venidas y de sus aventuras, que no fueron
pocas.
Pablo de Tarso
Pablo de Tarso es la primera
figura documentable del cristianismo con cierto rigor histórico,
pero su verdadera personalidad, doctrina y misión dentro del
cristianismo son causa de controversia y debate, ya que no resulta
fácil dilucidar lo que de cierto e incierto hay en los textos cuya
autoría se le imputa.
Hay un libro integrado en el
canon del Nuevo Testamento que detalla la biografía de
Pablo de Tarso. Se trata de Los Hechos de los Apóstoles.
Pero, como ya dijimos anteriormente, los libros religiosos no se
pueden tomar al pie de la letra ni mucho menos como si fueran
fuentes históricas, así que habrá que mirarlo sin perder de vista
las Epístolas y otros datos, para comprobar si cuanto
indica Hechos es cierto. Y es necesario verificarlo en lo
posible porque Hechos es un típico libro religioso que,
además de no llevar firma de autor alguno, mezcla la biografía de
Pablo con unos cuantos milagros y situaciones fantásticas, como
resurrecciones, sanaciones y avisos sobrenaturales, y eso resta
credibilidad a la obra, al menos a nuestro entender.
Hechos ha sido
atribuido a Lucas, puesto que la mayor parte del texto habla de los
viajes y hazañas de Pablo de Tarso y Lucas fue, al parecer, su
discípulo y acompañante. Pero esto no se ha podido comprobar.
Además, se considera que este libro es como una segunda parte del
Evangelio según San Lucas, ya que, una vez analizados el
estilo y el vocabulario, parecen corresponder a un mismo autor. Hay
estudiosos que aseguran que el verdadero autor de una biografía de
Pablo que luego se incorporó a Hechos fue Marción, su
discípulo gnóstico.
Si leemos los Hechos de
los Apóstoles, vemos que se trata de un relato claramente
encaminado a informar al lector de en qué quedó todo lo que narran
los Evangelios y qué fue de los apóstoles tras la
desaparición definitiva del Maestro. Todo ello dirigido a
esclarecer los sucesos acaecidos en aquella primera etapa del
cristianismo.
La mayoría de los autores
acuerdan que Hechos fue el último libro en redactarse y
sitúan en primer lugar el Apocalipsis, después las
Epístolas, luego los Evangelios y por último,
Hechos que además es bastante probable que haya sido
escrito al menos por dos autores, lo cual, como ya hemos dicho
respecto a los restantes documentos, era lo habitual. Parece que la
primera referencia que se encuentra a esta obra es la de Ireneo de
Lyon, en el año 170, y pueden observarse numerosas referencias a la
Iglesia primitiva palestina, en su periodo de adaptación en pleno
siglo II.
Sabemos que Pablo nació en
Tarso, la capital de Cilicia. Una ciudad cosmopolita sin duda.
Originalmente fue hitita, se proclamó griega en la época en que se
puso de moda el helenismo y, en tiempos de la dominación romana,
mantenía matices y reminiscencias egipcias. Como detalle importante
de la cultura de aquella ciudad, hay que decir que allí se
originaron los misterios de Mitra. Y como detalle romántico e
histórico, podríamos señalar que precisamente fue allí, en Tarso,
donde Cleopatra enamoró a Marco Antonio.
Era, pues, una ciudad culta,
universitaria, orgullosa de su helenismo y centro de reunión de
numerosos filósofos, como el mismo Atenodoro que fue maestro de
Augusto. Pablo nació en el seno de una importante colonia judía
asentada en Tarso. Nació en el año 10 o quizá en el 8, según
distintos autores. Otros dicen que en el 6. Se llamó Saulo en
memoria del rey Saúl, pero más tarde, cuando puso su objetivo en
los gentiles romanos, eligió el nombre latino de Pablo, nombre que
le correspondía como ciudadano romano. También puede que se llamara
ambas cosas, Saulo como judío y Pablo como romano, lo que era
bastante habitual.
Su familia debía ser
importante, puesto que eran ciudadanos romanos. Ser ciudadano
romano fue uno de los deseos más extendidos en Occidente. Con toda
su fama de terrible, lo que más hubiera deseado Atila en este mundo
hubiera sido obtener la ciudadanía romana, cosa que jamás consiguió
por más que se rodeara de intelectuales romanos. Y el motivo real
por el que tantos y tantos bárbaros se convirtieron al cristianismo
no fue por la capacidad de convicción de los misioneros, sino
porque a partir del siglo IV ser cristiano significó ser romano y
el bautismo fue condición sine qua non para
romanizarse.
A diferencia de los griegos
quienes, a pesar de haber inventado la democracia, creían
firmemente en la diferencia de clases, los romanos pusieron la
ciudadanía al alcance de cualquiera que fuera capaz de merecerla o
adquirirla, incluso de esclavos liberados. La ciudadanía romana se
compraba o se otorgaba según el caso y los padres de Pablo gozaron
de ella puesto que él se declaró «ciudadano romano de nacimiento»
(Hechos 22,20). Y lo declaró así para librarse de una
azotaina a la que pretendió someterle un centurión romano a raíz de
su encarcelación a causa de una de las numerosas revueltas que se
organizaron a su alrededor.
Su lengua materna fue el
griego, pero aprendió arameo en Jerusalén, donde vivió algún tiempo
formándose con el rabino Gamaliel. Aunque la influencia griega en
su educación y en su ambiente familiar fue importante, Pablo fue,
ante todo, judío, judío con orgullo nacionalista de su raza, hebreo
hijo de hebreos y, además, de la tribu de Benjamín. Esto podemos
leerlo en Filipenses (3,5). Gamaliel era fariseo y fue el
jefe de la secta hasta que falleció en el año 52, pero no fue un
fariseo exaltado como algunos han querido describirle, sino
moderado, puesto que fue nieto y discípulo de Hillel, rabino
conocido por la moderación de su doctrina. De Gamaliel aprendió
Pablo el fariseísmo. Recordemos que los fariseos eran la secta
contraria a los saduceos y que uno de sus principales puntos
doctrinales era la resurrección, algo que probablemente aprendieron
de los pitagóricos. Otra creencia fundamental del fariseísmo era la
llegada del Mesías, un mesías fuerte de carne y hueso, que les
libraría del invasor extranjero.
Hemos reunido unos cuantos
datos a considerar a la hora de establecer la corriente filosófica
o religiosa que marcó la doctrina paulina. Judío, con todo el
bagaje que supone las enseñanzas de un maestro fariseo como
Gamaliel. Conocía las interioridades de la Ley y los pormenores de
la liturgia y de todas las creencias agregadas al judaísmo que,
recordémoslo, los saduceos no admitían pero sí los fariseos, y que
eran añadidos de las religiones y tradiciones de Babilonia, Persia
y Egipto.
Tenemos, pues, un judaísmo
repleto de tradiciones de otras religiones, influido además por el
helenismo y su variedad de corrientes filosóficas que discurrían
por las plazas y foros de cualquier ciudad universitaria helenista,
como era Tarso. A esto le sumaremos la ciudadanía romana, algo que
bien podía entonces distinguir a un judío fanático, absorbido por
el odio mortal hacia el invasor pagano y profanador, de un judío
universal moderado y capaz de admitir las bondades que aquellos
invasores podían traer a la vida cotidiana de un pueblo anticuado.
Por último, hay que agregar al conjunto el conocimiento más cercano
o más lejano que sin duda tuvo Pablo de los misterios de Mitra y
seguramente de otros dioses redentores mediterráneos.
Hay un dato de menor
importancia pero que merece la pena mencionar y es que Pablo cosía
tiendas, tiendas de lona o, mejor aún, lona para tiendas. Algunos
autores señalan que ese oficio es indicativo de falta de nivel
cultural, de ausencia de estudios, pero sabemos que los judíos
enseñaban siempre a sus hijos varones un oficio y también parece
que Cilicia fue en algún momento famosa por sus tejidos de pelo de
cabra. Y puede que Pablo tejiera esas telas y no tiendas de
campaña. ¿Para qué necesitaban los griegos de Cilicia tiendas de
campaña? Eso hubiera sido útil en el desierto, en Palestina, tierra
de tabernáculos, pero no en una ciudad griega con universidad y
foro filosófico.
Algunos de los que afirman
que Pablo de Tarso fue iletrado se basan en que muchas de sus
epístolas están redactadas por un escriba o secretario y en algunas
se señala expresamente que firma de su puño y letra, lo que indica
que las demás no van firmadas por él. Pero no es fácil que un judío
helenizado versado en la Ley fuera iletrado. Asimov apunta la
posibilidad de que tuviera una caligrafía deficiente.
Según Hechos, Pablo fue un
gran perseguidor de los cristianos hasta el momento en que se
convirtió él mismo al cristianismo y se lanzó a predicar en las
sinagogas. Su primera aparición en esta obra es con motivo de
la apidación del primer mártir cristiano, Esteban el diácono;
una lapidación con la que Pablo «estuvo de acuerdo». Hechos narra
las persecuciones de las que fueron objeto los primeros cristianos
por parte de los sacerdotes judíos, como una continuación de la
persecución a Jesús de Nazaret.
La conversión del hasta
entonces llamado Saulo tuvo lugar en el camino de Damasco adonde
precisamente había ido para apresar cristianos y traerlos a
Jerusalén: «Le envolvió una luz del cielo y, caído en tierra, oyó
una voz que le decía: ¡Saulo, Saulo! ¿Por qué me persigues?».
Después de su encuentro, quedó
ciego durante tres días, hasta que un cristiano residente en
Damasco, Ananías, tuvo una visión celestial en la que Jesús le
encomendó cuidar de Saulo, puesto que él le había elegido como
portador de su nombre. Ananías le impuso las manos y le devolvió la
vista. Y en seguida comenzó a predicar en las sinagogas. Esto es lo
que podemos leer en el capítulo 9 de Hechos.
Como ya hemos quedado en que
Hechos no es una fuente fidedigna, veamos lo que se puede
leer de puño y letra del mismo Pablo. En Gálatas (1,13)
leemos algo francamente impresionante: «Ya oísteis hablar de mi
conducta anterior cuando estaba en el judaísmo, con qué
encarnizamiento perseguía a la Iglesia de Dios».
Esto vendría a confirmar que,
efectivamente, Pablo persiguió a los cristianos antes de
convertirse. Pero la primera parte de la frase resulta sorprendente
y merece la pena analizarla.
«Cuando estaba en el judaísmo»
significa que, a la hora de escribir a los Gálatas, ya había
abandonado la fe de sus mayores.
En el mismo capítulo, Pablo
afirma que Dios le llamó para que lo anunciara entre los gentiles.
¿Y para anunciarle entre los gentiles tenía que renunciar al
judaísmo? Sabemos que la principal controversia de la Iglesia en
sus primeros tiempos fue desprenderse del judaísmo, cuando este
empezó a convertirse en un lastre que le impedía arrancar hacia el
universo gentil. Ya dijimos que el judaísmo contiene normas
restrictivas que impiden la convivencia con gentiles. Pero también
sabemos que los primeros cristianos fueron judíos y que el
cristianismo fue una secta judía hasta que consiguió despegar e
independizarse del judaísmo. Y sabemos asimismo que los cristianos
se reunieron en sinagogas cuando las había y en catacumbas o
cementerios cuando no las había, porque la primera iglesia
cristiana se construyó en 256, en lo que hoy es Armenia. Si no
hubieran sido judíos, mal hubieran podido reunirse en
sinagogas.
Aunque también hubo
comunidades gentiles que se reunían en asambleas, gentiles que
profesaban una religión judaica, pero liberados de rituales
incómodos como la circuncisión o la dieta.
De hecho, los cristianos
estuvieron adorando a Cristo el día sagrado judío, el
sabbath, al menos hasta el año 150 en que Justino cuenta
que le adoraron en el día del Sol, que es el domingo. Todavía a
finales del siglo II, en tiempos del primer papa romano
documentable, Víctor I (189-199), sabemos que todavía había obispos
orientales que se oponían a celebrar la Pascua de manera distinta a
los judíos. Eso nos conduce a pensar que la frase «cuando estaba en
el judaísmo» no corresponde a Pablo de Tarso, sino que fue
interpolada posteriormente, cuando hizo falta demostrar que el
cristianismo nada había tenido que ver con el judaísmo o que, si lo
tuvo, solo fue en los primeros años.
La lapidación de San Esteban
Según Hechos,
Pablo de Tarso fue un gran perseguidor de los cristianos hasta que
se convirtió milagrosamente al cristianismo. El primer escenario en
que aparece es durante la lapidación de San Esteban, el primer
mártir cristiano. Pero esto se contradice con su falta de
relevancia en el ámbito farisaico de Jerusalén, pues su supuesto
activismo no se refleja en fuente histórica alguna.
Y si se interpoló «cuando
estaba en el judaísmo», lo más probable es que se interpolara la
frase completa y luego veremos por qué. Por tanto, la declaración
de haber perseguido a los cristianos también puede ser una
interpolación posterior. Es decir, Pablo no persiguió a los
cristianos.
Un dato importante a
considerar es el silencio histórico por parte de historiadores no
cristianos, como Flavio Josefo o Suetonio. Ya hemos dicho que eso
nos hace pensar que Pablo no debió destacar en Jerusalén. Sin
embargo, según Hechos, era un ardiente perseguidor de la
Iglesia cristiana, pues pidió permiso al sumo sacerdote para ir a
las sinagogas de Damasco a apresar a todos los que encontrase. Es
de suponer que esa misión no le sería encomendada a un cualquiera,
sino a alguien con cierta influencia o capacidad de representación
cerca de las altas instancias de Jerusalén.
Y, sin embargo, ya dijimos
que Flavio Josefo, aun siendo también fariseo, no menciona ni a
Pablo ni su saña como perseguidor de cristianos ni el posible
alboroto de sus disputas y de su conversión. Claro es que tampoco
menciona la existencia de cristianos (ni de nazarenos que es como
se llamaron al principio) en Jerusalén, aunque en su libro
Guerras de los judíos describe con todo lujo de detalles
las distintas sectas judías que existían entonces en Palestina.
También el Talmud habla de más de veinte sectas judías en el siglo
I, pero no menciona a los cristianos ni a los nazarenos. Eso no
tiene más que una lectura y es que ni había cristianos en Jerusalén
en la época de Flavio Josefo (38-94), ni Pablo de Tarso les
persiguió, ni fue actor significativo alguno en Palestina.
Históricamente, parece que no
hubo cristianos en Jerusalén hasta el año 134, pues el primer texto
que los menciona es una carta de Plinio el Joven en la que cuenta
que «entonaban un himno en honor de Cristo como si fuera un
dios».
¿Dónde estaban, pues, los
personajes de nuestra historia? Si buscamos documentos no
religiosos que lo acrediten, el primer lugar donde hubo cristianos
fueron las comunidades de Asia Menor a las que Pablo dedicó sus
Epístolas y a las que, además, está dirigido el
Apocalipsis.
Acabamos de leer una
declaración de apostasía en una de las cartas imputadas a Pablo de
Tarso.«Cuando estaba en el judaísmo» significa que había dejado de
estar en él.
Sin embargo, si revisamos las
Epístolas, vemos que en Roma-
Y mucho más que eso, Pablo
declara orgullosamente ser israelita, circuncidado al octavo día,
como manda la Ley, hebreo hijo de hebreos, descendiente de
Benjamín, que fue hijo de Jacob y de Raquel, la esposa amada, y no
hijo de Lea, como otros menos afortunados. Así lo recalca bien alto
y lleno de orgullo cuando escribe a los romanos (11,1) y a los
filipenses (3,5).
Pablo de Tarso fue fariseo.
Hechos señala que estudió en Jerusalén «a los pies de
Gamaliel» un conocido maestro fariseo, letrado y helenista,
partidario acérrimo de la resurrección que era la cuestión
doctrinal que con mayor ardor enfrentaba a los fariseos con la
secta opuesta, los saduceos. Las epístolas a los filipenses y a los
romanos confirman su fariseísmo, aunque no citan sus estudios con
Gamaliel.
Esto resulta un tanto
sospechoso, puesto que la mención de su maestro hubiera sido un
puntal sólido en su trayectoria como fariseo. Pero nada dice de
Gamaliel, su nombre solamente aparece en Hechos y
Hechos es una obra escrita para demostrar situaciones, no
para narrar realidades. Y una de las situaciones a demostrar es que
Pablo vivió en Jerusalén en el mismo tiempo en que vivió Jesús de
Nazaret. Es decir, Pablo fue el gran testigo histórico y
documentable de la vida de Jesús.
Sin embargo, el punto de
partida del cristianismo no fue para Pablo la vida de Jesús, sino
la resurrección del Cristo. En la epístola a los romanos podemos
leer una frase determinante que además aparece en el saludo que
inicia la carta: «constituido hijo de Dios con poder, según el
espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los
muertos». Es decir, Cristo tuvo poder, el poder de hijo de Dios,
desde el momento en que resucitó, no antes. ¿Qué era, pues, antes
de resucitar? No importa lo que fuera antes de resucitar, lo que
importa es que resucitó y que eso es lo que le confirió el estatus
de hijo de Dios poderoso.
No son ni fueron pocos los que
acusaron y siguen acusando a Pablo de Tarso de traidor a la fe
judaica, a la ley de Moisés. Hemos visto pasajes en los que se
declara judío, israelita, fariseo, hijo de hebreos y descendiente
de Benjamín, pero también hemos encontrado un pasaje de apostasía
del judaísmo. Hay muchos más, muy descriptivos y contundentes y,
además, algunos muy peligrosos.
La resurrección
La resurrección de Cristo
fue el punto de partida de la religión que creó Pablo de Tarso.
Para él, Cristo adquirió el verdadero poder como hijo de Dios tras
su resurrección. Y, si Cristo no ha resucitado, nada sirve. En esta
pintura, los dedos de la mano de Cristo resucitado están colocados
en posición esotérica.
En Gálatas (3,10)
dice que «lo que procede de la Ley está bajo maldición» y (3,13)
que «Cristo nos rescató de la maldición de la Ley». Es decir, la
Ley que era santa en Romanos (7,12) y Timoteo
(1,8), ha pasado a ser maldita. Y ha pasado a ser maldita porque
ahí está Cristo para redimir de ella a los judíos, es decir, para
liberarles de la tiranía de la Ley. Y, ya que alecciona a los
gálatas contra la ley judía, es lógico que les instruya contra la
circuncisión. Así lo hace en Gálatas (5,2), diciendo «si
os hacéis circuncidar, Cristo no os servirá para nada». Hace
hincapié en la misma carta (5,11-12) señalando que no proclama la
circuncisión y deseando que los que insistan en ella se mutilen. Y
en Filipenses (3,2-3) alerta a su grey contra la
circuncisión y asegura que la verdadera circuncisión es la fe en
Cristo. Sin embargo, en la misma epístola a los filipenses podemos
leer su declaración de ser judío y circuncidado.
Esto es tanto como denunciar
la alianza que Yahveh estableció con Abraham, la señal de
identificación del pueblo judío, el marchamo de calidad de los
verdaderos creyentes frente a los gentiles, los incircuncisos. En
la carta pastoral a Tito (1,15) señala «que se dejen ya de mitos
judíos y de preceptos...». La muerte y, sobre todo, la resurrección
de Cristo han echado abajo la barrera que un día separó a los
judíos de los demás, de los incircuncisos, de los gentiles, ha roto
para siempre las diferencias, ya no hay extranjeros sino que ahora,
judíos y gentiles son uno en Cristo (Efesios 2).
Y no solamente Pablo reniega
del judaísmo (recordemos su frase: «cuando estaba en el judaísmo»)
y rompe todos sus lazos con su pueblo y con su fe, sino que
pronuncia, si realmente son suyas, las palabras más graves que se
han escrito en la Historia contra el pueblo judío, las que no
solamente dieron pie, sino que incluso sacralizaron el
antisemitismo durante siglos, hasta que la Iglesia, espantada de sí
misma, pidió perdón a los judíos en una oración irrepetible que
redactó Juan XXIII.
Leemos tales palabras en
Tesalonicenses (2,15): «los cuales mataron al Señor Jesús
y a los profetas y nos persiguieron a nosotros».
¿Escribió Pablo
verdaderamente estas cosas? En realidad, parece que las
Epístolas empezaron dirigiéndose a judíos y después a
gentiles, puesto que estos aparecen cada vez con mayor frecuencia.
Es decir, parece que hay una etapa de Pablo judío y otra etapa de
Pablo renegado del judaísmo.
Dicen algunos autores que lo
que en realidad hizo Pablo fue internacionalizar el judaísmo,
hacerlo universal, algo que se convirtió precisamente en una
amenaza para un credo que ha subsistido dentro del Talmud y no
sometido al vaivén del tiempo.
Según Mario Javier Sabán, un
investigador de historia judía que ha escrito sobre las raíces
judías del cristianismo, fue la teología católica del siglo II la
que deformó el componente judío de los Evangelios y de las
Epístolas, para independizar la religión cristiana del judaísmo
nacionalista. Pero, sea de quien sea la mano que escribió cuanto
hemos citado en las Epístolas, no fue eso lo que hizo, sino abrir
un abismo de odio secular entre judíos y cristianos.
ORACIÓN DE JUAN XXIII
El 3 de junio de
1963, poco antes de su fallecimiento, el papa Juan XXIII redactó
esta oración de arrepentimiento:
«Reconocemos ahora que muchos, muchos siglos de ceguera han tapado
nuestros ojos de manera que ya no vemos la hermosura de Tu pueblo
elegido, ni reconocemos en su rostro los rasgos de nuestro hermano
mayor. Reconocemos que llevamos sobre nuestra frente la marca de
Caín. Durante siglos, Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas
porque nosotros habíamos olvidado Tu amor. Perdónanos la maldición
que injustamente pronunciamos contra el nombre de los judíos.
Perdónanos que, en su carne, te crucificásemos por segunda vez.
Pues no sabíamos lo que hacíamos.»
Leemos en Hechos que
Pablo se convirtió a raíz de una vivencia mística que tuvo cuando
caminaba hacia Damasco y que permaneció ciego durante tres días
hasta que Ananías le curó por imposición de manos.
Después de su ceguera de tres
días (de nuevo el número mágico, tres) y de la imposición de manos
de Ananías, Pablo aguardó tres años (otra vez el tres) hasta viajar
a Jerusalén. ¿A qué podía ir a Jerusalén un recién convertido al
cristianismo y, para mayor abundamiento, antiguo perseguidor de la
religión de Jesús? Cualquiera supondría que a orar ante el Santo
Sepulcro, a recorrer de rodillas los Santos Lugares, a hacer
penitencia y a pedir perdón a su antiguo perseguido, a venerar a su
madre, la Virgen María, a extasiarse ante los numerosos vestigios
que debían quedar de su nuevo maestro, todos tan recientes, a
tenderse boca abajo en el Gólgota y a suplicar gracia.
Pues nada de eso. Pablo se
limitó a ir a Jerusalén a explicar a los apóstoles que se había
convertido y que había recibido una nueva misión de predicar al
hijo de Dios. Esto es lo que leemos en el capítulo 9 de
Hechos. En
Gálatas (1,15), leemos que subió a
Jerusalén
[15]
, que vio a Pedro y a Santiago y que después
partió para Siria y Cilicia. Es decir, en ningún momento se le
ocurrió ponerse en contacto con lo que restaba de la vida terrestre
de Jesús de Nazaret. Por supuesto que no fue a Nazaret ni a
Belén.
Ahora reunimos dos datos. El
primero es que Pablo vivió en Jerusalén al mismo tiempo que Jesús,
puesto que, si nació hacia el año 8 y fue a estudiar con Gamaliel,
fue de niño, no de adulto, entre los años 20 y 30, que era
precisamente cuando, según los Evangelios, Jesús predicaba
y hacía milagros en olor de multitudes. El segundo dato es que en
ningún momento se interesó por los aspectos físicos de la vida
carnal de Jesús. Aunque, como aseguran algunos autores, solamente
le admitieran en el grupo mesiánico nazareno (el futuro
cristianismo) hacia el año 38, cuando ya Jesús había muerto, eso
solamente puede justificar que no le llegara a conocer en persona,
pero no que nunca se interesara por su persona física. Además, con
todo el revuelo que cuentan los Evangelios que organizó
Jesús en Jerusalén y toda la controversia que dicen que mantuvo con
los fariseos, es imposible que, siendo Pablo fariseo, no llegara a
verle. Él declara siempre haberle «visto» en su experiencia
mística.
No solo no le conoció sino que
no intentó conocerle. Pablo se interesó exclusivamente por el
Mesías, el Ungido, el que fue crucificado y resucitó para redimir
al mundo, el que vendría al poco tiempo a juzgar a los vivos y a
los muertos. El émulo, en fin, de Cristna, de Dionisos, de Osiris,
de Serapis y de tantos dioses redentores como poblaron los
panteones mediterráneos en aquella época. En 1Corintios
(2,2) dice claramente: «me propuse no saber entre vosotros otra
cosa que a Jesucristo y, a este, crucificado». La carta a los
romanos tiene como objeto inculcarles la confianza en Cristo y la
entrega absoluta a Cristo crucificado y resucitado.
Jesucristo no crucificado,
Jesús vivo, no es nada, igual que antes leímos que el hijo recibió
poder de Dios solamente después de resucitar. Jesús vivo, no es
nadie. Pero Cristo crucificado y resucitado lo es todo para Pablo
de Tarso. De hecho, en el siglo IV, el emperador Juliano llamado el
Apóstata escribió un documento titulado Contra los
galileos, en el que habla de «plañir el cadáver», refiriéndose
a la forma de adorar a Cristo.
Una de dos, o Pablo no estuvo
en Jerusalén en aquel tiempo o estuvo de paso. Ni siquiera en las
Epístolas confirma, como hemos dicho, que estudiara en
Jerusalén con Gamaliel, sino simplemente que era fariseo y en Tarso
también era posible iniciarse en la fe farisaica.
En ningún lugar de las
Epístolas podemos encontrar el rastro del Jesús de carne y
hueso, en ningún lugar se habla de María, de las parábolas, de las
muchedumbres, de la doctrina, de lo que hizo Jesús ni de lo que
dijo. Ni siquiera de los milagros. El único lugar en que se
menciona a Poncio Pilato es en 1Timoteo (6,13), pero esta
carta pastoral a Timoteo nada tiene que ver con las
Epístolas ni forma parte de las diez cartas que Marción
aportó en su día a la Iglesia de Roma. Se le ha imputado como se le
han imputado otros documentos.
Cuando Pablo necesita apoyar
una frase, no dice «como dijo Jesús», sino que cita a Elías, a
Ezequiel o a cualquier otro personaje del Antiguo
Testamento. A la hora de señalar el nombre de un traidor, no
menciona a Judas como podría esperarse de un cristiano, sino a Esaú
que vendió su progenitura por un plato de comida (Hebreos
12,15). Si tiene que decir «ama a tu prójimo», no hace referencia a
Jesús sino al Levítico. Y, para remate, en
Romanos (8,26) dice que, como no sabemos rezar, el
Espíritu tiene que intervenir para orar por nosotros con gemidos
intraducibles. Ni siquiera se había enterado de que Jesús había
enseñado a las gentes a rezar el Padrenuestro.
Si Pablo no conoció a Jesús
ni realizó el menor movimiento encaminado a conocerle, ¿cómo es que
fue el principal personaje del cristianismo? Él insiste en algunas
epístolas (1Corintios 9,1 y 15,8) en que «le vio», le vio
durante su experiencia mística de la que la doctrina oficial señala
que no fue una visión, sino que escuchó una voz que le insistía
«¡Saulo! ¿Por qué me persigues?» Como vemos, siguen las
discrepancias que señalan claramente que estas obras no se
escribieron de una vez ni por un solo autor, sino por etapas y por
varios autores, modificándose la perspectiva de los escritos a
medida que se iba modificando la perspectiva del
cristianismo.
Pablo de Tarso no se limitó a
predicar en uno u otro lugar, sino que realizó periplos muy largos
por tierra y por mar, todos ellos salpicados de anécdotas y
aventuras, porque en muchos de los lugares en los que predicó se
organizaron tales tumultos que más de una vez hubo de huir para
salvar la vida.
Según Hechos, Pablo
vivía en Antioquia hacia el año 45 y de allí salió en compañía de
Bernabé para realizar el primer viaje. Su destino fue la parte
oriental de Asia Menor pasando previamente por Chipre. El viaje
terminó, después de un periplo de unos quinientos kilómetros de
diámetro, en Jerusalén, ya en el año 49.
Y ¿qué hizo durante tan largo
viaje? Antes de salir, ya dice Hechos (11,26) que en
Antioquia se les llamó, por primera vez, cristianos a los
discípulos. Pero sabemos que los cristianos fueron llamados
«nazarenos» o «galileos» durante mucho tiempo. Sirva de ejemplo el
citado escrito del emperador Juliano el Apóstata titulado
Contra los galileos, redactado ya avanzado el siglo
IV.
Sin embargo, en el siglo II
encontramos citas de historiadores acerca de los cristianos.
En Antioquia de Pisidia y en
Listra, Pablo y su acompañante recibieron pedradas y no las
recibieron en Iconio porque huyeron a tiempo. Las pedradas
procedían de grupos airados de judíos que consideraron un grave
insulto verles predicar también a los gentiles y, además, realizar
alguna que otra curación milagrosa.
Lo curioso es que Pablo y
Bernabé predicaron primero en sábado en la sinagoga y no les debió
ir tan mal, porque en Hechos (13,42) se indica que a la
salida todos les rogaron que volvieran el sábado siguiente. Sin
embargo, el sábado siguiente se congregó una gran muchedumbre y,
mientras predicaban, los judíos se llenaron de envidia y rabia al
verles predicar a los gentiles, a lo que Pablo repuso que se
dirigía a los gentiles porque ellos habían rechazado la palabra de
Dios.
Esto es una contradicción. En
primer lugar, les piden que vuelvan al sábado siguiente a la
sinagoga, en segundo lugar, vuelven y predican a los gentiles. ¿Qué
hacían los gentiles en la sinagoga? Y si predicaron en la calle y
no en la sinagoga, ¿por qué no fueron a la sinagoga como les habían
rogado? ¿Cómo pueden decir que los judíos se negaron a oír la
palabra de Dios cuando estaban rogándoles que volvieran y que les
contaran más cosas? No solo es una contradicción, sino una forma de
demostrar lo que convino en cada momento y está claro que en aquel
momento convino que los gentiles se convirtieran y que los judíos
se llenaran de envidia, es decir, que los gentiles representasen el
Bien y los judíos el Mal.
Por otra parte, no solamente
hubo curación milagrosa, sino castigo milagroso, porque en Salamina
Pablo convirtió al procónsul Sergio Paulo, pero para ello tuvo
primero que competir con un tal Bar Jesús, un mago que pretendía
también los favores del procónsul. Como Bar Jesús estaba impidiendo
la conversión de un personaje importante, Pablo recurrió a la magia
y le dejó ciego solamente con mirarle. Y parece que aquello fue lo
que impresionó al procónsul y le hizo creer (Hechos
13,6-13).
Vemos aquí un claro ejemplo de
lo que no debe hacer un maestro. Milagros. Pero quien fuera el
autor de Hechos creyó de buena fe que aquello
impresionaría más al lector que todas las prédicas de Pablo y que,
con el mismo fundamento, debió impresionar más al procónsul que la
bondad de la doctrina que predicaba.
A su vuelta, hubo de
celebrarse un concilio en Jerusalén, el primero de todos los
concilios, para dilucidar si era o no lícito llevar a los gentiles
la palabra del Señor sin obligarles a circuncidarse, puesto que los
Evangelios prohíben de forma explícita predicar a los
gentiles: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa
de Israel» (Mateo 15,24) y «No vayáis a tierra de
gentiles» (Mateo 10,5). Claro que también podemos leer en
Marcos (16,15): «Id por todo el mundo y predicad el
evangelio a toda la creación». Pero esto forma parte de las
numerosas incongruencias que vemos y seguiremos viendo a medida que
surjan, y que podemos encontrar fácilmente leyendo cualquiera de
los textos del Nuevo Testamento, prueba evidente de la
existencia de modificaciones introducidas posteriormente a su
redacción inicial.
En todo caso, puesto que lo
que interesaba era llevar el cristianismo a los gentiles, se
decidió no solo bautizarlos, sino obviar la necesidad de la
circuncisión, recomendándoles tan solo abstenerse de ciertas
actividades prohibidas como la fornicación o comer la carne de los
animales sacrificados.
El segundo viaje se inició
hacia el año 50 y en él Pablo viajó en compañía de Silas y de
Timoteo, quien se unió a ellos en Listra y al que ya comentamos que
circuncidó él mismo para cumplir la ley judía. Salió de Antioquia y
volvió al mismo lugar al cabo de tres años, tras de lo cual se
trasladó a vivir a Éfeso donde permaneció otros tres años, es
decir, hasta el año 57.
Según Hechos, en
este viaje realizó conversiones, expulsó demonios y bautizó
familias enteras, por más que en las Epístolas Pablo diga
que Cristo no le envió a bautizar, sino a evangelizar y dé gracias
a Dios de no haber bautizado más que a unos pocos
(1Corintios 1, 14-16).
En Filipos (Macedonia), Pablo
y Silas fueron azotados y encarcelados, tras la acusación de
algunos ciudadanos romanos de perturbar el orden público con
exhortaciones propias de judíos que los romanos no podían llevar a
cabo, pero les pusieron en libertad después de que un terremoto
hiciera temblar la ciudad entera.
Uno de los episodios más
conocidos y comentados de este segundo viaje es la predicación de
Pablo en el Areópago de Atenas
[16]
, donde tuvo ocasión de hablar ante numerosos
filósofos griegos epicúreos y estoicos que empezaron por sentir
interés hacia el nuevo Dios que Pablo proponía y terminaron por
mofarse abiertamente cuando les habló de la misión y de la
resurrección de Cristo.
El discurso de Pablo en el
Areópago que podemos leer en Hechos (17, 22-29), es un
documento doctrinal de primer orden, como bien señala Felipe
Martínez Marzoa. En primer lugar, los atenienses se interesan por
el nuevo dios, un dios desconocido al que probablemente no están
presentando el debido homenaje.
Observemos aquí la ya
comentada tolerancia de los politeístas que no solamente admiten la
existencia de un dios extraño, sino que se preocupan de
homenajearle, algo que jamás hubiera hecho un monoteísta.
En segundo lugar, Pablo les
anuncia que su Dios no es un dios más entre otros dioses, sino el
único Dios que, por ser único, no es esto ni aquello, sino que está
en todas partes y en ninguna. Es un dios indeterminable y por tanto
incognoscible. Y es desconocido porque no es nada determinado ya
que es el principio de todo.
Aquí tenemos al dios de
Filón, al dios cristiano que Filón de Alejandría había descrito
poco antes, porque recordemos que Filón nació solo treinta años
antes que Pablo de Tarso. Esta noción de Dios se aproxima bastante
a la noción gnóstica, que señala que Dios es desconocido no solo
porque está por encima del conocimiento, sino por encima de todo
conocimiento. Por ello permaneció ignorado por los hombres hasta
que llegó el momento de la revelación. No es el dios judío, un
demiurgo con tales limitaciones que no tiene más remedio que contar
con algo que él no ha creado, el mal, y solamente puede salir del
paso prohibiendo, permitiendo e imponiendo. Yahveh es un dios de la
ley, no un dios de la gracia como el que describió Filón y que
Pablo presentó en su disertación en Atenas
[17]
.
En cuanto a la resurrección
de los muertos, a los griegos del Areópago en su mayoría estoicos y
epicúreos, como dijimos, les pareció una verdadera locura, sobre
todo la idea de que Dios tenga que fijar un día para venir a juzgar
al mundo.
Con eso y con todo, parece
que en Atenas consiguió Pablo la conversión más importante, la de
Dionisio el Areopagita, nada menos que un miembro del Consejo de
Atenas. No se vuelve a mencionar a tan alto personaje, pero se han
creado no pocas tradiciones y leyendas sobre él. El mismo Gregorio
de Tours, un obispo francés del siglo VI a quien nunca faltó
imaginación, llevó a este mismo converso a los altares, pues contó
su misión como evangelizador de la Galia y el proceso por el que
llegó a ser obispo de París, allá por el año 90. Y, si llegó a
obispo de París, Dionisio el Areopagita fue San Dionisio (Saint
Denis en francés), mártir y patrón de Francia.
Todavía tuvo ánimo Pablo para
realizar un tercer viaje, en el que partió de Éfeso donde dijimos
que había ido a vivir, hacia el año 57, y terminó un año más tarde.
Este viaje fue el más accidentado.
El asunto más conocido y
también comentado de este viaje es el motín de los plateros de
Éfeso, un gremio que vivía de la fabricación y venta de imágenes de
la diosa efesia para la que Creso, el prototipo del hombre rico,
había hecho construir una de las siete maravillas del mundo, el
famoso templo de Diana. Una vez más hemos de volver a la
intolerancia de las religiones monoteístas que fue la que movió a
Pablo a abominar de tales imágenes al igual que de la diosa a la
que representaban.
La furibunda condena de Pablo
desencadenó dos reacciones. La primera fue la de los que se
convirtieron a la nueva religión y la segunda la de los plateros,
que vieron en peligro de extinción su negocio ancestral. Los
plateros se levantaron como un solo hombre y al grito de «¡Grande
es Diana Efesia!» irrumpieron en el teatro donde Pablo y los suyos
predicaban y organizaron una tremenda revuelta que, afortunadamente
para los predicadores, apaciguó y disolvió el secretario de la
ciudad.
¡Grande es Diana Efesia!
Los plateros de
Éfeso organizaron una revuelta contra Pablo y sus discípulos, que
tachaban a la diosa Artemisa de ser un ídolo de piedra y animaban a
las gentes a no comprar imágenes ni medallas con su efigie.
En Mileto sucedió algo
bastante curioso y es que Pablo se despidió de sus prosélitos
(Hechos 20,35) diciendo que hay que socorrer a los
necesitados y recordar las palabras del Señor Jesús que dijo: «Se
es más feliz en dar que en recibir». Lo curioso es que el «Señor
Jesús» como de repente llama Pablo al que generalmente llama Cristo
(aunque podría tratarse simplemente de la traducción), no dijo tal
cosa o, al menos, tal frase no aparece en los Evangelios.
Como vemos, para una vez que le cita como autor de una frase
magistral, se equivoca.
Desde Mileto Pablo viajó a
Jerusalén, por más que un profeta, un tal Ágabo, le previno en
Cesárea de que ir a Jerusalén significaría su prisión. Parece que
por aquella época ya había trascendido la fama de Pablo como
traidor al judaísmo, puesto que no solamente predicaba a los
gentiles sino que invitaba a los judíos a apartarse de la Ley no
circuncidando a sus hijos. Además, su paso por muchas de las
ciudades visitadas había terminado con un alboroto en la sinagoga,
cuando no había tenido que huir para librarse de un apedreamiento.
Los judíos no gustaban de su doctrina, de su predicación que
reemplazaba a Yahveh por Cristo y, mucho menos, de compartir
enseñanzas con los gentiles.
Todo esto hizo que Santiago le
impusiera un ritual de purificación para hacer notoria su adhesión
a la ley de Moisés. Pablo se sometió a ese ritual pero parece que
ya había generado demasiados enemigos y el asunto terminó con un
intento de linchamiento del que le libró por poco el capitán romano
Claudio Lisias.
Aquí explotó finalmente el
acoso a que los judíos venían sometiendo a Pablo. En
Hechos y en muchas de las epístolas se pueden leer textos
que hablan de las «insidias de los judíos», de las «persecuciones
de los judíos» y, en general, de la inquina que los judíos sentían
por quien consideraban traidor a su fe, a su sangre y a su ley. A
sabiendas, Pablo se metió de lleno en el avispero que le esperaba
en Jerusalén con todos los aguijones afilados apuntándole. ¿Para
qué? ¿Para qué se ha de enfrentar un judío renegado, que anda
proclamando por el mundo que el judaísmo ha muerto y que lo que
ahora sirve es la gracia de Cristo, a las más elevadas jerarquías
de los que ha ofendido? ¿Por qué tendría Pablo que exponerse a un
linchamiento o, al menos, a ir a parar a prisión? Se puede pensar
cualquier cosa. Desde que sintiera la llamada vocacional al
martirio, como parece que han sentido tantos mártires de ideales y
religiones, hasta que subestimara el peligro que suponían los
judíos y sobrestimara su propio poder como ciudadano romano.
El caso es que precisamente el
ser ciudadano romano le libró de las iras judías y de las torturas
romanas. Eso, por un lado. Por otro, una habilidad suya muy
particular para serlo todo y no ser nada, para discutir en todos
los terrenos, esquivar peligros y entrar y salir rápidamente de los
temas. Una destreza aprendida, según unos autores, de Gamaliel y,
según otros, de los maestros griegos de Tarso, una escuela plena de
retórica y agilidad verbal que era el estilo adoptado por los
elegantes de Roma en aquella época en que lo que realmente estaba
de moda era el helenismo.
Cuando los judíos estuvieron a
punto de matarle, se libró por su fuero de ciudadano romano y se
hizo llevar ante el procurador de Roma, Félix, alegando que la
causa de su persecución era que predicaba la resurrección de los
muertos. Concretamente, Hechos (24,21) dice que: «a cuenta
de la resurrección de los muertos me estáis juzgando hoy». Su
ciudadanía romana, su reclamación del derecho de que fuera Roma y
no el Sanedrín quien le juzgase, le abrió las puertas de Roma y le
libró de los judíos.
De alguna manera, sin siquiera
saberlo, los ataques de los judíos pusieron a Pablo en el camino de
Roma. Le acusaron de hacer campaña contra Israel, contra la Ley y
contra el Templo, le acusaron de haber profanado el Templo
introduciendo en él a los gentiles. Esto último no era cierto, pues
Pablo solamente se hizo acompañar de gentiles pero no entró con
ellos en el Templo cuando, según Hechos, fue a sacrificar
y a purificarse, cumpliendo el ritual que le impuso Santiago. Luego
veremos que esto tampoco fue posible.
Le acusaron de mil cosas, le
sacaron del Templo a patadas y de la ciudad a pedradas, por eso
vino el capitán romano a socorrerle y, de paso, a encarcelarle por
si era culpable de algún hecho delictivo. Precisamente, por esos
días, un falso profeta egipcio había sublevado a cuatro mil
salteadores de caminos que se refugiaban en el desierto y Claudio
Lisias confundió a Pablo con él.
Pero Pablo se apresuró a hacer
valer su ciudadanía romana.
Así, bajo la custodia romana,
Pablo se presentó ante el Sanedrín, compuesto de fariseos y
saduceos, y tuvo la ocurrencia de gritar que él era fariseo, hijo
de fariseos, con lo que sembró la discordia en el tribunal, pues
los fariseos se pusieron de su parte.
La revuelta que se organizó
debió ser tamaña, algo a lo que Pablo ya debía de estar
acostumbrado, pero no así el tribuno quien, temiendo por su vida,
le hizo salir con escolta y le envió ante el procurador de Judea,
Antonio Félix, quien le remitió al tribunal de Porcio Festo,
seguramente aliviado de no tener que enfrentarse aquella vez a un
nuevo Mesías cabecilla de revoltosos.
San Pablo en la cárcel
Rembrandt vio así a
Pablo de Tarso durante su estancia en la cárcel. Un tiempo que
aprovechó para seguir escribiendo epístolas a sus discípulos. Las
cartas eran la forma de adoctrinar a los gentiles, porque los
judíos ya tenían las Escrituras y no necesitaban más
doctrinas escritas.
Y por mucho que los judíos
insistieron en acusarle de «pestilente, levantador de sediciones,
cabecilla de una secta de nazarenos y violador del Templo», Pablo
insistió en que era Roma quien había de juzgarle y finalmente
consiguió su objetivo. Su último viaje fue a Roma.
Ahora ya podemos caer en la
cuenta del motivo que impulsó a Pablo a regresar a Jerusalén,
contra toda recomendación sensata, después de levantar polvorines
en las sinagogas de las comunidades de Asia Menor y dejando tras de
sí un reguero de acusaciones e insidias que en Jerusalén
significarían seguramente la muerte.
El motivo fue llegar a Roma.
Es indudable que para ir a Roma no necesitaba llegar a Jerusalén,
sufrir los ataques del Sanedrín, poner en jaque al mismo tribuno
romano y terminar por reclamar su derecho a ser juzgado por un
tribunal romano. Pero si leemos Hechos (23,11),
encontramos un pasaje aclaratorio.
Aquella noche, la noche
siguiente a su comparecencia en el Sanedrín, de donde tuvo que
salir con escolta, el Señor se apareció a Pablo y le dijo que lo
mismo que había dado testimonio de él en Jerusalén, tenía que ir a
darlo a Roma.
¿Qué testimonio había dado
Pablo de Cristo en Jerusalén? O, en todo caso, ¿de qué o de quién
iba Pablo a dar testimonio en Roma? Si leemos las explicaciones y
justificaciones de Pablo en Jerusalén según se relatan en
Hechos (22), todo lo que hizo fue proclamar su judaísmo,
contar su conversión al cristianismo después de ser su perseguidor
y narrar un éxtasis en el que Cristo le mandó ir a predicar a los
gentiles.
Toda la narración, pues,
desde las revueltas de las sinagogas, los ataques de los judíos, el
viaje a Jerusalén, la escena del Sanedrín y la partida de Pablo
para Roma después de apelar al César como ciudadano romano, tiene
un objetivo claro: justificar la separación del cristianismo de ese
lastre que fue el judaísmo, proclamar que los judíos se negaron a
recibir el evangelio y por eso sus destinatarios fueron los
gentiles, romper de una vez con Moisés para dedicarse a Roma. Un
judío que se declara romano e insiste en que es Roma quien le ha de
juzgar es un judío que reniega de su nación. Es, como señala
Maurice de la Chàtre, una apostasía política y religiosa. Una doble
apostasía que enlaza perfectamente con el pasaje que nos llamó la
atención en Gálatas (1,13): «cuando yo estaba en el
judaísmo».
El asunto tiene un segundo
objetivo que veremos inmediatamente. Después de idas y venidas,
prisiones, naufragios y aventuras, Pablo llegó a Roma y allí, tras
justificarse con los judíos para decirles que si apeló al César fue
por culpa de los judíos de Jerusalén, quedó en libertad para
predicar y hacer lo que le viniera en gana. Quedó bajo la
protección de Roma a salvo de los tribunales judíos, para poder
organizar lo que tenía que organizar, que era una secta mixta judía
y gentil.
En el año 62 le perdemos la
pista porque, siguiendo la cronología derivada de las
Epístolas y de Hechos, Pablo murió ese año.
Pero los textos cristianos
insisten en prolongar su vida al menos hasta el año 64, para
hacerle coincidir en Roma con San Pedro y dar lugar a que ambos
murieran en la persecución de Nerón de ese mismo año. Eso es lo que
cuenta Hechos, pero existen dudas más que razonables de su
verosimilitud. En primer lugar, porque Pedro nunca estuvo en Roma.
En segundo lugar, porque no hubo persecución de Nerón contra los
cristianos sino contra los judíos. En tercer lugar, porque no hubo
cristianos en Roma hasta el siglo II.
Los primeros símbolos
cristianos hallados en Roma datan del siglo II y se hallaron en las
catacumbas de Lucina y ya dijimos que el primer testimonio romano
sobre la existencia de cristianos es el de Plinio el Joven, en el
siglo II.
La epístola a los romanos,
por tanto, no tiene objeto. ¿A qué cristianos romanos escribió
Pablo antes de ir a Roma a convertirlos? La doctrina oficial de la
Iglesia dice que Pedro fue a Roma y que allí murió durante la
persecución de Nerón, pero eso es algo que se debatió durante mucho
tiempo entre las iglesias de Oriente y Occidente sin que ninguna
llegase a convencer a la otra.
¿ESTUVO SAN PEDRO EN
ROMA?
No hay pruebas en
contra ni tampoco a favor de la presencia de Pedro en Roma,
excluyendo los escritos cristianos. Eusebio de Cesárea, el primer
historiador eclesiástico, trató de demostrar la estancia de Pedro
en Roma con una referencia a Filón de Alejandría: «Se dice que
Filón fue a Roma en tiempos de Claudio para encontrarse con Pedro,
que entonces se hallaba predicando a los habitantes de aquella
ciudad». Pero ya dijimos que Filón, que mucho escribió, describió y
explicó, no mencionó la existencia de Pedro ni de Pablo ni de los
cristianos en lugar alguno.
La insistencia de la Iglesia en que Pedro muriera en Roma tiene un
claro motivo. El cristianismo, la nueva religión, nació en Oriente
y en Oriente surgieron las comunidades a las que se dirigen el
Apocalipsis y las Epístolas. La estancia de Pedro en Roma sirvió
para argumentar ante todas las iglesias la supremacía de la cátedra
romana, fundada por el Primer Apóstol en persona, cosa que no se
consiguió hasta el siglo XI, porque los demás obispos pusieron en
duda la base de semejante pretensión.
Las iglesias orientales se opusieron desde el principio a la romana
por cuestiones culturales, tradicionales, teológicas y litúrgicas.
La pugna culminó con el Cisma de Oriente, en el siglo XI, ya que
los cristianos orientales nunca aceptaron someterse al obispo de
Roma.
Lo mismo había sucedido anteriormente con los demás obispos que se
opusieron al obispo romano, no por cuestiones culturales,
dogmáticas o litúrgicas, sino por querellas de poder. Para terminar
de una vez con las luchas y los actos violentos entre los
partidarios de unos y de otros, el emperador Valentiniano publicó
un edicto imperial en el año 369, conminando a todos los obispos a
someterse al juicio del papa romano, que entonces era Dámaso I, en
todas las cuestiones religiosas. Aquello introdujo en el derecho
romano la jurisdicción del obispo de Roma, pero no tuvo efecto
hasta el año 378, en que, ya muerto Valentiniano, el emperador
Graciano, su sucesor, accedió a las demandas del papa Dámaso y puso
en vigor el decreto de 369 por el que reconocía la supremacía del
obispo de Roma sobre los demás obispos. La carta por la que el papa
Dámaso reclamaba la autoridad concedida por el decreto anterior
aludía a la presencia de San Pedro en Roma y a la obediencia que
los cristianos debían a la sede apostólica. Siendo Pedro el apóstol
de mayor rango, el obispo que ocupase su sitio debería ser también
superior a los otros.
Roma no fue la única ciudad que se atribuyó la visita de los
apóstoles. La competición que se entabló por la importancia del
fundador de una u otra Iglesia terminó por poner de moda el paso de
algún apóstol por distintos países, porque Bizancio también se
adjudicó la presencia de San Andrés, asegurando que había predicado
en aquellas tierras. En España se empezó a hablar un buen día de la
visita de Santiago, vivo o muerto, pero presente en las batallas
contra los moros. También se habló de la predicación de San
Bartolomé. Para no ser menos, el mismo Iván el Terrible aseguró que
el pueblo ruso había recibido también el evangelio de boca de San
Andrés, cuando pasó por Kiev camino de Roma.
Como vemos, a la hora de arrogarse la predicación o la visita de un
apóstol, la gente no se detuvo ante nada. El error geográfico de
Iván el Terrible no es menor que el de los que creyeron haber
localizado la tumba de Santiago en Galicia. Según Hechos (12,2),
Santiago murió en Jerusalén a manos del rey Herodes. No tuvo tiempo
de ir a España ni consta en texto alguno, religioso ni laico, que
predicase en España. Pero eso no arredró al piadoso arzobispo de
Iria que reconoció los restos humanos localizados en el Campo de la
Estrella (Compostela) como reliquias de Santiago. Santiago había
venido a España a predicar y, al volver a Palestina, murió a manos
de Herodes. Otros aseguran que, aunque no pudo venir a predicar,
sus discípulos trajeron su cuerpo después de muerto para enterrarle
en España, cumpliendo la voluntad del santo. Suponemos lo que sería
un viaje de tal magnitud, en aquellos tiempos, con un cadáver a
bordo.
Fernando Conde Torrens señala
el hecho de que Pablo pudo escribir la epístola a los romanos mucho
antes de ir a Roma, con la intención de tenerla lista cuando por
fin realizase el viaje. De hecho, el capítulo 15 termina con un
epílogo y una despedida: «El Dios de la paz sea con todos vosotros.
Amén». Pero luego viene un capítulo 16 completo en el que se cita a
un buen número de personas. Es lógico pensar que ese nuevo capítulo
se añadiera tiempo después, con saludos y recuerdos para gentes que
eran desconocidas hasta el capítulo 15.
Y ya solo queda insistir en
el silencio histórico, porque no solamente Filón de Alejandría no
mencionó a Pedro ni a Pablo ni a cristiano alguno, sino que el
mismo Flavio Josefo habló del falso profeta egipcio con el que el
tribuno confundió a Pablo y, sin embargo, no mencionó a Pablo en
absoluto. Por tanto, todo el escándalo que según Hechos se
organizó en Jerusalén con su detención, su presencia ante el
Sanedrín, el enfrentamiento entre fariseos y saduceos por su causa
y su apelación a Roma no tienen soporte histórico alguno. Es, sin
duda, una forma de justificar la marcha de Pablo a Roma, la
creación de una comunidad cristiana en Roma junto con Pedro y su
muerte conjunta a manos de Nerón.
Por otro lado, si hubiera
realmente existido un juicio romano, no cabe duda de que hubiera
aparecido alguna referencia. Sabemos que los romanos lo
documentaban todo.
Los Hechos de los
Apóstoles es una obra de justificación. No hay duda. Cuenta lo
que había que contar para que las cosas quedaran como tenían que
quedar, es decir, para que Pablo quedara como un héroe que levanta
la imagen de Cristo resucitado contra viento y marea por encima de
las insidias de los enemigos y para que los judíos quedaran
precisamente como los enemigos, los enemigos no solamente del
cristianismo, sino los enemigos de Cristo.
Los judíos han sido siempre
los grandes enemigos del cristianismo. No tenemos más que leer
alguno de los escritos que contra ellos han urdido los padres de la
Iglesia, para hacer creer al mundo que fueron los asesinos de
Cristo. Y no solo eso, sino para hacer creer al mundo que los
judíos se convertirán algún día al cristianismo, lo cual pretende
demostrar que son ellos los equivocados y los perversos, pues
habiendo tenido tan cerca la Verdad, no han querido verla.
Por otro lado, hemos visto
como las Epístolas entran a veces en contradicción con
Hechos y prácticamente siempre con los
Evangelios. No es fácil deducir de ellas cuál fue la
verdadera ideología de Pablo de Tarso.
En sus viajes, Pablo va y
viene, vuelve a andar y a desandar lo andado, para probar en un
sitio y en otro a hablar de su tema monográfico: Cristo crucificado
y Cristo resucitado. Sale del paso cuando se enfrenta a una
situación crítica ya sea de peligro físico, de debate ideológico o
de doctrina. Si tiene que enfrentarse a los romanos, les dice muy
alto y muy claro que es conciudadano suyo y que, como tal, exige
sus derechos. A los judíos les hace saber que es judío, hijo de
judíos de la tribu de Benjamín, hermano de José.
A los fariseos les deja claro
que no solamente es fariseo, sino discípulo de Gamaliel. Para cada
uno tiene una respuesta, porque es todo y es de todo, lo que le
ayuda a sembrar la discordia entre los contrarios para salir con
bien de las situaciones complicadas y llevarse a su terreno a los
semejantes, como consiguió poner de su parte a los fariseos del
Sanedrín y obtuvo escolta de los romanos.
Y todo esto no parecen ser
conjeturas, sino que el mismo Pablo lo declara en su primera
epístola a los corintios (9,19), diciendo «con los judíos me hice
como judío, con los que están sin ley me hice como sin
ley...».
Así, pues, después de leer los
Hechos de los Apóstoles e incluso las Epístolas,
seguimos sin saber con claridad quién fue Pablo de Tarso, de dónde
procedió su doctrina y qué motivos le llevaron a proclamarla contra
viento y marea y a predicarla aun poniendo su vida en
peligro.
Sabemos que fue Marción, un
gnóstico, quien llevó a Roma las cartas de Pablo de Tarso, diciendo
que era su maestro. ¿Acaso fue gnóstico Pablo de Tarso? Si lo fue,
la Iglesia ha intentado borrar la huella de la gnosis de su
doctrina, porque el gnosticismo cristiano fue declarado herético en
el siglo II. Extirpó la huella del gnosticismo de su doctrina, pero
no extirpó la huella de Pablo aunque pudiera haber sido un hereje
¿por qué? La Iglesia ha
barrido todos los documentos heréticos que ha podido, ha ordenado
destruirlos y ha tratado en lo posible de borrar la memoria de los
herejes. Si Pablo de Tarso fue gnóstico, ¿por qué no se le ha
eliminado de la lista de autores cristianos? Probablemente por la
razón que señalamos anteriormente. Pablo es, como hemos dicho, la
primera figura documentable del cristianismo. Fue coetáneo de Jesús
de Nazaret y vivió en Jerusalén en su tiempo, aunque no le conoció
ni le vio más que en éxtasis, pero habló de él sobradamente, aunque
a su manera. Es un testimonio de primera mano que la Iglesia no
pudo dejar a un lado, la primera fuente histórica disponible que se
podía utilizar. Otros contemporáneos de Jesús como Flavio Josefo,
Filón o Justo de Tiberíades, no fueron cristianos y no le
mencionaron
[18]
, mientras que Pablo no solamente le
mencionó, sino que fue el verdadero creador del cristianismo.
La gnosis fue no solamente una
herejía, sino, como apunta el historiador eclesiástico Joseph
Lortz, el mayor peligro al que se enfrentó la Iglesia cristiana
gentil recién nacida, porque el gnosticismo cristiano realizó una
mezcolanza de ideas religiosas e interpretaciones, como hemos
podido comprobar en el capítulo III, en el epígrafe dedicado a esta
teoría y a los llamados evangelios gnósticos.
En la gnosis, que es el
gnosticismo cristiano, el Conocimiento, con mayúscula, es
conocimiento religioso y precisamente ahí está la herejía, en
arrogarse un conocimiento teológico que no sanciona la Iglesia
titular. Además, según esta herejía, el conocimiento religioso no
es accesible a todos los cristianos, sino solamente a unos cuantos,
los iniciados, y eso no reza con la doctrina del cristianismo que
debe ser accesible, y aceptable y fácil de asumir por todos los
cristianos.
Por eso, los evangelios
gnósticos hablan de enseñanzas secretas, de caminos escondidos y de
conocimientos misteriosos y, por si fuera poco, insisten en que
esos conocimientos secretos y misteriosos significan por sí mismos
la redención. Joseph Lortz señala que el éxito de la gnosis, de la
gnosis herética, se debe, entre otros factores, a su indudable
contenido religioso que resulta muy atrayente para la fantasía
humana. Una prueba de ello es el éxito que actualmente obtiene toda
la literatura relacionada con los evangelios gnósticos de María
Magdalena, Judas, Tomás o Felipe.
Sin embargo, en el principio,
los gnósticos cristianos no fueron disidentes, sino una secta
cristiana, porque la Iglesia de aquellos primeros tiempos aceptó su
doctrina hasta que decidió que era herética y ordenó destruir todos
sus documentos. Por eso, los libros de Nag Hammadi se encontraron
al cabo de los siglos escondidos en tinajas selladas.
Timothy Freke señala que los
sabios gnósticos de principios del siglo II llamaron a San Pablo
«el Gran Apóstol». El más importante de los discípulos de Pablo fue
un gran maestro gnóstico que hemos mencionado anteriormente,
Marción, al que debemos el hallazgo de las cartas paulinas. Otro de
ellos, Valentín, explicó que Pablo inició a los pocos elegidos en
los misterios más profundos del cristianismo y que estos misterios
revelaron una doctrina secreta de Dios. Valentín y Teudas son dos
de esos iniciados.
Clemente de Alejandría dijo
que Teudas había recibido enseñanzas secretas de Pablo, que
solamente los elegidos podían conocer.
Si esto fue realmente así, no
cabe la menor duda de que Pablo de Tarso fue no solamente un
gnóstico, sino un hereje. Al menos, un hereje según la doctrina
oficial de la Iglesia, que solamente se concretó en el siglo IV, en
el primer concilio de Nicea.
VALENTÍN
Salomón Valentín
fue un gnóstico de origen egipcio que vivió en el siglo II y al que
se atribuyen algunos de los evangelios gnósticos, como el de la
Pistis Sofía o el Evangelio de la Verdad. Valentín estudió
filosofía en Alejandría. Vivió en Roma entre 136 y 160 y allí
difundió su doctrina gnóstica cristiana.
Su doctrina habla de un demiurgo creador, intermedio entre Dios y
el hombre, y dice que la salvación se basa en conocimientos
secretos y misteriosos. Apareció plasmada en documentos encontrados
en 1946 en Egipto, pero se conocía anteriormente por los textos con
los que Tertuliano y San Ireneo de Lyon la refutaron.
Una de las características que
diferenciaron el cristianismo de las demás religiones mistéricas de
la época fue precisamente su universalidad o, como hemos dicho, su
accesibilidad a todo el mundo, una característica, por cierto,
probablemente aprendida de los epicúreos.
Sin embargo, el gnosticismo
era todo lo contrario, puesto que seguía las pautas de otros
filósofos griegos de la época, que consideraban dos tipos de
personas en el mundo: las que podían alcanzar el conocimiento y las
que no, es decir, los iniciados y los no iniciados. Recordemos las
palabras de Sófocles y Píndaro citadas anteriormente acerca de los
misterios. De alguna manera, parece como si las otras religiones
dividieran el mundo en dos, los que debían creer en los dioses, en
los dioses representados por estatuas, y los que podían conocer la
Verdad con mayúscula, los iniciados en los sagrados misterios. Algo
similar a una doctrina pública para todos y otra privada para los
elegidos.
En esto precisamente radicó
el éxito de la gnosis entre los filósofos e intelectuales que se
convirtieron al cristianismo en los primeros tiempos. Para ellos,
su religión no se podía poner al nivel de «cualquiera», sino que
debía mantener un nivel exclusivo para su clase.
Para terminar de complicar
las cosas, la gnosis herética proclama que la redención consistió
en la transmisión de una sabiduría hasta entonces vedada a los
hombres mientras que la doctrina cristiana considera la redención
como la liberación de la traba que el pecado original suponía para
el acceso a la salvación.
La gnosis basa, pues, la
salvación en el conocimiento, mientras que el cristianismo la basa
en la fe.
Sin embargo, la Iglesia no
rechazó de repente y absolutamente la gnosis, porque todavía hubo
algunos autores que admitieron sus bondades, como Clemente de
Alejandría (150-215) y Orígenes (185-253), que aceptan la filosofía
como un instrumento para profundizar en la fe situando,
naturalmente, a la fe por encima de la filosofía.
Volviendo a la posibilidad de
que Pablo de Tarso fuera gnóstico como apunta Timothy Freke, veamos
los testimonios que aporta este autor para apoyar su teoría. Hay
una colección de documentos paulinos autenticados que son los más
antiguos que se conocen y que proceden de Alejandría. Un conjunto
de epístolas que citan los gnósticos seguidores de Valentín y que
fueron dirigidas a siete comunidades cristianas de Asia Menor
situadas precisamente en siete centros gnósticos importantes en el
siglo II.
Entre los numerosos textos
que aparecieron en la biblioteca copta de Nag Hammadi hay algunos
que se refieren a Pablo de Tarso, como el Apocalipsis de
Pablo, la Oración del Apóstol San Pablo o la
Ascensión de Pablo. También hay algunas epístolas
apócrifas y, para que no falte de nada, cartas cruzadas entre San
Pablo y el filósofo romano Séneca.
La Ascensión de
Pablo menciona palabras «inefables» que no se deben
pronunciar, palabras que Pablo escuchó durante su ascensión al
tercer cielo.
¿Qué tercer cielo? ¿De qué
tercer cielo habla este documento? Por supuesto, de un tercer cielo
gnóstico, ya que esta filosofía menciona la existencia de siete
cielos vinculados a los siete planetas, los mismos que señalaron
los sumerios.
En la segunda epístola a los
corintios (capítulo 12), Pablo explica que fue arrebatado, no sabe
si en cuerpo o en espíritu, al tercer cielo y allí escuchó palabras
inefables que no es lícito pronunciar. Pero el
Apocalipsis de
Pablo va mucho más allá, porque no se limita al tercer cielo,
sino que asciende hasta el décimo y a la 24
ogdóada
[19]
.
Séneca
La literatura apócrifa gnóstica es
verdaderamente florida. Incluye relatos que son auténticas novelas
de aventuras o de amor, doctrinas de verdaderos maestros de
sabiduría y textos tan ingenuamente falsos como una supuesta
correspondencia entre Jesús de Nazaret y el rey de Edesa o entre
Pablo de Tarso y Séneca.
Si leemos la primera epístola
a los corintios (2,7) podemos ver que Pablo habla de la sabiduría
misteriosa de Dios, «que estaba oculta» algo que tiene sabor
decididamente gnóstico, igual que la necesidad de elevarse sobre lo
humano para alcanzar el conocimiento, pero no cualquier
conocimiento, sino el conocimiento cristiano. Y eso es algo que no
pueden alcanzar los hombres «humanos» mientras no se conviertan en
hombres «espirituales».
Ya hemos dicho que Pablo no
menciona en sus escritos al Jesús hombre de los Evangelios
ni hace alusión a su vida terrena, sino que afirma que Cristo (no
Jesús, sino Cristo) está en nosotros y que vino «en una carne
semejante» (Romanos 8,3), que no es lo mismo que
encarnarse en carne de verdad, como la nuestra. En
Filipenses (2,6-7) lo describe con todo lujo de detalles:
«El cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a
Dios, sino que se despojó a sí mismo tomando condición de esclavo
haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose en el porte
exterior como hombre...».
En Colosenses (1,
27-28) desvela el gran secreto, el misterio escondido desde siglos
y generaciones. ¿Y cuál es ese recóndito misterio que Dios ha
querido finalmente manifestar a su pueblo santo? No es que haya
enviado a su hijo a redimir a la Humanidad ni que el Verbo se haya
hecho carne, ni ninguno de los misterios de la doctrina cristiana,
sino un secreto con fuerte olor gnóstico: «Cristo entre vosotros»
El principio gnóstico de que la única alma del universo está en
nuestro interior, es decir, en el interior de cada uno de nosotros,
porque todos formamos parte de un mismo cuerpo. Esto se confirma en
Efesios (4,25) cuando dice que: «somos miembros los unos
de los otros». Y, para abundar, también en Efesios (3,3)
podemos leer que «el conocimiento del misterio le fue comunicado
por una revelación».
Otro autor, José Antonio
Solís, señala a Pablo de Tarso como apóstol de la resurrección, un
concepto que está presente en toda su obra y en todo momento de su
vida que, incluso, es motivo de persecución y que él alega, como
vimos, ante el procurador de Roma. Pero la resurrección de la que
Pablo habla no es la resurrección de Jesús, del que hablan los
Evangelios, ni la resurrección de los muertos que señala
la doctrina de la Iglesia, sino de un hecho místico que ya ha
sucedido.
La resurrección es, en la
doctrina de la Iglesia, una promesa, un futuro prometedor para los
creyentes, algo que ha de suceder al final de los tiempos. Sin
embargo, la resurrección que Pablo predica es otra cosa, es una
experiencia espiritual que no solamente puede suceder en cualquier
momento, sino que, incluso, para algunos, ya ha sucedido. En
Colosenses (3) leemos «si habéis sido resucitados
juntamente con Cristo... y si habéis muerto y vuestra vida está
oculta, juntamente con Cristo, en Dios». En 2Corintios
(6,2) leemos «ahora es el día de salvación».
Esta resurrección mística es
precisamente el concepto de resurrección de la gnosis cristiana.
Como gnóstico es el rechazo de la materia que leemos en
Romanos (8), «quienes vivan en lo de la carne no pueden
agradar a Dios».
Por el contrario, otro autor,
Juan Bergua, afirma que el lenguaje que utiliza Pablo en sus
Epístolas es confuso, oscuro y poco menos que
ininteligible. Eso podría también confirmar ciertas expresiones de
Pablo dirigidas a quienes fueran capaces de entenderle, a quienes
pudieran realizar la doble lectura de sus misivas, a los iniciados,
a los que habían conseguido profundizar en los misterios de Cristo.
Por eso se decepciona a veces cuando se da cuenta de que sus
discípulos todavía se encuentran en una primera fase, en la fase
inicial de «humanos» como leemos en Corintios (3,1). Es
una etapa en la que los cristianos se limitan a los llamados
«misterios exteriores» los rituales como el arrepentimiento o el
bautismo, hasta que logren alcanzar la espiritualidad y capten los
«misterios interiores».
Frente a todo esto,
encontramos las epístolas llamadas «pastorales» dirigidas a Timoteo
y a Tito y que, según varios autores como Freke, no fueron
redactadas por Pablo de Tarso, sino que le han sido atribuidas
posteriormente para demostrar que no solamente no era gnóstico,
sino que se opuso al gnosticismo y previno a sus discípulos en
contra de los falsos doctores que enseñan «doctrinas extrañas»
(Timoteo 3). Estas cartas no constan entre las que Marción
entregó a la Iglesia romana. Tampoco se encuentran en la citada
colección de Alejandría ni las menciona Eusebio de Cesárea.
Además, en esas cartas, Pablo
de Tarso instruye a sus discípulos en la liturgia y establece una
organización de la curia, pues habla de diáconos, obispos y de
Iglesia, algo muy alejado de sus enseñanzas en las restantes
epístolas, que desdeñan las formas para dedicarse al fondo, puesto
que los verdaderos cristianos «se vuelven como Cristo» Otro de los
documentos que pretende demostrar que Pablo combatió el gnosticismo
es el que ya hemos comentado anteriormente, Hechos de los
apóstoles.
De acuerdo con su misión de
reconducir el discurso hacia la ortodoxia, la segunda parte de
Hechos intenta mantener la figura de Pablo fuera de la
herejía, es decir, sacarle de la esfera de la gnosis. Podemos leer,
por tanto, que la comunidad apostólica le aceptó plenamente y que
advirtió a los efesios que detrás de él vendrían lobos crueles
disfrazados de ovejas a perjudicar al rebaño (Hechos
20,29). También dice que fue a Jerusalén en calidad de delegado de
la Iglesia de Antioquia y colega de Bernabé (Hechos, 11,25
y 12,25).
Sin embargo, las
Epístolas dicen cosas muy diferentes. Ya hemos visto que
en ellas se pueden apreciar señales gnósticas, pero es que además
leemos en Gálatas (2,2) que a lo que Pablo fue a Jerusalén
fue a predicar la palabra de Dios entre los gentiles (algo
prohibido expresamente en los Evangelios) y, además,
guiado por una revelación. Eso sí, ambos escritos coinciden en que
llevó consigo a Bernabé.
Enoc fue, ni más ni menos, el
padre de Matusalén y entre su descendencia se cuenta a Noé. Pero el
libro que lleva su nombre no aparece entre los canónicos judíos de
la Biblia y, de hecho, hasta finales del siglo XVIII no se
localizó. Fue un viajero inglés, un tal Bruce, quien encontró tres
volúmenes en Abisinia y los trajo a Inglaterra, donde se publicó en
1821.
No es extraño que este
documento apareciera en Abisinia. Abisinia es la antigua Etiopía y
los antiguos llamaron Etiopía a la región situada al norte de Sudán
que entonces se llamó Nubia, donde hubo numerosos judíos que
acudían a Jerusalén al Templo, porque los judíos no tuvieron varios
templos, sino uno solo, el Templo con mayúscula, el de
Salomón.
No se conoce exactamente la
fecha de la redacción de esta obra, puesto que se escribieron
varios libros entre los años 200 antes de nuestra Era y 50 de
nuestra Era, todos ellos pretendidamente salidos de la pluma de
Enoc, describiendo no solamente el pasado, sino el futuro, ya que
este patriarca no murió, sino que Dios le arrebató de la tierra
igual que hizo con Elías y se supuso que, desde tan privilegiada
situación, debía de ver no solamente lo sucedido sino lo que estaba
por suceder. Sea de cuando sea, lo que importa es que el Libro
de Enoc se sitúa en primera línea en cuanto a su empleo en la
comunidad esenia de Qumram. Era, pues, uno de los más leídos y
creídos.
Fernando Conde Torrens ha
estudiado los textos paulinos y los ha comparado con el contenido
del Libro de Enoc para llegar a la conclusión de que Pablo
de Tarso utilizó esos textos como modelo del que extrajo su
doctrina, su ideología y, además, su vocabulario. Y señala este
autor que Pablo entró como novicio en la comunidad esenia de Qumram
después de conocer, de boca de los apóstoles, la doctrina de Jesús
de Nazaret, un maestro que alcanzó el Conocimiento en aquella
comunidad, que predicó sin atenerse con precisión a las normas
establecidas, asegurando que todos llevamos dentro una lámpara y
tenemos un ojo interior para ver la Luz y que murió a manos de los
sacerdotes, con un procurador romano de por medio.
Pasó el tiempo y un buen día,
Pablo partió de Qumram camino de Jerusalén, llevando consigo a
Lucas, su discípulo y su escriba, y llevando bajo el brazo el libro
predilecto de la comunidad, del que extrajo una buena parte de su
filosofía, el Libro de Enoc.
Y de la misma forma que Jesús
el esenio predicó una doctrina propia, sin limitarse a las normas
establecidas, Pablo el esenio predicó una doctrina que contradecía
en gran manera la del Maestro y eso le enfrentó a los
apóstoles.
Sin embargo, si Pablo fue
esenio, hay un ritual importante que se echa de menos en su
doctrina y es la purificación por el agua que ellos practicaban de
forma consistente. Pablo no solamente no habló de purificación por
agua sino que ni siquiera bautizó a sus seguidores. Ya hemos
comentado que en la epístola a los corintios señaló que Cristo no
le envió a bautizar, sino a evangelizar y dio gracias a Dios de no
haber bautizado más que a unos pocos. Para él, el bautismo
verdadero no era el del agua, sino el del espíritu que es un soplo
divino y la revelación del misterio de la cruz.
Esenia fue, según diversos
autores, la comunidad de Damasco, la primera en la que Pablo
predicó después de su conversión y a la que se adhirió. Ya dijimos
que la Regla de la comunidad esenia de Qumram se llamaba
también Documento de Damasco. Parece que la comunidad
esenia de Damasco era más avanzada que la de Qumram y eso determinó
algunas de las diferencias doctrinales entre Pablo y los demás
apóstoles.
En él aparecen el fuego como
castigo eterno para los impíos, el contraste entre la luz y las
tinieblas y, sobre todo, los temores y temblores de que habla Pablo
y que podemos leer en 1Corintios (2,3),
2Corintios (7,15) y Filipenses (2,12). Por otro
lado, las torturas infernales fueron un tema muy utilizado por los
griegos que los judíos pudieron conocer en la época de dominación
seleúcida y que, por tanto, es lógico que prendieran en los judíos
helenizados como Pablo. Los griegos han narrado los espantos
infernales que Tántalo, Sísifo y otros padecieron en el Hades,
mientras que en Judea, los judíos helenizados hablaban del fuego
eterno.
Dice este autor que fue
precisamente Pablo quien «retocó» los textos que contienen la
doctrina sabia del Maestro de Sabiduría, que ni hizo milagros ni
dijo ser Dios ni ser el Mesías ni amenazó con el infierno ni habló
de Apocalipsis. Estos son temas que Pablo de Tarso agregó de su
cosecha y, además del Libro de Enoc, apocalíptico desde el
principio hasta el final, un compendio de profecías, de visiones y
de experiencias místicas escatológicas que van más allá de la
simple visión de coros angélicos y escenas sobrenaturales.
Si por cuatro evangelios
canónicos hay cientos de evangelios apócrifos, por diez epístolas
paulinas no cabe duda de que debería haber al menos varias docenas
de escritos apócrifos dedicados a Pablo de Tarso.
Además de los apócrifos
gnósticos de Nag Hammadi, sabemos por comentarios de Tertuliano
que, a finales del siglo II, circulaba por las comunidades
cristianas un documento llamado Hechos de Pablo y Tecla.
Naturalmente, los comentarios que Tertuliano incluyó en su obra
De Bautismo denunciaban tal escrito como apócrifo y
falso.
Este documento apareció como
parte de un papiro escrito en lengua copta, compuesto por dos mil
fragmentos que fueron publicados en Leipzig en 1891. Son los
llamados Hechos Apócrifos de los Apóstoles, redactados a
finales del siglo II. Entre ellos se encuentra la historia que se
refiere a Pablo y a Tecla. Los escritos coptos nos recuerdan los
evangelios gnósticos, uno de los cuales cuenta una novela de amor y
aventuras entre Jesús de Nazaret y María Magdalena. El que ahora
nos ocupa, narra algo similar entre Pablo y Tecla. Algo que la
Iglesia ha considerado no solamente apócrifo sino herético porque
sitúa a Tecla en un lugar sumamente relevante, como sacerdotisa que
bautiza y enseña, posee sabiduría y discreción y que, a diferencia
de María Magdalena, simboliza la castidad en su expresión más
elevada.
En el siglo V, un monje de
Seleucia escribió la Vida de Santa Tecla, parece ser que
como ampliación del escrito que circulaba desde casi tres siglos
atrás. Tecla de Iconio (una ciudad de Asia Menor) fue una joven
griega de familia noble que recibió un fuerte impacto místico al
escuchar predicar en su ciudad a Pablo de Tarso.
Tecla, que estaba prometida y
a punto de casarse, se asomó un día a la ventana de su casa y
escuchó las palabras que el apóstol de los gentiles dedicaba a los
oyentes alojados en casa de un vecino, un tal Onesíforo. Y fue tal
la impresión recibida, que la joven entró en éxtasis y permaneció
tres días maravillada, sin comer ni beber y sin querer separarse de
aquella ventana, hasta que finalmente se separó, pero fue para
partir tras los pasos de Pablo, para continuar escuchando su
palabra sin importarle ninguna otra cosa. «Te seguiré por donde
vayas», parece que declaró al predicador.
Celoso, el novio de Tecla,
Támiris llegó a denunciar a Pablo ante el procónsul, alegando que
la apología que hacía de la castidad y de la entrega a Cristo
atacaban firmemente la base de la familia. Naturalmente, el
procónsul le hizo azotar y expulsar de la ciudad. En cuanto a
Tecla, su novio y su familia quisieron obligarla a casarse, pero
ella había ya hecho voto de castidad perpetua y se negó.
Furioso, Támiris pidió al
procónsul que, puesto que ya la había perdido, el resto del mundo
la perdiera también. La condenaron a la hoguera, pero el cielo
envió una tromba de agua que impidió al verdugo prender el
fuego.
Aprovechando el desconcierto,
Tecla huyó y se reunió con Pablo y con su vecino Onesíforo. Para
evitar que la reconocieran se cortó los cabellos y se vistió como
un chico, decidida a seguir hasta la muerte a su nuevo
maestro.
Muchas fueron las ocasiones
en las que Tecla se vio abocada al martirio, pero siempre hubo un
oportuno milagro que la libró para que pudiera continuar su vida de
oración, de castidad y de predicación, porque fue la primera mujer
que fundó una catequesis en Antioquia. También predicó en Seleucia,
donde convirtió y bautizó a numerosas personas. Previamente, ella
se había bautizado a sí misma, porque cuando pidió a Pablo que la
bautizara, él repuso: «Tecla, persevera y alcanzarás el
bautismo».
Y cuando Dios dispuso que ya
había finalizado su tiempo en la tierra, quiso también librarla del
ángel de la muerte. En vez de morir, Tecla, simplemente, se hundió
un día en una brecha que se abrió bajo sus pies y despareció para
siempre.
Es de notar que el autor no
se atrevió con la asunción, la ascensión o el arrebato de la santa
hacia los cielos, sino que la envió a morir al submundo, bajo
tierra. Claro es que también hubo un autor, naturalmente
occidental, que continuó la historia narrando que la santa se
desplazó bajo tierra para llegar hasta Roma y allí quiso ser
enterrada cerca de su maestro.
Santa
Tecla
Tecla de Iconio fue una figura importante en
la hagiografía oriental del siglo II. Hay textos coptos apócrifos
que la relacionan con Pablo de Tarso y le confieren un elevado
rango de santidad, sabiduría y jerarquía en la Iglesia cristiana
incipiente.
Si Pablo de Tarso no fue
gnóstico, ¿acaso fue esenio? ¿Fue él quien vivió algunos años con
la comunidad de Qumram y quien aprendió todo lo que la doctrina
cristiana ha recibido de los esenios? Según algunos autores, la
respuesta podría encontrarse en un libro también apócrifo pero no
cristiano, sino judío, el Libro de Enoc.
«¿No soy libre? ¿No soy
apóstol? ¿No tenemos derecho a comer y beber? ¿Es que no tenemos
derecho a llevar con nosotros a una hermana en la fe, a una mujer,
como hacen los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas?»
Esta reclamación de derechos, contenida en 1 Corintios
(9,1) pudo desatar toda la literatura apócrifa de Egipto y dar
lugar a la leyenda de Tecla de Iconio. Habla de una mujer, pero no
dice su nombre. El de Onesíforo sí aparece en 2 Timoteo
(4,10). Y también aparece la ciudad de Iconio, en Galacia, Asia
Menor.
La política que la Iglesia
Católica viene manteniendo en contra de las mujeres llevó
probablemente a manipular algunas de las epístolas para poner en
boca de Pablo de Tarso frases como la que encabeza este epígrafe.
En la primera epístola a los Corintios, entre otras pastorales,
aparece descrito el papel de la mujer en los actos de culto: «Las
mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar,
sino que se muestren sumisas, como manda la Ley». Y en la carta a
Timoteo de Listra, podemos leer: «No permito que la mujer enseñe ni
que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que debe permanecer en
silencio».
Las Constituciones
Apostólicas, el citado manual litúrgico del siglo II, dedica
un capítulo a señalar la disposición de los asistentes a la
asamblea, nombre que entonces se daba a la reunión de los
cristianos, y en él especifica que las mujeres han de estar
separadas de los hombres y en silencio.
Sin embargo, las
Epístolas hablan de mujeres que parecen tener cierta
relevancia en aquellas primeras comunidades cristianas. Eran
mujeres que tenían a su cargo «casas del Señor», lugares de reunión
gentiles, fuera de las sinagogas judías, mujeres que, según dicen
algunos estudiosos, ostentaban cargos eclesiásticos como
diaconisas, presbíteras o incluso epíscopas. Entre otras, Tábita,
Prisca, Evodia, Síntica o Febe. En Romanos (16,7), Pablo
recomienda a Febe como diaconisa de Cencrea.
Entre los gnósticos, ya hemos
visto la preponderancia de las mujeres, no solamente la de María
Magdalena a la que consideraron la apóstol predilecta, sino que
hablan de doce apóstoles y siete discípulas. Claro es que aquí
volvemos a tropezar con la magia, con los números doce y siete, y
eso siempre hace dudar de la verosimilitud de las historias, pero
no cabe duda que al menos se desprende la idea de la importancia de
las mujeres en el terreno religioso.
Pero la Iglesia confeccionó
su normativa en el siglo IV y después se siguieron añadiendo y
eliminando reglas, con lo cual desaparecieron dos valores
importantes: el matrimonio de los clérigos y la participación de
las mujeres. Los padres de la Iglesia de los siglos II a V tuvieron
grandes dificultades para enfrentarse a la figura femenina, que
hacía sin duda vacilar sus propósitos sobrehumanos de mantenerse
castos de pensamiento, palabra y obra. De hecho, entre los escritos
de aquellos castos varones encontramos conclusiones tan
sorprendentes como que el pecado original de Adán y Eva no fue
comer del fruto prohibido, sino hacer uso del matrimonio antes de
tiempo. Y no cabe duda de que aquellos santos, que tanto lucharon
por alejar de su mente la tentación de la imagen femenina,
ampliaron su rechazo a la mujer hasta encontrar solamente un modelo
femenino tan inhumano como imposible: el de la virgen madre.
La enfermedad que más nombres
ha recibido a lo largo de la historia es la epilepsia. Desde los
tiempos más remotos, los médicos se han interesado por un mal que
es más frecuente de lo que se cree, porque sus manifestaciones no
siempre son espectacularescomo el grand mal que estamos
acostumbrados a ver incluso en las películas, sino que también se
da el petit mal, en forma de ausencias, de pequeñísimas
pérdidas de conciencia de las que solamente se da cuenta el
enfermo.
Antes de que Hipócrates
desmitificara este tipo de enfermedades, la epilepsia se creía un
fenómeno sobrenatural enviado por los dioses, que solamente se
podía paliar con ofrendas y sacrificios. Por ello se llamó
enfermedad lunar, enfermedad demoníaca o, más frecuentemente,
enfermedad sagrada. También se consideró una enfermedad contagiosa;
para prevenir el contagio se recomendaba escupir al suelo al
encontrarse con una persona que la padeciera. Y, para
diagnosticarla se aconsejaba dar a oler cuerno de cabra al
sospechoso de estar enfermo; si tras olerlo se producía una crisis,
quedaba diagnosticado de epilepsia. Este método se debió a creer
que la cabra generaba ataques epilépticos en los individuos
propensos.
A lo largo de la historia,
numerosos personajes han sufrido crisis epilépticas sin que ello
haya supuesto menoscabo alguno para su inteligencia, su vigor y su
productividad, incluso se ha asociado en muchas ocasiones al genio.
Es el caso de Julio César, de Napoleón, de Alejandro Magno, de
Dostoievski y, según numerosos autores, de Pablo de Tarso. El Museo
Alemán de la Epilepsia de Kork señala que uno de los nombres de la
epilepsia en la antigua Irlanda fue Saint Paul's disease
(enfermedad de San Pablo).
Quien haya contemplado una
crisis epiléptica, habrá podido comprobar que, en numerosas
ocasiones, el mismo enfermo se introduce en la boca un objeto para
evitar morderse la lengua.
Esto se debe a que la
epilepsia «avisa», es decir, la crisis es precedida por un fenómeno
llamado aura epiléptica que consiste en un olor, una luz, un
sonido, una alucinación, un dolor, una sensación de extrañeza o
cualquier otro fenómeno sensorial que el enfermo identifica con la
inminencia de la crisis y ello le permite ponerse a salvo de
mordeduras y caídas.
En la crisis convulsiva de
grand mal, después del mencionado fenómeno que constituye
el aura, el enfermo emite general mente un grito inarticulado y se
desploma sin conocimiento, permaneciendo rígido durante unos
segundos para después sufrir contracciones rítmicas de los
músculos, hasta quedar inerte e inconsciente. Las pupilas no
reaccionan a la luz aunque abra los ojos. Al cabo de un periodo de
tiempo de confusión mental, reaparece poco a poco la
conciencia.
El petit mal
epiléptico se manifiesta, como dijimos, mediante ausencias. Una
ausencia es una suspensión brusca de la conciencia que sorprende al
enfermo en cualquier momento, en medio de cualquier actividad o
incluso en medio de una conversación, que se interrumpe unos
instantes para volver a recuperarse, a veces, sin que el
interlocutor se aperciba de ello. Las ausencias tienen distinta
duración y en ocasiones el enfermo queda pálido, con la mirada fija
y sin expresión. A veces se observan también movimientos del
aparato de fonación con la emisión de un lenguaje entrecortado o
atropellado.
Existen asimismo ausencias
que no proceden del petit mal epiléptico, sino de
afecciones del lóbulo temporal, llamadas por ello ausencias
temporales, que tienen una duración mayor que las epilépticas y que
a veces van acompañadas de fenómenos sensitivos, alucinaciones y
actividades automáticas.
Se han descrito también
estados de ausencia denominados petit mal status, que
tienen una duración desde 15 minutos a varios días, incluso un mes.
Estos estados de confusión epilépticos conllevan una alteración de
la conciencia que va desde confusión hasta estupor profundo.
Hasta aquí, hemos hablado de
una enfermedad bastante común que tiene manifestaciones distintas
cuantitativamente, pero que todas ellas se caracterizan por
fenómenos de pérdida de la conciencia y alteraciones sensoriales.
La pérdida de la conciencia hace caer al suelo a la persona que la
padece y las alteraciones sensoriales le hacen ver, oír, oler,
gustar o tocar cosas que no existen en la realidad objetiva.
Pero la epilepsia no
solamente produce esos síntomas, sino que también genera con
frecuencia algunas modificaciones en la personalidad de quien la
padece. Una de las alteraciones más frecuentemente ligadas a la
epilepsia son las ideas delirantes de tipo religioso, los llamados
delirios místicos.
En su Historia de la
Epilepsia, el neurólogo Esteban GarcíaAlbea plantea que los
éxtasis de Santa Teresa fueron de naturaleza epiléptica, ya que
padeció crisis epilépticas afectivas placenteras.
Ella misma escribió que
sentía a veces arrobamientos que, aun estando en medio de las
gentes, no podía resistir. Tal era el placer que experimentaba, que
deseaba sentirlos constantemente. La descripción más conocida de
estas crisis es la de Fedor Dostoievski, hasta el punto de que se
han denominado «crisis de Dostoievski».
Una ciencia muy actual, la
Neuroteología, intenta explicar los fenómenos religiosos a partir
de las neurociencias. Un neurólogo de la Laurentian University de
Canadá, Michael Persinger, ha dicho que es posible inducir
vivencias religiosas y experiencias místicas a una persona,
utilizando campos magnéticos. Y el jefe de Medicina Nuclear del
Centro Médico de la Universidad de Pennsylvania, Andrew Newberg,
asegura que la religión deja huellas en los circuitos cerebrales
[20]
.
Hemos hablado de la
epilepsia del lóbulo temporal. De forma experimental, la
estimulación eléctrica del lóbulo temporal produce alucinaciones.
Aunque la epilepsia del lóbulo temporal es rara, los investigadores
sospechan que los estallidos de actividad eléctrica localizados
pueden producir experiencias místicas.
Michael Persinger llevó a
cabo experimentos que consistieron en colocar sobre la cabeza de un
sujeto voluntario un casco lleno de electroimanes que creaba un
campo magnético débil, similar al que produce el monitor de un
ordenador. El casco disparaba estallidos de actividad eléctrica
sobre los lóbulos temporales y los sujetos voluntarios describieron
haber percibido sensaciones sobrenaturales o espirituales, como una
sensación de lo divino.
En 1997, el neurólogo
Vilayanur Ramachandran dijo en la Sociedad de Neurociencias que
existe una base neuronal para la experiencia religiosa
[21]
. Según él, la profundidad de los
sentimientos religiosos tiene que ver con la activación eléctrica
natural de los lóbulos temporales. Y el lóbulo temporal se
relaciona con las alucinaciones auditivas, pues es la zona del
cerebro relacionada con el oído y con la memoria auditiva.
Sin embargo, la revista
Neuroscience Letters ha publicado recientemente los
resultados de un estudio realizado por Mario Beauregard, del
Departamento de Psicología de la Universidad de Montreal, en
Canadá. Este estudio revela que no existe un núcleo especial
relacionado con las experiencias místicas, sino que en ellas se
activan una docena de regiones cerebrales. El trabajo concluye con
que estas experiencias religiosas de unión con Dios se regulan
desde varias regiones y sistemas cerebrales que están implicados
habitualmente en la timidez, la emoción y la representación
corporal
[22]
.
Hay muchas probabilidades de
que Pablo de Tarso sufriera una crisis epiléptica cerca de Damasco,
cuando cayó al suelo cegado por una luz, escuchó la voz de Cristo y
quedó ciego tres días. Tenemos el aura epiléptica, la pérdida de
conciencia, la caída, la rigidez, la alucinación auditiva, la falta
de respuesta de sus pupilas a la luz aunque tuviera los ojos
abiertos y, además, el hecho de que se levantó solo y continuó su
camino al recuperarse.
Por otra parte, él mismo
habló de la espina que Dios clavó en su carne y de la bofetada de
Satanás (2Corintios 12,7), lo que indica que no se trató
de una crisis puntual, sino de una enfermedad que él ya conocía.
Además, señaló que los gálatas no escupieron ante él a pesar de su
enfermedad «ante esta debilidad física mía no hicisteis gestos de
desprecio ni escupisteis al suelo» (Gálatas 4,13-14). Y a
menudo habló de momentos de éxtasis y arrobamiento, que pudieron
ser las ausencias epilépticas.
La conversión de
Saulo.
Esta es la versión admitida por la doctrina
de la Iglesia, el segundo cuadro que hubo de pintar Caravaggio.
Pablo de Tarso sufrió probablemente una crisis epiléptica al entrar
en Damasco y tuvo una alucinación auditiva, tras la cual,
desarrolló una idea delirante mística que le llevó a predicar una
nueva religión.
DELIRIOS Y
ALUCINACIONES
Los delirios son
ideas persistentes y resistentes a la lógica y a la discusión. Pero
las ideas delirantes, aunque ilógicas, pueden tener a veces una
estructura altamente organizada, una organización que puede ser
también una lógica paralela a nuestra lógica, en la que el
delirante estructura sus delirios. Las ideas delirantes se pueden
enquistar en una personalidad aparentemente sana y brotar en
determinadas circunstancias, como sucede con los delirios de
celos.
En cuanto a las alucinaciones, son percepciones visuales,
auditivas, olfativas o táctiles en las que el enfermo cree ver,
oír, oler o tocar objetos que no existen. Las alucinaciones
auditivas se producen a veces en forma de órdenes que el enfermo
escucha y que le ordenan realizar cualquier tipo de acto, a veces
tan peligroso como matar o suicidarse.
En cuanto al delirio místico o misticismo patológico, hay que
distinguirlo del verdadero misticismo que es una doctrina que
reconoce la incapacidad de la razón para resolver problemas
metafísicos. El misticismo patológico es un estado morboso con
preocupaciones religiosas. Algunos autores identifican el
misticismo auténtico, el que no es patológico, con un estado de
conciencia.
Vallejo Nágera menciona los delirios expansivos que se dan en
personalidades dinámicas, emprendedoras, agresivas, muy activas y
dispuestas a exigir su derecho y su razón. Son personas que luchan
activamente y no regatean esfuerzo alguno por imponer su criterio,
algo que llevan a cabo «en cumplimiento de su deber».
El delirio místico aparece
en forma de llamada religiosa:
«Pablo, siervo de
Jesucristo, apóstol por llamamiento divino» (Romanos 1,1),
«se dignó revelar a su hijo en mí para que yo lo anunciara entre
los gentiles» (Gálatas 1,15).
En forma de idea
delirante:
«¿No he visto a Jesús
nuestro Señor?» (1Corintios 9), «el evangelio me fue
revelado» (Gálatas 11), «fui a Jerusalén por una
revelación» (Gálatas 2,1), «yo por la ley morí a la ley a
fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado y ya no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2,20), «como por
una revelación se me ha dado a conocer el misterio»
(Efesios 3,3).
Si añadimos estos síntomas a
los datos que ya habíamos reunido anteriormente, nos encontramos a
Pablo de Tarso, judío helenizado, con un gran bagaje cultural
griego y fariseo, con influencias ambientales de las religiones que
residían en aquellos días en el Mediterráneo, incluyendo
influencias filosóficas griegas desde el gnosticismo hasta el
epicureismo o el pitagorismo. Una persona con todo este equipaje
que sufre un delirio religioso derivado de su enfermedad, el cual
le hace sentir la llamada divina que le ordena proclamar una nueva
religión, una verdad que solamente a él le ha sido revelada (aquí
aparece también el mesianismo). Y dedica su vida, su tiempo, su
energía, su salud y todos sus recursos a predicar ese evangelio que
solamente él conoce, porque solamente a él se le ha revelado. No
importan las dificultades ni los peligros ni las amenazas ni los
malos ratos. Tiene que predicar y predica. Por encima de todo,
consagra su vida a predicar en un ir y venir incesante, tocándolo
todo, buscándolo todo, intentándolo todo para conseguir el objetivo
que se le ha encomendado, para cumplir su deber. Recordemos un caso
similar que ofreció la historia en la Edad Media, el caso de Juana
de Arco, que también figura entre los epilépticos célebres del
Museo Alemán de la Epilepsia de Kork.
Un dato que no se nos debe
escapar respecto a la posición de Pablo frente al mundo judío es su
condición de imperfecto a causa de su enfermedad. Anteriormente
dijimos que parecía improbable que sacrificara en el Templo para
seguir el ritual de purificación impuesto por Santiago. Es probable
que Pablo no pudiera sacrificar en el Templo a causa de su mal ni,
por tanto, acceder a las altas esferas del judaísmo. En
Levítico (21,16) leemos que el Señor le dijo a
Moisés:
«Habla con Aarón y dile que
en las generaciones futuras ningún hombre de tu estirpe que tenga
cualquier deformidad, podrá acercarse a ofrecer el pan a su Dios:
ni el ciego, ni el cojo, ni quien tenga la cara deforme por defecto
o por exceso, no podrá profanar con sus defectos mis lugares
santos, porque soy yo quien los santifica. Si tiene defecto, no se
acercará a ofrecer el pan a su Dios».