Capítulo IV
Pero ¿quién fue Pablo de Tarso?

No resulta fácil saber quién fue en realidad Pablo de Tarso. Ciertamente, es una figura controvertida que ha hecho correr ríos de tinta sin que los estudiosos (laicos) se hayan puesto todavía de acuerdo sobre su personalidad, sobre su misión y, especialmente, sobre su papel en el desarrollo del cristianismo.
Lo que sí parece cierto es que, al menos en lo que cabe, Pablo de Tarso es la primera figura documentable y representativa del cristianismo con cierto rigor histórico y que los únicos documentos del Nuevo Testamento que pueden realmente considerarse de autor cierto son algunas de sus epístolas. Eso, mientras no se demuestre otra cosa.
Algunas de sus epístolas, pero no todas ni tampoco completas. A diferencia de otros autores antiguos que no firmaron sus escritos, Pablo empezó sus cartas presentándose a sí mismo y, a veces, presentando a sus acompañantes. Sin embargo, existen varias cartas de procedencia bastante dudosa e incluso, en las que se puede afirmar que son suyas, hay numerosas contradicciones que apuntan a un segundo autor.
Una de las costumbres de la Antigüedad fue la de interpolar y añadir frases, párrafos o páginas enteras a un escrito redactado por otro autor e imputarle la autoría. Esta costumbre estuvo extendida hasta que las técnicas modernas impidieron falsificar los documentos o, al menos, falsificarlos sin que se descubriese la falsía.
Todo esto hace muy difícil, por no decir imposible, asegurar la autoría de un documento y, por tanto, conocer la verdadera ideología de los personajes de quienes solamente nos han llegado documentos de segunda mano.
En el caso de Pablo de Tarso, el asunto se complica porque cada estudioso ha extraído una conclusión diferente a los demás y porque, como se trata de una figura importante en la historia de la religión cristiana, se han dado numerosas y distintas interpretaciones a sus escritos y a la autoría de los mismos.
Un ejemplo es la escena de su conversión, porque el momento más importante para la historia del cristianismo ha sido causa de polémica. En el año 1600, el cardenal Tiberio Cerasi encargó a Caravaggio un cuadro que representase ese momento, para colocarlo en su capilla de la iglesia de Santa Maria do Popolo, en Roma.
Caravaggio pintó lo que creyó conveniente, es decir, un cuadro en el que Cristo se aparece a Saulo en el camino de Damasco y este cae del caballo cegado por un gran resplandor. Resultó que tal interpretación contradecía las descripciones de Los Hechos de los Apóstoles, que menciona una luz vivísima y una voz, pero no una aparición. Por tanto, Caravaggio hubo de pintar una segunda versión de su Conversión de Saulo más acorde con la doctrina cristiana.
Y, sin embargo, si leemos lo que realmente dice el versículo 9,3 de Hechos, resulta que Pablo no iba a caballo en aquel momento preciso, sino a pie: «mientras iba caminando, al acercarse a Damasco...» [14] . Y para completar las discrepancias, podemos leer en 1 Corintios (9) las protestas de Pablo: «¿No he visto a Jesús nuestro Señor?» y en la misma epístola (15,8), «al último de todos, se me apareció a mí».
La conversión de Saulo
Caravaggio vio así el momento de la conversión de Saulo camino de Damasco, pero su interpretación no coincidió con la de los Hechos de los Apóstoles, por lo que hubo de realizar una segunda versión del cuadro que no mostrara a Cristo. Según Hechos, Saulo no vio a Cristo sino que escuchó su voz. Pero, según sus Epístolas, sí le vio.

LO QUE CUENTA SU BIOGRAFÍA

Antes de comentar algunas de las teorías que existen sobre la doctrina y la misión de Pablo de Tarso, veamos lo que podemos conocer de su vida y de su obra. Uno de los primeros escollos con los que tropezamos es la ausencia de fuentes no cristianas que le mencionen. El historiador judío por excelencia, Flavio Josefo, que narra detalladamente los sucesos de la época, no dice nada en absoluto; tampoco le menciona Justo de Tiberíades, contemporáneo y galileo, lo cual nos podría llevar a la conclusión de que Pablo no existió y de que fue solamente una figura mítica como tantas otras. Pero tenemos el testimonio de Marción, discípulo de la doctrina paulina, que fue cristiano aunque gnóstico, es decir, hereje. Tenemos además sus epístolas, de las que se declara autor.
Y, si Pablo de Tarso existió, redactó o dictó las epístolas y ni Josefo ni Justo supieron de él, lo más creíble es que no fuera una figura relevante en Palestina, pues de haber realizado allí alguna acción notoria, lo sabríamos por esas u otras fuentes. Lo más plausible es que, puesto que todos sus escritos van dirigidos a las comunidades que él mismo fundó en Asia Menor y él era también oriundo de ese lugar, todo su trabajo se desarrollara allí, en la península de Anatolia, con algunas incursiones a otros puntos, incluida Palestina, pero de menor importancia.
La primera noticia que tenemos de la existencia de Pablo de Tarso data del año 138, en el que Marción del Ponto, el gnóstico, llevó a la Iglesia de Roma dos importantes documentos: el Evangelion, un evangelio que parece que había redactado él mismo, y el Apostolicon, un documento formado por diez cartas que un tal Pablo de Tarso, el maestro al que Marción y sus compañeros seguían, había dirigido unos setenta años antes a siete comunidades que él mismo había fundado en Asia Menor. Esto lo sabemos por los comentarios de Clemente de Alejandría, Tertuliano y Eusebio de Cesárea (Historia Eclesiástica, libro III).
Mucho después de las diez cartas que Marción publicó hacia 140, aparecieron otras cuatro atribuidas también a Pablo. Nos ocuparemos de ellas más adelante. Ahora lo que nos interesa es averiguar lo más posible acerca de su vida, de sus idas y venidas y de sus aventuras, que no fueron pocas.
Pablo de Tarso
Pablo de Tarso es la primera figura documentable del cristianismo con cierto rigor histórico, pero su verdadera personalidad, doctrina y misión dentro del cristianismo son causa de controversia y debate, ya que no resulta fácil dilucidar lo que de cierto e incierto hay en los textos cuya autoría se le imputa.
Hay un libro integrado en el canon del Nuevo Testamento que detalla la biografía de Pablo de Tarso. Se trata de Los Hechos de los Apóstoles. Pero, como ya dijimos anteriormente, los libros religiosos no se pueden tomar al pie de la letra ni mucho menos como si fueran fuentes históricas, así que habrá que mirarlo sin perder de vista las Epístolas y otros datos, para comprobar si cuanto indica Hechos es cierto. Y es necesario verificarlo en lo posible porque Hechos es un típico libro religioso que, además de no llevar firma de autor alguno, mezcla la biografía de Pablo con unos cuantos milagros y situaciones fantásticas, como resurrecciones, sanaciones y avisos sobrenaturales, y eso resta credibilidad a la obra, al menos a nuestro entender.
Hechos ha sido atribuido a Lucas, puesto que la mayor parte del texto habla de los viajes y hazañas de Pablo de Tarso y Lucas fue, al parecer, su discípulo y acompañante. Pero esto no se ha podido comprobar. Además, se considera que este libro es como una segunda parte del Evangelio según San Lucas, ya que, una vez analizados el estilo y el vocabulario, parecen corresponder a un mismo autor. Hay estudiosos que aseguran que el verdadero autor de una biografía de Pablo que luego se incorporó a Hechos fue Marción, su discípulo gnóstico.
Si leemos los Hechos de los Apóstoles, vemos que se trata de un relato claramente encaminado a informar al lector de en qué quedó todo lo que narran los Evangelios y qué fue de los apóstoles tras la desaparición definitiva del Maestro. Todo ello dirigido a esclarecer los sucesos acaecidos en aquella primera etapa del cristianismo.
La mayoría de los autores acuerdan que Hechos fue el último libro en redactarse y sitúan en primer lugar el Apocalipsis, después las Epístolas, luego los Evangelios y por último, Hechos que además es bastante probable que haya sido escrito al menos por dos autores, lo cual, como ya hemos dicho respecto a los restantes documentos, era lo habitual. Parece que la primera referencia que se encuentra a esta obra es la de Ireneo de Lyon, en el año 170, y pueden observarse numerosas referencias a la Iglesia primitiva palestina, en su periodo de adaptación en pleno siglo II.
Sabemos que Pablo nació en Tarso, la capital de Cilicia. Una ciudad cosmopolita sin duda. Originalmente fue hitita, se proclamó griega en la época en que se puso de moda el helenismo y, en tiempos de la dominación romana, mantenía matices y reminiscencias egipcias. Como detalle importante de la cultura de aquella ciudad, hay que decir que allí se originaron los misterios de Mitra. Y como detalle romántico e histórico, podríamos señalar que precisamente fue allí, en Tarso, donde Cleopatra enamoró a Marco Antonio.
Era, pues, una ciudad culta, universitaria, orgullosa de su helenismo y centro de reunión de numerosos filósofos, como el mismo Atenodoro que fue maestro de Augusto. Pablo nació en el seno de una importante colonia judía asentada en Tarso. Nació en el año 10 o quizá en el 8, según distintos autores. Otros dicen que en el 6. Se llamó Saulo en memoria del rey Saúl, pero más tarde, cuando puso su objetivo en los gentiles romanos, eligió el nombre latino de Pablo, nombre que le correspondía como ciudadano romano. También puede que se llamara ambas cosas, Saulo como judío y Pablo como romano, lo que era bastante habitual.
Su familia debía ser importante, puesto que eran ciudadanos romanos. Ser ciudadano romano fue uno de los deseos más extendidos en Occidente. Con toda su fama de terrible, lo que más hubiera deseado Atila en este mundo hubiera sido obtener la ciudadanía romana, cosa que jamás consiguió por más que se rodeara de intelectuales romanos. Y el motivo real por el que tantos y tantos bárbaros se convirtieron al cristianismo no fue por la capacidad de convicción de los misioneros, sino porque a partir del siglo IV ser cristiano significó ser romano y el bautismo fue condición sine qua non para romanizarse.
A diferencia de los griegos quienes, a pesar de haber inventado la democracia, creían firmemente en la diferencia de clases, los romanos pusieron la ciudadanía al alcance de cualquiera que fuera capaz de merecerla o adquirirla, incluso de esclavos liberados. La ciudadanía romana se compraba o se otorgaba según el caso y los padres de Pablo gozaron de ella puesto que él se declaró «ciudadano romano de nacimiento» (Hechos 22,20). Y lo declaró así para librarse de una azotaina a la que pretendió someterle un centurión romano a raíz de su encarcelación a causa de una de las numerosas revueltas que se organizaron a su alrededor.
Su lengua materna fue el griego, pero aprendió arameo en Jerusalén, donde vivió algún tiempo formándose con el rabino Gamaliel. Aunque la influencia griega en su educación y en su ambiente familiar fue importante, Pablo fue, ante todo, judío, judío con orgullo nacionalista de su raza, hebreo hijo de hebreos y, además, de la tribu de Benjamín. Esto podemos leerlo en Filipenses (3,5). Gamaliel era fariseo y fue el jefe de la secta hasta que falleció en el año 52, pero no fue un fariseo exaltado como algunos han querido describirle, sino moderado, puesto que fue nieto y discípulo de Hillel, rabino conocido por la moderación de su doctrina. De Gamaliel aprendió Pablo el fariseísmo. Recordemos que los fariseos eran la secta contraria a los saduceos y que uno de sus principales puntos doctrinales era la resurrección, algo que probablemente aprendieron de los pitagóricos. Otra creencia fundamental del fariseísmo era la llegada del Mesías, un mesías fuerte de carne y hueso, que les libraría del invasor extranjero.
Hemos reunido unos cuantos datos a considerar a la hora de establecer la corriente filosófica o religiosa que marcó la doctrina paulina. Judío, con todo el bagaje que supone las enseñanzas de un maestro fariseo como Gamaliel. Conocía las interioridades de la Ley y los pormenores de la liturgia y de todas las creencias agregadas al judaísmo que, recordémoslo, los saduceos no admitían pero sí los fariseos, y que eran añadidos de las religiones y tradiciones de Babilonia, Persia y Egipto.
Tenemos, pues, un judaísmo repleto de tradiciones de otras religiones, influido además por el helenismo y su variedad de corrientes filosóficas que discurrían por las plazas y foros de cualquier ciudad universitaria helenista, como era Tarso. A esto le sumaremos la ciudadanía romana, algo que bien podía entonces distinguir a un judío fanático, absorbido por el odio mortal hacia el invasor pagano y profanador, de un judío universal moderado y capaz de admitir las bondades que aquellos invasores podían traer a la vida cotidiana de un pueblo anticuado. Por último, hay que agregar al conjunto el conocimiento más cercano o más lejano que sin duda tuvo Pablo de los misterios de Mitra y seguramente de otros dioses redentores mediterráneos.
Hay un dato de menor importancia pero que merece la pena mencionar y es que Pablo cosía tiendas, tiendas de lona o, mejor aún, lona para tiendas. Algunos autores señalan que ese oficio es indicativo de falta de nivel cultural, de ausencia de estudios, pero sabemos que los judíos enseñaban siempre a sus hijos varones un oficio y también parece que Cilicia fue en algún momento famosa por sus tejidos de pelo de cabra. Y puede que Pablo tejiera esas telas y no tiendas de campaña. ¿Para qué necesitaban los griegos de Cilicia tiendas de campaña? Eso hubiera sido útil en el desierto, en Palestina, tierra de tabernáculos, pero no en una ciudad griega con universidad y foro filosófico.
Algunos de los que afirman que Pablo de Tarso fue iletrado se basan en que muchas de sus epístolas están redactadas por un escriba o secretario y en algunas se señala expresamente que firma de su puño y letra, lo que indica que las demás no van firmadas por él. Pero no es fácil que un judío helenizado versado en la Ley fuera iletrado. Asimov apunta la posibilidad de que tuviera una caligrafía deficiente.

PERSEGUIDOR DE LOS CRISTIANOS

Según Hechos, Pablo fue un gran perseguidor de los cristianos hasta el momento en que se convirtió él mismo al cristianismo y se lanzó a predicar en las sinagogas. Su primera aparición en esta obra es con motivo de la  apidación del primer mártir cristiano, Esteban el diácono; una lapidación con la que Pablo «estuvo de acuerdo». Hechos narra las persecuciones de las que fueron objeto los primeros cristianos por parte de los sacerdotes judíos, como una continuación de la persecución a Jesús de Nazaret.
La conversión del hasta entonces llamado Saulo tuvo lugar en el camino de Damasco adonde precisamente había ido para apresar cristianos y traerlos a Jerusalén: «Le envolvió una luz del cielo y, caído en tierra, oyó una voz que le decía: ¡Saulo, Saulo! ¿Por qué me persigues?».
Después de su encuentro, quedó ciego durante tres días, hasta que un cristiano residente en Damasco, Ananías, tuvo una visión celestial en la que Jesús le encomendó cuidar de Saulo, puesto que él le había elegido como portador de su nombre. Ananías le impuso las manos y le devolvió la vista. Y en seguida comenzó a predicar en las sinagogas. Esto es lo que podemos leer en el capítulo 9 de Hechos.
Como ya hemos quedado en que Hechos no es una fuente fidedigna, veamos lo que se puede leer de puño y letra del mismo Pablo. En Gálatas (1,13) leemos algo francamente impresionante: «Ya oísteis hablar de mi conducta anterior cuando estaba en el judaísmo, con qué encarnizamiento perseguía a la Iglesia de Dios».
Esto vendría a confirmar que, efectivamente, Pablo persiguió a los cristianos antes de convertirse. Pero la primera parte de la frase resulta sorprendente y merece la pena analizarla.
«Cuando estaba en el judaísmo» significa que, a la hora de escribir a los Gálatas, ya había abandonado la fe de sus mayores.
En el mismo capítulo, Pablo afirma que Dios le llamó para que lo anunciara entre los gentiles. ¿Y para anunciarle entre los gentiles tenía que renunciar al judaísmo? Sabemos que la principal controversia de la Iglesia en sus primeros tiempos fue desprenderse del judaísmo, cuando este empezó a convertirse en un lastre que le impedía arrancar hacia el universo gentil. Ya dijimos que el judaísmo contiene normas restrictivas que impiden la convivencia con gentiles. Pero también sabemos que los primeros cristianos fueron judíos y que el cristianismo fue una secta judía hasta que consiguió despegar e independizarse del judaísmo. Y sabemos asimismo que los cristianos se reunieron en sinagogas cuando las había y en catacumbas o cementerios cuando no las había, porque la primera iglesia cristiana se construyó en 256, en lo que hoy es Armenia. Si no hubieran sido judíos, mal hubieran podido reunirse en sinagogas.
Aunque también hubo comunidades gentiles que se reunían en asambleas, gentiles que profesaban una religión judaica, pero liberados de rituales incómodos como la circuncisión o la dieta.
De hecho, los cristianos estuvieron adorando a Cristo el día sagrado judío, el sabbath, al menos hasta el año 150 en que Justino cuenta que le adoraron en el día del Sol, que es el domingo. Todavía a finales del siglo II, en tiempos del primer papa romano documentable, Víctor I (189-199), sabemos que todavía había obispos orientales que se oponían a celebrar la Pascua de manera distinta a los judíos. Eso nos conduce a pensar que la frase «cuando estaba en el judaísmo» no corresponde a Pablo de Tarso, sino que fue interpolada posteriormente, cuando hizo falta demostrar que el cristianismo nada había tenido que ver con el judaísmo o que, si lo tuvo, solo fue en los primeros años.
La lapidación de San Esteban
Según Hechos, Pablo de Tarso fue un gran perseguidor de los cristianos hasta que se convirtió milagrosamente al cristianismo. El primer escenario en que aparece es durante la lapidación de San Esteban, el primer mártir cristiano. Pero esto se contradice con su falta de relevancia en el ámbito farisaico de Jerusalén, pues su supuesto activismo no se refleja en fuente histórica alguna.
Y si se interpoló «cuando estaba en el judaísmo», lo más probable es que se interpolara la frase completa y luego veremos por qué. Por tanto, la declaración de haber perseguido a los cristianos también puede ser una interpolación posterior. Es decir, Pablo no persiguió a los cristianos.
Un dato importante a considerar es el silencio histórico por parte de historiadores no cristianos, como Flavio Josefo o Suetonio. Ya hemos dicho que eso nos hace pensar que Pablo no debió destacar en Jerusalén. Sin embargo, según Hechos, era un ardiente perseguidor de la Iglesia cristiana, pues pidió permiso al sumo sacerdote para ir a las sinagogas de Damasco a apresar a todos los que encontrase. Es de suponer que esa misión no le sería encomendada a un cualquiera, sino a alguien con cierta influencia o capacidad de representación cerca de las altas instancias de Jerusalén.
Y, sin embargo, ya dijimos que Flavio Josefo, aun siendo también fariseo, no menciona ni a Pablo ni su saña como perseguidor de cristianos ni el posible alboroto de sus disputas y de su conversión. Claro es que tampoco menciona la existencia de cristianos (ni de nazarenos que es como se llamaron al principio) en Jerusalén, aunque en su libro Guerras de los judíos describe con todo lujo de detalles las distintas sectas judías que existían entonces en Palestina. También el Talmud habla de más de veinte sectas judías en el siglo I, pero no menciona a los cristianos ni a los nazarenos. Eso no tiene más que una lectura y es que ni había cristianos en Jerusalén en la época de Flavio Josefo (38-94), ni Pablo de Tarso les persiguió, ni fue actor significativo alguno en Palestina.
Históricamente, parece que no hubo cristianos en Jerusalén hasta el año 134, pues el primer texto que los menciona es una carta de Plinio el Joven en la que cuenta que «entonaban un himno en honor de Cristo como si fuera un dios».
¿Dónde estaban, pues, los personajes de nuestra historia? Si buscamos documentos no religiosos que lo acrediten, el primer lugar donde hubo cristianos fueron las comunidades de Asia Menor a las que Pablo dedicó sus Epístolas y a las que, además, está dirigido el Apocalipsis.

DESERTOR DEL JUDAÍSMO

Acabamos de leer una declaración de apostasía en una de las cartas imputadas a Pablo de Tarso.«Cuando estaba en el judaísmo» significa que había dejado de estar en él.
Sin embargo, si revisamos las Epístolas, vemos que en Roma-
Y mucho más que eso, Pablo declara orgullosamente ser israelita, circuncidado al octavo día, como manda la Ley, hebreo hijo de hebreos, descendiente de Benjamín, que fue hijo de Jacob y de Raquel, la esposa amada, y no hijo de Lea, como otros menos afortunados. Así lo recalca bien alto y lleno de orgullo cuando escribe a los romanos (11,1) y a los filipenses (3,5).
Pablo de Tarso fue fariseo. Hechos señala que estudió en Jerusalén «a los pies de Gamaliel» un conocido maestro fariseo, letrado y helenista, partidario acérrimo de la resurrección que era la cuestión doctrinal que con mayor ardor enfrentaba a los fariseos con la secta opuesta, los saduceos. Las epístolas a los filipenses y a los romanos confirman su fariseísmo, aunque no citan sus estudios con Gamaliel.
Esto resulta un tanto sospechoso, puesto que la mención de su maestro hubiera sido un puntal sólido en su trayectoria como fariseo. Pero nada dice de Gamaliel, su nombre solamente aparece en Hechos y Hechos es una obra escrita para demostrar situaciones, no para narrar realidades. Y una de las situaciones a demostrar es que Pablo vivió en Jerusalén en el mismo tiempo en que vivió Jesús de Nazaret. Es decir, Pablo fue el gran testigo histórico y documentable de la vida de Jesús.
Sin embargo, el punto de partida del cristianismo no fue para Pablo la vida de Jesús, sino la resurrección del Cristo. En la epístola a los romanos podemos leer una frase determinante que además aparece en el saludo que inicia la carta: «constituido hijo de Dios con poder, según el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos». Es decir, Cristo tuvo poder, el poder de hijo de Dios, desde el momento en que resucitó, no antes. ¿Qué era, pues, antes de resucitar? No importa lo que fuera antes de resucitar, lo que importa es que resucitó y que eso es lo que le confirió el estatus de hijo de Dios poderoso.
No son ni fueron pocos los que acusaron y siguen acusando a Pablo de Tarso de traidor a la fe judaica, a la ley de Moisés. Hemos visto pasajes en los que se declara judío, israelita, fariseo, hijo de hebreos y descendiente de Benjamín, pero también hemos encontrado un pasaje de apostasía del judaísmo. Hay muchos más, muy descriptivos y contundentes y, además, algunos muy peligrosos.
La resurrección
La resurrección de Cristo fue el punto de partida de la religión que creó Pablo de Tarso. Para él, Cristo adquirió el verdadero poder como hijo de Dios tras su resurrección. Y, si Cristo no ha resucitado, nada sirve. En esta pintura, los dedos de la mano de Cristo resucitado están colocados en posición esotérica.
En Gálatas (3,10) dice que «lo que procede de la Ley está bajo maldición» y (3,13) que «Cristo nos rescató de la maldición de la Ley». Es decir, la Ley que era santa en Romanos (7,12) y Timoteo (1,8), ha pasado a ser maldita. Y ha pasado a ser maldita porque ahí está Cristo para redimir de ella a los judíos, es decir, para liberarles de la tiranía de la Ley. Y, ya que alecciona a los gálatas contra la ley judía, es lógico que les instruya contra la circuncisión. Así lo hace en Gálatas (5,2), diciendo «si os hacéis circuncidar, Cristo no os servirá para nada». Hace hincapié en la misma carta (5,11-12) señalando que no proclama la circuncisión y deseando que los que insistan en ella se mutilen. Y en Filipenses (3,2-3) alerta a su grey contra la circuncisión y asegura que la verdadera circuncisión es la fe en Cristo. Sin embargo, en la misma epístola a los filipenses podemos leer su declaración de ser judío y circuncidado.
Esto es tanto como denunciar la alianza que Yahveh estableció con Abraham, la señal de identificación del pueblo judío, el marchamo de calidad de los verdaderos creyentes frente a los gentiles, los incircuncisos. En la carta pastoral a Tito (1,15) señala «que se dejen ya de mitos judíos y de preceptos...». La muerte y, sobre todo, la resurrección de Cristo han echado abajo la barrera que un día separó a los judíos de los demás, de los incircuncisos, de los gentiles, ha roto para siempre las diferencias, ya no hay extranjeros sino que ahora, judíos y gentiles son uno en Cristo (Efesios 2).
Y no solamente Pablo reniega del judaísmo (recordemos su frase: «cuando estaba en el judaísmo») y rompe todos sus lazos con su pueblo y con su fe, sino que pronuncia, si realmente son suyas, las palabras más graves que se han escrito en la Historia contra el pueblo judío, las que no solamente dieron pie, sino que incluso sacralizaron el antisemitismo durante siglos, hasta que la Iglesia, espantada de sí misma, pidió perdón a los judíos en una oración irrepetible que redactó Juan XXIII.
Leemos tales palabras en Tesalonicenses (2,15): «los cuales mataron al Señor Jesús y a los profetas y nos persiguieron a nosotros».
¿Escribió Pablo verdaderamente estas cosas? En realidad, parece que las Epístolas empezaron dirigiéndose a judíos y después a gentiles, puesto que estos aparecen cada vez con mayor frecuencia. Es decir, parece que hay una etapa de Pablo judío y otra etapa de Pablo renegado del judaísmo.
Dicen algunos autores que lo que en realidad hizo Pablo fue internacionalizar el judaísmo, hacerlo universal, algo que se convirtió precisamente en una amenaza para un credo que ha subsistido dentro del Talmud y no sometido al vaivén del tiempo.
Según Mario Javier Sabán, un investigador de historia judía que ha escrito sobre las raíces judías del cristianismo, fue la teología católica del siglo II la que deformó el componente judío de los Evangelios y de las Epístolas, para independizar la religión cristiana del judaísmo nacionalista. Pero, sea de quien sea la mano que escribió cuanto hemos citado en las Epístolas, no fue eso lo que hizo, sino abrir un abismo de odio secular entre judíos y cristianos.
ORACIÓN DE JUAN XXIII

El 3 de junio de 1963, poco antes de su fallecimiento, el papa Juan XXIII redactó esta oración de arrepentimiento:
«Reconocemos ahora que muchos, muchos siglos de ceguera han tapado nuestros ojos de manera que ya no vemos la hermosura de Tu pueblo elegido, ni reconocemos en su rostro los rasgos de nuestro hermano mayor. Reconocemos que llevamos sobre nuestra frente la marca de Caín. Durante siglos, Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas porque nosotros habíamos olvidado Tu amor. Perdónanos la maldición que injustamente pronunciamos contra el nombre de los judíos. Perdónanos que, en su carne, te crucificásemos por segunda vez. Pues no sabíamos lo que hacíamos.»

COETÁNEO DE JESÚS DE NAZARET

Leemos en Hechos que Pablo se convirtió a raíz de una vivencia mística que tuvo cuando caminaba hacia Damasco y que permaneció ciego durante tres días hasta que Ananías le curó por imposición de manos.
Después de su ceguera de tres días (de nuevo el número mágico, tres) y de la imposición de manos de Ananías, Pablo aguardó tres años (otra vez el tres) hasta viajar a Jerusalén. ¿A qué podía ir a Jerusalén un recién convertido al cristianismo y, para mayor abundamiento, antiguo perseguidor de la religión de Jesús? Cualquiera supondría que a orar ante el Santo Sepulcro, a recorrer de rodillas los Santos Lugares, a hacer penitencia y a pedir perdón a su antiguo perseguido, a venerar a su madre, la Virgen María, a extasiarse ante los numerosos vestigios que debían quedar de su nuevo maestro, todos tan recientes, a tenderse boca abajo en el Gólgota y a suplicar gracia.
Pues nada de eso. Pablo se limitó a ir a Jerusalén a explicar a los apóstoles que se había convertido y que había recibido una nueva misión de predicar al hijo de Dios. Esto es lo que leemos en el capítulo 9 de Hechos. En Gálatas (1,15), leemos que subió a Jerusalén [15] , que vio a Pedro y a Santiago y que después partió para Siria y Cilicia. Es decir, en ningún momento se le ocurrió ponerse en contacto con lo que restaba de la vida terrestre de Jesús de Nazaret. Por supuesto que no fue a Nazaret ni a Belén.
Ahora reunimos dos datos. El primero es que Pablo vivió en Jerusalén al mismo tiempo que Jesús, puesto que, si nació hacia el año 8 y fue a estudiar con Gamaliel, fue de niño, no de adulto, entre los años 20 y 30, que era precisamente cuando, según los Evangelios, Jesús predicaba y hacía milagros en olor de multitudes. El segundo dato es que en ningún momento se interesó por los aspectos físicos de la vida carnal de Jesús. Aunque, como aseguran algunos autores, solamente le admitieran en el grupo mesiánico nazareno (el futuro cristianismo) hacia el año 38, cuando ya Jesús había muerto, eso solamente puede justificar que no le llegara a conocer en persona, pero no que nunca se interesara por su persona física. Además, con todo el revuelo que cuentan los Evangelios que organizó Jesús en Jerusalén y toda la controversia que dicen que mantuvo con los fariseos, es imposible que, siendo Pablo fariseo, no llegara a verle. Él declara siempre haberle «visto» en su experiencia mística.
No solo no le conoció sino que no intentó conocerle. Pablo se interesó exclusivamente por el Mesías, el Ungido, el que fue crucificado y resucitó para redimir al mundo, el que vendría al poco tiempo a juzgar a los vivos y a los muertos. El émulo, en fin, de Cristna, de Dionisos, de Osiris, de Serapis y de tantos dioses redentores como poblaron los panteones mediterráneos en aquella época. En 1Corintios (2,2) dice claramente: «me propuse no saber entre vosotros otra cosa que a Jesucristo y, a este, crucificado». La carta a los romanos tiene como objeto inculcarles la confianza en Cristo y la entrega absoluta a Cristo crucificado y resucitado.
Jesucristo no crucificado, Jesús vivo, no es nada, igual que antes leímos que el hijo recibió poder de Dios solamente después de resucitar. Jesús vivo, no es nadie. Pero Cristo crucificado y resucitado lo es todo para Pablo de Tarso. De hecho, en el siglo IV, el emperador Juliano llamado el Apóstata escribió un documento titulado Contra los galileos, en el que habla de «plañir el cadáver», refiriéndose a la forma de adorar a Cristo.
Una de dos, o Pablo no estuvo en Jerusalén en aquel tiempo o estuvo de paso. Ni siquiera en las Epístolas confirma, como hemos dicho, que estudiara en Jerusalén con Gamaliel, sino simplemente que era fariseo y en Tarso también era posible iniciarse en la fe farisaica.
En ningún lugar de las Epístolas podemos encontrar el rastro del Jesús de carne y hueso, en ningún lugar se habla de María, de las parábolas, de las muchedumbres, de la doctrina, de lo que hizo Jesús ni de lo que dijo. Ni siquiera de los milagros. El único lugar en que se menciona a Poncio Pilato es en 1Timoteo (6,13), pero esta carta pastoral a Timoteo nada tiene que ver con las Epístolas ni forma parte de las diez cartas que Marción aportó en su día a la Iglesia de Roma. Se le ha imputado como se le han imputado otros documentos.
Cuando Pablo necesita apoyar una frase, no dice «como dijo Jesús», sino que cita a Elías, a Ezequiel o a cualquier otro personaje del Antiguo Testamento. A la hora de señalar el nombre de un traidor, no menciona a Judas como podría esperarse de un cristiano, sino a Esaú que vendió su progenitura por un plato de comida (Hebreos 12,15). Si tiene que decir «ama a tu prójimo», no hace referencia a Jesús sino al Levítico. Y, para remate, en Romanos (8,26) dice que, como no sabemos rezar, el Espíritu tiene que intervenir para orar por nosotros con gemidos intraducibles. Ni siquiera se había enterado de que Jesús había enseñado a las gentes a rezar el Padrenuestro.
Si Pablo no conoció a Jesús ni realizó el menor movimiento encaminado a conocerle, ¿cómo es que fue el principal personaje del cristianismo? Él insiste en algunas epístolas (1Corintios 9,1 y 15,8) en que «le vio», le vio durante su experiencia mística de la que la doctrina oficial señala que no fue una visión, sino que escuchó una voz que le insistía «¡Saulo! ¿Por qué me persigues?» Como vemos, siguen las discrepancias que señalan claramente que estas obras no se escribieron de una vez ni por un solo autor, sino por etapas y por varios autores, modificándose la perspectiva de los escritos a medida que se iba modificando la perspectiva del cristianismo.

CUATRO VIAJES QUE FUERON OTRAS TANTAS ODISEAS

Pablo de Tarso no se limitó a predicar en uno u otro lugar, sino que realizó periplos muy largos por tierra y por mar, todos ellos salpicados de anécdotas y aventuras, porque en muchos de los lugares en los que predicó se organizaron tales tumultos que más de una vez hubo de huir para salvar la vida.
Según Hechos, Pablo vivía en Antioquia hacia el año 45 y de allí salió en compañía de Bernabé para realizar el primer viaje. Su destino fue la parte oriental de Asia Menor pasando previamente por Chipre. El viaje terminó, después de un periplo de unos quinientos kilómetros de diámetro, en Jerusalén, ya en el año 49.
Y ¿qué hizo durante tan largo viaje? Antes de salir, ya dice Hechos (11,26) que en Antioquia se les llamó, por primera vez, cristianos a los discípulos. Pero sabemos que los cristianos fueron llamados «nazarenos» o «galileos» durante mucho tiempo. Sirva de ejemplo el citado escrito del emperador Juliano el Apóstata titulado Contra los galileos, redactado ya avanzado el siglo IV.
Sin embargo, en el siglo II encontramos citas de historiadores acerca de los cristianos.
En Antioquia de Pisidia y en Listra, Pablo y su acompañante recibieron pedradas y no las recibieron en Iconio porque huyeron a tiempo. Las pedradas procedían de grupos airados de judíos que consideraron un grave insulto verles predicar también a los gentiles y, además, realizar alguna que otra curación milagrosa.
Lo curioso es que Pablo y Bernabé predicaron primero en sábado en la sinagoga y no les debió ir tan mal, porque en Hechos (13,42) se indica que a la salida todos les rogaron que volvieran el sábado siguiente. Sin embargo, el sábado siguiente se congregó una gran muchedumbre y, mientras predicaban, los judíos se llenaron de envidia y rabia al verles predicar a los gentiles, a lo que Pablo repuso que se dirigía a los gentiles porque ellos habían rechazado la palabra de Dios.
Esto es una contradicción. En primer lugar, les piden que vuelvan al sábado siguiente a la sinagoga, en segundo lugar, vuelven y predican a los gentiles. ¿Qué hacían los gentiles en la sinagoga? Y si predicaron en la calle y no en la sinagoga, ¿por qué no fueron a la sinagoga como les habían rogado? ¿Cómo pueden decir que los judíos se negaron a oír la palabra de Dios cuando estaban rogándoles que volvieran y que les contaran más cosas? No solo es una contradicción, sino una forma de demostrar lo que convino en cada momento y está claro que en aquel momento convino que los gentiles se convirtieran y que los judíos se llenaran de envidia, es decir, que los gentiles representasen el Bien y los judíos el Mal.
Por otra parte, no solamente hubo curación milagrosa, sino castigo milagroso, porque en Salamina Pablo convirtió al procónsul Sergio Paulo, pero para ello tuvo primero que competir con un tal Bar Jesús, un mago que pretendía también los favores del procónsul. Como Bar Jesús estaba impidiendo la conversión de un personaje importante, Pablo recurrió a la magia y le dejó ciego solamente con mirarle. Y parece que aquello fue lo que impresionó al procónsul y le hizo creer (Hechos 13,6-13).
Vemos aquí un claro ejemplo de lo que no debe hacer un maestro. Milagros. Pero quien fuera el autor de Hechos creyó de buena fe que aquello impresionaría más al lector que todas las prédicas de Pablo y que, con el mismo fundamento, debió impresionar más al procónsul que la bondad de la doctrina que predicaba.
A su vuelta, hubo de celebrarse un concilio en Jerusalén, el primero de todos los concilios, para dilucidar si era o no lícito llevar a los gentiles la palabra del Señor sin obligarles a circuncidarse, puesto que los Evangelios prohíben de forma explícita predicar a los gentiles: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 15,24) y «No vayáis a tierra de gentiles» (Mateo 10,5). Claro que también podemos leer en Marcos (16,15): «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación». Pero esto forma parte de las numerosas incongruencias que vemos y seguiremos viendo a medida que surjan, y que podemos encontrar fácilmente leyendo cualquiera de los textos del Nuevo Testamento, prueba evidente de la existencia de modificaciones introducidas posteriormente a su redacción inicial.
En todo caso, puesto que lo que interesaba era llevar el cristianismo a los gentiles, se decidió no solo bautizarlos, sino obviar la necesidad de la circuncisión, recomendándoles tan solo abstenerse de ciertas actividades prohibidas como la fornicación o comer la carne de los animales sacrificados.
El segundo viaje se inició hacia el año 50 y en él Pablo viajó en compañía de Silas y de Timoteo, quien se unió a ellos en Listra y al que ya comentamos que circuncidó él mismo para cumplir la ley judía. Salió de Antioquia y volvió al mismo lugar al cabo de tres años, tras de lo cual se trasladó a vivir a Éfeso donde permaneció otros tres años, es decir, hasta el año 57.
Según Hechos, en este viaje realizó conversiones, expulsó demonios y bautizó familias enteras, por más que en las Epístolas Pablo diga que Cristo no le envió a bautizar, sino a evangelizar y dé gracias a Dios de no haber bautizado más que a unos pocos (1Corintios 1, 14-16).
En Filipos (Macedonia), Pablo y Silas fueron azotados y encarcelados, tras la acusación de algunos ciudadanos romanos de perturbar el orden público con exhortaciones propias de judíos que los romanos no podían llevar a cabo, pero les pusieron en libertad después de que un terremoto hiciera temblar la ciudad entera.
Uno de los episodios más conocidos y comentados de este segundo viaje es la predicación de Pablo en el Areópago de Atenas [16] , donde tuvo ocasión de hablar ante numerosos filósofos griegos epicúreos y estoicos que empezaron por sentir interés hacia el nuevo Dios que Pablo proponía y terminaron por mofarse abiertamente cuando les habló de la misión y de la resurrección de Cristo.
El discurso de Pablo en el Areópago que podemos leer en Hechos (17, 22-29), es un documento doctrinal de primer orden, como bien señala Felipe Martínez Marzoa. En primer lugar, los atenienses se interesan por el nuevo dios, un dios desconocido al que probablemente no están presentando el debido homenaje.
Observemos aquí la ya comentada tolerancia de los politeístas que no solamente admiten la existencia de un dios extraño, sino que se preocupan de homenajearle, algo que jamás hubiera hecho un monoteísta.
En segundo lugar, Pablo les anuncia que su Dios no es un dios más entre otros dioses, sino el único Dios que, por ser único, no es esto ni aquello, sino que está en todas partes y en ninguna. Es un dios indeterminable y por tanto incognoscible. Y es desconocido porque no es nada determinado ya que es el principio de todo.
Aquí tenemos al dios de Filón, al dios cristiano que Filón de Alejandría había descrito poco antes, porque recordemos que Filón nació solo treinta años antes que Pablo de Tarso. Esta noción de Dios se aproxima bastante a la noción gnóstica, que señala que Dios es desconocido no solo porque está por encima del conocimiento, sino por encima de todo conocimiento. Por ello permaneció ignorado por los hombres hasta que llegó el momento de la revelación. No es el dios judío, un demiurgo con tales limitaciones que no tiene más remedio que contar con algo que él no ha creado, el mal, y solamente puede salir del paso prohibiendo, permitiendo e imponiendo. Yahveh es un dios de la ley, no un dios de la gracia como el que describió Filón y que Pablo presentó en su disertación en Atenas [17] .
En cuanto a la resurrección de los muertos, a los griegos del Areópago en su mayoría estoicos y epicúreos, como dijimos, les pareció una verdadera locura, sobre todo la idea de que Dios tenga que fijar un día para venir a juzgar al mundo.
Con eso y con todo, parece que en Atenas consiguió Pablo la conversión más importante, la de Dionisio el Areopagita, nada menos que un miembro del Consejo de Atenas. No se vuelve a mencionar a tan alto personaje, pero se han creado no pocas tradiciones y leyendas sobre él. El mismo Gregorio de Tours, un obispo francés del siglo VI a quien nunca faltó imaginación, llevó a este mismo converso a los altares, pues contó su misión como evangelizador de la Galia y el proceso por el que llegó a ser obispo de París, allá por el año 90. Y, si llegó a obispo de París, Dionisio el Areopagita fue San Dionisio (Saint Denis en francés), mártir y patrón de Francia.
Todavía tuvo ánimo Pablo para realizar un tercer viaje, en el que partió de Éfeso donde dijimos que había ido a vivir, hacia el año 57, y terminó un año más tarde. Este viaje fue el más accidentado.
El asunto más conocido y también comentado de este viaje es el motín de los plateros de Éfeso, un gremio que vivía de la fabricación y venta de imágenes de la diosa efesia para la que Creso, el prototipo del hombre rico, había hecho construir una de las siete maravillas del mundo, el famoso templo de Diana. Una vez más hemos de volver a la intolerancia de las religiones monoteístas que fue la que movió a Pablo a abominar de tales imágenes al igual que de la diosa a la que representaban.
La furibunda condena de Pablo desencadenó dos reacciones. La primera fue la de los que se convirtieron a la nueva religión y la segunda la de los plateros, que vieron en peligro de extinción su negocio ancestral. Los plateros se levantaron como un solo hombre y al grito de «¡Grande es Diana Efesia!» irrumpieron en el teatro donde Pablo y los suyos predicaban y organizaron una tremenda revuelta que, afortunadamente para los predicadores, apaciguó y disolvió el secretario de la ciudad.
¡Grande es Diana Efesia!
Los plateros de Éfeso organizaron una revuelta contra Pablo y sus discípulos, que tachaban a la diosa Artemisa de ser un ídolo de piedra y animaban a las gentes a no comprar imágenes ni medallas con su efigie.
En Mileto sucedió algo bastante curioso y es que Pablo se despidió de sus prosélitos (Hechos 20,35) diciendo que hay que socorrer a los necesitados y recordar las palabras del Señor Jesús que dijo: «Se es más feliz en dar que en recibir». Lo curioso es que el «Señor Jesús» como de repente llama Pablo al que generalmente llama Cristo (aunque podría tratarse simplemente de la traducción), no dijo tal cosa o, al menos, tal frase no aparece en los Evangelios. Como vemos, para una vez que le cita como autor de una frase magistral, se equivoca.

DE JERUSALÉN A ROMA

Desde Mileto Pablo viajó a Jerusalén, por más que un profeta, un tal Ágabo, le previno en Cesárea de que ir a Jerusalén significaría su prisión. Parece que por aquella época ya había trascendido la fama de Pablo como traidor al judaísmo, puesto que no solamente predicaba a los gentiles sino que invitaba a los judíos a apartarse de la Ley no circuncidando a sus hijos. Además, su paso por muchas de las ciudades visitadas había terminado con un alboroto en la sinagoga, cuando no había tenido que huir para librarse de un apedreamiento. Los judíos no gustaban de su doctrina, de su predicación que reemplazaba a Yahveh por Cristo y, mucho menos, de compartir enseñanzas con los gentiles.
Todo esto hizo que Santiago le impusiera un ritual de purificación para hacer notoria su adhesión a la ley de Moisés. Pablo se sometió a ese ritual pero parece que ya había generado demasiados enemigos y el asunto terminó con un intento de linchamiento del que le libró por poco el capitán romano Claudio Lisias.
Aquí explotó finalmente el acoso a que los judíos venían sometiendo a Pablo. En Hechos y en muchas de las epístolas se pueden leer textos que hablan de las «insidias de los judíos», de las «persecuciones de los judíos» y, en general, de la inquina que los judíos sentían por quien consideraban traidor a su fe, a su sangre y a su ley. A sabiendas, Pablo se metió de lleno en el avispero que le esperaba en Jerusalén con todos los aguijones afilados apuntándole. ¿Para qué? ¿Para qué se ha de enfrentar un judío renegado, que anda proclamando por el mundo que el judaísmo ha muerto y que lo que ahora sirve es la gracia de Cristo, a las más elevadas jerarquías de los que ha ofendido? ¿Por qué tendría Pablo que exponerse a un linchamiento o, al menos, a ir a parar a prisión? Se puede pensar cualquier cosa. Desde que sintiera la llamada vocacional al martirio, como parece que han sentido tantos mártires de ideales y religiones, hasta que subestimara el peligro que suponían los judíos y sobrestimara su propio poder como ciudadano romano.
El caso es que precisamente el ser ciudadano romano le libró de las iras judías y de las torturas romanas. Eso, por un lado. Por otro, una habilidad suya muy particular para serlo todo y no ser nada, para discutir en todos los terrenos, esquivar peligros y entrar y salir rápidamente de los temas. Una destreza aprendida, según unos autores, de Gamaliel y, según otros, de los maestros griegos de Tarso, una escuela plena de retórica y agilidad verbal que era el estilo adoptado por los elegantes de Roma en aquella época en que lo que realmente estaba de moda era el helenismo.
Cuando los judíos estuvieron a punto de matarle, se libró por su fuero de ciudadano romano y se hizo llevar ante el procurador de Roma, Félix, alegando que la causa de su persecución era que predicaba la resurrección de los muertos. Concretamente, Hechos (24,21) dice que: «a cuenta de la resurrección de los muertos me estáis juzgando hoy». Su ciudadanía romana, su reclamación del derecho de que fuera Roma y no el Sanedrín quien le juzgase, le abrió las puertas de Roma y le libró de los judíos.
De alguna manera, sin siquiera saberlo, los ataques de los judíos pusieron a Pablo en el camino de Roma. Le acusaron de hacer campaña contra Israel, contra la Ley y contra el Templo, le acusaron de haber profanado el Templo introduciendo en él a los gentiles. Esto último no era cierto, pues Pablo solamente se hizo acompañar de gentiles pero no entró con ellos en el Templo cuando, según Hechos, fue a sacrificar y a purificarse, cumpliendo el ritual que le impuso Santiago. Luego veremos que esto tampoco fue posible.
Le acusaron de mil cosas, le sacaron del Templo a patadas y de la ciudad a pedradas, por eso vino el capitán romano a socorrerle y, de paso, a encarcelarle por si era culpable de algún hecho delictivo. Precisamente, por esos días, un falso profeta egipcio había sublevado a cuatro mil salteadores de caminos que se refugiaban en el desierto y Claudio Lisias confundió a Pablo con él.
Pero Pablo se apresuró a hacer valer su ciudadanía romana.
Así, bajo la custodia romana, Pablo se presentó ante el Sanedrín, compuesto de fariseos y saduceos, y tuvo la ocurrencia de gritar que él era fariseo, hijo de fariseos, con lo que sembró la discordia en el tribunal, pues los fariseos se pusieron de su parte.
La revuelta que se organizó debió ser tamaña, algo a lo que Pablo ya debía de estar acostumbrado, pero no así el tribuno quien, temiendo por su vida, le hizo salir con escolta y le envió ante el procurador de Judea, Antonio Félix, quien le remitió al tribunal de Porcio Festo, seguramente aliviado de no tener que enfrentarse aquella vez a un nuevo Mesías cabecilla de revoltosos.
San Pablo en la cárcel
Rembrandt vio así a Pablo de Tarso durante su estancia en la cárcel. Un tiempo que aprovechó para seguir escribiendo epístolas a sus discípulos. Las cartas eran la forma de adoctrinar a los gentiles, porque los judíos ya tenían las Escrituras y no necesitaban más doctrinas escritas.
Y por mucho que los judíos insistieron en acusarle de «pestilente, levantador de sediciones, cabecilla de una secta de nazarenos y violador del Templo», Pablo insistió en que era Roma quien había de juzgarle y finalmente consiguió su objetivo. Su último viaje fue a Roma.
Ahora ya podemos caer en la cuenta del motivo que impulsó a Pablo a regresar a Jerusalén, contra toda recomendación sensata, después de levantar polvorines en las sinagogas de las comunidades de Asia Menor y dejando tras de sí un reguero de acusaciones e insidias que en Jerusalén significarían seguramente la muerte.
El motivo fue llegar a Roma. Es indudable que para ir a Roma no necesitaba llegar a Jerusalén, sufrir los ataques del Sanedrín, poner en jaque al mismo tribuno romano y terminar por reclamar su derecho a ser juzgado por un tribunal romano. Pero si leemos Hechos (23,11), encontramos un pasaje aclaratorio.
Aquella noche, la noche siguiente a su comparecencia en el Sanedrín, de donde tuvo que salir con escolta, el Señor se apareció a Pablo y le dijo que lo mismo que había dado testimonio de él en Jerusalén, tenía que ir a darlo a Roma.
¿Qué testimonio había dado Pablo de Cristo en Jerusalén? O, en todo caso, ¿de qué o de quién iba Pablo a dar testimonio en Roma? Si leemos las explicaciones y justificaciones de Pablo en Jerusalén según se relatan en Hechos (22), todo lo que hizo fue proclamar su judaísmo, contar su conversión al cristianismo después de ser su perseguidor y narrar un éxtasis en el que Cristo le mandó ir a predicar a los gentiles.
Toda la narración, pues, desde las revueltas de las sinagogas, los ataques de los judíos, el viaje a Jerusalén, la escena del Sanedrín y la partida de Pablo para Roma después de apelar al César como ciudadano romano, tiene un objetivo claro: justificar la separación del cristianismo de ese lastre que fue el judaísmo, proclamar que los judíos se negaron a recibir el evangelio y por eso sus destinatarios fueron los gentiles, romper de una vez con Moisés para dedicarse a Roma. Un judío que se declara romano e insiste en que es Roma quien le ha de juzgar es un judío que reniega de su nación. Es, como señala Maurice de la Chàtre, una apostasía política y religiosa. Una doble apostasía que enlaza perfectamente con el pasaje que nos llamó la atención en Gálatas (1,13): «cuando yo estaba en el judaísmo».
El asunto tiene un segundo objetivo que veremos inmediatamente. Después de idas y venidas, prisiones, naufragios y aventuras, Pablo llegó a Roma y allí, tras justificarse con los judíos para decirles que si apeló al César fue por culpa de los judíos de Jerusalén, quedó en libertad para predicar y hacer lo que le viniera en gana. Quedó bajo la protección de Roma a salvo de los tribunales judíos, para poder organizar lo que tenía que organizar, que era una secta mixta judía y gentil.
En el año 62 le perdemos la pista porque, siguiendo la cronología derivada de las Epístolas y de Hechos, Pablo murió ese año.
Pero los textos cristianos insisten en prolongar su vida al menos hasta el año 64, para hacerle coincidir en Roma con San Pedro y dar lugar a que ambos murieran en la persecución de Nerón de ese mismo año. Eso es lo que cuenta Hechos, pero existen dudas más que razonables de su verosimilitud. En primer lugar, porque Pedro nunca estuvo en Roma. En segundo lugar, porque no hubo persecución de Nerón contra los cristianos sino contra los judíos. En tercer lugar, porque no hubo cristianos en Roma hasta el siglo II.
Los primeros símbolos cristianos hallados en Roma datan del siglo II y se hallaron en las catacumbas de Lucina y ya dijimos que el primer testimonio romano sobre la existencia de cristianos es el de Plinio el Joven, en el siglo II.
La epístola a los romanos, por tanto, no tiene objeto. ¿A qué cristianos romanos escribió Pablo antes de ir a Roma a convertirlos? La doctrina oficial de la Iglesia dice que Pedro fue a Roma y que allí murió durante la persecución de Nerón, pero eso es algo que se debatió durante mucho tiempo entre las iglesias de Oriente y Occidente sin que ninguna llegase a convencer a la otra.
¿ESTUVO SAN PEDRO EN ROMA?

No hay pruebas en contra ni tampoco a favor de la presencia de Pedro en Roma, excluyendo los escritos cristianos. Eusebio de Cesárea, el primer historiador eclesiástico, trató de demostrar la estancia de Pedro en Roma con una referencia a Filón de Alejandría: «Se dice que Filón fue a Roma en tiempos de Claudio para encontrarse con Pedro, que entonces se hallaba predicando a los habitantes de aquella ciudad». Pero ya dijimos que Filón, que mucho escribió, describió y explicó, no mencionó la existencia de Pedro ni de Pablo ni de los cristianos en lugar alguno.
La insistencia de la Iglesia en que Pedro muriera en Roma tiene un claro motivo. El cristianismo, la nueva religión, nació en Oriente y en Oriente surgieron las comunidades a las que se dirigen el Apocalipsis y las Epístolas. La estancia de Pedro en Roma sirvió para argumentar ante todas las iglesias la supremacía de la cátedra romana, fundada por el Primer Apóstol en persona, cosa que no se consiguió hasta el siglo XI, porque los demás obispos pusieron en duda la base de semejante pretensión.
Las iglesias orientales se opusieron desde el principio a la romana por cuestiones culturales, tradicionales, teológicas y litúrgicas. La pugna culminó con el Cisma de Oriente, en el siglo XI, ya que los cristianos orientales nunca aceptaron someterse al obispo de Roma.
Lo mismo había sucedido anteriormente con los demás obispos que se opusieron al obispo romano, no por cuestiones culturales, dogmáticas o litúrgicas, sino por querellas de poder. Para terminar de una vez con las luchas y los actos violentos entre los partidarios de unos y de otros, el emperador Valentiniano publicó un edicto imperial en el año 369, conminando a todos los obispos a someterse al juicio del papa romano, que entonces era Dámaso I, en todas las cuestiones religiosas. Aquello introdujo en el derecho romano la jurisdicción del obispo de Roma, pero no tuvo efecto hasta el año 378, en que, ya muerto Valentiniano, el emperador Graciano, su sucesor, accedió a las demandas del papa Dámaso y puso en vigor el decreto de 369 por el que reconocía la supremacía del obispo de Roma sobre los demás obispos. La carta por la que el papa Dámaso reclamaba la autoridad concedida por el decreto anterior aludía a la presencia de San Pedro en Roma y a la obediencia que los cristianos debían a la sede apostólica. Siendo Pedro el apóstol de mayor rango, el obispo que ocupase su sitio debería ser también superior a los otros.
Roma no fue la única ciudad que se atribuyó la visita de los apóstoles. La competición que se entabló por la importancia del fundador de una u otra Iglesia terminó por poner de moda el paso de algún apóstol por distintos países, porque Bizancio también se adjudicó la presencia de San Andrés, asegurando que había predicado en aquellas tierras. En España se empezó a hablar un buen día de la visita de Santiago, vivo o muerto, pero presente en las batallas contra los moros. También se habló de la predicación de San Bartolomé. Para no ser menos, el mismo Iván el Terrible aseguró que el pueblo ruso había recibido también el evangelio de boca de San Andrés, cuando pasó por Kiev camino de Roma.
Como vemos, a la hora de arrogarse la predicación o la visita de un apóstol, la gente no se detuvo ante nada. El error geográfico de Iván el Terrible no es menor que el de los que creyeron haber localizado la tumba de Santiago en Galicia. Según Hechos (12,2), Santiago murió en Jerusalén a manos del rey Herodes. No tuvo tiempo de ir a España ni consta en texto alguno, religioso ni laico, que predicase en España. Pero eso no arredró al piadoso arzobispo de Iria que reconoció los restos humanos localizados en el Campo de la Estrella (Compostela) como reliquias de Santiago. Santiago había venido a España a predicar y, al volver a Palestina, murió a manos de Herodes. Otros aseguran que, aunque no pudo venir a predicar, sus discípulos trajeron su cuerpo después de muerto para enterrarle en España, cumpliendo la voluntad del santo. Suponemos lo que sería un viaje de tal magnitud, en aquellos tiempos, con un cadáver a bordo.
Fernando Conde Torrens señala el hecho de que Pablo pudo escribir la epístola a los romanos mucho antes de ir a Roma, con la intención de tenerla lista cuando por fin realizase el viaje. De hecho, el capítulo 15 termina con un epílogo y una despedida: «El Dios de la paz sea con todos vosotros. Amén». Pero luego viene un capítulo 16 completo en el que se cita a un buen número de personas. Es lógico pensar que ese nuevo capítulo se añadiera tiempo después, con saludos y recuerdos para gentes que eran desconocidas hasta el capítulo 15.
Y ya solo queda insistir en el silencio histórico, porque no solamente Filón de Alejandría no mencionó a Pedro ni a Pablo ni a cristiano alguno, sino que el mismo Flavio Josefo habló del falso profeta egipcio con el que el tribuno confundió a Pablo y, sin embargo, no mencionó a Pablo en absoluto. Por tanto, todo el escándalo que según Hechos se organizó en Jerusalén con su detención, su presencia ante el Sanedrín, el enfrentamiento entre fariseos y saduceos por su causa y su apelación a Roma no tienen soporte histórico alguno. Es, sin duda, una forma de justificar la marcha de Pablo a Roma, la creación de una comunidad cristiana en Roma junto con Pedro y su muerte conjunta a manos de Nerón.
Por otro lado, si hubiera realmente existido un juicio romano, no cabe duda de que hubiera aparecido alguna referencia. Sabemos que los romanos lo documentaban todo.

SÍ, PERO ¿QUIÉN FUE PABLO DE TARSO?

Los Hechos de los Apóstoles es una obra de justificación. No hay duda. Cuenta lo que había que contar para que las cosas quedaran como tenían que quedar, es decir, para que Pablo quedara como un héroe que levanta la imagen de Cristo resucitado contra viento y marea por encima de las insidias de los enemigos y para que los judíos quedaran precisamente como los enemigos, los enemigos no solamente del cristianismo, sino los enemigos de Cristo.
Los judíos han sido siempre los grandes enemigos del cristianismo. No tenemos más que leer alguno de los escritos que contra ellos han urdido los padres de la Iglesia, para hacer creer al mundo que fueron los asesinos de Cristo. Y no solo eso, sino para hacer creer al mundo que los judíos se convertirán algún día al cristianismo, lo cual pretende demostrar que son ellos los equivocados y los perversos, pues habiendo tenido tan cerca la Verdad, no han querido verla.
Por otro lado, hemos visto como las Epístolas entran a veces en contradicción con Hechos y prácticamente siempre con los Evangelios. No es fácil deducir de ellas cuál fue la verdadera ideología de Pablo de Tarso.
En sus viajes, Pablo va y viene, vuelve a andar y a desandar lo andado, para probar en un sitio y en otro a hablar de su tema monográfico: Cristo crucificado y Cristo resucitado. Sale del paso cuando se enfrenta a una situación crítica ya sea de peligro físico, de debate ideológico o de doctrina. Si tiene que enfrentarse a los romanos, les dice muy alto y muy claro que es conciudadano suyo y que, como tal, exige sus derechos. A los judíos les hace saber que es judío, hijo de judíos de la tribu de Benjamín, hermano de José.
A los fariseos les deja claro que no solamente es fariseo, sino discípulo de Gamaliel. Para cada uno tiene una respuesta, porque es todo y es de todo, lo que le ayuda a sembrar la discordia entre los contrarios para salir con bien de las situaciones complicadas y llevarse a su terreno a los semejantes, como consiguió poner de su parte a los fariseos del Sanedrín y obtuvo escolta de los romanos.
Y todo esto no parecen ser conjeturas, sino que el mismo Pablo lo declara en su primera epístola a los corintios (9,19), diciendo «con los judíos me hice como judío, con los que están sin ley me hice como sin ley...».
Así, pues, después de leer los Hechos de los Apóstoles e incluso las Epístolas, seguimos sin saber con claridad quién fue Pablo de Tarso, de dónde procedió su doctrina y qué motivos le llevaron a proclamarla contra viento y marea y a predicarla aun poniendo su vida en peligro.

PABLO, EL GNÓSTICO

Sabemos que fue Marción, un gnóstico, quien llevó a Roma las cartas de Pablo de Tarso, diciendo que era su maestro. ¿Acaso fue gnóstico Pablo de Tarso? Si lo fue, la Iglesia ha intentado borrar la huella de la gnosis de su doctrina, porque el gnosticismo cristiano fue declarado herético en el siglo II. Extirpó la huella del gnosticismo de su doctrina, pero no extirpó la huella de Pablo aunque pudiera haber sido un hereje ¿por qué? La Iglesia ha
barrido todos los documentos heréticos que ha podido, ha ordenado destruirlos y ha tratado en lo posible de borrar la memoria de los herejes. Si Pablo de Tarso fue gnóstico, ¿por qué no se le ha eliminado de la lista de autores cristianos? Probablemente por la razón que señalamos anteriormente. Pablo es, como hemos dicho, la primera figura documentable del cristianismo. Fue coetáneo de Jesús de Nazaret y vivió en Jerusalén en su tiempo, aunque no le conoció ni le vio más que en éxtasis, pero habló de él sobradamente, aunque a su manera. Es un testimonio de primera mano que la Iglesia no pudo dejar a un lado, la primera fuente histórica disponible que se podía utilizar. Otros contemporáneos de Jesús como Flavio Josefo, Filón o Justo de Tiberíades, no fueron cristianos y no le mencionaron [18] , mientras que Pablo no solamente le mencionó, sino que fue el verdadero creador del cristianismo.
La gnosis fue no solamente una herejía, sino, como apunta el historiador eclesiástico Joseph Lortz, el mayor peligro al que se enfrentó la Iglesia cristiana gentil recién nacida, porque el gnosticismo cristiano realizó una mezcolanza de ideas religiosas e interpretaciones, como hemos podido comprobar en el capítulo III, en el epígrafe dedicado a esta teoría y a los llamados evangelios gnósticos.
En la gnosis, que es el gnosticismo cristiano, el Conocimiento, con mayúscula, es conocimiento religioso y precisamente ahí está la herejía, en arrogarse un conocimiento teológico que no sanciona la Iglesia titular. Además, según esta herejía, el conocimiento religioso no es accesible a todos los cristianos, sino solamente a unos cuantos, los iniciados, y eso no reza con la doctrina del cristianismo que debe ser accesible, y aceptable y fácil de asumir por todos los cristianos.
Por eso, los evangelios gnósticos hablan de enseñanzas secretas, de caminos escondidos y de conocimientos misteriosos y, por si fuera poco, insisten en que esos conocimientos secretos y misteriosos significan por sí mismos la redención. Joseph Lortz señala que el éxito de la gnosis, de la gnosis herética, se debe, entre otros factores, a su indudable contenido religioso que resulta muy atrayente para la fantasía humana. Una prueba de ello es el éxito que actualmente obtiene toda la literatura relacionada con los evangelios gnósticos de María Magdalena, Judas, Tomás o Felipe.
Sin embargo, en el principio, los gnósticos cristianos no fueron disidentes, sino una secta cristiana, porque la Iglesia de aquellos primeros tiempos aceptó su doctrina hasta que decidió que era herética y ordenó destruir todos sus documentos. Por eso, los libros de Nag Hammadi se encontraron al cabo de los siglos escondidos en tinajas selladas.
Timothy Freke señala que los sabios gnósticos de principios del siglo II llamaron a San Pablo «el Gran Apóstol». El más importante de los discípulos de Pablo fue un gran maestro gnóstico que hemos mencionado anteriormente, Marción, al que debemos el hallazgo de las cartas paulinas. Otro de ellos, Valentín, explicó que Pablo inició a los pocos elegidos en los misterios más profundos del cristianismo y que estos misterios revelaron una doctrina secreta de Dios. Valentín y Teudas son dos de esos iniciados.
Clemente de Alejandría dijo que Teudas había recibido enseñanzas secretas de Pablo, que solamente los elegidos podían conocer.
Si esto fue realmente así, no cabe la menor duda de que Pablo de Tarso fue no solamente un gnóstico, sino un hereje. Al menos, un hereje según la doctrina oficial de la Iglesia, que solamente se concretó en el siglo IV, en el primer concilio de Nicea.
VALENTÍN

Salomón Valentín fue un gnóstico de origen egipcio que vivió en el siglo II y al que se atribuyen algunos de los evangelios gnósticos, como el de la Pistis Sofía o el Evangelio de la Verdad. Valentín estudió filosofía en Alejandría. Vivió en Roma entre 136 y 160 y allí difundió su doctrina gnóstica cristiana.
Su doctrina habla de un demiurgo creador, intermedio entre Dios y el hombre, y dice que la salvación se basa en conocimientos secretos y misteriosos. Apareció plasmada en documentos encontrados en 1946 en Egipto, pero se conocía anteriormente por los textos con los que Tertuliano y San Ireneo de Lyon la refutaron.
Una de las características que diferenciaron el cristianismo de las demás religiones mistéricas de la época fue precisamente su universalidad o, como hemos dicho, su accesibilidad a todo el mundo, una característica, por cierto, probablemente aprendida de los epicúreos.
Sin embargo, el gnosticismo era todo lo contrario, puesto que seguía las pautas de otros filósofos griegos de la época, que consideraban dos tipos de personas en el mundo: las que podían alcanzar el conocimiento y las que no, es decir, los iniciados y los no iniciados. Recordemos las palabras de Sófocles y Píndaro citadas anteriormente acerca de los misterios. De alguna manera, parece como si las otras religiones dividieran el mundo en dos, los que debían creer en los dioses, en los dioses representados por estatuas, y los que podían conocer la Verdad con mayúscula, los iniciados en los sagrados misterios. Algo similar a una doctrina pública para todos y otra privada para los elegidos.
En esto precisamente radicó el éxito de la gnosis entre los filósofos e intelectuales que se convirtieron al cristianismo en los primeros tiempos. Para ellos, su religión no se podía poner al nivel de «cualquiera», sino que debía mantener un nivel exclusivo para su clase.
Para terminar de complicar las cosas, la gnosis herética proclama que la redención consistió en la transmisión de una sabiduría hasta entonces vedada a los hombres mientras que la doctrina cristiana considera la redención como la liberación de la traba que el pecado original suponía para el acceso a la salvación.
La gnosis basa, pues, la salvación en el conocimiento, mientras que el cristianismo la basa en la fe.
Sin embargo, la Iglesia no rechazó de repente y absolutamente la gnosis, porque todavía hubo algunos autores que admitieron sus bondades, como Clemente de Alejandría (150-215) y Orígenes (185-253), que aceptan la filosofía como un instrumento para profundizar en la fe situando, naturalmente, a la fe por encima de la filosofía.
Volviendo a la posibilidad de que Pablo de Tarso fuera gnóstico como apunta Timothy Freke, veamos los testimonios que aporta este autor para apoyar su teoría. Hay una colección de documentos paulinos autenticados que son los más antiguos que se conocen y que proceden de Alejandría. Un conjunto de epístolas que citan los gnósticos seguidores de Valentín y que fueron dirigidas a siete comunidades cristianas de Asia Menor situadas precisamente en siete centros gnósticos importantes en el siglo II.
Entre los numerosos textos que aparecieron en la biblioteca copta de Nag Hammadi hay algunos que se refieren a Pablo de Tarso, como el Apocalipsis de Pablo, la Oración del Apóstol San Pablo o la Ascensión de Pablo. También hay algunas epístolas apócrifas y, para que no falte de nada, cartas cruzadas entre San Pablo y el filósofo romano Séneca.
La Ascensión de Pablo menciona palabras «inefables» que no se deben pronunciar, palabras que Pablo escuchó durante su ascensión al tercer cielo.
¿Qué tercer cielo? ¿De qué tercer cielo habla este documento? Por supuesto, de un tercer cielo gnóstico, ya que esta filosofía menciona la existencia de siete cielos vinculados a los siete planetas, los mismos que señalaron los sumerios.
En la segunda epístola a los corintios (capítulo 12), Pablo explica que fue arrebatado, no sabe si en cuerpo o en espíritu, al tercer cielo y allí escuchó palabras inefables que no es lícito pronunciar. Pero el Apocalipsis de Pablo va mucho más allá, porque no se limita al tercer cielo, sino que asciende hasta el décimo y a la 24 ogdóada [19] .
Séneca
La literatura apócrifa gnóstica es verdaderamente florida. Incluye relatos que son auténticas novelas de aventuras o de amor, doctrinas de verdaderos maestros de sabiduría y textos tan ingenuamente falsos como una supuesta correspondencia entre Jesús de Nazaret y el rey de Edesa o entre Pablo de Tarso y Séneca.
Si leemos la primera epístola a los corintios (2,7) podemos ver que Pablo habla de la sabiduría misteriosa de Dios, «que estaba oculta» algo que tiene sabor decididamente gnóstico, igual que la necesidad de elevarse sobre lo humano para alcanzar el conocimiento, pero no cualquier conocimiento, sino el conocimiento cristiano. Y eso es algo que no pueden alcanzar los hombres «humanos» mientras no se conviertan en hombres «espirituales».
Ya hemos dicho que Pablo no menciona en sus escritos al Jesús hombre de los Evangelios ni hace alusión a su vida terrena, sino que afirma que Cristo (no Jesús, sino Cristo) está en nosotros y que vino «en una carne semejante» (Romanos 8,3), que no es lo mismo que encarnarse en carne de verdad, como la nuestra. En Filipenses (2,6-7) lo describe con todo lujo de detalles: «El cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo tomando condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose en el porte exterior como hombre...».
En Colosenses (1, 27-28) desvela el gran secreto, el misterio escondido desde siglos y generaciones. ¿Y cuál es ese recóndito misterio que Dios ha querido finalmente manifestar a su pueblo santo? No es que haya enviado a su hijo a redimir a la Humanidad ni que el Verbo se haya hecho carne, ni ninguno de los misterios de la doctrina cristiana, sino un secreto con fuerte olor gnóstico: «Cristo entre vosotros» El principio gnóstico de que la única alma del universo está en nuestro interior, es decir, en el interior de cada uno de nosotros, porque todos formamos parte de un mismo cuerpo. Esto se confirma en Efesios (4,25) cuando dice que: «somos miembros los unos de los otros». Y, para abundar, también en Efesios (3,3) podemos leer que «el conocimiento del misterio le fue comunicado por una revelación».
Otro autor, José Antonio Solís, señala a Pablo de Tarso como apóstol de la resurrección, un concepto que está presente en toda su obra y en todo momento de su vida que, incluso, es motivo de persecución y que él alega, como vimos, ante el procurador de Roma. Pero la resurrección de la que Pablo habla no es la resurrección de Jesús, del que hablan los Evangelios, ni la resurrección de los muertos que señala la doctrina de la Iglesia, sino de un hecho místico que ya ha sucedido.
La resurrección es, en la doctrina de la Iglesia, una promesa, un futuro prometedor para los creyentes, algo que ha de suceder al final de los tiempos. Sin embargo, la resurrección que Pablo predica es otra cosa, es una experiencia espiritual que no solamente puede suceder en cualquier momento, sino que, incluso, para algunos, ya ha sucedido. En Colosenses (3) leemos «si habéis sido resucitados juntamente con Cristo... y si habéis muerto y vuestra vida está oculta, juntamente con Cristo, en Dios». En 2Corintios (6,2) leemos «ahora es el día de salvación».
Esta resurrección mística es precisamente el concepto de resurrección de la gnosis cristiana. Como gnóstico es el rechazo de la materia que leemos en Romanos (8), «quienes vivan en lo de la carne no pueden agradar a Dios».
Por el contrario, otro autor, Juan Bergua, afirma que el lenguaje que utiliza Pablo en sus Epístolas es confuso, oscuro y poco menos que ininteligible. Eso podría también confirmar ciertas expresiones de Pablo dirigidas a quienes fueran capaces de entenderle, a quienes pudieran realizar la doble lectura de sus misivas, a los iniciados, a los que habían conseguido profundizar en los misterios de Cristo. Por eso se decepciona a veces cuando se da cuenta de que sus discípulos todavía se encuentran en una primera fase, en la fase inicial de «humanos» como leemos en Corintios (3,1). Es una etapa en la que los cristianos se limitan a los llamados «misterios exteriores» los rituales como el arrepentimiento o el bautismo, hasta que logren alcanzar la espiritualidad y capten los «misterios interiores».
Frente a todo esto, encontramos las epístolas llamadas «pastorales» dirigidas a Timoteo y a Tito y que, según varios autores como Freke, no fueron redactadas por Pablo de Tarso, sino que le han sido atribuidas posteriormente para demostrar que no solamente no era gnóstico, sino que se opuso al gnosticismo y previno a sus discípulos en contra de los falsos doctores que enseñan «doctrinas extrañas» (Timoteo 3). Estas cartas no constan entre las que Marción entregó a la Iglesia romana. Tampoco se encuentran en la citada colección de Alejandría ni las menciona Eusebio de Cesárea.
Además, en esas cartas, Pablo de Tarso instruye a sus discípulos en la liturgia y establece una organización de la curia, pues habla de diáconos, obispos y de Iglesia, algo muy alejado de sus enseñanzas en las restantes epístolas, que desdeñan las formas para dedicarse al fondo, puesto que los verdaderos cristianos «se vuelven como Cristo» Otro de los documentos que pretende demostrar que Pablo combatió el gnosticismo es el que ya hemos comentado anteriormente, Hechos de los apóstoles.
De acuerdo con su misión de reconducir el discurso hacia la ortodoxia, la segunda parte de Hechos intenta mantener la figura de Pablo fuera de la herejía, es decir, sacarle de la esfera de la gnosis. Podemos leer, por tanto, que la comunidad apostólica le aceptó plenamente y que advirtió a los efesios que detrás de él vendrían lobos crueles disfrazados de ovejas a perjudicar al rebaño (Hechos 20,29). También dice que fue a Jerusalén en calidad de delegado de la Iglesia de Antioquia y colega de Bernabé (Hechos, 11,25 y 12,25).
Sin embargo, las Epístolas dicen cosas muy diferentes. Ya hemos visto que en ellas se pueden apreciar señales gnósticas, pero es que además leemos en Gálatas (2,2) que a lo que Pablo fue a Jerusalén fue a predicar la palabra de Dios entre los gentiles (algo prohibido expresamente en los Evangelios) y, además, guiado por una revelación. Eso sí, ambos escritos coinciden en que llevó consigo a Bernabé.

PABLO, EL ESENIO

Enoc fue, ni más ni menos, el padre de Matusalén y entre su descendencia se cuenta a Noé. Pero el libro que lleva su nombre no aparece entre los canónicos judíos de la Biblia y, de hecho, hasta finales del siglo XVIII no se localizó. Fue un viajero inglés, un tal Bruce, quien encontró tres volúmenes en Abisinia y los trajo a Inglaterra, donde se publicó en 1821.
No es extraño que este documento apareciera en Abisinia. Abisinia es la antigua Etiopía y los antiguos llamaron Etiopía a la región situada al norte de Sudán que entonces se llamó Nubia, donde hubo numerosos judíos que acudían a Jerusalén al Templo, porque los judíos no tuvieron varios templos, sino uno solo, el Templo con mayúscula, el de Salomón.
No se conoce exactamente la fecha de la redacción de esta obra, puesto que se escribieron varios libros entre los años 200 antes de nuestra Era y 50 de nuestra Era, todos ellos pretendidamente salidos de la pluma de Enoc, describiendo no solamente el pasado, sino el futuro, ya que este patriarca no murió, sino que Dios le arrebató de la tierra igual que hizo con Elías y se supuso que, desde tan privilegiada situación, debía de ver no solamente lo sucedido sino lo que estaba por suceder. Sea de cuando sea, lo que importa es que el Libro de Enoc se sitúa en primera línea en cuanto a su empleo en la comunidad esenia de Qumram. Era, pues, uno de los más leídos y creídos.
Fernando Conde Torrens ha estudiado los textos paulinos y los ha comparado con el contenido del Libro de Enoc para llegar a la conclusión de que Pablo de Tarso utilizó esos textos como modelo del que extrajo su doctrina, su ideología y, además, su vocabulario. Y señala este autor que Pablo entró como novicio en la comunidad esenia de Qumram después de conocer, de boca de los apóstoles, la doctrina de Jesús de Nazaret, un maestro que alcanzó el Conocimiento en aquella comunidad, que predicó sin atenerse con precisión a las normas establecidas, asegurando que todos llevamos dentro una lámpara y tenemos un ojo interior para ver la Luz y que murió a manos de los sacerdotes, con un procurador romano de por medio.
Pasó el tiempo y un buen día, Pablo partió de Qumram camino de Jerusalén, llevando consigo a Lucas, su discípulo y su escriba, y llevando bajo el brazo el libro predilecto de la comunidad, del que extrajo una buena parte de su filosofía, el Libro de Enoc.
Y de la misma forma que Jesús el esenio predicó una doctrina propia, sin limitarse a las normas establecidas, Pablo el esenio predicó una doctrina que contradecía en gran manera la del Maestro y eso le enfrentó a los apóstoles.
Sin embargo, si Pablo fue esenio, hay un ritual importante que se echa de menos en su doctrina y es la purificación por el agua que ellos practicaban de forma consistente. Pablo no solamente no habló de purificación por agua sino que ni siquiera bautizó a sus seguidores. Ya hemos comentado que en la epístola a los corintios señaló que Cristo no le envió a bautizar, sino a evangelizar y dio gracias a Dios de no haber bautizado más que a unos pocos. Para él, el bautismo verdadero no era el del agua, sino el del espíritu que es un soplo divino y la revelación del misterio de la cruz.
Esenia fue, según diversos autores, la comunidad de Damasco, la primera en la que Pablo predicó después de su conversión y a la que se adhirió. Ya dijimos que la Regla de la comunidad esenia de Qumram se llamaba también Documento de Damasco. Parece que la comunidad esenia de Damasco era más avanzada que la de Qumram y eso determinó algunas de las diferencias doctrinales entre Pablo y los demás apóstoles.
En él aparecen el fuego como castigo eterno para los impíos, el contraste entre la luz y las tinieblas y, sobre todo, los temores y temblores de que habla Pablo y que podemos leer en 1Corintios (2,3), 2Corintios (7,15) y Filipenses (2,12). Por otro lado, las torturas infernales fueron un tema muy utilizado por los griegos que los judíos pudieron conocer en la época de dominación seleúcida y que, por tanto, es lógico que prendieran en los judíos helenizados como Pablo. Los griegos han narrado los espantos infernales que Tántalo, Sísifo y otros padecieron en el Hades, mientras que en Judea, los judíos helenizados hablaban del fuego eterno.
Dice este autor que fue precisamente Pablo quien «retocó» los textos que contienen la doctrina sabia del Maestro de Sabiduría, que ni hizo milagros ni dijo ser Dios ni ser el Mesías ni amenazó con el infierno ni habló de Apocalipsis. Estos son temas que Pablo de Tarso agregó de su cosecha y, además del Libro de Enoc, apocalíptico desde el principio hasta el final, un compendio de profecías, de visiones y de experiencias místicas escatológicas que van más allá de la simple visión de coros angélicos y escenas sobrenaturales.

PABLO Y TECLA

Si por cuatro evangelios canónicos hay cientos de evangelios apócrifos, por diez epístolas paulinas no cabe duda de que debería haber al menos varias docenas de escritos apócrifos dedicados a Pablo de Tarso.
Además de los apócrifos gnósticos de Nag Hammadi, sabemos por comentarios de Tertuliano que, a finales del siglo II, circulaba por las comunidades cristianas un documento llamado Hechos de Pablo y Tecla. Naturalmente, los comentarios que Tertuliano incluyó en su obra De Bautismo denunciaban tal escrito como apócrifo y falso.
Este documento apareció como parte de un papiro escrito en lengua copta, compuesto por dos mil fragmentos que fueron publicados en Leipzig en 1891. Son los llamados Hechos Apócrifos de los Apóstoles, redactados a finales del siglo II. Entre ellos se encuentra la historia que se refiere a Pablo y a Tecla. Los escritos coptos nos recuerdan los evangelios gnósticos, uno de los cuales cuenta una novela de amor y aventuras entre Jesús de Nazaret y María Magdalena. El que ahora nos ocupa, narra algo similar entre Pablo y Tecla. Algo que la Iglesia ha considerado no solamente apócrifo sino herético porque sitúa a Tecla en un lugar sumamente relevante, como sacerdotisa que bautiza y enseña, posee sabiduría y discreción y que, a diferencia de María Magdalena, simboliza la castidad en su expresión más elevada.
En el siglo V, un monje de Seleucia escribió la Vida de Santa Tecla, parece ser que como ampliación del escrito que circulaba desde casi tres siglos atrás. Tecla de Iconio (una ciudad de Asia Menor) fue una joven griega de familia noble que recibió un fuerte impacto místico al escuchar predicar en su ciudad a Pablo de Tarso.
Tecla, que estaba prometida y a punto de casarse, se asomó un día a la ventana de su casa y escuchó las palabras que el apóstol de los gentiles dedicaba a los oyentes alojados en casa de un vecino, un tal Onesíforo. Y fue tal la impresión recibida, que la joven entró en éxtasis y permaneció tres días maravillada, sin comer ni beber y sin querer separarse de aquella ventana, hasta que finalmente se separó, pero fue para partir tras los pasos de Pablo, para continuar escuchando su palabra sin importarle ninguna otra cosa. «Te seguiré por donde vayas», parece que declaró al predicador.
Celoso, el novio de Tecla, Támiris llegó a denunciar a Pablo ante el procónsul, alegando que la apología que hacía de la castidad y de la entrega a Cristo atacaban firmemente la base de la familia. Naturalmente, el procónsul le hizo azotar y expulsar de la ciudad. En cuanto a Tecla, su novio y su familia quisieron obligarla a casarse, pero ella había ya hecho voto de castidad perpetua y se negó.
Furioso, Támiris pidió al procónsul que, puesto que ya la había perdido, el resto del mundo la perdiera también. La condenaron a la hoguera, pero el cielo envió una tromba de agua que impidió al verdugo prender el fuego.
Aprovechando el desconcierto, Tecla huyó y se reunió con Pablo y con su vecino Onesíforo. Para evitar que la reconocieran se cortó los cabellos y se vistió como un chico, decidida a seguir hasta la muerte a su nuevo maestro.
Muchas fueron las ocasiones en las que Tecla se vio abocada al martirio, pero siempre hubo un oportuno milagro que la libró para que pudiera continuar su vida de oración, de castidad y de predicación, porque fue la primera mujer que fundó una catequesis en Antioquia. También predicó en Seleucia, donde convirtió y bautizó a numerosas personas. Previamente, ella se había bautizado a sí misma, porque cuando pidió a Pablo que la bautizara, él repuso: «Tecla, persevera y alcanzarás el bautismo».
Y cuando Dios dispuso que ya había finalizado su tiempo en la tierra, quiso también librarla del ángel de la muerte. En vez de morir, Tecla, simplemente, se hundió un día en una brecha que se abrió bajo sus pies y despareció para siempre.
Es de notar que el autor no se atrevió con la asunción, la ascensión o el arrebato de la santa hacia los cielos, sino que la envió a morir al submundo, bajo tierra. Claro es que también hubo un autor, naturalmente occidental, que continuó la historia narrando que la santa se desplazó bajo tierra para llegar hasta Roma y allí quiso ser enterrada cerca de su maestro.
Santa Tecla
Tecla de Iconio fue una figura importante en la hagiografía oriental del siglo II. Hay textos coptos apócrifos que la relacionan con Pablo de Tarso y le confieren un elevado rango de santidad, sabiduría y jerarquía en la Iglesia cristiana incipiente.
Si Pablo de Tarso no fue gnóstico, ¿acaso fue esenio? ¿Fue él quien vivió algunos años con la comunidad de Qumram y quien aprendió todo lo que la doctrina cristiana ha recibido de los esenios? Según algunos autores, la respuesta podría encontrarse en un libro también apócrifo pero no cristiano, sino judío, el Libro de Enoc.

LAS MUJERES CALLEN EN LAS ASAMBLEAS

«¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿No tenemos derecho a comer y beber? ¿Es que no tenemos derecho a llevar con nosotros a una hermana en la fe, a una mujer, como hacen los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas?» Esta reclamación de derechos, contenida en 1 Corintios (9,1) pudo desatar toda la literatura apócrifa de Egipto y dar lugar a la leyenda de Tecla de Iconio. Habla de una mujer, pero no dice su nombre. El de Onesíforo sí aparece en 2 Timoteo (4,10). Y también aparece la ciudad de Iconio, en Galacia, Asia Menor.
La política que la Iglesia Católica viene manteniendo en contra de las mujeres llevó probablemente a manipular algunas de las epístolas para poner en boca de Pablo de Tarso frases como la que encabeza este epígrafe. En la primera epístola a los Corintios, entre otras pastorales, aparece descrito el papel de la mujer en los actos de culto: «Las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar, sino que se muestren sumisas, como manda la Ley». Y en la carta a Timoteo de Listra, podemos leer: «No permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que debe permanecer en silencio».
Las Constituciones Apostólicas, el citado manual litúrgico del siglo II, dedica un capítulo a señalar la disposición de los asistentes a la asamblea, nombre que entonces se daba a la reunión de los cristianos, y en él especifica que las mujeres han de estar separadas de los hombres y en silencio.
Sin embargo, las Epístolas hablan de mujeres que parecen tener cierta relevancia en aquellas primeras comunidades cristianas. Eran mujeres que tenían a su cargo «casas del Señor», lugares de reunión gentiles, fuera de las sinagogas judías, mujeres que, según dicen algunos estudiosos, ostentaban cargos eclesiásticos como diaconisas, presbíteras o incluso epíscopas. Entre otras, Tábita, Prisca, Evodia, Síntica o Febe. En Romanos (16,7), Pablo recomienda a Febe como diaconisa de Cencrea.
Entre los gnósticos, ya hemos visto la preponderancia de las mujeres, no solamente la de María Magdalena a la que consideraron la apóstol predilecta, sino que hablan de doce apóstoles y siete discípulas. Claro es que aquí volvemos a tropezar con la magia, con los números doce y siete, y eso siempre hace dudar de la verosimilitud de las historias, pero no cabe duda que al menos se desprende la idea de la importancia de las mujeres en el terreno religioso.
Pero la Iglesia confeccionó su normativa en el siglo IV y después se siguieron añadiendo y eliminando reglas, con lo cual desaparecieron dos valores importantes: el matrimonio de los clérigos y la participación de las mujeres. Los padres de la Iglesia de los siglos II a V tuvieron grandes dificultades para enfrentarse a la figura femenina, que hacía sin duda vacilar sus propósitos sobrehumanos de mantenerse castos de pensamiento, palabra y obra. De hecho, entre los escritos de aquellos castos varones encontramos conclusiones tan sorprendentes como que el pecado original de Adán y Eva no fue comer del fruto prohibido, sino hacer uso del matrimonio antes de tiempo. Y no cabe duda de que aquellos santos, que tanto lucharon por alejar de su mente la tentación de la imagen femenina, ampliaron su rechazo a la mujer hasta encontrar solamente un modelo femenino tan inhumano como imposible: el de la virgen madre.

LA ENFERMEDAD SAGRADA

La enfermedad que más nombres ha recibido a lo largo de la historia es la epilepsia. Desde los tiempos más remotos, los médicos se han interesado por un mal que es más frecuente de lo que se cree, porque sus manifestaciones no siempre son espectacularescomo el grand mal que estamos acostumbrados a ver incluso en las películas, sino que también se da el petit mal, en forma de ausencias, de pequeñísimas pérdidas de conciencia de las que solamente se da cuenta el enfermo.
Antes de que Hipócrates desmitificara este tipo de enfermedades, la epilepsia se creía un fenómeno sobrenatural enviado por los dioses, que solamente se podía paliar con ofrendas y sacrificios. Por ello se llamó enfermedad lunar, enfermedad demoníaca o, más frecuentemente, enfermedad sagrada. También se consideró una enfermedad contagiosa; para prevenir el contagio se recomendaba escupir al suelo al encontrarse con una persona que la padeciera. Y, para diagnosticarla se aconsejaba dar a oler cuerno de cabra al sospechoso de estar enfermo; si tras olerlo se producía una crisis, quedaba diagnosticado de epilepsia. Este método se debió a creer que la cabra generaba ataques epilépticos en los individuos propensos.
A lo largo de la historia, numerosos personajes han sufrido crisis epilépticas sin que ello haya supuesto menoscabo alguno para su inteligencia, su vigor y su productividad, incluso se ha asociado en muchas ocasiones al genio. Es el caso de Julio César, de Napoleón, de Alejandro Magno, de Dostoievski y, según numerosos autores, de Pablo de Tarso. El Museo Alemán de la Epilepsia de Kork señala que uno de los nombres de la epilepsia en la antigua Irlanda fue Saint Paul's disease (enfermedad de San Pablo).
Quien haya contemplado una crisis epiléptica, habrá podido comprobar que, en numerosas ocasiones, el mismo enfermo se introduce en la boca un objeto para evitar morderse la lengua.
Esto se debe a que la epilepsia «avisa», es decir, la crisis es precedida por un fenómeno llamado aura epiléptica que consiste en un olor, una luz, un sonido, una alucinación, un dolor, una sensación de extrañeza o cualquier otro fenómeno sensorial que el enfermo identifica con la inminencia de la crisis y ello le permite ponerse a salvo de mordeduras y caídas.
En la crisis convulsiva de grand mal, después del mencionado fenómeno que constituye el aura, el enfermo emite general mente un grito inarticulado y se desploma sin conocimiento, permaneciendo rígido durante unos segundos para después sufrir contracciones rítmicas de los músculos, hasta quedar inerte e inconsciente. Las pupilas no reaccionan a la luz aunque abra los ojos. Al cabo de un periodo de tiempo de confusión mental, reaparece poco a poco la conciencia.
El petit mal epiléptico se manifiesta, como dijimos, mediante ausencias. Una ausencia es una suspensión brusca de la conciencia que sorprende al enfermo en cualquier momento, en medio de cualquier actividad o incluso en medio de una conversación, que se interrumpe unos instantes para volver a recuperarse, a veces, sin que el interlocutor se aperciba de ello. Las ausencias tienen distinta duración y en ocasiones el enfermo queda pálido, con la mirada fija y sin expresión. A veces se observan también movimientos del aparato de fonación con la emisión de un lenguaje entrecortado o atropellado.
Existen asimismo ausencias que no proceden del petit mal epiléptico, sino de afecciones del lóbulo temporal, llamadas por ello ausencias temporales, que tienen una duración mayor que las epilépticas y que a veces van acompañadas de fenómenos sensitivos, alucinaciones y actividades automáticas.
Se han descrito también estados de ausencia denominados petit mal status, que tienen una duración desde 15 minutos a varios días, incluso un mes. Estos estados de confusión epilépticos conllevan una alteración de la conciencia que va desde confusión hasta estupor profundo.
Hasta aquí, hemos hablado de una enfermedad bastante común que tiene manifestaciones distintas cuantitativamente, pero que todas ellas se caracterizan por fenómenos de pérdida de la conciencia y alteraciones sensoriales. La pérdida de la conciencia hace caer al suelo a la persona que la padece y las alteraciones sensoriales le hacen ver, oír, oler, gustar o tocar cosas que no existen en la realidad objetiva.
Pero la epilepsia no solamente produce esos síntomas, sino que también genera con frecuencia algunas modificaciones en la personalidad de quien la padece. Una de las alteraciones más frecuentemente ligadas a la epilepsia son las ideas delirantes de tipo religioso, los llamados delirios místicos.
En su Historia de la Epilepsia, el neurólogo Esteban GarcíaAlbea plantea que los éxtasis de Santa Teresa fueron de naturaleza epiléptica, ya que padeció crisis epilépticas afectivas placenteras.
Ella misma escribió que sentía a veces arrobamientos que, aun estando en medio de las gentes, no podía resistir. Tal era el placer que experimentaba, que deseaba sentirlos constantemente. La descripción más conocida de estas crisis es la de Fedor Dostoievski, hasta el punto de que se han denominado «crisis de Dostoievski».
Una ciencia muy actual, la Neuroteología, intenta explicar los fenómenos religiosos a partir de las neurociencias. Un neurólogo de la Laurentian University de Canadá, Michael Persinger, ha dicho que es posible inducir vivencias religiosas y experiencias místicas a una persona, utilizando campos magnéticos. Y el jefe de Medicina Nuclear del Centro Médico de la Universidad de Pennsylvania, Andrew Newberg, asegura que la religión deja huellas en los circuitos cerebrales [20] .
Hemos hablado de la epilepsia del lóbulo temporal. De forma experimental, la estimulación eléctrica del lóbulo temporal produce alucinaciones. Aunque la epilepsia del lóbulo temporal es rara, los investigadores sospechan que los estallidos de actividad eléctrica localizados pueden producir experiencias místicas.
Michael Persinger llevó a cabo experimentos que consistieron en colocar sobre la cabeza de un sujeto voluntario un casco lleno de electroimanes que creaba un campo magnético débil, similar al que produce el monitor de un ordenador. El casco disparaba estallidos de actividad eléctrica sobre los lóbulos temporales y los sujetos voluntarios describieron haber percibido sensaciones sobrenaturales o espirituales, como una sensación de lo divino.
En 1997, el neurólogo Vilayanur Ramachandran dijo en la Sociedad de Neurociencias que existe una base neuronal para la experiencia religiosa [21] . Según él, la profundidad de los sentimientos religiosos tiene que ver con la activación eléctrica natural de los lóbulos temporales. Y el lóbulo temporal se relaciona con las alucinaciones auditivas, pues es la zona del cerebro relacionada con el oído y con la memoria auditiva.
Sin embargo, la revista Neuroscience Letters ha publicado recientemente los resultados de un estudio realizado por Mario Beauregard, del Departamento de Psicología de la Universidad de Montreal, en Canadá. Este estudio revela que no existe un núcleo especial relacionado con las experiencias místicas, sino que en ellas se activan una docena de regiones cerebrales. El trabajo concluye con que estas experiencias religiosas de unión con Dios se regulan desde varias regiones y sistemas cerebrales que están implicados habitualmente en la timidez, la emoción y la representación corporal [22] .
Hay muchas probabilidades de que Pablo de Tarso sufriera una crisis epiléptica cerca de Damasco, cuando cayó al suelo cegado por una luz, escuchó la voz de Cristo y quedó ciego tres días. Tenemos el aura epiléptica, la pérdida de conciencia, la caída, la rigidez, la alucinación auditiva, la falta de respuesta de sus pupilas a la luz aunque tuviera los ojos abiertos y, además, el hecho de que se levantó solo y continuó su camino al recuperarse.
Por otra parte, él mismo habló de la espina que Dios clavó en su carne y de la bofetada de Satanás (2Corintios 12,7), lo que indica que no se trató de una crisis puntual, sino de una enfermedad que él ya conocía. Además, señaló que los gálatas no escupieron ante él a pesar de su enfermedad «ante esta debilidad física mía no hicisteis gestos de desprecio ni escupisteis al suelo» (Gálatas 4,13-14). Y a menudo habló de momentos de éxtasis y arrobamiento, que pudieron ser las ausencias epilépticas.
La conversión de Saulo.
Esta es la versión admitida por la doctrina de la Iglesia, el segundo cuadro que hubo de pintar Caravaggio. Pablo de Tarso sufrió probablemente una crisis epiléptica al entrar en Damasco y tuvo una alucinación auditiva, tras la cual, desarrolló una idea delirante mística que le llevó a predicar una nueva religión.
DELIRIOS Y ALUCINACIONES

Los delirios son ideas persistentes y resistentes a la lógica y a la discusión. Pero las ideas delirantes, aunque ilógicas, pueden tener a veces una estructura altamente organizada, una organización que puede ser también una lógica paralela a nuestra lógica, en la que el delirante estructura sus delirios. Las ideas delirantes se pueden enquistar en una personalidad aparentemente sana y brotar en determinadas circunstancias, como sucede con los delirios de celos.
En cuanto a las alucinaciones, son percepciones visuales, auditivas, olfativas o táctiles en las que el enfermo cree ver, oír, oler o tocar objetos que no existen. Las alucinaciones auditivas se producen a veces en forma de órdenes que el enfermo escucha y que le ordenan realizar cualquier tipo de acto, a veces tan peligroso como matar o suicidarse.
En cuanto al delirio místico o misticismo patológico, hay que distinguirlo del verdadero misticismo que es una doctrina que reconoce la incapacidad de la razón para resolver problemas metafísicos. El misticismo patológico es un estado morboso con preocupaciones religiosas. Algunos autores identifican el misticismo auténtico, el que no es patológico, con un estado de conciencia.
Vallejo Nágera menciona los delirios expansivos que se dan en personalidades dinámicas, emprendedoras, agresivas, muy activas y dispuestas a exigir su derecho y su razón. Son personas que luchan activamente y no regatean esfuerzo alguno por imponer su criterio, algo que llevan a cabo «en cumplimiento de su deber».
El delirio místico aparece en forma de llamada religiosa:
«Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por llamamiento divino» (Romanos 1,1), «se dignó revelar a su hijo en mí para que yo lo anunciara entre los gentiles» (Gálatas 1,15).
En forma de idea delirante:
«¿No he visto a Jesús nuestro Señor?» (1Corintios 9), «el evangelio me fue revelado» (Gálatas 11), «fui a Jerusalén por una revelación» (Gálatas 2,1), «yo por la ley morí a la ley a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2,20), «como por una revelación se me ha dado a conocer el misterio» (Efesios 3,3).
Si añadimos estos síntomas a los datos que ya habíamos reunido anteriormente, nos encontramos a Pablo de Tarso, judío helenizado, con un gran bagaje cultural griego y fariseo, con influencias ambientales de las religiones que residían en aquellos días en el Mediterráneo, incluyendo influencias filosóficas griegas desde el gnosticismo hasta el epicureismo o el pitagorismo. Una persona con todo este equipaje que sufre un delirio religioso derivado de su enfermedad, el cual le hace sentir la llamada divina que le ordena proclamar una nueva religión, una verdad que solamente a él le ha sido revelada (aquí aparece también el mesianismo). Y dedica su vida, su tiempo, su energía, su salud y todos sus recursos a predicar ese evangelio que solamente él conoce, porque solamente a él se le ha revelado. No importan las dificultades ni los peligros ni las amenazas ni los malos ratos. Tiene que predicar y predica. Por encima de todo, consagra su vida a predicar en un ir y venir incesante, tocándolo todo, buscándolo todo, intentándolo todo para conseguir el objetivo que se le ha encomendado, para cumplir su deber. Recordemos un caso similar que ofreció la historia en la Edad Media, el caso de Juana de Arco, que también figura entre los epilépticos célebres del Museo Alemán de la Epilepsia de Kork.
Un dato que no se nos debe escapar respecto a la posición de Pablo frente al mundo judío es su condición de imperfecto a causa de su enfermedad. Anteriormente dijimos que parecía improbable que sacrificara en el Templo para seguir el ritual de purificación impuesto por Santiago. Es probable que Pablo no pudiera sacrificar en el Templo a causa de su mal ni, por tanto, acceder a las altas esferas del judaísmo. En Levítico (21,16) leemos que el Señor le dijo a Moisés:
«Habla con Aarón y dile que en las generaciones futuras ningún hombre de tu estirpe que tenga cualquier deformidad, podrá acercarse a ofrecer el pan a su Dios: ni el ciego, ni el cojo, ni quien tenga la cara deforme por defecto o por exceso, no podrá profanar con sus defectos mis lugares santos, porque soy yo quien los santifica. Si tiene defecto, no se acercará a ofrecer el pan a su Dios».