Treinta y siete años después de que
Marco Antonio sufriera la más terrible de las derrotas en Actium,
lo que le llevó al suicidio al igual que a su amada Cleopatra,
Augusto, ya por entonces único soberano de Roma, envió a Judea al
procurador Coponio con poderes absolutos de gobernador, junto con
el magistrado Cirinio (o Quirinio que es como parece que se
pronunciaba) quien debía administrar justicia y efectuar el censo
de las propiedades de los judíos
[24]
.
Pero los judíos se amotinaron ante
esta medida, porque entendieron que el censo los esclavizaría aún
más a los romanos.
Téngase en cuenta que los romanos
utilizaban el censo para la leva militar o para aplicar impuestos.
Gran parte de la causa del motín fue la ideología de un tal Judas
de Galilea, un filósofo que preconizaba la libertad por encima de
todo y cuyos seguidores se caracterizaron por su total desprecio al
sufrimiento que soportaban con total entereza con tal de no ceder
en sus metas de libertad.
Estos galileos fueron precursores de
los anarquistas, porque sus principios no admitían la autoridad de
soberano terrenal alguno y antes se dejaban descuartizar vivos que
dar ese título a un ser viviente. El único soberano era Dios y en
eso se diferenciaron definitivamente de los anarquistas. En sus
Antigüedades judías, Flavio Josefo declara que «fueron
aniquilados».
Murió Augusto y le sustituyó su
hijastro Tiberio quien, en el año 25, envió a Judea a un nuevo
procurador llamado Poncio Pilato. Pilato tuvo la idea de acabar con
algunas de las costumbres judías que no eran del gusto de los
romanos y lo primero que se le ocurrió fue introducir en Jerusalén
las efigies del Emperador que llevaban los estandartes militares.
Como ya dijimos en el capítulo II, el segundo mandamiento de la Ley
de Dios prohíbe la representación de figuras humanas y esto provocó
una nueva revuelta entre los judíos. Los anteriores procuradores,
mucho más tolerantes, habían entrado siempre en la ciudad con
estandartes sin medallones del César. Pero aquella vez fue una
revuelta pacífica, porque los judíos se limitaron a suplicar una y
otra vez que se retiraran las efigies hasta que el procurador hizo
salir a los soldados para que disolvieran a la muchedumbre.
Entonces, los judíos se tumbaron boca abajo en el suelo y se
mostraron dispuestos a hacerse matar antes que permitir el desacato
de la Ley. Naturalmente, Pilato no tuvo más remedio que retirar las
efigies, seguramente asombrado de que un pueblo entero se dejara
masacrar por algo tan aparentemente nimio.
A este siguió otro levantamiento,
aquella vez a pedradas, cuando Pilato utilizó parte del dinero del
Templo para construir un acueducto. Y aquel motín terminó con
muertos, heridos y castigos multitudinarios. El siguiente
levantamiento fue protagonizado por los samaritanos que, a
instancias de un iluminado, acudieron con toda clase de armas al
monte Garizín para ver de cerca los tesoros que aparentemente había
enterrado allí Moisés. Antes de que la muchedumbre armada llegara a
la cima, Pilato ya les había enfrentado a la caballería, lo que dio
lugar a nuevas muertes y castigos. Pero aquello le costó al
procurador la pérdida de su cargo, porque los senadores de Samaria
acudieron a acusarle ante Vitelio y este le envió a Roma y le
sustituyó por Marcelo, con el fin de aplacar a los judíos.
El historiador Cornelio Tácito
cuenta en el libro segundo de sus Anales la expulsión que
sufrieron los judíos de Roma en tiempos de Tiberio y que no
solamente fueron expulsados, sino que obligó a cuatro mil de ellos
a alistarse en el ejército para enviarlos a Cerdeña, por considerar
que esa isla era insalubre.
Murió Tiberio y fue sustituido por
Cayo César, a quien todos llamaban Calígula. En su tiempo, hubo una
nueva revuelta judía, pero aquella vez en Alejandría, donde un
griego llamado Apión acusó a los judíos de no rendir al César la
veneración debida como a un ser divino. Esta fue la circunstancia
que llevó a Filón de Alejandría a Roma, como narramos en el
capítulo III. Naturalmente, los judíos se negaron a venerarle como
a un dios y el Emperador, después de ordenar una tremenda matanza,
impuso una nueva medida de represión que consistió en erigir una
estatua suya en el Templo de Jerusalén, de lo cual encargó a
Petronio, gobernador romano de la provincia de Siria, de la que
formaba parte Judea.
Como era de esperar, fueron miles
los judíos que se presentaron ante el legado para suplicarle que no
les obligara a transgredir su ley y este, finalmente, en vista de
la oposición inexorable de los judíos, accedió a consultar de nuevo
al Emperador, por si pudiera dejar de cumplirse la orden. Quiso la
suerte que, por entonces, Calígula hubiese ofrecido al rey judío
Agripa concederle cualquier don que le pidiera y este le pidió
abandonar el proyecto de la estatua en el Templo.
Murió asesinado Calígula y le
sucedió Claudio, quien, animado por su amistad con el rey Agripa,
devolvió a los judíos de Alejandría su derecho a preservar su
religión y sus tradiciones.
No obstante la buena disposición de
Claudio, en su reinado se produjeron numerosos incidentes que
costaron la vida a muchos judíos. Uno de ellos tuvo lugar durante
la Pascua, cuando un soldado romano tuvo el mal gusto de desnudarse
y mostrar sus partes pudendas a manera de burla. Los judíos tomaron
ese gesto como una ofensa a Dios incitada por el gobernador Cumano,
al que cubrieron de improperios hasta que este envió al ejército
contra la multitud, convirtiendo la fiesta religiosa en un acto de
llanto y lamentos.
En otra ocasión, un grupo de judíos
rebeldes robaron sus pertenencias a un esclavo del César. Cuando
Cumano lo supo, envió a sus soldados a tomar represalias y uno de
estos, joven e insolente, sacó a la calle un libro de Moisés y lo
hizo añicos ante todo el mundo. Los judíos acudieron en masa a
Cesárea a ver al gobernador y a pedirle que vengara la ofensa. Este
no tuvo más remedio que mandar decapitar al soldado. Otro
altercado, aquella vez entre samaritanos y galileos, hizo que el
gobernador armara un contingente de soldados contra los judíos, con
el resultado de numerosos muertos y prisioneros. Pero cuando
Claudio conoció los hechos, tomó represalias contra Cumano y contra
los samaritanos, causantes del altercado.
A la muerte de Claudio le sucedió
Nerón, al que muchos historiadores, incluyendo a Josefo, han
tachado de vampiro sediento de sangre. En su tiempo, los judíos de
Cesárea se revolvieron varias veces contra Siria, reclamando
igualdad de derechos con los sirios, puesto que Judea formaba parte
de la provincia de Siria, pero en todas las revueltas, cuenta
Josefo, los judíos llevaron las de perder.
Hacia el año 60 ocurrieron
numerosos incidentes que llevaron al procurador romano Porcio Festo
a enfrentamientos y castigos.
Fue este procurador quien juzgó a
Pablo de Tarso en Cesárea y lo envió a Roma diciéndole mitad
paternal y mitad desdeñoso que las muchas letras le habían
trastornado, algo similar a lo que, según apunta el comentarista de
Antigüedades judías, José Vara, sucedió a nuestro don
Quijote de la Mancha.
Durante uno de estos
levantamientos, entraron los sicarios en acción, aquel ala
extremista de la secta de los zelotes que llevaban como distintivo
un cuchillo al que los romanos llamaban sica. Otra de las armas que
utilizaban los sicarios era el secuestro de personas que
intercambiaban por sus compañeros presos. Naturalmente, les costó
caro.
En el año 64, Nerón nombró
procurador de Judea a Gesio Floro, un hombre malvado y violento que
provocó la mayor de las revueltas, porque no solamente se
comportaba como un asesino despiadado, sino que hacía ostentación
de su maldad. Fue tal la rapiña y la opresión a que Floro sometió
al pueblo judío, que este terminó por rebelarse contra Roma,
porque, como dice Josefo, prefirió mil veces morir en un
enfrentamiento que morir poco a poco de privaciones, malos tratos e
injusticias.
La lucha surgió por diferentes
causas, pero todas ellas tuvieron el trasfondo del profundo
malestar del pueblo judío ante los desafueros de Gesio Floro.
Surgió en Alejandría cuando un griego levantó un taller junto a la
sinagoga, impidiendo el acceso a los judíos. Cuando quisieron
evitar que lo edificara, el gobernador les pidió dinero para
ocuparse del asunto y, cuando lo recibió, se marchó a Samaria y los
dejó frustrados, humillados y a punto para la rebelión.
Surgió en Cesárea cuando un rebelde
ofendió públicamente a la ley judía, sacrificando dos pájaros
dentro de una olla a la entrada de la sinagoga. Es un ritual que
establece el Levítico para los leprosos y el rebelde en
cuestión lo empleó para burlarse de las cosas que la
Biblia considera sagradas. Cuando los judíos enviaron una
delegación ante el gobernador para quejarse, este los
encarceló.
La guerra surgió también en
Jerusalén cuando Floro mandó sacar del templo un dinero que, según
él, era necesario para el César. Empezaron con insultos al
procurador, pidiendo a gritos al César que le depusiera. Como este
les enfrentara a las tropas que venían de Cesárea, los sacerdotes
rogaron a la muchedumbre que evitara el choque, pues los soldados
solamente necesitaban un pretexto para lanzarse a saquear los
objetos y ornamentos sagrados del Templo y de las sinagogas.
Más tranquilos, los judíos
acudieron en masa a saludar la entrada de las tropas romanas que
venían de Cesárea, pero como estos no respondieron a su saludo, la
muchedumbre comenzó a gritar en contra de Floro y parece ser que
aquella era precisamente la señal que este había dado a los
soldados para iniciar el ataque.
Massada.
Así de escarpados son los riscos
que conducen a la ciudad de Massada, donde miles de judíos se
fortificaron y perdieron la vida en el año 73. Aún se puede acceder
a las ruinas de la sinagoga, trepando por la escalera construida a
ese efecto.
Pisoteando a los caídos y golpeando
a los que permanecían en pie, los soldados avanzaron hacia el
Templo y la Torre Antonia, pero la gente les hizo frente
arrojándoles dardos desde los tejados de los edificios, hasta
obligarles a retirarse. Finalmente hubo una división interna entre
los judíos, pues unos deseaban continuar la rebelión y otros eran
partidarios de contemporizar. Los sediciosos, al mando de Eleazar,
tomaron una fortaleza llamada Massada, matando a los soldados que
la ocupaban y con ello incitaron a los romanos a empuñar las armas
en una guerra abierta. Y no solamente a los romanos, sino al mismo
rey de los judíos, cuyas tropas trataron inútilmente de reducir a
los rebeldes que eran, como dice Josefo, mayores si no en número sí
en audacia.
A los sublevados de Massada se sumó
Manahem, un hijo de aquel Judas el Galileo que quiso levantar al
pueblo contra el censo, con una compañía de rebeldes, según unos y
de patriotas según otros. Muchos fueron los que murieron, no
solamente judíos, sino también numerosos romanos que perecieron a
manos de los revoltosos. Aquel fue el motivo ya insalvable para la
guerra de los judíos contra los romanos.
Los resultados fueron tremendos.
Empezaron con terribles matanzas de judíos en Cesárea y en Siria;
siguieron con enfrentamientos en Alejandría que acabaron con una
masacre seguida de saqueo y destrucción de los bienes de los judíos
alejandrinos; en Galilea, una legión de dos mil soldados
procedentes de Libia, al mando de Cestio Galo, llevaron a cabo una
ocupación a sangre y fuego que costó numerosas vidas; pero cuando
Cestio Galo se dirigió a tomar Jerusalén, hubo de huir tras una
batalla campal en la que perdió a cinco mil trescientos soldados de
infantería.
La guerra duró años. Convencido de
la ineptitud de los generales romanos, en el año 67, Nerón envió a
Vespasiano a Palestina con el objetivo de terminar con el
levantamiento. Pero solamente cuando a las tropas de Vespasiano se
unieron las de su hijo Tito en Tolemaida, Roma vislumbró la
victoria. En 68, Vespasiano tomó Galilea y consiguió, con ayuda de
los ejércitos de Trajano que también intervino en esta guerra,
sofocar las distintas rebeliones que se fueron produciendo en
diferentes lugares.
Cabe preguntarse cómo fue posible
que los judíos, siendo tan pocos y contando con tan pocas armas
frente a los tremendos ejércitos romanos, consiguieran mantener la
lucha durante años, contando incluso con combates navales en el
lago de Genesaret.
En el tercer libro de La Guerra
de los Judíos, Flavio Josefo explica que les guiaba la
audacia, la osadía y la desesperación, mientras que a los romanos y
a las tropas judías allegadas a Roma les guiaba la disciplina, el
valor y la nobleza.
En 68 murió Nerón. Tras los siete
meses del reinado de Galba, los tres de Otón y los once y pico de
Vitelio, fue Vespasiano quien ciñó la corona del imperio. Y en el
año 70, Tito fue a Judea a rematar la tarea inconclusa de someter
al reducto judío que todavía vibraba con ansias de rebelión. En el
año 70, Tito llegó a Jerusalén, destruyó las murallas y derruyó el
Templo. El antiguo Templo de Salomón había sido derruido y
reconstruido y el Templo actual se conocía como Segundo Templo.
Tito acabó con él para siempre, porque nunca más se levantó. Hoy no
queda de él más que un trozo de pared que se conoce como el Muro de
las Lamentaciones.
La que más resistió fue la ciudad
de Massada donde los rebeldes resistieron hasta el año 73. Está
situada en un risco casi inaccesible sobre la costa occidental del
Mar Muerto, cerca, por tanto, del enclave de Qumram. La defendieron
a ultranza novecientos sesenta zelotes, entre hombres, mujeres y
niños. Tito no pudo darse el gusto de matarlos ni de llevarlos
prisioneros a Roma como hubiera sido su deseo, porque todos ellos
se dieron muerte antes que caer en las manos de sus mortales
enemigos.
En Roma, el Arco de Tito celebra
desde entonces aquella victoria que se llevó los numerosos tesoros
del Templo, incluyendo la Menorah y la famosa Mesa de Salomón, una
mesa de ofrendas que el tiempo convertiría en leyenda.
Este es el panorama en el que
se desenvolvió el cristianismo primitivo. Este fue el ambiente que
vivieron los discípulos y seguidores de Pablo de Tarso. Un tiempo
convulso en extremo y propicio a las persecuciones y a las
matanzas. Un tiempo, en definitiva, apocalíptico. Hemos visto cómo
se levantaron y cómo fueron abatidos los judíos en varias
ocasiones.
Flavio Josefo llamó rebeldes,
bandidos e impostores a los cabecillas de los levantamientos,
porque él era judío pro-romano.
Pero el pueblo judío que se
levanto instigado por ellos no los consideró así, sino mesías.
Mesías que no cumplieron el cometido que le está encomendado al
Mesías porque todos sucumbieron bajo las armas de Roma.
Fue, por tanto, una época de
aparición continua de mesías y salvadores que se pusieron al frente
de revueltas populares para librar al pueblo judío del opresor
romano. Flavio Josefo dejó dicho en el libro VI de su obra
Guerras de los judíos que lo que excitó a los judíos a la
sedición fue un oráculo equívoco del Antiguo Testamento
que anuncia que un hombre salido del país llegaría entonces a ser
el amo del mundo.
Las profecías de Isaías y
Daniel, entre otros, se interpretaron de esa forma, porque Isaías
(9,6-7) habló de un rey excelente, de un rey fuerte que nunca
llegó, pero que se interpretó como rey de un reino ideal, el reino
que ya hemos mencionado que debía establecer el Mesías. Un rey
ideal que restablecería la paz en Edén, puesto que Isaías profetizó
que el lobo cohabitaría con el cordero (11,6), que nadie volvería a
alzar la espada (2,4) y que esto sucedería al final del mundo
(2,2).
En cuanto a Daniel, fue su
profecía de las setenta semanas la que sin duda fechó los
acontecimientos. Aparece en el capítulo 9 del Libro de
Daniel y parece indicar que, según Jeremías, el reino de Judá
se establecerá al cabo de setenta años de la destrucción del
Templo. Resultó cierto que el segundo Templo se inauguró a los
setenta años de la destrucción del primero, pero ya sabemos que las
profecías se escriben cuando han sucedido y se atribuyen a algún
personaje importante antiguo, para que parezca que efectivamente ha
habido una adivinación. Según Asimov, el libro de Daniel es uno de
los más tardíos del canon bíblico y prueba de ello es que cita el
nombre de los ángeles, algo que no sucede en los restantes libros
del Antiguo Testamento y sí se da en los del Nuevo
Testamento.
Pero como el reino ideal de
Israel no llegó en la fecha señalada, los intérpretes recurrieron a
aplicar esa técnica que ya hemos mencionado y que atribuye valores
místicos a los números y valores numéricos a los caracteres
hebraicos. La profecía de Jeremías habla de setenta años, pero la
de Daniel, la que aparece en el capítulo 9 en boca del arcángel
Gabriel, habla de semanas. Setenta semanas. No había que perder de
vista el número siete que, además de representar como dijimos los
siete planetas visibles de los babilonios, es el día sagrado en el
que Yahveh descansó después de crear el mundo, el sabbath.
Así leemos en Daniel (9,24): «Setenta semanas están
prefijadas sobre tu pueblo y sobre tu ciudad santa para poner fin a
la prevaricación y cancelar el pecado».
Jerusalén, la
ciudadela
Las profecías sobre la destrucción de
Jerusalén y sobre su reedificación, así como sobre el Mesías que
establecería un reino ideal sobre todo el mundo con Jerusalén como
capital, dieron pábulo a numerosas sublevaciones por parte de los
judíos, al surgir mesías y cabecillas que interpretaron las fechas
señaladas en las profecías como fechas próximas.
Asimov señala que setenta
semanas de años, es decir, setenta veces siete, son 490 años a
partir de la destrucción del primer Templo que tuvo lugar en 586
antes de nuestra Era. Y eso conduce al año 96 antes de nuestra Era.
Pero tampoco en esa fecha vino el Mesías a establecer el reino
ideal con Jerusalén como capital.
Así pues, seguimos leyendo en
los versículos 25 y 26 del capítulo 9 de Daniel: «Desde la
salida del oráculo sobre el retorno y reedificación de Jerusalén
hasta el príncipe ungido habrá siete semanas y sesenta y dos
semanas». Y «después de las sesenta y dos semanas será muerto el
ungido».
Según Asimov, lo que habrían
de pasar eran siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve
años hasta que llegara el príncipe ungido que restaurase el Templo
y ese príncipe ungido fue Ciro que, en primer lugar, rescató a los
judíos del exilio de Babilonia, en segundo lugar, les permitió
reconstruir el Templo y, en tercer lugar, esto sucedió en 538 antes
de nuestra Era. Y los cuarenta y nueve años después de la
destrucción del Templo nos llevan al año 537 antes de nuestra Era,
el año anterior a esos hechos.
Después de Ciro, a quien ya
dijimos que el Antiguo Testamento llama «el Ungido»,
habían de pasar sesenta y dos semanas de años, es decir 434 años,
al finalizar los cuales, en 104 antes de nuestra Era, moriría el
ungido. Naturalmente, no puede tratarse del mismo ungido, sino de
otro, si no rey, sí sumo sacerdote. En ese tiempo es cuando parece
que se escribió el Libro de Daniel, reinando Onías III que
era sumo sacerdote en 198 y al que Antíoco IV hizo ejecutar. Onías
III defendió a los judíos frente a los invasores seleúcidas y bien
pudo por tanto ser el ungido muerto según la profecía, aunque con
sesenta y tantos años de diferencia.
Y debe ser él porque la
profecía continúa hablando de desolación, del fin de los
sacrificios en el Templo y de destrucción del santuario y de la
ciudad, lo que sucedió precisamente bajo el reinado de Antíoco IV
en el 168 antes de nuestra Era, es decir, una semana y la mitad de
una semana después de la muerte del ungido, datos que forman
también parte de la profecía.
Todo esto tiene visos de
verosimilitud, porque el capítulo siguiente del Libro de
Daniel habla ya con toda claridad del príncipe persa y del
príncipe griego, respectivamente, Ciro y Antíoco.
De estas y otras profecías y
oráculos se queja Josefo por el equívoco que causó la guerra entre
judíos y romanos y que, como hemos visto, terminó en la peor de las
catástrofes. Pero muchos entendieron que era el tiempo del Mesías,
porque se daban las circunstancias necesarias para ello y porque la
interpretación de datos y fechas bien pudo dar lugar a entender que
había de llegar entonces, a principios del siglo I de nuestra
Era.
«El año 15 del reinado de
Tiberio César, en tiempos del gobernador Poncio Pilato, Jesucristo,
hijo de Dios, descendió del cielo y apareció en Cafarnaum, ciudad
de Galilea. Y enseñó en los días del
sabbath y todos
quedaron asombrados de su doctrina»
[25]
.
Así es como parece que empieza
el Evangelion, el evangelio que Marción escribió a
principios del siglo II y que llevó a Roma junto con las cartas de
su maestro, Pablo de Tarso.
Antes que él, ya Filón de
Alejandría había escrito un evangelio sobre el Dios Bueno (al que
los gnósticos llamaban Chrestos Bueno), Serapis, muerto y
resucitado en Egipto. También hemos dicho que los terapeutas tenían
sus propios evangelios. Pero ahora estamos hablando de evangelios
propiamente cristianos, ya sean aceptados por la Iglesia o
rechazados por heréticos.
Hay autores que aseguran que
el evangelio de Marción, el Evangelion, fue el primer
evangelio cristiano que se escribió y que fue la verdadera fuente
de la que partieron los restantes evangelios, tanto los canónicos
como los apócrifos. Juan Bergua asegura que la primera mención de
Jesús aparece en el Evangelion y que, hasta entonces, las
menciones al cristianismo se referían a Cristo, como la carta de
Plinio el Joven que citamos en el capítulo IV.
Otros, sin embargo, aseguran
que los evangelios canónicos fueron anteriores y que Marción tomó
de ellos los datos que le parecieron interesantes para el suyo. No
es fácil saber la verdad cuando se trata de documentos tan
antiguos, cuyo original jamás se ha encontrado como ya hemos dicho
en otras ocasiones.
Además, todo lo que sabemos de
Marción y de su obra lo conocemos por referencias de autores que
escribieron precisamente para refutar su doctrina.
La doctrina de Marción quedó
recogida en su Evangelion y en otra obra llamada
Antítesis, en la que oponía el Antiguo Testamento
al Nuevo Testamento. Como gnóstico que fue, consideraba
dos principios opuestos, el Bueno, representado por Jesucristo y su
padre, Chrestos, el dios cristiano, y el Malo, representado por
Yahveh el dios judío. Tenemos, pues, la dualidad de Chrestos versus
Yahveh.
El Cristo de Marción era
similar al de Pablo a quien Marción llamó «el Gran Apóstol»; el
Cristo de Marción tenía una apariencia de cuerpo, un fantasma como
dice Juan Bergua. El Evangelion contenía una relación de
prédicas de un nuevo dios salvador llamado Jesús, que era el
Cristo, puro y totalmente divino que bajó del cielo, como hemos
visto, directamente a Cafarnaum.
El dios salvador de Marción no
pudo encarnarse porque para los gnósticos la carne, la materia, era
impura. Por tanto Dios nunca podría tomar contacto con ella y mucho
menos revestirse de ella. Marción entendía que para Dios había de
resultar vergonzoso el que su hijo naciera de una mujer.
Pero el Cristo de Marción no
vino al mundo a redimir a los hombres del pecado original, como el
Cristo de Pablo de Tarso y los dioses redentores de la mayoría de
las religiones, sino que vino a liberar al hombre de la tiranía de
la Ley, de la ley de Moisés, una ley dictada por un demiurgo
bárbaro llamado Yahveh, el Dios de Sangre, un demiurgo malvado
autor de todo lo malo que hay en el mundo, empezando por la
materia. Frente a él aparece el Dios de Amor, el auténtico Dios de
la nueva alianza.
Tampoco la redención es la
misma que aquella de la que habló Pablo de Tarso, porque recordemos
que, en el gnosticismo cristiano, la redención es la obra de la
revelación que permitirá a los hombres despojarse de la materia, es
decir, de todo lo malo, para así poder ascender a Dios en espíritu
puro.
Sin embargo, según los
apologistas Clemente de Alejandría, Tertuliano, Isidoro e Hipólito
y puede que alguno más, Marción estuvo convencido de que la
verdadera doctrina cristiana era la de Pablo de Tarso y, además, de
que él era el auténtico discípulo y seguidor de la doctrina
paulina.
Para destacar las diferencias
entre el judaísmo y el cristianismo y siempre con la finalidad de
separar ambas religiones, Marción escribió su Antítesis,
en la que enfrentaba al Yahveh judío, asociado a toda una larga
lista de maldades y asesinatos, al Dios padre de Jesucristo, que
envió a su hijo a salvar al mundo del mal. En la
Antítesis, Marción mostraba una a una las
incompatibilidades entre ambas doctrinas, entre ambos dioses, a
partir de los escritos del Antiguo Testamento y del
Nuevo Testamento.
Las diferencias entre el dios
judío y el cristiano supusieron la existencia de dos dioses, pero
como solo puede haber uno, Marción llegó a la conclusión de que ese
uno es el padre de Cristo y, por tanto, desde el pensamiento dual
gnóstico, el otro ha de ser el demiurgo creador del mal, un dios
cruel, vengativo, envidioso, celoso e incluso ignorante, que no
puede controlar lo que él mismo ha creado. Un dios tan
contradictorio y humano como los dioses griegos, aquellos de los
que dijimos que no era verosímil que el pueblo griego, tan culto y
lógico, creyese en ellos. El dios judío se mueve por justicia
mientras que el de Marción se mueve por amor y por compasión.
Para los autores que
consideran que el Evangelion fue el primer evangelio que
se escribió, este documento narró por primera vez las andanzas de
Jesús en el mundo, algo que ya vimos que en ningún momento contó
Pablo en sus Epístolas.
Pero el Evangelion
resultó, como asegura Juan Bergua, funesto no solamente para el
Mesías judío, sino para el Cristo cristiano. Ni era el rey ungido
que establecería un reino ideal con Jerusalén como capital ni era
el hijo de Dios que se encarnó en el vientre de una mujer de carne
y hueso y que vivió la vida de los hombres con carne de
hombre.
El Evangelion sigue
la línea de la doctrina de Pablo, solo que Pablo imaginó, al menos
al principio, una religión de salvación esencialmente judía, puesto
que su Mesías procedía de las profecías de Isaías y su fin del
mundo procedía también de los escritos apocalípticos de Enoc y de
Daniel. Y Marción siguió a Pablo porque su Mesías no es el guerrero
judío que empuña la espada para defender a su pueblo, sino el
Cristo crucificado por la salvación de los hombres y, además, el
padre de ese Cristo no es Yahveh, sino un dios de amor. Es lógico
que si el Mesías de Marción y de Pablo nada tenía que ver con el
Mesías judío, tampoco su padre fuera el mismo.
Parece ser que los escritos
de Marción resultaron bastante lógicos y, dentro de lo que cabe,
objetivos, porque sus mismos detractores, Tertuliano y Orígenes,
comentaron que no utilizaba ni alegorías ni interpretaciones. Para
nosotros, eso no concuerda con las ideas de Marción que incluían
una cosmogonía con tres cielos, un universo con cinco pisos, los
tres cielos, la tierra y el infierno.
Cristo, naturalmente, se
asentaba en el cielo superior como Dios de luz, Yahveh se situaba
en el segundo cielo y sus ejércitos se encontraban en el tercero,
el más bajo.
Habiendo visto Dios lo mal
que estaban las cosas en la tierra, en manos de la materia y de los
seres malvados, envió a Cristo a liberar a los hombres, pero los
malos le tendieron una emboscada y le hicieron morir en la cruz,
sin saber que era Dios a quien mataban. Recordemos que algo así le
había sucedido anteriormente a Cristna.
El Cristo de Marción resucitó
para elevarse al tercer cielo, recibir de su padre el nombre de
Jesús, el Dios Salvador, el Eterno de la Victoria, después se
apareció a sus discípulos y finalmente a Pablo de Tarso, a quien
encargó predicar su doctrina por todo el mundo.
Tampoco se olvidó Marción del
mesías que los judíos esperaban y que había de establecer su reino
en el mundo. Vendría, sí, pero sería el Anticristo. Eso no se sabía
cuando había de suceder, pero lo cierto es que Dios, el bueno, el
de luz y amor, vendría a separar a los que habían creído en su
redención de los que seguían adorando al demiurgo creador. Estos
últimos, junto con su creador y con la materia, serían destruidos,
mientras que las almas de los justos encontrarían su premio en el
tercer cielo.
Hay que tener en cuenta que,
en aquellos tiempos, el pensamiento mágico tenía una gran cabida en
el pensamiento humano, algo que duró prácticamente hasta la
Ilustración, y que el comentario de los apologistas de que Marción
no utilizaba fábulas ni interpretaciones no excluía todo lo
anteriormente dicho. El concepto de fábula y de interpretación ha
cambiado mucho desde aquellos tiempos.
Como ya hemos dicho que no
existen testimonios directos, hemos de fiarnos de lo que cuentan
sus acusadores. Tertuliano, por ejemplo, dice que Marción era
estoico y que habló en sus escritos de haber descubierto a Dios.
Eso quiere decir que se convirtió al cristianismo ya adulto.
Marción era gentil, desde
luego, naviero rico nacido en Sínope, en el Ponto, una zona de Asia
Menor a orillas del Mar Negro, hacia el año 85. Por tanto, no
conoció personalmente a Pablo de Tarso. Su padre era el obispo
cristiano de Sínope.
Y parece ser que Marción, que
primero fue estoico, se convirtió al cristianismo, pero a un
cristianismo poco ortodoxo porque su propio padre le excomulgó y le
exilió de Ponto, aparentemente al conocer las ideas gnósticas de su
hijo o bien al conocer las conclusiones que había este extraído de
la lectura de las cartas de Pablo de Tarso. Precisamente las que
plasmó en el Evangelion.
Es posible que recibiera
influencia de Aquilas, un arquitecto griego natural de Ponto que
había traducido el Pentateuco (los cinco primeros libros
del Antiguo Testamento) al griego, porque, según cuenta
André Wautier, un investigador experto en gnosticismo, las citas
bíblicas de Marción se refieren a esa versión.
Según este autor, Marción
atribuyó su evangelio a Pablo de Tarso, asegurando que este conocía
los hechos de primera mano, por haber sido coetáneo de
Cristo.
Y, según este y otros autores,
Marción que era armador y capitaneaba con frecuencia algunos de sus
barcos, realizó al parecer numerosos viajes en los que bien pudo
entrar en contacto con los centros gnósticos cristianos de Asia
Menor. Parece ser que en Éfeso conoció a Juan el Teólogo, a quien
algunos atribuyen el Evangelio según San Juan y que nada
tiene que ver con Juan hijo de Zebedeo. Y hasta dicen que le ayudó
a escribir su evangelio pero que no se llegaron a poner de acuerdo,
porque sus ideas principales no coincidieron.
En Alejandría, Marción conoció
a Basílides, Carpócatres, Valentín y Marco, que era entonces obispo
de Alejandría de una secta cristiana. Los otros mencionados eran
maestros gnósticos bien conocidos, representantes de la llamada
gnosis especulativa (véase capítulo III). Marción debió comenzar a
predicar su propia doctrina hacia el año 129, porque dicen sus
discípulos que esto fue cien años después de la aparición de Cristo
en Cafarnaum.
Recordemos que el
Evangelion comienza diciendo que sucedió en el año 15 del
reinado de Tiberio, lo que equivale al año 29 de nuestra Era.
En el año 138, el barco de
Marción atracó en Roma. Su intención, según parece, fue pedir el
amparo del obispo romano (aún no se había creado la figura del
papa) y fue en principio admitido en la comunidad cristiana. Allí
conoció a Cerdón, que había llegado a Roma en 135.
Marción llegó pues, a Roma,
dispuesto a dotar a la Iglesia romana de un Nuevo
Testamento opuesto diametralmente al Antiguo
Testamento. Empezó por hacer entrega de doscientos mil
sextercios y de los textos que llevaba consigo. Según André
Wautier, los documentos incluían una biografía de Pablo de Tarso o,
al menos, la narración de sus viajes, algo que ya comentamos en su
momento que pudo incorporarse posteriormente a los Hechos de
los Apóstoles.
La Iglesia de Roma consideró,
tras varios años de análisis, que la doctrina de Marción era
herética y le obligó a abandonar la comunidad, pero no sin antes,
como apunta Juan Bergua, tomar nota de cuanto de útil se encontró
en el canon marcionita, es decir, el Apostolicon y el
Evangelion, a partir de los cuales se escribirían después
los Evangelios. El mismo Tertuliano señala que Marción se
quejó en su obra Antítesis de que los partidarios del
judaísmo habían retocado su Evangelion para incluir en él
«la Ley y los profetas».
Pero Marción decidió no
solamente no marcharse de Roma, sino crear allí su propia Iglesia,
como hemos dicho. La Iglesia marcionita alcanzó en el siglo III una
enorme difusión, pues se propagó desde Galia al Eúfrates, con sus
obispos, sus sacerdotes, sus templos, su liturgia y, según asegura
Joseph Lortz, sus mártires. El mismo Tertuliano dijo hacia el año
208 que la tradición herética de Marción se extendía por todo el
universo.
Parece que Marción murió en
Roma hacia 161, porque no consta que se desplazase a otro lugar y
no se vuelve a oír hablar de él en tiempo de Marco Aurelio, quien
gobernó entre 161 y 180.
Fue tal su éxito y su
difusión que constituyó, como señala ese mismo autor, un serio
peligro para la Iglesia ortodoxa de Roma.
Un serio peligro, sobre todo
si tenemos en cuenta que en los primeros tres siglos de nuestra
Era, el cristianismo no fue en absoluto una secta única, sino
variada y dividida. Ya desde las prédicas de Pablo de Tarso podemos
comprobar que existían al menos tres versiones de Cristo, el de
Pablo, el de Apolo y el de Cefas. Podemos leerlo en
1Corintios (1,12), cuando Pablo protesta vivamente
preguntando si acaso Cristo está dividido.
En aquellos primeros siglos
hubo una gran división entre gnósticos y literalistas y, cuando la
gnosis se consideró herética, unos pasaron a engrosar las listas de
los herejes y, los otros, las de los apologistas o incluso las de
los santos. Así sucedió con los grandes intelectuales griegos que
se acercaron al cristianismo gnóstico en los primeros tiempos y
que, cuando se suprimió violentamente en los siglos IV y V, fueron
todos considerados herejes.
Así sucedió con Marción, solo
que Marción no se limitó a adoptar una postura, sino a mantenerla
contra viento y marea y a llevar la contraria abiertamente a la
Iglesia de Roma que por ello le consideró un grave peligro. Podemos
leerlo en los textos de los primeros padres de la Iglesia. Hipólito
aseguró que «Marción llevó consigo su herejía a Roma», Tertuliano
le acusó de haber cercenado los Evangelios: «¿Con qué
derecho viene Marción a recortar nuestras Escrituras?» y Policarpo
de Esmirna le increpó con toda su fuerza: «Te reconozco,
primogénito de Satanás».
Eusebio de Cesárea recogió en
el libro IV de su Historia Eclesiástica estos y otros
comentarios.
La Iglesia marcionita, como
todas las iglesias disidentes de la católica, sufrió persecución
después del siglo IV, cuando el cristianismo se convirtió en
religión oficial del imperio romano y hubo una ortodoxia cristiana
y poder para perseguir a los herejes, pero, no obstante, se mantuvo
en Oriente, especialmente en Arabia, hasta el siglo X.
Las prohibiciones y
persecuciones incluyeron, como es lógico, la orden de destruir
todos los ejemplares y copias de los documentos heréticos y esa fue
la suerte que siguió el libro de Marción. Pero eso sucedió, como
dijimos, a partir del siglo IV. En 377 todavía existían los
documentos que el discípulo de Pablo llevó a Roma, porque tenemos
una cita de Epifanio en su obra Panarion, según la cual,
había tenido entre sus manos los libros de Marción llamados
Evangelion y Apostolicon.
Según Georges Ory, autor de
varios libros sobre gnosticismo y esenismo, el éxito de la Iglesia
de Marción se basó en varios aspectos: en primer lugar, su
originalidad pues Marción nunca pretendió ser un profeta, sino que
basó su doctrina en un nuevo libro, un nuevo testamento que habría
de desbancar al antiguo. Por otro lado, se trataba de una
organización muy simple que se constituyó en una sola generación,
mientras que la Iglesia católica necesitó varios siglos para
organizarse, dada su complejidad y sus luchas y disidencias
internas. Los marcionitas llevaban una vida ascética, admitían a
todo el mundo igual que había hecho Pablo de Tarso, quien opinaba
que en Cristo no había hombres ni mujeres, sino fieles tocados por
la Gracia. Y parece ser que también aceptaba ritos del culto
pagano, como la comunión, algo que la Iglesia ortodoxa todavía
estaba lejos de admitir. Se abstenían de carne y de vino, siguiendo
las recomendaciones de Pablo en su epístola a los romanos (14,21),
y comían pescado, como dice el evangelio de Lucas que comieron
Jesús y sus apóstoles. No podían casarse, pues las relaciones
sexuales estaban destinadas a la procreación y la procreación era
un rito ordenado por el Creador, que, en esta doctrina, era el
principio del mal.
Sarcófago
gnóstico
La gnosis aportó al arte cristiano
primitivo toda la riqueza del helenismo pagano. Igual que en la
doctrina, en la escultura aparecen escenas cristianas junto a otras
totalmente paganas, como en este sarcófago que representa a Cástor
y a Pólux viajando del Hades (el infierno) al Empíreo (el cielo),
junto a dos catecúmenos iniciándose en el cristianismo y algunas
diaconisas cristianas.
Según André Wautier, tras la
muerte de Pablo, Lucas, el más importante de sus discípulos, fue a
Antioquia de donde era oriundo. Una tradición señala que allí
escribió su evangelio, pero eso es algo que no se ha podido
comprobar.
Lucas debía escribir un
evangelio en el que contara los hechos de Juan el Bautista, el que
anunció la llegada de otro más grande que él, el cual, según los
judíos, era el mismo Dios y, según Pablo, sería un salvador que ya
había venido, que era hijo de Dios y que había bajado del cielo con
aspecto humano.
El evangelio que, según
Wautier, escribió Lucas, cuenta que, a la muerte de Juan, el dios
Bueno hijo de Chrestos descendió del cielo como, según Pablo, había
profetizado el Bautista, y apareció en Cafarnaum, en Galilea. Pero,
para los gnósticos, Cafarnaum y Galilea no son lugares de la
tierra, sino el infierno y el zodíaco, respectivamente. Eso es lo
que dijo Heracleon, un discípulo de Valentín (véase capítulo IV).
Tras combatir a las fuerzas del mal en el infierno, se encontró con
Juan quien le preguntó si era él quien había de venir o si aún
había que esperar a otro. Estos datos proceden de un escrito de
Cirilo, obispo de Jerusalén en el siglo IV.
El hijo de Chrestos llegó
después a Betsaida, donde fue recibido con cierta hostilidad y
luego se acercó a un lago para reclutar pescadores. Allí tuvo lugar
la pesca milagrosa. Según André Wautier, los peces eran un símbolo
esenio utilizado también por los terapeutas y los nazorenos, una
secta judeocristiana más conocida por «ebionita» que se distinguió
por sus tendencias judaizantes. Tras un tiempo de prédicas, Cristo
fue víctima de una conjura y sufrió lo que Pablo llamó el bautismo
de la cruz, una cruz cósmica formada por la intersección de la
eclíptica y el ecuador celeste. Este hecho se modificó en los
evangelios canónicos como la «transfiguración», que es al mismo
tiempo crucifixión celestial y ascensión al cielo.
Tras su resurrección, que
equivale a su regreso al planeta Tierra, Jesús comunicó a sus
discípulos sus enseñanzas secretas
[26]
.
Este fue, según André Wautier,
el evangelio original de Lucas, el principal discípulo de Pablo,
que después se modificó para adaptarlo al que hoy podemos leer en
el Nuevo Testamento.
Las Epístolas de
Pablo de Tarso mencionan tres veces a un tal Lucas, por lo que se
supuso que se trataba de un compañero de viajes y se le atribuyeron
dos libros del Nuevo Testamento: el Evangelio según
San Lucas y los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo,
la primera cita sobre el evangelio de Lucas de que disponemos es
del año 185 y procede de Ireneo, quien acusa a Marción de haber
mutilado el evangelio paulino de Lucas. No existe, como es
habitual, original alguno.
En Colosenses (4,14),
leemos: «Os saluda Lucas, el médico querido». En 2Timoteo
(4,11): «Lucas es el único que está conmigo» y en Filemón
(24), «Te saludan...Aristarco, Demás y Lucas que son colaboradores
míos». Esas son todas las noticias y toda la información que
tenemos del pretendido evangelista y santo, al menos en lo que a la
fuente de Pablo de Tarso se refiere, si bien es cierto que las
epístolas a Timoteo no parecen originales suyas, pues no formaron
parte del Apostolicon.
Según Georges Ory, Marción
tuvo un discípulo llamado Lucanus, del que Lucas parece ser un
diminutivo, que le sucedió a su muerte al frente de la comunidad de
Roma. Al igual que su maestro, Lucanus o Lucas rechazó la Ley y los
profetas y afirmó que Cristo era un ser celestial. Dice este autor
que tales datos aparecen en textos de Tertuliano, Orígenes,
Hipólito y Epifanes. Y resalta que este Lucas nada tiene que ver
con un tal Leucius que fue autor de varios textos gnósticos, como
los llamados Hechos de algunos apóstoles.
Además de los discípulos
gnósticos que siguieron la doctrina de Pablo de Tarso, hubo otros
muchos que debieron permanecer fieles a la ortodoxia, porque sus
nombres aparecen en los Hechos de los Apóstoles y, además,
los menciona Eusebio de Cesárea en su Historia
Eclesiástica (libro III).
Parece que los primeros
discípulos fueron Timoteo para la comunidad de Éfeso y Tito para la
de Creta. Respecto a Lucas, Eusebio da por sentado que escribió
Hechos y el Evangelio según San Lucas, lo cual es
lógico puesto que Eusebio fue uno de los que participaron en el
concilio de Nicea, donde se clasificaron los evangelios canónicos y
apócrifos y donde se compuso el canon del Nuevo
Testamento.
Parece que el primero en
atribuir Hechos y este evangelio a Lucas fue Ireneo,
obispo de Lyón, en el año 170 y, además, el primero en citar este
texto. Es probable que el autor de Hechos viviera en
Antioquia o fuera natural de esa ciudad, por lo bien que la
describe. Y también se dice que Lucas era natural de
Antioquia.
Eusebio entiende que el
evangelio de Lucas era el evangelio de Pablo, puesto que Pablo
habla de «su evangelio» en numerosos lugares. Pero si enfrentamos
la doctrina del evangelio atribuido a Lucas con la doctrina de las
Epístolas, podemos comprobar que nada tienen que ver,
aunque sí encontramos algunos puntos comunes.
El evangelio atribuido a Lucas
se dirige a los gentiles, trata a los judíos de malvados y suaviza
la postura frente a los romanos.
Describe además a Jesús con un
gesto favorable hacia los gentiles.
Parece que este evangelio se
escribió en un griego mucho mejor que el de los atribuidos a Mateo
y a Marcos, lo que indica una educación superior. Los romanos
consideraban distinguidos a todos los que hablaban griego
correctamente.
Este evangelio se inicia,
además, al estilo griego, dirigiéndose a una persona concreta, en
este caso, a un tal Teófilo. Luego cuenta, como en la versión
gnóstica que citamos anteriormente, la vida de Juan el Bautista,
empezando por la anunciación de su nacimiento y utiliza para ello
el mito del nacimiento sobrenatural, idéntico al que podemos leer
en la historia de Abraham. Un matrimonio bueno a los ojos de Dios
que no puede concebir y, por designio divino, cuando ya la esposa
ha entrado en el climaterio, queda encinta, porque su destino es
dar a luz a un personaje que ha de cumplir una misión
mística.
San Lucas
Las
epístolas de Pablo de Tarso mencionan tres veces a Lucas, por lo
que se ha interpretado que fue uno de sus compañeros de viajes. Y,
como tal, se le atribuyeron dos libros del Nuevo Testamento: el
Evangelio según San Lucas y Los Hechos de los Apóstoles. Según
investigadores del gnosticismo, el evangelio de Lucas fue un texto
gnóstico similar al de Marción, que después se modificó para
incluirlo entre los sinópticos.
Sigue narrando la anunciación
del nacimiento de Jesús, similar a la anunciación del nacimiento de
los dioses redentores o encarnaciones divinas que vimos
anteriormente y después cuenta la escena en la que María, madre de
Jesús, visita a Isabel, madre de Juan y prima suya. Y María recita
un himno de alabanza a Dios similar al que recitó Ana cuando iba a
dar a luz a Samuel (1Samuel, 2). También Ana fue estéril
pero Dios la bendijo y concibió un hijo iniciado. El cántico de
María debería haberlo entonado Isabel, que era la que guardaba
similitud con Ana.
Según Asimov, en el evangelio
atribuido a Lucas se lee «ella dijo», por lo que podría ser Isabel
la que entona el himno. Pero en otras versiones se puede leer «dijo
entonces María».
Es probable que el evangelio
de Lucas abunde en detalles sobre Juan el Bautista como una forma
de resaltar el hecho de que el Bautista no fue el Mesías, sino
solamente su precursor. Desde luego que a Pablo de Tarso nunca se
le hubiera ocurrido mencionar precursor alguno del Mesías místico
que él predicó. No olvidemos que Pablo «conoció» a Cristo cuando ya
había venido, muerto y resucitado. No había, pues, lugar para
precursores ni anuncios.
Después, este evangelio
continúa narrando el edicto de empadronamiento de Augusto
(Lucas 2,1) «siendo Quirinio gobernador de Siria». Pero ya
dijimos anteriormente que el censo que Augusto llevó a cabo en
Palestina siendo Quirinio gobernador de Siria tuvo lugar entre los
años 6 y 9 de nuestra Era.
No concuerda. Quirinio había
sido gobernador anteriormente entre los años 6 y 4 antes de nuestra
Era, pero el censo que ordenó Augusto y los desórdenes que se
produjeron con tal motivo, que narramos al inicio de este capítulo
y que cuenta con todo lujo de detalles Flavio Josefo, tuvo lugar en
el segundo mandato, por tanto, entre 6 y 9 de nuestra Era.
¿Por qué se empeñó Lucas o
quienquiera que redactara este evangelio en confundir las fechas y
hacer coincidir el censo con el nacimiento de Jesús? Por una razón
muy simple. El evangelio atribuido a Marcos habla de Jesús el
Nazareno, es decir, natural de Nazaret. Pero el atribuido a Mateo,
hace a José y a María naturales de Belén y cuenta una extraña
historia según la cual los judíos debían empadronarse en su lugar
de origen y no en su lugar de residencia que sería lo lógico.
El evangelio de Lucas, por su
parte, refunde ambos conceptos y termina de complicar las cosas.
Sitúa la anunciación en Nazaret, indica que el censo ha de
realizarse en el lugar de origen y dice que José hubo de ir a
Belén, no porque fuera oriundo de allí, sino por ser de la casa de
David y por ser Belén la ciudad de David. En 1Samuel
(17,12) podemos leer que David era hijo de un efrateo de Belén de
Judá llamado José (Belén se llamaba Efraté en tiempos de
David).
Con esto encontramos el
motivo de que la familia de Jesús tuviera imperativamente que ir a
Belén y que este naciese allí. En el capítulo 2 del Evangelio
según San Mateo podemos leer que cuando Herodes preguntó a los
Reyes Magos dónde había de nacer el Cristo, estos respondieron: «En
Belén de Judea, pues así está escrito por el profeta». Y acto
seguido viene la profecía de Miqueas, un profeta de tiempos de Acab
en el siglo VIII antes de nuestra Era, que dijo: «Pero tú Belén,
Efraté, pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien
señoreará Israel, cuyos orígenes serán de muy remota antigüedad»
(Miqueas 5).
Hasta aquí, el evangelio
atribuido a Lucas nada tiene que ver con la doctrina de Pablo de
Tarso, pues habla exclusivamente de asuntos tan terrenales como la
circuncisión del Bautista y el bautismo de Jesús. Además, el
capítulo 3 narra la genealogía de Jesús, cosa que Pablo negó, si es
que realmente es suya la Epístola a los hebreos, en cuyo
capítulo 7 leemos que Melquisedec no tuvo padre ni madre ni
genealogía y añade (7,3): «En esto se parece al hijo de
Dios».
Por otra parte, la genealogía
del evangelio de Lucas no es la de Jesús, sino la de José, que no
era su padre, sino que entonces «se creía» que era su padre. Esta
genealogía llega hasta el mismo Dios, mientras que la del evangelio
atribuido a Mateo se conforma con llegar a Abraham. Eso es lógico,
puesto que el Evangelio según San Mateo fue escrito por un
judío y, el Evangelio según San Lucas, por un gentil.
Ambas genealogías siguen, además, caminos distintos. La de Lucas
asciende hacia David no a través de Salomón, como la de Mateo, sino
a través del hijo mayor de David, Natán. Y después de Natán
aparecen nombres que no tienen nada que ver con los de Mateo y
muchos de los cuales no aparecen en el Antiguo
Testamento.
Por último, el padre de José,
que según Lucas se llamó Elí, se llamó Jacob según Mateo. Algunos
autores señalan que Lucas siguió la ascendencia de María y Mateo la
de José. Pero no era María la descendiente de la casa de David,
sino José. De lo contrario, el intento de hacer coincidir el
nacimiento con el padrón falla por todas partes. Además, el
Evangelio según San Lucas dice claramente que Jesús era
hijo de José, hijo de Elí (3,23).
Numerosos autores coinciden
en que el evangelio de Mateo está escrito para judíos y, el de
Lucas, para gentiles. Es un texto, en todo caso, centrado en la
vida carnal de Jesús de Nazaret, desde su árbol genealógico hasta
su vida en la tierra, la compañía de los apóstoles, las mujeres que
le siguieron, como Juana y Susana, que solamente aparecen en este
evangelio (8,3). Silencia la hostilidad de Jesús hacia los
gentiles, porque no menciona el pasaje de la cananea en el que
Jesús llama perros a los gentiles (Mateo 15, 2127 y
Marcos 7, 24-29). Este evangelio tiene de Pablo la
universalidad de su llamada, la omisión del judaísmo y el mensaje
mesiánico de Jesús, menos humano que en los otros evangelios, pues
no hay desesperación ni quejas por abandono. Pero sigue habiendo
humanidad y vida terrenal en Jesús de Nazaret, algo que nada tiene
que ver con el Cristo místico de Pablo de Tarso.
No existen, como hemos dicho
en varias ocasiones, originales de los evangelios apócrifos ni
tampoco de los canónicos, los cuatro evangelios que la Iglesia del
siglo IV aprobó como parte del canon son los atribuidos a Mateo,
Marcos, Lucas y Juan.
Existen, sin embargo, más de
cinco mil trescientos manuscritos griegos antiguos, con textos
completos o incompletos, relativos al Nuevo Testamento. De
ellos, hay numerosas copias en latín, copto, sirio, armenio, gótico
y etíope que forman un total de veinticuatro mil manuscritos
antiguos. Edward Gibbon, historiador inglés del siglo XVIII, dejó
dicho que la mayor parte de los evangelios se escribieron en el
siglo II, florecieron en el siglo III y se suprimieron en el siglo
IV, debido a las muchas controversias que encerraban.
Los manuscritos más antiguos
del Nuevo Testamento son papiros que los papirólogos han
numerado del P1 al P96 y contienen parte de los libros del
Nuevo Testamento, con excepción de las dos epístolas a
Timoteo. Se han ido encontrando en diferentes momentos, los
primeros en 1897, otros hacia 1950.
Los manuscritos P45, P46 y P47
que contienen capítulos de los Evangelios, el
Apocalipsis y parte de Hechos, se dataron al
principio entre 200 y 250, pero un análisis posterior dató al
papiro P45 en el año 150.
Daniel Iglesias Grèzes, autor
cristiano, señala que hay escritos datados en el año 60,
concretamente, dos fragmentos de un manuscrito original del
evangelio atribuido a Mateo. También hay un fragmento en griego
procedente de Qumram, numerado como 7Q5, que encaja con el capítulo
6, versículos 52 y 53 del evangelio atribuido a Marcos. Esos
versículos dicen respectivamente:
«pues no habían comprendido el
milagro de los panes, porque tenían endurecido el corazón» y
«terminada la travesía, arribaron a la costa de Genesaret y
atracaron». No parece suficiente como para determinar la
correspondencia entre el texto de Qumram y el evangelio de
Marcos.
No existe fundamento histórico
alguno que demuestre la existencia de Mateo ni de Marcos, aparte de
los textos religiosos cristianos, ya sean ortodoxos o gnósticos. Ya
hemos dicho que la primera figura documentable del cristianismo fue
Pablo de Tarso y eso si nos fiamos del testimonio que, según sus
mismos detractores, dio Marción de él en el siglo II. De Lucas, ya
hemos visto que solamente hay tres menciones en las
Epístolas, dos de las cuales son de autoría más que
dudosa. Todo lo demás son especulaciones. Las posibles
coincidencias de documentos de Qumram con textos cristianos son
insuficientes y, por otro lado, lo único que denotan es que alguien
escribió las palabras anteriores y que otro alguien las copió. Ya
hablamos en el capítulo III de la mención de Papías de Hierópolis
acerca del original arameo del texto atribuido a Mateo. Además, es
el único en mencionar ese texto arameo; no hay otras menciones más
tempranas, pues la de Papías procede del año 130 y no habla de
«evangelio» sino de Dichos del Señor en hebreo. Por otra
parte, el hecho de que los Evangelios se llamen «según San
Mateo» o según otro santo, indican claramente que les han sido
atribuidos y no escritos por ellos.
Ya hemos mencionado
anteriormente la costumbre antigua de atribuir los escritos a
personajes anteriores y de mayor relevancia que el autor, para dar
mayor autoridad a los textos y poder imputarles un origen revelado.
Esto ha sido habitual hasta que se ha podido arbitrar una técnica
que permita desvelar la identidad de los autores. Existe, por
ejemplo, un importante documento medieval llamado Decretum
Gelasianum que recoge las conclusiones de un concilio
convocado por el papa San Dámaso reglamentando algo tan relevante
como la materia de fe y describiendo los textos apócrifos o
sospechosos. Pues bien, esta obra no pudo ser escrita por San
Dámaso porque menciona el concilio de Calcedonia, que tuvo lugar en
el siglo V, cuando San Dámaso murió en el año 384.
Parece que la primera mención
a los
Evangelios como tales, es decir, como narración de
la vida de Jesús, procede de la primera apología de Justino, ya en
el año 150, pero Justino tampoco dice «evangelios», sino
Memorias de los Apóstoles o
Recuerdos de los
Apóstoles, sin dar nombres de posibles autores. Ni Clemente ni
Ignacio ni Policarpo, que son anteriores, hablan de evangelios ni
los utilizan como base sólida y escrita de sus enseñanzas. Ni
siquiera los cita Bernabé, que vivió entre 90 y 130 y que escribió
una
Epístola en la que explica que Jesús nació de María,
que murió bajo Poncio Pilato, que fue humano y que padeció
[27]
.
Manuscrito del Mar
Muerto
Los Rollos del Mar Muerto contienen
prácticamente todos los libros del Antiguo Testamento, así como
numerosos documentos con contenidos que muchos estudiosos
cristianos han identificado con la doctrina de los
Evangelios.
Pero están datados entre los siglos I y II antes de nuestra
Era.
El investigador ruso Kryvelev
señala que muchas de las enseñanzas y consejos de los
Evangelios corresponden a situaciones propias del siglo II
en el imperio romano. Hacen referencias a la usura, a operaciones
de cambio, a una demanda desmesurada del pago de las deudas, a
situaciones de siervos y esclavos al servicio de los ricos, todas
ellas aceptadas como algo establecido, como ideas y normas de
conducta sociales típicas de la sociedad romana del siglo II.
Sea como sea, lo cierto es
que, a partir de los Evangelios, Cristo se convirtió en
Jesús y el cristianismo se empezó a diferenciar como una religión
basada más en los hechos y sufrimientos de su deidad que en su
doctrina. Esto sucedió a partir del siglo IV, cuando la religión
cristiana se sometió a un profundo proceso de paganización para
adecuarse a las necesidades del imperio romano y poder competir con
la religión de Mitra, que era entonces la oficial. Hablaremos de
ello más adelante.
Es fácil que cualquier
cristiano actual conozca datos de la pasión de Jesús, sepa los
nombres de algunos de sus apóstoles y cuente algún milagro. Pero no
es fácil que cualquier cristiano conozca a fondo el mensaje
doctrinal de Jesús o el verdadero significado del cristianismo, que
vaya más allá de amar al prójimo o poner la otra mejilla. Todo se
ha quedado en fechas, representaciones artísticas, imágenes,
celebraciones y rituales.
Existen numerosas citas,
referencias y reflexiones acerca de un documento llamado Q, inicial
de Quelle, que significa «fuente» en alemán, y que se
supone que fue el original a partir del cual se escribieron dos
evangelios, el de Mateo y el de Lucas.
Pero ya dijimos que nadie ha
visto el original ni las copias de dicho documento y que ni
siquiera existen referencias antiguas que lo nombren. Simplemente
se ha extraído a partir de datos comunes de los evangelios
atribuidos a Mateo y a Lucas. Es decir, se supone que estos autores
tomaron datos de un evangelio anterior a ellos y es al que se llama
Q.
También se podría realizar el
proceso al revés y entender que Q no es más que el resultado de
extraer información de esos evangelios y extraerla, además, en tres
etapas que son las etapas que se han atribuido a Q: Q1, dichos de
sabiduría; Q2, profecías apocalípticas; Q3, andanzas y milagros de
Jesús.
La primera parte de este
supuesto documento, Q1, es, según dicen, una colección de dichos y
sentencias de un maestro de sabiduría o, cuando menos, de
enseñanzas éticas. Parece un conjunto de dichos que se hubieran ido
recopilando a lo largo del tiempo y probablemente de más de un
maestro. Recordemos los dichos del Visir Sabio y de otros iniciados
que se recogieron en el Antiguo Testamento, en libros como
Proverbios o Eclesiástico. Un conjunto de
sentencias que pudo escribir cualquier escriba, en cualquier época,
en cualquier lugar y perteneciente a cualquier religión o
filosofía. Ya hemos visto cómo se han repetido las enseñanzas a lo
largo de la historia. Estas enseñanzas se encuentran en las
Bienaventuranzas del Evangelio según Mateo. La respuesta
de volver la otra mejilla al agresor puede proceder de las
enseñanzas de los filósofos cínicos, que se divulgaron por todo el
imperio romano en boca de predicadores errantes, similares a los
clérigos andariegos medievales cristianos. Muchas de las máximas
morales de Q1 eran populares entre los judíos o entre los griegos,
una especie de refranero compuesto por numerosas moralejas que
circulaba por el mundo antiguo y que cada uno atribuía a su deidad
o líder espiritual.
La segunda parte del supuesto
documento, Q2, contiene aparentemente profecías apocalípticas y
menciona al Hijo del Hombre que vendrá a juzgar al mundo al final
de los tiempos.
Cita también al Bautista. Es,
por tanto, un documento típico judío de la época. La expresión
«hijo del hombre» que tanto hemos leído en los Evangelios
es un concepto que utilizaron tanto Ezequiel (2,1) como Daniel
(8,17 y 7,13) en el Antiguo Testamento. Significa
simplemente que se trata de un ser humano.
La tercera parte, Q3, es ya
típicamente cristiana, porque habla de Jesús. Al unir las
enseñanzas de Q1 con las profecías de Q2 y las andanzas y milagros
de Jesús, se obtiene un documento que habla de un maestro místico
al que, como a todos los maestros místicos (ojo, no de sabiduría)
se le atribuyen milagros y curaciones. Si a la colección de dichos
y enseñanzas de Q1 se le inserta de vez en cuando la frase «Jesús
dijo», nos encontramos con el Evangelio de Tomás, que
mencionamos en el capítulo III y que también dijimos que se conoce
como Los dichos secretos de Jesús y es uno de los
evangelios apócrifos escritos en el siglo II.
Pero el documento Q, según
dice José Antonio Solís, nada tiene que ver con la salvación, sino
con enseñanzas, ya que no menciona la crucifixión ni la
resurrección. Algo que, como opina este autor, es demasiado
importante para silenciarlo. Por tanto, no forma parte de la
historia que pudo narrar Q acerca de un maestro que funda una
comunidad, enseña, hace milagros y profetiza el fin del mundo
próximo.
Dicen que Mateo y Lucas
tomaron datos del misterioso documento Q que, para algunos autores
como Juan Bergua, no es más que el Evangelion de Marción.
Con ello confeccionaron parte de sus respectivos evangelios, que ya
hemos visto anteriormente que no son tan similares. En cuanto al
resto, dicen que salió del más antiguo de los evangelios, el
atribuido a Marcos que, también según Juan Bergua, sigue los pasos
de Marción.
Es probable que el evangelio
atribuido a Marcos proceda de los numerosos evangelios gnósticos
que se escribieron en el siglo II, porque Marción no fue el único
gnóstico que escribió un evangelio, aunque puede que fuera el
primero. Aparte de los evangelios no cristianos de Filón y los
terapeutas y, probablemente, los esenios, sabemos que también
Basílides, contemporáneo de Marción a quien conoció en Roma,
escribió su propio evangelio, así como veinticuatro libros de
comentarios y otro de enseñanzas hindúes. Los gnósticos fueron los
más prolíficos en cuanto a literatura religiosa, dada la amplitud
del ámbito que contemplaba su fe y la cantidad de conocimientos
secretos y esotéricos que compartían. Y no cabe duda de que también
compartieron una gran afición a la literatura. Lo vemos en los
evangelios de María Magdalena y la Pistis Sofía. El evangelio de
Basílides cuenta que, siendo Jesús la potencia incorpórea del
Padre, podía transfigurarse en quien deseaba. Por tanto, antes de
que llegaran a crucificarle, se transfiguró en Simón de Kirene, un
hombre que le llevó la cruz hasta el Gólgota y a quien confundieron
con el reo. El resultado fue que los soldados crucificaron a Simón
mientras Jesús, en pie y con el aspecto de Simón, se burlaba
tranquilamente de ellos.
San Marcos
El
evangelio atribuido a Marcos es probablemente uno de los más
antiguos, según algunos autores, una de las tres fuentes y
coincide, en parte, con textos de la biblioteca copta de Nag
Hammadi.
Pero en lo que la mayoría de
los autores coinciden es en que Marcos es anterior a
Mateo y a Lucas. Se tuvo que escribir después del
año 70, porque menciona la destrucción del Templo como si se
tratase de una profecía y ya hemos dicho que las profecías se
escribieron después de suceder los hechos profetizados o cuando
estaban a punto de acaecer y eran previsibles. Según José Antonio
Solís, un judío pudo escribir, hacia el año 72, un texto llamado
Pequeño Apocalipsis que después se incorporó al evangelio
de Marcos.
Si el evangelio de Marcos es
el primero en el tiempo, también es el primero en equivocarse, lo
que demuestra que no se trata de un original, cosa que ya sabíamos,
sino de una copia en la que el copista se confundió. Si hubiera
sido original, habría verificado lo que estaba escribiendo.
Empieza hablando del Bautista,
que es quien ha de preparar el camino para el Mesías. Y lo explica
con una cita bíblica que atribuye a Isaías. En Marcos
(1,2) leemos: «Conforme está escrito en el profeta Isaías: He aquí
que yo envío ante ti a mi mensajero, el cual preparará tu camino».
Pero esa cita no es de Isaías, sino que podemos leerla literalmente
en el capítulo 3 del Libro de Malaquías.
En todo caso, el evangelio
atribuido a Marcos tuvo una misión importante. Hasta el momento, el
concepto del Mesías había tomado tres aspectos: el mesías judío que
vendría a librar al pueblo hebreo del opresor y que fundaría el
reino ideal con Jerusalén como capital; el mesías apocalíptico que
llegaría con el fin del mundo, entre nubes y ángeles, aniquilando
el mal existente en la tierra; y el mesías gnóstico que se
identificó con el Cristo creado por Pablo de Tarso, que era hijo de
Dios.
Pero el mesías de Pablo, como
el de Marción, era incorpóreo, místico y eso era un lastre para la
universalidad de la doctrina paulina. Para los judíos, porque
esperaban un libertador de carne y hueso y para los gentiles,
porque no todos tenían preparación suficiente para entender tales
abstracciones. No olvidemos que el cristianismo se acercó a los
intelectuales solamente a través de la gnosis, ya en el siglo II, y
que los primeros cristianos judíos fueron seguramente esclavos,
desheredados y marginales.
Por tanto, era necesario dar
forma humana al redentor. Los dioses redentores que hemos leído
anteriormente tenían forma de hombre, nacían de madre virgen con
una fecha precisa, la del solsticio de invierno, la gente les
adoraba, les seguía, ellos tenían discípulos, enseñaban, hacían
milagros y luego morían para resucitar y reinar con sus iniciados o
seguidores. Aunque solamente los iniciados tuvieran acceso a la
salvación mediante el acercamiento a los misterios, ya dijimos que
todo el mundo acudía a llorar la muerte del redentor en Pascua, que
se representaba con procesiones en las que se llevaba en andas la
estatua del dios salvador.
Era impensable, por tanto, que
el cristianismo se universalizase sin contar con algo tangible, con
una representación física que los fieles pudiesen adorar y a quien
pudiesen referirse como a un ser de carne y hueso. No olvidemos que
tuvo que competir con las numerosas religiones que admitía el
imperio romano y que eran prácticamente todas. La única forma de
atraer neófitos y arrancarlos de las filas de Mitra, de Serapis o
de Dionisos era empezar por ofrecerles algo similar. Esa fue la
misión del Evangelio según San Marcos, dar al Cristo de
Pablo de Tarso y de Marción una forma humana y un tiempo real,
fundiendo este concepto con el contenido del misterioso documento
Q.
Tan real y tan humano resultó
que el evangelio de Marcos empieza prácticamente con el bautismo de
Jesús por Juan, algo innecesario si el bautismo limpia el alma del
pecado original, mancha de la que Jesús y su madre estuvieron
exentos. Pero ello da lugar a que aparezca el Espíritu Santo en
forma de paloma y proclame que es su hijo muy amado, en quien se
complace. Tanto le ama y se complace en él que le envía a la tierra
a padecer y a morir de la forma más cruel posible. Esto no está muy
lejos del pensamiento judío de la época, siempre dispuesto a
aceptar de Yahveh los males más terribles sin rechistar ni
quejarse. No hay más que leer a Job o a Abraham.
Real y humano, pero con
poderes de taumaturgo. Arroja demonios, cura fiebres, lepra,
parálisis, calma tempestades y resucita muertos. Eso es algo que
los antiguos esperaban de un iniciado, muy alejado por cierto de lo
que en su momento dijimos que era un maestro de sabiduría. La
parábola del sembrador y la de la lámpara, que aparecen en
Marcos y se repiten en Mateo y en Lucas,
son, como ya señalamos, enseñanzas de gran valor que chocan
brutalmente con la milagrería y las historias extraídas de las
mitologías reinantes, como la estrella, los magos, los avisos de
ángeles en sueños o las tentaciones de Satanás. Ya hemos visto que
todo esto aparece en casi todas las historias de dioses salvadores
o de iniciados de muchas religiones.
Otro de los símbolos que el
Evangelio según San Marcos tomó prestado de otros cultos
existentes fue el manto púrpura con el que los soldados vistieron a
Jesús para burlarse de él. El manto de color púrpura es habitual en
la imagen de Dionisos que aparece en jarrones y vasos griegos del
siglo VI antes de nuestra Era. Los iniciados en los misterios de
Eleusis, dedicados a este dios redentor, se envolvían en una tela
de ese color precisamente porque Dionisos llevó la túnica púrpura
de la diosa Perséfone, cuando descendió al infierno tras su muerte
y donde permaneció hasta su resurrección.
Tres curaciones milagrosas de
Jesús
Los evangelios dedican numerosos capítulos a
narrar curaciones milagrosas y otros hechos sobrenaturales de
Jesús, algo que se atribuía antiguamente a todos los iniciados,
profetas y dioses salvadores. No se entendía que un líder religioso
no hiciera milagros. Este concepto, tan alejado del concepto de
maestro de sabiduría, imperó durante muchos siglos, prácticamente
hasta la Ilustración.
Cabe preguntarse por qué la
Iglesia del siglo IV admitió el Evangelio según San Juan
en el canon del Nuevo Testamento, siendo como es un
reflejo de filosofía griega y de ideas gnósticas.
Si no fue el último que se
escribió, sí fue el último que se admitió y suscitó no pocas
discusiones.
El evangelio de Marcos no deja
muy claras las cosas. En primer lugar, dice que Jesús era natural
de Nazaret y no de Belén como convenía para que se cumpliera la
profecía que mencionamos anteriormente. En segundo lugar, no habla
de madre virgen, sino de María y de cuatro hermanos. En tercer
lugar, no queda muy claro que el Mesías sepa cuándo ha de volver a
juzgar al mundo, pues señala que no lo sabe el Hijo, sino el
Padre.
Estas y otras carencias
debieron llevar a completar la escena en los evangelios de Mateo y
de Lucas, porque ya Mateo describe con todo lujo de detalles la
anunciación y la encarnación del hijo de Dios en el seno de María,
como dijimos en el capítulo III y el de Lucas se inicia aún más
atrás, con la anunciación del precursor.
Tantos fueron los detalles de
la vida mundana de Jesús que se incluyeron en estos evangelios,
desde su genealogía hasta sus últimas palabras, advertencias y
profecías, que se temió que la imagen del salvador hubiera perdido
su carácter divino. Fue por tanto necesario considerar la
aceptación del evangelio atribuido a Juan, que, aunque muestra
claros indicios de filosofías helenistas, rescata la figura del
Cristo místico de Pablo y la funde sin vacilaciones con la del
Jesús carnal de Mateo y Lucas.
Claro es que también hay
autores que afirman que el proceso fue al contrario. Primero se
escribió el evangelio de Juan, que tiene mucho que ver, como
dijimos, con el de Filón de Alejandría, y después, ante el
deterioro de la imagen humana de Jesús, se escribieron los
sinópticos
[28]
que la rescatan para la vida terrenal.
Pero la mayoría coinciden en
que el evangelio de Juan es un evangelio metafísico escrito con el
fin de salvaguardar la divinidad de Cristo que ya se encontraba muy
comprometida tras las descripciones de los tres evangelios
sinópticos. De esta manera, como señala Emilio Bossi, tres
evangelios se destinan al aspecto humano de Jesús y uno al aspecto
divino.
Encontramos en él numerosas
referencias que apuntan a un autor gentil y antijudío, pues habla
de los judíos como de un colectivo hostil a Jesús: «los judíos
murmuraban« o «los judíos trataban de prenderle». Está escrito
evidentemente para una comunidad cristiana gentil, con sermones
complejos en lugar de parábolas y diálogos similares a los que
escribió Platón. Su cometido se aprecia claramente cuando Jesús se
declara hijo de Dios y deja de ser el «profeta provinciano» que
según Asimov presentan los otros evangelios.
Es el único evangelio que
menciona al discípulo amado, pero sin indicar su nombre, y el único
que relata la resurrección de Lázaro.
El texto se inicia con un
himno al Verbo, al Logos, que está con Dios desde el principio
(véase capítulo III), pero que no es el logos misterioso
incognoscible de los gnósticos, sino el dios del Antiguo
Testamento, el Padre Eterno.
Todos los evangelios
canónicos, sean de quien sean, hacen constantes referencias al
Antiguo Testamento, unas veces para aludir a una profecía
y otras veces para citar a un profeta o personaje importante que ha
señalado el camino a seguir.
Todo esto engarzado, como
dice José Antonio Solís, como las cuentas de un collar que dan
cabida a máximas de sabiduría colocadas como respuestas a preguntas
que alguien plantea oportunamente para dar lugar a cada
enseñanza.
Las profecías bíblicas van
perfilando la acción, que se ajusta a lo esperado con toda
ingenuidad y frescura. Así, puesto que el versículo 5 del capítulo
35 de Isaías dice: «Entonces se despegarán los ojos de los
ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, entonces saltará como
un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará con júbilo»,
naturalmente, la narración de los hechos de Jesús debía incluir la
curación de ciegos, sordos, cojos y mudos.
El evangelio de Juan ofrece
un detalle con connotaciones bíblicas (19, 31-26) que no relatan
los otros tres evangelios y es la lanzada en el costado. Dado que
los crucificados tardaban mucho tiempo en morir, se consideraba una
medida de gracia partirles los huesos de las piernas para que, al
carecer los pies de apoyo, el cuerpo quedara colgando de los brazos
y se produjera la muerte por asfixia.
Cuando los soldados llegaron
a quebrar las piernas a los tres crucificados, se encontraron con
que Jesús ya estaba muerto y uno de ellos se limitó a hundirle la
lanza en el costado para verificarlo.
Pero no le rompieron las
piernas. Y eso responde puntualmente al cumplimiento de lo
anunciado por las Escrituras: «no le quebrarán hueso alguno».
El Antiguo
Testamento hace referencia al cordero pascual, al que Dios
mandó sacrificar la víspera de Pascua, como leemos en el capítulo
12 de Éxodo, con cuya sangre debían los hebreos salpicar
las puertas de sus viviendas, para que el ángel del Señor los
reconociera y salvara a sus primogénitos de la ejecución de niños
egipcios que llevó a cabo para ablandar el corazón del faraón,
quien se negaba a permitir partir a Moisés y a su pueblo.
Ya dijimos anteriormente que
este hecho responde al mito de los sacrificios humanos que se
utiliza en varias ocasiones en la Biblia. Pero lo que
ahora nos interesa es saber que Dios prohibió quebrantar los huesos
del cordero pascual sacrificado, porque no se le puede ofrecer un
animal defectuoso. Lo hemos mencionado también (capítulo IV) a
propósito del defecto de Pablo de Tarso, su enfermedad, que le
impidió seguramente sacrificar en el Templo.
De esta manera, el símil es
completo. El Levítico manda no romper los huesos del
cordero pascual que se sacrifica. Cristo es el Cordero místico
sacrificado en Pascua y no deben quebrársele las piernas.
Otra historia bíblica que
irrumpe en el evangelio, esta vez en el atribuido a Mateo, es la
del nombre de Emmanuel. El 1 de enero se celebra en España el día
santo de ese nombre, Manuel, para celebrar el nombre que se impuso
al hijo de Dios. El nombre tiene su historia en el Antiguo
Testamento.
Los reinos de Israel y Judá
estuvieron enfrentados en numerosas ocasiones a lo largo de la
historia. En una de ellas, siendo Acaz rey de Judá, Israel se
coaligó con Siria en contra de Judá y Acaz, temiendo un ataque, se
avino a aceptar la supremacía del rey asirio sobre su país, para
tenerle como aliado y obtener su apoyo.
Pero la política siempre
caminó de la mano de la religión en aquellos tiempos lejanos y en
otros menos lejanos. Por ello, dado que los asirios adoraban a
otros dioses, el profeta Isaías temió que los impusieran al pueblo
judío y que este, una vez más, rompiera su alianza con aquel dios
celoso que era Yahveh, con las consiguientes represalias.
Para evitar que Acaz se
sometiera a los asirios, Isaías le aseguró que Dios le daría una
señal de que los enemigos a los que tanto temía iban a perecer
antes de atacar Judá. Por tanto, no sería necesario el apoyo
asirio.
La señal está descrita en
Isaías (7,14 y 7,16): «Mirad, la doncella está encinta y
dará a luz un hijo y le pondrá el nombre de Emmanuel» y «Antes de
que el niño sepa rechazar lo malo y aceptar lo bueno, será
abandonado el país ante cuyos reyes tienes miedo».
Así sucedió. Suponemos que
nació el niño, que bien pudo ser el propio hijo de Isaías, como
apunta Asimov, y, al poco tiempo, el rey asirio Teglatfalasar III
invadió Siria, mató a su rey y asoló el país. Israel, que quedó sin
aliado, se sintió débil y retiró sus amenazas a Judá.
Emmanuel significa «Dios
está con nosotros» y es cierto que en aquel momento lo estuvo. Pero
lo que también apunta Asimov es que el Antiguo Testamento
menciona la palabra hebrea almah que significa joven o
muchacha; el Evangelio según San Mateo utiliza esta
profecía para anunciar el nacimiento de Jesús, pero traduce la
palabra «muchacha» por «virgen». En el versículo 23 del capítulo 1,
dice: «He aquí que la virgen concebirá en su seno y dará a luz un
niño al que pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios con
nosotros».
Asimov señala que si el
libro de Isaías hubiera querido decir que era una virgen la que iba
a dar a luz, hubiera utilizado la palabra hebrea betulah y
no almah. Además, este mismo argumento aparece en boca de
Trifón, un judío enemigo del cristianismo que Justino empleó en el
siglo II para refutar el judaísmo en su Diálogo contra
Trifón. Por tanto, no existe en el Antiguo Testamento
profecía alguna de que una virgen tenga un hijo. Pero aquí, Mateo
consigue matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, utiliza una
profecía bíblica, aunque manipulada, y, por otro lado, cumple con
una de las condiciones de los dioses redentores que vimos
anteriormente, que es la concepción sobrenatural.
El evangelio de Mateo
utiliza con frecuencia retazos de frases proféticas independientes
entre sí, uniéndolas a su manera para formar nuevas profecías que
originen los actos que ese texto narra. En el caso de Emmanuel,
dice que esto pasará para cumplir lo que el Señor dijo por boca del
profeta. Pero, para colmo de asombro, en el versículo 25 leemos que
cuando nació el niño de María, José le puso el nombre de Jesús y no
el de Emmanuel.
Mateo habla también de la
estrella que vieron los magos en el firmamento y que les condujo
hasta el portal de Belén. Asimov asegura que el cometa Haley se vio
en Palestina en tiempos de Herodes, hacia el año 11 antes de
nuestra Era y que es posible que el autor de este evangelio
conociera ese hecho y lo aprovechara para darle un nuevo matiz
mágico.
Sin embargo, el capítulo 9
de Isaías, en el libro dedicado a Emmanuel, habla de una
luz que brilló anunciando el reino de paz y el nacimiento del niño
que sería príncipe de paz. Una vez más consigue aunar la profecía
con la mitología, pues ya vimos también que el nacimiento de más de
un dios salvador, por ejemplo, Agni y Mitra, fue anunciado por una
estrella que guió a tres magos ante su cuna. Los magos eran figuras
muy importantes en Persia y su fiesta era precisamente el solsticio
de invierno, que para el cristianismo se celebró el 25 de diciembre
a partir del siglo IV. Y esto remite a esa época, si no de todo el
evangelio de Mateo, al menos de estos pasajes. Es decir, si no se
escribió en el siglo IV, sí se añadieron tales pasajes en esa
época.
La huida a Egipto y la
matanza de los inocentes es otro de los mitos mediterráneos que ya
hemos comentado, que el autor de este evangelio fusiona con otra
profecía, esta vez de Jeremías (31,15).
En primer lugar, no hubo
matanza. Siendo Herodes como era un rey odiado por el pueblo judío
por considerarle una marioneta en manos de Roma, por ser oriundo de
Edom y, además, por ocuparse como dijimos de aplastar las
rebeliones de los mesías de la época, sería impensable que hubiera
cometido semejante atrocidad y que no se reflejara en las crónicas
de los historiadores judíos o incluso romanos. Nadie menciona este
hecho; por tanto, no sucedió.
Entre las lamentaciones de
Jeremías leemos cómo llora Raquel a sus hijos y no existe consuelo
para ella. Pero Raquel no lloró a sus hijos más que en metáfora,
porque a lo que se refiere Jeremías es al dolor del pueblo de
Israel cuando Sargón lo llevó al exilio. Hacía mucho tiempo que
Raquel había muerto, pero era antepasada de las tribus de Israel,
Efraim y Manasés. Su llanto es, por tanto, una metáfora.
Podemos encontrar aquí,
además, un paralelismo entre la historia de Moisés y la de Jesús,
coincidiendo ambas con las condiciones que Otto Rank señaló para la
creación del mito del héroe y que describimos en el capítulo II.
Nace el niño en cuna humilde, hay un malvado poderoso que desea su
muerte y ordena una matanza generalizada, pero un ángel advierte a
los padres del héroe y este se salva. Lo hemos visto también en la
historia de Cristna, de Osiris y de Serapis.
En el caso de Jesús, todo
esto sirve, como casi todo el resto de la narración, a los dos
mismos propósitos: la condición del dios redentor que se salva
milagrosamente de las fuerzas del mal y el cumplimiento de la
profecía que leemos en Oseas (11,1): «De Egipto llamé a mi
hijo». Egipto conecta, por otra parte, con Moisés, con Osiris y con
Serapis.
Para completar la similitud
con Moisés, a quien un ángel avisó cuando estaba oculto en Madián
tras matar al capataz egipcio, de que ya podía regresar a Egipto
porque habían muerto los que le buscaban, el evangelio de Mateo
incluye un pasaje en el que un ángel avisa a la sagrada familia de
que Herodes ha muerto y pueden regresar. No regresan a Belén, sino
que, por miedo al sucesor de Herodes, van a vivir a Nazaret. Pero
no es cierto que vayan a Nazaret por miedo a Arquelao, sino para
cumplir una profecía según la cual Jesús sería llamado
Nazareno.
Aquí encontramos un nuevo
error del evangelista. En primer lugar, no hay profecías que hablen
de que le llamarían Nazareno.
En todo caso, en
Jueces (13,5), podemos leer que Sansón sería «nazireo de
Dios», es decir, diferente a los demás seres humanos.
Dice Asimov que también se
pudo confundir con la profecía de Zacarías (6,12) que habla de un
hombre llamado Germen que edificará el Templo. Germen en hebreo se
dice netzer y de ahí pudo salir la confusión con
«nazareno».
Sigue una larga serie de
fragmentos de profecías o sentencias del Antiguo
Testamento que Mateo pone en boca de Jesús.
Veamos algunas para no
aburrir al lector:
«No solo de pan vive el
hombre» y «No tentarás al Señor tu dios», responde Jesús al demonio
tentador; encontramos las frases respectivamente en
Deuteronomio (8,3) y (6,16).
Jesús entra en Jerusalén a
caballo sobre un asno, en olor de multitudes que le reciben con
palmas y vítores. De la misma forma entraron otros salvadores como
Dionisos, pero, además del detalle pagano, encontramos la profecía
de Zacarías (9,9) «cabalgando en un asno». La cueva de ladrones en
la que los cambistas del Templo habían convertido la casa del
Padre, aparece en Jeremías (7,11). Las treinta monedas de
plata que recibe Judas a cambio de entregar a su maestro aparecen
en Zacarías (11,12). La venida del hijo del hombre sobre
las nubes está en Daniel (7, 13).
El lavatorio de manos de
Pilato es una recomendación del Deuteronomio (21,6-7) para
quienes encuentren un asesinado y quieran probar su inocencia.
Difícilmente podía Pilato conocer esta sentencia del Antiguo
Testamento.
Por último, leemos en la
Pasión varias frases y sucesos que se encuentran en el Antiguo
Testamento: «¿Por qué me has abandonado?» también aparece en
el Salmo número 22, el del justo paciente (2); el reparto de las
vestiduras de Jesús, que aparece en el mismo Salmo (19); el taladro
de manos y pies está en el mismo Salmo (17), aunque en algunas
versiones no dice «taladrado manos y pies» sino «ligados manos y
pies» En cuanto a la resurrección al tercer día, aparte de los tres
días de Jonás en el vientre de la ballena, ya vimos que aparece en
la historia de todos y cada uno de los dioses redentores,
incluyendo a la diosa sumeria Innana.
Con esto, el Evangelio
según San Mateo cumplía también una misión. Los judíos podrían
identificar las profecías del Antiguo Testamento y los
gentiles reconocerían las señales de los dioses salvadores tan
populares en aquellos tiempos.
Entre los evangelios
canónicos y los apócrifos existen, como es lógico, numerosas
diferencias y contradicciones. Pero entre los propios canónicos
también se dan diversas diferencias y contradicciones que señalan
inclusiones o modificaciones realizadas en fechas posteriores, a
medida que se modificaron las circunstancias del
cristianismo.
El problema de las
contradicciones evangélicas no es solo que el creyente no sepa con
cuál de las opciones quedarse, sino que también han dado origen a
numerosas especulaciones y puntos de vista que no solamente han
producido herejías, sino que han dado lugar a que en Oriente y en
Occidente haya dos Cristos distintos.
Así, los mismos
Evangelios son un compendio de contradicciones que unas
veces admiten un hecho y otras lo niegan. «No vayáis a tierra de
gentiles» se lee en Mateo (10,5), cuando Jesús envía a sus
apóstoles a predicar. Por su parte, el Evangelio según San
Marcos (16,15) cuenta que dijo a sus apóstoles: «Id por todo
el mundo y predicad el evangelio a toda la creación». Numerosos
pasajes evangélicos muestran a Jesús callando y prohibiendo a sus
discípulos decir que él era el Mesías, para terminar declarándolo
él mismo ante el Sanedrín (Mateo 26,64). En unas
ocasiones, Jesús reniega de su madre y de sus hermanos y, en otras,
exhorta a honrar al padre y a la madre.
Las incoherencias respecto a
la observación de la ley de Moisés son numerosas y se corresponden
con el abandono paulatino del judaísmo. En el Evangelio según
San Mateo (5,18), Jesús hace hincapié en el cumplimiento de la
Ley «antes pasarán el cielo y la tierra que pase una sola jota o
una sola tilde de la ley sin que todo se cumpla». A continuación,
el mismo evangelio inicia una serie de modificaciones,
puntualizaciones y excepciones. Casi todas empiezan por un «habéis
oído que se dijo» y siguen por un «pero yo os digo» Abolir el
divorcio, la ley del Talión o aplicar excepciones al
sabbath es, sin duda, adecuar la ley judaica a los
gentiles, pero sigue siendo una contradicción con el primer
pasaje.
Una contradicción, por
cierto, similar a las que mencionamos respecto a las
Epístolas de Pablo de Tarso, que unas veces declara ser
cien por cien judío y otras reniega del judaísmo .
Otras contradicciones
importantes que dieron y siguen dando pie a interpretaciones
diferentes según de dónde sople el viento son las referentes a la
espada. Los Evangelios son capaces de transmitir al mismo
tiempo un mensaje de paz, benevolencia, perdón y mansedumbre, y un
mensaje de guerra. Cuando los siervos del sumo sacerdote vinieron a
prenderle, uno de sus discípulos (Pedro, según Juan 18,10)
sacó la espada y cortó la oreja derecha de uno de los captores del
Maestro. Según Juan, Jesús le mandó envainarla,
advirtiéndole que quien la espada empuña, por la espada muere.
Según Mateo, nada opuso al ataque. Así es posible atacar
al enemigo o bien aconsejar a los demás poner la otra mejilla, pues
basta recordar que Cristo advirtió que quien a hierro mata a hierro
muere o bien que consintió que el discípulo sacara la espada e,
incluso, que él mismo dijo que no venía en misión de paz: «No
creáis que vine a traer paz, sino espada», leemos en Mateo
(10,34).
Los tres evangelios
sinópticos describen la institución de la eucaristía durante la
última cena. Sin embargo, el evangelio de Juan, que detalla
prolijamente la última cena, no menciona la institución de la
eucaristía. Recordemos que la eucaristía es similar al banquete
totémico y que por tanto se trata de un rito pagano.
Y los ritos paganos se
incorporaron al cristianismo en el siglo IV.
Tampoco se ponen de acuerdo
los evangelistas en cuanto a la hora de la muerte de Jesús, pues,
mientras para Mateo, Marcos y Lucas, a la hora sexta la tierra se
cubrió de tinieblas que duraron hasta la nona, en que murió, para
Juan, a la hora sexta estaba Jesús todavía ante el tribunal.
El tribunal, por cierto, es
otro punto discutible. En primer lugar, los evangelistas nos
presentan un diálogo entre Jesús y Pilato que nunca hubiera podido
tener lugar. ¿Acaso un prefecto romano iba a conversar o siquiera a
interrogar a un delincuente? Para eso tenía esbirros y soldados.
Además, Pilato vivía en Cesárea y únicamente se desplazaba a
Jerusalén para las grandes fiestas; allí no era bienvenido, sino
aborrecido por los judíos hasta el punto de que consiguieron que el
gobernador de Siria le depusiera y le enviara de nuevo a Roma en el
año 37.
Sin embargo, la conversación
que según los Evangelios se desarrolla entre acusado y
prefecto ofrece una imagen del romano que no se corresponde en
absoluto con la imagen de cinismo y brutalidad que presenta el
mismo Flavio Josefo, tan amigo de Roma, y que hemos descrito al
inicio de este capítulo acerca de las guerras de los judíos contra
Roma.
La deferencia con la que,
según los Evangelios, Pilato trató a Jesús dio pie a
numerosas especulaciones. Una de ellas es la opinión de Tertuliano
que, en el siglo II, estaba convencido de que Pilato, en su fuero
interno, era cristiano. Se han escrito varias novelas al respecto
contando que la mujer de Pilato era cristiana e incluso existe un
cruce de cartas, totalmente absurdo y alejado de la realidad, entre
Pilato y Tiberio, en las que ambos quedan convencidos de haber
hecho morir al hijo de Dios. Curiosamente, las citadas cartas están
escritas en griego, un idioma que ni Pilato ni Tiberio
probablemente hablarían y que, si lo hablaban, no lo utilizarían
precisamente en las comunicaciones oficiales del Imperio.
En una escena previa a la
Pasión, vemos a Jesús en casa del Sumo Sacerdote. ¿Para qué? Según
los Evangelios, para juzgarle.
Pero el Sumo Sacerdote judío
no juzgaba, puesto que el tribunal que tenía competencia para
juzgar era el Sanedrín, mejor dicho, el pequeño Sanedrín, ya que el
grande se reservaba para la legislación, no para la judicatura.
Además, las reuniones del Sanedrín, grande o pequeño, no tenían
valor si no se celebraban en el Templo y ahí es donde deberían
haber juzgado a Jesús y no en casa de Anás ni de Caifás. Este dato
indica que tal pasaje fue añadido por un gentil que desconocía la
normativa judaica, no por un judío.
Lo mismo sucede con el
pasaje del juicio, que, según los
Evangelios, se celebró
de noche y en vísperas de Pascua, toda una abominación para un
judío. Los juicios debían celebrarse durante el día y, si un
proceso se prolongaba y caía el sol, había que posponerlo para el
día siguiente. Y, por supuesto, no podía celebrarse proceso alguno
en una fiesta tan importante como la víspera de la Pascua judía
[29]
.
Las parábolas, ambiguas y
sujetas a distintas interpretaciones, han servido y sirven para
cimentar la actitud que resulte necesario adoptar en un momento
dado. Uno de los fundamentos de la Inquisición fue la parábola de
la cizaña, según la cual hay que separar la cizaña de la hierba y
quemarla.
Las contradicciones
evangélicas se reflejan en las contradicciones que pueden leerse en
las actas de los numerosos concilios y contraconcilios que han
tenido lugar a lo largo de la historia.
Apoyándose en una frase
evangélica, un eclesiástico promovía una creencia que no compartían
los otros. Se les adherían sendas facciones que iniciaban un
proceso de lucha, unas veces epistolar, otras verbal y otras,
incluyendo agresiones físicas. Finalmente, el gobernante de turno
decidía convocar un concilio en el que refrendar la teoría que se
consideraba verdadera y rechazar la contraria, a la que se
declaraba herejía. Una vez establecida tal declaración, el promotor
de la idea y sus seguidores se convertían en herejes, se les
expulsaba del seno de la Iglesia, se confiscaban sus bienes y, en
ocasiones, se les obligaba a exiliarse o, a partir del
establecimiento de la Inquisición, se les encarcelaba y conminaba a
retractarse, bajo amenaza de muerte.
Claro es que también podía
suceder que el príncipe de turno, rey o emperador, cambiara de
opinión después del concilio y se dejara convencer por los herejes,
ante lo cual, se celebraba un contraconcilio para deshacer lo
hecho, dar por bueno lo antes rechazado y rechazar lo antes
admitido. Todo dependía del pasaje evangélico leído para la
ocasión.