Adiferencia de los griegos, los
romanos no eran dados a filosofar ni a especular. Unos y otros
representaban respectivamente las mentalidades oriental y
occidental.
Por ese motivo, la religión romana
era totalmente práctica y reducida al culto externo y público. Hay
escasos testimonios de prácticas religiosas privadas. Solamente
consta que las familias romanas creían en la inmortalidad del alma
de sus difuntos, pero, fuera de ello, los cultos públicos se
aceptaban por civismo o por costumbre.
De esto tenemos un ejemplo
importante en Cicerón, que mucho escribió sobre la inmortalidad del
alma y la espiritualidad, mientras que en su epistolario privado se
mostró bastante escéptico acerca de los dioses o de la
inmortalidad.
Y no es el único. La tolerancia de
Roma respecto a las creencias religiosas permitió que Lucrecio lo
negara todo, que Plinio empezase un libro negando a Dios y diciendo
que, si hay uno, es el Sol, que Juvenal asegurase que ni los niños
creían, que Séneca cantara que nada hay después de la muerte y que
Cicerón, que dudó de todo, no dudara de que los infiernos son una
patraña, pues «no hay vieja bastante imbécil para creer en ellos
[40]
»
LA LITURGIA JUDÍA EN EL
CRISTIANISMO
El cristianismo realizó
enormes esfuerzos para desprenderse del judaísmo, pero lo cierto es
que no lo consiguió hasta bien entrado el siglo IV. Uno de los
libros apócrifos que hemos mencionado anteriormente,
Las
Constituciones Apostólicas, dedica un capítulo completo a
describir las iglesias cristianas. Este libro se utilizó en el
siglo IV para la construcción y organización de las iglesias que
mandó erigir Constantino el Grande y por él conocemos datos de la
liturgia de aquella época.
El libro identifica a los obispos con capitanes de navíos que han
de dirigir el barco de Cristo, con la ayuda de los presbíteros y
diáconos, identificados con marineros, siempre prestos a auxiliar.
Indica que el edificio de la iglesia ha de ser largo y su cabeza
orientada al Este, con las sacristías a ambos lados y en el centro
ha de situarse el trono del obispo, con los presbíteros a ambos
lados. Obsérvese que ya se habla de trono, lo que indica el nivel
social y económico alcanzado por la Iglesia, sobre todo si tenemos
en cuenta que este manual se redactó en el siglo II.
Acerca de las mujeres, señala que deben mantenerse separadas de los
hombres y en silencio. Probablemente por eso se interpolaron varias
frases en las
Epístolas de Pablo de Tarso, prohibiendo a
las mujeres predicar o enseñar y reduciéndolas al silencio.
Recordemos que, en las
Epístolas, Pablo alude a diaconisas
y hermanas, por tanto, no hay más remedio que creer que esta
disposición contra las mujeres se tomó posteriormente.
En cuanto a la liturgia,
Las Constituciones Apostólicas
explican claramente la secuencia de lecturas que debe realizar el
lector, situado en un lugar alto y en el centro de la nave.
En primer lugar se debían leer los libros de
Moisés, de
Josué,
Jueces,
Reyes,
Crónicas,
los libros de
Job, los de
Salomón y los de los
dieciséis profetas. Tras ello, el cantor debía entonar los himnos
de David y el pueblo se uniría al canto.
Hasta aquí, tenemos la organización y la liturgia propias de una
sinagoga judía. Solamente a partir de los himnos, se introduce la
lectura de los textos cristianos como
Epístolas y
Evangelios. No se hace mención alguna a altares, mesas
para la eucaristía, iconos ni imágenes sagradas.
El ejemplo más conocido es la basílica del papa Liberio que
actualmente se llama Santa María la Mayor, construida a mediados
del siglo IV. Esta iglesia contiene los mosaicos más antiguos que
se conservan y que forman una serie de cuadros bíblicos que
muestran escenas del
Antiguo Testamento. Ya en tiempos del
papa Sixto III, que reinó entre 432 y 440, se añadieron a estos
mosaicos las escenas del
Evangelio que hoy pueden verse
[41]
.
Sin embargo, ya dijimos que el
misticismo oriental había llegado a conquistar Occidente y a
divulgar la creencia en algún dios salvador. Los esclavos y
sirvientes procedentes de los numerosos pueblos sometidos por Roma
se encargaron de llevar a la Urbe sus creencias y sus dioses
redentores, a los que tanto necesitaban, y allí se realizó el
encuentro de los adeptos de todas aquellas religiones de misterios
orientales. Porque, mientras que los occidentales eran ciudadanos
romanos libres que no necesitaban respuestas a inquietudes
espirituales, en Oriente, quien más y quien menos creía en la vida
eterna, en un dios todopoderoso y abstracto, creador y salvador,
como dijimos que fueron Osiris, Serapis, Dionisos y la misma
Isis.
Tantas religiones y tantos cultos se
amalgamaron en Roma, que los emperadores llegaron a temer que el
mundo conquistado se partiera en mil pedazos y que cada uno de esos
pedazos se levantara para reclamar independencia, libertad o para
gritar «¡muerte al opresor!». Por eso, durante muchos años, los
soberanos romanos probaron a instituir un culto único que
aglutinara a todo el Imperio bajo una sola creencia.
Por ejemplo, en el año 212,
Caracalla dictó una constitución que expresaba la voluntad imperial
de la que todos los habitantes de Roma tuvieran una única religión.
Y eligió el culto a Serapis, aquel dios impuesto por Tolomeo en
Egipto que reunía los cultos de varios dioses redentores. Pero la
religión única no duro porque, a continuación, Heliogábalo, que
antes de emperador fue sacerdote sirio del Sol, trató de imponer un
monoteísmo solar semejante al de Akhenaton.
Unos y otros coquetearon con
distintas religiones, pero ninguna resultó adecuada, porque Roma no
necesitaba una religión cualquiera, sino una religión a la medida
del Imperio. Hasta que Constantino el Grande, a principios del
siglo IV, decidió crearla.
Antes de que finalizara el
siglo II, el cristianismo había soltado dos lastres importantes: el
judaísmo en su mayor parte y la espera del fin del mundo como algo
inminente. Libre de ellos, pudo continuar su camino hacia el
Imperio, pero antes hubo de desprenderse del último impedimento: el
pensamiento revolucionario.
Hemos visto cómo, en los
primeros tiempos, los textos cristianos de los Evangelios
y las Epístolas muestran un total desdén por las cosas de
este mundo, incluyendo la sabiduría y la riqueza. Nada sirve salvo
la fe en Cristo, porque el mundo se va a acabar en cualquier
momento y los valores mundanos son efímeros. Es mejor ser pobre, no
solamente de bienes materiales, sino pobre de espíritu, simple e
ignorante. El Evangelio según San Mateo expresa la
necesidad de parecerse a los niños que son los que con seguridad
entrarán en el reino de los cielos. En la Epístola a los
romanos, Pablo proclama que la fe ciega es la mayor de las
virtudes.
Siguiendo esa idea, los
primeros apologistas negaron la cultura y la filosofía, porque,
¿acaso se puede comparar a un filósofo con un cristiano que es
alumno del mismo cielo? Más tarde, en el siglo V, Agustín de Hipona
se declararía enemigo de las matemáticas y dos siglos después,
Gregorio el Grande recriminaría a uno de sus obispos el haberse
atrevido a enseñar algo tan inútil y despreciable como la
gramática, porque las ciencias mundanas son absurdas y, sobre todo,
impiden alabar a Dios.
Sin embargo, a la hora de
elevarse hacia el corazón del Imperio, el cristianismo hubo de
soltar también ese lastre, aunque volviera a tomarlo al cabo del
tiempo una vez consolidada su posición de religión única y
partícipe de la soberanía. A finales del siglo II, hubo apologistas
que buscaron todos los posibles puntos de contacto entre la
filosofía cristiana y la griega, tan apreciada por los romanos,
tratando de encontrar en ella argumentos que soportaran la doctrina
cristiana. Con ello, estudiosos como Orígenes, Justino o Clemente
de Alejandría rehabilitaron la denostada filosofía griega.
El motivo fue el que era de
esperar. El cristianismo, nacido en el pueblo y para el pueblo,
dirigido a las capas desfavorecidas y marginales de la sociedad,
cambiaba de rumbo y se dirigía a marchas forzadas hacia los
intelectuales. Sin abandonar a los trabajadores, se extendía ahora
entre los generales, los dignatarios, los comerciantes, los
filósofos, los oradores y los aristócratas.
Había, pues, que desarrollar
una teología con un sistema de dogmas que configurase una
disciplina, una verdadera ciencia que pusiera el entramado lógico a
una religión que se iba haciendo más y más poderosa y aspiraba no
ya a millares, sino a millones de creyentes. Eso suponía refinar el
cristianismo y basarlo en la filosofía, una tarea propia de la
nueva escuela filosófica cristiana que se fundó en Alejandría en el
año 180 y que ya dijimos que atrajo a las capas intelectuales de la
sociedad grecorromana.
Por otro lado, el antiguo odio
judeocristiano a los conquistadores, el motor revolucionario que
inspiró el Apocalipsis y las revueltas del siglo I,
tuvieron que desaparecer para convertir la injusticia social en una
situación válida para todas las clases sociales.
La igualdad entre los hombres
se convirtió en la igualdad «en Cristo». Al fin y al cabo, Cristo
padeció por todos. Aquí, en la tierra, seguía habiendo siervos y
dueños, pero «en Cristo» todos eran iguales, no había esclavos ni
amos. Este nuevo concepto fue bienvenido tanto para los esclavos
como para los amos. Los unos, porque tenían una esperanza aunque
fuera de ultratumba; los otros, porque ya no tenían que preocuparse
de levantamientos como el que protagonizó Espartaco siglos atrás.
Y, de paso, era un sistema que se avenía muy bien con el nuevo
orden feudal que inició Diocleciano cuando convirtió a los
trabajadores en siervos de la gleba, mediante nuevos criterios
impositivos y nueva política socioeconómica.
Precisamente, al predicar la
resignación a los pobres y la caridad a los ricos, el cristianismo
aseguraba un puesto a cada uno en el más allá. A los ricos, porque
podían alcanzar el cielo ejerciendo la caridad y, a los pobres,
porque podían alcanzarlo igualmente resignándose a su miseria y
sirviendo para que los ricos pudieran salvarse ejerciendo la
caridad para con ellos. Así, los pobres sin ricos no tenían
sentido, porque no tenían por quién rezar, ante quién resignarse ni
a quién ofrecer su invalidez. Y los ricos sin pobres tampoco tenían
en quién ejercer la caridad ni a quién proteger.
En cuanto a la ética
cristiana, ya dijimos en el capítulo VI que las contradicciones
evangélicas han permitido que cada prescripción ética tenga su
contraria o, como dice Kryvelev, su antípoda.
Eso permite acomodar la moral
a cualquier situación y actuar conforme convenga. Por otro lado, el
cristianismo exigía fe y sometimiento, no ética, al menos, no ética
en un sentido profundo, porque el Nuevo Testamento permite
justificar cualquier acto.
Y uno de los actos más
importantes fue el sometimiento a las normas del Estado, con la
excepción sabida de sacrificar a los dioses o jurar por los genios
del emperador. Ese era el único escollo que había que salvar para
acceder al corazón del Imperio. En el siglo III, el cristianismo
había soltado todo el lastre y eliminado todos los principios que
se oponían a su estatalización. Se había librado del judaísmo, del
fin del mundo, de la demonización de los ricos, del odio a la
ramera apocalíptica de Babilonia y había asumido la filosofía
antigua.
En el siglo III, por tanto,
el cristianismo era una religión totalmente válida para Roma. Pero
Roma no se dio cuenta hasta que llegaron Galerio y Constantino, ya
a principios del siglo IV y, probablemente, no se dio cuenta porque
nunca supuso que tras la obstinación fanática de no jurar por los
dioses o los genios imperiales, había una posibilidad a explotar,
la posibilidad de conferir al emperador no la dignidad de dios en
la tierra, sino la de sumo pontífice y, como tal, tributarle
obediencia y concederle autoridad en materia religiosa.
El imperio romano pasó del
principado al absolutismo en tiempo de los Severos, cuando se
consideró que la monarquía tenía origen divino. Septimio Severo
implantó el autoritarismo que para él valía mucho más que el
desorden y eso supuso que la autoridad imperial se convirtiera en
indiscutible y, naturalmente, las disidencias tuvieron que
desaparecer por la fuerza.
En aquellos primeros tiempos,
mientras el Imperio tendía a la autocracia, la Iglesia cristiana se
democratizaba. Mientras que el emperador romano invalidaba las
elecciones de los magistrados, los cristianos elegían a sus
obispos. Los ciudadanos de Roma sufrieron la pérdida de su
participación en la vida pública y lamentaron su incapacidad para
exponer al soberano sus intereses o sus preocupaciones, porque las
asambleas que se encargaban de esa función se convirtieron en
reuniones de trabajadores. Probablemente por eso, el pueblo de Roma
dejó de interesarse por un Estado que ocultaba la faz amable para
únicamente mostrar el rostro agrio de la presión fiscal y se volvió
hacia las religiones mistéricas que iniciaban en los enigmas del
más allá y hacia la Iglesia cristiana que permitía participar a
todos por igual y, además, iba absorbiendo el pensamiento
filosófico griego y fundiéndolo en su propia filosofía.
En el siglo III, la Iglesia
cristiana tenía ya su estatuto interno. El obispo, elegido por los
fieles, se rodeaba de diáconos, presbíteros y sacerdotes,
edificando la estructura temporal que vimos en el capítulo anterior
erguirse paso a paso, pero firmemente, hasta alcanzar un nivel
organizativo envidiable. Se redactaron los cánones y ordenanzas
eclesiásticos para regular la ordenación y el sacerdocio. Y, en el
año 216, el obispo Cipriano de Cartago convocó en concilio a todos
los obispos de la provincia de África, una reunión muy similar a
los sínodos que organizaban los sacerdotes egipcios en el siglo III
antes de nuestra Era.
Con el tiempo, las iglesias
locales se confederaron con un interés común. Esta confederación
tuvo dos efectos. El primero fue la adquisición de poder y el
segundo fue su triunfo político.
Porque la paz universal que
Roma había conseguido a cambio de someterse al poder de un solo
hombre, había producido un sentimiento de fraternidad entre los
pueblos subyugados y esto permitió la expansión de los cultos
mistéricos y de las filosofías espiritualistas. Lo cierto es que la
organización de la Iglesia cristiana superó con creces a las otras
religiones y filosofías.
Los amores de los dioses
Los romanos fueron
bastante escépticos en cuanto a los dioses oficiales, importados de
otras culturas y símbolos de todos los mitos y debilidades humanas.
Hubo un momento en que también el pueblo de Roma necesitó una
religión espiritual que aportara esperanzas en otra vida.
El cristianismo empezó
difundiendo el amor al prójimo, la fe en Cristo y la vida pura,
como tantas filosofías y religiones predicaban, pero empezó a
crecer y a organizarse hasta llegar a crear un estado dentro del
Estado, por más que no fuera tan amplio como los apologistas
señalaron, pero sí lo suficiente como para llamar la atención de
algunos soberanos de los que dijimos que buscaban una religión
adecuada para convertirla en fe oficial del estado romano.
En la segunda mitad del siglo
III, se inició un proceso de centralización que separó los
arzobispados de los obispados, creados en base a una mayor riqueza
de los obispados que se superaba a sí misma en las ciudades más
importantes del Imperio. A medida que fue pasando el tiempo, la
modestísima economía de aquellas comunidades primitivas que todo lo
compartían y que solamente daba para mantener los ágapes colectivos
y la sencilla y espiritual liturgia inicial, creció de forma
espectacular y alcanzó magnitudes colosales. Había que edificar
iglesias y mantenerlas y las elevadas cifras que ello suponía
terminaron por unificar los ingresos de las comunidades en los
obispados. Con ello crecieron exponencialmente los bienes que
llevaba aparejada la dignidad episcopal.
Al rozar el siglo IV, el
obispo, que empezó siendo elegido democráticamente como primer
presbítero y presidente del consejo de presbíteros, se convirtió en
un alto dignatario, poderoso, que ya no era elegido sino designado
por imposición de manos de su antecesor, quien, a su vez, se
encontraba por encima de los restantes clérigos.
Así se inició el episcopado
monárquico cuya mayor importancia se manifestó en los ropajes
elegantes, los títulos, los viajes con séquito y todos los lujos
posibles. En sus Homilías sobre el éxodo, Orígenes dijo
que las comunidades cristianas estaban integradas por hombres
preocupados por ganar dinero y por mujeres que solo se ocupaban de
chismorrear. Edward Gibbon cuenta que, a mediados del siglo III,
una mujer rica llamada Lucilla había pagado una suma importante
para que se nombrase obispo de Cartago a un sirviente suyo llamado
Majorinus. También comenta que Pablo de Samosata, obispo de
Antioquia en 260, comprobó que servir a la Iglesia era una
profesión muy lucrativa, porque podía obtener numerosas
aportaciones de los fieles ricos, parte de las cuales podían ir a
parar a su bolsillo.
La competición por el dominio
espiritual del imperio romano tuvo varios vaivenes a lo largo de
los siglos. Hemos visto a algunos emperadores instituyendo a
distintos dioses y cultos para crear una religión unificadora,
cultos que no sobrevivieron a su valedor, porque el monarca
siguiente prefirió otro distinto. Pero, en el año 68 antes de
nuestra Era, Mitra había conquistado el primer puesto y se dibujaba
como dios oficial de Roma, elevándose por encima de competidores
tan dignos como Dionisos, Serapis, Orfeo o Isis. Ya en los tiempos
precedentes al siglo IV de nuestra Era, Mitra tenía un puesto
preponderante en el panteón grecorromano, con numerosísimos adeptos
y aún más inscripciones, bajorrelieves y monumentos en su
honor.
Sin embargo, lejos del
monoteísmo exclusivista de los credos judío y cristiano, el culto
de Mitra convivía perfectamente con otros cultos y otros dioses
adorados a lo largo y a lo ancho del Imperio. Uno de ellos, que
según Horacio llegó a estar de moda, fue el judaísmo. Según
Plutarco, en tiempos de Cicerón hubo numerosos judíos influyentes
en el mismo Senado romano.
En efecto, a pesar de su
escepticismo y su alejamiento de inquietudes espirituales, los
romanos llegaron a precisar una creencia que les aportara alguna
esperanza de ultratumba. El pueblo había pagado muy cara la paz
romana, obtenida a cambio de someterse a un emperador
plenipotenciario. Se habían terminado las terribles guerras civiles
que desgarraron el mundo romano durante siglos, pero los nuevos
monarcas se creyeron dioses, por lo grande que fue su poder. No
hubo guerras, pero hubo que someterse a las insensateces de
Calígula o a los caprichos de Nerón.
Llegó un momento en que los
oprimidos pidieron a gritos una religión del dolor y de la
esperanza. Y el judaísmo, precisamente el farisaico, con su
monoteísmo y sus creencias de regeneración de la vida, de
trasmigración de almas y de establecimiento del reino ideal, tuvo
un gran atractivo para los que ya habían estado en contacto con la
idea del más allá a través de las religiones mistéricas,
especialmente las procedentes de India y Persia.
Por su parte, el culto de
Mitra lo tenía todo. Un redentor que ya había venido, que ya había
preparado el paraíso para sus fieles, que ofrecía ceremonias y
misterios, sacramentos, iniciación, rituales sagrados. Mitra llegó
a simbolizar el Sol Invicto para Roma, que terminó por declararle
protector del Imperio. Eso era mucho para un dios persa, porque
recordemos que los persas eran los mayores enemigos que tenían por
entonces los romanos, pero, a pesar de todo, pudieron más sus
virtudes que su representatividad y acabó en lo más alto del
panteón romano.
En el siglo III, Mitra estaba
en el momento cumbre de su popularidad. Se le adoraba desde las
fronteras del desierto del Sahara hasta las orillas del Mar Negro y
hasta las montañas de Escocia. Abandonado su elitismo inicial, su
culto permitía iniciarse tanto a ciudadanos libres como a esclavos
y en él se practicaba el principio evangélico de que los últimos
serán los primeros y los primeros serán los últimos, porque era
frecuente ver esclavos que alcanzaban un rango religioso superior
al de los hombres libres.
Hay que hacer constar que hubo
una circunstancia que promovió la religión de Mitra hasta llegar al
punto en que llegó y es que el emperador Cómodo, en el siglo II, se
inició en los misterios de las cuevas de Mitra. Y aquello fue un
empujón definitivo para el dios persa.
Si las negociaciones que se
llevaron a cabo para dar al cristianismo el primer puesto en el
panteón romano hubiesen fallado, no cabe duda que, como bien dice
Timothy Freke, hoy seríamos todos adoradores de Mitra. Pero no
fallaron.
En el año 305, Diocleciano
abdicó y se retiró a plantar repollos en su villa de Spalato, cerca
de Nicomedia, en la actual Turquía. Tras él vinieron, como dijimos,
las tetrarquías y, con ellas, las nuevas guerras civiles, porque
cada gobernante trató siempre de arañar a los otros un poco más de
poder. Y en aquellas relaciones entre césares y augustos que casi
siempre se manejaban con las armas en la mano, Galerio, que ostentó
el título de augusto de Oriente entre 305 y 311, buscó un apoyo que
le permitiera algo tan simple como subsistir. Y se fijó en los
cristianos.
Y es que el cristianismo
representaba ya una fuerza grande y organizada. Pacifista, por
cierto, pero de indudable utilidad política y militar, porque había
cristianos por todas partes. Hombres y mujeres en todo el Imperio,
soldados en todas las legiones y en todos los ejércitos. Este fue
uno de los puntos que más llamaron la atención de césares y
augustos, pero ninguno pensó que los cristianos se aviniesen a
adherirse a Roma, porque, como ya dijimos, lo más ostensible de
ellos era su intolerancia y su negativa a jurar por el emperador o
a admitir a los dioses grecorromanos.
No sabían que todo era
cuestión de negociar, porque el cristianismo ya dijimos que había
dejado de ser lo que fue al principio y que aquellas comunidades
humildes y espirituales habían evolucionado hasta convertirse en
una Iglesia poderosa y acaudalada.
Y, finalmente, Constantino se
decidió a negociar con ella, puesto que la religión cristiana
contaba con numerosas papeletas para derrocar a la mitraica y
hacerse con el Imperio. En primer lugar, estaba su orientación
universal y cosmopolita, que no ponía trabas a clases sociales,
razas, lenguas ni nacionalidades. En segundo lugar, estaba su
espíritu abierto que admitía a los estratos sociales más bajos, un
colectivo amplísimo que se ocupaba de difundir la doctrina a toda
la masa multinacional. Estas dos características las exhibía
asimismo la religión mitraica, pero no la tercera, que fue la
decisoria, porque, en tercer lugar, el cristianismo predicaba la
sumisión a la autoridad y lo que Roma necesitaba precisamente era
subordinación incondicional de todas las capas sociales y en todas
las provincias del Imperio.
El único impedimento ya
dijimos que era la intolerancia, pero aquello se solventó mediante
la negociación oportuna de toma y daca. Además, Constantino, como
soldado práctico que era antes de gobernante, supo encontrar
precisamente una de las principales ventajas en lo que podía ser un
inconveniente. La intolerancia cristiana era el resultado de su
autoritarismo y de su fe ciega, que no planteaba preguntas ni dudas
y que creía y acataba todo cuanto sus líderes señalaban. Y eso era
precisamente lo que necesitaba el Imperio.
Galerio no negoció, se limitó
a promulgar un edicto concediendo libertad de culto. Un edicto
fechado en el año 311 en el que se permitía a todos los habitantes
del Imperio profesar su fe, siempre y cuando no actuaran contra el
orden social, es decir, nada nuevo. Eso era la legislación vigente,
pero al menos abría la puerta al edicto definitivo, el de Milán,
que llego dos años más tarde.
El edicto de Milán, del año
313, llevó la firma conjunta de Constantino y Licinio y dio vía
libre a todos los cultos y religiones y, además, según Lactancio,
ordenó la reconstrucción de la iglesia de Nicomedia. Licinio reinó
en Oriente entre 307 y 323, compartiendo el Imperio con
Constantino, que reinó en Occidente entre 307 y 337.
Pero Constantino era mucho más
ambicioso que los otros y, además, más fuerte y mejor estratega. Y
se propuso acabar con las tetrarquías y convertir la monarquía de
sucesión en monarquía hereditaria, de forma que su cabeza no
peligrase como habían peligrado las de tantos emperadores ante
tantos ambiciosos deseosos de sucederles, sino que únicamente
pudieran sucederle sus hijos.
Precisamente en aquellos
momentos el cristianismo podía legitimar la monarquía hereditaria,
dado que era una doctrina única, aunque llevaba tras de sí un
reguero de herejías y disidencias, pero eso se solventaría a base
de concilios y de prohibiciones. El monoteísmo cristiano surtiría y
fundamentaría el absolutismo imperial, dándole exactamente lo que
necesitaba: una base divina aceptada universalmente. Naturalmente,
para ello era necesario que el cristianismo se convirtiera en
religión oficial del Imperio y eso fue lo que se negoció unos años
más tarde, cuando ya Constantino había vencido a Majencio y se
había erigido como emperador único de Oriente y de Occidente.
Constantino supo aprovechar
la doble doctrina cristiana cuyos Evangelios predican a un
tiempo la rebeldía a la autoridad y la sumisión a la misma
autoridad. Ya vimos que es cuestión de elegir el pasaje adecuado y
de interpretarlo según el objetivo a perseguir.
Jesús comió con los
publicanos, que eran contratistas pagados por Roma para ejercer
funciones públicas, entre ellas, la recaudación de impuestos; mandó
dar al césar lo que era del césar; y ordenó amar a los que
persiguen y orar por lo enemigos. Pero también supo demonizar a los
ricos por el hecho de ser ricos, porque el rico Epulón fue al
infierno solamente por serlo y los que no habrían de entrar en el
reino de los cielos eran los poderosos. Unas veces, como vemos, las
capas altas de la sociedad van al infierno y otras son dignas de
oración y de justicia.
La doctrina cristiana es unas
veces una revolución social de trabajadores que arremeten contra
los ricos y, otras, un instrumento de subordinación al sistema. Por
sus características de revolución social atrajo a los
desfavorecidos, a los oprimidos y a los esclavos que soñaban con la
emancipación. Sus características de subordinación fueron un
elemento clave para que el cristianismo triunfara en Roma frente a
la religión de Mitra, porque Constantino utilizó la doctrina de
resignación y sumisión del cristianismo para elevarlo a religión
oficial, ya que la nueva religión sustentaba la teocracia, en la
que el emperador sería sumo pontífice.
Es fácil leer y oír hablar
acerca de la conversión de Constantino al cristianismo e incluso de
la fecha en la que se convirtió.
Hay autores que aseveran que
se convirtió en Jerusalén, al ver los Santos Lugares; otros, que le
bautizó el papa Silvestre I; otros afirman que se convirtió tras
vencer a Majencio en la batalla del Puente Milvio.
Sin embargo, lo cierto es que
Constantino nunca se convirtió y nunca creyó en las cosas en las
que hay que creer para ser cristiano. No hay más que leer los
epítetos que dedica a las disputas doctrinarias que ocupaban a los
cristianos, a las que califica de «mezquinas y hueras disputas
verbales« y de «charlatanería de ocio baldío, aunque sea debida a
ejercicios de ingenio»
[42]
.
Constantino no fue cristiano
porque solamente se hizo bautizar, según dicen, en su lecho de
muerte por su buen amigo Eusebio de Nicomedia, hereje arriano por
más señas. Eso significa que no se convirtió sino que, más bien, se
hizo bautizar «por si acaso». Si creyó en algo, no hubo seguramente
más dios para él que el Sol Invicto, el que personalizaba Mitra, y,
si se creyó el sumo sacerdote o la encarnación de un dios, fue de
Apolo.
En Oriente, actuó como sumo
pontífice de la Iglesia cristiana, convocando concilios,
promulgando dogmas de fe y llamando a las distintas sectas a la
reconciliación, porque lo que más necesitaba el Imperio era
precisamente unidad y no disidencias. Pero, mientras, cuando viajó
a Occidente, ofreció sacrificios en los templos paganos de las
distintas divinidades romanas.
Aunque se autotituló sumo
pontífice de la Iglesia cristiana, el cristianismo fue para él una
superstición y no una religión, por más que se hiciera representar
por los escultores en actitud fervorosa y orante. Manipuló los
signos externos del cristianismo fundiéndolo con el mitraísmo, para
que «los demás» creyeran que Jesús nació un 25 de diciembre, de
madre virgen, en una cueva y que fue adorado por tres magos que
vinieron de Oriente guiados por una estrella. No se lo inventó.
Simplemente adaptó la historia de Mitra a la del Nazareno. Y es
posible que, como apuntan algunos autores, lo hiciera por pura
superstición, porque tuvo una visión de una cruz contra el sol y
tomó aquel signo como talismán para vencer en la batalla del Puente
Milvio. Pero lo más probable es que se inventara la visión y que
utilizara la conjunción del sol con la cruz para simbolizar la
unión de la cruz de Cristo con el sol de Mitra. Al fin y al cabo,
también a Aureliano se le había aparecido el dios Sol un siglo
antes y, según cuentan los panegiristas de Constantino, en el año
310 se le había aparecido el dios Apolo, un dios solar, cuando
oraba en un templo al sur de Galia.
Constantino hizo poner su
cabeza en la estatua del dios Helios (el Apolo griego) en el foro,
con una corona que recordaba la corona de espinas de Cristo, mandó
acuñar monedas con su efigie junto al Sol Invicto y el arco que
erigió en Roma, el famoso arco de Constantino, solamente muestra
imágenes paganas, ya que en él aparecen los soldados asistidos por
los dioses y en un lateral se encuentra el signo de Helios, el Sol
Invicto.
Eusebio de Cesárea cantó sus
alabanzas en su libro Sobre la vida del beato emperador
Constantino. La Iglesia de Oriente venera a Constantino en la
misma fecha en que venera a su madre, Santa Elena, el 18 de agosto.
Le venera porque elevó la religión cristiana proscrita y a penas
tolerada a religión oficial y la dotó de todos los recursos
necesarios, sacándola de las humildes catacumbas para elevarla al
lujo de los palacios.
Pero Constantino no solamente
no se hizo bautizar, sino que jamás se comportó como se supone que
se debería comportar un cristiano. Después de perdonar a Maximiano
por haberse revuelto contra él, mandó ahorcarle. Hizo estrangular a
Licinio, su cuñado y su compañero en el Imperio. Esos dos
asesinatos se podrían considerar ejecuciones políticas, porque en
aquellos tiempos se hacían las cosas así. Pero hubo otros crímenes
que no dan lugar a confusión alguna.
Su segunda esposa, Fausta,
había acusado a Crispo, hijo de la primera esposa de Constantino,
de haber intentado seducirla y él, sin juicio ni comprobación,
mandó matar a su propio hijo.
Después se arrepintió y
volvió su ira contra Fausta, al parecer, porque su madre Elena la
acusó de adulterio y, como ya no había vuelta atrás en la muerte de
Crispo, hizo ahogar a la mujer en el baño. Era la madre de cuatro
de sus hijos. También hizo matar a su propio sobrino, el hijo de
Licinio, para evitar que se levantase a reclamar su parte en el
Imperio.
Precisamente, toda esta
exhibición de maldad ha servido a algunos autores para explicar el
motivo que llevó a Constantino hasta el cristianismo. Algunos dicen
que preguntó al filósofo Sopatro cómo podría obtener el perdón por
sus crímenes y que este le respondió que no había expiación posible
para tales delitos.
Otros aseguran que
Constantino consultó a los sacerdotes romanos para saber qué
sacrificio podría ofrecer a los dioses y obtener su perdón y que la
Sibila le gritó en respuesta: «¡Lejos de aquí los parricidas a
quienes los dioses jamás perdonan!».
La conclusión de esta
historia es que un sacerdote cristiano le dijo que solamente el
cristianismo podría absolverle, porque el Salvador había venido al
mundo para expiar las faltas de todos los hombres. Y el papa
Silvestre I le ofreció las aguas bautismales como medio de
purificación.
Esto último puede que sea
cierto, porque es lógico que los cristianos intentaran bautizar al
emperador impío que quería ser cabeza de su Iglesia. Pero también
se utilizó para falsificar un famoso documento conocido como la
Donación de Constantino. Según tal documento, Constantino
contrajo la lepra como castigo divino a sus maldades. Buscó el
perdón y no lo obtuvo. El papa Silvestre I le aseguró que solamente
se limpiaría de la lepra con las aguas del bautismo. Y así fue. En
agradecimiento, Constantino donó al papado todo el imperio de
Occidente para su gobierno, mientras que él, para no interferir
trasladó su sede a Oriente, a Constantinopla.
Este documento, creado en el
siglo VIII en el monasterio de Saint Denis, fue un arma esgrimida,
a partir del siglo XI, por diversos papas contra reyes y
emperadores y dio lugar a la llamada Querella por el dominio del
mundo, una guerra encarnizada que duró más de ocho siglos y que
dividió al mundo occidental entre partidarios del papa y
partidarios del emperador. En el siglo XVI, las luces del
Renacimiento dieron al traste con la falacia y los propios
estudiosos eclesiásticos proclamaron la falsedad del
documento.
El Edicto de Milán no solo
permitió a los cristianos ejercer libremente su religión y
convertirse en asociación lícita, sino que también recibieron
bienes materiales. El emperador entregó al entonces papa Milcíades
su palacio del Laterano. Después de la cesión, mandó construir la
iglesia de San Juan de Letrán sobre las antiguas caballerizas del
palacio. Este se convirtió en sede papal hasta el siglo XIV, en que
se trasladaron a Aviñón. Otra de las obras erigidas por Constantino
fue la basílica de San Pedro in Vaticano, la más grandiosa
de todas las que hizo construir, pero que fue solamente una iglesia
y no se convirtió en lo que hoy es el Vaticano hasta el siglo
XVI.
En el año 312, Constantino
ordenó a Anullino, que era por entonces procónsul de la provincia
de África, que devolviera a la Iglesia cristiana todos los bienes
que les hubiera incautado y le mandó liberar al clero de
obligaciones y tributos. Por si fuera poco, entregó una fuerte suma
de dinero al obispo de Cartago que era entonces Ceciliano.
En el año 321, la Iglesia
cristiana obtuvo, por ley, la facultad de recibir herencias, sin
perder el privilegio de no pagar impuestos y eso permitió su
crecimiento temporal y su enriquecimiento, porque cada obispo se
pudo convertir en latifundista sin coste alguno.
Además de los bienes
materiales, Constantino entregó a la Iglesia cristiana un bien
inestimable. Una ley promulgada en 318
permitió a los obispos
presidir los tribunales que administraban justicia no solamente
entre cristianos, sino también entre cristianos y no cristianos, lo
que incrementó su poder y los convirtió en funcionarios del Estado
con capacidad para hacer y deshacer.
De este modo, los obispos se
alejaron aún más de su función pastoral, de la que no les quedó más
que el báculo, para entregarse a quehaceres y profesiones civiles y
convertirse, con las regalías que conllevó su cargo, en señores
feudales con vasallos y latifundios.
El cristianismo no alcanzó
gratuitamente uno de los primeros puestos en el panteón romano.
Nadie regaló nada a nadie. Es cierto que Constantino lo legalizó
como religión oficial y que después, en el año 380, Teodosió lo
convirtió en la única religión del imperio romano, en religión
imperial. También es cierto que Constantino y tras él los
siguientes emperadores, exceptuando a Juliano que quiso volver al
paganismo y por eso se le conoce como el Apóstata, entregaron a la
Iglesia numerosas prebendas y bienes materiales de toda clase, no
solamente palacios que convertir en iglesias y basílicas, sino
territorios y provincias enteras que, en el siglo VIII, llegaron a
formar un amplio estado llamado Patrimonio de San Pedro que, con el
tiempo, se convertiría en los Estados Pontificios. Hoy está
reducido al Vaticano, pero hubo un tiempo en que fue enorme y muy
rico. Y, sobre todo, permitió a la Iglesia católica ser la única
religión del mundo que tiene un país propio y una
constitución.
Hoy no quedan países
teocráticos católicos, pero, aunque no hubiese comunidades
católicas en el mundo, el Vaticano seguiría siendo un país, con su
legislación, su representación diplomática universal y su
organización política, social y económica. Y su órgano de
inteligencia, la Santa Alianza. Subsistiría por sus propios medios,
sus bancos, sus empresas multinacionales, sus centros de formación
y sus congregaciones. Subsistiría como monarquía electiva única en
el mundo, que concentra todo el poder en una sola persona, el
Papa.
Desde el siglo VIII hasta el
XIX, los Estados Pontificios ocuparon una enorme zona irregular, en
forma de «S», en el centro de Italia, con Roma como capital. La
extensión del territorio se modificó a través de los tiempos en
virtud de las diferentes donaciones, adquisiciones o pérdidas,
pero, como ejemplo, en 1834, estaba dividido en veintiuna
provincias. Llegó a tener más de un millón trescientos mil
habitantes. Después del Pacto de Letrán, en 1929, las dimensiones
externas del estado eclesiástico quedaron reducidas a la Ciudad del
Vaticano, unas cuarenta y cuatro hectáreas que actualmente cuenta
con menos de mil habitantes. No es gran cosa al lado de lo que fue,
pero sigue siendo un país.
Esto fue lo que ganó la
Iglesia católica al aceptar las propuestas que Constantino el
Grande hizo al entonces papa Silvestre I, con la asesoría técnica
del obispo Osio de Córdoba, que fue siempre el mejor consejero del
Emperador, y con la inestimable ayuda de Eusebio, obispo de Cesárea
y artífice de la documentación oficial de la nueva religión.
Ganó un poder que llegó a ser
ilimitado porque, con el tiempo, igual que absorbió el paganismo
para después aniquilarlo, también obtuvo del Estado el poder
temporal a cambio del césaropapismo, pero más tarde se deshizo de
él para siempre, aunque costó siglos de guerras a sangre y
fuego.
En segundo lugar, la Iglesia
ganó una capacidad también ilimitada de expansión, porque, al
fundirse con el Estado, la romanización se convirtió en
cristianización y quienquiera que desease obtener la deseable
nacionalidad romana tenía que sumergirse primero en las aguas del
bautismo.
Por otro lado, puesto que el
convenio Iglesia-Estado incluyó la obligación del Estado de
defender y propagar la religión, la Iglesia obtuvo un brazo armado
al que encargar la destrucción de quienes no se aviniesen a su
doctrina. Y el Estado prestó su brazo armado a la práctica
inquisitorial hasta que la Iglesia pudo contar con su propio
ejército de verdugos, los Domini canes, los perros del
Señor, los dominicos. Uno de los dominicos más destacados, Tomás de
Aquino, aclaró la postura de la Iglesia ante la obstinación de los
herejes:
«La Iglesia está llena de
misericordia y procura convertir a los que están en el error, por
eso no condena enseguida, sino después del segundo aviso, como
enseña el apóstol. Si el hereje sigue obstinado, la Iglesia, no
teniendo esperanza en su conversión, lo aleja mediante excomunión y
lo entrega al juez laico para que este lo aleje del mundo mediante
la muerte. No, no sería contrario a los mandamientos de Dios si
todos los herejes fuesen exterminados».
Esto fue lo que la Iglesia
ganó al aceptar la negociación de Constantino.Veamos el precio que
el cristianismo pagó por ello:
Lo primero que perdió fue
aquella ingenuidad y frescura, aquella simpleza que atrajo al
principio a tantos paganos a sus filas, llamados por el mensaje de
amor, por el sentimiento de fraternidad universal y por la fe y la
esperanza depositadas en el Dios cristiano.
Después de su adaptación a
los requisitos del Imperio, el cristianismo precisó de otros
recursos para atraer adeptos:
El primero fue la fuerza.
Desde el momento en que la Iglesia oficial tuvo poder para ello,
impuso su doctrina y su magisterio por la fuerza, destruyendo lo
que se opusiera a su avance imparable, ya fuesen doctrinas,
teorías, monumentos o personas.
El segundo fue el
deslumbramiento, porque uno de los argumentos más utilizados para
la ornamentación extremadamente lujosa de las iglesias y los
utensilios sagrados fue que habrían de impresionar a los fieles y a
los infieles y conseguir su adhesión y su respeto. En siglo el VI,
contaban que la reina Clotilde, con intención de convertir a su
esposo Clodoveo y a sus súbditos al catolicismo, pidió al obispo
Remigio que decorase la iglesia con tal derroche de luz, de
cánticos, de flores, de liturgia y de ornamentos, que consiguió
arrancar a los francos una exclamación admirativa: «¡Qué religión
tan hermosa!».
El tercero fue, como dijimos,
la obligatoriedad de someterse a las aguas bautismales a todos los
que quisieran ser reconocidos como romanos, algo que, en los siglos
de barbarie que vivió Europa durante la Edad Media, resultó el
mayor anhelo de la mayoría de los pueblos semisalvajes. Ya
comentamos que incluso el feroz Atila hubiera dado cualquier cosa
por conseguir vestir la toga romana.
Lo segundo que perdió el
cristianismo en aquella negociación fue la independencia de la
espiritualidad, que quedó para siempre sometida a los valores
temporales. Una independencia simbolizada por la famosa frase
evangélica: «Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de
Dios», porque, a partir de entonces, el emperador fue el sumo
pontífice, el que manejó los negocios religiosos y dirigió la nave
espiritual con un rumbo que nada tuvo que ver con el que siguieron
aquellas comunidades de cristianos en las que todos participaban y
compartían por igual.
Constantino inició el
césaro-papismo, un sistema teocrático en el que el emperador
ejercía la autoridad suprema de la Iglesia igual que la del
Imperio. Así hubo emperadores y emperatrices que establecieron
dogmas de fe, que nombraron papas, obispos y patriarcas y que
decidieron, según su entendimiento, si una doctrina era herética u
ortodoxa.
Los emperadores estuvieron
eligiendo obispos y papas, convocando concilios y declarando dogmas
de fe o doctrinas heréticas hasta el siglo XI, en que Gregorio VII
promulgó sus Dictatus Papae que pretendieron rescatar los
asuntos sagrados de las manos profanas. Pero de nada valió tal
iniciativa, porque la Iglesia se había para entonces habituado al
manejo de negocios temporales y los papas se habían convertido en
soberanos que disputaban a reyes y emperadores el lugar más elevado
de la jerarquía occidental y no precisamente el lugar espiritual,
sino temporal.
Llegó un momento en que, para
determinar la relación entre la autoridad espiritual y laica, se
empleó la teoría de las «dos luminarias», según la cual, los
ideólogos pontificios compararon las dos luminarias principales, el
sol y la luna, para calcular en cuántas veces superaba la dignidad
papal a la imperial. Aplicando las teorías de Tolomeo y los
conceptos árabes medievales acerca de las dimensiones relativas
entre ambos astros, se estableció que el papa era superior al
emperador en 6.645 veces y 7/8.
Esta pugna trajo consigo la
Querella de las investiduras que también se llamó, con más razón,
la Querella por el dominio del mundo, que citamos
anteriormente.
Empezó como querella por las
investiduras, porque lo que se reñía era el derecho a nombrar papas
u obispos, pero como el papado y el obispado se habían alejado
infinitamente de su misión espiritual y consistían en categorías
feudales que llevaban aparejadas inmensas rentas, enormes
beneficios, tierras, vasallos y poder, la querella terminó
discutiendo el poder temporal sobre el mundo occidental, que los
papas dieron en reclamar como feudo en virtud de la citada
Donación de Constantino y aplicando unas cuantas frases
evangélicas, según las cuales, Jesús había entregado a Pedro el
mundo para su dominio y este lo había transmitido a los papas, sus
sucesores.
Naturalmente, hubo reyes que
claudicaron ante tal vindicación y se avinieron a pagar grandes
tributos al papado, pero hubo otros soberanos que declararon que
tales pretensiones eran inadmisibles y se opusieron con las armas
en la mano. La lucha no fue precisamente desigual, porque si los
reyes esgrimían armas físicas, los papas utilizaron un arma
poderosísima que la estructura medieval puso en sus manos. Entre
los Dictatus Papae de Gregorio VII, el número XXVII
otorgaba al papa poder para eximir a los súbditos de un señor
feudal de su juramento de fidelidad.
Apoyándose en la frase del
Evangelio: «lo que atares en la tierra quedará atado en el
cielo y lo que desatares en la tierra quedará desatado en el
cielo», los papas se arrogaron el poder de coronar a reyes y
emperadores y también de destronarles, empleando el arma mística de
la excomunión. Las monarquías medievales se basaban en un régimen
feudal en el que los súbditos juraban fidelidad al señor y este les
protegía. Pero, por regla general, los súbditos eran levantiscos y
tendían a rebelarse contra su señor tan pronto encontraban un
pretexto. Y el mejor pretexto que ofrecieron los papas fue la
excomunión. Por tanto, los súbditos de un rey o emperador
excomulgado quedaban liberados automáticamente de su juramento y
podían rebelarse, destronarle y elegir a un nuevo monarca. Júzguese
el poder de semejante arma, que obligó a emperadores y reyes a
vestir el sayal de penitentes y a humillarse ante los papas para
recibir la absolución y no perder la corona.
El tercer pago del
cristianismo fue la pérdida de su identidad, una identidad que
tanto intentaron defender los escritos de los padres de la Iglesia
cuando los paganos les acusaban de haber usurpado las Escrituras a
los judíos y los rituales a los paganos.
La pérdida de identidad se
debió a la paganización del cristianismo, que se produjo a través
de un proceso que convirtió al Cristo de Pablo de Tarso en un émulo
de Mitra, con todos los atributos, los datos físicos, incluidas
fechas, y los ritos sacramentales del dios persa, un dios, por
cierto, que una vez vencido en la pugna por el Imperio, hubo de
ceder todos sus valores y características al ganador de la
contienda: el nuevo Cristo del concilio de Nicea que, algo más de
medio siglo más tarde, terminaría por pisotear y aniquilar a Mitra
y a todos sus competidores.
El cristianismo, que tanta
intolerancia había exhibido frente al paganismo, que tanto había
luchado por desterrar las creencias en los dioses, los rituales de
iniciación, las ceremonias visibles, los datos personales y, en
fin, todo lo ajeno a la mística judeocristiana, que tanto había
sufrido por oponerse al paganismo, entre mártires y renegados, que
tanto había trabajado por mantener la unidad y deshacerse de todos
aquellos intelectuales gnósticos y herejes medio paganos, terminó
por absorber todos los detalles y ritos paganos de los dioses
redentores del Mediterráneo, especialmente de Mitra, que al fin y
al cabo era el dios al que tenía que derrocar.
El cristianismo, surgido del
pueblo incluso en contra del poder imperial, luchó por convertirse
en culto Imperial, aunque el sumo pontífice no profesara la misma
religión. El emperador dejó de ser dios, pero a cambio obtuvo
autoridad sagrada. Tan pronto como se convirtió en una de las
religiones oficiales del Imperio, el cristianismo aceptó el origen
divino del poder temporal, para dárselo a su sumo sacerdote, el
emperador. A partir de aquel momento, la religión se hermanó con la
política y caminó de la mano del Estado.
Pero, a pesar de erigirse como
sumo sacerdote del culto cristiano, ya hemos dicho que Constantino
no se dedicó exclusivamente a esta religión. Demostró saber con
claridad que debía ser no solamente el soberano de un colectivo,
más o menos amplio, sino el de todo el Imperio. Por eso, además de
construir basílicas cristianas, mandó erigir templos paganos,
además de escuchar los problemas y los augurios del clero
cristiano, escuchó los de los áuspices y hierofantes, presidió el
concilio de Nicea y veneró la estatua de la diosa Fortuna.
Y para amalgamar de una vez
por todas las creencias y los cultos de las religiones oficiales de
Roma, traspasó los atributos y características paganos al
cristianismo, que los aceptó como parte de la negociación.
De esa manera, el cristianismo
emprendió el camino directo hacia el corazón del Imperio, porque la
conquista de Roma convertiría a la Iglesia de Cristo en la Iglesia
Católica Apostólica y Romana. Este proceso de romanización se
inició en el año 325, con el concilio de Nicea y, en él, el
cristianismo se impregnó de la mentalidad romana, adoptando sus
fechas, costumbres, ritos, tradiciones y hasta el lenguaje El
idioma oficial de la Iglesia dejó de ser el griego para adoptar el
latín, la lengua del Imperio.
La culminación de este proceso
fue en el año 380, cuando el emperador Teodosio elevó a la religión
cristiana no ya a la oficialidad del Imperio, que ya tenía desde
tiempos de Constantino, sino a primer y único culto, es decir, a la
categoría de culto imperial. Y este fue el gran triunfo del
cristianismo.
La Virgen Isis con el niño divino.
Isis fue
una de las diosas más populares en todo el Mediterráneo. Sus
estatuas, con el niño Horus en brazos, se convertirían con el
tiempo en imágenes de la Virgen María con el Niño Jesús.
Constantino no convirtió al
cristianismo en religión del Imperio, pero lo puso de moda, como
Cómodo había puesto de moda a Mitra en su momento. Eusebio de
Cesárea, su gran admirador, asegura que el emperador trasladó al
cristianismo los símbolos paganos para atraer a los no cristianos a
la nueva religión sin que echasen de menos los ritos y ornamentos a
los que ya estaban acostumbrados.
Lo cierto es que la adopción
de tantas ceremonias y costumbres, que ya dijimos que para Roma
eran tan sumamente importantes, llevó al paganismo a ver sus
símbolos santificados por la Iglesia cristiana y, por otro lado, a
la promulgación del cristianismo como religión imperial, lo que no
hubiera sido posible de haber mantenido su intolerancia hacia los
dioses, su sistema democrático en el que todo el mundo podía
participar y aquella sencillez y candor iniciales que ya comentamos
que atrajeron a numerosos grecorromanos en los primeros siglos de
nuestra Era.
El paganismo tenía numerosos
ritos y costumbres, hasta entonces tachados de demoníacos por los
apologistas cristianos.
Por ejemplo, la fecha de
nacimiento de los santos se consideraba un rito pagano propio de
los antiguos egipcios. Lo que los cristianos valoraban no era la
fecha en la que los santos habían venido al mundo, sino la fecha en
la que habían nacido para Cristo, es decir, la fecha de su
muerte.
Pero el mundo romano estaba
acostumbrado a celebrar el solsticio de invierno el día 25 de
diciembre y la celebración consistía en procesiones de las
cofradías de Mitra, Baco, Orfeo, etc., que llevaban en andas la
efigie del dios recién nacido, echado en una cuna y venerado por
los fieles y cofrades que lanzaban gritos en su honor, proclamando
el nacimiento del niño divino.
En la procesión de las
cofradías de Isis, los sacerdotes llevaban una amplia tonsura en la
cabeza y el niño no iba acostado en la cuna, sino en brazos de su
madre, la Virgen Isis, la Reina del Cielo, la Madre de Dios, la
Señora del Perpetuo Socorro.
Por tanto, no hubo más remedio
que establecer una fecha de nacimiento para Jesús de Nazaret, que
ya nunca más fue el Cristo de Pablo de Tarso, sino el sosia de
Mitra. Pero el objetivo mereció la pena, porque obtuvo el primer
puesto en el panteón romano.
Otra de las fechas que Roma
aguardaba con interés era el equinoccio de primavera, en el que se
celebraba la muerte y resurrección del Sol, personificado en el
dios redentor de moda que en aquellos días era Mitra. Mitra, que
había nacido el 25 de diciembre, debía morir y resucitar en
primavera, en un proceso que duraba una semana. Tres días de luto
riguroso en el que todos lloraban la muerte del dios. Tres días que
simbolizaban los tres meses de oscuro invierno y en los que Roma
entera permanecía recogida, en oración, lamentando la muerte del
dios víctima del complot malvado y recorriendo sombrías calles para
visitar los santuarios en los que Mitra, Dionisos, Orfeo, Baco,
Serapis o el dios de cada culto, yacía en su ataúd o en su lecho de
muerte. El día más triste era el viernes, el día de Venus, dedicado
al dolor de esta diosa, y en el que no se oficiaban sacrificios ni
ceremonias.
Pero el cuarto día reinaba de
nuevo la alegría y las procesiones recorrían gozosas las calles del
Imperio. Dios (Mitra en aquellos días) había resucitado triunfante
sobre el mal y había ascendido a los cielos para reinar
eternamente. ¡Aleluya! Se encendían de nuevo los cirios apagados,
el fuego sagrado volvía a los altares y la alegría volvía a las
calles.
Por tanto, no hubo más
remedio que establecer la muerte de Jesús de Nazaret un viernes del
equinoccio de primavera, en el que se detuvieron los ritos
religiosos, para señalar el domingo siguiente como la fecha más
gozosa de la cristiandad, la resurrección. Ahí entraba de nuevo en
escena el Cristo de Pablo de Tarso, el Cristo resucitado que
ascendía glorioso al cielo, pleno de poder, para reinar junto a su
padre en espera del día de su vuelta, porque el regreso del Mesías
no se anuló, sino que solamente se aplazó indefinidamente, lo que
permitiría a los futuros profetas y catastrofistas anunciarlo a lo
largo de los siglos.
Hubo muchos otros ritos y
costumbres paganos que sacralizar. La vestimenta, los ropajes
vistosos de ceremonia, las mitras y las tiaras de los dioses
paganos y de los reyes deificados de Persia y Babilonia que Julio
César introdujo en Roma y que el emperador se ceñía para actuar
como sumo sacerdote, los vasos de oro y plata para las ceremonias
de altar, el báculo de los augures romanos, las ofrendas votivas
para pedir la salud o la solución a los problemas, el agua bendita,
el anillo de boda, el incienso y otros ornamentos religiosos que se
adoptaron para que no se dijese que el cristianismo era una
religión sin ceremonias o que sus ceremonias eran exclusivamente
las de los judíos.
Una de las costumbres paganas
que adoptó inmediatamente el cristianismo fue la veneración de las
reliquias. Los griegos llevaban siglos mostrando reliquias de
personajes y hechos antiguos, que atraían a numerosos peregrinos
hacia el lugar en que se encontraban. Así, en Metaponto se
guardaban las herramientas con las que Ulises construyó el famoso
caballo de Troya. En Queronea se guardaba a buen recaudo el cetro
de Pélope, a quien su padre mató y partió en pedazos para dar de
comer a los dioses en un banquete, pero estos, horrorizados,
reunieron los pedazos y devolvieron la vida al joven que, tras
conseguir a Hipodamía en matrimonio en una carrera de carros, fundó
el Peloponeso. Por cierto, su padre, que era Tántalo, fue condenado
en los infiernos al terrible castigo de padecer hambre y sed
eternamente, avivados por el agua fresca que manaba junto a él y
las frutas tan dulces que brotaban de un árbol a su alcance. Más
cuando tendía su mano ansiosa a tomar el agua o la fruta, estas
desaparecían por arte de encantamiento. En Faselis se guardaba
también la lanza de Aquiles, el héroe de quien el mismo Alejandro
Magno hubiera querido descender.
El cristianismo adoptó
inmediatamente el culto a las reliquias, pero no así el de las
imágenes, aquellos ídolos paganos que costó bastante tiempo
sacralizar. Los egipcios, los griegos y todos los pueblos que
animaban el Imperio romano veneraban imágenes de dioses a los que
ofrecían sacrificios, flores y frutos, y de las que se decían que
curaban enfermedades, que otorgaban favores y algunas de las cuales
habían aparecido milagrosamente en uno u otro lugar.
El cristianismo había
heredado del judaísmo su repulsa hacia las imágenes, porque el
segundo mandamiento de la Ley, como dijimos anteriormente, las
prohíbe: «No harás imagen ni semejanza de cosa alguna que esté en
el cielo ni en la tierra ni en las aguas, ni te inclinarás ante
ella, ni la honrarás».
Pero Constantino fue, como
también hemos dicho, un gran soldado y un gran estratega no solo
militar sino social. Es más que probable que fuera él quien ideó la
estrategia que habría de reconducir al cristianismo hacia el
politeísmo, al menos, encubierto o, cuando menos, hacia la
veneración de ídolos e imágenes. Y esta estrategia se inició con la
recogida de reliquias que se veneraron en las iglesias.
Y ¿cuáles habían de ser las
reliquias más importantes del cristianismo? Evidentemente, las de
su dios, las reliquias de Jesús de Nazaret. En Jerusalén debían
estar aquellos restos sagrados que ni siquiera Pablo de Tarso ni
ninguno de sus sucesores tuvo la curiosidad de visitar. Nadie hasta
entonces los había buscado ni a nadie se le había ocurrido que, si
Jesús había vivido y muerto en Jerusalén, allí debían hallarse sus
vestigios.
El problema era que
Jerusalén, en tiempos de Constantino, ya no existía. En su lugar se
alzaba Aelia Capitolina, aquella ciudad que Adriano mandó erigir
sobre la tierra arada de la Ciudad Santa y de la que había
expulsado a los judíos dos siglos atrás.
Pero eso no había de arredrar
a la madre del emperador, Elena, una mujer de la que se dijo que
era «crédula y muy aficionada a las reliquias» y que había abrazado
tiempo atrás la religión cristiana.
No fue emperatriz ni reina,
como la llaman algunos autores, sino concubina de Constancio Cloro,
el padre de Constantino, con quien nunca se pudo casar porque ella
era de extracción social humilde, concretamente, la hija de un
posadero a quien ayudaba en las faenas de hostelería. No podía
reinar ni casarse con un monarca, pero su hijo le concedió el
título de augusta y, si no reinó de hecho, sí debió influir en el
emperador al menos en cuanto a simpatías y generosidad hacia el
cristianismo se refiere.
A pesar de no haber podido
legalizar su matrimonio, Elena fue elevada a los altares porque
ella fue quien se ocupó de la tarea más importante para el
cristianismo en aquellos días, la recuperación de los Santos
Lugares, la aportación de numerosas reliquias como testimonio de
que todo aquello que se contaba en los Evangelios era
cierto y de que el Cristo de Pablo había sido también hombre de
carne y hueso.
En 326, en la Aelia
Capitolina de Adriano, Elena y el obispo Macario de Jerusalén
procedieron a identificar los Santos Lugares, a derribar la ciudad
romana y a construir iglesias y santuarios. Lo que ya resulta más
difícil de comprender es cómo lo consiguieron.
Iglesia del Santo Sepulcro en
Jerusalén
En el año 326, la madre de Constantino,
Helena, en compañía del obispo Macario de Jerusalén, identificó las
reliquias de Cristo entre los escombros de la ciudad romana
construida por Adriano y mandó construir sobre ellos la nueva
Jerusalén cristiana.
Unos autores, los más
crédulos, dicen que los santos se levantaban de sus tumbas a medida
que Elena y el obispo Macario recorrían Jerusalén, para señalarles
los lugares sagrados. Otros, más moderados, limitan el milagro a la
Vera Cruz. Cuando llegaron al Gólgota, encontraron una ingente
cantidad de clavos, hierros, leños, maderas carbonizadas y otras
más o menos podridas. No olvidemos que allí hubo cientos de miles
de crucifixiones.
Ellos sabían, al menos
Macario, que la cruz de Jesús llevó la inscripción INRI y
no pararon hasta localizarla. Pero cerca de la inscripción no había
una sola cruz, sino al menos tres.
Eusebio de Cesárea cuenta
que Macario recurrió a un método infalible para identificar la cruz
de Cristo. Hizo acostar a una enferma sobre la primera cruz y su
estado se agravó; al recostarla sobre la segunda, se quedó como
estaba; pero, al recostarla sobre la tercera, se levantó y salió
caminando curada totalmente y cantando alabanzas a Dios. Así
supieron cuál era la Vera Cruz.
Otros cronistas aseguran que
fue un cadáver lo que Elena y Macario de Jerusalén hicieron colocar
sobre las diferentes cruces y que, al ponerlo sobre la cruz
verdadera, resucitó.Y otros, más discretos, señalan al mismo
emperador Adriano como responsable de los hallazgos, porque dicen
que confundió las sectas judías con el cristianismo y mandó poner
una estatua de Júpiter sobre el lugar de la Resurrección, una
imagen de Venus en el Calvario y un bosque en honor de Adonis en
Belén. Eso equivale a suponer que Adriano conocía los lugares
sagrados cristianos y que identificaba sus símbolos.
Sin embargo, ya hemos dicho
que los romanos confundían las numerosas sectas judías y no eran
capaces de distinguir a un esenio de un saduceo, de un fariseo o de
un cristiano y que además Adriano estuvo convencido de que los
cristianos a quien adoraban era a Serapis.
En todo caso, el
despropósito sirvió para fundamentar el hallazgo del Santo
Sepulcro, de la Vera Cruz y de la Cueva de Belén. No es seguro que
Adriano arrasara también Belén que hoy es un suburbio de Jerusalén
pero que entonces era una pequeña población separada de la
ciudad.
Las anteriores
explicaciones, que hoy parecen risibles, se pudieron tomar como
plausibles en tiempos de Constantino. Hay que suponer que Elena
actuó con intención piadosa. Mandó erigir iglesias y santuarios en
los Santos Lugares, que después serían destruidos por los turcos. Y
llevó a casa un buen trozo de la Vera Cruz, el llamado Lignum
Crucis, del que se cortaron fragmentos y astillas para surtir
de reliquias a numerosas iglesias. La parte más grande se situó en
el Palacio Sagrado de Constantinopla, exactamente encima del trono
imperial.
Según la tradición, Elena
localizó la Vera Cruz en 328, es decir, en el mismo año en el que
Constantino fundó Constantinopla. Según Sócrates el Escolástico,
historiador de la Iglesia, cuando Elena envió parte de la cruz a
Bizancio, se estaba urbanizando la ciudad y el arquitecto Eúfrates
tuvo que prever la construcción de una nueva iglesia para albergar
aquella reliquia. Erigió una basílica dedicada al Hijo, la segunda
persona de la Trinidad. El nombre de la basílica fue Santa
Sabiduría, que en griego se dice Hagia Sofia y hoy
conocemos como Santa Sofía.
La fiesta, llamada con razón
del Hallazgo o Invención de la Santa Cruz, se celebra el 3 de
mayo.
Documentar todos los vaivenes
de la doctrina cristiana fue también una labor ardua y larga,
porque había que preparar textos que avalasen lo que de lo antiguo
habría de quedar vigente y también que refrendasen lo nuevo.
De los primeros textos
cristianos que probablemente fueron las Epístolas de Pablo
de Tarso, hubo que obtener una base sólida que fundamentara aquel
primer cristianismo que se propagó en las primeras comunidades
cristianas a finales del siglo I, las comunidades fundadas por
Pablo de Tarso en Asia Menor.
Pero las Epístolas
de Pablo no eran totalmente aceptables, porque ya dijimos que Pablo
nunca se interesó por Jesús de Nazaret, sino que predicó al Cristo
de sus visiones, el Cristo crucificado y resucitado, que para él
fue el único hijo de Dios. Sí tenían de rescatable su universalidad
frente al nacionalismo judío de los Evangelios. De ellos,
ya hemos mencionado lo muy numerosos y variados que eran. También
había unos cuantos Apocalipsis y algunos otros textos de
los padres de la Iglesia de los primeros siglos.
Era preciso formar un canon
de libros sagrados porque, a pesar de que Constantino quiso que la
nueva religión adoptara una gran parte de las formas externas del
mitraísmo y de algún otro culto pagano, sí debió requerir que se la
dotara de textos antiguos que le dieran la necesaria base histórica
y tradicional. Una vez más hemos de recordar lo importantes que
eran las tradiciones antiguas para los romanos.
Parece ser que Constantino
reunió un equipo con el que llevar a cabo esta tarea o bien, fue
ese mismo equipo quien se ofreció para realizarla. Lo integraron el
obispo Eusebio de Cesárea, muy apto para redactar textos, ya que
como sabemos fue el primer historiador de la Iglesia, y el obispo
Osio de Córdoba, muy versado en el Antiguo Testamento, que
era el documento más importante a situar en el canon, precisamente
por la antigüedad de sus tradiciones.
Puede que por ese motivo, por
ser experto en las Escrituras, Osio se convirtiera en el asesor
técnico de Constantino, a quien debía recomendar las resoluciones y
disposiciones a tomar en cuanto a dogmática, doctrina y
demás.
El trabajo duró hasta bien
entrada la mitad del siglo IV. Parece que la canonización del
Antiguo Testamento no ofreció dudas ni produjo disputas,
porque los textos correspondían perfectamente al origen del
cristianismo, le aportaban tradición y lo sacralizaban con
profecías referidas al Mesías y referencias históricas. Pero hay
autores que aseguran que la formación del canon del Nuevo
Testamento no fue tan fácil, porque no se podía admitir toda
la documentación existente y era preciso separar el grano de la
cizaña.
La cizaña era, naturalmente,
todo lo que se apartase del nuevo y definitivo credo cristiano que
había de proclamarse en el concilio de Nicea, el primer concilio
ecuménico de la Iglesia, convocado, presidido y auspiciado por el
Emperador, celebrado en su propio palacio, y del que deberían de
salir listos los documentos canónicos que conformasen el Nuevo
Testamento.
Y la cizaña más peligrosa
para la Iglesia ortodoxa, es decir, para los cristianos llamados
entonces literalistas, eran sus oponentes gnósticos. Ya dijimos que
había no solamente una cantidad considerable de textos gnósticos
realizados por la escuela de Alejandría, sino también mucha
influencia del gnosticismo en textos considerados literalistas,
como algunas Epístolas de Pablo de Tarso y el
Evangelio según San Juan. Por tanto, uno de los trabajos a
realizar fue el de interpolar frases o párrafos en los textos a
incluir en el canon del Nuevo Testamento o, simplemente,
crear otros con la firma del autor original, pero que desdijesen
todo aquello que no se aviniese con el credo definitivo a aprobar
en Nicea.
Y algo así parece que
sucedió con algunos de los textos de Pablo de Tarso que, como ya
dijimos anteriormente, tenían cierto sabor gnóstico. Pablo era la
figura histórica más importante del cristianismo y no podía
desaparecer ni se podían eliminar sus escritos, pero sí se podían
modificar y adaptar. También comentamos que el mismo Eusebio de
Cesárea señaló que las cartas de Pablo que había recibido eran
brevísimas y, si algunas de las que llegaron a formar parte del
Nuevo Testamento eran bastante largas, es más que probable
que se le hayan añadido textos que dejen claro que Pablo no fue
gnóstico ni tuvo que ver con el gnosticismo, que hagan saber que
Pablo prohibió a las mujeres predicar en las asambleas cristianas y
textos que manifiesten un rechazo visceral hacia el pueblo
judío.
Entre los siglos II y IV se
produjeron más de trescientos manuscritos, incluyendo hasta ocho
cartas espurias atribuidas a Pablo de Tarso y, para asombro de los
siglos venideros, dos cartas de Séneca, según las cuales, se
convirtió al cristianismo y recibió de Pablo el nombramiento de
apóstol y la misión de predicar en la corte imperial. Precisamente,
San Jerónimo, casi en el siglo V, se sirvió de aquellas cartas para
clasificar a Séneca no solamente entre los cristianos, sino entre
los santos.
Entre las epístolas
falsificadas, aparecieron algunas atribuidas a Santiago, Judas,
Pedro y Juan, de cuya autenticidad dudó el mismo Eusebio de
Cesárea. Sabemos que algunos de los documentos falsificados se
utilizaron en el propio concilio de Nicea, ya que Constantino llegó
a citar durante una de las sesiones más de cien versos de la sibila
que profetizaban la venida de Jesús al mundo. Cuenta Timothy Freke
que se debieron falsificar después del año 308, porque Lactancio
hizo una recopilación de textos cristianos durante ese año y no
cita tales versos.
Otra de las falsificaciones
más notorias e ingenuas que hemos citado previamente fue la del
cruce de cartas entre Pilato y Tiberio, en las que Pilato se
acusaba de haber crucificado al hijo de Dios y Tiberio, espantado
de semejante acto, pretendió colocar a Jesús en el panteón romano,
lo que no pudo llevar a cabo porque el Senado se negó. No obstante,
Tiberio se comprometió a proteger a los cristianos de las leyes
represivas dictadas contra ellos. Basándose en tales documentos,
Tertuliano llegó a decir que Poncio Pilato era cristiano. Eusebio
de Cesárea cita las palabras de Tertuliano en el Libro II
de su Historia Eclesiástica y afirma que Tiberio llegó a
«amenazar con la muerte a los acusadores de los cristianos».
La ingenuidad de tal
falsificación es obvia. En primer lugar, ya hemos comentado que
Pilato llegó a Palestina con el objetivo de meter en cintura a los
judíos; en segundo lugar, también dijimos que su papel no era el de
conversar con acusados ni con presos; en tercer lugar, Tiberio fue
bastante negativo para las religiones, sobre todo para las
extranjeras y más para la judía. Y ya sabemos que el cristianismo
fue una secta judía durante siglos. Finalmente, mal podría Tiberio
proteger a los cristianos de leyes represivas que no se dictaron
hasta tiempos de Trajano, como hemos visto.
Hay interpolaciones
incluidas en la obra Sobre la Providencia, de Filón de
Alejandría, que, según el encargado de la edición de la Biblioteca
Clásica Loeb, de Cambridge, fueron realizadas «por una mano torpe»,
es decir, que su falsedad resulta obvia, pero la falsificación más
conocida, más discutida y más mencionada es, sin duda, la de las
Antigüedades judías de Flavio Josefo, de la que Voltaire
comentó que se llevó a cabo «con intención piadosa».
El texto intercalado en la
obra de Flavio Josefo (Antigüedades Judías, Libro
XVIII, 63) es una falsificación tan burda que muchos no
cristianos la han utilizado para demostrar la inexistencia de
Jesús.
Está desligada del contexto
y, además, proclama que Jesús fue un hombre sabio y virtuoso, que
murió por orden de Pilato y que era el Mesías. Ese pasaje, en boca
de un historiador de cualquier otra religión, resultaría poco digno
de crédito pero en boca de un historiador judío es insostenible y
se invalida por sí mismo. Un judío que admitiera que Jesús fue el
Mesías, estaría renegando de su religión.
Hay otras interpolaciones
más discretas en las Antigüedades Judías de Flavio Josefo,
en las que cita a Santiago como hermano de Jesús llamado Cristo y
otra en la que, según Fernando Conde Torrens, menciona el
encarcelamiento y la muerte del Bautista por parte de Herodes.
Según este autor, las cuñas insertadas en los textos de Josefo
llevan la firma inequívoca de Eusebio de Cesárea. Según Edward
Gibbon, las interpolaciones se hicieron entre la época de Orígenes
(hacia 240) y la de Eusebio de Cesárea (hacia 300). Es de notar que
Eusebio cita tales afirmaciones sin lugar a dudas.
Para dar verosimilitud a las
falsificaciones, se crearon sendas leyendas, una de las cuales
señalaba que Filón de Alejandría había ido a Roma a conocer a Pedro
y que había discutido con Juan. Ya dijimos que Filón nunca mencionó
a Jesús ni a Pablo ni a ninguno de los apóstoles y tampoco lo hizo
Flavio Josefo, aunque estuvo en Roma en el año 63 ó 64, justamente
en el tiempo en que se dice que Pedro y Pablo se encontraron y
murieron a manos de Nerón.
Josefo, además, nació en
Jerusalén el año 37 ó 38, y allí vivió y allí desarrolló su labor
como judío fariseo, aunque tenía relaciones importantes con las
otras sectas, los saduceos y los esenios. Sin embargo, jamás
mencionó a Jesús ni a los cristianos ni a Pablo de Tarso, que fue
también fariseo y de renombre. Josefo se trasladó a Roma tras la
revuelta del año 66 y allí vivió el resto de su vida, sin que jamás
mencionara la existencia de cristianos en la Urbe. Pero eso no fue
óbice para que se generara también la leyenda de su conversión al
cristianismo y, además, de que fue obispo de Jerusalén. Si Séneca,
Tiberio y Pilato fueron cristianos o casi cristianos, ¿por qué no
Josefo?
Téngase en cuenta que los
textos de los historiadores antiguos no se conservaron en manos de
judíos ni de paganos, sino en manos de cristianos y fueron fuentes
de consultas de muchos de los autores de la Patrística.
Hay que decir que las
falsificaciones eran algo bastante habitual en la Antigüedad y
también en la Edad Media. Solamente con la llegada de la
Ilustración se planteó la tarea de separar lo falso de lo cierto
aunque, ya en el Renacimiento, algunos sabios lingüistas, como
Lorenzo Valla y el obispo Nicolás de Cusa, analizaron textos y
declararon imposturas, como en el caso de la famosa Donación de
Constantino, que hemos mencionado anteriormente.
Tan habitual debía ser
falsificar, que el mismo Orígenes justificó las falsificaciones
distinguiendo las que se llevaban a cabo con buen fin de las
realizadas con mal fin. Es probable que Voltaire se refiriera a
esta defensa cuando señaló que la interpolación del citado pasaje
en la obra de Flavio Josefo se hizo con intención piadosa. Por su
parte, San Jerónimo confesó abiertamente que, al traducir los
textos de Orígenes (que fue cristiano pero poco ortodoxo y tenido
por peligroso), no conservó lo nocivo sino lo útil y que tanto
Hilario como Eusebio hicieron lo mismo.
Según Conde Torrens, también
los pasajes de las obras de Tácito y Suetonio que hemos mencionado
anteriormente acerca de las persecuciones de cristianos, fueron
interpolaciones y falsificaciones.
Es posible. No olvidemos
que, por una parte, Eusebio de Cesárea se encargó de la descomunal
tarea de conseguir que la historia de los estados antiguos encajase
con la cronología bíblica que él mismo elaboró. Entre otras cosas,
consiguió que Agustín de Hipona pudiera demostrar que el profeta
Jeremías había iniciado a Platón en el judaísmo. Ya que Platón
estaba demasiado lejos del tiempo cristiano, al menos había que
hacerle judío. No en vano, un historiador alemán del siglo XIX,
Jacob Burckhardt, dijo de él que fue «el primer historiador
totalmente deshonesto de la Antigüedad».
Efectivamente, en su libro
Sobre la vida del beato emperador Constantino, publicado
en 339, Eusebio iguala a Constantino con los apóstoles. Más que una
biografía, es un encomio del emperador en términos que no dejan
lugar a dudas sobre el pago que debió recibir. Entre otros elogios,
le llama ángel celestial divino, con alma adornada de piedad y
temor de Dios, señala que el mismo Dios le revelaba milagrosamente
las intenciones de sus enemigos y que le premiaba con apariciones.
Los loores de Eusebio podrían atribuirse a candidez o a
agradecimiento, pero sabiendo lo que sabemos de Constantino, no
pueden atribuirse más que a servilismo. Por tanto, su autoridad
como historiador queda totalmente anulada.
Sin embargo, la Historia
Eclesiástica que Eusebio escribió narrando el cristianismo de
los primeros siglos, nunca fue rescrita y las historias posteriores
que se han redactado se han iniciado donde él terminó. Así sigue
comprendiendo relatos tan absurdos como la anteriormente citada
comunicación epistolar entre Jesús y el rey Abgaro de Edesa.
También hemos de tener en
cuenta que, durante muchos siglos, todos los textos antiguos
permanecieron en manos de los monjes cristianos, que se ocuparon de
copiar y traducir lo que creyeron necesario, de interpolar lo que
les pareció pertinente y de, por desgracia, hacer desaparecer todo
lo que consideraron peligroso para el mantenimiento de la doctrina
cristiana. Así desaparecieron los textos contrarios al cristianismo
que hemos mencionado anteriormente, como muchos escritos de
Cicerón, Porfirio, Filón, Celso, del mismo Orígenes y de otros
autores.
Tras la oscuridad de la Edad
Media, en la que incluso los reyes y emperadores occidentales
fueron iletrados y el conocimiento únicamente se impartió en las
Escuelas Episcopales y prácticamente solo entre los clérigos,
llegaron el Renacimiento, la Revolución Científica y el Siglo de
las Luces pidiendo a gritos una revisión de los textos, proclamando
a los cuatro vientos que la Verdad debía de ser patrimonio
universal, rebuscando y escarbando los rincones intelectuales para
localizar migajas perdidas de escritos originales y exigiendo, como
el mismo Lutero, la primera versión de los textos sagrados porque,
si Dios los había revelado, los había revelado en su versión
original.