Capítulo VIII
Una religión a la medida del Imperio

Adiferencia de los griegos, los romanos no eran dados a filosofar ni a especular. Unos y otros representaban respectivamente las mentalidades oriental y occidental.
Por ese motivo, la religión romana era totalmente práctica y reducida al culto externo y público. Hay escasos testimonios de prácticas religiosas privadas. Solamente consta que las familias romanas creían en la inmortalidad del alma de sus difuntos, pero, fuera de ello, los cultos públicos se aceptaban por civismo o por costumbre.
De esto tenemos un ejemplo importante en Cicerón, que mucho escribió sobre la inmortalidad del alma y la espiritualidad, mientras que en su epistolario privado se mostró bastante escéptico acerca de los dioses o de la inmortalidad.
Y no es el único. La tolerancia de Roma respecto a las creencias religiosas permitió que Lucrecio lo negara todo, que Plinio empezase un libro negando a Dios y diciendo que, si hay uno, es el Sol, que Juvenal asegurase que ni los niños creían, que Séneca cantara que nada hay después de la muerte y que Cicerón, que dudó de todo, no dudara de que los infiernos son una patraña, pues «no hay vieja bastante imbécil para creer en ellos [40] »
LA LITURGIA JUDÍA EN EL CRISTIANISMO

El cristianismo realizó enormes esfuerzos para desprenderse del judaísmo, pero lo cierto es que no lo consiguió hasta bien entrado el siglo IV. Uno de los libros apócrifos que hemos mencionado anteriormente, Las Constituciones Apostólicas, dedica un capítulo completo a describir las iglesias cristianas. Este libro se utilizó en el siglo IV para la construcción y organización de las iglesias que mandó erigir Constantino el Grande y por él conocemos datos de la liturgia de aquella época.
El libro identifica a los obispos con capitanes de navíos que han de dirigir el barco de Cristo, con la ayuda de los presbíteros y diáconos, identificados con marineros, siempre prestos a auxiliar. Indica que el edificio de la iglesia ha de ser largo y su cabeza orientada al Este, con las sacristías a ambos lados y en el centro ha de situarse el trono del obispo, con los presbíteros a ambos lados. Obsérvese que ya se habla de trono, lo que indica el nivel social y económico alcanzado por la Iglesia, sobre todo si tenemos en cuenta que este manual se redactó en el siglo II.
Acerca de las mujeres, señala que deben mantenerse separadas de los hombres y en silencio. Probablemente por eso se interpolaron varias frases en las Epístolas de Pablo de Tarso, prohibiendo a las mujeres predicar o enseñar y reduciéndolas al silencio. Recordemos que, en las Epístolas, Pablo alude a diaconisas y hermanas, por tanto, no hay más remedio que creer que esta disposición contra las mujeres se tomó posteriormente.
En cuanto a la liturgia, Las Constituciones Apostólicas explican claramente la secuencia de lecturas que debe realizar el lector, situado en un lugar alto y en el centro de la nave.
En primer lugar se debían leer los libros de Moisés, de Josué, Jueces, Reyes, Crónicas, los libros de Job, los de Salomón y los de los dieciséis profetas. Tras ello, el cantor debía entonar los himnos de David y el pueblo se uniría al canto.
Hasta aquí, tenemos la organización y la liturgia propias de una sinagoga judía. Solamente a partir de los himnos, se introduce la lectura de los textos cristianos como Epístolas y Evangelios. No se hace mención alguna a altares, mesas para la eucaristía, iconos ni imágenes sagradas.
El ejemplo más conocido es la basílica del papa Liberio que actualmente se llama Santa María la Mayor, construida a mediados del siglo IV. Esta iglesia contiene los mosaicos más antiguos que se conservan y que forman una serie de cuadros bíblicos que muestran escenas del Antiguo Testamento. Ya en tiempos del papa Sixto III, que reinó entre 432 y 440, se añadieron a estos mosaicos las escenas del Evangelio que hoy pueden verse [41] .
Sin embargo, ya dijimos que el misticismo oriental había llegado a conquistar Occidente y a divulgar la creencia en algún dios salvador. Los esclavos y sirvientes procedentes de los numerosos pueblos sometidos por Roma se encargaron de llevar a la Urbe sus creencias y sus dioses redentores, a los que tanto necesitaban, y allí se realizó el encuentro de los adeptos de todas aquellas religiones de misterios orientales. Porque, mientras que los occidentales eran ciudadanos romanos libres que no necesitaban respuestas a inquietudes espirituales, en Oriente, quien más y quien menos creía en la vida eterna, en un dios todopoderoso y abstracto, creador y salvador, como dijimos que fueron Osiris, Serapis, Dionisos y la misma Isis.
Tantas religiones y tantos cultos se amalgamaron en Roma, que los emperadores llegaron a temer que el mundo conquistado se partiera en mil pedazos y que cada uno de esos pedazos se levantara para reclamar independencia, libertad o para gritar «¡muerte al opresor!». Por eso, durante muchos años, los soberanos romanos probaron a instituir un culto único que aglutinara a todo el Imperio bajo una sola creencia.
Por ejemplo, en el año 212, Caracalla dictó una constitución que expresaba la voluntad imperial de la que todos los habitantes de Roma tuvieran una única religión. Y eligió el culto a Serapis, aquel dios impuesto por Tolomeo en Egipto que reunía los cultos de varios dioses redentores. Pero la religión única no duro porque, a continuación, Heliogábalo, que antes de emperador fue sacerdote sirio del Sol, trató de imponer un monoteísmo solar semejante al de Akhenaton.
Unos y otros coquetearon con distintas religiones, pero ninguna resultó adecuada, porque Roma no necesitaba una religión cualquiera, sino una religión a la medida del Imperio. Hasta que Constantino el Grande, a principios del siglo IV, decidió crearla.

EL ÚLTIMO LASTRE

Antes de que finalizara el siglo II, el cristianismo había soltado dos lastres importantes: el judaísmo en su mayor parte y la espera del fin del mundo como algo inminente. Libre de ellos, pudo continuar su camino hacia el Imperio, pero antes hubo de desprenderse del último impedimento: el pensamiento revolucionario.
Hemos visto cómo, en los primeros tiempos, los textos cristianos de los Evangelios y las Epístolas muestran un total desdén por las cosas de este mundo, incluyendo la sabiduría y la riqueza. Nada sirve salvo la fe en Cristo, porque el mundo se va a acabar en cualquier momento y los valores mundanos son efímeros. Es mejor ser pobre, no solamente de bienes materiales, sino pobre de espíritu, simple e ignorante. El Evangelio según San Mateo expresa la necesidad de parecerse a los niños que son los que con seguridad entrarán en el reino de los cielos. En la Epístola a los romanos, Pablo proclama que la fe ciega es la mayor de las virtudes.
Siguiendo esa idea, los primeros apologistas negaron la cultura y la filosofía, porque, ¿acaso se puede comparar a un filósofo con un cristiano que es alumno del mismo cielo? Más tarde, en el siglo V, Agustín de Hipona se declararía enemigo de las matemáticas y dos siglos después, Gregorio el Grande recriminaría a uno de sus obispos el haberse atrevido a enseñar algo tan inútil y despreciable como la gramática, porque las ciencias mundanas son absurdas y, sobre todo, impiden alabar a Dios.
Sin embargo, a la hora de elevarse hacia el corazón del Imperio, el cristianismo hubo de soltar también ese lastre, aunque volviera a tomarlo al cabo del tiempo una vez consolidada su posición de religión única y partícipe de la soberanía. A finales del siglo II, hubo apologistas que buscaron todos los posibles puntos de contacto entre la filosofía cristiana y la griega, tan apreciada por los romanos, tratando de encontrar en ella argumentos que soportaran la doctrina cristiana. Con ello, estudiosos como Orígenes, Justino o Clemente de Alejandría rehabilitaron la denostada filosofía griega.
El motivo fue el que era de esperar. El cristianismo, nacido en el pueblo y para el pueblo, dirigido a las capas desfavorecidas y marginales de la sociedad, cambiaba de rumbo y se dirigía a marchas forzadas hacia los intelectuales. Sin abandonar a los trabajadores, se extendía ahora entre los generales, los dignatarios, los comerciantes, los filósofos, los oradores y los aristócratas.
Había, pues, que desarrollar una teología con un sistema de dogmas que configurase una disciplina, una verdadera ciencia que pusiera el entramado lógico a una religión que se iba haciendo más y más poderosa y aspiraba no ya a millares, sino a millones de creyentes. Eso suponía refinar el cristianismo y basarlo en la filosofía, una tarea propia de la nueva escuela filosófica cristiana que se fundó en Alejandría en el año 180 y que ya dijimos que atrajo a las capas intelectuales de la sociedad grecorromana.
Por otro lado, el antiguo odio judeocristiano a los conquistadores, el motor revolucionario que inspiró el Apocalipsis y las revueltas del siglo I, tuvieron que desaparecer para convertir la injusticia social en una situación válida para todas las clases sociales.
La igualdad entre los hombres se convirtió en la igualdad «en Cristo». Al fin y al cabo, Cristo padeció por todos. Aquí, en la tierra, seguía habiendo siervos y dueños, pero «en Cristo» todos eran iguales, no había esclavos ni amos. Este nuevo concepto fue bienvenido tanto para los esclavos como para los amos. Los unos, porque tenían una esperanza aunque fuera de ultratumba; los otros, porque ya no tenían que preocuparse de levantamientos como el que protagonizó Espartaco siglos atrás. Y, de paso, era un sistema que se avenía muy bien con el nuevo orden feudal que inició Diocleciano cuando convirtió a los trabajadores en siervos de la gleba, mediante nuevos criterios impositivos y nueva política socioeconómica.
Precisamente, al predicar la resignación a los pobres y la caridad a los ricos, el cristianismo aseguraba un puesto a cada uno en el más allá. A los ricos, porque podían alcanzar el cielo ejerciendo la caridad y, a los pobres, porque podían alcanzarlo igualmente resignándose a su miseria y sirviendo para que los ricos pudieran salvarse ejerciendo la caridad para con ellos. Así, los pobres sin ricos no tenían sentido, porque no tenían por quién rezar, ante quién resignarse ni a quién ofrecer su invalidez. Y los ricos sin pobres tampoco tenían en quién ejercer la caridad ni a quién proteger.
En cuanto a la ética cristiana, ya dijimos en el capítulo VI que las contradicciones evangélicas han permitido que cada prescripción ética tenga su contraria o, como dice Kryvelev, su antípoda.
Eso permite acomodar la moral a cualquier situación y actuar conforme convenga. Por otro lado, el cristianismo exigía fe y sometimiento, no ética, al menos, no ética en un sentido profundo, porque el Nuevo Testamento permite justificar cualquier acto.
Y uno de los actos más importantes fue el sometimiento a las normas del Estado, con la excepción sabida de sacrificar a los dioses o jurar por los genios del emperador. Ese era el único escollo que había que salvar para acceder al corazón del Imperio. En el siglo III, el cristianismo había soltado todo el lastre y eliminado todos los principios que se oponían a su estatalización. Se había librado del judaísmo, del fin del mundo, de la demonización de los ricos, del odio a la ramera apocalíptica de Babilonia y había asumido la filosofía antigua.
En el siglo III, por tanto, el cristianismo era una religión totalmente válida para Roma. Pero Roma no se dio cuenta hasta que llegaron Galerio y Constantino, ya a principios del siglo IV y, probablemente, no se dio cuenta porque nunca supuso que tras la obstinación fanática de no jurar por los dioses o los genios imperiales, había una posibilidad a explotar, la posibilidad de conferir al emperador no la dignidad de dios en la tierra, sino la de sumo pontífice y, como tal, tributarle obediencia y concederle autoridad en materia religiosa.

DEL EPISCOPADO DEMOCRÁTICO AL MONÁRQUICO

El imperio romano pasó del principado al absolutismo en tiempo de los Severos, cuando se consideró que la monarquía tenía origen divino. Septimio Severo implantó el autoritarismo que para él valía mucho más que el desorden y eso supuso que la autoridad imperial se convirtiera en indiscutible y, naturalmente, las disidencias tuvieron que desaparecer por la fuerza.
En aquellos primeros tiempos, mientras el Imperio tendía a la autocracia, la Iglesia cristiana se democratizaba. Mientras que el emperador romano invalidaba las elecciones de los magistrados, los cristianos elegían a sus obispos. Los ciudadanos de Roma sufrieron la pérdida de su participación en la vida pública y lamentaron su incapacidad para exponer al soberano sus intereses o sus preocupaciones, porque las asambleas que se encargaban de esa función se convirtieron en reuniones de trabajadores. Probablemente por eso, el pueblo de Roma dejó de interesarse por un Estado que ocultaba la faz amable para únicamente mostrar el rostro agrio de la presión fiscal y se volvió hacia las religiones mistéricas que iniciaban en los enigmas del más allá y hacia la Iglesia cristiana que permitía participar a todos por igual y, además, iba absorbiendo el pensamiento filosófico griego y fundiéndolo en su propia filosofía.
En el siglo III, la Iglesia cristiana tenía ya su estatuto interno. El obispo, elegido por los fieles, se rodeaba de diáconos, presbíteros y sacerdotes, edificando la estructura temporal que vimos en el capítulo anterior erguirse paso a paso, pero firmemente, hasta alcanzar un nivel organizativo envidiable. Se redactaron los cánones y ordenanzas eclesiásticos para regular la ordenación y el sacerdocio. Y, en el año 216, el obispo Cipriano de Cartago convocó en concilio a todos los obispos de la provincia de África, una reunión muy similar a los sínodos que organizaban los sacerdotes egipcios en el siglo III antes de nuestra Era.
Con el tiempo, las iglesias locales se confederaron con un interés común. Esta confederación tuvo dos efectos. El primero fue la adquisición de poder y el segundo fue su triunfo político.
Porque la paz universal que Roma había conseguido a cambio de someterse al poder de un solo hombre, había producido un sentimiento de fraternidad entre los pueblos subyugados y esto permitió la expansión de los cultos mistéricos y de las filosofías espiritualistas. Lo cierto es que la organización de la Iglesia cristiana superó con creces a las otras religiones y filosofías.
Los amores de los dioses
Los romanos fueron bastante escépticos en cuanto a los dioses oficiales, importados de otras culturas y símbolos de todos los mitos y debilidades humanas. Hubo un momento en que también el pueblo de Roma necesitó una religión espiritual que aportara esperanzas en otra vida.
El cristianismo empezó difundiendo el amor al prójimo, la fe en Cristo y la vida pura, como tantas filosofías y religiones predicaban, pero empezó a crecer y a organizarse hasta llegar a crear un estado dentro del Estado, por más que no fuera tan amplio como los apologistas señalaron, pero sí lo suficiente como para llamar la atención de algunos soberanos de los que dijimos que buscaban una religión adecuada para convertirla en fe oficial del estado romano.
En la segunda mitad del siglo III, se inició un proceso de centralización que separó los arzobispados de los obispados, creados en base a una mayor riqueza de los obispados que se superaba a sí misma en las ciudades más importantes del Imperio. A medida que fue pasando el tiempo, la modestísima economía de aquellas comunidades primitivas que todo lo compartían y que solamente daba para mantener los ágapes colectivos y la sencilla y espiritual liturgia inicial, creció de forma espectacular y alcanzó magnitudes colosales. Había que edificar iglesias y mantenerlas y las elevadas cifras que ello suponía terminaron por unificar los ingresos de las comunidades en los obispados. Con ello crecieron exponencialmente los bienes que llevaba aparejada la dignidad episcopal.
Al rozar el siglo IV, el obispo, que empezó siendo elegido democráticamente como primer presbítero y presidente del consejo de presbíteros, se convirtió en un alto dignatario, poderoso, que ya no era elegido sino designado por imposición de manos de su antecesor, quien, a su vez, se encontraba por encima de los restantes clérigos.
Así se inició el episcopado monárquico cuya mayor importancia se manifestó en los ropajes elegantes, los títulos, los viajes con séquito y todos los lujos posibles. En sus Homilías sobre el éxodo, Orígenes dijo que las comunidades cristianas estaban integradas por hombres preocupados por ganar dinero y por mujeres que solo se ocupaban de chismorrear. Edward Gibbon cuenta que, a mediados del siglo III, una mujer rica llamada Lucilla había pagado una suma importante para que se nombrase obispo de Cartago a un sirviente suyo llamado Majorinus. También comenta que Pablo de Samosata, obispo de Antioquia en 260, comprobó que servir a la Iglesia era una profesión muy lucrativa, porque podía obtener numerosas aportaciones de los fieles ricos, parte de las cuales podían ir a parar a su bolsillo.

UN COMPETIDOR PERSA

La competición por el dominio espiritual del imperio romano tuvo varios vaivenes a lo largo de los siglos. Hemos visto a algunos emperadores instituyendo a distintos dioses y cultos para crear una religión unificadora, cultos que no sobrevivieron a su valedor, porque el monarca siguiente prefirió otro distinto. Pero, en el año 68 antes de nuestra Era, Mitra había conquistado el primer puesto y se dibujaba como dios oficial de Roma, elevándose por encima de competidores tan dignos como Dionisos, Serapis, Orfeo o Isis. Ya en los tiempos precedentes al siglo IV de nuestra Era, Mitra tenía un puesto preponderante en el panteón grecorromano, con numerosísimos adeptos y aún más inscripciones, bajorrelieves y monumentos en su honor.
Sin embargo, lejos del monoteísmo exclusivista de los credos judío y cristiano, el culto de Mitra convivía perfectamente con otros cultos y otros dioses adorados a lo largo y a lo ancho del Imperio. Uno de ellos, que según Horacio llegó a estar de moda, fue el judaísmo. Según Plutarco, en tiempos de Cicerón hubo numerosos judíos influyentes en el mismo Senado romano.
En efecto, a pesar de su escepticismo y su alejamiento de inquietudes espirituales, los romanos llegaron a precisar una creencia que les aportara alguna esperanza de ultratumba. El pueblo había pagado muy cara la paz romana, obtenida a cambio de someterse a un emperador plenipotenciario. Se habían terminado las terribles guerras civiles que desgarraron el mundo romano durante siglos, pero los nuevos monarcas se creyeron dioses, por lo grande que fue su poder. No hubo guerras, pero hubo que someterse a las insensateces de Calígula o a los caprichos de Nerón.
Llegó un momento en que los oprimidos pidieron a gritos una religión del dolor y de la esperanza. Y el judaísmo, precisamente el farisaico, con su monoteísmo y sus creencias de regeneración de la vida, de trasmigración de almas y de establecimiento del reino ideal, tuvo un gran atractivo para los que ya habían estado en contacto con la idea del más allá a través de las religiones mistéricas, especialmente las procedentes de India y Persia.
Por su parte, el culto de Mitra lo tenía todo. Un redentor que ya había venido, que ya había preparado el paraíso para sus fieles, que ofrecía ceremonias y misterios, sacramentos, iniciación, rituales sagrados. Mitra llegó a simbolizar el Sol Invicto para Roma, que terminó por declararle protector del Imperio. Eso era mucho para un dios persa, porque recordemos que los persas eran los mayores enemigos que tenían por entonces los romanos, pero, a pesar de todo, pudieron más sus virtudes que su representatividad y acabó en lo más alto del panteón romano.
En el siglo III, Mitra estaba en el momento cumbre de su popularidad. Se le adoraba desde las fronteras del desierto del Sahara hasta las orillas del Mar Negro y hasta las montañas de Escocia. Abandonado su elitismo inicial, su culto permitía iniciarse tanto a ciudadanos libres como a esclavos y en él se practicaba el principio evangélico de que los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, porque era frecuente ver esclavos que alcanzaban un rango religioso superior al de los hombres libres.
Hay que hacer constar que hubo una circunstancia que promovió la religión de Mitra hasta llegar al punto en que llegó y es que el emperador Cómodo, en el siglo II, se inició en los misterios de las cuevas de Mitra. Y aquello fue un empujón definitivo para el dios persa.

LAS PAPELETAS DEL CRISTIANISMO

Si las negociaciones que se llevaron a cabo para dar al cristianismo el primer puesto en el panteón romano hubiesen fallado, no cabe duda que, como bien dice Timothy Freke, hoy seríamos todos adoradores de Mitra. Pero no fallaron.
En el año 305, Diocleciano abdicó y se retiró a plantar repollos en su villa de Spalato, cerca de Nicomedia, en la actual Turquía. Tras él vinieron, como dijimos, las tetrarquías y, con ellas, las nuevas guerras civiles, porque cada gobernante trató siempre de arañar a los otros un poco más de poder. Y en aquellas relaciones entre césares y augustos que casi siempre se manejaban con las armas en la mano, Galerio, que ostentó el título de augusto de Oriente entre 305 y 311, buscó un apoyo que le permitiera algo tan simple como subsistir. Y se fijó en los cristianos.
Y es que el cristianismo representaba ya una fuerza grande y organizada. Pacifista, por cierto, pero de indudable utilidad política y militar, porque había cristianos por todas partes. Hombres y mujeres en todo el Imperio, soldados en todas las legiones y en todos los ejércitos. Este fue uno de los puntos que más llamaron la atención de césares y augustos, pero ninguno pensó que los cristianos se aviniesen a adherirse a Roma, porque, como ya dijimos, lo más ostensible de ellos era su intolerancia y su negativa a jurar por el emperador o a admitir a los dioses grecorromanos.
No sabían que todo era cuestión de negociar, porque el cristianismo ya dijimos que había dejado de ser lo que fue al principio y que aquellas comunidades humildes y espirituales habían evolucionado hasta convertirse en una Iglesia poderosa y acaudalada.
Y, finalmente, Constantino se decidió a negociar con ella, puesto que la religión cristiana contaba con numerosas papeletas para derrocar a la mitraica y hacerse con el Imperio. En primer lugar, estaba su orientación universal y cosmopolita, que no ponía trabas a clases sociales, razas, lenguas ni nacionalidades. En segundo lugar, estaba su espíritu abierto que admitía a los estratos sociales más bajos, un colectivo amplísimo que se ocupaba de difundir la doctrina a toda la masa multinacional. Estas dos características las exhibía asimismo la religión mitraica, pero no la tercera, que fue la decisoria, porque, en tercer lugar, el cristianismo predicaba la sumisión a la autoridad y lo que Roma necesitaba precisamente era subordinación incondicional de todas las capas sociales y en todas las provincias del Imperio.
El único impedimento ya dijimos que era la intolerancia, pero aquello se solventó mediante la negociación oportuna de toma y daca. Además, Constantino, como soldado práctico que era antes de gobernante, supo encontrar precisamente una de las principales ventajas en lo que podía ser un inconveniente. La intolerancia cristiana era el resultado de su autoritarismo y de su fe ciega, que no planteaba preguntas ni dudas y que creía y acataba todo cuanto sus líderes señalaban. Y eso era precisamente lo que necesitaba el Imperio.
Galerio no negoció, se limitó a promulgar un edicto concediendo libertad de culto. Un edicto fechado en el año 311 en el que se permitía a todos los habitantes del Imperio profesar su fe, siempre y cuando no actuaran contra el orden social, es decir, nada nuevo. Eso era la legislación vigente, pero al menos abría la puerta al edicto definitivo, el de Milán, que llego dos años más tarde.
El edicto de Milán, del año 313, llevó la firma conjunta de Constantino y Licinio y dio vía libre a todos los cultos y religiones y, además, según Lactancio, ordenó la reconstrucción de la iglesia de Nicomedia. Licinio reinó en Oriente entre 307 y 323, compartiendo el Imperio con Constantino, que reinó en Occidente entre 307 y 337.
Pero Constantino era mucho más ambicioso que los otros y, además, más fuerte y mejor estratega. Y se propuso acabar con las tetrarquías y convertir la monarquía de sucesión en monarquía hereditaria, de forma que su cabeza no peligrase como habían peligrado las de tantos emperadores ante tantos ambiciosos deseosos de sucederles, sino que únicamente pudieran sucederle sus hijos.
Precisamente en aquellos momentos el cristianismo podía legitimar la monarquía hereditaria, dado que era una doctrina única, aunque llevaba tras de sí un reguero de herejías y disidencias, pero eso se solventaría a base de concilios y de prohibiciones. El monoteísmo cristiano surtiría y fundamentaría el absolutismo imperial, dándole exactamente lo que necesitaba: una base divina aceptada universalmente. Naturalmente, para ello era necesario que el cristianismo se convirtiera en religión oficial del Imperio y eso fue lo que se negoció unos años más tarde, cuando ya Constantino había vencido a Majencio y se había erigido como emperador único de Oriente y de Occidente.
Constantino supo aprovechar la doble doctrina cristiana cuyos Evangelios predican a un tiempo la rebeldía a la autoridad y la sumisión a la misma autoridad. Ya vimos que es cuestión de elegir el pasaje adecuado y de interpretarlo según el objetivo a perseguir.
Jesús comió con los publicanos, que eran contratistas pagados por Roma para ejercer funciones públicas, entre ellas, la recaudación de impuestos; mandó dar al césar lo que era del césar; y ordenó amar a los que persiguen y orar por lo enemigos. Pero también supo demonizar a los ricos por el hecho de ser ricos, porque el rico Epulón fue al infierno solamente por serlo y los que no habrían de entrar en el reino de los cielos eran los poderosos. Unas veces, como vemos, las capas altas de la sociedad van al infierno y otras son dignas de oración y de justicia.
La doctrina cristiana es unas veces una revolución social de trabajadores que arremeten contra los ricos y, otras, un instrumento de subordinación al sistema. Por sus características de revolución social atrajo a los desfavorecidos, a los oprimidos y a los esclavos que soñaban con la emancipación. Sus características de subordinación fueron un elemento clave para que el cristianismo triunfara en Roma frente a la religión de Mitra, porque Constantino utilizó la doctrina de resignación y sumisión del cristianismo para elevarlo a religión oficial, ya que la nueva religión sustentaba la teocracia, en la que el emperador sería sumo pontífice.

UN EMPERADOR CRISTIANO

Es fácil leer y oír hablar acerca de la conversión de Constantino al cristianismo e incluso de la fecha en la que se convirtió.
Hay autores que aseveran que se convirtió en Jerusalén, al ver los Santos Lugares; otros, que le bautizó el papa Silvestre I; otros afirman que se convirtió tras vencer a Majencio en la batalla del Puente Milvio.
Sin embargo, lo cierto es que Constantino nunca se convirtió y nunca creyó en las cosas en las que hay que creer para ser cristiano. No hay más que leer los epítetos que dedica a las disputas doctrinarias que ocupaban a los cristianos, a las que califica de «mezquinas y hueras disputas verbales« y de «charlatanería de ocio baldío, aunque sea debida a ejercicios de ingenio» [42] .
Constantino no fue cristiano porque solamente se hizo bautizar, según dicen, en su lecho de muerte por su buen amigo Eusebio de Nicomedia, hereje arriano por más señas. Eso significa que no se convirtió sino que, más bien, se hizo bautizar «por si acaso». Si creyó en algo, no hubo seguramente más dios para él que el Sol Invicto, el que personalizaba Mitra, y, si se creyó el sumo sacerdote o la encarnación de un dios, fue de Apolo.
En Oriente, actuó como sumo pontífice de la Iglesia cristiana, convocando concilios, promulgando dogmas de fe y llamando a las distintas sectas a la reconciliación, porque lo que más necesitaba el Imperio era precisamente unidad y no disidencias. Pero, mientras, cuando viajó a Occidente, ofreció sacrificios en los templos paganos de las distintas divinidades romanas.
Aunque se autotituló sumo pontífice de la Iglesia cristiana, el cristianismo fue para él una superstición y no una religión, por más que se hiciera representar por los escultores en actitud fervorosa y orante. Manipuló los signos externos del cristianismo fundiéndolo con el mitraísmo, para que «los demás» creyeran que Jesús nació un 25 de diciembre, de madre virgen, en una cueva y que fue adorado por tres magos que vinieron de Oriente guiados por una estrella. No se lo inventó. Simplemente adaptó la historia de Mitra a la del Nazareno. Y es posible que, como apuntan algunos autores, lo hiciera por pura superstición, porque tuvo una visión de una cruz contra el sol y tomó aquel signo como talismán para vencer en la batalla del Puente Milvio. Pero lo más probable es que se inventara la visión y que utilizara la conjunción del sol con la cruz para simbolizar la unión de la cruz de Cristo con el sol de Mitra. Al fin y al cabo, también a Aureliano se le había aparecido el dios Sol un siglo antes y, según cuentan los panegiristas de Constantino, en el año 310 se le había aparecido el dios Apolo, un dios solar, cuando oraba en un templo al sur de Galia.
Constantino hizo poner su cabeza en la estatua del dios Helios (el Apolo griego) en el foro, con una corona que recordaba la corona de espinas de Cristo, mandó acuñar monedas con su efigie junto al Sol Invicto y el arco que erigió en Roma, el famoso arco de Constantino, solamente muestra imágenes paganas, ya que en él aparecen los soldados asistidos por los dioses y en un lateral se encuentra el signo de Helios, el Sol Invicto.
Eusebio de Cesárea cantó sus alabanzas en su libro Sobre la vida del beato emperador Constantino. La Iglesia de Oriente venera a Constantino en la misma fecha en que venera a su madre, Santa Elena, el 18 de agosto. Le venera porque elevó la religión cristiana proscrita y a penas tolerada a religión oficial y la dotó de todos los recursos necesarios, sacándola de las humildes catacumbas para elevarla al lujo de los palacios.
Pero Constantino no solamente no se hizo bautizar, sino que jamás se comportó como se supone que se debería comportar un cristiano. Después de perdonar a Maximiano por haberse revuelto contra él, mandó ahorcarle. Hizo estrangular a Licinio, su cuñado y su compañero en el Imperio. Esos dos asesinatos se podrían considerar ejecuciones políticas, porque en aquellos tiempos se hacían las cosas así. Pero hubo otros crímenes que no dan lugar a confusión alguna.
Su segunda esposa, Fausta, había acusado a Crispo, hijo de la primera esposa de Constantino, de haber intentado seducirla y él, sin juicio ni comprobación, mandó matar a su propio hijo.
Después se arrepintió y volvió su ira contra Fausta, al parecer, porque su madre Elena la acusó de adulterio y, como ya no había vuelta atrás en la muerte de Crispo, hizo ahogar a la mujer en el baño. Era la madre de cuatro de sus hijos. También hizo matar a su propio sobrino, el hijo de Licinio, para evitar que se levantase a reclamar su parte en el Imperio.
Precisamente, toda esta exhibición de maldad ha servido a algunos autores para explicar el motivo que llevó a Constantino hasta el cristianismo. Algunos dicen que preguntó al filósofo Sopatro cómo podría obtener el perdón por sus crímenes y que este le respondió que no había expiación posible para tales delitos.
Otros aseguran que Constantino consultó a los sacerdotes romanos para saber qué sacrificio podría ofrecer a los dioses y obtener su perdón y que la Sibila le gritó en respuesta: «¡Lejos de aquí los parricidas a quienes los dioses jamás perdonan!».
La conclusión de esta historia es que un sacerdote cristiano le dijo que solamente el cristianismo podría absolverle, porque el Salvador había venido al mundo para expiar las faltas de todos los hombres. Y el papa Silvestre I le ofreció las aguas bautismales como medio de purificación.
Esto último puede que sea cierto, porque es lógico que los cristianos intentaran bautizar al emperador impío que quería ser cabeza de su Iglesia. Pero también se utilizó para falsificar un famoso documento conocido como la Donación de Constantino. Según tal documento, Constantino contrajo la lepra como castigo divino a sus maldades. Buscó el perdón y no lo obtuvo. El papa Silvestre I le aseguró que solamente se limpiaría de la lepra con las aguas del bautismo. Y así fue. En agradecimiento, Constantino donó al papado todo el imperio de Occidente para su gobierno, mientras que él, para no interferir trasladó su sede a Oriente, a Constantinopla.
Este documento, creado en el siglo VIII en el monasterio de Saint Denis, fue un arma esgrimida, a partir del siglo XI, por diversos papas contra reyes y emperadores y dio lugar a la llamada Querella por el dominio del mundo, una guerra encarnizada que duró más de ocho siglos y que dividió al mundo occidental entre partidarios del papa y partidarios del emperador. En el siglo XVI, las luces del Renacimiento dieron al traste con la falacia y los propios estudiosos eclesiásticos proclamaron la falsedad del documento.

UNA NEGOCIACIÓN SUSTANCIOSA

El Edicto de Milán no solo permitió a los cristianos ejercer libremente su religión y convertirse en asociación lícita, sino que también recibieron bienes materiales. El emperador entregó al entonces papa Milcíades su palacio del Laterano. Después de la cesión, mandó construir la iglesia de San Juan de Letrán sobre las antiguas caballerizas del palacio. Este se convirtió en sede papal hasta el siglo XIV, en que se trasladaron a Aviñón. Otra de las obras erigidas por Constantino fue la basílica de San Pedro in Vaticano, la más grandiosa de todas las que hizo construir, pero que fue solamente una iglesia y no se convirtió en lo que hoy es el Vaticano hasta el siglo XVI.
En el año 312, Constantino ordenó a Anullino, que era por entonces procónsul de la provincia de África, que devolviera a la Iglesia cristiana todos los bienes que les hubiera incautado y le mandó liberar al clero de obligaciones y tributos. Por si fuera poco, entregó una fuerte suma de dinero al obispo de Cartago que era entonces Ceciliano.
En el año 321, la Iglesia cristiana obtuvo, por ley, la facultad de recibir herencias, sin perder el privilegio de no pagar impuestos y eso permitió su crecimiento temporal y su enriquecimiento, porque cada obispo se pudo convertir en latifundista sin coste alguno.
Además de los bienes materiales, Constantino entregó a la Iglesia cristiana un bien inestimable. Una ley promulgada en 318
permitió a los obispos presidir los tribunales que administraban justicia no solamente entre cristianos, sino también entre cristianos y no cristianos, lo que incrementó su poder y los convirtió en funcionarios del Estado con capacidad para hacer y deshacer.
De este modo, los obispos se alejaron aún más de su función pastoral, de la que no les quedó más que el báculo, para entregarse a quehaceres y profesiones civiles y convertirse, con las regalías que conllevó su cargo, en señores feudales con vasallos y latifundios.

EL COSTE DE LAS NEGOCIACIONES

El cristianismo no alcanzó gratuitamente uno de los primeros puestos en el panteón romano. Nadie regaló nada a nadie. Es cierto que Constantino lo legalizó como religión oficial y que después, en el año 380, Teodosió lo convirtió en la única religión del imperio romano, en religión imperial. También es cierto que Constantino y tras él los siguientes emperadores, exceptuando a Juliano que quiso volver al paganismo y por eso se le conoce como el Apóstata, entregaron a la Iglesia numerosas prebendas y bienes materiales de toda clase, no solamente palacios que convertir en iglesias y basílicas, sino territorios y provincias enteras que, en el siglo VIII, llegaron a formar un amplio estado llamado Patrimonio de San Pedro que, con el tiempo, se convertiría en los Estados Pontificios. Hoy está reducido al Vaticano, pero hubo un tiempo en que fue enorme y muy rico. Y, sobre todo, permitió a la Iglesia católica ser la única religión del mundo que tiene un país propio y una constitución.
Hoy no quedan países teocráticos católicos, pero, aunque no hubiese comunidades católicas en el mundo, el Vaticano seguiría siendo un país, con su legislación, su representación diplomática universal y su organización política, social y económica. Y su órgano de inteligencia, la Santa Alianza. Subsistiría por sus propios medios, sus bancos, sus empresas multinacionales, sus centros de formación y sus congregaciones. Subsistiría como monarquía electiva única en el mundo, que concentra todo el poder en una sola persona, el Papa.
Desde el siglo VIII hasta el XIX, los Estados Pontificios ocuparon una enorme zona irregular, en forma de «S», en el centro de Italia, con Roma como capital. La extensión del territorio se modificó a través de los tiempos en virtud de las diferentes donaciones, adquisiciones o pérdidas, pero, como ejemplo, en 1834, estaba dividido en veintiuna provincias. Llegó a tener más de un millón trescientos mil habitantes. Después del Pacto de Letrán, en 1929, las dimensiones externas del estado eclesiástico quedaron reducidas a la Ciudad del Vaticano, unas cuarenta y cuatro hectáreas que actualmente cuenta con menos de mil habitantes. No es gran cosa al lado de lo que fue, pero sigue siendo un país.
Esto fue lo que ganó la Iglesia católica al aceptar las propuestas que Constantino el Grande hizo al entonces papa Silvestre I, con la asesoría técnica del obispo Osio de Córdoba, que fue siempre el mejor consejero del Emperador, y con la inestimable ayuda de Eusebio, obispo de Cesárea y artífice de la documentación oficial de la nueva religión.
Ganó un poder que llegó a ser ilimitado porque, con el tiempo, igual que absorbió el paganismo para después aniquilarlo, también obtuvo del Estado el poder temporal a cambio del césaropapismo, pero más tarde se deshizo de él para siempre, aunque costó siglos de guerras a sangre y fuego.
En segundo lugar, la Iglesia ganó una capacidad también ilimitada de expansión, porque, al fundirse con el Estado, la romanización se convirtió en cristianización y quienquiera que desease obtener la deseable nacionalidad romana tenía que sumergirse primero en las aguas del bautismo.
Por otro lado, puesto que el convenio Iglesia-Estado incluyó la obligación del Estado de defender y propagar la religión, la Iglesia obtuvo un brazo armado al que encargar la destrucción de quienes no se aviniesen a su doctrina. Y el Estado prestó su brazo armado a la práctica inquisitorial hasta que la Iglesia pudo contar con su propio ejército de verdugos, los Domini canes, los perros del Señor, los dominicos. Uno de los dominicos más destacados, Tomás de Aquino, aclaró la postura de la Iglesia ante la obstinación de los herejes:
«La Iglesia está llena de misericordia y procura convertir a los que están en el error, por eso no condena enseguida, sino después del segundo aviso, como enseña el apóstol. Si el hereje sigue obstinado, la Iglesia, no teniendo esperanza en su conversión, lo aleja mediante excomunión y lo entrega al juez laico para que este lo aleje del mundo mediante la muerte. No, no sería contrario a los mandamientos de Dios si todos los herejes fuesen exterminados».
Esto fue lo que la Iglesia ganó al aceptar la negociación de Constantino.Veamos el precio que el cristianismo pagó por ello:
Lo primero que perdió fue aquella ingenuidad y frescura, aquella simpleza que atrajo al principio a tantos paganos a sus filas, llamados por el mensaje de amor, por el sentimiento de fraternidad universal y por la fe y la esperanza depositadas en el Dios cristiano.
Después de su adaptación a los requisitos del Imperio, el cristianismo precisó de otros recursos para atraer adeptos:
El primero fue la fuerza. Desde el momento en que la Iglesia oficial tuvo poder para ello, impuso su doctrina y su magisterio por la fuerza, destruyendo lo que se opusiera a su avance imparable, ya fuesen doctrinas, teorías, monumentos o personas.
El segundo fue el deslumbramiento, porque uno de los argumentos más utilizados para la ornamentación extremadamente lujosa de las iglesias y los utensilios sagrados fue que habrían de impresionar a los fieles y a los infieles y conseguir su adhesión y su respeto. En siglo el VI, contaban que la reina Clotilde, con intención de convertir a su esposo Clodoveo y a sus súbditos al catolicismo, pidió al obispo Remigio que decorase la iglesia con tal derroche de luz, de cánticos, de flores, de liturgia y de ornamentos, que consiguió arrancar a los francos una exclamación admirativa: «¡Qué religión tan hermosa!».
El tercero fue, como dijimos, la obligatoriedad de someterse a las aguas bautismales a todos los que quisieran ser reconocidos como romanos, algo que, en los siglos de barbarie que vivió Europa durante la Edad Media, resultó el mayor anhelo de la mayoría de los pueblos semisalvajes. Ya comentamos que incluso el feroz Atila hubiera dado cualquier cosa por conseguir vestir la toga romana.
Lo segundo que perdió el cristianismo en aquella negociación fue la independencia de la espiritualidad, que quedó para siempre sometida a los valores temporales. Una independencia simbolizada por la famosa frase evangélica: «Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios», porque, a partir de entonces, el emperador fue el sumo pontífice, el que manejó los negocios religiosos y dirigió la nave espiritual con un rumbo que nada tuvo que ver con el que siguieron aquellas comunidades de cristianos en las que todos participaban y compartían por igual.
Constantino inició el césaro-papismo, un sistema teocrático en el que el emperador ejercía la autoridad suprema de la Iglesia igual que la del Imperio. Así hubo emperadores y emperatrices que establecieron dogmas de fe, que nombraron papas, obispos y patriarcas y que decidieron, según su entendimiento, si una doctrina era herética u ortodoxa.
Los emperadores estuvieron eligiendo obispos y papas, convocando concilios y declarando dogmas de fe o doctrinas heréticas hasta el siglo XI, en que Gregorio VII promulgó sus Dictatus Papae que pretendieron rescatar los asuntos sagrados de las manos profanas. Pero de nada valió tal iniciativa, porque la Iglesia se había para entonces habituado al manejo de negocios temporales y los papas se habían convertido en soberanos que disputaban a reyes y emperadores el lugar más elevado de la jerarquía occidental y no precisamente el lugar espiritual, sino temporal.
Llegó un momento en que, para determinar la relación entre la autoridad espiritual y laica, se empleó la teoría de las «dos luminarias», según la cual, los ideólogos pontificios compararon las dos luminarias principales, el sol y la luna, para calcular en cuántas veces superaba la dignidad papal a la imperial. Aplicando las teorías de Tolomeo y los conceptos árabes medievales acerca de las dimensiones relativas entre ambos astros, se estableció que el papa era superior al emperador en 6.645 veces y 7/8.
Esta pugna trajo consigo la Querella de las investiduras que también se llamó, con más razón, la Querella por el dominio del mundo, que citamos anteriormente.
Empezó como querella por las investiduras, porque lo que se reñía era el derecho a nombrar papas u obispos, pero como el papado y el obispado se habían alejado infinitamente de su misión espiritual y consistían en categorías feudales que llevaban aparejadas inmensas rentas, enormes beneficios, tierras, vasallos y poder, la querella terminó discutiendo el poder temporal sobre el mundo occidental, que los papas dieron en reclamar como feudo en virtud de la citada Donación de Constantino y aplicando unas cuantas frases evangélicas, según las cuales, Jesús había entregado a Pedro el mundo para su dominio y este lo había transmitido a los papas, sus sucesores.
Naturalmente, hubo reyes que claudicaron ante tal vindicación y se avinieron a pagar grandes tributos al papado, pero hubo otros soberanos que declararon que tales pretensiones eran inadmisibles y se opusieron con las armas en la mano. La lucha no fue precisamente desigual, porque si los reyes esgrimían armas físicas, los papas utilizaron un arma poderosísima que la estructura medieval puso en sus manos. Entre los Dictatus Papae de Gregorio VII, el número XXVII otorgaba al papa poder para eximir a los súbditos de un señor feudal de su juramento de fidelidad.
Apoyándose en la frase del Evangelio: «lo que atares en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desatares en la tierra quedará desatado en el cielo», los papas se arrogaron el poder de coronar a reyes y emperadores y también de destronarles, empleando el arma mística de la excomunión. Las monarquías medievales se basaban en un régimen feudal en el que los súbditos juraban fidelidad al señor y este les protegía. Pero, por regla general, los súbditos eran levantiscos y tendían a rebelarse contra su señor tan pronto encontraban un pretexto. Y el mejor pretexto que ofrecieron los papas fue la excomunión. Por tanto, los súbditos de un rey o emperador excomulgado quedaban liberados automáticamente de su juramento y podían rebelarse, destronarle y elegir a un nuevo monarca. Júzguese el poder de semejante arma, que obligó a emperadores y reyes a vestir el sayal de penitentes y a humillarse ante los papas para recibir la absolución y no perder la corona.
El tercer pago del cristianismo fue la pérdida de su identidad, una identidad que tanto intentaron defender los escritos de los padres de la Iglesia cuando los paganos les acusaban de haber usurpado las Escrituras a los judíos y los rituales a los paganos.
La pérdida de identidad se debió a la paganización del cristianismo, que se produjo a través de un proceso que convirtió al Cristo de Pablo de Tarso en un émulo de Mitra, con todos los atributos, los datos físicos, incluidas fechas, y los ritos sacramentales del dios persa, un dios, por cierto, que una vez vencido en la pugna por el Imperio, hubo de ceder todos sus valores y características al ganador de la contienda: el nuevo Cristo del concilio de Nicea que, algo más de medio siglo más tarde, terminaría por pisotear y aniquilar a Mitra y a todos sus competidores.

EL CAMINO DIRECTO AL IMPERIO

El cristianismo, que tanta intolerancia había exhibido frente al paganismo, que tanto había luchado por desterrar las creencias en los dioses, los rituales de iniciación, las ceremonias visibles, los datos personales y, en fin, todo lo ajeno a la mística judeocristiana, que tanto había sufrido por oponerse al paganismo, entre mártires y renegados, que tanto había trabajado por mantener la unidad y deshacerse de todos aquellos intelectuales gnósticos y herejes medio paganos, terminó por absorber todos los detalles y ritos paganos de los dioses redentores del Mediterráneo, especialmente de Mitra, que al fin y al cabo era el dios al que tenía que derrocar.
El cristianismo, surgido del pueblo incluso en contra del poder imperial, luchó por convertirse en culto Imperial, aunque el sumo pontífice no profesara la misma religión. El emperador dejó de ser dios, pero a cambio obtuvo autoridad sagrada. Tan pronto como se convirtió en una de las religiones oficiales del Imperio, el cristianismo aceptó el origen divino del poder temporal, para dárselo a su sumo sacerdote, el emperador. A partir de aquel momento, la religión se hermanó con la política y caminó de la mano del Estado.
Pero, a pesar de erigirse como sumo sacerdote del culto cristiano, ya hemos dicho que Constantino no se dedicó exclusivamente a esta religión. Demostró saber con claridad que debía ser no solamente el soberano de un colectivo, más o menos amplio, sino el de todo el Imperio. Por eso, además de construir basílicas cristianas, mandó erigir templos paganos, además de escuchar los problemas y los augurios del clero cristiano, escuchó los de los áuspices y hierofantes, presidió el concilio de Nicea y veneró la estatua de la diosa Fortuna.
Y para amalgamar de una vez por todas las creencias y los cultos de las religiones oficiales de Roma, traspasó los atributos y características paganos al cristianismo, que los aceptó como parte de la negociación.
De esa manera, el cristianismo emprendió el camino directo hacia el corazón del Imperio, porque la conquista de Roma convertiría a la Iglesia de Cristo en la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Este proceso de romanización se inició en el año 325, con el concilio de Nicea y, en él, el cristianismo se impregnó de la mentalidad romana, adoptando sus fechas, costumbres, ritos, tradiciones y hasta el lenguaje El idioma oficial de la Iglesia dejó de ser el griego para adoptar el latín, la lengua del Imperio.
La culminación de este proceso fue en el año 380, cuando el emperador Teodosio elevó a la religión cristiana no ya a la oficialidad del Imperio, que ya tenía desde tiempos de Constantino, sino a primer y único culto, es decir, a la categoría de culto imperial. Y este fue el gran triunfo del cristianismo.
La Virgen Isis con el niño divino.
Isis fue una de las diosas más populares en todo el Mediterráneo. Sus estatuas, con el niño Horus en brazos, se convertirían con el tiempo en imágenes de la Virgen María con el Niño Jesús.

LA SANTIFICACIÓN DE LO PAGANO

Constantino no convirtió al cristianismo en religión del Imperio, pero lo puso de moda, como Cómodo había puesto de moda a Mitra en su momento. Eusebio de Cesárea, su gran admirador, asegura que el emperador trasladó al cristianismo los símbolos paganos para atraer a los no cristianos a la nueva religión sin que echasen de menos los ritos y ornamentos a los que ya estaban acostumbrados.
Lo cierto es que la adopción de tantas ceremonias y costumbres, que ya dijimos que para Roma eran tan sumamente importantes, llevó al paganismo a ver sus símbolos santificados por la Iglesia cristiana y, por otro lado, a la promulgación del cristianismo como religión imperial, lo que no hubiera sido posible de haber mantenido su intolerancia hacia los dioses, su sistema democrático en el que todo el mundo podía participar y aquella sencillez y candor iniciales que ya comentamos que atrajeron a numerosos grecorromanos en los primeros siglos de nuestra Era.
El paganismo tenía numerosos ritos y costumbres, hasta entonces tachados de demoníacos por los apologistas cristianos.
Por ejemplo, la fecha de nacimiento de los santos se consideraba un rito pagano propio de los antiguos egipcios. Lo que los cristianos valoraban no era la fecha en la que los santos habían venido al mundo, sino la fecha en la que habían nacido para Cristo, es decir, la fecha de su muerte.
Pero el mundo romano estaba acostumbrado a celebrar el solsticio de invierno el día 25 de diciembre y la celebración consistía en procesiones de las cofradías de Mitra, Baco, Orfeo, etc., que llevaban en andas la efigie del dios recién nacido, echado en una cuna y venerado por los fieles y cofrades que lanzaban gritos en su honor, proclamando el nacimiento del niño divino.
En la procesión de las cofradías de Isis, los sacerdotes llevaban una amplia tonsura en la cabeza y el niño no iba acostado en la cuna, sino en brazos de su madre, la Virgen Isis, la Reina del Cielo, la Madre de Dios, la Señora del Perpetuo Socorro.
Por tanto, no hubo más remedio que establecer una fecha de nacimiento para Jesús de Nazaret, que ya nunca más fue el Cristo de Pablo de Tarso, sino el sosia de Mitra. Pero el objetivo mereció la pena, porque obtuvo el primer puesto en el panteón romano.
Otra de las fechas que Roma aguardaba con interés era el equinoccio de primavera, en el que se celebraba la muerte y resurrección del Sol, personificado en el dios redentor de moda que en aquellos días era Mitra. Mitra, que había nacido el 25 de diciembre, debía morir y resucitar en primavera, en un proceso que duraba una semana. Tres días de luto riguroso en el que todos lloraban la muerte del dios. Tres días que simbolizaban los tres meses de oscuro invierno y en los que Roma entera permanecía recogida, en oración, lamentando la muerte del dios víctima del complot malvado y recorriendo sombrías calles para visitar los santuarios en los que Mitra, Dionisos, Orfeo, Baco, Serapis o el dios de cada culto, yacía en su ataúd o en su lecho de muerte. El día más triste era el viernes, el día de Venus, dedicado al dolor de esta diosa, y en el que no se oficiaban sacrificios ni ceremonias.
Pero el cuarto día reinaba de nuevo la alegría y las procesiones recorrían gozosas las calles del Imperio. Dios (Mitra en aquellos días) había resucitado triunfante sobre el mal y había ascendido a los cielos para reinar eternamente. ¡Aleluya! Se encendían de nuevo los cirios apagados, el fuego sagrado volvía a los altares y la alegría volvía a las calles.
Por tanto, no hubo más remedio que establecer la muerte de Jesús de Nazaret un viernes del equinoccio de primavera, en el que se detuvieron los ritos religiosos, para señalar el domingo siguiente como la fecha más gozosa de la cristiandad, la resurrección. Ahí entraba de nuevo en escena el Cristo de Pablo de Tarso, el Cristo resucitado que ascendía glorioso al cielo, pleno de poder, para reinar junto a su padre en espera del día de su vuelta, porque el regreso del Mesías no se anuló, sino que solamente se aplazó indefinidamente, lo que permitiría a los futuros profetas y catastrofistas anunciarlo a lo largo de los siglos.
Hubo muchos otros ritos y costumbres paganos que sacralizar. La vestimenta, los ropajes vistosos de ceremonia, las mitras y las tiaras de los dioses paganos y de los reyes deificados de Persia y Babilonia que Julio César introdujo en Roma y que el emperador se ceñía para actuar como sumo sacerdote, los vasos de oro y plata para las ceremonias de altar, el báculo de los augures romanos, las ofrendas votivas para pedir la salud o la solución a los problemas, el agua bendita, el anillo de boda, el incienso y otros ornamentos religiosos que se adoptaron para que no se dijese que el cristianismo era una religión sin ceremonias o que sus ceremonias eran exclusivamente las de los judíos.

UN TESTIMONIO DE PRIMERA MANO

Una de las costumbres paganas que adoptó inmediatamente el cristianismo fue la veneración de las reliquias. Los griegos llevaban siglos mostrando reliquias de personajes y hechos antiguos, que atraían a numerosos peregrinos hacia el lugar en que se encontraban. Así, en Metaponto se guardaban las herramientas con las que Ulises construyó el famoso caballo de Troya. En Queronea se guardaba a buen recaudo el cetro de Pélope, a quien su padre mató y partió en pedazos para dar de comer a los dioses en un banquete, pero estos, horrorizados, reunieron los pedazos y devolvieron la vida al joven que, tras conseguir a Hipodamía en matrimonio en una carrera de carros, fundó el Peloponeso. Por cierto, su padre, que era Tántalo, fue condenado en los infiernos al terrible castigo de padecer hambre y sed eternamente, avivados por el agua fresca que manaba junto a él y las frutas tan dulces que brotaban de un árbol a su alcance. Más cuando tendía su mano ansiosa a tomar el agua o la fruta, estas desaparecían por arte de encantamiento. En Faselis se guardaba también la lanza de Aquiles, el héroe de quien el mismo Alejandro Magno hubiera querido descender.
El cristianismo adoptó inmediatamente el culto a las reliquias, pero no así el de las imágenes, aquellos ídolos paganos que costó bastante tiempo sacralizar. Los egipcios, los griegos y todos los pueblos que animaban el Imperio romano veneraban imágenes de dioses a los que ofrecían sacrificios, flores y frutos, y de las que se decían que curaban enfermedades, que otorgaban favores y algunas de las cuales habían aparecido milagrosamente en uno u otro lugar.
El cristianismo había heredado del judaísmo su repulsa hacia las imágenes, porque el segundo mandamiento de la Ley, como dijimos anteriormente, las prohíbe: «No harás imagen ni semejanza de cosa alguna que esté en el cielo ni en la tierra ni en las aguas, ni te inclinarás ante ella, ni la honrarás».
Pero Constantino fue, como también hemos dicho, un gran soldado y un gran estratega no solo militar sino social. Es más que probable que fuera él quien ideó la estrategia que habría de reconducir al cristianismo hacia el politeísmo, al menos, encubierto o, cuando menos, hacia la veneración de ídolos e imágenes. Y esta estrategia se inició con la recogida de reliquias que se veneraron en las iglesias.
Y ¿cuáles habían de ser las reliquias más importantes del cristianismo? Evidentemente, las de su dios, las reliquias de Jesús de Nazaret. En Jerusalén debían estar aquellos restos sagrados que ni siquiera Pablo de Tarso ni ninguno de sus sucesores tuvo la curiosidad de visitar. Nadie hasta entonces los había buscado ni a nadie se le había ocurrido que, si Jesús había vivido y muerto en Jerusalén, allí debían hallarse sus vestigios.
El problema era que Jerusalén, en tiempos de Constantino, ya no existía. En su lugar se alzaba Aelia Capitolina, aquella ciudad que Adriano mandó erigir sobre la tierra arada de la Ciudad Santa y de la que había expulsado a los judíos dos siglos atrás.
Pero eso no había de arredrar a la madre del emperador, Elena, una mujer de la que se dijo que era «crédula y muy aficionada a las reliquias» y que había abrazado tiempo atrás la religión cristiana.
No fue emperatriz ni reina, como la llaman algunos autores, sino concubina de Constancio Cloro, el padre de Constantino, con quien nunca se pudo casar porque ella era de extracción social humilde, concretamente, la hija de un posadero a quien ayudaba en las faenas de hostelería. No podía reinar ni casarse con un monarca, pero su hijo le concedió el título de augusta y, si no reinó de hecho, sí debió influir en el emperador al menos en cuanto a simpatías y generosidad hacia el cristianismo se refiere.
A pesar de no haber podido legalizar su matrimonio, Elena fue elevada a los altares porque ella fue quien se ocupó de la tarea más importante para el cristianismo en aquellos días, la recuperación de los Santos Lugares, la aportación de numerosas reliquias como testimonio de que todo aquello que se contaba en los Evangelios era cierto y de que el Cristo de Pablo había sido también hombre de carne y hueso.
En 326, en la Aelia Capitolina de Adriano, Elena y el obispo Macario de Jerusalén procedieron a identificar los Santos Lugares, a derribar la ciudad romana y a construir iglesias y santuarios. Lo que ya resulta más difícil de comprender es cómo lo consiguieron.
Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén
En el año 326, la madre de Constantino, Helena, en compañía del obispo Macario de Jerusalén, identificó las reliquias de Cristo entre los escombros de la ciudad romana construida por Adriano y mandó construir sobre ellos la nueva Jerusalén cristiana.
Unos autores, los más crédulos, dicen que los santos se levantaban de sus tumbas a medida que Elena y el obispo Macario recorrían Jerusalén, para señalarles los lugares sagrados. Otros, más moderados, limitan el milagro a la Vera Cruz. Cuando llegaron al Gólgota, encontraron una ingente cantidad de clavos, hierros, leños, maderas carbonizadas y otras más o menos podridas. No olvidemos que allí hubo cientos de miles de crucifixiones.
Ellos sabían, al menos Macario, que la cruz de Jesús llevó la inscripción INRI y no pararon hasta localizarla. Pero cerca de la inscripción no había una sola cruz, sino al menos tres.
Eusebio de Cesárea cuenta que Macario recurrió a un método infalible para identificar la cruz de Cristo. Hizo acostar a una enferma sobre la primera cruz y su estado se agravó; al recostarla sobre la segunda, se quedó como estaba; pero, al recostarla sobre la tercera, se levantó y salió caminando curada totalmente y cantando alabanzas a Dios. Así supieron cuál era la Vera Cruz.
Otros cronistas aseguran que fue un cadáver lo que Elena y Macario de Jerusalén hicieron colocar sobre las diferentes cruces y que, al ponerlo sobre la cruz verdadera, resucitó.Y otros, más discretos, señalan al mismo emperador Adriano como responsable de los hallazgos, porque dicen que confundió las sectas judías con el cristianismo y mandó poner una estatua de Júpiter sobre el lugar de la Resurrección, una imagen de Venus en el Calvario y un bosque en honor de Adonis en Belén. Eso equivale a suponer que Adriano conocía los lugares sagrados cristianos y que identificaba sus símbolos.
Sin embargo, ya hemos dicho que los romanos confundían las numerosas sectas judías y no eran capaces de distinguir a un esenio de un saduceo, de un fariseo o de un cristiano y que además Adriano estuvo convencido de que los cristianos a quien adoraban era a Serapis.
En todo caso, el despropósito sirvió para fundamentar el hallazgo del Santo Sepulcro, de la Vera Cruz y de la Cueva de Belén. No es seguro que Adriano arrasara también Belén que hoy es un suburbio de Jerusalén pero que entonces era una pequeña población separada de la ciudad.
Las anteriores explicaciones, que hoy parecen risibles, se pudieron tomar como plausibles en tiempos de Constantino. Hay que suponer que Elena actuó con intención piadosa. Mandó erigir iglesias y santuarios en los Santos Lugares, que después serían destruidos por los turcos. Y llevó a casa un buen trozo de la Vera Cruz, el llamado Lignum Crucis, del que se cortaron fragmentos y astillas para surtir de reliquias a numerosas iglesias. La parte más grande se situó en el Palacio Sagrado de Constantinopla, exactamente encima del trono imperial.
Según la tradición, Elena localizó la Vera Cruz en 328, es decir, en el mismo año en el que Constantino fundó Constantinopla. Según Sócrates el Escolástico, historiador de la Iglesia, cuando Elena envió parte de la cruz a Bizancio, se estaba urbanizando la ciudad y el arquitecto Eúfrates tuvo que prever la construcción de una nueva iglesia para albergar aquella reliquia. Erigió una basílica dedicada al Hijo, la segunda persona de la Trinidad. El nombre de la basílica fue Santa Sabiduría, que en griego se dice Hagia Sofia y hoy conocemos como Santa Sofía.
La fiesta, llamada con razón del Hallazgo o Invención de la Santa Cruz, se celebra el 3 de mayo.

LA DOCUMENTACIÓN DE LO INDOCUMENTABLE

Documentar todos los vaivenes de la doctrina cristiana fue también una labor ardua y larga, porque había que preparar textos que avalasen lo que de lo antiguo habría de quedar vigente y también que refrendasen lo nuevo.
De los primeros textos cristianos que probablemente fueron las Epístolas de Pablo de Tarso, hubo que obtener una base sólida que fundamentara aquel primer cristianismo que se propagó en las primeras comunidades cristianas a finales del siglo I, las comunidades fundadas por Pablo de Tarso en Asia Menor.
Pero las Epístolas de Pablo no eran totalmente aceptables, porque ya dijimos que Pablo nunca se interesó por Jesús de Nazaret, sino que predicó al Cristo de sus visiones, el Cristo crucificado y resucitado, que para él fue el único hijo de Dios. Sí tenían de rescatable su universalidad frente al nacionalismo judío de los Evangelios. De ellos, ya hemos mencionado lo muy numerosos y variados que eran. También había unos cuantos Apocalipsis y algunos otros textos de los padres de la Iglesia de los primeros siglos.
Era preciso formar un canon de libros sagrados porque, a pesar de que Constantino quiso que la nueva religión adoptara una gran parte de las formas externas del mitraísmo y de algún otro culto pagano, sí debió requerir que se la dotara de textos antiguos que le dieran la necesaria base histórica y tradicional. Una vez más hemos de recordar lo importantes que eran las tradiciones antiguas para los romanos.
Parece ser que Constantino reunió un equipo con el que llevar a cabo esta tarea o bien, fue ese mismo equipo quien se ofreció para realizarla. Lo integraron el obispo Eusebio de Cesárea, muy apto para redactar textos, ya que como sabemos fue el primer historiador de la Iglesia, y el obispo Osio de Córdoba, muy versado en el Antiguo Testamento, que era el documento más importante a situar en el canon, precisamente por la antigüedad de sus tradiciones.
Puede que por ese motivo, por ser experto en las Escrituras, Osio se convirtiera en el asesor técnico de Constantino, a quien debía recomendar las resoluciones y disposiciones a tomar en cuanto a dogmática, doctrina y demás.
El trabajo duró hasta bien entrada la mitad del siglo IV. Parece que la canonización del Antiguo Testamento no ofreció dudas ni produjo disputas, porque los textos correspondían perfectamente al origen del cristianismo, le aportaban tradición y lo sacralizaban con profecías referidas al Mesías y referencias históricas. Pero hay autores que aseguran que la formación del canon del Nuevo Testamento no fue tan fácil, porque no se podía admitir toda la documentación existente y era preciso separar el grano de la cizaña.
La cizaña era, naturalmente, todo lo que se apartase del nuevo y definitivo credo cristiano que había de proclamarse en el concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico de la Iglesia, convocado, presidido y auspiciado por el Emperador, celebrado en su propio palacio, y del que deberían de salir listos los documentos canónicos que conformasen el Nuevo Testamento.
Y la cizaña más peligrosa para la Iglesia ortodoxa, es decir, para los cristianos llamados entonces literalistas, eran sus oponentes gnósticos. Ya dijimos que había no solamente una cantidad considerable de textos gnósticos realizados por la escuela de Alejandría, sino también mucha influencia del gnosticismo en textos considerados literalistas, como algunas Epístolas de Pablo de Tarso y el Evangelio según San Juan. Por tanto, uno de los trabajos a realizar fue el de interpolar frases o párrafos en los textos a incluir en el canon del Nuevo Testamento o, simplemente, crear otros con la firma del autor original, pero que desdijesen todo aquello que no se aviniese con el credo definitivo a aprobar en Nicea.
Y algo así parece que sucedió con algunos de los textos de Pablo de Tarso que, como ya dijimos anteriormente, tenían cierto sabor gnóstico. Pablo era la figura histórica más importante del cristianismo y no podía desaparecer ni se podían eliminar sus escritos, pero sí se podían modificar y adaptar. También comentamos que el mismo Eusebio de Cesárea señaló que las cartas de Pablo que había recibido eran brevísimas y, si algunas de las que llegaron a formar parte del Nuevo Testamento eran bastante largas, es más que probable que se le hayan añadido textos que dejen claro que Pablo no fue gnóstico ni tuvo que ver con el gnosticismo, que hagan saber que Pablo prohibió a las mujeres predicar en las asambleas cristianas y textos que manifiesten un rechazo visceral hacia el pueblo judío.
Entre los siglos II y IV se produjeron más de trescientos manuscritos, incluyendo hasta ocho cartas espurias atribuidas a Pablo de Tarso y, para asombro de los siglos venideros, dos cartas de Séneca, según las cuales, se convirtió al cristianismo y recibió de Pablo el nombramiento de apóstol y la misión de predicar en la corte imperial. Precisamente, San Jerónimo, casi en el siglo V, se sirvió de aquellas cartas para clasificar a Séneca no solamente entre los cristianos, sino entre los santos.
Entre las epístolas falsificadas, aparecieron algunas atribuidas a Santiago, Judas, Pedro y Juan, de cuya autenticidad dudó el mismo Eusebio de Cesárea. Sabemos que algunos de los documentos falsificados se utilizaron en el propio concilio de Nicea, ya que Constantino llegó a citar durante una de las sesiones más de cien versos de la sibila que profetizaban la venida de Jesús al mundo. Cuenta Timothy Freke que se debieron falsificar después del año 308, porque Lactancio hizo una recopilación de textos cristianos durante ese año y no cita tales versos.
Otra de las falsificaciones más notorias e ingenuas que hemos citado previamente fue la del cruce de cartas entre Pilato y Tiberio, en las que Pilato se acusaba de haber crucificado al hijo de Dios y Tiberio, espantado de semejante acto, pretendió colocar a Jesús en el panteón romano, lo que no pudo llevar a cabo porque el Senado se negó. No obstante, Tiberio se comprometió a proteger a los cristianos de las leyes represivas dictadas contra ellos. Basándose en tales documentos, Tertuliano llegó a decir que Poncio Pilato era cristiano. Eusebio de Cesárea cita las palabras de Tertuliano en el Libro II de su Historia Eclesiástica y afirma que Tiberio llegó a «amenazar con la muerte a los acusadores de los cristianos».
La ingenuidad de tal falsificación es obvia. En primer lugar, ya hemos comentado que Pilato llegó a Palestina con el objetivo de meter en cintura a los judíos; en segundo lugar, también dijimos que su papel no era el de conversar con acusados ni con presos; en tercer lugar, Tiberio fue bastante negativo para las religiones, sobre todo para las extranjeras y más para la judía. Y ya sabemos que el cristianismo fue una secta judía durante siglos. Finalmente, mal podría Tiberio proteger a los cristianos de leyes represivas que no se dictaron hasta tiempos de Trajano, como hemos visto.
Hay interpolaciones incluidas en la obra Sobre la Providencia, de Filón de Alejandría, que, según el encargado de la edición de la Biblioteca Clásica Loeb, de Cambridge, fueron realizadas «por una mano torpe», es decir, que su falsedad resulta obvia, pero la falsificación más conocida, más discutida y más mencionada es, sin duda, la de las Antigüedades judías de Flavio Josefo, de la que Voltaire comentó que se llevó a cabo «con intención piadosa».
El texto intercalado en la obra de Flavio Josefo (Antigüedades Judías, Libro XVIII, 63) es una falsificación tan burda que muchos no cristianos la han utilizado para demostrar la inexistencia de Jesús.
Está desligada del contexto y, además, proclama que Jesús fue un hombre sabio y virtuoso, que murió por orden de Pilato y que era el Mesías. Ese pasaje, en boca de un historiador de cualquier otra religión, resultaría poco digno de crédito pero en boca de un historiador judío es insostenible y se invalida por sí mismo. Un judío que admitiera que Jesús fue el Mesías, estaría renegando de su religión.
Hay otras interpolaciones más discretas en las Antigüedades Judías de Flavio Josefo, en las que cita a Santiago como hermano de Jesús llamado Cristo y otra en la que, según Fernando Conde Torrens, menciona el encarcelamiento y la muerte del Bautista por parte de Herodes. Según este autor, las cuñas insertadas en los textos de Josefo llevan la firma inequívoca de Eusebio de Cesárea. Según Edward Gibbon, las interpolaciones se hicieron entre la época de Orígenes (hacia 240) y la de Eusebio de Cesárea (hacia 300). Es de notar que Eusebio cita tales afirmaciones sin lugar a dudas.
Para dar verosimilitud a las falsificaciones, se crearon sendas leyendas, una de las cuales señalaba que Filón de Alejandría había ido a Roma a conocer a Pedro y que había discutido con Juan. Ya dijimos que Filón nunca mencionó a Jesús ni a Pablo ni a ninguno de los apóstoles y tampoco lo hizo Flavio Josefo, aunque estuvo en Roma en el año 63 ó 64, justamente en el tiempo en que se dice que Pedro y Pablo se encontraron y murieron a manos de Nerón.
Josefo, además, nació en Jerusalén el año 37 ó 38, y allí vivió y allí desarrolló su labor como judío fariseo, aunque tenía relaciones importantes con las otras sectas, los saduceos y los esenios. Sin embargo, jamás mencionó a Jesús ni a los cristianos ni a Pablo de Tarso, que fue también fariseo y de renombre. Josefo se trasladó a Roma tras la revuelta del año 66 y allí vivió el resto de su vida, sin que jamás mencionara la existencia de cristianos en la Urbe. Pero eso no fue óbice para que se generara también la leyenda de su conversión al cristianismo y, además, de que fue obispo de Jerusalén. Si Séneca, Tiberio y Pilato fueron cristianos o casi cristianos, ¿por qué no Josefo?
Téngase en cuenta que los textos de los historiadores antiguos no se conservaron en manos de judíos ni de paganos, sino en manos de cristianos y fueron fuentes de consultas de muchos de los autores de la Patrística.
Hay que decir que las falsificaciones eran algo bastante habitual en la Antigüedad y también en la Edad Media. Solamente con la llegada de la Ilustración se planteó la tarea de separar lo falso de lo cierto aunque, ya en el Renacimiento, algunos sabios lingüistas, como Lorenzo Valla y el obispo Nicolás de Cusa, analizaron textos y declararon imposturas, como en el caso de la famosa Donación de Constantino, que hemos mencionado anteriormente.
Tan habitual debía ser falsificar, que el mismo Orígenes justificó las falsificaciones distinguiendo las que se llevaban a cabo con buen fin de las realizadas con mal fin. Es probable que Voltaire se refiriera a esta defensa cuando señaló que la interpolación del citado pasaje en la obra de Flavio Josefo se hizo con intención piadosa. Por su parte, San Jerónimo confesó abiertamente que, al traducir los textos de Orígenes (que fue cristiano pero poco ortodoxo y tenido por peligroso), no conservó lo nocivo sino lo útil y que tanto Hilario como Eusebio hicieron lo mismo.
Según Conde Torrens, también los pasajes de las obras de Tácito y Suetonio que hemos mencionado anteriormente acerca de las persecuciones de cristianos, fueron interpolaciones y falsificaciones.
Es posible. No olvidemos que, por una parte, Eusebio de Cesárea se encargó de la descomunal tarea de conseguir que la historia de los estados antiguos encajase con la cronología bíblica que él mismo elaboró. Entre otras cosas, consiguió que Agustín de Hipona pudiera demostrar que el profeta Jeremías había iniciado a Platón en el judaísmo. Ya que Platón estaba demasiado lejos del tiempo cristiano, al menos había que hacerle judío. No en vano, un historiador alemán del siglo XIX, Jacob Burckhardt, dijo de él que fue «el primer historiador totalmente deshonesto de la Antigüedad».
Efectivamente, en su libro Sobre la vida del beato emperador Constantino, publicado en 339, Eusebio iguala a Constantino con los apóstoles. Más que una biografía, es un encomio del emperador en términos que no dejan lugar a dudas sobre el pago que debió recibir. Entre otros elogios, le llama ángel celestial divino, con alma adornada de piedad y temor de Dios, señala que el mismo Dios le revelaba milagrosamente las intenciones de sus enemigos y que le premiaba con apariciones. Los loores de Eusebio podrían atribuirse a candidez o a agradecimiento, pero sabiendo lo que sabemos de Constantino, no pueden atribuirse más que a servilismo. Por tanto, su autoridad como historiador queda totalmente anulada.
Sin embargo, la Historia Eclesiástica que Eusebio escribió narrando el cristianismo de los primeros siglos, nunca fue rescrita y las historias posteriores que se han redactado se han iniciado donde él terminó. Así sigue comprendiendo relatos tan absurdos como la anteriormente citada comunicación epistolar entre Jesús y el rey Abgaro de Edesa.
También hemos de tener en cuenta que, durante muchos siglos, todos los textos antiguos permanecieron en manos de los monjes cristianos, que se ocuparon de copiar y traducir lo que creyeron necesario, de interpolar lo que les pareció pertinente y de, por desgracia, hacer desaparecer todo lo que consideraron peligroso para el mantenimiento de la doctrina cristiana. Así desaparecieron los textos contrarios al cristianismo que hemos mencionado anteriormente, como muchos escritos de Cicerón, Porfirio, Filón, Celso, del mismo Orígenes y de otros autores.
Tras la oscuridad de la Edad Media, en la que incluso los reyes y emperadores occidentales fueron iletrados y el conocimiento únicamente se impartió en las Escuelas Episcopales y prácticamente solo entre los clérigos, llegaron el Renacimiento, la Revolución Científica y el Siglo de las Luces pidiendo a gritos una revisión de los textos, proclamando a los cuatro vientos que la Verdad debía de ser patrimonio universal, rebuscando y escarbando los rincones intelectuales para localizar migajas perdidas de escritos originales y exigiendo, como el mismo Lutero, la primera versión de los textos sagrados porque, si Dios los había revelado, los había revelado en su versión original.