Capítulo IX
Roma es nuestra

Se podría decir que el cristianismo, tal y como lo conocemos hoy y tal y como ha existido durante casi diecisiete siglos, se inició en aquel concilio de Nicea que Constantino el Grande se empeñó en patrocinar y presidir en el año 325. Y, gracias a él, las comunidades cristianas que fundó Pablo de Tarso en Asia Menor allá por el siglo I se convirtieron en la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana. Merced a la intervención oportuna de Constantino, que supo orientar la proa de la nave del cristianismo hacia su objetivo más importante, la religión cristiana no solo se convirtió en el único culto de Roma, sino que Roma se convirtió en posesión de la Iglesia cristiana. En unos cuantos siglos, pasó de ser la Urbe a ser la Ciudad Santa, capital no de Italia, pues no consiguió serlo hasta finales del siglo XIX, sino del Patrimonio de San Pedro que más tarde se llamó Ducado Romano o Santa República de los Romanos y, finalmente, Estados Pontificios.

LA ENVIDIA NO PERDÍA DE VISTA NUESTROS BIENES

El empeño de Constantino el Grande en convocar y llevar a buen puerto el concilio de Nicea no fue un capricho ni tuvo base religiosa alguna. Tuvo, sin embargo, una base política sumamente importante. Si Constantino había elegido la religión cristiana para oficializarla y elevarla al panteón de Roma, evidentemente debería recibir algo de ella y ya dijimos que uno de los factores más importantes para él fue la unidad. Un solo dios y una única doctrina.
Pero suponemos cuál sería la enorme sorpresa de Constantino y probablemente su gran decepción cuando comprobó que la doctrina distaba mucho de ser única, pues había numerosísimas ideas que disentían unas de otras y no había manera de que sus seguidores se pusieran de acuerdo. Ya dijimos lo complicado que fue acordar si Cristo era Dios o no lo era y, si lo era, si era igual al padre, es decir, si procedía de él por emanación o por creación y, si era igual al padre, si tenía una sola naturaleza humana o dos, una humana y otra divina y, si tenía dos, si María podía ser madre de las dos o solamente de una y, si María era madre de ambas, si tendría una o dos voluntades y así, cavilación tras cavilación, una agudeza teológica tras otra, siempre había algún tema difícil de sostener porque siempre había alguien que cavilaba más de la cuenta y llegaba a conclusiones diferentes. Incluso, aunque el tema se sostuviese, aquella tendencia de los bizantinos a especular con lo indemostrable les llevaba siempre a localizar algún matiz que no se hubiera tenido en cuenta y era necesario analizarlo y llegar a una conclusión colegiada.
El primer asunto que hubo que dilucidar en Nicea fue la elección de los evangelios canónicos, con el fin de desestimar toda aquella sobreabundancia de textos que pretendían narrar la historia de Jesús y la de sus apóstoles, incluida la misma María Magdalena. La elección recayó, como sabemos, en los evangelios atribuidos a Mateo, a Marcos, a Lucas y a Juan. Cómo y por qué se eligieron cuatro entre tantos, es algo que había explicado Ireneo de Lyon ya en el año 185 en su obra Adversus Aereses:
«El evangelio es la columna de la Iglesia, la Iglesia está extendida por todo el mundo, el mundo tiene cuatro regiones y conviene, por tanto, que haya también cuatro evangelios. El evangelio es el cuento o soplo divino de la vida para los hombres y, puesto que hay cuatro vientos cardinales, de ahí la necesidad de cuatro evangelios. El Verbo creador del universo reina sobre los querubines, los querubines tienen cuatro formas y he aquí por qué el Verbo nos ha obsequiado con cuatro evangelios.» Como vemos, el porqué es contundente. Pero esto no es más que el número de evangelios, no de cuáles y de cómo reconocerlos entre cincuenta textos reunidos. El método resulta, cuando menos, original, al menos el que difundió una obra anónima titulada Libelus Synodicus y que menciona Holbach, filósofo francés de origen alemán del siglo XVIII, en su Historia crítica de Jesús.
Según este documento, las oraciones de los obispos reunidos en el concilio realizaron el milagro de que los textos verdaderos se separasen de los falsos y se depositasen sobre el altar. Hay otra versión según la cual, colocaron los cincuenta evangelios sobre el altar y los falsos cayeron al suelo por sí mismos, permaneciendo arriba los cuatro canónicos. Y otra, mucho más ingenua, cuenta que el mismo Espíritu Santo entró en forma de paloma en la sala conciliar, voló sobre los textos y se fue posando, uno a uno, sobre los que habrían de considerarse canónicos y sagrados.
Estas explicaciones que hoy nos parecen risibles recibieron el beneplácito de las gentes en un tiempo en el que el pensamiento humano se hallaba todavía muy cerca del pensamiento mágicoinfantil y aún debía transcurrir mucho tiempo hasta alcanzar el pensamiento lógico-adulto que considerase increíbles tales hechos.
Otro de los asuntos a dilucidar en Nicea fue la controversia de Arrio, cuya doctrina ya dijimos que excluía la Trinidad y, por tanto, resultaba mucho más aceptable para iletrados y mentes sencillas. Siglos después del concilio, dos cronistas cristianos, Nicéforo Calixto en el siglo XIV y César Baronio en el XVI, contaron otro hecho, hoy increíble, sucedido en el concilio de Nicea. La repulsa a la idea herética de Arrio fue tan unánime que los obispos Crisanto y Misonio fallecieron durante la primera sesión del concilio, pero resucitaron para firmar las actas de condena del hereje, tras lo cual volvieron a morir para siempre.
Por fantástico que sea este hecho, nos da una idea del encono con el que debieron enfrentarse las dos facciones niceanas, la de Arrio, con su idea herética de que Cristo no era consustancial con el padre, y la de Alejandro, patriarca de Alejandría y defensor a ultranza de la consustancialidad de las tres personas de la Trinidad. Un enfrentamiento que duró siglos, porque, por mucho que Nicea condenase a Arrio, el siguiente concilio celebrado en Antioquia en 328, le dio la razón, entre otras cosas, porque las hermanas de Constantino y, puede que también su madre, se habían decidido por el arrianismo que ya hemos dicho que era mucho más fácil de comprender que la doctrina ortodoxa.
En la famosa obra de Eusebio sobre la vida de Constantino, aparece el texto de las cartas que el Emperador dirigió a los contrincantes para exigirles que pusieran fin a sus diferencias y a los disturbios que ocasionaban, ya que él quería la paz por encima de todo. Sabemos por las cartas de Constantino que lo único que pretendió con el concilio de Nicea fue solventar los desacuerdos que le preocupaban enormemente porque rompían aquella unidad tan buscada. Por eso, escribió a los contendientes diciéndoles lo que había que hacer. Sus cartas rebosan autoridad porque también escribió en el año 335 a los conciliares reunidos en Tiro para afirmar que no debían contradecir las determinaciones del soberano, destinadas a la defensa de la verdad.
Suponemos que a Constantino tanto le daría que Cristo fuese igual, inferior o superior al Padre y que no entendería el debate surgido a raíz de la declaración de que ambos eran iguales, ya que, si lo eran, si ambos eran el mismo Dios, no faltó quien apuntase que admitir la igualdad del padre y el hijo suponía admitir que también el padre había padecido en la cruz. Lo que en realidad quería Constantino era acabar con las disputas y con los disturbios que perturbaban no solo la paz de los dioses, sino la paz del Imperio. Ya hemos comentado que muchas de aquellas discusiones bizantinas se arreglaban con las armas en la mano.
En los siglos siguientes, fue habitual la presencia de turbas de monjes violentos que acudían a los concilios dispuestos a conseguir que se proclamase la verdad, que su líder, un obispo o un patriarca, defendía. En el concilio de Éfeso, por ejemplo, cuenta el historiador Bolotov que el obispo de Alejandría, Cirilo, acudió con una de aquellas turbas de monjes fanáticos y belicosos dispuestos a «convencer» a los partidarios de Nestorio y que detrás de ellos llegaron varios carros cargados de regalos costosos encaminados a poner de su parte a los representantes imperiales. Y cuenta el mismo historiador que uno de los «argumentos» utilizados por Cirilo para convencer al Emperador Teodosio de la bondad de la doctrina contraria a la nestoriana fue dificultar el transporte de cereales de Egipto a Constantinopla, dado que era obispo de Alejandría. Aquel hecho provocó revueltas populares que obligaron al Emperador a transigir con las demandas del obispo.
Todo esto sucedió ya cuando el cristianismo era la única religión del imperio romano y cuando la Iglesia había alcanzado, como vemos, un poder casi superior al del propio emperador. En los tiempos del concilio de Nicea, el cristianismo todavía tenía que lidiar con las restantes religiones, que le disputarían poder, favores imperiales y, sobre todo, adeptos.
Pero, aunque no hubiese todavía alcanzado la altura que alcanzó a partir de su distinción como culto único, en el año 380 y reinando Teodosio, sí había recibido grandes bienes temporales de Constantino, mucho más de lo que hasta entonces hubiera podido recibir de sus fieles ricos. Y, como delató Eusebio de Cesárea, la envidia comenzó a hacer estragos entre el alto clero cristiano. La envidia enemistó a los obispos y, bajo el pretexto de defender dogmas de fe, hizo surgir entre ellos desacuerdos y riñas que se extendieron como la pólvora entre las iglesias de Alejandría, Egipto y Libia y se organizó una lucha en la que se utilizaron toda clase de recursos, desde acusaciones de inmoralidad hasta instigación a los feligreses contra obispos de facciones opuestas. Sobre todo, como ya hemos dicho, proliferaron las acusaciones de herejía que conllevaban la excomunión y la erradicación de los partidarios del excomulgado.
Mientras nada hubo que envidiar, las disputas doctrinarias se limitaron a ser eso, doctrinarias, pero a partir de las generosas donaciones y cesiones de los emperadores, las disputas se agriaron porque, como dijimos, no solamente suponían ganar o perder el cielo, sino ganar o perder un cargo eclesiástico muy sustancioso.
Antes de que Eusebio escribiera su frase celebérrima «la envidia no perdía de vista nuestros bienes» ya Tertuliano había escrito la suya «la rivalidad en el episcopado es la madre de las escisiones».
El historiador Amiano Marcelino explica claramente los motivos de los enfrentamientos que surgían entre los eclesiásticos del siglo IV para alcanzar dignidades como el obispado o el solio papal:
«Cuando se observa el fasto que rodea esta dignidad no sorprenden ya las competiciones por adquirirla... los que esperan conseguirla saben muy bien que sus deseos serán colmados en cuanto se refiere a los favores de las damas. Que su cuerpo irá siempre en carroza. Que vestirán con incomparable magnificencia. Y que su mesa aventajará a la de los emperadores. Sabido esto, ¿extrañará cuanto se haga por bajo, falso o atroz que sea, con tal de alcanzar tal prebenda?».

DE DIOSES A DEMONIOS

Durante los primeros años, los cristianos tuvieron que tolerar la presencia de los judíos y la de los paganos y, lo que es peor, su competencia. Ya dijimos que Constantino I no se convirtió al cristianismo y que, por tanto, continuó frecuentando los cultos de sus dioses e, igual que él, los restantes romanos. Incluso hay quien dice que en Occidente se burlaron abiertamente de la nueva religión establecida en Oriente y de que tuviera un solo dios, con lo útiles que resultaban tantos y tantos dioses.
El paganismo y el judaísmo, por tanto, fueron primero tolerados, aunque muy a la fuerza, después asimilados y finalmente, aniquilados o, al menos, tratados de aniquilar, porque el paganismo sí terminó por desaparecer del mundo romano, pero el judaísmo, aun sometido a terribles persecuciones que la Historia sabe recordar, persistió con la misma fuerza que antaño. Y uno de los motivos por los que no desapareció en aquella época pudo ser que los emperadores romanos se negaran a suprimir una religión tan antigua y venerable, de cuyo credo descendía además el credo cristiano, como muy bien supo señalar el papa Juan XXIII en su anteriormente citada oración de arrepentimiento.
Todo esto viene a decir que el cristianismo no triunfó como religión única en un corto periodo de tiempo, sino que tardó al menos dos siglos en situarse en cabeza del Imperio. Triunfar significa extenderse por todo el orbe romano y, efectivamente, el cristianismo terminó por imponerse, ya fuera en su vertiente ortodoxa o en las formas heréticas del arrianismo, del monofisismo, del nestorianismo y otras que hemos mencionado, pero el caso es que llegó un día en el que ser romano significó ser cristiano y ser cristiano se asimiló a ser romano.
La lucha contra el paganismo duró, como hemos dicho, alrededor de dos siglos. Las armas utilizadas fueron de todas clases: místicas, políticas o abiertamente militares. Dado que Constantino retrasó con gran prudencia el fin del paganismo, en el que probablemente creía más que en el cristianismo, la nueva religión tuvo que esperar tiempos mejores, los cuales se presentaron en tiempos de otro emperador a quien la Iglesia concedió también el calificativo de «el Grande», Teodosio.
Teodosio I se empeñó a fondo en la erradicación del paganismo, aunque después llegó su sucesor, Valentiniano, que se portó de forma mucho más tolerante con los paganos. Pero es más que probable que los cristianos no llegaran a sentirse seguros teniendo al lado semejante competencia y ya en tiempos de Teodosio II, un emperador que se levantaba de la cama cantando salmos y se acostaba elucubrando sobre las verdades teológicas, la influencia de eclesiásticos como Ambrosio, el martillo de los herejes, llegó a impulsar persecuciones encarnizadas contra aquellos que, según las actas de los mártires, habían perseguido en su día a los cristianos.
De esta manera, los perseguidos se convirtieron en perseguidores tan pronto como tuvieron a su alcance a un monarca que se dejase convencer y que les permitiera ejercer su voluntad de convertirse en religión única y exclusiva. Y, si hubo una legislación que castigara al cristianismo en tiempos de la Roma pagana, lo cierto es que la legislación antipagana la sobrepasó con creces en los tiempos de la Roma cristiana.
Porque no solamente se consideró delito el profesar otra religión que la oficial o el continuar practicando las ceremonias de los antepasados a pesar de haberse bautizado, cosa que era por entonces muy común y que lo siguió siendo durante siglos, sino que la legislación antipagana llegó a considerar al juez culpable de los delitos que dejase de castigar o de prohibir. La idolatría, por supuesto, y el culto a los que antes se llamaron dioses y luego se convirtieron en daemones o demonios, llegó a ser el crimen más abominable contra la suprema majestad de «el Creador». En el siglo VI antes de nuestra Era, Tales de Mileto había asegurado que todo estaba lleno de dioses. Mil años más tarde, Agustín de Hipona señaló que todo estaba lleno de demonios y que la Humanidad era el patio de recreo de los diablos.
El Códice Teodosiano, según cuenta Emilio Bossi, introdujo la modalidad que siglos después adoptaría la Inquisición, que consistía en utilizar el brazo armado imperial, no el eclesiástico, para aplicar las penas por los delitos que el brazo eclesiástico, no el imperial, juzgase según su tribunal religioso. De esta manera, la Iglesia podía acusar a los que cometiesen el horrendo delito de sacrificar a los dioses o practicar alguna de las ceremonias paganas convertidas ya en supersticiones mágicas, pero era el emperador quien se ocupaba de aplicar el castigo.
No en vano, el historiador Edward Gibbon acusó a aquellos cristianos de la Antigüedad de haber hecho desaparecer el Mundo Antiguo, el mundo clásico que quedó mutilado, fragmentado o falsificado, sacrificado en el altar del dios cristiano.
Los hijos de Constantino el Grande, Constancio y Constante, publicaron en el año 353 un decreto que obligó a clausurar los templos paganos y a prohibir la entrada en ellos, así como a negar el derecho a adorar las imágenes de los dioses. Los sacrificios se llegaron a castigar con pena de muerte.
Frente a las Actas de los Mártires, que los cristianos escribieron para narrar martirios y persecuciones, se han conservado algunos testimonios de las persecuciones y martirios de que fueron objeto los paganos por parte de los cristianos. Antonio Marcelino, cónsul en Hispania en el año 341, cuenta la muerte que sufrieron en Tebaida los seguidores de cultos ancestrales; el historiador bizantino Zósimo narra el llanto, la desesperación y las cárceles rebosantes de paganos, castigados duramente por persistir en sus prácticas impías.
El historiador Bolotov menciona escritos de Libanio, sofista y profesor de retórica en el siglo IV, dirigidos al emperador Teodosio I (el Grande) quejándose de los ataques que llevaban a cabo grupos de monjes fanáticos contra los templos paganos, poniendo de manifiesto el perjuicio que suponía la destrucción de monumentos antiquísimos y obras de arte muy valiosas, como la estatua que Fidias hizo para representar a Asclepios, el dios de la Medicina, «una obra hecha con tanto trabajo y con tanto talento y que fue destrozada» en la ciudad de Beros.
Destrozado quedó igualmente el santuario de Eleusis, tras once siglos de celebrar los misterios más populares del Mediterráneo. Según San Agustín, fue destruido por Alarico con ayuda de una de aquellas turbas de monjes que, de la misma forma, derruyeron el famoso Serapeum de Alejandría, una maravilla del arte helenístico que pereció en 391 tras aquel edicto de Teodosio que inició el fin del paganismo. Y otro tanto sucedió con los templos y santuarios de Mitra, en algunos de los cuales, según cuenta Gibbon, se encontraron esqueletos encadenados. El mitraísmo, perseguido enconadamente como uno de los mayores rivales, desapareció definitivamente en el siglo IV.
También fueron objeto de persecuciones los judíos, aquellos que osaban mantener su antigua alianza y rechazar la nueva alianza predicada por Pablo de Tarso. En el año 412, Cirilo, obispo de Alejandría, incitó a los monjes a saquear y a expulsar a la rica comunidad judía, obligando a exiliarse a más de cuarenta mil personas.
De la misma forma fueron perseguidos los gnósticos, cuyos escritos, aquellos evangelios que tanto proliferaron en el siglo II, quedaron ocultos en las oscuridades de Nag Hammadi hasta su descubrimiento en el siglo XX. Pero los gnósticos no desaparecieron hasta mucho tiempo después, porque una comunidad gnóstica, los paulicianos que se decían seguidores de Pablo de Tarso, se mantuvieron hasta el siglo X y muchos otros perecieron en el sur de Francia ya en el siglo XII a manos de la Inquisición. Entonces fueron perseguidos con los nombres de cátaros, albigenses y valdenses, porque la Iglesia medieval convirtió a los paganos y a los herejes en brujos, equiparando las prácticas paganas a las prácticas diabólicas, toda vez que los dioses, aquellos dioses antiguos que una vez significaron la paz y el bienestar de Roma, se habían convertido en demonios.
El catolicismo luchó denodadamente por exterminar el paganismo y la herejía, destruyendo sus escritos y persiguiendo a profetas y filósofos para erradicar a los rivales primero intelectualmente y, después, a sangre y fuego. El mismo Agustín de Hipona escribió la única justificación que ofreció el cristianismo antiguo, para avalar el derecho del Estado a reprimir a los disidentes, señalando que la coacción es necesaria puesto que hay tanta gente que solamente responde al miedo.
Todavía en el siglo IV, el emperador Juliano, el que quiso devolver al paganismo su vigencia y sus tradiciones y que por ello ha pasado a la historia con el sobrenombre de «el Apóstata», escribió un largo documento titulado Contra los galileos que, como era de esperar, desapareció en la destrucción sistemática de obras anticristianas y que solamente conocemos por la refutación que publicó Cirilo titulada En defensa de la santa religión cristiana contra los libros del impío Juliano.
Juliano el Apóstata
El emperador Juliano quiso dar marcha atrás y recuperar las tradiciones y cultos paganos, en vista de que el cristianismo había dejado de ser la religión simple y pura que fue al principio. Pero su reinado fue muy breve e intenso y apenas tuvo tiempo de atacar la actitud de los cristianos con su escrito Contra los galileos.
Por ella sabemos que Juliano publicó su escrito entre 433 y 441 y que en él tacha a los cristianos de desventurados, puesto que «ni siquiera guardáis las enseñanzas de los apóstoles, porque ni Pablo se atrevió a decir que Jesús era Dios» También les reprocha imitar la cólera y la crueldad de los judíos, volcando templos y altares y les acusa de haber degollado no solo a los que permanecían en sus creencias tradicionales (los practicantes del judaísmo) sino a los que consideraban heréticos «porque no plañen el cadáver de la misma manera que vosotros (los disidentes y herejes)»; y añade cargado de razón: «de ninguna manera os transmitieron esa orden Jesús ni Pablo, sino que es vuestra propia obra. Y es que nunca pensaron que llegaríais a tal grado de poder».
El paganismo desapareció definitivamente en el siglo VII, tras la legislación emitida en 691 a causa del III concilio ecuménico de Constantinopla, que se esforzó por encontrar fórmulas para acabar con la práctica de los misterios de Dionisos en los Balcanes.
Durante aquel año, los viticultores griegos dejaron de utilizar las máscaras mistéricas y omitieron exclamar ¡Dionisos! al pisar las uvas, porque el decreto prohibió también ese tipo de tradiciones.

DE DEMONIOS A SANTOS

Sin hacer concesiones al politeísmo, mal hubiera podido el cristianismo constituirse en religión única del Imperio romano.
Las diferentes naciones y culturas que lo poblaban eran gentes habituadas a orar a diferentes dioses, según el momento, la necesidad o la devoción. También acostumbraban sacar en procesión las estatuas de sus dioses, cantar sus alabanzas, lanzarles vítores y ofrecerles sacrificios, tanto de animales, frutos o flores, como mortificaciones personales a base de flagelarse o aplicarse pequeñas torturas que querían simbolizar una pequeña parte de los tormentos sufridos por el dios.
Lógicamente, a la mayor parte de los habitantes del Imperio les debió parecer peregrino el que un solo dios tuviera que ocuparse de todo. Ellos tenían un dios para la salud, otro para el bienestar, una diosa para la agricultura, otra para la maternidad y se dirigían a unos u otros, sin que aquello menoscabase su devoción por los restantes dioses. Y, además de las estatuas de los dioses, solían adorar reliquias, objetos que habían estado en contacto o habían pertenecido a un dios o a un personaje santo, filósofo o religioso.
Todo este mundo politeísta debió chocar frontalmente con el concepto cristiano de un dios único que está en todas partes y que todo lo puede. Antes que ellos, los judíos habían puesto de relieve aquella diferencia, pero la religión judía nunca accedió a mezclarse con otras religiones ni a adaptarse a otros cultos. Sin embargo, el cristianismo, antes de aniquilar todo vestigio del paganismo, lo absorbió y lo hizo suyo.
Y aquellos dioses paganos a los que los primeros padres de la Iglesia habían convertido en demonios, se convirtieron en santos cristianos, destinados a sustituir la necesidad de culto plural y, además, a llenar el vacío que fueron dejando los profetas y los patriarcas del Antiguo Testamento, a los que no se podía adorar ni hacer ofrendas y a los que, además, no se podía en modo alguno representar.
Al principio, el cristianismo no admitió la representación de Jesús ni de María ni de los santos, porque todavía mantenía aquel segundo mandamiento de la Ley de Dios que lo prohíbe tajantemente. Pero, con el tiempo, los imagineros consiguieron poner en circulación imágenes e iconos que se consideraron sagrados, al menos, en Oriente. En Occidente se tardó más en admitir imágenes de Cristo o de santos.
Pero todavía en el siglo IV, cuando Constanza, hermana de Constantino el Grande, pidió a Eusebio de Cesárea que le mostrara una imagen de Cristo, este respondió que su petición era equivocada y plena de resabios paganos porque de Cristo no se podía pintar una imagen. Para los primeros cristianos, el culto a las imágenes, las procesiones, las cofradías que «sacaban» las estatuas de los dioses de los templos y las paseaban con un cortejo de adoradores y suplicantes, eran cosa del demonio.
Pero, como ya hemos dicho anteriormente, uno de los pilares del éxito del cristianismo ha sido su capacidad de adaptación a las circunstancias y esta fue una más de las que hubo que admitir y absorber.
Pablo de Tarso llamó santos en sus Epístolas a aquellos que se entregaban a Dios, en vida, apartándose del mundo y renunciando a todo para servirle. Así podemos leer en Filipenses (1,1): «a todos los santos en Cristo que están en Filipos» y en Efesios (1,1): «a los santos y fieles en Cristo que están en Éfeso». Sin embargo, la Iglesia llamó santos a los que habían muerto por Cristo, a los que habían dado su vida por la fe y no habían accedido a renegar ante la amenaza de Roma. Y llamó santos a los que habían consagrado, no su vida, sino su muerte a Cristo. Y la fecha en la que se celebraría en adelante la memoria de un santo no sería la de su nacimiento, que era además un rito egipcio, sino la fecha en la que nació para Cristo, es decir, la fecha de su muerte.
La sustitución de dioses, aquellos demonios, por santos se llevó a cabo en muchas ocasiones de la forma más sencilla.
Bastaba modificar el nombre del dios pagano para convertirlo en el de un santo cristiano. Así, Dionisos se convirtió en San Dionisio; Apolo en San Apolinar; Marte en San Martín; la diosa Brighit, hija del Sol, en Santa Brígida; Hermes en San Ernesto;
Nicem, símbolo del Sol, en San Nicanor; Apolo Ephoibios en San Efebo; Demeter en Santa Demetria; Baco, al que llamaban Soter que dignifica salvador, en San Sotero; Ceres, llamada la rubia Flava, en Santa Flavia; Júpiter Nicephor en San Nicéforo.
Entre las disputas que mantuvo Agustín de Hipona con Fausto de Milevo, el obispo maniqueo, hay una carta de este último reprochando a los católicos haber sustituido los sacrificios por ágapes y los ídolos por mártires, a los que rendían los mismos honores; les recrimina asimismo celebrar las festividades paganas, como calendas y solsticios, y haber aceptado sus costumbres.
Pero aquella absorción de los rituales, los dioses y las tradiciones paganas tuvo su compensación porque hubo numerosos romanos que recuperaron todo lo perdido. Cuentan que, cuando el concilio de Éfeso decidió que María era madre de Dios, hubo muchos efesios que se abrazaron llorando de alegría, porque habían reencontrado a su Diana Efesia, aquella que Pablo de Tarso denostó siglos atrás.

UN POLITEÍSMO ENCUBIERTO

A la hora de representar a Cristo, religiosos y artistas imagineros se encontraron con un grave problema: aparte de la descripción del Mesías que aparece en el Apocalipsis, nadie sabía cuál era su aspecto exterior. Y fue necesario obtener una imagen para poderle representar, lo cual produjo no pocas divergencias.
Hubo que recurrir a alguno de los símbolos con los que le asocian los Evangelios y el preferido fue el Buen Pastor, que es como aparece en las catacumbas romanas y que fue la primera imagen que Constantino empleó para erigir estatuas con las que adornar Constantinopla. Probablemente, porque la figura del Buen Pastor con la oveja al hombro desciende directamente del crióforo griego, muy popular desde el siglo VI a.C. y que se introdujo en el cristianismo sin grandes dificultades.
La adaptación de la figura del crióforo griego a Cristo debió suponer un gran impulso económico para los imagineros que habrían visto su negocio arruinado con la prohibición de representar a Jesús o a los santos. Pero con el tiempo resultó muy útil transformar las imágenes de los dioses paganos en vírgenes y santos cristianos. Muchas de las imágenes de Isis con Horus en los brazos que se sacaban en las procesiones recibieron ese tratamiento y se convirtieron en imágenes de la Virgen con el Niño.
Esto hizo que se restableciera la devoción a Isis, ya fuera en la imagen en que aparece con el niño Horus o bien en la que aparece de pie sobre la luna de la neomenia, la luna que marca la llegada del cambio de mes lunar, la que desde entonces pisó la Virgen María para todos los cristianos.
El Buen Pastor
La figura del moscóforo ateniense fue muy popular en el siglo VI antes de nuestra Era y de ella desciende la imagen del Buen Pastor, la primera con la que se representó a Cristo.
También las imágenes de Isis y Demeter procedentes de Egipto y una de cuyas características era el color oscuro de la piel tuvieron su transformación en imágenes cristianas, dando origen a las vírgenes negras, las Teotokos.
Los romanos siguieron, pues, adorando a sus dioses en las imágenes transformadas en vírgenes y santos cristianos y continuaron sacándolas en procesión, cantando y bailando durante el recorrido y, cuando se trataba de un dios sufriente, arrancándose jirones de piel con el flagelo, porque también esta costumbre entró de lleno en el cristianismo.
Sin embargo, la veneración de las imágenes tuvo sus altibajos, sus momentos de ardor y sus momentos de rechazo, sus defensores y sus detractores. De hecho, la veneración de los iconos produjo en Oriente una larga disputa que se llamó la Querella de las imágenes y que, durante siglos, dio lugar a guerras y a persecuciones.
Las vírgenes negras
Las imágenes de Isis y otras diosas veneradas en el Imperio romano se transformaron en imágenes de la Virgen María por obra y gracia de los artistas imagineros. Las representaciones de Isis y Demeter, que se caracterizaban por el tono oscuro de su piel, dieron origen a las vírgenes negra.
Hubo opiniones para todos los gustos. Para unos, la locura de adorar imágenes deshonraba tanto al que se postraba ante ellas para venerarlas como al artista que terminaba adorando lo que creaba, mientras que otros supieron diferenciar el hecho de adorar una imagen al de aprender lo que se debe adorar por medio de ella. Para unos, la veneración de imágenes e iconos fue una abominación satánica, mientras que, para otros, las imágenes y los iconos fueron para el cristianismo tanto como la Biblia de los iletrados e identificaron lo que la imagen era para los analfabetos con lo que era la palabra leída para los eruditos.
Pero el culto a las imágenes, aunque fue prohibido en Occidente durante mucho tiempo y después en Oriente, nunca desapareció porque todos los paganos convertidos al cristianismo necesitaban algo tangible que venerar y no les bastaba con la idea abstracta de un dios uno en esencia y trino en persona. Por mucho que se prohibieran, siempre terminó el fervor popular por localizar una imagen milagrosa que había descendido de los cielos, pintada a mano muchas veces por los mismos ángeles y, ante todo, capaz de lograr prodigios, curaciones y conversiones.
Aquella idolatría tan abominable para los primeros cristianos, que veían en ella el poder de los demonios, se fue adaptando al cristianismo y terminó por formar parte insustituible de sus rituales, de sus procesiones, de su culto y de su fervor. Pocos siglos después de que Pablo de Tarso predicara su Cristo espiritual, su evangelio místico y su culto internalizado y ajeno a manifestaciones externas, Cristo tenía forma humana con rostro y vestimenta, sus fieles recorrían largos itinerarios de rodillas para besar el manto de su estatua y el mundo se detenía para conmemorar momentos carnales profusamente representados por todas las artes y por todos los artistas.